Harriet solía recoger hojas de los árboles y guardarlas en tarros de cristal. Le gustaba hacerlo cuando se sentía nerviosa. Entonces, cruzaba las tres calles que separaban su casa del inicio del bosque, donde las primeras briznas de hierba rozaban el asfalto, y se internaba en aquel lugar silencioso pero tan lleno de vida.
Sentada en el suelo húmedo, seleccionaba con delicadeza las hojas que más le gustaban. A pesar de estar enamorada del color verde, a menudo se decantaba por aquellas más rojizas; sentía que le otorgaban fuerza al conjunto. Rabia. Pasión.
Aunque solo tenía seis años, nadie nunca fue a buscarla. Al principio, Harriet anheló que su padre lo hiciese, que fuese hasta allí y la cogiese del brazo y la arrastrase de nuevo hasta la casa mientras le pegaba la bronca. Eso le hubiese demostrado que le importaba su seguridad. Pero, conforme fueron pasando los días, aceptó la realidad. Su realidad. Y aprendió entonces a disfrutar de esos instantes de soledad entre los frondosos árboles y sus inmensas y regordetas copas, que se esforzaban por alcanzar el cielo grisáceo de Washington.
Pasaba muchas horas allí, eligiendo con cuidado su próximo botín, observando con atención el esqueleto fibroso que se adivinaba en las hojas más translúcidas, buscando alguna que tuviese una forma estrellada o similar a un corazón (esas eran sus preferidas), intentando combinar los colores…
Aquel día, aún nerviosa por no poder quitarse de la cabeza las palabras que un compañero de clase había dicho sobre ella (que era «tonta, tonta, tonta»), se esmeró por conseguir el mejor resultado posible. Cuando lo hizo, al terminar, alzó el recipiente hasta que la luz del sol creó reflejos sobre la superficie de cristal.
Era perfecto. Inmejorable. Había algo retorcido en el hecho de que las hojas permaneciesen allí dentro, resguardadas e intactas, que lograba calmar la ansiedad que en ocasiones Harriet sentía en el pecho. Porque nadie podría dañar a esas hojas. No se perderían. Y, si al final terminaban convirtiéndose en polvo, lo harían lentamente, y no porque la suela de un zapato las aplastase sin miramientos.
A veces, Harriet deseaba estar también en algún lugar parecido; seguro, agradable. Deseaba vivir en su propio tarro de cristal.