El local tenía varias salas diferenciadas por la decoración y la iluminación. La zona de baile, donde sonaba una música electrónica y optimista, era más oscura y las luces de colores parecían moverse al ritmo de la canción. Había enredaderas que trepaban por las paredes y le otorgaban un aire salvaje a la estancia. En cambio, la sala a la que acudieron nada más llegar era mucho más tranquila. Un espacio abierto, con mesas bajas y redondas y mullidos sillones blancos. Farolillos de aire vintage que contrastaban con la decoración moderna y minimalista y jarrones de cristal, altos y retorcidos, que contenían orquídeas malvas y blancas.
Harriet nunca había estado en un lugar tan elegante. «Tan pijo», pensó. El local más sibarita de Newhapton era un asador rústico que solo abría los fines de semana y donde servían unos platos increíbles que siempre te dejaban con ganas de repetir, pero nada parecido a aquel lugar, desde luego.
—Pidamos algo. —Harriet señaló la barra, donde se congregaba buena parte de la clientela. Unas luces led de color azul rodeaban el contorno con forma de ele—. ¿No te sientes un poco fuera de lugar?
—Sí, pero no deberíamos. Míranos, estamos estupendas. Deja de preocuparte. Dentro de unos días volveremos a estar en casa, planificando la apertura de una nueva y sensacional pastelería en el pueblo…
—Prefiero no hacerme ilusiones.
Harriet llevaba puesto un vestido rojo, ajustado y sugerente. Con cada paso que daba, la tela se subía un poco más por la zona de los muslos y tenía que estar pendiente de recolocárselo. Era la primera vez que lo usaba; años atrás tuvo el inusual impulso de comprarlo en una pequeña tienda del pueblo de al lado cuando lo vio en el escaparate, pero hasta el momento no había tenido ocasión de ponerse algo tan arriesgado. En su día a día, acostumbraba a utilizar vaqueros y camisetas sencillas y cómodas.
Angie pidió dos cócteles de frambuesa que apenas llevaban alcohol y le tendió uno a Harriet, que se metió la pajita en la boca y le dio un trago. Delicioso.
—Te aconsejo que le eches un poco de sal —musitó una voz masculina a su espalda, antes de coger el salero de cristal que había sobre la barra y deslizarlo hacia ella con suavidad.
—¿Sal? ¿Con frambuesa?
Harriet se giró y se sumergió en el verde de aquellos ojos. Era un verde mágico, como el de las auroras boreales, y ya lo había visto antes. El chico de la piscina asintió con la cabeza y alzó la mano para llamar la atención de una de las camareras.
—No le hagas caso. Le van los sabores raros. Es lo que tiene ser un tío raro —reiteró uno de sus amigos. Tenía el cabello castaño y unos iris claros, grises. Les sonrió—. Pero, si queréis conocer a alguien normal, me llamo Mike. Y este de aquí es Jason.
—¡«Normal» dice! Y una mierda. —Les tendió unas cervezas a los otros dos y rio con la misma despreocupación que a Harriet le había llamado la atención esa mañana. Ella se estremeció cuando centró la atención en su rostro—. Hazme caso con lo de la sal, le da un punto diferente. A no ser que te vaya más lo clásico. En ese caso…
Él cogió el botecito de la sal para apartarlo y ella eligió ese mismo instante para decidirse a probar la mezcla. Sus manos se rozaron. Harriet reculó al notar el tacto suave de su piel.
—Perdona. Toma.
—Gracias.
Echó unos cuantos granos de sal en la bebida de frambuesa y le preguntó a Angie, que charlaba con los otros dos chicos, si quería un poco. Ella negó con la cabeza y le dirigió una mirada de advertencia.
—Espera, deja que te abroche bien el pendiente —dijo con voz cantarina y se inclinó hasta poder susurrarle al oído sin que pareciese sospechoso—. ¿Por qué estamos perdiendo el tiempo con estos tíos? Están tremendos. Y sobrios. No es el perfil que buscamos.
—Lo sé —siseó—. Gracias, creo que ya está bien —sobreactuó, llevándose una mano a la oreja. Era cierto que nunca logró sacar más de un cinco con cuatro en las clases de teatro del instituto.
Después bebió del cóctel. Y sí, el toque de sal le daba un sabor especial. Lo dulce y lo salado no casaban bien a menudo, pero a veces la mezcla suponía todo un acierto. A Harriet le pareció peculiar y un punto a su favor que no tuviese gustos tradicionales. Él la miraba casi sin pestañear. Ni siquiera apartó los ojos de ella al darle un trago a la cerveza.
—¿Y bien?
—Rico. Original. Me gusta.
—Chicos, ha sido un placer charlar con vosotros —comenzó a decir Angie—, pero tenemos que irnos. Ojalá nos veamos en otra ocasión.
Harriet se sintió rara cuando, tras despedirse escuetamente, comenzó a caminar hacia la sala contigua. Angie iba un par de pasos por delante. ¿Por qué quería girarse…? ¿Por qué deseaba mirar atrás por encima del hombro y buscar una última vez esos ojos? Menuda tontería. Qué estupidez. No lo hizo, no se giró.
El ambiente que se encontraron al entrar en el salón de baile fue muy diferente. La melodía electrónica estaba demasiado alta como para que pudiesen intercambiar más de un par de palabras. Pasaron un buen rato contemplando a los tíos que había alrededor. Fue bastante desalentador. Hablaron con uno que llevaba un sombrero de copa de peluche y que no dejaba de sacudirse al ritmo de la música; parecía agradable y bastante despreocupado, pero lo descartaron en cuanto les explicó que él y sus amigos estaban celebrando su despedida de soltero y que, al parecer, era un momento memorable al ser el último del grupo que se casaba.
—Es decir, que ni siquiera podemos tirar de los amigos —confirmó Angie.
—Empiezo a sentirme ridícula. —Harriet volvió a bajarse el vestido y deseó que la tela diese un poco más de sí—. ¿En qué pensábamos creyendo que encontraría un marido en Las Vegas?
—No te vengas abajo. —Angie la agarró del brazo y tiró de ella hasta la barra, que era mucho más larga que la del otro salón. Alineadas de un modo perfecto, cientos de botellas brillantes de cristal adornaban la pared de ladrillo—. ¡Es solo la primera noche! Y hace apenas una hora que salimos del hotel. Recuerda lo que te dije esta mañana: centrémonos en disfrutar, ¡vamos a pasarlo genial! —exclamó entusiasmada—. De hecho, pidámonos un chupito.
Pidieron uno. Y después otro, y otro y otro más. Para cuando ambas fueron conscientes de que unirse a la fiesta no era la idea más sensata, ya fue demasiado tarde. Bailaron. Bailaron como si aquella fuese la última noche de sus vidas. Pasaron un buen rato con Diego y Adán, una pareja que venía de Miami, recreando los pasos de baile más ridículos del mundo, riendo y perdiendo la noción del tiempo. Quizá por eso, casi entrada la madrugada, les perdieron la pista y terminaron uniéndose a un grupo alocado de mujeres que celebraban que una de ellas acababa de divorciarse. Todas iban vestidas de color rosa chicle y llevaban unas diademas de las que sobresalían unos muelles con antenas de abejitas.
—¡Y llevan purpurina! ¡Adoro la purpurina! —Harriet aceptó la diadema que una de ellas le tendió y se la puso en la cabeza. Ahora que era una abejita parecía que la vida tenía más sentido, que todo estaba en su lugar.
—¡Esta es la mejor noshe de mi vida! —Angie alzó en alto la copa que llevaba en la mano y las demás imitaron el gesto entre risitas contagiosas.
—Tengo que… ir al servicio. Creo. —Harriet miró a su alrededor algo confundida y le preguntó a una de las chicas de rosa si sabía dónde podía encontrarlo. Le señaló el fondo de la sala y el pasillo más oscuro en el que desembocaba—. Ahora vuelvo. Angie, pórtate bien. —La señaló con el dedo y luego prorrumpió en una sonora carcajada.
El camino hasta los baños fue un infierno. La gente saltaba y bailaba animada. Había quienes llevaban bastoncillos y collares fluorescentes que se entremezclaban con las luces de colores. Harriet empezó a marearse, y, para cuando consiguió llegar al servicio, su ánimo se había desplomado de golpe, como si acabasen de arrebatarle toda la energía. Recordó por qué demonios estaba allí, en Las Vegas, y se puso de mal humor. Se suponía que solo tenía que hacer una cosa, una dichosa cosa, y hasta en eso había fallado. Vale que lo de encontrar marido en una noche no parecía lo más fácil del mundo, pero sentía que su vida estaba abocada al fracaso.
Salió del minúsculo aseo un poco más enfadada consigo misma que cuando entró e intentó espabilarse echándose agua en la cara. A la mierda el maquillaje. Cogió un trozo de papel y se quitó los restos de pintura mientras escuchaba a una chica hablar por teléfono y lloriquear dentro de uno de los cubículos. «Bienvenida al mundo real», estuvo a punto de gritarle.
Solo había una cosa que Harriet deseaba por encima de encontrar un marido, y esa cosa tenía mucho que ver con quitarse los zapatos de tacón que llevaba y lanzarlos contra una pared. Le costaba mantener el equilibrio y le rozaban en los laterales produciéndole un dolor casi insoportable.
—Putos zapatos… —masculló entre dientes, y se apoyó en la pared de ladrillos que había en el pasillo. No estaba segura de que pudiese llegar hasta donde la esperaba Angie y esas nuevas amigas que parecían pompones rosas. Le encantaban los pompones. Le caían bien.
—Habría jurado que eras de las se lavan la boca con jabón después de soltar un taco.
Harriet reconoció la voz ronca y atrayente y dejó de prestar atención a la hebilla de su zapato. El chico de la piscina y la frambuesa con sal la miraba fijamente. Estaba solo en esta ocasión y tenía los ojos entrecerrados, brillantes. También él daba la impresión de haberse tomado dos copas de más. Alzó a duras penas un dedo en alto antes de hablar.
—Y habrías acertado. Yo nunca digo tacos.
—Acabas de decir «putos zapatos».
—Esta noche no cuenta. No soy yo misma. Puedo decir tacos.
—Ya entiendo… —Se apartó del centro del pasillo cuando un grupo de chicas pasó por su lado y apoyó el hombro en la misma pared sobre la que Harriet seguía recostada—. Así que es tu noche libre, ¿y vas a conformarte con «putos»? Espera, creo que puedo ayudarte. Mierda, imbécil, gilipollas, cabrón, ¿«polla»está considerado un insulto? No, no veo qué tiene de ofensivo. Hum. Pero sin ninguna duda mi preferido es «joder»—sonrió travieso—. «Joder», en todos los sentidos de la palabra.
—Ya había pillado a la primera por dónde iba la cosa, pero gracias por la aclaración. Si me disculpas… tengo que irme.
Estaban muy cerca. Demasiado. Harriet se balanceó un poco al intentar apartarse y terminó apoyándose sobre aquellos hombros fuertes y firmes. Él la sujetó con delicadeza e inspiró hondo.
—¿A qué coño hueles? ¿A vainilla?
—Mira, ese se te había olvidado.
—¿Coño? No, qué va. Pero siempre dejo algo de reserva, no me gusta jugar todas las cartas en una sola tirada.
—¿En serio consigues ligar así?
—¿Qué tiene de malo?
—¿Necesitas que te lo explique?
—Es evidente que sí.
Harriet dio un paso hacia atrás para alejarse de él. Sumado al alcohol, tenerle tan cerca le dificultaba la tarea de concentrarse en formar una frase coherente.
—Conozco a los tipos como tú. Y puedes irte al infierno.
—Si me conoces tan bien como dices, no tendrás problema en escapar de mis garras—. Lo que ella había pensado en un primer momento: era un tigre. Un tigre hambriento y feroz—. Vamos, te invito a una copa.
—Qué generoso. Pero creo que paso.
Harriet imprimió en cada palabra la amargura que había acumulado durante toda la noche y se esforzó por caminar recta con los horribles tacones al pasar por su lado. Pero, antes de que pudiese alejarse, sintió que la cogían con firmeza de la muñeca y la empujaban hacia atrás con suavidad. Mientras ella lo miraba con una mezcla entre enfado y curiosidad, él alzó la mano y tocó con la punta del dedo una de las antenas de abeja que sobresalían de la diadema que llevaba.
—¿Ya te han dicho esta noche que estas antenitas te hacen irresistible?
—Por suerte, tú eres el primero.
—Soy así de original.
Él esbozó una sonrisa arrolladora.
—Estás borracho.
—Un poco. Igual que tú. Por cierto, ¿de dónde eres? Tienes acento.
—¡No es verdad! ¡No tengo acento! —exclamó indignada.
—Pronuncias la ese de forma rara —dijo—. Oye, recuérdame por qué seguimos hablando en este pasillo y todavía no sé cómo te llamas o de dónde eres.
Harriet resopló, consciente de que no había hecho siquiera el amago de marcharse. Él tenía razón, ¿qué hacía ahí parada como una tonta?
—Vale, fin de la fiesta. Estoy cansada, me duelen los pies y sigo sin encontrar un marido. Apártate y déjame pasar —farfulló.
—Eh, quieta ahí, abejita. Todavía me debes una copa.
—No es verdad.
—¿Qué tengo que hacer para que seas un poco más simpática?
—¿Desaparecer? —Se puso de puntillas para aliviar el dolor en los talones—. ¿Conseguirme unas cómodas zapatillas?
—¡Hecho! Te traeré unas zapatillas a cambio de una copa. —A él parecía divertirle el curso que había tomado la noche, como si estuviese más que acostumbrado a manejar situaciones de aquel tipo—. ¿Qué número calzas?
—¿Lo dices en serio?
—Joder, sí. Que me lo pongas más difícil solo alimenta mi espíritu competitivo. ¿Treinta y siete? ¿Treinta y ocho…?
—Gasto un treinta y siete.
—Quédate aquí. Sé una abejita obediente.
—¿Te estás quedando conmigo?
—Volveré en seguida.
Harriet seguía confundida tras verlo atravesar el pasillo que conducía a los servicios para perderse entre la multitud. Se frotó las cejas con los dedos y la zona de las sienes, intentando calmar la sensación de tirantez. No recordaba la última vez que había estado borracha. De hecho, no recordaba la última vez que había salido de fiesta, porque no estaba segura de que pudiesen calificarse con esa palabra las reuniones entre amigos que se llevaban a cabo en el bar de Jamie durante los fines de semana. Sobre todo por una razón muy simple: ella siempre estaba detrás de la barra sirviendo las bebidas, así que nunca tenía oportunidad de desmadrarse demasiado. Y era mejor así, por supuesto.
Aunque a veces se preguntaba un montón de «¿y si…?». Dejaba volar la imaginación. Se perdía en ella misma. ¿Y si su madre nunca los hubiese abandonado y Fred Gibson hubiese seguido siendo un padre medianamente normal? ¿Y si hubiese evitado caer en las redes de Eliott? ¿Y si no hubiese tenido que sentir la pérdida de ese bebé y pensar en él más a menudo de lo que estaba dispuesta a reconocerse a sí misma? ¿Y si hubiese conseguido escapar de Newhapton y recorrer el mundo y ser alguien interesante y perspicaz y especial, el tipo de chica de la que los hombres se quedan prendados al oírlas hablar y no al mirarlas andar?
—¿Qué haces ahí tirada? —Él la miró desde arriba. Sujetaba por los cordones unas Converse blancas y las balanceaba con la mano—. Venga. Arriba.
Harriet fue entonces consciente de que se había sentado sobre la moqueta del pasillo, con la espalda apoyada en la pared. Dejó que la pusiese en pie y se sujetó a él para quitarse los tacones y ponerse las deportivas. Cuando volvió a incorporarse, el cariz de la velada había tomado un rumbo distinto. Ya no estaba segura de cuántos cambios de humor había atravesado a lo largo de esa noche eterna, pero había dejado de importarle.
—¿Cómo has conseguido las zapatillas?
—Tranquila, no he tenido que matar a nadie. En Las Vegas se apuesta cualquier cosa. Las he ganado. Y también me he ganado el derecho a saber algo de ti.
Harriet se humedeció los labios. Tenía la boca seca. No fue consciente de cómo la mirada de él descendió hasta ese punto concreto de su rostro.
—Me llamo Harriet Gibson. Del sur de Washington. Pero no tengo acento, ¿entendido?
—Entendido. —Reprimió una sonrisa—. Luke Evans. De San Francisco.
—Qué típico.
—Gracias.
—No era un cumplido.
—Ya lo creo que sí. San Francisco es perfecto. —Comenzó a caminar y Harriet lo siguió—. ¿Has estado en Fisherman’s Wharf? ¿O en Sausalito? ¿Twin Peaks?
—No he estado en ningún sitio —murmuró ella por lo bajo, pero Luke no llegó a oírla por culpa del volumen de la música.
Volvían a estar en la sala repleta de clientes que bailaban al ritmo de la electrónica melodía. Él cogió su mano con decisión cuando se internaron todavía más entre el gentío, y Harriet intentó encontrar a Angie y las pompones rosas entre la multitud, pero advirtió que ya no estaban en la esquina donde las había visto por última vez.
Así que estaba sola, en Las Vegas, junto a un completo desconocido…
Una parte de sí misma sabía que nada bueno podía salir de ahí. Pero la otra parte, esa más débil que acallaba con frecuencia, tenía ganas de divertirse, de dejarse llevar por una vez sin tener que pensar en catastróficas consecuencias o hacer una lista de pros y contras.
—¿Tequila? —Luke esperó su respuesta con el codo apoyado en la barra de madera. Cuando ella asintió, se giró hacia el camarero—. Dos chupitos de tequila.
—Haces esto a menudo, ¿verdad?
—¿Beber tequila?
—No. Ligar con la primera que se cruce en tu camino.
—¿Por qué estás tan segura? Quizá simplemente me recuerdes a mi hermana y verte indefensa sobre esos andamios haya despertado mi instinto protector. Soy un buen tipo. Ya sabes. Ayudo a las viejecitas a cruzar la calle, paso el día de Acción de Gracias en un comedor social… —bromeó.
El camarero les sirvió los dos chupitos. Harriet se apretó más contra Luke y ese gesto lo pilló desprevenido. No era ella misma, eso seguro. Podía notar el calor que desprendía aquel cuerpo masculino. Alzó las cejas al mirarlo.
—Entonces, ¿te recuerdo a tu hermana?
Luke la estudió unos segundos en silencio.
—En absoluto.
—Vale. Porque no hace falta que te hagas el gracioso conmigo. Ya sé que no eres un tipo encantador. Solo quiero divertirme. Nada más…, nada menos…
—Creo que estás en el lugar indicado.
Luke le dedicó una mirada seductora mientras cogía su mano y volcaba un poco de sal en el dorso. Harriet sintió una sacudida en el estómago cuando él se inclinó y lamió su piel con lentitud, antes de beberse el chupito de un solo trago y mordisquear un trozo de la rodaja de limón. Le sonrió. Y ella tragó saliva, nerviosa. Puede que sí fuese un poco «de pueblo». Tampoco es que en su día a día tuviese muchas oportunidades de cruzarse con tipos como aquél. Su mirada era magnética; le infundía calma y, al mismo tiempo, la mantenía alerta. Había algo oscuro y triste en ella. Una contradicción verde de lo más enigmática. No estaba segura de cómo etiquetarlo.
—¿A qué esperas? Te toca.
La estaba retando. Era evidente.
—Está bien. —Aferró su muñeca y sacudió el salero encima; se fijó en que tenía unas manos masculinas y algo ásperas, con los dedos largos y finos—. Pero añadamos un punto de diversión antes de que me duerma. Juguemos a verdad o reto.
Él alzó una ceja en alto.
—¿En serio? ¿Eso no es famoso entre los adolescentes o algo así?
—Sumemos un trago a la parte del reto.
—Como quieras, abejita. —Luke ladeó la cabeza—. Supongo que me toca empezar a mí. ¿Qué es lo que estás haciendo en Las Vegas?
«Encontrar un marido para conseguir cobrar una herencia de mi horrible padre y así lograr montar una pastelería y cumplir el sueño de mi vida. Solo eso.» Sí, parecía poco probable que no huyese despavorido tras semejante respuesta. Harriet carraspeó para aclararse la garganta.
—Hum. Reto.
—Qué misteriosa. —Luke la miró con los ojos entornados y después le mostró una de esas sonrisas que conseguían que se le acelerase la respiración—. Está bien. Quiero que bailes esta canción. Pero báilala para mí.
Sonaba We found love. Harriet no bailaba. No hacía aquello. Sin embargo, lamió (o besó, no estaba segura) la piel del dorso de la mano de Luke, bebió el chupito y ni se molestó en probar el limón antes de dar un paso hacia atrás y moverse al ritmo de la canción mientras él la observaba sin pestañear, absorto, como si la sala donde se encontraban no estuviese repleta de cientos de personas mucho más interesantes que ella. Como si, de hecho, solo existiese ella danzando al son de «Turn away cause I need you more, feel the heartbeat in my mind. It’s the way I’m feeling I just can’t deny, but I’ve gotta let it go. We found love in a hopeless place…».
No hubiese parado de bailar de no ser porque él le rodeó la cintura con un brazo y la acercó de nuevo hasta la barra, donde había dos chupitos más. En esta ocasión eran de un color rojo intenso que recordaba a las cerezas maduras.
—Es mi turno —dijo ella.
—Adelante.
—¿Por qué pareces tan infeliz?
—¿Perdona?
—Despreocupado… pero infeliz.
—¿Sabes…? Yo podría decir lo mismo de ti.
—Ya, pero me toca a mí hacer las preguntas.
Él dudó durante unos segundos, pero al final cogió el chupito.
—Reto.
—Cuéntame algo de ti que no sepa nadie más.
Luke bajó la vista al suelo antes de volver a fijarla en ella.
—Me dan miedo los erizos —susurró.
Harriet rio. Fue una risa sincera, dulce.
—¿Los erizos? Los erizos son adorables.
—No para mí. —Aunque todavía quedaba un chupito sobre la mesa, le pidió otros dos al camarero. Harriet se encargó de señalar una botella al azar de las que adornaban la pared—. ¿Cuál es tu mayor sueño?
Por primera vez, ella eligió verdad.
—Me encanta la repostería y llevo soñando desde pequeña con montar una pastelería; me gustaría que fuese un local luminoso con un escaparate enorme lleno de dulces, aunque, de momento, todo apunta a que no lo conseguiré jamás —suspiró dramáticamente—. Me toca.
A pesar de llevar puestas las zapatillas deportivas, se tambaleó un poco al dar un paso adelante. Luke la mantuvo sujeta por la cintura y se bebió otro chupito aunque no le tocase el turno. Ella lo imitó. El último era de limón y sabía un poco ácido.
—Me pirran los pasteles —admitió él—. ¿También harás galletas?
—Ya te he dicho que no habrá ninguna pastelería… —contestó con voz pastosa.
Hacía una eternidad que no se sentía en calma, sin ninguna preocupación a la vista, sin objetivos por los que luchar. En realidad, no alcanzar su sueño tampoco parecía ahora algo tan importante. ¿Qué más daba si no podía pasarse la vida horneando pasteles? Estaba borracha. Borracha y muy feliz, y ya nada resultaba trascendental. Pues, vale, trabajaría en el bar de Jamie el resto de sus días, acogería en casa a un par de gatos y disfrutaría de una impuesta soledad lejos de riesgos innecesarios.
—Pero, si algún día lo logras, recuerda que me vuelven loco las de canela y pepitas de chocolate. Casi tan loco como me vuelves tú. Casi. De verdad que me parece injusto que uses colonia de vainilla. Hueles jodidamente bien.
Harriet advirtió entonces que se habían alejado de la barra y que estaban muy juntos, abrazados, bailando lentamente como si estuviese sonando un vals en lugar de aquella música estridente que retumbaba en las paredes del local. Él la mantenía contra su cuerpo con cuidado, como si fuese algo frágil o delicado, y había hundido la cabeza en su cuello. Al respirar, le hacía cosquillas. O eran escalofríos. No estaba segura. Daba igual, porque fuese lo que fuese era agradable sentir la calidez de su aliento.
—¿Luke?
—¿Sí?
—¿Esto es raro?
—¿El qué?
—Estar abrazada a un desconocido.
—Si tengo en cuenta que yo soy ese desconocido, supongo que no. ¿Sabes…? Pensar demasiado a veces complica las cosas. Así que tan solo me quedo con que he visto a una chica con antenas de abejita, sola e insultando a unos zapatos, y me ha apetecido hablar con ella. Un impulso. No le des vueltas. Déjate llevar.
—Creo que no deberíamos acostarnos.
Sintió la vibración de su risa en la piel.
—Tranquila, no me va aprovecharme de chicas que han bebido demasiado y luego no pueden recordar lo genial que soy. —Luke volvió a reír cuando ella le dio un pisotón y después siguió meciéndola con suavidad, ajeno al ritmo que bailaban los demás—. ¿Quieres saber por qué me has llamado la atención? —Harriet asintió con la cabeza contra su pecho—. Porque tienes la mirada transparente. ¿Alguna vez te has tropezado con una mirada tan limpia que casi pudieses verte reflejado en ella?
—¿Se supone que es algo malo?
—Quizá sí. No lo sé. No me suele gustar verme a mí mismo.
—¿Desde cuándo? ¿Y por qué?
—Desde hace algún tiempo. —Hizo una pausa más larga de lo normal—. Cuéntame cosas de ti, Harriet. Lo que sea. Cualquier tontería que te venga a la cabeza. Joder, tenías razón, esto sí empieza a ser raro; creo que se nos ha ido la mano con los chupitos.
—Me gusta guardar hojas secas en tarros de cristal —susurró ella, silenciando sus últimas palabras. Harriet nunca se había sentido así. Arropada (y encima por un extraño), segura, tranquila. Como si se conociesen de toda la vida, cuando, en realidad, estaba segura de que no tenían absolutamente nada en común. De hecho, seguía teniendo pinta de capullo pretencioso, pero al mismo tiempo… había algo más que se le escapaba…—. Casi nunca tengo pesadillas, pero mi habitación está llena de atrapasueños solo porque me gusta abrir las ventanas y ver cómo las plumas se mueven por el viento. ¿Y sabes qué otra cosa me encanta? Las margaritas. Son geniales. Sencillas, bonitas, perfectas. A veces me encantaría ser una margarita y no tener que preocuparme por nada —rio—. Vale, olvida eso último, ya no sé ni lo que digo…
—No, no. Sigue, por favor.
En aquel momento la retuvo contra él con más firmeza y el abrazo se tornó real, cálido. Su voz sonó extrañamente rasgada y Harriet tardó unos segundos en volver a relajarse porque sentía su cuerpo duro contra ella, sus manos grandes en la parte baja de su espalda, su aroma masculino envolviéndola…
Tragó saliva antes de seguir hablando.
—Es la primera vez que salgo de Washington. Patético, lo sé. Yo… En fin. Cuando era pequeña tenía la esperanza de hacer muchas cosas interesantes, pero luego todo acabó complicándose y la realidad nunca supera las expectativas. Trabajo sirviendo copas en el bar de Jamie. Y no te rías de mí, pero si me pidieses que situase Gambia en un mapa no sabría decirte dónde está; nunca conseguí aprenderme todos los países y suspendí geografía en el último curso. ¿Qué más? Ah, bueno, sí: hace años que dejé de pedir ningún deseo. Ni al soplar las velas, ni al caérseme una pestaña ni al soltar el farolillo el uno de agosto… Ya nunca pido deseos. Nunca.
—Odio los deseos —murmuró él—. Son un asco.
—Casi tanto como los Patriots.
—¿Hablas en serio? ¿Te gusta el fútbol?
—Claro. El partido de los domingos es un momento sagrado. —«Para toda la gente del pueblo», estuvo a punto de añadir. Era la verdad. Había sido así desde siempre, pero pensó que sonaría muy poco glamuroso—. Y preparo nachos con salsa de queso si Jamie y Angie se dejan caer por casa.
—Harriet…
—Dime.
—Creo que quiero casarme contigo.
La capilla era diminuta. Un pasillo estrecho, con el suelo recubierto de tablas de madera blanquecinas, conducía hasta una cúpula algo cutre en la que esperaba un hombre gordinflón de mejillas sonrosadas que llevaba una peluca torcida.
Harriet no tenía demasiado claro cómo demonios había llegado hasta allí. Lo único que sabía era que, al igual que Luke, no podía dejar de reír y que le dolía muchísimo el antebrazo izquierdo. ¡Maldición! ¿Por qué le escocía tanto? No pudo averiguarlo porque Angie apareció en su campo de visión. Recordaba vagamente haber hablado con ella por teléfono hacía…, bueno, ¿quién sabe? Tal vez media hora. Quizá tres horas. Decidió que era irrelevante al advertir que le fallaba la memoria. La noche estaba llena de lagunas. De cualquier modo, no era la única que se encontraba en el interior de aquella capilla. El chico de ojos grises, Mike, y el tipo rubio, Jason, no dejaban de bromear con Luke, y el primero llevaba un botellín de cerveza en la mano derecha que se balanceaba al son de sus carcajadas. ¿Era legal beber allí…?
—¿Qué estey haciendo aquí? —consiguió balbucear Harriet.
—Chsss. Mantén la boca cerrada. —Angie se inclinó hacia ella de modo que no la viesen los demás y se llevó un dedo a los labios—. Te vas a casar. Aguanta un poco…, solo un poco más, Harriet. Puedes hacerlo, ¿de acuerdo?
—¿Casharme? ¡Yo no quiero casharme!
—¡Cierra el pico, maldita sea! —siseó su amiga.
—Me duele el brazo.
Intentó tocarse la zona que notaba irritada, pero Angie se lo impidió al cogerla de la mano y la condujo sin demasiada delicadeza hasta el final de la capilla. Harriet miró a Luke. Sus ojos eran dos rendijas de un color verde brillante y necesitaba decirle que le traían a la memoria la frescura del césped y…
El hombre que estaba enfrente empezó a dar un discurso sobre el matrimonio del que ella no entendió ni una sola palabra. Luke tampoco pareció hacerlo, porque no dejaba de reír por lo bajo, al compás de las carcajadas de sus dos amigos. Harriet no estaba segura de qué resultaba tan gracioso. ¿Estaba casándose? ¿Por qué demonios tenía que casarse?
—Por el poder que me ha sido otorgado, yo os declaro marido y mujer. Puede besar a la novia.
Harriet iba a gritar: «¡Protesto!», pero antes de que pudiese hacerlo los labios de Luke rozaron los suyos. Solo un roce y sus pulsaciones se dispararon como si acabase de correr la maratón de Boston. Porque tenía los labios más suaves y tiernos del mundo y sabía a limón con un toque de fresa. Ajena a que no estaban solos, posó una mano sobre su nuca y lo atrajo más hacia sí. Luke gimió contra su boca y entonces… entonces alguien tiró de ella hacia atrás y se vieron obligados a separarse.
—Vale, ya está bien —ordenó Angie, y a continuación sacudió unos papeles frente a ella, le tendió un bolígrafo y le indicó que firmase no sé qué. Luego obligó a Luke a hacer lo mismo y, cuando sus amigos rieron más fuerte, los fulminó con la mirada. Angie tenía una forma de mirar afilada, seca, contundente.
—Genial. Nos vamos. Por fin —masculló y cogió de la mano a una desorientada Harriet antes de dirigirse hacia la puerta de salida.
—¡Espera, espera! Tengo que decirle algo a Luke.
—Pues díselo rápido.
—Luke —le llamó, y él se giró y le dedicó una sonrisa tan dulce que ella sintió el extraño deseo de recorrer el pasillo de la capilla que ahora los separaba y lanzarse a sus brazos—. Tus ojos… Tus ojos me recuerdan al césped en verano. Al césped que crece bajo las margaritas.
Al salir, Harriet fijó la mirada en el cielo azul surcado de nubes algodonosas. Hacía horas que había amanecido. De hecho, recordaba vagamente haber visto la salida del sol sentada en una acera cualquiera, con Luke a su lado y una botella de vino barato en la mano derecha mientras hablaban sin cesar de cosas que ya habían caído en el olvido.
Notó la bilis quemándole la garganta y, algo desorientada, consiguió levantarse de la cama y llegar hasta el cuarto de baño del hotel para vomitar. Al terminar, se quedó de rodillas sobre los fríos azulejos del suelo, temblando, y sintió unas manos cálidas apartándole el cabello de la frente. Harriet se asustó.
—Eh, tranquila. Soy yo.
Angie la cogió de la mano y la condujo nuevamente hasta la cama. Le ahuecó la almohada, la ayudó a tumbarse y encendió la lamparita de noche bañando la estancia con luz ambarina.
—Tómate esta aspirina. —Le tendió la pastilla junto a un vaso de agua que Harriet bebió de un trago.
—¿Qué hora es?
—Las dos.
—¿Del mediodía?
—De la madrugada del domingo. —Se acomodó a un lado de la cama, sentándose con las piernas cruzadas al estilo indio, y sonrió—. Deberías ver la pinta que tienes…
—¿Por qué es domingo? —Le iba a estallar la cabeza. Era como si pudiese sentir el latir de su corazón en las sienes, en la nuca, en cada centímetro de su piel. La palabra «resaca» no tenía nada de divertido. Nada.
—Llevas todo el día durmiendo. Bueno, todo no. Te has levantado dos veces más a vomitar, sin contar esta última. Tendrás el estómago vacío. ¿Te apetece un zumo de naranja? Todavía quedan en el minibar.
—No, por favor.
Harriet intentó incorporarse un poco, apoyándose en el cabezal de la cama. Las sábanas blancas estaban arrugadas a sus pies y, por más que se esforzó por recordar cómo había llegado hasta allí, fue incapaz de dar con una respuesta.
—¿Qué ha pasado? ¿Qué es lo que…?
Fue a tocarse el brazo izquierdo, pero Angie sostuvo su rostro entre las manos y la obligó a mirarla a los ojos mientras presionaba ligeramente sus mejillas.
—Escúchame, Harriet. Lo has hecho muy bien, ¿de acuerdo? No te asustes. Lo del brazo… Lo del brazo es solo una tontería de nada. Lo superarás.
—¿Qué demonios…?
Al final descubrió de qué hablaba Angie.
En la cara interna de la parte superior del brazo, tenía un tatuaje.
Un jodido tatuaje.
Respiró hondo.
—¿Es de henna, verdad? Se irá. Con el tiempo se irá, ¿no?
—Cielo, me temo que no. —Angie frunció los labios.
Harriet fijó de nuevo la vista en el tatuaje. Eran tres pájaros negros y pequeños que parecían volar libremente por su piel. No se les distinguía la cara ni ningún rasgo más allá de la silueta oscura, como si fuesen tres sombras. Los bordes todavía estaban algo hinchados y rojizos, pero era incapaz de dejar de mirarlo. Tenía algo… algo bonito, aunque no sabía explicar el qué. No la simbolizaba a ella, eso seguro. Pero quizá sí a la chica que a Harriet le hubiese gustado ser.
—¿Estás bien? —Angie estaba preocupada.
—Creo que sí. Me siento un poco rara. —Apartó la mirada de aquellos pájaros negros que a partir de ahora siempre la acompañarían en el camino—. Cuéntame qué ha pasado.
—¿De verdad no lo sabes? Harriet, dime lo último que recuerdas.
—¿Lo último…? —Se devanó los sesos intentando aclarar las ideas. Pero todo estaba difuso, como si la noche estuviese plasmada en un dibujo a carboncillo y alguien hubiese emborronado con los dedos las líneas y los trazos…—. Estaba en la barra con Luke. Nos tomamos unos chupitos y jugamos a verdad o reto. Después… bailamos y creo que bebimos otra copa —suspiró—. ¿Pasó algo más?
Angie hizo un ruidito extraño con la boca y terminó de hacerse una coleta con el lazo rosa que una de las chicas pompones había atado a su muñeca la pasada noche.
—Por favor, suéltalo ya. Sigo teniendo ganas de vomitar, llevo un tatuaje de pajaritos en el brazo y no sé en qué día vivo. No puede haber nada peor, ¿verdad? Dime que no.
—¡Claro que no! En realidad, todo está bien ahora. —Se inclinó y le dio un beso en la mejilla, a pesar de que necesitaba una ducha con urgencia—. Desapareciste al irte al baño y yo me despisté durante un rato con ese grupo tan divertido de solteras; sobra decir que también iba un poco achispada. Luego intenté buscarte y te llamé unas mil veces, pero no conseguí localizarte. Hasta que tú te pusiste en contacto conmigo sobre las siete de la mañana. —Harriet la escuchó con atención, procurando recordar algún que otro detalle y encajar las piezas sueltas—. Me dijiste que estabas en un local de tatuajes, con el amor de tu vida, y que acababas de ganar una competición de camisetas mojadas.
—¡NO!
—¡Sí! De hecho, te dieron un trofeo y todo. —Angie se inclinó hasta alcanzar la diminuta figurita dorada de plástico que descansaba sobre la mesilla—. Tuve que comprar una camiseta en una tienda de souvenirs, por la que me trincaron veinticinco dólares, para que te la pusieras por encima del vestido. Cuando conseguí llegar al local de tatuajes ya era demasiado tarde, tanto tú como él teníais esos dichosos pájaros en el brazo. Los elegiste tú, por cierto. Decías que simbolizaban la libertad.
Harriet había enmudecido. Nada de todo aquello era posible. Algunas imágenes sueltas y difusas se adueñaron de su mente, pero no logró descifrarlas. Ante su silencio pasmoso, Angie prosiguió relatando la velada.
—Lo único bueno fue que me aseguró que os ibais a casar. Dijo, literalmente, que nunca pensó que fuese a terminar enamorándose de una abejita repostera. Créeme, es probable que él recuerde mucho menos que tú porque iba como una cuba. Y ahí fue cuando vi la oportunidad y decidí aprovecharla. Entendí que era uno de esos momentos de «ahora o nunca». Fue casi como una señal divina. ¡Tenía frente a mí a un tío borracho que quería casarse contigo! Así que lo organicé todo: fuimos a la oficina del Condado a buscar la licencia de matrimonio (aún no sé cómo, logré llevaros allí y rellené vuestros papeles), busqué la capilla más cercana y más barata (siento que no te casara Elvis, cariño, pero se salía del presupuesto), y luego aparecieron sus amigos, que, por suerte, estaban igual de sobrios que tu querido marido. —Sonrió y después habló despacio, como si estuviese saboreando cada palabra—. Harriet Gibson, ¡ahora eres una mujer casada!
Se miraron en silencio durante unos instantes. Harriet podía oír el latir rítmico y asustadizo de su corazón.
—¿Lo dices en serio?
Se apartó el cabello rubio de la frente con una mano y notó su cuerpo sacudirse; le embargó una mezcla de alegría, confusión y algo más que no supo identificar. Ni siquiera advirtió que estaba llorando hasta que sintió las primeras lágrimas surcando sus mejillas.
—¡No llores! ¡Lo has conseguido! Y casi sin proponértelo. —Sacó del cajón de la cómoda unos papeles grapados y se los tendió—. El certificado de matrimonio. Este es temporal, pero servirá. En unas semanas te llegará por correo el original.
—No… no me lo puedo creer… Todavía no lo asimilo. —Se tapó la boca con una mano mientras leía algunas palabras sueltas. Y entonces lo vio, ahí estaba, claro y contundente: «Luke Evans». Joder. Estaba casada con Luke Evans. Era real. No estaba dentro de una disparatada película de sobremesa. Aquello era muy muy real—. Estoy casada.
—¡Sí!
—Estoy casada. Muy casada —repitió.
—¡Harriet, vas a tener la pastelería!
—¡Dios mío!
Ya no podía controlar el torrente de lágrimas. Angie la abrazó con fuerza y ella se desahogó sobre su hombro. Por primera vez en su vida la suerte estaba de su parte. Cocinar era lo único que Harriet creía hacer medianamente bien, y estaba deseando demostrarle al resto del mundo que servía para algo, que podía, de verdad que podía lograrlo si le daban una oportunidad.
—Y tengo algo para ti. —Angie se separó de ella y le tendió una pequeña bolsita azul—. Hace muchos años te di uno y te prometí que cada vez que dieses un paso hacia delante te regalaría otro. Sigo estando orgullosa de ti. Cada día eres más fuerte. Somos más fuertes.
Sonrió mientras ella sacaba la sortija del interior de la bolsita y se la ponía en el dedo anular, al lado de la que le había regalado años atrás en aquella deprimente clínica y que siempre, siempre, llevaba encima. La nueva tenía una diminuta y preciosa piedra verde en el centro, y Harriet se preguntó si el color tendría relación con ciertos ojos que ya nunca volvería a ver.
—Angie, te quiero. Y no te merezco —balbuceó. Los restos de rímel teñían sus pómulos y tenía los ojos enrojecidos—. Te quiero, te quiero, te quiero…