Angie le quitó el vestido a su muñeca y se lo tendió a Harriet.
—Pónselo. Van a ir de fiesta.
—¿Y por qué no pueden ir a montar a caballo? —Harriet acomodó a su muñeca, que tenía el pelo igual de rubio que ella, a lomos del caballito de plástico.
—Porque ir a una fiesta es mejor —zanjó Angie, que, sin ser consciente de ello, solía dominar el curso de todos los juegos que compartían juntas. La otra niña obedeció y abrochó con cuidado el velcro que cerraba la parte trasera del corto vestido—. Mi madre siempre dice que, si la fiesta es por la noche, hay que llevar zapatos de tacón. ¿Te gustan los azules?
—No. Prefiero los rojos.
—Los rojos los he pedido yo antes. Toma los azules.
Harriet cogió los zapatos de un tono zafiro. Se preguntó qué opinaría su madre al respecto. Hacía un par de años que se había marchado. «Un viaje largo», había comentado su padre en alguna ocasión. Desde entonces, él era más huraño, más arisco y nada cariñoso. A veces, ella se preguntaba si tenía la culpa de que a su madre le apeteciese tanto viajar. No recordaba haber hecho nada malo antes de que saliese por la puerta de casa arrastrando un par de maletas a su espalda. Era un sábado soleado, y, con los ojos brillantes, le había dado a Harriet un beso muy fuerte en la frente, dejándole la marca del pintalabios rojo que llevaba. A su padre no lo besó porque estaba en el trabajo, así que tan solo le dejó una carta sobre la encimera de la cocina.
«Quizá por eso estaba tan enfadado desde entonces», pensaba Harriet. Porque no se había despedido de él con un beso.
Harriet miró dubitativa a su mejor amiga.
—Angie, ¿crees que tu madre sabrá dónde está la mía? —Habían sido grandes amigas; solían tomar té y reían sentadas en el porche mientras ellas jugaban juntas, y a menudo se turnaban para llevarlas o recogerlas del colegio—. Quiero saberlo. Quiero escribirle una carta.
—No lo sé, pero a veces habla de ella, sobre todo cuando la tía Madison viene de visita los domingos por la tarde.
—¿Y qué dicen?
—Cosas raras. Que es una buscona.
—¿Y eso qué es?
Harriet dejó su muñeca a un lado, sobre el césped húmedo del jardín trasero de la casa de los Flaning.
—Ni idea. —Angie se encogió de hombros—. Deberías preguntárselo a tu padre, él tiene que saber dónde está. ¿Por qué no lo haces?
—Siempre se enfada.
—Pero tú quieres escribirle una carta.
—Sí, sí que quiero.
—¿Te acompaño y se lo preguntamos juntas?
—No hace falta. Yo lo haré.
Harriet sonrió, mostrando esas dos palas un poco más grandes de lo normal que le daban un aire travieso a su rostro dulce. La otra niña le tendió entonces los zapatos rojos con gesto apesadumbrado.
—Toma. Tenías razón, a tu muñeca le sientan mejor. Quédatelos.
Cuando Harriet regresó a casa un poco más tarde, con su muñeca todavía colgada bajo el brazo, descubrió que el lugar estaba sumido en la penumbra. No era una casa precisamente pequeña; de hecho, tenían más habitaciones de las que jamás podrían llegar a utilizar. El señor Gibson había amasado una buena fortuna trabajando e invirtiendo dinero en una tabacalera. Con parte de esos ahorros, se había casado con la mujer de sus sueños, Ellie, y había esperado tener una familia numerosa y fuerte, de esas que se mantienen unidas pese a las adversidades. El señor Gibson, además, anhelaba tener hijos varones, valientes y útiles, que pudiesen hacerse cargo de su parte del negocio en cuanto cumpliesen la mayoría de edad y que le acompañasen a pescar los fines de semana. Nunca imaginó que su felicidad se vería truncada tan pronto y que, como único recuerdo de lo que habían sido tiempos mejores, le quedaría una hija débil e ignorante.
Harriet caminó de puntillas por el salón. El ambiente olía a rancio, a alcohol. Su padre estaba sentado en el sofá y tenía la mirada clavada en el televisor. Sostenía un vaso en la mano derecha y el líquido ambarino se sacudió cuando él se giró al percatarse de su presencia.
—Ya estoy aquí —anunció Harriet.
—Ya lo veo —bufó.
Ella dejó su muñeca sobre la mesa y se limpió las manos sudorosas en los pantalones rosas que vestía, que ya estaban algo viejos.
—¿Cuándo volverá mamá?
—El día que dejes de ser tan estúpida. —Emitió una risa amarga y cargada de rencor—. Tu madre no va a volver nunca. Se ha ido para siempre. Así que será mejor que empieces a valerte por ti misma y a ser útil. ¿No se supone que deberías saber cocinar y encargarte de la ropa siendo una mujer?
—Y ya lo hago. Me ocupo de mi ropa. —Harriet pestañeó más de lo normal al intentar ocultar las lágrimas que pugnaban por salir.
—Pues aprende a cocinar, entonces.
El señor Gibson le dio un trago a la bebida y la saboreó con lentitud. Luego volvió a mirar a la niña, que seguía inmóvil a un lado del televisor.
—Deja que te dé un buen consejo, Harriet. Para ser alguien en esta vida, vas a tener que conseguir que un hombre permanezca a tu lado. Y, para que eso suceda, tendrás que aportar algo a cambio. Ese algo tiene mucho que ver con el tiempo que pases en la cocina. Una mujer de verdad no abandona sus tareas y se larga sin previo aviso con un rufián, como hizo tu madre. Una mujer de verdad sabe cuidar del hombre, sabe hacerse cargo de sus responsabilidades. —Chasqueó la lengua—. Eres demasiado tonta para lograr un futuro de provecho, y ser guapa no te ayudará eternamente. Hazme caso. Solo deseo lo mejor para ti. Lo mejor… teniendo en cuenta las circunstancias. Y ahora sube a tu habitación, acuéstate y piensa en lo que te he dicho.
Harriet seguía confundida mientras subía las escaleras que conducían a su dormitorio. No había entendido exactamente qué era lo que su padre quería decir. Lo único que sabía con total seguridad era que su madre no volvería. Ya casi no podía recordarla; había olvidado el timbre de su voz y el tono exacto de los reflejos cobrizos de su cabello que brillaban cuando el sol los acariciaba con su luz. Solo era capaz de rememorar una y otra vez que era una mujer llena de colores y de pulseritas y de cosas que se movían y producían un sonido tintineante que le hacía cosquillas en los oídos.