Capítulo I

Delincuencia juvenil

Marcelo F. Aebi

Introducción

El objeto de estudio de este capítulo son los comportamientos antisociales realizados por menores de edad. Algunos de esos comportamientos constituyen delitos, y la mayoría de ellos son realizados por adolescentes.
En la primera parte del capítulo nos ocuparemos de definir la delincuencia juvenil, de indicar de qué manera se puede medir este fenómeno, y de los resultados de las investigaciones empíricas recientes sobre su amplitud.
En la segunda parte presentaremos la manera en que las principales teorías criminológicas han intentado explicar la delincuencia juvenil. Nos familiarizaremos así con la teoría de la tensión, la del aprendizaje social, la del control y la del etiquetamiento, así como con las teorías del curso de vida –una de cuyas vertientes se ocupa del desarrollo de la violencia desde los primeros años de vida y no sólo durante la adolescencia, como lo hacen la mayoría de teorías criminológicas– y las teorías situacionales.
En la tercera parte estudiaremos el funcionamiento de cuatro factores que están vinculados con la implicación de los adolescentes en la delincuencia. Estos actúan como factores de riesgo cuando aumentan las probabilidades de que un adolescente se implique en la delincuencia, o como factores de protección cuando las disminuyen. Los factores estudiados son la familia, la escuela, el barrio y los amigos. Además analizaremos de qué manera las teorías presentadas precedentemente explican la correlación entre cada uno de estos factores y la delincuencia. El propósito es desarrollar una estructura de razonamiento que permita abordar hipótesis específicas –como la correlación entre el fracaso escolar y la implicación en la delincuencia– desde una perspectiva holística que se apoye en las grandes teorías criminológicas. En un mundo saturado de tertulianos que se pronuncian alegremente, y en muchos casos sin conocimiento de causa, sobre cualquier tema de actualidad, las criminólogas y los criminólogos podemos marcar la diferencia entre el saber popular y el científico al utilizar las teorías, testadas empíricamente, como punto de partida de nuestras reflexiones.
En la cuarta parte presentaremos una teoría general de la delincuencia juvenil que combina en gran parte las teorías estudiadas precedentemente y los resultados de las principales investigaciones empíricas. Además mencionaremos los programas de prevención de la delincuencia juvenil que han demostrado ser eficaces.
Por razones evidentes de espacio, resultaría imposible presentar el conjunto de las características, teorías, factores de riesgo e investigaciones sobre la delincuencia juvenil en un solo capítulo. En consecuencia, este capítulo debe ser considerado como una introducción general al estudio de ese fenómeno.
Aprovecho este prólogo para agradecer los comentarios y sugestiones de Antonia Linde y Claudia Campistol sobre este capítulo y sobre el capítulo Inmigración y Delincuencia, así como la paciencia de Mélanie Aebi y de la editora Cecilia Lacueva, y el apoyo de Nina Martinovic.

1. Definiciones

La expresión delincuencia juvenil se popularizó en castellano bajo la influencia de las innumerables publicaciones en inglés que hacen referencia al concepto de juvenile delinquency; pero, ¿a qué nos referimos cuando hablamos de delincuencia juvenil? Para responder a esa pregunta resulta apropiado estudiar cada vocablo de la expresión por separado[1].
En castellano, el término delincuencia tiene la misma raíz que delito, que es la palabra utilizada para describir una infracción penal. Lo mismo sucede en otros idiomas derivados del latín como el catalán (delinqüència / delicte), el francés (délinquance / délit, el italiano (delinquenza / delitto) o el portugués (delinquência / delito). En consecuencia, el término delincuencia hace pensar inmediatamente en los comportamientos prohibidos por la ley penal.
En cambio, en inglés, el Webster’s New Universal Unabridged Dictionary define delinquency como wrongful, illegal, or antisocial behavior (comportamiento inicuo –es decir, malvado o injusto–, ilegal o antisocial). Esto significa que el término delinquency es mucho más amplio que el castellano delincuencia, puesto que recubre todo tipo de comportamientos antisociales –es decir, contrarios al orden social aceptado por la mayoría de la población–, aunque estos no constituyan infracciones penales. En inglés, el término equivalente a delito es offence.
Sin embargo, el vocablo delinquency es sistemáticamente traducido de manera literal como delincuencia, generando así un riesgo de confusión entre los lectores. La importancia de dicho riesgo no debe ser subestimada, en la medida en que la inmensa mayoría del conocimiento criminológico de carácter científico proviene de textos publicados en inglés.
Por otro lado, en castellano, el término juvenil hace referencia a la juventud, que el Diccionario de la Real Academia Española (DRAE) define como la «edad que se sitúa entre la infancia y la edad adulta». Se trata de una definición que no establece límites precisos de edad, lo que genera una cierta ambigüedad, acrecentada en la práctica por la tendencia a calificar de jóvenes a personas bien entradas en la treintena.
En inglés, el término juvenile tiene también este sentido relativamente vago; pero, en el lenguaje jurídico, juvenile es sinónimo de menor de edad. Esto quiere decir que los textos y las investigaciones anglosajonas que se refieren a la delincuencia juvenil tratan de los comportamientos antisociales realizados por menores de edad. Por regla general, en los países occidentales la mayoría de edad penal se alcanza a los 18 años. Sin embargo, todos los países reconocen una responsabilidad limitada de los menores a partir de ciertas edades, y muchos consideran que la responsabilidad también es limitada durante los primeros años de la edad adulta. Es interesante observar que todas estas categorías se inspiran de las que preveía el derecho romano, que distinguía un período de irresponsabilidad absoluta hasta los 7 años y una responsabilidad progresiva a partir de esa edad, que se ampliaba a los 10, 14 y 18 años, y llegaba a la plenitud a los 25[2]. Así en 2016, en España, la responsabilidad penal del menor se aplica a los mayores de 14 y menores de 18 años, con penas que se vuelven más severas a partir de los 16. Antes de los 14 sólo se pueden aplicar normas del Código Civil, y ya no es posible aplicar la ley penal del menor a los jóvenes adultos (de 18 hasta 21 años). En cambio en Suiza, la responsabilidad penal del menor comienza a los 10 años, aunque sólo se pueden aplicar penas privativas de libertad a partir de los 15, y existen medidas penales y establecimientos de detención específicos para los jóvenes adultos (de 18 hasta 25 años). Estas diferencias, así como la constante evolución de las leyes que regulan la responsabilidad de los menores de edad, pueden generar confusión en los lectores. Por este motivo les sugerimos que al consultar la bibliografía referente a la delincuencia juvenil consideren que las nociones de menores, adolescentes, jóvenes, niños, muchachos (y otras similares) son utilizadas prácticamente como sinónimos por los autores.
Al mismo tiempo, debido a la gran influencia que han tenido las publicaciones anglosajonas sobre el desarrollo de la criminología a escala internacional, la expresión delincuencia juvenil es también utilizada en el sentido amplio que acabamos de explicar en casi todos los textos disponibles en idiomas de raíz latina. Es también en ese sentido que será utilizada en este capítulo. Esto significa que, cada vez que hagamos referencia a la delincuencia juvenil, los lectores deberán tener presente que sólo una parte de los comportamientos antisociales constituyen delitos y que los autores de esos comportamientos son mayoritariamente adolescentes.
En este sentido, las investigaciones empíricas estadounidenses contienen mucha información sobre las denominadas status offences, una categoría de comportamientos que literalmente podría ser traducida como delitos de estatus, pero que preferimos traducir como contravenciones estatutarias puesto que no son infracciones penales. Se trata de comportamientos que solo pueden ser considerados como antisociales porque son realizados por menores, lo que significa que están vinculados al estatuto (es decir a la condición) de menor de edad. Los ejemplos típicos son fugarse del hogar familiar (runaway), faltar a la escuela (truancy), no obedecer a los padres (incorrigibility), beber alcohol, no respetar la hora a partir de la cual los menores tienen prohibido estar solos en la calle, o mantener relaciones sexuales.
Cabe señalar que en Europa algunos de estos comportamientos no sólo no son antisociales sino que, bajo determinadas circunstancias, son legales. Por ejemplo, la legislación de varios países europeos permite comprar y beber vino y cerveza a partir de los 16 años. En cambio, en Estados Unidos, la edad legal para comprar alcohol es 21 años. En particular, en muchos estados de los Estados Unidos de América, las contravenciones estatutarias están previstas en leyes u ordenanzas locales, y un menor que infrinja dichas disposiciones puede verse obligado a comparecer ante un juez de menores. Este no es el caso en Europa Occidental. Sin embargo, la mayoría de dichas contravenciones pueden calificarse como comportamientos problemáticos, y la investigación ha demostrado que algunos de ellos pueden ser buenos predictores de la delincuencia durante la edad adulta. Por ese motivo resultan relevantes para la criminología.
Como conclusión, recordemos una vez más que la mayoría de cuanto será dicho en este capítulo sobre la delincuencia juvenil se refiere a comportamientos realizados por adolescentes, en particular entre las edades de 12 y 17 años. La adolescencia es una edad marcada por una serie de cambios biológicos y sociales que analizaremos en detalle en la sección 4.6 dedicada a las teorías del curso de vida.

2. ¿Cómo medir la delincuencia juvenil?

La delincuencia juvenil, como la delincuencia en general, puede ser medida utilizando diferentes indicadores, entre los que destacan los llamados indicadores oficiales de la delincuencia –estadísticas policiales, judiciales y penitenciarias– y las encuestas de autoinforme. Sin embargo, ninguno de estos instrumentos proporciona una medida exacta de la delincuencia.
Con respecto a los indicadores oficiales de la delincuencia, señalemos que con frecuencia los menores no aparecen en algunas de estas estadísticas. Por ejemplo, en España, el Anuario Estadístico del Ministerio del Interior contenía, hasta 2006, un apartado en el que se indicaba el porcentaje de menores incluidos en las estadísticas de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado (es decir en las estadísticas policiales), pero esta información fue suprimida a partir de 2007. Junto con ella también se suprimió mucha de la información que se publicaba hasta ese momento, al punto que, hacía 2010, se podía hablar de una desaparición de las estadísticas policiales españolas (Aebi y Linde, 2010). Aunque posteriormente comenzaron a publicarse más datos, la información disponible sigue siendo limitada.
En cuanto a las estadísticas judiciales, en el sitio web del Instituto Nacional de Estadísticas (www.ine.es), la sección «Estadística de condenados: Menores» proporciona algunos datos. Así, es posible conocer la cantidad de menores condenados según el sexo, la edad, la nacionalidad, el número de infracciones penales y el número de medidas adoptadas. También es posible identificar las infracciones penales y las medidas adoptadas según el sexo, la edad y la nacionalidad de los menores condenados.
En cambio, los menores institucionalizados no aparecen en las estadísticas penitenciarias porque no se encuentran bajo la jurisdicción de la Administración penitenciaria. En este sentido, consideramos que la elaboración de una estadística específica sobre los menores privados de libertad debe considerarse como una prioridad.
Recordemos, sin embargo, que las estadísticas oficiales solo nos proporcionan información sobre la delincuencia que llega a conocimiento del sistema de justicia penal, dejando de lado todos los delitos que no son descubiertos (la cifra negra de la delincuencia). Además presentan numerosos problemas de validez y fiabilidad, que no desarrollaremos aquí debido a la poca información disponible en España a este respecto y a que la casi totalidad de los datos empíricos que presentaremos en este capítulo no provienen de dichas estadísticas[3]. En efecto, para superar las limitaciones de las estadísticas oficiales, los criminólogos desarrollaron las encuestas de autoinforme, y la mayoría de las investigaciones empíricas contemporáneas utilizan este tipo de encuesta para recoger información.
Por encuesta de autoinforme entendemos un conjunto de preguntas, dirigidas a una muestra representativa de la población estudiada, cuyo objeto es identificar los comportamientos antisociales en que los integrantes de la muestra estuvieron implicados. Puesto que uno de los objetivos de la criminología es explicar dichos comportamientos, se utiliza un cuestionario que contiene también otras preguntas sobre el estilo de vida de la persona encuestada y sus características sociodemográficas.
En inglés, a estas encuestas se las denomina self-reported delinquency study, y a menudo se utiliza la abreviatura SRD. En cambio, la terminología castellana para referirse a este tipo de encuestas no ha sido aún uniformizada. En este capítulo, utilizaremos la expresión encuesta de autoinforme, que parece haberse impuesto en castellano[4].
La encuesta de autoinforme fue utilizada por primera vez en Estados Unidos en los años cuarenta y se transformó rápidamente en un indicador muy apreciado por la criminología anglosajona. De manera simplificada, el método consiste en formular al encuestado una serie de preguntas –oralmente, por escrito o a través de un ordenador– sobre sus actividades antisociales. En consecuencia, la validez de la encuesta depende en gran parte del cuestionario utilizado. Ahora bien, no todas las investigaciones utilizan el mismo cuestionario. Con frecuencia, los investigadores que se sirven de este instrumento intentan mejorar el cuestionario agregando, modificando o suprimiendo preguntas. Por este motivo, las conclusiones sobre la validez de una encuesta no son fácilmente generalizables. Sin embargo, varios estudios han investigado con sumo detalle la validez de las encuestas de autoinforme y han señalado sus principales defectos, que resumimos a continuación[5].
  1. En primer lugar, las encuestas de autoinforme han producido resultados válidos con muestras compuestas por adolescentes, pero éste no ha sido el caso con muestras de adultos, en particular si estos han tenido contactos con la policía. Las únicas excepciones a esta tendencia provienen de contextos muy particulares, por ejemplo cuando la encuesta se lleva a cabo en una prisión o con una muestra de toxicómanos que saben que los investigadores controlarán también sus antecedentes policiales. Tanto para los adultos como para los estudiantes universitarios, los problemas de validez parecen estar relacionados con el concepto de deseabilidad social (social desirability), que llevaría a las personas relativamente bien integradas en la sociedad a presentarse como individuos respetuosos de la ley. La delincuencia es un comportamiento contrario a las normas de la vida en sociedad, de manera que estos grupos de personas son particularmente reticentes a confesar sus delitos, puesto que tendrían mucho que perder si se supiera que se los puede calificar de delincuentes.
  2. En segundo lugar, existe una cierta confusión entre los conceptos de prevalencia y de incidencia de la delincuencia, de manera que a veces no se sabe a ciencia cierta cuál de estos dos índices de la delincuencia se está midiendo. Esta confusión se agrava en aquellos casos en que los periodos de referencia para medir estos conceptos no han sido establecidos claramente. Así, las encuestas que indican que la mayor parte de los encuestados han cometido algún delito suelen referirse a la «prevalencia vida» (que corresponde a preguntas del tipo «¿alguna vez se ha quedado usted con algo que no le pertenecía?») mientras que el porcentaje desciende rápidamente cuando se estudia la prevalencia durante el último año y los resultados son completamente diferentes cuando se estudia la cantidad (incidencia) de delitos cometidos por cada persona. Señalemos a este respecto que los problemas de incidencia son particularmente importantes cuando la muestra está compuesta por personas muy implicadas en la delincuencia. En efecto, cuando un comportamiento llega a ser un hábito, es difícil para su autor establecer la frecuencia exacta del mismo. Un fumador por ejemplo, puede decir que fuma un paquete de cigarrillos por día, pero difícilmente pueda recordar si el día anterior fumó precisamente 18, 20 o 22 pitillos.
  3. En tercer lugar, se han señalado problemas relacionados con la localización de los sucesos en el tiempo. En este contexto, se denomina confusión temporal al fenómeno que se produce cuando un individuo considera que un suceso se ha producido durante el periodo de referencia de la encuesta cuando en realidad se ha producido fuera de dicho período. Esto sucede, por ejemplo, cuando la encuesta se realiza en 2016 y se refiere a los delitos cometidos durante 2015, pero un encuestado indica un hurto que cometió a fines de 2014.
  4. En cuarto lugar, y con respecto al método de administración de la encuesta, el cuestionario escrito plantea problemas cuando en la muestra se encuentran personas iletradas o analfabetas. En este caso, el investigador está obligado a excluir a estas personas de sus análisis –procedimiento que reduce la representatividad de la muestra– o a remplazar el cuestionario por una entrevista. El inconveniente es que los problemas de iletrismo suelen descubrirse al controlar los cuestionarios ya respondidos o al llevar a cabo los primeros análisis de datos, y en ese momento, si el cuestionario fue respondido de manera anónima, es imposible volver a encontrar a la persona encuestada para realizarle una entrevista. En esta perspectiva, la investigación señala que, al menos con las muestras de adolescentes, el hecho de que se garantice el anonimato a quienes responden al cuestionario parece tener poca influencia sobre la honestidad de las respuestas obtenidas. También cabe agregar que, puesto que la mayoría de encuestas se realizan actualmente con muestras de estudiantes, los casos de iletrismo no deberían existir. Al mismo tiempo, el inconveniente de ese tipo de muestras es que los adolescentes más implicados en comportamientos antisociales son aquellos que no acuden regularmente al colegio o que abandonaron sus estudios.
  5. En quinto lugar, la manera en que son formuladas las preguntas es de suma importancia. En efecto, si las preguntas están redactadas de manera ambigua, las personas pueden revelar comportamientos que en realidad no corresponden al comportamiento delictivo que se desea analizar. Por otro lado, cuando la formulación intenta banalizar un comportamiento grave –con el objeto de no intimidar al encuestado con una pregunta demasiado frontal– se corre el riesgo de tener un número elevado de respuestas positivas de parte de personas que, en realidad, no han cometido el delito en cuestión.
  6. En sexto lugar, se ha hecho hincapié en un problema relacionado con la ambigüedad de algunas situaciones de la vida cotidiana. En efecto, un comportamiento puede ser interpretado de manera muy diferente por sus actores y observadores, de manera que unos pueden considerarlo un delito y otros no. Por ejemplo, se considera usted un delincuente por haber descargado una película de internet, o haber copiado la canción en formato MP3 que le paso su mejor amiga? Por este motivo, la fiabilidad de una encuesta de autoinforme es a veces discutible. Hindelang, Hirschi y Weis (1981) dan dos ejemplos: el del adolescente que utiliza sin permiso el coche familiar para dar una vuelta y el de las peleas en el colegio. En el primer caso, difícilmente se podría hablar de hurto o robo de coche, y en el segundo –salvo raras excepciones– es difícil considerar que pequeños ajustes de cuentas, relativamente habituales entre varones adolescentes compañeros de colegio, constituyan un delito de lesiones corporales.
  7. Finalmente, la mayoría de los investigadores suelen construir índices compuestos, o escalas de delincuencia, en los que combinan algunos o todos los comportamientos incluidos en la encuesta de autoinforme. El inconveniente que presentan estas escalas es que con frecuencia contienen las ya mencionadas contravenciones estatutarias (p.ej., el ausentismo escolar o las fugas) así como infracciones que podríamos calificar de triviales (p.ej., colarse en los transportes públicos). La inclusión de estos comportamientos implica que muchas veces las personas que estas escalas consideran como muy implicadas en la delincuencia no son más que adolescentes que tienen un estilo de vida ligeramente desviado. Técnicamente, esto constituye un problema de validez aparente de la encuesta, puesto que aparentemente está midiendo la delincuencia, pero en realidad no lo hace (ver Aebi, 2008).

3. La extensión de la delincuencia juvenil

La mayoría de las investigaciones criminológicas sobre la delincuencia juvenil han sido realizadas con muestras de adolescentes. En particular, es muy común que los investigadores se desplacen a institutos de enseñanza secundaria y soliciten a los estudiantes de diversas clases que respondan a una encuesta de autoinforme. Los resultados de estas investigaciones empíricas señalan que la casi totalidad de los adolescentes encuestados ya han estado implicados en algún tipo de comportamiento antisocial.
Así, con una definición amplia de delincuencia, que incluya las infracciones a la propiedad intelectual (por ejemplo descargar de internet, de manera ilegal, archivos de música, películas o series), la gran mayoría de adolescentes serían delincuentes. Esto no es un problema de la generación actual, puesto que desde los años 1970, las sucesivas generaciones de adolescentes han copiado música ilegalmente. Lo único que ha cambiado es el soporte. En los 70 y hasta mediados de los 80 eran los casetes, luego fueron los compact disc, y actualmente son los formatos MP3 o similares.
Sin embargo, la mayoría de los adolescentes no comete delitos graves, y la mayoría tampoco comete una gran cantidad de delitos. En general, las investigaciones realizadas con muestras de adolescentes muestran que los comportamientos antisociales aumentan desde el inicio de la adolescencia (aproximadamente a los 12 años) hasta los 16 o 17 años, cuando llegan a su pico máximo, y luego empiezan a descender.
Finalmente, señalemos que las investigaciones longitudinales que provienen esencialmente de países de lengua inglesa y utilizan como principal indicador las encuestas de autoinforme identifican también la presencia de un pequeño grupo, que representaría entre 4 y 8 % de los varones adolescentes, que suelen ser responsables de aproximadamente la mitad de los delitos cometidos por el conjunto de los adolescentes varones[6]. Este reducido grupo continuaría cometiendo delitos durante la edad adulta y, según investigaciones recientes que presentaremos en la sección sobre las teorías del curso de vida, podría tratarse de un grupo que manifiesta comportamientos violentos durante la niñez.
Cabe recordar aquí que el tipo de comportamientos realizados por los adolescentes pertenece a lo que podríamos calificar de delincuencia común, es decir que corresponde a delitos contra la propiedad, delitos violentos y delitos en materia de estupefacientes. Sin embargo, existen otros delitos tan importantes como esos que no son abordados en este capítulo porque no son cometidos por menores. Nos referimos, por ejemplo, a la delincuencia económica, la corrupción y la delincuencia ecológica. Es importante recordar que este tipo de delitos, que suelen denominarse de «cuello blanco» y que con frecuencia son prácticamente invisibles en las estadísticas criminales, constituyen una parte muy importante de la delincuencia, generan pérdidas económicas mucho más elevadas que las causadas por la delincuencia común, afectan al conjunto de la población, y tienen un impacto negativo muy fuerte sobre la confianza de los ciudadanos en sus instituciones.
A título de ejemplo de la extensión de la delincuencia juvenil en España, podemos citar los resultados obtenidos con la muestra española de la Segunda Encuesta Internacional de Delincuencia Autorrevelada (International Self-Reported Delinquency Study, ISRD-2) realizada en 2006 (Junger-Tas et al., 2010). Esta encuesta fue realizada con 4.152 menores escolarizados (de los cuales el 49,2 % por ciento eran varones) con edades comprendidas entre los 12 y los 17 años. Según el análisis de Rechea Alberola (2008: 12): «Un 98,8 % de los adolescentes encuestados ha cometido algún acto antisocial o delictivo alguna vez en su vida y un 72,4 % lo ha hecho en el último mes/año, fundamentalmente han usado ilegalmente el ordenador y han consumido alcohol. A pesar de estas cifras las conductas que más alarman a la sociedad no tienen un nivel tan alto de prevalencia; por ejemplo sólo un 22,1 % de los jóvenes encuestados ha participado en una pelea alguna vez en su vida y el 8,1 % lo han hecho en el último año. El resto de conductas violentas y contra la propiedad no superan una prevalencia del 5 %.»

4. Teorías criminológicas aplicadas a la delincuencia juvenil

4.1. Características de las teorías criminológicas

Una teoría es una propuesta de explicación de un fenómeno o de las causas de un fenómeno. Una teoría está compuesta de un conjunto de hipótesis vinculadas de manera coherente y destinadas a explicar el fenómeno en cuestión o sus causas. Por su parte, una hipótesis es una proposición que postula que el resultado Y se producirá si las condiciones X1, X2... Xn se realizan (Killias, Aebi y Kuhn, 2012). En este contexto cabe distinguir las hipótesis deterministas de las hipótesis probabilistas.
Por ejemplo, las investigaciones disponibles sugieren que el hecho de que un adolescente viva en un barrio desfavorecido aumenta las probabilidades de que cometa actos desviados. Sin embargo, vivir en un barrio desfavorecido no es en ningún caso una condición necesaria ni suficiente para cometer delitos. Lo mismo sucede al echar a cara o cruz una moneda puesto que, a pesar de que las posibilidades de obtener una u otra son 50 y 50 %, es fácil comprobar que podemos obtener largas series de caras o de cruces consecutivas. Con todo, si lanzáramos la moneda una cantidad suficientemente elevada de veces, finalmente obtendríamos una distribución en la que habría aproximadamente la mitad de caras y la mitad de cruces. De la misma manera, al comparar grandes cantidades de adolescentes que viven en barrios desfavorecidos y favorecidos, las investigaciones han constatado que los primeros presentan tasas de delincuencia superiores a las tasas de los segundos.
En el lenguaje de la investigación, una causa es denominada una variable independiente, mientras que su consecuencia es denominada una variable dependiente. En el ejemplo anterior, la variable dependiente es la delincuencia puesto que varía en función del barrio o, dicho en otras palabras, depende del barrio. Este último actúa como variable independiente puesto que –en el ejemplo presentado– no depende de otra variable. Este tipo de relaciones causales son en realidad muy complejas, puesto que es posible afirmar que en barrio en el que vivimos depende en gran parte de nuestro nivel de ingresos. Así, el barrio se transformaría en variable dependiente cuando estudiamos su relación con el nivel de ingresos.
Al mismo tiempo, en muchos casos, la relación causal entre las variables no es tan clara como en el ejemplo anterior. De hecho, en este capítulo veremos que muchas teorías criminológicas tienen su talón de Aquiles precisamente en las relaciones causales que establecen. Por ejemplo, desde un punto de vista teórico puede sostenerse que el hecho de tener amigos desviados aumenta las probabilidades de realizar actos desviados, lo que se explicaría por un fenómeno de aprendizaje de la delincuencia. Sin embargo, también puede sostenerse que el hecho de realizar actos desviados hará que un adolescente sea rechazado por los adolescentes convencionales y sólo encuentre refugio y amistad en otros adolescentes desviados. Únicamente la investigación puede resolver este problema, y en muchos casos la única solución consistirá en llevar a cabo una investigación longitudinal que permita observar la evolución de las personas durante su niñez y adolescencia.
En esta perspectiva, la ciencia exige tres requisitos para que pueda hablarse de una relación causal entre dos variables: correlación, orden temporal y ausencia de artificialidad.
Cuando los tres requisitos anteriores se han cumplido, puede hablarse de relación causal. En cambio, la ausencia de al menos uno de esos requisitos implica que tal relación no existe. En consecuencia, las investigaciones criminológicas deben diseñarse con sumo cuidado, de manera que permitan testar todos estos extremos.
En la práctica, el problema principal es con frecuencia el de establecer el orden temporal. Esto se debe a que la mayoría de investigaciones criminológicas sobre delincuencia juvenil utilizan un modelo de investigación transversal. Generalmente se trata de una encuesta de autoinforme administrada en un día determinado a una muestra de adolescentes, que dedican una o dos horas a responderla. Estas personas no han sido estudiadas con anterioridad y no se las volverá a interrogar en el futuro. Por ejemplo, en la ISRD-2, se incluyeron preguntas sobre el nivel de degradación del barrio de residencia. Los resultados indican que los adolescentes que viven en barrios degradados cometen más delitos violentos que los que viven en barrios no degradados. Este resultado confirma que existe una correlación entre ambas variables, pero no permite establecer el orden temporal entre ellas. Para solucionarlo, es posible agregar preguntas subsidiarias sobre la edad a la que se cometió el primer delito violento (esta pregunta fue incluida en la ISRD-2) y sobre el momento en que la persona se estableció en el barrio, así como sobre las características de los eventuales barrios en los que haya residido anteriormente el adolescente (estas preguntas no fueron incluidas en la ISRD-2).
Así, con frecuencia, las investigaciones transversales permiten afirmar que existe una correlación entre dos variables, pero no son suficientes para demostrar la relación causal entre ellas. Esta es una de las razones por las que, desde los años 1960, han comenzado a desarrollarse algunas investigaciones longitudinales que aportan elementos de respuesta a algunos de estos problemas de causalidad. Sin embargo, las investigaciones longitudinales –que siguen a un grupo de personas a lo largo de su vida, entrevistándolas en diferentes ocasiones– son extremadamente costosas y, por lo tanto, poco frecuentes. Por el momento no se está realizando ninguna en España ni tampoco en América Latina.
A pesar de estos inconvenientes, las teorías criminológicas son indispensables para la comprensión del fenómeno de la delincuencia juvenil. En particular, las teorías aportan orden a un conjunto de elementos frecuentemente disímiles y, a veces, contradictorios. En este sentido, al estudiarlas y al aplicarlas, es conveniente tomar en consideración los siguientes elementos:
  1. Las teorías criminológicas, como todo el saber científico, son provisorias. La provisoriedad del conocimiento científico es una de las grandes enseñanzas del filósofo Karl Popper. En general, el desarrollo tecnológico tiene una clara influencia sobre el saber científico. Por ejemplo, el desarrollo de las encuestas de victimización, permitió desarrollar la teoría del estilo de vida (Hindelang, Gottfredson y Garofalo, 1978). En efecto, al analizar las primeras encuestas pudo observarse que el riesgo de ser víctima de un delito no dependía tanto del estatus socioeconómico de la persona como de la frecuencia de sus salidas nocturnas. Así comenzó a estudiarse la exposición al riesgo de victimización, que está claramente influenciada por la manera en que vive cada persona. Por otro lado, la incesante evolución de la sociedad, hace necesaria una actualización constante de las teorías criminológicas. Así, el desarrollo de nuevos medios de comunicación masiva, condujo a ampliar los postulados de la teoría del aprendizaje social. De la misma manera, hasta hace poco tiempo se consideraba que los adolescentes mas expuestos al riesgo de cometer delitos eran aquellos que pasaban muchas horas fuera de su hogar participando en actividades no estructuradas y no supervisadas; sin embargo actualmente, a través de un teléfono inteligente, un adolescente puede estar dentro su casa pero expuesto a influencias nocivas de todo tipo.
  2. Para ser científica, toda teoría debe ser falsable. Esto quiere decir que debe ser posible refutarla. Esta es otra enseñanza de Karl Popper. Cuando un conjunto de ideas está formulado de tal manera que resulta imposible demostrar que es falso, no nos encontramos ante una teoría sino ante una doctrina. Esta es una de las diferencias fundamentales entre la ciencia y la religión puesto que esta última incluye una serie de dogmas, es decir un «conjunto de creencias de carácter indiscutible y obligado para los seguidores de cualquier religión» (DRAE). Por este motivo, toda teoría científica debe indicar claramente cuáles son las variables independientes y dependientes tomadas en consideración, explicar claramente la relación entre dichas variables y, eventualmente, las condiciones necesarias (llamadas a veces variables condicionales) para que las variables independientes tengan un efecto sobre las dependientes. Por ejemplo, las consecuencias negativas de vivir en un barrio desfavorecido podrían verse mitigadas a través de una fuerte inversión social en dicho barrio (educadores de calle, programas de ocupación, centros de día, etc.). Cuando todos estos elementos están reunidos, puede decirse que la teoría presenta una cierta consistencia lógica. Además, una teoría debería indicar la forma de operacionalizar los conceptos que utiliza y la manera en que podría ser testada.
  3. Las teorías criminológicas se inspiran en tres grandes paradigmas. Siguiendo a Thomas Kuhn (1970), podemos decir que un paradigma es una cosmovisión, una manera general de percibir la sociedad que nos rodea. Con frecuencia se lo ha comparado a un par de gafas de sol, que tiñen de determinado color todo lo que observamos. En este sentido, los tres grandes paradigmas que encontramos detrás de las teorías criminológicas son el libre albedrío, el determinismo, y el conflicto social.
    1. El libre albedrío considera que los seres humanos deciden en toda libertad el curso de sus acciones.
    2. El determinismo considera que las decisiones de los seres humanos están condicionadas por factores externos, que pueden ser sociales, económicos o de otra índole.
    3. El paradigma del conflicto social parte de la premisa de que los seres humanos no conviven pacíficamente –como lo postulaba el filósofo Jean Jacques Rousseau con su contrato social– sino que, como lo sugería Thomas Hobbes cuando recordaba que el hombre es un lobo para el hombre, se encuentran en una lucha relativamente constante en la que los detentores del poder intentan perpetuarse en él, y los excluidos intentan obtenerlo. En este contexto, la ley sería un medio utilizado por los poderosos para perpetuarse en el poder.
    Los lectores habrán advertido que estos paradigmas se encuentran también en otros ámbitos, lo que ha llevado con demasiada frecuencia a encasillar a los autores que sostienen uno u otro como conservadores (libre arbitrio) o progresistas (determinismo). Esta es una simplificación que debe evitarse, en la medida en que, en la práctica, no hay teorías criminológicas que sean completamente deterministas o que sostengan ciegamente el libre arbitrio. Por ejemplo, la teoría de la elección racional de Clarke y Cornish (2000) considera que existe siempre una decisión de cometer un delito –en general, nadie es forzado a cometerlo–, pero que esta decisión está claramente influenciada por factores externos.
  4. No todas las teorías criminológicas tienen el mismo alcance. Algunas se proponen explicar el conjunto de la delincuencia y otras se concentran en algunos tipos específicos de delincuencia.
  5. Las teorías criminológicas suelen proponer diferentes niveles de explicación. Algunas pueden intentar explicar la delincuencia de una persona, mientras que otras pueden interesarse en la delincuencia de grupos de personas. Desde un punto de vista teórico pueden distinguirse cuatro niveles de explicación:
    1. individual (la persona);
    2. micro-nivel (grupos íntimos, como la familia, la escuela o el grupo de amigos);
    3. meso-nivel (grupos de talla media, como un barrio);
    4. macro-nivel (grandes grupos o sociedades, como una ciudad o un país).
    Sin embargo, en la práctica, suelen mencionarse únicamente dos niveles: el micro-nivel, que corresponde a las teorías que explican la delincuencia de una persona o un pequeño grupo de personas (a veces conocidas como teorías individuales); y el macro-nivel, que corresponde a las teorías que explican la delincuencia de grandes grupos sociales (a veces conocidas como teorías sociales). Si bien puede considerarse que el comportamiento de un grupo de personas podría ser visto como el resultado de la suma de sus voluntades individuales, la investigación ha demostrado que los grupos presentan dinámicas propias que influyen claramente sobre las voluntades individuales. Por ejemplo, la disolución de responsabilidad que experimentan los miembros de un grupo hace que estos se permitan hacer en grupo ciertas cosas que no harían de encontrarse solos. Por ese motivo, el pasaje del micro al macro-nivel de una teoría es particularmente problemático.
En este capítulo no intentamos presentar todas las teorías criminológicas, sino únicamente aquellas que se aplican al estudio de la delincuencia juvenil. Al mismo tiempo, nos concentramos en la manera en que estas teorías son aplicadas en la actualidad, dejando de lado su evolución histórica y privilegiando una visión global y unificada de cada una de ellas. Estas teorías presentan un nivel elevado de consistencia lógica y han sido testadas en diversas ocasiones. Ninguna de ellas permite explicar de manera definitiva la delincuencia juvenil, y es por este motivo que todas mantienen su vigencia. Cabe entonces sugerir a los futuros criminólogos y criminólogas que eviten encasillarse en una u otra teoría. Un buen científico social debería saber sacar partido de las diferentes posibilidades propuestas por cada teoría y de sus posibles comparaciones y combinaciones. En esa misma perspectiva integradora, en la cuarta parte de este capítulo mostraremos de qué manera las diferentes teorías estudiadas permiten explicar la influencia de los mismos factores de riesgo y de protección.

4.2. Teoría de la tensión

La teoría de la tensión (strain theory) encuentra sus orígenes en los trabajos de Emile Durkheim en el siglo XIX, quien popularizó el concepto de anomia, y Robert K. Merton (1938) a mediados del siglo XX. Posteriormente fue revisada por Robert Agnew (1985 y 2012). En su formulación actual esta teoría sugiere que la tensión puede provocar sentimientos negativos como la frustración y la ira o cólera (los términos ira y cólera son utilizados aquí como sinónimos), y que la delincuencia puede ser una manera de evacuar dicho sentimientos.
En este contexto, la tensión puede ser definida como un «estado anímico de excitación, impaciencia, esfuerzo o exaltación» (DRAE). En el lenguaje popular contemporáneo, la palabra utilizada para describir este estado suele ser estrés, que puede en consecuencia ser utilizada como sinónimo de tensión. Como lo hemos dicho, la tensión puede provocar frustración o ira, y la comisión de un delito puede ser una de las formas de liberar esos sentimientos; sin embargo, dichos sentimientos también podrían evacuarse a través de comportamientos prosociales como la práctica de un deporte o la participación en actividades convencionales.
En el marco de la delincuencia juvenil, los investigadores intentan identificar:
Entre las principales fuentes de tensión destacan:
Por su parte, los objetivos buscados por los adolescentes pueden ser:
La frustración que puede generar el no alcanzar algunos de estos objetivos puede generar ira, la que podría liberarse a través de la comisión de un delito. Por ejemplo, la delincuencia contra la propiedad permitiría obtener dinero, una cierta autonomía de los adultos (a los que no sería necesario pedirles dinero para salidas) y un cierto estatus entre el grupo de amigos (que podrían respetar más a quien dispone de una cierta independencia económica o, tratándose de amigos desviados, a quien participa también en actividades desviadas). Al mismo tiempo el hecho de cometer un delito suele ser una fuente de sensaciones fuertes que atrae con frecuencia a los adolescentes.
La segunda fuente de tensión no tiene que ver con objetivos no alcanzados, cuya ausencia provoca frustración e ira, sino con la presencia de ciertos estímulos negativos (rechazo, abusos, negligencia o excesos de disciplina de parte de los padres; abusos o discriminación cometidos por compañeros; experiencias negativas en la escuela; la ruptura de una relación amorosa, etc.) o la ausencia de estímulos positivos (p.ej., unas buenas relaciones con los padres, compañeros o maestros y profesores son una fuente de tales estímulos), que también pueden provocar frustración e ira, y ser evacuados a través de la delincuencia.
Con respecto a las estrategias utilizadas para gestionar la tensión, Agnew (2009) destaca las estrategias cognitivas, las estrategias de comportamiento y las estrategias emocionales.
Finalmente, puede decirse que determinadas circunstancias incrementan el riesgo de que la tensión lleve a la delincuencia. Este es el caso cuando las personas bajo tensión disponen de estrategias limitadas de gestión de la tensión (p.ej. las personas que disponen de habilidades verbales limitadas y que en consecuencia tienen problemas para relacionarse y ponerse de acuerdo con otros), de una red social convencional limitada (p.ej. carecen de una familia que podría ayudarles o de maestros y profesores de calidad, que podría proporcionarles una buena formación), o están expuestas a determinados factores de riesgo (p.ej. la presencia de compañeros desviados, que actúan como modelos delictivos, o han desarrollado un sistema de valores que tolera la delincuencia).

4.3. Teoría del aprendizaje social

La teoría del aprendizaje social fue formulada originariamente por el criminólogo Edwin Sutherland (1947) en la primera mitad del siglo XX. Recibió luego la influencia de los trabajos de Albert Bandura sobre la importancia de los medios de comunicación que no habían sido tomados en consideración por Sutherland como modelos de comportamientos delictivos, y fue actualizada por Robert Burgess y Ronald Akers (Burgess y Akers, 1966; Akers, 1998).
Esta teoría toma como punto de partida el axioma que sostiene que todo comportamiento es aprendido. En consecuencia considera que el comportamiento delictivo también es aprendido, y que los modelos que promueven dicho aprendizaje son los grupos de personas cercanos al individuo (llamados grupos primarios) y los medios de comunicación masiva. A la inversa, también puede afirmarse que dichos grupos y medios de comunicación podrían fomentar comportamientos prosociales.
Una de las razones de la gran influencia que ha tenido la teoría del aprendizaje social en criminología es que las investigaciones empíricas corroboran sistemáticamente que los adolescentes que tienen amigos desviados están más implicados en la delincuencia que aquellos que no los tienen. Sin embargo, con frecuencia dichas investigaciones no permiten establecer claramente el orden causal de esta correlación (ver la sección 4.1 sobre las características de las teorías criminológicas). En particular, las investigaciones no permiten responder a una pregunta fundamental: ¿los amigos delincuentes causan la delincuencia, o el hecho de estar implicado en la delincuencia lleva a la persona a relacionarse con personas de la misma condición? En el segundo caso, la preferencia por amigos delincuentes podría deberse a una libre elección del adolescente (que, como todo ser humano, busca relacionarse con personas que tienen centros de interés similares), a una elección forzada provocada por el rechazo de los adolescentes convencionales, o a una combinación de ambas.
El aprendizaje incluye las técnicas necesarias para cometer delitos y las racionalizaciones necesarias para justificar, desde un punto de vista ético, la comisión de dichos delitos.
Las teorías generales sobre el aprendizaje del comportamiento han desarrollado tres modelos de aprendizaje: respondiente, operante y por imitación.
  1. El aprendizaje respondiente (o condicionamiento clásico) consiste en llevar a cabo una conducta como respuesta a un determinado estímulo. El ejemplo clásico es el experimento de Ivan Pavlov realizado a principios del siglo XX en el que al asociar repetidas veces la comida dada a un perro con el sonido de una campana, se conseguía que el perro salivara con sólo escuchar la campana. En un perspectiva similar, en 1920 Watson y Rainer –en el marco de un experimento claramente contrario a la ética– consiguieron que un bebé de 8 meses (Albertito, o Little Albert en inglés) desarrollara temor a una rata blanca, a la que originariamente no temía, al asociar su presencia con un fuerte ruido.
  2. El aprendizaje operante (también conocido como condicionamiento operante o instrumental) es un modelo más complejo que toma en consideración los procesos cognitivos que se desarrollan en la mente del individuo y le llevan a evaluar las consecuencias de sus acciones. Simplificando, puede decirse que a través de un procedimiento de ensayo y error (trial and error), las personas tendrán tendencia a repetir los comportamientos que son reforzados (es decir, recompensados) y a evitar aquellos que son castigados. De manera más detallada puede decirse que los refuerzos pueden ser positivos (una recompensa) o negativos (que consisten en eliminar una consecuencia negativa del comportamiento, como una sanción), y los castigos también pueden ser positivos (una consecuencia negativa, como un castigo físico o verbal) o negativos (que consisten en eliminar una consecuencia positiva para el adolescente, como el permiso para salir el sábado por la noche).
    Los investigadores denominan programas de refuerzo a la manera en que las consecuencias se encadenan con los comportamientos. En los programas de refuerzo continuo, la consecuencia se produce cada vez que se realiza la acción. En los programas de refuerzo intermitente, la consecuencia se produce sólo algunas veces. Este modo de funcionamiento es comparado con frecuencia al de los juegos de azar.
    El aprendizaje de la delincuencia funciona generalmente con programas de refuerzo intermitente. Los actos desviados menores generalmente no son castigados por el sistema de justicia penal (la mayoría no son ni siquiera descubiertos), lo que produce al mismo tiempo un refuerzo positivo de la delincuencia puesto que, como consecuencia de su comportamiento, el autor obtiene algo que puede ser tangible, como el dinero, o intangible, como una sensación fuerte o el reconocimiento del grupo de amigos. El castigo, que debería engendrar el desistimiento del comportamiento, interviene en pocas ocasiones. En este sentido cabe mencionar que las investigaciones sobre el efecto preventivo de las penas indican que un elemento fundamental para que este efecto se produzca es la certeza del castigo.
    Esto sugiere que un sistema de justicia penal exigiría un programa de refuerzo continuo (es decir que cada delito debería ser sancionado), algo que ya había sido sugerido por Cesare Beccaria (1997/1765) en el siglo XVIII. Evidentemente, los refuerzos y castigos pueden ser también administrados por los grupos cercanos al adolescente, como la familia, los maestros o los amigos. Esto lleva a veces a situaciones en las que se producen refuerzos discriminativos (o selectivos), lo que significa que una persona puede reforzar de manera positiva un comportamiento (p.ej. un amigo desviado que aprueba la comisión de un delito) y otra puede castigarlo (p.ej. los padres que descubren que su hijo ha cometido un delito). El auto-refuerzo se produce cuando es el mismo adolescente quien se considera satisfecho (refuerzo) o insatisfecho (castigo) de su comportamiento. Finalmente, ciertos comportamientos pueden constituir en sí mismos una fuente de refuerzo positivo, como el consumo de drogas. A todo esto se agrega que el comportamiento prosocial es recompensado en contadas ocasiones (generalmente, nadie felicita a los adolescentes que no han cometido delitos...).
    Esto quiere decir que, por un lado, el comportamiento antisocial funciona con un programa de refuerzo intermitente –el mismo que puede generar adicciones en ciertos jugadores– y, por el otro, el comportamiento prosocial no es debidamente recompensado, tal y como lo exigiría un programa de aprendizaje de ese tipo de comportamiento. El panorama no es precisamente halagador.
  3. Finalmente, el aprendizaje también puede realizarse por imitación (aprendizaje vicario), es decir que es posible aprender por observación, sin necesidad de llevar a cabo el comportamiento aprendido. El aprendizaje vicario (vicario significa, según el DRAE, «que tiene las veces, poder y facultades de otra persona o la sustituye») se opone al aprendizaje activo, en el que la persona actúa (tal y como lo hemos visto al estudiar el aprendizaje respondiente y el operante). En el caso del aprendizaje vicario, la persona observa los comportamientos de otros, y esta observación activa procesos cognitivos que le permiten comprender la manera de llevar a cabo el comportamiento. Este tipo de aprendizaje puede tener una importancia fundamental en las sociedades occidentales contemporáneas, con frecuencia denominadas sociedades de la información debido a los avances tecnológicos que facilitan la circulación de esta última. En estas sociedades, los modelos a imitar no provienen únicamente de las personas próximas (familia, amigos, maestros) sino también de los medios de comunicación, como la televisión, internet y los videojuegos. En este contexto cabe señalar que las investigaciones sobre la influencia de los medios de comunicación son concluyentes en cuanto respecta a los efectos a corto plazo de la observación de la violencia (inmediatamente después de observar imágenes violentas, los niños y adolescentes se comportan las de manera más agresiva que aquellos que no fueron expuestos a ese tipo de imágenes), pero son poco concluyentes en lo que respecta a sus efectos a largo plazo.
Además del aprendizaje de las técnicas que permiten llevar a cabo ciertos comportamientos antisociales, hemos señalado que también pueden aprenderse las racionalizaciones necesarias para justificar dichos comportamientos. En efecto, puesto que la educación tiende a fomentar los comportamientos prosociales y el rechazo de los comportamientos antisociales, los adolescentes que se embarcan en estos últimos necesitan justificar sus acciones. En este sentido Sykes y Matza (1957) identificaron una serie de técnicas de neutralización, entre las que podemos destacar:
Los adolescentes pueden también desarrollar valores favorables a la delincuencia. En general, no se trata de considerar apropiada todo tipo de conducta antisocial, sino de aceptar en general los actos desviados menores (p.ej. el consumo de drogas) y de manera condicional los delitos graves (p.ej. considerar que en determinadas circunstancias, es legítimo recurrir a la violencia). Los tres valores con mayor frecuencia asociados con los comportamientos antisociales de los adolescentes son la búsqueda de sensaciones fuertes, la búsqueda del éxito a corto plazo y, para los varones, la reivindicación de su masculinidad. Como en el caso del aprendizaje de las técnicas de comisión de delitos, las técnicas de neutralización y los valores favorables a la delincuencia pueden aprenderse a través de los grupos primarios o de los medios de comunicación.

4.4. Teoría del control

La delincuencia permite en muchos casos obtener inmediatamente lo que uno desea; sin embargo, la mayoría de la población no comete delitos graves. ¿Qué les impide pasar al acto? Esta es la pregunta central de las teorías del control, que responden que son los vínculos con la sociedad convencional los que impiden ese pasaje al acto.
En criminología, la teoría del control por excelencia es la desarrollada por Travis Hirschi en 1969, y conocida como teoría del control social y también como teoría de los vínculos sociales (social control theory, social bond theory). Para Hirschi (1969) los vínculos sociales fundamentales son el apego (attachment), el compromiso (commitment), la participación (involvement) y los valores (beliefs).
Como habíamos anticipado, esta teoría no intenta entonces explicar la delincuencia –esta última no necesitaría explicación en la medida en que permitiría obtener rápidamente lo que deseamos– sino el respeto de la ley. Así, los adolescentes menos proclives a la delincuencia serían aquellos afectivamente vinculados e identificados con sus padres y maestros, que tienen aspiraciones y expectativas laborales y que comparten la creencia en la necesidad de respetar la ley (Cid y Larrauri, 2001).
Los vínculos sociales actúan así como controles, como barreras que impiden o dificultan la comisión de actos antisociales. Estos controles actúan de manera directa e indirecta. De esta manera existirían cuatro tipos de controles:
Posteriormente, Hirschi elaboró conjuntamente con Gottfredson una segunda teoría, conocida como teoría del autocontrol (Gottfredson y Hirschi, 1990). El autocontrol constituye una forma de control interno y consiste en la capacidad de resistir a los deseos inmediatos. Las personas con un nivel bajo de autocontrol son más susceptibles de ceder a la tentación que le provocan las ocasiones de cometer delitos. En este sentido, muchas investigaciones han corroborado que los delincuentes tienen dificultades para diferir las gratificaciones. Este factor cobra especial importancia cuando se toma en consideración que la delincuencia común (principalmente los hurtos, robos y agresiones) produce beneficios inmediatos, aunque a largo plazo pueda engendrar consecuencias negativas.
Gottfredson y Hirschi no explicitaron claramente la manera en que el autocontrol debía operacionalizarse, lo que condujo a Grasmick y sus colaboradores (Grasmick et al., 1993) a desarrollar una escala de autocontrol que operacionaliza este concepto a través de cinco rasgos de personalidad. Estos rasgos son:
Estos rasgos son a su vez operacionalizados en los cuestionarios de autoinforme con afirmaciones (ante las que el adolescente debe manifestar su acuerdo o desacuerdo) como las siguientes: «Actúo espontáneamente, sin reflexionar demasiado», «me gusta correr riesgos sólo para divertirme», «para mí, la emoción y la aventura son más importantes que la seguridad», «cuando estoy enojado con alguien, prefiero pegarle que hablar con él» o «pierdo fácilmente el control».
Según Gottfredson y Hirschi (1990) el nivel de autocontrol estaría fuertemente influenciado por la educación recibida durante la infancia (tendría tendencia a ser bajo cuando los lazos afectivos con los padres son débiles, y cuando estos no supervisan y castigan los comportamientos antisociales) y permanecería relativamente estable a lo largo de la vida. A estos autores se les criticó que, si el autocontrol fuese estable, su teoría no permitiría explicar la disminución de la delincuencia que se produce al final de la adolescencia. Gottfredson y Hirschi respondieron que su teoría insistía también en la presencia de ocasiones para cometer delitos (a las que sucumbirían las personas con un bajo nivel de autocontrol), y que dichas ocasiones disminuyen con la edad. Este debate continúa aún abierto.

4.5. Teoría del etiquetamiento

La teoría del etiquetamiento se inscribe en el paradigma del conflicto social, que postula en este contexto que los poderes políticos y económicos establecen las leyes para proteger sus propios intereses. Las teorías que hemos visto hasta ahora se interesaban por las causas de la delincuencia o del comportamiento conforme a la ley. En cambio, la teoría del etiquetamiento estudia la reacción social a los comportamientos desviados, es decir la manera en que la sociedad responde a dichos comportamientos. Al crear una norma penal se etiqueta un comportamiento como delictivo, y al considerar que un adolescente ha violado dicha norma se lo etiqueta como delincuente.
Fuertemente inspirada por el interaccionismo simbólico, esta teoría constata que la percepción de sí mismo se forma en contacto (interacción) con los otros, al punto de que a veces las personas terminan comportándose según la manera en que los otros los perciben. Así, de la misma manera que el bromista de un grupo puede llegar a sentirse obligado a hacer chistes de manera constante, una persona etiquetada como delincuente puede terminar aceptando esa etiqueta y comportándose como tal.
Este proceso se produce porque los adolescentes en conflicto con la ley serán etiquetados como delincuentes y percibidos por quienes les rodean como problemáticos o peligrosos. En consecuencia, suelen ser rechazados por los miembros de la sociedad convencional. Por ejemplo, los padres de adolescentes convencionales no querrán que sus hijos se junten con malas compañías. En este contexto, si ponemos en relación esta teoría con el resto de las estudiadas en este capítulo, puede decirse que la reacción de rechazo genera tensión, disminuye el control ejercido por los miembros convencionales de la sociedad, condiciona a los adolescentes a buscar amigos entre otros adolescentes con sus mismas características, y aumenta así las ocasiones que se presentan al adolescente de cometer delitos (Agnew, 2009). Esta sucesión de consecuencias negativas favorece el desarrollo del auto-concepto de delincuente, es decir que puede llevar al adolescente a aceptar su etiqueta de delincuente y a continuar comportándose en consecuencia.
De la misma manera que la teoría del control y las teorías situacionales, la teoría del etiquetamiento considera que todo adolescente puede realizar comportamientos antisociales. Por este motivo, la teoría del etiquetamiento no intenta explicar el primer comportamiento delictivo de una persona –que Lemert (1967) denomina la desviación primaria– sino que se concentra en la reacción social a ese comportamiento. En este contexto considera que, si el comportamiento delictivo es detectado y sancionado por el sistema de justicia penal, se inicia el proceso de etiquetamiento, y ese proceso –a través de los mecanismos que acabamos de describir– llevará al adolescente a persistir en la comisión de delitos e incluso a incrementar la cantidad de delitos cometidos (desviación secundaria). Por este motivo, una de las críticas que se ha hecho a esta teoría es que no explica los casos de adolescentes que continúan cometiendo delitos a pesar de no haber sido sancionados por el sistema de justicia penal.
En resumen, la desviación primaria (el primer delito) puede provocar una reacción social de castigo y etiquetamiento del adolescente, y esta reacción puede engendrar la desviación secundaria (la persistencia en la comisión de delitos). Teniendo en cuenta este esquema, no es sorprendente que la principal recomendación de política criminal de esta teoría en los años 1960 haya sido la llamada no-intervencion radical (Schur y Maher, 1973). Se recomendaba que el sistema de justicia penal no interviniera, porque en la mayoría de los casos la delincuencia desaparecería por si misma cuando el adolescente llegara a la madurez.
Con posterioridad, al constatar que algunas de las intervenciones del sistema de justicia penal suelen tener efectos negativos (p.ej., al institucionalizar a un adolescente se le pone en contacto con otros jóvenes desviados, que pueden ejercer una influencia nefasta sobre él) John Braithwaite (1989) propuso su teoría de la vergüenza reintegradora. La hipótesis de esta teoría es que el autor de un delito, al avergonzarse de su comportamiento, puede sentirse impulsado a rechazar la sociedad convencional, y suele ser rechazado por ésta (teoría del etiquetamiento). Se trata en este caso de una vergüenza estigmatizante. Sin embargo, ésta puede transformarse en vergüenza reintegradora si la sociedad condena el delito cometido pero da al autor una segunda oportunidad. Esta teoría ha inspirado así la idea de una justicia restaurativa. Esta última puede ser definida como un proceso que, en la medida de lo posible, intenta incluir a todas las personas relacionadas con un delito para poder así, actuando de manera colectiva, identificar y reparar los daños y establecer lo que debe hacerse para sanar y corregir la situación tanto como sea posible (Zehr, 2002). La principal técnica utilizada por este tipo de justicia consiste en reunir en un mismo grupo al autor del delito, la víctima, sus familiares y otros miembros de la comunidad. Con frecuencia, se utilizan como modelos los sistemas de justicia que existían en sociedades pre-industriales, como los Maoríes en Nueva Zelanda o las Primeras Naciones en Canadá[7]. En este contexto, el grupo intentará llegar a un común acuerdo sobre la manera en que el autor puede reparar el daño causado sin recurrir a sanciones penales, de tal manera que la víctima se sienta desagraviada, el autor acepte su falta y la sociedad no lo rechace.

4.6. Teorías del curso de vida

4.6.1. La delincuencia en la adolescencia y la edad adulta

Hemos señalado que a partir de los años 1960 comenzaron a desarrollarse algunas investigaciones longitudinales. De esta manera, en los años 1990, los investigadores disponían de datos suficientes como para elaborar teorías sobre la evolución de la delincuencia a lo largo de la vida. Vemos aquí otro ejemplo de la ya mencionada interacción entre tecnología y ciencia: Los datos empíricos recogidos durante tres décadas facilitaron una serie de desarrollos teóricos.
A esta vertiente de la criminología se la denomina criminología del curso de vida (life-course criminology). Sus orígenes están también vinculados a la publicación de un provocativo artículo por Hirschi y Gottfredson (1983), cuyo argumento central era que los estudios longitudinales no aportaban más información que los transversales. La reacción de los investigadores embarcados en investigaciones longitudinales fue contundente. En particular, un artículo de Moffit (1993) ha cobrado con el tiempo una gran importancia al plantear de manera apropiada el debate de fondo y proponer una posible solución, aunque ésta haya sido también criticada. El debate de fondo intenta conciliar dos postulados contradictorios:
Ante esta paradoja, y basándose en el análisis de datos de encuestas longitudinales, Moffit (1993) propone distinguir dos grandes modelos de delincuencia, que corresponden a dos tipos de delincuentes.
La presencia de un pequeño grupo de delincuentes muy activos había sido ya detectada por Wolfgang, Figlio y Sellin (1972), quienes constataron que 6 % de las personas que componían su muestra eran responsables de aproximadamente la mitad de los delitos cometidos. Cuando se analiza la delincuencia del conjunto de la población este pequeño grupo se diluye en la gran masa de personas que siguen el modelo de delincuencia limitada a la adolescencia, dando la impresión de que toda la población sigue dicho modelo. Sólo un análisis detallado permite distinguir los dos grupos.
Para explicar la delincuencia de estos dos grupos, Agnew (2009) propuso una teoría general de la delincuencia juvenil, que constituye una teoría integrada en la medida en que combina hipótesis de otras teorías e investigaciones empíricas, y que será presentada en detalle en la sección 6 de este capítulo. Esta teoría postula que la delincuencia aumenta durante la adolescencia debido a una serie de cambios biológicos y sociales.
Estos cambios conducen a una disminución del control ejercido sobre los adolescentes. Esto se debe en gran parte a que pasan más tiempo fuera de casa, lo que aumenta también las ocasiones que se les presentan de cometer delitos y de hacer amigos que podrían iniciarlos en el aprendizaje de la delincuencia. Estos potenciales amigos desviados disponen con frecuencia de algunos de los privilegios (dinero, consumo de alcohol y drogas) de los adultos, lo que puede hacer aumentar aún más el nivel de tensión ya elevado que viven los adolescentes a causa de su estatus social ambiguo.
Con respecto a la delincuencia persistente durante toda la vida, Agnew (2009) señala que las personas que presentan este patrón comienzan a implicarse muy pronto en la delincuencia, y señala investigaciones que han observado comportamientos violentos a los 10 años. Sin embargo, como veremos en la siguiente sección, Tremblay (2000) ha identificado comportamientos violentos aún antes.
Agnew sostiene que este tipo de delincuentes se caracteriza por presentar rasgos de personalidad que favorecen la delincuencia y por haber recibido una educación parental deficiente. Entre los rasgos de personalidad destacan la irascibilidad y un bajo nivel de autocontrol. Estos rasgos surgen durante la primera infancia y parecen relativamente estables. El origen de estos rasgos está vinculado con una educación parental deficiente; aunque no se descarta que tengan también un componente biológico. Algunas de las características más típicas de un estilo de educación parental deficiente son el exceso de disciplina o, al contrario, la falta de disciplina (los dos extremos resultan perjudiciales para la educación de un niño), el rechazo manifiesto de los padres a los hijos, la falta de cuidados (negligencia), la ausencia de vigilancia y los lazos débiles o conflictuales entre hijos y padres. Una educación parental con estas características aumenta la tensión en el seno de la familia y afecta al control ejercido sobre los adolescentes. En consecuencia, estos podrían pasar más tiempo fuera de casa, implicados en actividades no estructuradas y no supervisadas que aumentan el riesgo de encontrar pares desviados y oportunidades para cometer delitos.
Sobre la base de las investigaciones disponibles, Agnew (2009) concluye que, para el grupo de delincuentes caracterizado por una delincuencia persistente durante toda la vida, la implicación en la delincuencia no disminuye porque los rasgos de personalidad son estables y porque una mala educación tiene efectos duraderos. La irascibilidad, el bajo autocontrol y la mala educación engendran problemas escolares y laborales, e influyen sobre los amigos y las parejas a las que una persona puede aspirar.

4.6.2. La violencia durante la primera infancia

Desde el inicio del siglo XXI, la investigación en criminología ha estado fuertemente marcada por una serie de estudios de Richard Tremblay (Tremblay, 2000, 2007, 2008, 2015; Tremblay, Gervais y Petitclerc, 2008), que proponen abiertamente un cambio de paradigma sobre los orígenes de la violencia. Es probable que, cuando el tiempo nos otorgue una suficiente distancia crítica, estos estudios constituyan lo más parecido a una revolución científica (retomando la terminología de Thomas Kuhn) en criminología.
Tremblay constata que la gran mayoría de los estudios criminológicos sobre la violencia juvenil utilizan muestras de adolescentes que tienen entre 12 y 18 años. Según esos estudios:
El inconveniente con estos resultados es que, si la mayoría de las investigaciones han sido llevadas a cabo con muestras de adolescentes, nuestros conocimientos están condicionados por dichas muestras. Así hemos señalado en la sección precedente que hay investigaciones que detectaron comportamientos violentos en niños de 10 años, pero ésta suele ser la edad mínima de la mayoría de las investigaciones criminológicas. ¿Qué sucede durante los primeros años de vida?
En el marco de una encuesta longitudinal canadiense que siguió a 16.000 niños desde los 4 a los 11 años durante la década de 1990, Tremblay operacionalizó las agresiones utilizando las evaluaciones del comportamiento de los niños realizadas por sus madres. En este marco le interesaban:
Con respecto a las agresiones físicas, los resultados indican que:
Con respecto a las agresiones indirectas, la situación es exactamente la opuesta porque:
En otro estudio, realizado con una muestra de varones domiciliados en sectores socioeconómicamente desfavorecidos de Montreal y que fueron seguidos de los 6 a los 15 años, las agresiones físicas fueron evaluadas por los maestros y profesores. Analizando los resultados, Nagin y Tremblay (1999) identificaron cuatro grupos de chicos con trayectorias muy diversas:
Estos resultados ponen en tela de juicio la idea de que las agresiones físicas aumentan con la edad y la idea de que una parte considerable de los varones manifiestan una agresividad crónica durante la adolescencia, después de haber conseguido reprimirla con éxito durante la infancia. La pregunta es entonces, ¿a qué edad comienzan las agresiones físicas?
Para responder a esta pregunta, Tremblay realizó una investigación longitudinal con una gran muestra de bebés nacidos en Quebec en los años 1990. Se les pidió a las madres anotar la frecuencia de las agresiones físicas a los 17 y a los 30 meses del bebé e indicar, en los dos casos, a qué edad el niño comenzó a mostrar tal comportamiento. Cerca del 90 % de las madres indicaron que sus hijos, a los 17 meses, habían agredido físicamente a otros más de una vez. Sin embargo, un año más tarde, las mismas madres parecían haber olvidado esta agresividad precoz, ya que señalaban, cuando sus bebes tenían 30 meses, que las agresiones físicas habían aparecido después de los 17 meses. Según Tremblay, este fallo de memoria podría explicar en parte por qué los padres de adolescentes indican que los comportamientos violentos de estos han comenzado uno o dos años antes. La investigación de Tremblay concluyó que la frecuencia media de agresiones físicas llega a su máximo hacia el final del segundo año de vida, para disminuir luego progresivamente. Para corroborar este resultado, basta con asomarnos a una guardería y observar la manera en que un niño de menos de dos años le pide a un juguete a otro. Veremos que rara vez se lo piden «por favor», un resultado que se explica en parte por la falta de dominio del lenguaje verbal que caracteriza a los niños de esa edad.
Por todos estos motivos, Tremblay considera que los primeros 24 meses de vida de un ser humano son extremadamente importantes.
La mayoría de esas relaciones son positivas, pero los conflictos existen. La causa de esos conflictos es con frecuencia la posesión de objetos. Al mismo tiempo, es a través de esos conflictos que los niños aprenden que pueden lastimar y ser lastimados, lo que significa que los conflictos son una parte necesaria del aprendizaje. La mayoría de los niños aprenderán rápidamente que una agresión física contra otro niño será respondida por este con otra agresión física, y que los adultos no toleran ese tipo de comportamientos. La mayoría aprenderá también a esperar que el otro niño deje de utilizar el juguete y descubrirá que una buena manera de evitar las interacciones negativas es pedir el juguete en lugar de tomarlo por la fuerza.
Tremblay concluye que aprender a ser paciente para obtener lo que se desea (preferir la satisfacción a largo plazo a la recompensa inmediata) y aprender a utilizar el lenguaje para convencer a los otros y satisfacer así los propios deseos parecen ser los dos factores más importantes para prevenir las agresividad física crónica. En particular, el desarrollo de la capacidad de expresarse es inversamente proporcional al del comportamiento impulsivo y criminal.
Los resultados de las investigaciones de Tremblay ponen así en entredicho la teoría del aprendizaje social. El proceso de desarrollo de la agresión indica que no se aprende el comportamiento violento, sino que se aprende a controlar dicho comportamiento. Esto pone en tela de juicio varias décadas de investigaciones criminológicas inspiradas por dicha teoría. Por ejemplo, Tremblay se pronuncia contra la hipótesis –derivada de la teoría del aprendizaje social– de que los niños aprenden a ser violentos a través de los medios de comunicación como la televisión o la práctica de juegos de combate, reales o virtuales. Su argumento es que las agresiones físicas alcanzan su punto máximo a los dos años, mientras que la exposición a las imágenes violentas de los medios de comunicación y la participación en juegos de combate aumenta con la edad.
Por todos estos motivos, Tremblay considera que es fundamental prevenir la violencia desde la primera infancia. Si durante los primeros años de vida el bebé está rodeado de adultos violentos, aprenderá que la violencia forma parte de las relaciones sociales cotidianas. En cambio, si está rodeado de adultos que no toleran la agresividad física y recompensan los comportamientos prosociales, hay muchas probabilidades de que aprenda a utilizar métodos no agresivos para obtener lo que desea o para expresar su frustración. Por este motivo, ha desarrollado, programas de ayuda para, por ejemplo, madres toxicómanas y adolescentes, quienes carecen con frecuencia de las habilidades necesarias para educar correctamente a sus bebés.
Según Tremblay, los niños que no aprenden durante los años pre-escolares a encontrar soluciones para evitar la utilización de la agresión física tendrán luego serios problemas; en particular tendrán tendencia a ser hiperactivos, distraídos, inquietos y a no ayudar a los otros. Esto hará que sean rechazados por sus compañeros de escuela, que obtengan malos resultados escolares y que perturben con su comportamiento las actividades escolares. Al mismo tiempo aumentará el riesgo de que sean retirados de su entorno natural para colocarlos en clases, escuelas o instituciones especiales, acompañados de otros niños desviados. Se trata de la situación ideal para fomentar el desarrollo de un comportamiento marginal. Durante la pre-adolescencia, serán con frecuencia los primeros en consumir sustancias tóxicas y tener relaciones sexuales. Presentan también un riesgo elevado de abandonar los estudios, de sufrir accidentes graves, de tener comportamientos violentos, de entrar en contacto con el sistema de justicia penal, de ser diagnosticados con un trastorno psiquiátrico, de encontrarse desempleados y de ser padres a una edad muy temprana. Tremblay señala que los estudios que han seguido a niños agresivos hasta la edad adulta han corroborado las consecuencias extremadamente negativas de esa violencia, no sólo para ellos mismos sino también para sus parejas, hijos (que aprenderán también que la violencia es un medio aceptable de resolver conflictos), y para la comunidad en la que viven. Por estos motivos Tremblay considera que la relación causal entre pobreza y violencia debe interpretarse de manera inversa a aquella que se ha aplicado hasta ahora. No sería la pobreza la que provocaría la violencia; por el contrario, el no enseñar a los niños a controlar sus comportamientos violentos durante la primera infancia contribuye a crear adultos violentos que tienen muchas probabilidades de vivir en la pobreza.

4.7. Teorías situacionales

Bajo la denominación de teorías situacionales se engloban una serie de teorías que se inspiran del viejo proverbio que sostiene que «la ocasión hace al ladrón». La más pertinente de ellas en el marco del estudio de la delincuencia juvenil es la teoría de las actividades cotidianas (routine activities) de Cohen y Felson (1979), desarrollada posteriormente en profundidad por Felson en sucesivas ediciones de su libro sobre la delincuencia y la vida cotidiana (Felson, 1994; Felson y Boba, 2010).
La importancia de las ocasiones en la génesis de la delincuencia fue destacada ya por Aristóteles en su Retórica, y la mayoría de las religiones otorgan suma importancia al concepto de tentación. También autores del siglo XIX como Cesare Lombroso y Adolphe Quételet mencionan a las ocasiones (uno de los tipos de delincuente identificados por Lombroso es el delincuente ocasional), pero otorgándoles siempre un papel secundario. El cambio que se produce entre mediados y finales de los años 1970 es que las ocasiones pasan a ocupar un lugar central en ciertas explicaciones de la delincuencia y de la victimización. Esto sucede tanto en la teoría de las actividades cotidianas como en la teoría del estilo de vida (Hindelang, Gottfredson y Garofalo, 1978).
Cohen y Felson (1979) constataron que las teorías criminológicas tradicionales predecían, a escala macrosocial, que una mejora de las condiciones socioeconómicas implicaría una disminución de la delincuencia. Sin embargo, en el período posterior a la segunda guerra mundial, las condiciones socioeconómicas mejoraron de manera considerable en los Estados Unidos y, sin embargo, la delincuencia también aumentó. Para explicar esta contradicción, Cohen y Felson (1979) parten de la hipótesis de que es necesaria la presencia de tres elementos para que se produzca un delito:
Los autores consideran que los cambios sociales experimentados después de la segunda guerra mundial han disminuido la vigilancia de las casas (a causa de la incorporación de la mujer al mercado de trabajo, la generalización de las vacaciones, etc.) y aumentado la cantidad de blancos atractivos (a causa de la multiplicación de aparatos electrónicos de pequeñas dimensiones, que son fácilmente transportables y los cambios en el estilo de vida que hacen que las personas pasen más tiempo fuera de sus casas). Con respecto a los delincuentes, consideran que siempre habrá personas dispuestas a cometer un delito si la ocasión se presenta. Así, los cambios en las actividades cotidianas de la población han aumentado las ocasiones de cometer delitos, lo que permite explicar el aumento de la delincuencia sin necesidad de recurrir a teorías que se interesen en los motivos de las personas para cometer o no cometer delitos.
Aplicada a la delincuencia juvenil, esta teoría presta especial atención a las actividades cotidianas de los adolescentes. Así, tradicionalmente quienes más se exponían al riesgo de encontrar ocasiones de cometer delitos eran aquellos que pasaban mucho tiempo con sus pares (peers, es decir adolescentes del mismo grupo de edad, sin que se trate necesariamente de amigos) llevando a cabo actividades no supervisadas y desestructuradas en espacios públicos. Por ejemplo, Felson (1994) estimaba que una hora pasada en un sitio público presentaba 10 veces más riegos que una hora en casa. Actualmente, el desarrollo de las redes sociales virtuales, nos obliga a agregar que, incluso dentro de casa, los adolescentes pueden y suelen estar expuestos a una impresionante cantidad de ocasiones de cometer delitos.
Al mismo tiempo, los adolescentes utilizan actualmente una gran cantidad de aparatos electrónicos (teléfono inteligente, reproductor de mp3, tableta, ordenador, etc.) que constituyen blancos propicios para los delincuentes. En efecto, se trata de bienes que tienen un cierto valor, que presentan generalmente un tamaño pequeño y por tanto son fácilmente transportables, son fácilmente visibles, producen un placer inmediato, es relativamente fácil apoderarse de ellos, y es probable que quien se los apropie no experimente sentimientos de culpabilidad (por ejemplo, el autor del hurto podría escudarse detrás de una técnica de neutralización pensando que el propietario del teléfono será indemnizado por su seguro). Así, en función de su estilo de vida, muchos adolescentes se encuentran con numerosas ocasiones tanto de cometer delitos como de ser víctimas de delitos[8].
Cabe agregar que una parte del éxito de la teoría de las actividades cotidianas se debe a que encuentra una aplicación práctica a través de su vínculo con la prevención situacional (Felson y Clarke, 1998). El principal impulsor de esta técnica de prevención es Ronald Clarke, coautor de la teoría de la elección racional (Clarke y Cornish, 2000). En lugar de actuar sobre los delincuentes potenciales, la prevención situacional intenta reducir la delincuencia modificando el entorno en que podrían producirse los delitos. En pocas palabras: si la ocasión hace al ladrón, entonces al eliminar la ocasión se puede evitar el delito. Como ejemplos de medidas de prevención situacional podemos citar la eliminación inmediata de grafitis y tags en muros y transportes públicos (para evitar que los autores puedan vanagloriarse de ellos ante sus amigos), el escalonamiento de los horarios de salida de los colegios (para evitar que, al salir todos los alumnos juntos, los mayores puedan encontrar ocasiones propicias para molestar a los más pequeños), o el aumento de la vigilancia en aquellos espacios públicos que sirven de lugar de encuentro para los adolescentes, llegando en casos extremos al enrejado de plazas para poder evitar el acceso a ellas durante las noches. De esta manera, la teoría de las actividades cotidianas permite identificar las situaciones propicias al delito, y la prevención situacional actúa sobre ellas.

5. Factores de riesgo y factores de protección

5.1. Generalidades sobre los factores de riesgo y de protección

En las próximas secciones nos ocuparemos de una serie de factores que, según la gran mayoría de las investigaciones criminológicas, tienen una relación con la implicación en la delincuencia o, por el contrario, con el desarrollo de un comportamiento conforme a la ley. Se trata de la familia, la escuela, el barrio de residencia y los amigos. Bajo determinadas condiciones, estos factores pueden ser factores de riesgo, es decir que pueden aumentar las probabilidades de que el adolescente cometa delitos. Por ejemplo, una familia conflictiva, el fracaso escolar, el hecho de vivir en un barrio desfavorecido, de estar rodeado de amigos desviados o de formar parte de una banda juvenil pueden aumentar las probabilidades de que un adolescente adopte un estilo de vida desviado.
Sin embargo, estos factores podrían presentarse de manera positiva y transformarse en factores de protección, es decir en factores que aumentan las probabilidades de que un adolescente desarrolle un comportamiento conforme a la ley. Podemos así imaginar un clima familiar cordial, con padres que supervisan correctamente el comportamiento de sus hijos y les brindan cariño y protección, o una enseñanza escolar eficaz, un barrio en el que los vecinos se aprecien y respeten, o un grupo de amigos convencionales, implicados en actividades pro-sociales. Señalemos, sin embargo, que la mayoría de las investigaciones criminológicas han tratado estos factores como factores de riesgo, concentrándose así en configuraciones familiares, escolares, barriales o amistosas negativas, y en los efectos nefastos que estas configuraciones podrían tener sobre la implicación en la delincuencia de los adolescentes expuestos a ellas.

5.2. La familia

La familia es considerada el principal agente de socialización puesto que, por regla general, el individuo convive con sus padres durante los primeros años de vida y, en consecuencia, recibe de ellos su educación elemental. Dada la importancia de esta primera formación, podemos decir que la influencia familiar suele hacerse sentir, con mayor o menor intensidad, durante toda la vida del ser humano. Por este motivo se ha afirmado que la familia es «la institución esencial a través de la cual se asegura la reproducción de las relaciones sociales» (Ferreol y Noreck, 1993: 98).
En este contexto, la socialización puede ser definida como «el proceso por el cual los individuos aprenden los modos de actuar y de pensar de su entorno, los interiorizan integrándolos en su personalidad y llegan a ser miembros de grupos donde adquieren un estatus específico» (Ferreol, 1995). La vida pacífica en sociedad sería imposible en ausencia de ciertas normas básicas de convivencia, y el proceso de socialización intenta inculcar en los nuevos miembros de la sociedad el respeto de dichas normas. Para Busino (1992: 83), «el resultado de la socialización no es bueno en sí o por sí mismo: es bueno en la medida en que se ajusta a lo que esperan los adultos, los grupos sociales que gozan de prestigio, que poseen influencia y poder, en suma, aquellos que son capaces de hacer valer sus propios valores –sean estos los que sean– con exclusión de los demás.»
Desde el punto de vista de las teorías criminológicas, la familia puede ser tanto un factor de protección como de riesgo con respecto a la implicación en la delincuencia. Así, una socialización conforme a las normas de convivencia social facilitará la vida del niño en sociedad y actuará así como un factor de protección. Esta idea se entronca con la teoría del aprendizaje social, que también prevé que una socialización inapropiada, por ejemplo con modelos paternos desviados, hermanos o hermanas implicados en comportamientos antisociales, o padres que carecen de capacidades para resolver los conflictos familiares de manera pacífica, constituye un factor de riesgo.
En la misma línea, la teoría del control considera que el riesgo de implicarse en la delincuencia aumenta cuando los padres que no supervisan correctamente a sus hijos, estableciendo, por ejemplo, reglas claras y consistentes sobre lo que está permitido y lo que esta prohibido, las horas de regreso a casa y el respeto de dichas horas, e interesándose en quiénes son los amigos de sus hijos. En sentido contrario, la familia sería un factor de protección cuando el control paterno es establecido de manera correcta. Este control paterno tiene una influencia directa sobre las actividades de los adolescentes, y en particular sobre el tiempo pasado fuera de casa y las personas con las que se pasa este tiempo. Como hemos visto precedentemente, en este contexto las teorías situacionales prevén que el riesgo de cometer un delito es mayor cuanto mayor sea el tiempo pasado fuera de casa realizando actividades no estructuradas y no supervisadas. La influencia del tiempo pasado en el ciberespacio no ha sido aún medida de manera precisa, pero es sin duda otro elemento esencial de la exposición al riesgo de los adolescentes.
Al mismo tiempo, una familia con un elevado nivel de conflictos internos, constituye una fuente de tensión para sus miembros, forzando a veces a los adolescentes a preferir pasar más tiempo fuera de casa y, eventualmente, a implicarse en comportamientos sociales, ya sea porque se les presenta la oportunidad (teorías situacionales) o porque dichos comportamientos constituyen una manera de liberar la tensión (teoría de la tensión).
Finalmente, desde la perspectiva de la teoría del etiquetamiento puede afirmarse que los hijos de familias disociadas, conflictivas, o cuyos padres o hermanos han tenido antecedentes delictivos, serán con frecuencia etiquetados como problemáticos o conflictivos, lo que engendrará el rechazo de sus pares convencionales y un control más importante ejercido por las autoridades del sistema de justicia penal.
Las investigaciones empíricas se han ocupado con frecuencia de la influencia de la estructura familiar sobre la implicación en la delincuencia de los hijos. Hasta los años 1990, la mayoría de estas investigaciones distinguían las familias monoparentales –designadas bajo la denominación genérica de familias disociadas u hogares rotos (broken homes) de las familias intactas (generalmente definidas como aquellas en las que había dos figuras paternas; lo que llevaba con frecuencia a incluir las familias recompuestas bajo esta denominación). La hipótesis central de estas investigaciones sugiere que existe una correlación entre familia disociada y delincuencia, en el sentido de que los hijos de familias disociadas cometen más delitos que los hijos de familias intactas.
En uno de los primeros meta-análisis realizados en criminología, Wells y Rankin (1991) presentaron los coeficientes de correlación entre familia disociada y delincuencia de 44 investigaciones. Estos coeficientes varían entre 0,005 y 0,50. La media es de 0,153, con una desviación típica de 0,109. Se trata de coeficientes Phi, lo que significa que la tasa de prevalencia de la delincuencia en las familias disociadas era superior en un 15 % a la de las familias intactas. Cuando los resultados de las investigaciones son ponderados en función del tamaño de la muestra, el coeficiente de correlación desciende a 0,11; pero en todos los casos resulta estadísticamente significativo. Sin embargo, los mismos autores previenen que estos resultados deben interpretarse con precaución puesto que las correlaciones varían según el tipo de delincuencia analizado. En efecto, la correlación entre familia disociada y delincuencia es muy débil para los delitos graves (hurtos, robos y comportamientos violentos); es un poco más fuerte para las infracciones en materia de estupefacientes (especialmente para el consumo de drogas blandas) y alcanza su punto máximo con las contravenciones estatutarias.
En los últimos años, las investigaciones han comenzado a tomar en consideración la creciente complejidad de las relaciones familiares del mundo contemporáneo. Desde un punto de vista teórico, la combinación de padres biológicos y adoptivos, padrastros y madrastras, guardas exclusivas a uno de los padres y guardas compartidas, y jefes de familia hombres y mujeres, puede dar lugar a una gran cantidad de tipos de familias. En la práctica, la mayoría de las investigaciones no disponen de muestras lo suficientemente grandes como para crear tantos subgrupos –correspondientes a los diferentes tipos de familia– y conseguir que esos subgrupos tengan el tamaño necesario para realizar análisis estadísticos. Así, una división posible es la que distingue entre tres tipos de familias:
Los resultados obtenidos en Suiza con la ISRD-2 indican que existen diferencias significativas entre estos tres tipos de familia. Los adolescentes de familias recompuestas estaban con mayor frecuencia implicados en la delincuencia que los adolescentes de familias monoparentales, y estos que los de familias intactas (Aebi, Lucia y Egli, 2010). Sin embargo, las diferencias no eran de gran magnitud y, en particular, estaban también relacionadas con el clima familiar en estos diferentes tipos de familias. Esto nos lleva a la distinción entre dinámica familiar (la calidad de las relaciones entre los miembros de la familia) y estructura familiar. Para operacionalizar la dinámica familiar en una encuesta de autoinforme, los criminólogos utilizan preguntas sobre, por ejemplo, la manera en la que los hijos se llevan con sus padres, así como sobre las eventuales disputas entre los padres. En la investigación precitada, los adolescentes de familias recompuestas presentaban, en general, resultados más negativos en estas dimensiones que los adolescentes de familias monoparentales e intactas. Los resultados sugieren que, si la dinámica fuese la misma en los diferentes tipos de familia, la estructura no tendría importancia. Sin embargo, en la práctica la dinámica no es la misma. En el caso de las familias recompuestas, esto puede deberse a que las relaciones entre los hijos de un primer matrimonio y el nuevo compañero sentimental de la madre –que es en la mayoría de los casos quien guarda la custodia de los hijos– pueden ser difíciles y complicar el ejercicio de la autoridad necesaria para fijar límites al comportamiento de los adolescentes. Esto implica que existe una cierta interacción entre la estructura y la dinámica familiar.
En esta perspectiva, recordemos que con frecuencia se pone en relación el aumento de los divorcios con el de las familias parentales. Sin embargo, es importante puntualizar que una buena parte de los divorcios conciernen parejas que no tienen hijos menores, por lo que el porcentaje de familias monoparentales es muy inferior al de parejas divorciadas. Por ejemplo, según datos del INE (2014), en 2013 había en España 1.707.700 hogares monoparentales (definidos como hogares en que conviven la madre con hijos o el padre con hijos) y 6.362.800 hogares en los que viven parejas con hijos. Se trata de una cifra muy inferior a la que se obtendría con una estimación basada en un porcentaje de divorcios del 50 %, que es el porcentaje que suele invocarse en muchos discursos políticos.
Cabe también señalar que los estudios empíricos suelen encontrar correlaciones entre la delincuencia de padres e hijos (generalmente se trata en este caso de estudios longitudinales en los que se han relevado datos tanto de los padres como de los hijos) y entre la delincuencia de diversos hermanos de una misma familia. Las teorías situacionales y la teoría del aprendizaje proponen una explicación plausible de estas correlaciones, en la medida en que sugieren que se explican por los modelos de aprendizaje de estos adolescentes y las oportunidades que se les presentan.
En materia de política criminal, ciertos políticos de tendencia conservadora han señalado que la correlación entre disociación familiar y delincuencia podría interpretarse en el sentido de que las subvenciones otorgadas a estas familias amplifican la delincuencia, y que, por lo tanto, deberían ser reducidas. Los resultados de las investigaciones empíricas sugieren lo contrario. Las familias monoparentales tienen un estatus socioeconómico inferior al de las familias intactas –incluso con una pensión alimenticia, los ingresos de las familias monoparentales son inferiores a los de las familias intactas–, lo que las lleva a vivir con frecuencia en barrios menos favorecidos y fuerza al padre o madre a cargo de esas familias a buscar trabajos a tiempo completo, que les mantienen muchas horas fuera del hogar. Esto significa que las ayudas a este tipo de familias –que pueden tomar diversas formas– deberían multiplicarse en lugar de reducirse[9].

5.3. La escuela

La escuela –entendida aquí en un sentido amplio que incluye tanto la escuela primaria como la secundaria– no sólo contribuye a la educación de los niños y adolescentes, sino que constituye también un importante agente de socialización.
Las investigaciones empíricas constatan sistemáticamente una correlación entre el fracaso escolar y la delincuencia. Globalmente, los adolescentes que tienen problemas escolares suelen estar más implicados en comportamientos antisociales que aquellos que no presentan dichos problemas. Recordemos aquí una vez más que esto no significa que todos los adolescentes que tienen problemas escolares están implicados en comportamientos antisociales, sino que, cuando se compara el conjunto de adolescentes con dificultades escolares al conjunto de aquellos que no presentan dichas dificultades, el primer conjunto presenta tasas de delincuencia superiores a las del segundo. Para operacionalizar el fracaso escolar, los investigadores utilizan como indicadores, por ejemplo, el abandono escolar, el hecho de repetir un año de estudios, las calificaciones bajas, el hecho de detestar la escuela o las malas relaciones con maestros y profesores.
Sin embargo, la correlación entre fracaso escolar y delincuencia, no implica que el primero sea la causa de la segunda. Como lo hemos señalado en la sección 4.1, las investigaciones transversales constatan que los dos fenómenos se presentan al mismo tiempo, pero no permiten establecer relaciones causales. Desde un punto de vista empírico, la causalidad podría ser inversa, en el sentido de que la implicación en la delincuencia –con lo que esta conlleva de tiempo pasado fuera de casa, de conflictos familiares si los padres la descubren y de rechazo de otros adolescentes convencionales– sea la causa de los malos resultados escolares. También podría existir una tercera variable –p.ej., una supervisión familiar insuficiente– que sería la causa de ambos fenómenos.
Tomando en consideración los resultados de investigaciones longitudinales, Agnew (2009) considera que el efecto causal del fracaso escolar sobre la delincuencia es modesto e indirecto, en el sentido de que el hecho de no dedicar suficiente tiempo a la escuela deja un tiempo libre que permite la frecuentación de pares y amigos desviados. Al mismo tiempo, el hecho de que la relación sea causal, implica que los programas dedicados a mejorar el rendimiento escolar deberían reducir al mismo tiempo la delincuencia, y este resultado ha sido corroborado al evaluar algunos programas. La clave se encuentra en el hecho de que estos programas proponen actividades estructuradas y supervisadas que se desarrollan fuera del horario escolar y reducen a la vez el tiempo libre del adolescente, de tal manera que éste dispone de menos ocasiones para frecuentar amigos desviados y encuentra menos oportunidades de cometer delitos.
Las investigaciones empíricas sugieren que las mejores escuelas suelen caracterizarse por tener clases con un número limitado de estudiantes, ofrecer a estos buenas condiciones de trabajo y perspectivas de futuro, controlar la disciplina de los estudiantes, pero recompensar al mismo tiempo sus esfuerzos, disponer de buenos recursos económicos y fomentar relaciones cordiales entre el sector administrativo y los profesores. Estas escuelas se caracterizan así por presentar bajos niveles de conflicto (teoría de la tensión), supervisar adecuadamente a los estudiantes (teoría del control), promover métodos de educación apropiados (teoría del aprendizaje social), evitar que los estudiantes sean calificados de vagos o problemáticos (teoría del etiquetamiento), y ofrecer menos oportunidades para la comisión de actos desviados (teorías situacionales). Todo esto conlleva a que los adolescentes que asisten a estas escuelas estén menos implicados en la delincuencia (Agnew, 2009).

5.4. El barrio

Todos sabemos que en cada gran ciudad hay algunos barrios más peligrosos que otros. Históricamente, el desarrollo de estos barrios está vinculado, en Europa, al crecimiento desmesurado de ciertas ciudades que se produjo a partir de la industrialización y a la aparición del proletariado como nueva clase social. Las ciudades, con sus nuevas fábricas, atraían grandes masas de trabajadores rurales que recibían míseros salarios y se instalaban en aquellos barrios que ofrecían viviendas con alquileres moderados, o en nuevos barrios que se desarrollaban sin una clara planificación urbana. Al mismo tiempo, la llegada de estos habitantes producía en muchos casos el éxodo de los antiguos vecinos hacia barrios menos degradados, y el mismo camino seguían aquellos nuevos habitantes que conseguían mejorar su situación económica. Así, estos barrios sufrían un proceso de degradación progresiva. Las intervenciones del Estado durante buena parte del siglo XX consistían generalmente en la construcción de grandes bloques de apartamentos que creaban a su vez nuevos barrios desfavorecidos. En España, durante las décadas de 1960 y 1970, se construyeron por ejemplo «las 3.000 viviendas» en Sevilla, o el barrio «San Cosme» en Barcelona. Si bien estas viviendas ofrecían en un primer momento unas condiciones de vida aceptables, muchos de los barrios en los que se construyeron se transformaron rápidamente en zonas consideradas como peligrosas.
De hecho, en algunas ciudades –p.ej., en Lyon, Francia– algunos de los grandes edificios de apartamentos construidos a partir de la década de 1950 comenzaron a ser demolidos a partir de los años 1990. En términos de urbanismo, la solución no consiste en aglutinar en el mismo barrio a todas las familias que sufren problemas económicos, sino en distribuir las viviendas económicas en diferentes barrios de la ciudad. Esta solución es con frecuencia rechazada por los habitantes de los barrios acomodados, que temen una degradación de la zona en la que residen así como una disminución del valor de sus viviendas. En la prensa, pueden encontrarse numerosos ejemplos de vecinos que se manifiestan contra la instalación en su barrio de personas de determinadas etnias decidida, en muchos casos, por los servicios sociales que intentan mejorar la situación general de la población. Nos encontramos así en un círculo vicioso en el que la mejor solución para las familias desfavorecidas es rechazada por aquellas que tienen una mejor situación económica.
Los barrios desfavorecidos son estudiados por los criminólogos porque, con frecuencia, muchos de los delincuentes identificados por el sistema de justicia penal provienen de dichos barrios. En ese contexto, la primera operación a realizar al iniciar una investigación consiste en definir qué barrios son considerados como desfavorecidos. Generalmente, para definir dichos barrios, los criminólogos han tomado en consideración cuatro dimensiones (Agnew, 2009):
En la segunda mitad del siglo XX, el aumento de la inmigración en Europa Occidental condujo también a tomar en consideración la presencia de minorías étnicas, una característica también estudiada en Estados Unidos desde los inicios de la criminología, debido a la larga tradición de inmigración de ese país. Sin embargo, la mayoría de las minorías étnicas que componen la inmigración se caracterizan por presentar un nivel socioeconómico más bajo que el del resto de la población. En la práctica esto lleva a que el efecto de la presencia de minorías étnicas desaparezca cuando se toma en consideración el nivel socioeconómico del barrio.
  1. Las dificultades económicas pueden operacionalizarse tomando en consideración, por ejemplo el valor medio de compra o de alquiler de las propiedades del barrio, el salario medio de sus habitantes, el porcentaje de desempleo o el porcentaje de familias que reciben ayudas sociales.
  2. La población inestable puede operacionalizarse consultando los registros de las oficinas de empadronamiento para observar la rotación de las personas que se instalan en dichos barrios. El interés por esta dimensión se desarrolló bajo la influencia de investigaciones estadounidenses sobre inmigrantes que se establecían en un barrio desfavorecido y lo abandonaban apenas sus medios económicos les permitían mudarse a un barrio mejor. En Europa Occidental, la ausencia de políticas de inmigración claras, ha llevado a que muchos inmigrantes descarten la posibilidad de integrarse en el país de acogida, y también a que muchos extranjeros se encuentren en situación ilegal y ni siquiera tengan la posibilidad de integrarse[10]. En la mayoría de los casos, estos inmigrantes intentan entonces ahorrar dinero y volver a sus países de origen, una situación que no les incita a comprar una propiedad o a mudarse a barrios donde los alquileres son más caros. En consecuencia, la movilidad de estas personas parece mucho más reducida que la que fue observada en Estados Unidos.
  3. La disociación familiar puede operacionalizarse tomando en consideración el porcentaje de familias monoparentales y recompuestas entre las familias del barrio.
  4. Finalmente, la degradación urbana puede operacionalizarse a través de la presencia de grafitis en las paredes, de basura en las calles, de prostitución y de venta de drogas. Esto puede realizarse a través de observaciones realizada por los investigadores o, como se hizo en la ISRD-2, a través de preguntas realizadas a los adolescentes sobre la presencia de esos elementos en sus barrios.
De más está decir que, cada vez que se miden estas cuatro dimensiones, es necesario comparar la puntuación de diferentes barrios para poder decidir cuáles son aquellos que pueden ser considerados como desfavorecidos. En ningún caso deben medirse estas dimensiones en un solo barrio, considerado a priori como desfavorecido, porque esto dejaría a la investigación sin punto de comparación.
Las investigaciones empíricas corroboran que los adolescentes que viven en barrios desfavorecidos presentan globalmente tasas de delincuencia más elevadas que las de los jóvenes que viven en otros barrios. Este resultado proviene en general de encuestas de autoinforme que clasifican a los adolescentes según el barrio en el que viven y comparan luego las tasas de prevalencia e incidencia de la delincuencia de dichos grupos. Las investigaciones que han tomado en consideración el barrio de residencia de los adolescentes detenidos por la policía, condenados por los tribunales o institucionalizados confirman también una sobrerrepresentación de aquellos que viven en barrios desfavorecidos[11]. ¿Cómo explicar esta correlación?
Como vemos, las principales teorías criminológicas proponen explicaciones coherentes sobre la relación entre barrios desfavorecidos e implicación en la delincuencia. Cabe agregar que la presencia de adolescentes desviados en un barrio contribuye a su degradación, generando así un círculo vicioso que, al amplificar las características negativas de un barrio puede hacer aumentar también la implicación en la delincuencia de los habitantes de dicho barrio.
Los lectores habrán observado que en nuestras explicaciones hemos evitado señalar que los barrios desfavorecidos presentan tasas de delincuencia más elevadas que los otros barrios. En cambio hemos indicado que los adolescentes que viven en dichos barrios presentan tasas de delincuencia más elevadas que otros adolescentes. Esto se debe a que muchos delitos no son cometidos en la zona de residencia (p.ej., hay más víctimas propicias para un tirón en el centro de la ciudad que en un barrio periférico) y que algunos delitos que son cometidos en el barrio de residencia (p.ej., las peleas entre grupos de adolescentes) no son denunciados a la policía, de la que con frecuencia suelen desconfiar los habitantes del barrio (en gran parte por las razones que esgrimimos al mencionar la teoría del etiquetamiento). Las estadísticas policiales informan sobre el lugar en que se cometieron los delitos, y no reflejan el lugar de residencia de los autores de dichos delitos. Por ese motivo, el centro de una ciudad suele presentar altas tasas de delincuencia que no significan que en ese lugar viva una gran cantidad de delincuentes.
Finalmente, señalemos que el hecho de haber constatado que en los barrios desfavorecidos hay más adolescentes desviados que en los barrios convencionales, no debe en ningún caso inducir al lector a generalizar estos resultados y considerar que todo adolescente que vive en un barrio desfavorecido será más delincuente que un adolescente que vive en un barrio convencional. Este razonamiento erróneo, que consiste en sacar conclusiones de micro-nivel (los individuos) a partir de resultados de macro-nivel (el barrio) se conoce como falacia ecológica. Un adolescente de un barrio desfavorecido puede sobrepasar los límites impuestos por dicho barrio, puesto que hay muchos elementos que pueden actuar como factores de protección. Por ejemplo, la educación recibida en el seno de la familia y de la escuela puede dotar al joven de un bagaje que le permita obtener una buena ocupación y realizarse personalmente. En este sentido, las políticas públicas de apoyo a los barrios desfavorecidos deberían ser no sólo una de las prioridades en materia de política social sino también en materia de política criminal.

5.5. Los amigos

Cuando los adolescentes cometen delitos, en general lo hacen en grupo. Al mismo tiempo, los adolescentes más implicados en la delincuencia suelen tener amigos desviados. Esta última es una de las correlaciones más robustas y constantes en la investigación criminológica. Con frecuencia se la ha explicado utilizando la teoría del aprendizaje social. Sin embargo, las investigaciones transversales no permiten establecer claramente la causalidad. Un adolescente puede haber aprendido de sus amigos cómo cometer delitos y racionalizarlos; pero también es posible que un adolescente que lleva a cabo comportamientos antisociales prefiera buscar amigos con un perfil similar –algo que sucede en todos los dominios de la vida: quien gusta del deporte, por ejemplo, suele buscar o encontrar amigos deportistas– o sea rechazado por los adolescentes convencionales y deba conformarse con amigos desviados. Al mismo tiempo es posible que existan terceras variables –el fracaso escolar, la falta de supervisión parental, el barrio en el que se vive– que causan ambos fenómenos.
La criminología se ha interesado no sólo en la presencia de amigos desviados sino, de manera más general, en la de pares desviados. Todos los compañeros de grado y los adolescentes de la misma edad del barrio son pares, pero sólo algunos de ellos son amigos entre sí. Algunos de estos grupos forman bandas juveniles (youth street gangs), y estas últimas han sido con frecuencia estudiadas. Sin embargo, al hablar de bandas, conviene dejar de lado el concepto de causalidad. En efecto, como veremos enseguida, las definiciones de bandas suelen exigir que éstas hayan cometido delitos para considerarlas como tales. Se incurriría así en una tautología si se exigiera que un grupo cometa delitos para considerarlo una banda y luego se sostuviera que los delitos se cometen porque el adolescente forma parte de una banda.
Uno de los grupos de trabajo de la Sociedad Europea de Criminología (European Society of Criminology) es el Eurogang Network, que ha definido una banda como «un grupo durable de jóvenes que pasa mucho tiempo en las calles y cuya implicación en la delincuencia forma parte de su identidad de grupo». Se considera que hacen falta al menos tres miembros para hablar de un grupo y que deben haber pasado al menos tres meses juntos para que el grupo pueda ser considerado durable.
El grupo Eurogang ha realizado numerosas investigaciones empíricas, cuyos principales resultados fueron resumidos por Klein, Weerman y Thornberry (2006). Estos últimos constatan que las bandas callejeras europeas están compuestas principalmente por minorías étnicas o nacionales, que su desarrollo es relativamente reciente y aún aquellos que existen desde hace 10 o 15 años, aún no se han estabilizado. Al mismo tiempo, los miembros de esas bandas tienen tasas más elevadas de comportamientos violentos –y se implican en formas más graves de violencia– que quienes no son miembros de una banda. En particular, la relación entre los comportamientos violentos y la pertenencia a una banda es más robusta para los delitos violentos más graves. En este contexto, el comportamiento violento típico de los miembros de bandas europeas son las peleas. Comparadas a las bandas estadounidenses, las europeas presentan tasas más bajas de violencia, lo que podría deberse a su desarrollo reciente, a la restringida presencia de armas de fuego y al hecho de que los grupos europeos dan menos importancia a la defensa del territorio que ocupa la banda.

6. La teoría general de la delincuencia juvenil de Agnew

Robert Agnew (2009) ha propuesto una teoría general de la delincuencia que toma en consideración los resultados empíricos de las investigaciones disponibles y las principales teorías criminológicas, combinándolos en un conjunto de hipótesis coherentes.
El objetivo principal de esta teoría es explicar por qué ciertos adolescentes tienen más probabilidades que otros de implicarse en la delincuencia. Subsidiariamente, la teoría intenta explicar las características de la delincuencia a lo largo de la vida de una persona (explicación de micro-nivel) así como la diferente implicación en la delincuencia de diversos grupos sociales (explicación de macro-nivel). La teoría de Agnew (2009) utiliza cuatro factores explicativos:
Cada factor corresponde a uno de los grandes aspectos de la vida de los adolescentes:
Además cada factor contribuye a aumentar el riesgo de implicarse en la delincuencia por razones que son explicadas por las grandes teorías criminológicas presentadas en este capítulo.
  1. En primer lugar, las personas irascibles y con un bajo nivel de autocontrol tienen más probabilidades de implicarse en la delincuencia no sólo por las razones expuestas por la teoría del autocontrol, sino también porque viven con frecuencia situaciones de estrés (teoría de la tensión), suelen buscar recompensas a corto plazo y sensaciones fuertes (teoría del aprendizaje) y son más fácilmente etiquetadas como problemáticas (teoría del etiquetamiento). Este estilo de vida aumenta también las ocasiones que se les presentan de cometer delitos (teorías situacionales).
  2. En segundo lugar, la educación familiar deficiente hace referencia a la utilización, por parte de los padres, de técnicas inadecuadas para educar a sus hijos. Estas incluyen principalmente el rechazo o la negligencia hacia los niños, un vínculo débil o conflictual entre padres e hijos, y la ausencia de aplicación de una cierta disciplina y vigilancia. Una educación familiar deficiente de estas características genera tensión, implica poco control directo (lo que aumenta las probabilidades de encontrar ocasiones para cometer delitos) y pocas cosas que perder en caso de que el adolescente cometa delitos (la relación con los padres ya es mala antes de que el adolescente cometa el delito), puede favorecer el aprendizaje de la violencia en el hogar (cuando los padres desconocen las técnicas básicas para la resolución de conflictos de manera pacífica), y aumenta el riesgo de rechazo por parte de otros adolescentes convencionales (teoría del etiquetamiento).
  3. En tercer lugar, las experiencias escolares negativas, como abandonar la escuela, repetir un año escolar, tener calificaciones bajas o llevarse mal con maestros y profesores, aumenta también las probabilidades de implicarse en la delincuencia por las razones que hemos visto en la sección 5.3 (La escuela).
  4. En cuarto y último lugar, el hecho de frecuentar pares delincuentes aumenta también las probabilidades de implicarse en la delincuencia por las razones que hemos visto en la sección 5.5 (Los amigos).
Agnew (2009) considera también que estos factores suelen interactuar entre ellos y que cada uno de ellos influencia o condiciona el efecto de los otros factores sobre la delincuencia. Con respecto a la interacción, es decir a los efectos recíprocos entre factores –que constituyen una forma de causalidad circular, en la que no puede establecerse con claridad qué factor actúa como causa y qué factor actúa como consecuencia– puede citarse como ejemplo que una educación familiar deficiente puede hacer que el niño desarrolle un nivel bajo de autocontrol y que este, a su vez, puede dificultar aún más la educación en el seno de la familia. Lo mismo puede decirse de la interacción entre bajo autocontrol y experiencias escolares negativas. Estás últimas también pueden llevar al adolescente a asociarse con amigos desviados, y a su vez la presencia de estos causará con frecuencia una baja del rendimiento escolar.
Al afirmar que cada factor influencia o condiciona el efecto de los otros factores sobre la delincuencia, Agnew cita como ejemplo que la educación familiar deficiente tiene mayor impacto negativo entre los adolescentes que tienen amigos delincuentes. Esto significa que el impacto de cada factor será mayor cuando también esté presente otro u otros de los cuatro factores causales de la delincuencia.
Agnew señala también que la delincuencia es tratada generalmente por las teorías como variable dependiente (el efecto de ciertas causas), pero que, en determinados casos, también se la puede considerar como variable independiente (es decir como la causa de otras variables). En este sentido señala que con frecuencia la delincuencia tiene un efecto sobre los otros factores y que la delincuencia previa aumenta la probabilidad de delincuencia posterior. Con respecto a la influencia de la delincuencia sobre los otros factores, señala que la delincuencia afecta las relaciones con los padres y los resultados académicos y aumenta el riesgo de tener amigos delincuentes, y que estos efectos serán más importantes cuando el adolescente que comete el delito es etiquetado como delincuente y, en consecuencia, es tratado de mala manera por las personas e instituciones convencionales. Por otro lado, la afirmación de que la delincuencia previa aumenta la probabilidad de delincuencia posterior se explica porque, en general, la delincuencia no es detectada ni sancionada y aporta beneficios a corto plazo. Al mismo tiempo la delincuencia puede también afectar a los cuatro factores centrales de la teoría (empeorando las relaciones con los padres y los resultados académicos, fomentando la asociación con pares delincuentes y el desarrollo de un nivel de autocontrol bajo, orientado hacia la satisfacción inmediata de los deseos). Es decir que los cuatro factores pueden provocar la delincuencia, y ésta a su vez puede reforzarlos, generando así, una vez que el adolescente ha comenzado a implicarse en la delincuencia, una situación de causalidad recíproca que favorece el mantenimiento de la conducta delictiva.
Agnew (2009) se pregunta también por qué algunos individuos son más susceptibles que otros de presentar los cuatro factores, y responde que esto se debe a factores biológicos y medioambientales. Entre los factores biológicos incluye los efectos nefastos sobre el desarrollo cerebral que pueden provocar ciertas complicaciones durante el parto así como el hecho de que la madre sea alcohólica, toxicómana o desnutrida durante el embarazo. Menciona también las lesiones cerebrales, la exposición a sustancias tóxicas (como el plomo) y una alimentación deficiente durante los primeros años de vida, que afectan también el funcionamiento del cerebro. Entre los factores medioambientales señala las consecuencias indirectas de pertenecer a una familia con un estatus socioeconómico bajo, lo que puede hacer que el niño crezca en un barrio desfavorecido, asista a escuelas que no proporcionan una buena educación, y esté más expuesto a asociarse con pares delincuentes. En consecuencia, las personas más expuestas resultan ser los varones adolescentes que viven en barrios desfavorecidos, cuyos padres les proporcionan una educación familiar deficiente, que atraviesan dificultades escolares y que tienen amigos delincuentes.
Con respecto a la explicación de la delincuencia a lo largo de la vida de una persona que propone esta teoría (que constituye la primera de las explicaciones subsidiarias indicadas al comienzo de esta sección), Agnew considera que, en cuanto concierne la delincuencia limitada a la adolescencia, debe tomarse en consideración que los cambios sociales y biológicos asociados a la delincuencia afectan a los cuatro factores de la teoría. Esto explicaría entonces el aumento general de la delincuencia durante este período. Con respecto a la delincuencia persistente durante toda la vida, considera que un grupo reducido de personas desarrolla muy rápidamente rasgos negativos de personalidad (especialmente la irascibilidad y el autocontrol) y está expuesto desde muy temprana edad a una enseñanza familiar deficiente. Luego estos rasgos de personalidad se estabilizan y tienen consecuencias en otros aspectos de la vida (el fracaso escolar, la preferencia por amigos delincuentes, etc.). También los efectos de una educación deficiente se hacen sentir a lo largo de toda la vida.
Finalmente, con respecto a la diferente implicación en la delincuencia de diversos grupos sociales, Agnew (2009) sostiene que los miembros de ciertos grupos tienen más probabilidades de puntuar alto en los cuatro factores. Esto quiere decir que, al comparar diferentes grupos, deberíamos encontrar diferencias en las puntuaciones que obtienen en las escalas utilizadas para operacionalizar los cuatro factores. Estas diferentes puntuaciones explicarían luego la implicación diferencial en la delincuencia de esos grupos. Aquellos que presenten las puntuaciones más elevadas (en el sentido de negativas) en los cuatro factores, deberían también presentar las tasas más elevadas de delincuencia. Agnew admite también que además de los cuatro factores de su teoría, otras características de ciertos grupos pueden tener una influencia sobre la delincuencia de dichos grupos. Por ejemplo, el hecho de que los vecinos de un barrio ejerzan poco control directo sobre las actividades de los adolescentes de dicho barrio puede hacer aumentar las tasas de delincuencia de dicho barrio.
Como vemos, la teoría de Agnew propone una explicación coherente de la delincuencia. Se la puede calificar de teoría integrada (en el sentido de que combina diferentes teorías) y no cabe duda de que respeta del requisito de consistencia lógica que se exige a toda teoría. Se trata de un caso típico de grounded theory, es decir de teoría elaborada a partir de datos empíricos. Esto no ha impedido, sin embargo, que comience a ser testada con nuevos datos empíricos. En efecto, la crítica que suele hacerse a las explicaciones ex post facto, es decir a las explicaciones que se elaboran con posterioridad a los hechos, es que no pueden ser refutadas (falsadas) porque los hechos ya se han producido. Esto sucede con frecuencia en el terreno de la historia, donde nos encontramos con explicaciones contemporáneas sobre hechos antiguos. Estas explicaciones cuentan con la ventaja de conocer de antemano la manera en que se produjeron exactamente esos hechos, una información de la que evidentemente no disponían las personas que los vivieron. De la misma manera, en la vida cotidiana, resulta relativamente fácil identificar los errores cometidos en el pasado. Este problema no se presenta con las teorías criminológicas aplicadas a la delincuencia juvenil, que pueden ser testadas cada vez que se recogen nuevos datos empíricos.

7. La prevención de la delincuencia juvenil

Las investigaciones que se ocupan de la prevención de la delincuencia juvenil suelen distinguir entre la prevención primaria, secundaria y terciaria. La prevención primaria corresponde a las intervenciones dirigidas al conjunto de la población adolescente. Podría tratarse, por ejemplo, de una campaña nacional de prevención del consumo de drogas basada en spots publicitarios en la televisión. La prevención secundaria corresponde a las intervenciones dirigidas a grupos de adolescentes que se encuentran en situación de riesgo. Por ejemplo, si se observa que la prevalencia del consumo de droga es más elevada entre los adolescentes que viven en determinados barrios de la ciudad, pueden plantearse intervenciones que se concentren en estos barrios en particular. Finalmente, la prevención terciaria se dirige a aquellos adolescentes que ya se encuentran implicados en el fenómeno que se intenta controlar. Se la puede comparar a las intervenciones que buscan evitar la reincidencia. Podría tratarse, por ejemplo, de un programa destinado a adolescentes toxicómanos.
Los programas de prevención de la delincuencia juvenil son tan numerosos que una revisión sistemática de todos ellos resulta imposible. Además, la gran mayoría de los programas de prevención aplicados en Europa continental no han sido objeto de evaluaciones científicas rigurosas. Con frecuencia, un programa se pone en marcha con las mejores intenciones, pero la falta de evaluaciones impide saber si ha sido eficaz –y en qué medida– si ha resultado inocuo, o incluso si ha tenido efectos contraproducentes. De este modo, cuando se produce un cambio de política criminal y se impulsa un cambio de programa, los responsables del antiguo programa carecen de argumentos científicos para defenderlo, aunque estén íntimamente convencidos de que ha sido eficaz.
Las evaluaciones científicas de programas de prevención de la delincuencia juvenil provienen en general de países anglosajones y en ellas nos basaremos en esta sección, que intenta presentar algunos de los programas que han demostrado su eficacia[13]. En esta perspectiva, es posible clasificar los programas existentes en función de los factores de riesgo que hemos presentado en este capítulo. Así encontramos programas orientados a la familia, a la escuela, al barrio –que toman en consideración el grupo de pares– y programas multifactoriales. En los próximos párrafos indicaremos brevemente, para cada tipo de orientación, las clases de intervenciones previstas y destacaremos uno o dos programas que han demostrado su eficacia, señalando los sitios en que es posible obtener información más detallada.
Con respecto a la prevención orientada a la familia, existen programas que pueden aplicarse antes del nacimiento, programas destinados a formar a los padres, y terapias familiares. Por ejemplo, el programa Nurse-Family Partnership, que consiste en enviar asistentes sociales a visitar, ayudar y asesorar a mujeres embarazadas que se encuentran en situaciones socioeconómicas difíciles, ha dado resultados muy positivos (www.nursefamilypartnership.org/Espanol).
En el marco de la prevención orientada a la escuela existen cursos que promueven el desarrollo de las competencias sociales en los niños y adolescentes, así como programas focalizados en la prevención de ciertos comportamientos como el acoso escolar. Un programa que ha demostrado su eficacia es el Perry Preschool Project, que se dirige a niños que tienen entre 3 y 4 años de edad y manifiestan problemas de aprendizaje. El programa dura dos años con clases de 2 horas y media por día, todos los días de la semana, durante 7 meses por año. Además, los maestros visitan el hogar de los niños cada semana (www.highscope.org/perrypreschoolstudy).
Entre los programas orientados a la prevención en los barrios podemos destacar el programa Comunidades que se preocupan (Communities that care) que intenta reforzar los factores de protección que podrían evitar que un adolescente se implique en la delincuencia. El programa se desarrolla en cinco fases: comenzar, organizarse, crear un perfil, crear un plan, e implementar y evaluar (http://www.communitiesthatcare.net).
Entre los programas multifactoriales, señalemos el programa Hermanos mayores/Hermanas mayores (Big Brothers/Big Sisters) que se dirige a niños y adolescentes de familias monoparentales, proponiéndoles un mentor que pasa con ellos entre 3 y 5 horas por semana (http://www.bbbs.org). También cabe destacar la Terapia multisistémica de Hengeller, que se dirige a adolescentes de entre 12 y 17 años y propone intervenciones individuales y familiares, ocupándose de la relación del joven con sus padres y de la promoción de sus competencias sociales (http://www.mstservices.com).

Resumen

En este capítulo hemos estudiado los comportamientos antisociales cometidos por menores de edad. En particular, hemos visto que, durante la adolescencia, la comisión de delitos aumenta hasta los 16 o 17 años y disminuye a partir de ese momento. También hemos constatado que las investigaciones longitudinales señalan la presencia, desde la niñez a la edad adulta, de un reducido grupo de personas (entre 4 y 8 % de la población) que pueden llegar a ser responsables de la mitad de los delitos cometidos.
Las principales teorías criminológicas señalan que la implicación en la delincuencia puede deberse en todo o en parte a la exposición a situaciones de tensión, a la falta de control o de autocontrol, al hecho de estar rodeado de pares desviados que permiten aprender o racionalizar la delincuencia, al hecho de haber sido etiquetado por el sistema de justicia penal, o al de encontrarse con más frecuencia con ocasiones propicias para cometer un delito.
Nos hemos concentrado luego en los factores de riesgo y de protección, señalando que una dinámica familiar conflictiva, el fracaso escolar, el hecho de vivir en un barrio desfavorecido, de tener amigos desviados o de pertenecer a una banda, aumenta la probabilidad de cometer delitos. En cambio, esta probabilidad disminuye cuando la dinámica familiar es armoniosa, los resultados escolares son buenos, el barrio no está degradado y los amigos son convencionales.
A continuación hemos presentado una teoría general de la delincuencia juvenil que combina las teorías precitadas con los principales resultados de las investigaciones empíricas sobre los factores de riesgo y propone una definición coherente (aunque no definitiva) de la delincuencia.
Finalmente, nos hemos ocupado brevemente de los programas de prevención de la delincuencia, indicando sus diferentes orientaciones y dando ejemplos de algunos programas eficaces.

Glosario

aprendizaje vicario m Aprendizaje que se realiza por imitación, es decir, en el que la persona observa y esta observación activa procesos cognitivos que le permiten comprender la manera de llevar a cabo el comportamiento. El aprendizaje vicario se opone al aprendizaje activo, en el que la persona actúa.
autocontrol m Forma de control interno (los propios impulsos y reacciones) que consiste en la capacidad de resistir a los deseos inmediatos.
cognitivo m Aquello que pertenece o que está relacionado al conocimiento, entendido este como el cúmulo de información que se dispone gracias a un proceso de aprendizaje o a la experiencia. En el ámbito de la psicología, la psicología cognitiva se encarga del estudio de los mecanismos que están involucrados en la creación de conocimiento, desde los más simples hasta los más complejos.
conflicto social m Aquellos conflictos que transcienden lo individual y proceden de la propia estructura de la sociedad. Este proceso se inicia cuando una parte de la sociedad percibe que la otra parte ha afectado o amenaza con afectar de manera negativa alguno de sus intereses. El conflicto social es fruto de la convivencia social.
contravenciones estatutarias (status offences) f En este contexto, se trata de comportamientos que solo pueden ser considerados como antisociales porque son realizados por menores, es decir que están vinculados al estatuto, a la condición, de menor de edad.
delincuencia juvenil f Conjunto de los comportamientos antisociales realizados por menores de edad.
determinismo m Teoría que supone que la evolución de los fenómenos naturales está completamente determinada por las condiciones iniciales. A nivel individual, el determinismo sostiene que el comportamiento humano está condicionado íntegramente por la educación que recibe, el ambiente y la sociedad en la que vive.
dinámica familiar f Manejo de interacciones y relaciones de los miembros de la familia que estructuran una determinada organización al grupo, estableciendo para el funcionamiento de la vida en familia normas que regulen el desempeño de tareas, funciones y roles de cada uno de los miembros.
estructura familiar f Conjunto invisible de demandas funcionales que organizan los modos en que interactúan los miembros de una familia, y que indican a los miembros como deben funcional.
familia disociada f Familia en la que los progenitores están separados o divorciados, o bien, al menos, uno de los progenitores ha fallecido. Esto decir, se trata de familias en la que, al menos uno de los progenitores biológicos, está ausente.
Grounded theory f Teoría elaborada a partir de datos empíricos.
ISRD-2 f Segunda Encuesta Internacional de Delincuencia Autorrevelada (denominada también encuesta de autoinforme) llevada a cabo en 2006. En este tipo de encuestas se solicita a los adolescentes que confiesen los delitos que ha cometido durante un cierto lapso de tiempo.
libre arbitrio m Según algunas doctrinas filosóficas, creencia en que el ser humano tiene el poder, mediante la reflexión, de elegir y tomar sus propias decisiones.
pares m pl Grupo de iguales que proporcionan el contexto en el que se aprenden las habilidades socioemocionales (habilidades sociales relacionadas). Este concepto constituye una categoría más amplia que la de amigo, puesto que engloban a todos los adolescentes que rodean al adolescente estudiado.
programas de refuerzo m pl Proceso del aprendizaje que describe el modo en el que los individuos encadenan las consecuencias con los comportamientos llevados a cabo. Existe los programas de refuerzo continuo, en el que la consecuencia se produce cada vez que se realiza la acción, y los programas de refuerzo intermitente, en los que la consecuencia se produce sólo algunas veces. El aprendizaje de la delincuencia funciona generalmente con programas de refuerzo intermitente.
socialización f La socialización es un proceso por el cual el individuo acoge los elementos socioculturales de su ambiente y los integra a su personalidad para adaptarse en la sociedad. En este contexto podríamos considerar la socialización como la asunción de la estructura social en la que un individuo nace, y aprende a diferenciar lo aceptable (positivo) de lo inaceptable (negativo) en su comportamiento. Dicho proceso es factible gracias a los agentes sociales, que se pueden identificar como la familia, la escuela, los iguales y los medios de comunicación.
tensión f A nivel individual, se refiere al estado anímico de excitación, impaciencia, esfuerzo o exaltación, que en determinadas circunstancias puede provocar frustración o cólera. En el lenguaje popular contemporáneo, la palabra utilizada como sinónimo de tensión suele ser estrés.

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