Año 2015
(Parte 1)

El local estaba ya vacío, después de una noche de duro trabajo, y Harriet había terminado de secar los vasos y las copas limpias. Era uno de los pocos establecimientos del pueblo que abría hasta tarde y los jóvenes solían acudir a divertirse. Ofrecían un ambiente alegre, un montón de cervezas diferentes (desde con sabor a regaliz hasta con un toque de canela), y, además, todo el mundo sabía que Jamie Trent elegía la mejor música para animar a la clientela. Aunque aquel día había hecho una pequeña excepción al hacer sonar la melodía de Cumpleaños feliz en honor a Harriet. Y después Angie y Susan, que solo acudía de vez en cuando como refuerzo, habían abandonado sus puestos tras la barra para sacar un pastel con veintidós velitas blancas que ella, avergonzada por las miradas de la gente, terminó soplando a toda prisa. No pidió ningún deseo; tampoco importaba demasiado, teniendo en cuenta que nunca se cumplían. Aún recordaba esa desesperación con la que pidió «que alguien me quiera de verdad» cuando era solo una cría ilusa.

—Te alejas de los veinte —sentenció Angie.

—Acabo de cumplir veintidós.

—Pues eso, que empiezas a alejarte.

—Lo que tú digas, pero solo soy cuatro meses más mayor que tú. —Sonrió y colocó la última copa en la estantería. No pudo evitar fijarse en cómo Jamie rozaba la cintura a su amiga al pasar por su lado y luego le daba un beso suave en la comisura de la boca. Siempre estaban tocándose. Llevaban saliendo juntos alrededor de cuatro años y seguían manoseándose a todas horas—. Será mejor que me vaya ya a casa y os deje que terminéis la fiesta a solas —dijo mientras se acercaba al perchero que había tras la puerta de la despensa y cogía su abrigo—. No os importa cerrar vosotros, ¿verdad?

—En realidad sí. Quieta ahí, señorita.

Harriet alzó las cejas al mirar a Jamie. Por mucho que fuese su jefe, antes era amigo y no acostumbraba a hablarle nunca en un tono autoritario. Tampoco es que ella fuese demasiado dada a saltarse las normas o escaquearse del trabajo, al contrario.

—¿Ocurre algo?

—Todavía no te hemos dado tu regalo de cumpleaños.

—¡No teníais que comprar nada!

—Será mejor que te sientes —le advirtió Angie.

—¿Tiene garras, colmillos y Jasmine tenía uno igual? Porque ya sabes que siempre he querido un tigre. —Se removió incómoda en el taburete cuando vio que ninguno de los dos reía—. Ahora en serio, ¿de qué se trata? Me estáis asustando.

Angie sacó un sobre blanco de su bolso y lo sujetó con ambas manos frente a sus narices.

—Sabemos que tu primera respuesta será un rotundo «no». Pero, como te conozco mejor de lo que a veces me conozco a mí misma, también sé que terminarás diciendo que sí. Al final. Cuando masques un poquito la idea y te vayas al bosque y metas unas cuantas hojas en tus tarros de cristal y…

—Vale, lo pillo, es arriesgado. Dámelo. Me mata la intriga.

Rasgó con cuidado el papel del sobre y sacó los dos billetes de avión que había en el interior. ¿Destino? Las Vegas. ¿Fecha? Próximamente. En un principio a Harriet le pareció raro, pero luego sonrió.

—¿Y por qué iba a decir que no? —preguntó entusiasmada—. ¡Un viaje a Las Vegas! Chicos, es genial. Es… demasiado, en realidad. No puedo aceptarlo.

—Puedes y lo harás, porque no es solo un viaje, sino también un plan.

—Un plan maléfico. —Jamie sonrió entrecerrando los ojos (siempre sonreía con los ojos) y su novia le dio un manotazo en el brazo antes de hablar.

—Y el plan es el siguiente: tú y yo un fin de semana a solas en Las Vegas para pasárnoslo en grande, olvidarnos de las cotorras aburridas de este pueblo y… ¡encontrar un marido! ¡Bieeeeen! —Alzó los brazos en alto a modo de celebración.

Los miró con incredulidad.

—¿Os habéis vuelto locos?

—Sí, los dos estamos locos por que puedas cumplir tus sueños y abrir la pastelería. Sabemos que será un éxito. Solo necesitas un dichoso y estúpido certificado matrimonial para que tu vida dé un giro de ciento ochenta grados.

—¿Pero quién demonios va a querer casarse conmigo? ¿Y por qué en Las Vegas?

—Porque está a miles de kilómetros y nadie podrá demostrar si es una farsa o no, y porque todo el mundo hace locuras en Las Vegas. ¿Sabes cuántas personas se casan en esa ciudad cada minuto? Cinco. Cinco jodidas bodas. —Jamie golpeó con la palma de la mano la madera de la barra.

—Te lo estás inventando.

—Vale, puede que sí. Pero tengo razón en todo lo demás. Solo tenéis que encontrar a alguien que pase del matrimonio y toda esa mierda o algún turista al que no le importe cometer una locura. Y dos años después te divorcias.

—Eso es ruin.

—Un poco. Pero tampoco harás un daño terrible a nadie. Como gesto caritativo, guarda algo de los ahorros para hacerte cargo de los gastos del futuro divorcio y punto.

—¡Ni hablar! De ninguna manera. En serio. Ni siquiera voy a pararme a pensarlo. La respuesta es no. No, no y no. Tajantemente no.

Dos meses y medio más tarde, llegaron a Las Vegas. Y dio igual que ambas hubiesen visto mil veces en la televisión cómo era la ciudad, porque les pareció tan impresionante como si fuese la primera vez que oían hablar de ella.

Era la primera vez que Harriet salía del Estado de Washington, y se dijo que, a pesar de los nervios que le encogían el estómago cada vez que pensaba en el tema del matrimonio, había valido la pena intentarlo solo por tener la oportunidad de ver un mundo completamente nuevo. Años atrás, cuando todavía se permitía soñar despierta, había fantaseado con viajar a París, Roma, Barcelona, Nueva York y mil lugares más. Descubrir rincones nuevos. Probar sabores exóticos. Conocer costumbres diferentes. Tardó un tiempo en comprender que no estaba destinada a ser una de esas mujeres aventureras que se cuelgan una mochila a la espalda sin pensárselo dos veces.

—¡No me puedo creer que estemos aquí! —exclamó Angie, rompiendo el hilo de sus pensamientos.

—Y eso que la idea ha sido tuya.

—¡La mejor idea del mundo!

—Entonces mejor no pensemos cuál sería la peor. —Atravesaron las puertas del hotel entre risas, se acercaron al mostrador y pidieron las llaves de la habitación que compartirían durante los próximos dos días—. Puede que esa lámpara de araña valga más que la mitad de Newhapton. Es inmensa —comentó Harriet con la vista clavada en el techo del hall, sintiéndose muy poca cosa frente a la majestuosidad de aquel lugar; los muebles de estilo clásico prometían costar una fortuna, la moqueta estaba inmaculada y hasta los bolígrafos que había en recepción eran de una conocida marca.

Angie la agarró del brazo cuando consiguieron las llaves.

—Vale, antes de cometer ninguna tontería, tenemos que estructurar bien qué pasos vamos a seguir. Y no se me ocurre ningún lugar mejor para hacerlo que en la piscina del hotel, ¡fiesta!, ¡bien! Esto va a ser genial. —Aplaudió y varios huéspedes que subían con ellas en el ascensor las miraron por encima del hombro—. Ahora en serio, qué alegría no ver ese horrible cielo gris. Gris ceniza. Gris aburrimiento. ¿Has visto el azul de este cielo? ¿Has visto el sol? Por cierto, tenemos que comprar crema solar. Es importante que no parezcas una langosta para poder encontrarte un marido decente.

—En realidad, se supone que tenemos que encontrar a alguien poco decente.

—Esa es la teoría de Jamie. No tiene ningún fundamento.

Salieron del ascensor y caminaron por el pasillo del hotel arrastrando las maletas sobre la moqueta púrpura.

—Yo estoy de acuerdo con él. Es mi marido, es mi elección. —Harriet alzó un dedo en alto a modo de advertencia; quería dejar las cosas claras antes de que la situación se descontrolase todavía más (si es que eso era posible)—. Seguiremos el plan de Jamie. Buscaré a alguien alocado, irresponsable, que parezca poco de fiar. Alguien lo suficiente pasota e idiota a quien no le importe en absoluto estar casado con una desconocida. Que no dé valor a las cosas y pueda tomarse una situación que a otros preocuparía como un tema de risa con el que bromear con sus amigotes.

—Ya vale, lo capto. Así que vamos en busca de un capullo integral.

—Eso es.

A juego con el resto de las instalaciones del hotel, la piscina era inmensa; de un azul cobalto, parecía imitar la forma sinuosa de una lombriz, y el césped cubría el suelo de cierta monotonía solo rota por las altas palmeras y las tumbonas blancas.

Harriet y Angie se habían dado un chapuzón nada más bajar de la habitación del hotel y ahora estaban tumbadas bajo el ardiente sol matinal. Ninguna de las dos estaba acostumbrada al sofocante calor, así que no tardaron en pedir un zumo tropical con hielo.

—Repasemos el plan una vez más —prosiguió Angie. No habían parado de hablar de lo mismo desde la llegada a la ciudad—. Buscamos a un tío capullo, a poder ser esta noche. Es mejor terminar el trabajo sucio cuanto antes —apuntó, como si estuviesen planeando atracar una sucursal bancaria—. Te insinúas. Nada demasiado exagerado. Bebemos unas copas, le damos la bienvenida al modo «desfase total», y, cuando la cosa esté bien empapada del ambiente caótico de Las Vegas, sale a relucir el tema de la boda improvisada como si fuese algo guay, algo loco y genial.

—Qué sencillo —masculló Harriet.

—No seas negativa. Solo necesitamos un golpe de suerte. Mucha gente se casa en Las Vegas sin desearlo realmente, ¿por qué no ibas a lograrlo tú?

—Cada minuto que pasa soy más consciente de que no deberíamos estar aquí. Ha sido un error. No sé cómo me he dejado convencer de que semejante locura podría salir bien. —Dejó el zumo sobre le mesita redonda que había entre ambas tumbonas—. En primer lugar, porque no se me da nada bien actuar. Angie, por favor, en el colegio, siempre hacía de arbusto o de estrella o… de cualquier cosa inmóvil y muda. ¿No te acuerdas? Y, en segundo lugar, tampoco sé ligar. En serio. No sé. Requiere práctica y experiencia, y sabes que yo dejé de interesarme por los tíos desde lo de Eliott y…

—Relájate.

—Este plan es un fracaso y no dejo de sentirme mal por haber aceptado. ¡Prometo que os devolveré el dinero de los billetes de avión!

—¡Deja de decir chorradas! Es tu regalo de cumpleaños. —Angie se levantó las gafas de sol y se incorporó para poder mirar a su amiga—. Está bien. Fuera presión. Por ahora, olvida la razón por la que estamos aquí y limítate a disfrutar del momento. Tengo el presentimiento de que todo saldrá rodado si conseguimos que mantengas la calma. Así que relájate. Túmbate —dijo mientras hacía eso mismo—. Cierra los ojos. Y siente el calor del sol sobre la piel… ¿No te parece una sensación maravillosa?

Harriet hizo lo que le pidió.

Casi todo. Excepto cerrar los ojos.

Algo que agradeció cuando su mirada tropezó con el tío que acababa de salir de la piscina y caminaba hacia ella. Harriet advirtió un ligero cambio de ritmo en sus pulsaciones. Tragó saliva, nerviosa. Fue como si la zarandeasen sin previo aviso.

No era el chico más guapo que había visto en su vida. No, no lo era, pero sí tenía un atractivo diferente, masculino, travieso. Llevaba un bañador de color rojo que marcaba la línea de las caderas y dejaba entrever la forma en uve en la que terminaban los abdominales. Harriet pensó en cómo sería deslizar las manos por el torso mojado, repleto de diminutas gotitas de agua, dejar que los dedos trazasen un camino sobre la cálida piel morena y después… y después dejó de imaginar qué sentiría, al alzar la vista y encontrarse con sus impactantes ojos verdes. Unos ojos que estaban fijos en ella. Tenía una mirada salvaje, intensa.

Literalmente, dejó de respirar al descubrir que él iba directo hacia ella, recordándole a un tigre hambriento y sigiloso. Pero tan solo fue una falsa alarma. El chico la miró una última vez, le dedicó una sonrisa indescifrable y pasó de largo dando grandes zancadas sobre el crujiente césped.

Harriet tardó alrededor de cinco minutos en lograr que dejaran de hormiguearle las palmas de las manos. ¿Qué demonios…? Ella no reaccionaba así. Ella era racional, serena, sensata. O había aprendido a serlo a la fuerza. Y le gustaba su filosofía de vida.

—¿Estás bien?

Dejó de soñar despierta al escuchar la voz de Angie.

—Sí. Mejor que nunca.

—Eso es un «no». —Angie suspiró y bebió el último trago de su zumo—. Lo mejor será que subamos a la habitación para dejarlo todo preparado. Así te quedarás más tranquila. Todavía tenemos que decidir a qué local acudir esta noche, pediré en recepción que nos recomienden unos cuantos.

Habían acordado no ir a un local de juego ni al casino del hotel porque, por lógica, cualquier tío que se encontrase ahí estaría demasiado ocupado perdiendo su dinero. Era mejor buscar algún sitio donde hubiese buena música y pudiesen tomar una copa.

—De acuerdo. Vamos.

Harriet se levantó de su tumbona y, mientras cogía la toalla y la doblaba, aprovechó para echarle un vistazo al chico del bañador rojo. Estaba tumbado unos metros más allá, acompañado de otros dos amigos que tendrían su misma edad. Se había puesto unas gafas de sol y ella tuvo la estúpida certeza de que, de no ser así, podría haber disfrutado del verde de sus ojos incluso a pesar de la distancia. Reía de algo que acababa de decir el único rubio del grupo. Y tenía una forma de reír perfecta. El tipo de carcajada despreocupada que denotaba lo poco que le importaba lo que pensasen de él y que reafirmaba su nula intención de pasar desapercibido.

Es decir, que era exactamente igual que Harriet. Pero al revés.