Capítulo I
Delincuencia juvenil
Marcelo F. Aebi
Introducción
El objeto de estudio de este capítulo son los comportamientos antisociales realizados
por menores de edad. Algunos de esos comportamientos constituyen delitos, y la mayoría
de ellos son realizados por adolescentes.
En la primera parte del capítulo nos ocuparemos de definir la delincuencia juvenil, de indicar de qué manera se puede medir este fenómeno, y de los resultados de las investigaciones empíricas recientes sobre su amplitud.
En la segunda parte presentaremos la manera en que las principales teorías criminológicas han intentado explicar la delincuencia juvenil. Nos familiarizaremos así con la teoría
de la tensión, la del aprendizaje social, la del control y la del etiquetamiento,
así como con las teorías del curso de vida –una de cuyas vertientes se ocupa del desarrollo
de la violencia desde los primeros años de vida y no sólo durante la adolescencia,
como lo hacen la mayoría de teorías criminológicas– y las teorías situacionales.
En la tercera parte estudiaremos el funcionamiento de cuatro factores que están vinculados
con la implicación de los adolescentes en la delincuencia. Estos actúan como factores de riesgo cuando aumentan las probabilidades de que un adolescente se implique en la delincuencia,
o como factores de protección cuando las disminuyen. Los factores estudiados son la familia, la escuela, el barrio
y los amigos. Además analizaremos de qué manera las teorías presentadas precedentemente
explican la correlación entre cada uno de estos factores y la delincuencia. El propósito
es desarrollar una estructura de razonamiento que permita abordar hipótesis específicas –como la correlación entre el fracaso escolar y la implicación en la
delincuencia– desde una perspectiva holística que se apoye en las grandes teorías criminológicas. En un mundo saturado de tertulianos que se pronuncian alegremente,
y en muchos casos sin conocimiento de causa, sobre cualquier tema de actualidad, las
criminólogas y los criminólogos podemos marcar la diferencia entre el saber popular
y el científico al utilizar las teorías, testadas empíricamente, como punto de partida
de nuestras reflexiones.
En la cuarta parte presentaremos una teoría general de la delincuencia juvenil que combina en gran parte las teorías estudiadas precedentemente y los resultados
de las principales investigaciones empíricas. Además mencionaremos los programas de
prevención de la delincuencia juvenil que han demostrado ser eficaces.
Por razones evidentes de espacio, resultaría imposible presentar el conjunto de las
características, teorías, factores de riesgo e investigaciones sobre la delincuencia
juvenil en un solo capítulo. En consecuencia, este capítulo debe ser considerado como
una introducción general al estudio de ese fenómeno.
Aprovecho este prólogo para agradecer los comentarios y sugestiones de Antonia Linde
y Claudia Campistol sobre este capítulo y sobre el capítulo Inmigración y Delincuencia, así como la paciencia de Mélanie Aebi y de la editora Cecilia Lacueva, y el apoyo
de Nina Martinovic.
1. Definiciones
La expresión
delincuencia juvenil se popularizó en castellano bajo la influencia de las innumerables publicaciones
en inglés que hacen referencia al concepto de
juvenile delinquency; pero, ¿a qué nos referimos cuando hablamos de delincuencia juvenil? Para responder
a esa pregunta resulta apropiado estudiar cada vocablo de la expresión por
separado[].
En castellano, el término delincuencia tiene la misma raíz que delito, que es la palabra utilizada para describir una infracción penal. Lo mismo sucede
en otros idiomas derivados del latín como el catalán (delinqüència / delicte), el francés (délinquance / délit, el italiano (delinquenza / delitto) o el portugués (delinquência / delito). En consecuencia, el término delincuencia hace pensar inmediatamente en los comportamientos prohibidos por la ley penal.
En cambio, en inglés, el Webster’s New Universal Unabridged Dictionary define delinquency como wrongful, illegal, or antisocial behavior (comportamiento inicuo –es decir, malvado o injusto–, ilegal o antisocial). Esto significa que el término delinquency es mucho más amplio que el castellano delincuencia, puesto que recubre todo tipo de comportamientos antisociales –es decir, contrarios
al orden social aceptado por la mayoría de la población–, aunque estos no constituyan
infracciones penales. En inglés, el término equivalente a delito es offence.
Sin embargo, el vocablo delinquency es sistemáticamente traducido de manera literal como delincuencia, generando así un riesgo de confusión entre los lectores. La importancia de dicho
riesgo no debe ser subestimada, en la medida en que la inmensa mayoría del conocimiento
criminológico de carácter científico proviene de textos publicados en inglés.
Por otro lado, en castellano, el término juvenil hace referencia a la juventud, que el Diccionario de la Real Academia Española (DRAE) define como la «edad que se sitúa entre la infancia y la edad adulta». Se
trata de una definición que no establece límites precisos de edad, lo que genera una
cierta ambigüedad, acrecentada en la práctica por la tendencia a calificar de jóvenes
a personas bien entradas en la treintena.
En inglés, el término
juvenile tiene también este sentido relativamente vago; pero, en el lenguaje jurídico,
juvenile es sinónimo de
menor de edad. Esto quiere decir que los textos y las investigaciones anglosajonas que se refieren
a la
delincuencia juvenil tratan de los
comportamientos antisociales realizados por menores de edad. Por regla general, en los países occidentales la mayoría de edad penal se alcanza
a los 18 años. Sin embargo, todos los países reconocen una responsabilidad limitada
de los menores a partir de ciertas edades, y muchos consideran que la responsabilidad
también es limitada durante los primeros años de la edad adulta. Es interesante observar
que todas estas categorías se inspiran de las que preveía el derecho romano, que distinguía
un período de irresponsabilidad absoluta hasta los 7 años y una responsabilidad progresiva
a partir de esa edad, que se ampliaba a los 10, 14 y 18 años, y llegaba a la plenitud
a los
25[]. Así en 2016, en España, la responsabilidad penal del menor se aplica a los mayores
de 14 y menores de 18 años, con penas que se vuelven más severas a partir de los 16.
Antes de los 14 sólo se pueden aplicar normas del Código Civil, y ya no es posible
aplicar la ley penal del menor a los jóvenes adultos (de 18 hasta 21 años). En cambio
en Suiza, la responsabilidad penal del menor comienza a los 10 años, aunque sólo se
pueden aplicar penas privativas de libertad a partir de los 15, y existen medidas
penales y establecimientos de detención específicos para los jóvenes adultos (de 18
hasta 25 años). Estas diferencias, así como la constante evolución de las leyes que
regulan la responsabilidad de los menores de edad, pueden generar confusión en los
lectores. Por este motivo les sugerimos que al consultar la bibliografía referente
a la delincuencia juvenil consideren que las nociones de menores, adolescentes, jóvenes,
niños, muchachos (y otras similares) son utilizadas prácticamente como sinónimos por
los autores.
Al mismo tiempo, debido a la gran influencia que han tenido las publicaciones anglosajonas
sobre el desarrollo de la criminología a escala internacional, la expresión delincuencia juvenil es también utilizada en el sentido amplio que acabamos de explicar en casi todos
los textos disponibles en idiomas de raíz latina. Es también en ese sentido que será
utilizada en este capítulo. Esto significa que, cada vez que hagamos referencia a
la delincuencia juvenil, los lectores deberán tener presente que sólo una parte de
los comportamientos antisociales constituyen delitos y que los autores de esos comportamientos
son mayoritariamente adolescentes.
En este sentido, las investigaciones empíricas estadounidenses contienen mucha información
sobre las denominadas status offences, una categoría de comportamientos que literalmente podría ser traducida como delitos
de estatus, pero que preferimos traducir como contravenciones estatutarias puesto que no son infracciones penales. Se trata de comportamientos que solo pueden
ser considerados como antisociales porque son realizados por menores, lo que significa
que están vinculados al estatuto (es decir a la condición) de menor de edad. Los ejemplos típicos son fugarse del hogar familiar (runaway), faltar a la escuela (truancy), no obedecer a los padres (incorrigibility), beber alcohol, no respetar la hora a partir de la cual los menores tienen prohibido
estar solos en la calle, o mantener relaciones sexuales.
Cabe señalar que en Europa algunos de estos comportamientos no sólo no son antisociales
sino que, bajo determinadas circunstancias, son legales. Por ejemplo, la legislación
de varios países europeos permite comprar y beber vino y cerveza a partir de los 16
años. En cambio, en Estados Unidos, la edad legal para comprar alcohol es 21 años.
En particular, en muchos estados de los Estados Unidos de América, las contravenciones
estatutarias están previstas en leyes u ordenanzas locales, y un menor que infrinja
dichas disposiciones puede verse obligado a comparecer ante un juez de menores. Este
no es el caso en Europa Occidental. Sin embargo, la mayoría de dichas contravenciones
pueden calificarse como comportamientos problemáticos, y la investigación ha demostrado que algunos de ellos pueden ser buenos predictores
de la delincuencia durante la edad adulta. Por ese motivo resultan relevantes para
la criminología.
Como conclusión, recordemos una vez más que la mayoría de cuanto será dicho en este
capítulo sobre la delincuencia juvenil se refiere a comportamientos realizados por
adolescentes, en particular entre las edades de 12 y 17 años. La adolescencia es una
edad marcada por una serie de cambios biológicos y sociales que analizaremos en detalle
en la sección 4.6 dedicada a las teorías del curso de vida.
2. ¿Cómo medir la delincuencia juvenil?
La delincuencia juvenil, como la delincuencia en general, puede ser medida utilizando
diferentes indicadores, entre los que destacan los llamados indicadores oficiales
de la delincuencia –estadísticas policiales, judiciales y penitenciarias– y las encuestas
de autoinforme. Sin embargo, ninguno de estos instrumentos proporciona una medida
exacta de la delincuencia.
Con respecto a los indicadores oficiales de la delincuencia, señalemos que con frecuencia
los menores no aparecen en algunas de estas estadísticas. Por ejemplo, en España,
el Anuario Estadístico del Ministerio del Interior contenía, hasta 2006, un apartado
en el que se indicaba el porcentaje de menores incluidos en las estadísticas de las
Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado (es decir en las estadísticas policiales), pero esta información fue suprimida a partir de 2007. Junto con ella también se
suprimió mucha de la información que se publicaba hasta ese momento, al punto que,
hacía 2010, se podía hablar de una desaparición de las estadísticas policiales españolas (Aebi y Linde, 2010). Aunque posteriormente comenzaron a publicarse más datos, la
información disponible sigue siendo limitada.
En cuanto a las
estadísticas judiciales, en el sitio web del Instituto Nacional de Estadísticas (
www.ine.es), la sección «Estadística de condenados: Menores» proporciona algunos datos. Así,
es posible conocer la cantidad de menores condenados según el sexo, la edad, la nacionalidad,
el número de infracciones penales y el número de medidas adoptadas. También es posible
identificar las infracciones penales y las medidas adoptadas según el sexo, la edad
y la nacionalidad de los menores condenados.
En cambio, los menores institucionalizados no aparecen en las estadísticas penitenciarias porque no se encuentran bajo la jurisdicción de la Administración penitenciaria.
En este sentido, consideramos que la elaboración de una estadística específica sobre
los menores privados de libertad debe considerarse como una prioridad.
Recordemos, sin embargo, que las estadísticas oficiales solo nos proporcionan información
sobre la delincuencia que llega a conocimiento del sistema de justicia penal, dejando
de lado todos los delitos que no son descubiertos (la
cifra negra de la delincuencia). Además presentan numerosos problemas de validez y fiabilidad,
que no desarrollaremos aquí debido a la poca información disponible en España a este
respecto y a que la casi totalidad de los datos empíricos que presentaremos en este
capítulo no provienen de dichas
estadísticas[]. En efecto, para superar las limitaciones de las estadísticas oficiales, los criminólogos
desarrollaron las
encuestas de autoinforme, y la mayoría de las investigaciones empíricas contemporáneas utilizan este tipo
de encuesta para recoger información.
Por encuesta de autoinforme entendemos un conjunto de preguntas, dirigidas a una muestra
representativa de la población estudiada, cuyo objeto es identificar los comportamientos
antisociales en que los integrantes de la muestra estuvieron implicados. Puesto que
uno de los objetivos de la criminología es explicar dichos comportamientos, se utiliza
un cuestionario que contiene también otras preguntas sobre el estilo de vida de la
persona encuestada y sus características sociodemográficas.
En inglés, a estas encuestas se las denomina
self-reported delinquency study, y a menudo se utiliza la abreviatura SRD. En cambio, la terminología castellana
para referirse a este tipo de encuestas no ha sido aún uniformizada. En este capítulo,
utilizaremos la expresión
encuesta de autoinforme, que parece haberse impuesto en
castellano[].
La encuesta de autoinforme fue utilizada por primera vez en Estados Unidos en los
años cuarenta y se transformó rápidamente en un indicador muy apreciado por la criminología
anglosajona. De manera simplificada, el método consiste en formular al encuestado
una serie de preguntas –oralmente, por escrito o a través de un ordenador– sobre sus
actividades antisociales. En consecuencia, la validez de la encuesta depende en gran
parte del cuestionario utilizado. Ahora bien, no todas las investigaciones utilizan
el mismo cuestionario. Con frecuencia, los investigadores que se sirven de este instrumento
intentan mejorar el cuestionario agregando, modificando o suprimiendo preguntas. Por
este motivo, las conclusiones sobre la validez de una encuesta no son fácilmente generalizables.
Sin embargo, varios estudios han investigado con sumo detalle la validez de las encuestas
de autoinforme y han señalado sus principales defectos, que resumimos a
continuación[].
-
En primer lugar, las encuestas de autoinforme han producido resultados válidos con
muestras compuestas por adolescentes, pero éste no ha sido el caso con muestras de
adultos, en particular si estos han tenido contactos con la policía. Las únicas excepciones
a esta tendencia provienen de contextos muy particulares, por ejemplo cuando la encuesta
se lleva a cabo en una prisión o con una muestra de toxicómanos que saben que los
investigadores controlarán también sus antecedentes policiales. Tanto para los adultos
como para los estudiantes universitarios, los problemas de validez parecen estar relacionados
con el concepto de deseabilidad social (social desirability), que llevaría a las personas relativamente bien integradas en la sociedad a presentarse
como individuos respetuosos de la ley. La delincuencia es un comportamiento contrario
a las normas de la vida en sociedad, de manera que estos grupos de personas son particularmente
reticentes a confesar sus delitos, puesto que tendrían mucho que perder si se supiera
que se los puede calificar de delincuentes.
-
En segundo lugar, existe una cierta confusión entre los conceptos de prevalencia y de incidencia de la delincuencia, de manera que a veces no se sabe a ciencia cierta cuál de estos
dos índices de la delincuencia se está midiendo. Esta confusión se agrava en aquellos
casos en que los periodos de referencia para medir estos conceptos no han sido establecidos
claramente. Así, las encuestas que indican que la mayor parte de los encuestados han
cometido algún delito suelen referirse a la «prevalencia vida» (que corresponde a
preguntas del tipo «¿alguna vez se ha quedado usted con algo que no le pertenecía?»)
mientras que el porcentaje desciende rápidamente cuando se estudia la prevalencia
durante el último año y los resultados son completamente diferentes cuando se estudia
la cantidad (incidencia) de delitos cometidos por cada persona. Señalemos a este respecto
que los problemas de incidencia son particularmente importantes cuando la muestra
está compuesta por personas muy implicadas en la delincuencia. En efecto, cuando un
comportamiento llega a ser un hábito, es difícil para su autor establecer la frecuencia
exacta del mismo. Un fumador por ejemplo, puede decir que fuma un paquete de cigarrillos
por día, pero difícilmente pueda recordar si el día anterior fumó precisamente 18,
20 o 22 pitillos.
-
En tercer lugar, se han señalado problemas relacionados con la localización de los
sucesos en el tiempo. En este contexto, se denomina confusión temporal al fenómeno que se produce cuando un individuo considera que un suceso se ha producido
durante el periodo de referencia de la encuesta cuando en realidad se ha producido
fuera de dicho período. Esto sucede, por ejemplo, cuando la encuesta se realiza en
2016 y se refiere a los delitos cometidos durante 2015, pero un encuestado indica
un hurto que cometió a fines de 2014.
-
En cuarto lugar, y con respecto al método de administración de la encuesta, el cuestionario
escrito plantea problemas cuando en la muestra se encuentran personas iletradas o analfabetas. En este caso, el investigador está obligado a excluir a estas personas
de sus análisis –procedimiento que reduce la representatividad de la muestra– o a
remplazar el cuestionario por una entrevista. El inconveniente es que los problemas
de iletrismo suelen descubrirse al controlar los cuestionarios ya respondidos o al
llevar a cabo los primeros análisis de datos, y en ese momento, si el cuestionario
fue respondido de manera anónima, es imposible volver a encontrar a la persona encuestada
para realizarle una entrevista. En esta perspectiva, la investigación señala que,
al menos con las muestras de adolescentes, el hecho de que se garantice el anonimato
a quienes responden al cuestionario parece tener poca influencia sobre la honestidad
de las respuestas obtenidas. También cabe agregar que, puesto que la mayoría de encuestas
se realizan actualmente con muestras de estudiantes, los casos de iletrismo no deberían
existir. Al mismo tiempo, el inconveniente de ese tipo de muestras es que los adolescentes
más implicados en comportamientos antisociales son aquellos que no acuden regularmente
al colegio o que abandonaron sus estudios.
-
En quinto lugar, la manera en que son formuladas las preguntas es de suma importancia.
En efecto, si las preguntas están redactadas de manera ambigua, las personas pueden revelar comportamientos que en realidad no corresponden al comportamiento
delictivo que se desea analizar. Por otro lado, cuando la formulación intenta banalizar un comportamiento grave –con el objeto de no intimidar al encuestado con una pregunta demasiado frontal–
se corre el riesgo de tener un número elevado de respuestas positivas de parte de
personas que, en realidad, no han cometido el delito en cuestión.
-
En sexto lugar, se ha hecho hincapié en un problema relacionado con la ambigüedad de algunas situaciones de la vida cotidiana. En efecto, un comportamiento puede ser interpretado de manera muy diferente por
sus actores y observadores, de manera que unos pueden considerarlo un delito y otros
no. Por ejemplo, se considera usted un delincuente por haber descargado una película
de internet, o haber copiado la canción en formato MP3 que le paso su mejor amiga?
Por este motivo, la fiabilidad de una encuesta de autoinforme es a veces discutible. Hindelang, Hirschi y Weis (1981)
dan dos ejemplos: el del adolescente que utiliza sin permiso el coche familiar para
dar una vuelta y el de las peleas en el colegio. En el primer caso, difícilmente se
podría hablar de hurto o robo de coche, y en el segundo –salvo raras excepciones–
es difícil considerar que pequeños ajustes de cuentas, relativamente habituales entre
varones adolescentes compañeros de colegio, constituyan un delito de lesiones corporales.
-
Finalmente, la mayoría de los investigadores suelen construir índices compuestos,
o escalas de delincuencia, en los que combinan algunos o todos los comportamientos incluidos
en la encuesta de autoinforme. El inconveniente que presentan estas escalas es que
con frecuencia contienen las ya mencionadas contravenciones estatutarias (p.ej., el
ausentismo escolar o las fugas) así como infracciones que podríamos calificar de triviales
(p.ej., colarse en los transportes públicos). La inclusión de estos comportamientos
implica que muchas veces las personas que estas escalas consideran como muy implicadas en la delincuencia no son más que adolescentes que tienen un estilo de vida ligeramente desviado. Técnicamente,
esto constituye un problema de validez aparente de la encuesta, puesto que aparentemente está midiendo la delincuencia, pero en realidad no lo hace (ver Aebi, 2008).
3. La extensión de la delincuencia juvenil
La mayoría de las investigaciones criminológicas sobre la delincuencia juvenil han
sido realizadas con muestras de adolescentes. En particular, es muy común que los
investigadores se desplacen a institutos de enseñanza secundaria y soliciten a los
estudiantes de diversas clases que respondan a una encuesta de autoinforme. Los resultados
de estas investigaciones empíricas señalan que la casi totalidad de los adolescentes
encuestados ya han estado implicados en algún tipo de comportamiento antisocial.
Así, con una definición amplia de delincuencia, que incluya las infracciones a la
propiedad intelectual (por ejemplo descargar de internet, de manera ilegal, archivos
de música, películas o series), la gran mayoría de adolescentes serían delincuentes.
Esto no es un problema de la generación actual, puesto que desde los años 1970, las
sucesivas generaciones de adolescentes han copiado música ilegalmente. Lo único que
ha cambiado es el soporte. En los 70 y hasta mediados de los 80 eran los casetes,
luego fueron los compact disc, y actualmente son los formatos MP3 o similares.
Sin embargo, la mayoría de los adolescentes no comete delitos graves, y la mayoría
tampoco comete una gran cantidad de delitos. En general, las investigaciones realizadas
con muestras de adolescentes muestran que los comportamientos antisociales aumentan
desde el inicio de la adolescencia (aproximadamente a los 12 años) hasta los 16 o
17 años, cuando llegan a su pico máximo, y luego empiezan a descender.
Finalmente, señalemos que las investigaciones longitudinales

que provienen esencialmente de países de lengua inglesa y utilizan como principal
indicador las encuestas de autoinforme

identifican también la presencia de un pequeño grupo, que representaría entre 4 y
8 % de los varones adolescentes, que suelen ser responsables de aproximadamente la
mitad de los delitos cometidos por el conjunto de los adolescentes
varones[]. Este reducido grupo continuaría cometiendo delitos durante la edad adulta y, según
investigaciones recientes que presentaremos en la sección sobre las teorías del curso
de vida, podría tratarse de un grupo que manifiesta comportamientos violentos durante
la niñez.
Cabe recordar aquí que el tipo de comportamientos realizados por los adolescentes
pertenece a lo que podríamos calificar de delincuencia común, es decir que corresponde a delitos contra la propiedad, delitos violentos y delitos
en materia de estupefacientes. Sin embargo, existen otros delitos tan importantes
como esos que no son abordados en este capítulo porque no son cometidos por menores.
Nos referimos, por ejemplo, a la delincuencia económica, la corrupción y la delincuencia
ecológica. Es importante recordar que este tipo de delitos, que suelen denominarse
de «cuello blanco» y que con frecuencia son prácticamente invisibles en las estadísticas
criminales, constituyen una parte muy importante de la delincuencia, generan pérdidas
económicas mucho más elevadas que las causadas por la delincuencia común, afectan
al conjunto de la población, y tienen un impacto negativo muy fuerte sobre la confianza
de los ciudadanos en sus instituciones.
A título de ejemplo de la extensión de la delincuencia juvenil en España, podemos
citar los resultados obtenidos con la muestra española de la Segunda Encuesta Internacional
de Delincuencia Autorrevelada (International Self-Reported Delinquency Study, ISRD-2) realizada en 2006 (Junger-Tas et al., 2010). Esta encuesta fue realizada con 4.152 menores escolarizados (de los cuales
el 49,2 % por ciento eran varones) con edades comprendidas entre los 12 y los 17 años.
Según el análisis de Rechea Alberola (2008: 12): «Un 98,8 % de los adolescentes encuestados
ha cometido algún acto antisocial o delictivo alguna vez en su vida y un 72,4 % lo
ha hecho en el último mes/año, fundamentalmente han usado ilegalmente el ordenador
y han consumido alcohol. A pesar de estas cifras las conductas que más alarman a la
sociedad no tienen un nivel tan alto de prevalencia; por ejemplo sólo un 22,1 % de
los jóvenes encuestados ha participado en una pelea alguna vez en su vida y el 8,1
% lo han hecho en el último año. El resto de conductas violentas y contra la propiedad
no superan una prevalencia del 5 %.»
4. Teorías criminológicas aplicadas a la delincuencia juvenil
4.1. Características de las teorías criminológicas
Una teoría es una propuesta de explicación de un fenómeno o de las causas de un fenómeno.
Una teoría está compuesta de un conjunto de hipótesis vinculadas de manera coherente
y destinadas a explicar el fenómeno en cuestión o sus causas. Por su parte, una hipótesis
es una proposición que postula que el resultado Y se producirá si las condiciones
X1, X2... Xn se realizan (Killias, Aebi y Kuhn, 2012). En este contexto cabe distinguir las hipótesis
deterministas de las hipótesis probabilistas.
-
Las hipótesis deterministas postulan que el resultado se producirá necesariamente cuando ciertas condiciones
estén presentes.
-
Las hipótesis probabilistas postulan que las probabilidades de que el resultado se produzca aumentan cuando ciertas
condiciones están presentes. La criminología utiliza este tipo de hipótesis y, en
consecuencia, sus teorías son también probabilistas.
Por ejemplo, las investigaciones disponibles sugieren que el hecho de que un adolescente
viva en un barrio desfavorecido aumenta las probabilidades de que cometa actos desviados.
Sin embargo, vivir en un barrio desfavorecido no es en ningún caso una condición necesaria
ni suficiente para cometer delitos. Lo mismo sucede al echar a cara o cruz una moneda
puesto que, a pesar de que las posibilidades de obtener una u otra son 50 y 50 %,
es fácil comprobar que podemos obtener largas series de caras o de cruces consecutivas.
Con todo, si lanzáramos la moneda una cantidad suficientemente elevada de veces, finalmente
obtendríamos una distribución en la que habría aproximadamente la mitad de caras y
la mitad de cruces. De la misma manera, al comparar grandes cantidades de adolescentes
que viven en barrios desfavorecidos y favorecidos, las investigaciones han constatado
que los primeros presentan tasas de delincuencia superiores a las tasas de los segundos.
En el lenguaje de la investigación, una causa es denominada una variable independiente, mientras que su consecuencia es denominada una variable dependiente. En el ejemplo anterior, la variable dependiente es la delincuencia puesto que varía
en función del barrio o, dicho en otras palabras, depende del barrio. Este último actúa como variable independiente puesto que –en el ejemplo
presentado– no depende de otra variable. Este tipo de relaciones causales son en realidad
muy complejas, puesto que es posible afirmar que en barrio en el que vivimos depende
en gran parte de nuestro nivel de ingresos. Así, el barrio se transformaría en variable
dependiente cuando estudiamos su relación con el nivel de ingresos.
Al mismo tiempo, en muchos casos, la relación causal entre las variables no es tan
clara como en el ejemplo anterior. De hecho, en este capítulo veremos que muchas teorías
criminológicas tienen su talón de Aquiles precisamente en las relaciones causales
que establecen. Por ejemplo, desde un punto de vista teórico puede sostenerse que
el hecho de tener amigos desviados aumenta las probabilidades de realizar actos desviados,
lo que se explicaría por un fenómeno de aprendizaje de la delincuencia. Sin embargo,
también puede sostenerse que el hecho de realizar actos desviados hará que un adolescente
sea rechazado por los adolescentes convencionales y sólo encuentre refugio y amistad
en otros adolescentes desviados. Únicamente la investigación puede resolver este problema,
y en muchos casos la única solución consistirá en llevar a cabo una investigación
longitudinal que permita observar la evolución de las personas durante su niñez y
adolescencia.
En esta perspectiva, la ciencia exige tres requisitos para que pueda hablarse de una
relación causal entre dos variables: correlación, orden temporal y ausencia de artificialidad.
-
La correlación significa que debe existir una asociación recíproca entre las dos variables, es decir
que una debe variar en función de la otra. Así, en el ejemplo anterior hemos visto
que la delincuencia variaba en función del barrio de residencia.
-
El orden temporal significa que la variable independiente debe preceder en el tiempo a la variable
dependiente. En el ejemplo anterior, si nuestra hipótesis es que el barrio tiene una
influencia sobre la delincuencia, es necesario corroborar que la persona se haya instalado
en un barrio desfavorecido antes de cometer delitos.
-
La
ausencia de artificialidad significa que la relación entre las variables no debe poder explicarse por la presencia
de otras variables, denominadas
factores de confusión o
terceras variables. Por ejemplo podría sostenerse que un bajo nivel de ingresos lleve a la persona a
vivir en un barrio desfavorecido y también a cometer ciertos delitos contra la propiedad
para aumentar dichos ingresos. En este caso, la verdadera variable independiente

que actuaría como un factor de confusión al estudiar la relación entre barrio y delincuencia

sería el bajo nivel de ingresos.
Cuando los tres requisitos anteriores se han cumplido, puede hablarse de relación
causal. En cambio, la ausencia de al menos uno de esos requisitos implica que tal
relación no existe. En consecuencia, las investigaciones criminológicas deben diseñarse
con sumo cuidado, de manera que permitan testar todos estos extremos.
En la práctica, el problema principal es con frecuencia el de establecer el orden
temporal. Esto se debe a que la mayoría de investigaciones criminológicas sobre delincuencia
juvenil utilizan un modelo de investigación transversal. Generalmente se trata de una encuesta de autoinforme administrada en un día determinado
a una muestra de adolescentes, que dedican una o dos horas a responderla. Estas personas
no han sido estudiadas con anterioridad y no se las volverá a interrogar en el futuro.
Por ejemplo, en la ISRD-2, se incluyeron preguntas sobre el nivel de degradación del
barrio de residencia. Los resultados indican que los adolescentes que viven en barrios
degradados cometen más delitos violentos que los que viven en barrios no degradados.
Este resultado confirma que existe una correlación entre ambas variables, pero no
permite establecer el orden temporal entre ellas. Para solucionarlo, es posible agregar
preguntas subsidiarias sobre la edad a la que se cometió el primer delito violento
(esta pregunta fue incluida en la ISRD-2) y sobre el momento en que la persona se
estableció en el barrio, así como sobre las características de los eventuales barrios
en los que haya residido anteriormente el adolescente (estas preguntas no fueron incluidas
en la ISRD-2).
Así, con frecuencia, las investigaciones transversales permiten afirmar que existe
una correlación entre dos variables, pero no son suficientes para demostrar la relación
causal entre ellas. Esta es una de las razones por las que, desde los años 1960, han
comenzado a desarrollarse algunas investigaciones longitudinales que aportan elementos de respuesta a algunos de estos problemas de causalidad. Sin
embargo, las investigaciones longitudinales –que siguen a un grupo de personas a lo
largo de su vida, entrevistándolas en diferentes ocasiones– son extremadamente costosas
y, por lo tanto, poco frecuentes. Por el momento no se está realizando ninguna en
España ni tampoco en América Latina.
A pesar de estos inconvenientes, las teorías criminológicas son indispensables para
la comprensión del fenómeno de la delincuencia juvenil. En particular, las teorías
aportan orden a un conjunto de elementos frecuentemente disímiles y, a veces, contradictorios.
En este sentido, al estudiarlas y al aplicarlas, es conveniente tomar en consideración
los siguientes elementos:
-
Las teorías criminológicas, como todo el saber científico, son provisorias. La provisoriedad del conocimiento científico es una de las grandes enseñanzas del
filósofo Karl Popper. En general, el desarrollo tecnológico tiene una clara influencia
sobre el saber científico. Por ejemplo, el desarrollo de las encuestas de victimización,
permitió desarrollar la teoría del estilo de vida (Hindelang, Gottfredson y Garofalo,
1978). En efecto, al analizar las primeras encuestas pudo observarse que el riesgo
de ser víctima de un delito no dependía tanto del estatus socioeconómico de la persona
como de la frecuencia de sus salidas nocturnas. Así comenzó a estudiarse la exposición al riesgo de victimización, que está claramente influenciada por la manera en que vive cada
persona. Por otro lado, la incesante evolución de la sociedad, hace necesaria una
actualización constante de las teorías criminológicas. Así, el desarrollo de nuevos
medios de comunicación masiva, condujo a ampliar los postulados de la teoría del aprendizaje
social. De la misma manera, hasta hace poco tiempo se consideraba que los adolescentes
mas expuestos al riesgo de cometer delitos eran aquellos que pasaban muchas horas
fuera de su hogar participando en actividades no estructuradas y no supervisadas;
sin embargo actualmente, a través de un teléfono inteligente, un adolescente puede
estar dentro su casa pero expuesto a influencias nocivas de todo tipo.
-
Para ser científica, toda teoría debe ser falsable. Esto quiere decir que debe ser posible refutarla. Esta es otra enseñanza de Karl
Popper. Cuando un conjunto de ideas está formulado de tal manera que resulta imposible
demostrar que es falso, no nos encontramos ante una teoría sino ante una doctrina.
Esta es una de las diferencias fundamentales entre la ciencia y la religión puesto
que esta última incluye una serie de dogmas, es decir un «conjunto de creencias de
carácter indiscutible y obligado para los seguidores de cualquier religión» (DRAE).
Por este motivo, toda teoría científica debe indicar claramente cuáles son las variables
independientes y dependientes tomadas en consideración, explicar claramente la relación
entre dichas variables y, eventualmente, las condiciones necesarias (llamadas a veces
variables condicionales) para que las variables independientes tengan un efecto sobre las dependientes. Por
ejemplo, las consecuencias negativas de vivir en un barrio desfavorecido podrían verse
mitigadas a través de una fuerte inversión social en dicho barrio (educadores de calle,
programas de ocupación, centros de día, etc.). Cuando todos estos elementos están
reunidos, puede decirse que la teoría presenta una cierta consistencia lógica. Además, una teoría debería indicar la forma de operacionalizar los conceptos que
utiliza y la manera en que podría ser testada.
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Las teorías criminológicas se inspiran en tres grandes paradigmas. Siguiendo a Thomas Kuhn (1970), podemos decir que un paradigma es una cosmovisión,
una manera general de percibir la sociedad que nos rodea. Con frecuencia se lo ha
comparado a un par de gafas de sol, que tiñen de determinado color todo lo que observamos.
En este sentido, los tres grandes paradigmas que encontramos detrás de las teorías
criminológicas son el libre albedrío, el determinismo, y el conflicto social.
-
El libre albedrío considera que los seres humanos deciden en toda libertad el curso de sus acciones.
-
El determinismo considera que las decisiones de los seres humanos están condicionadas por factores
externos, que pueden ser sociales, económicos o de otra índole.
-
El paradigma del conflicto social parte de la premisa de que los seres humanos no conviven pacíficamente –como lo postulaba
el filósofo Jean Jacques Rousseau con su contrato social– sino que, como lo sugería
Thomas Hobbes cuando recordaba que el hombre es un lobo para el hombre, se encuentran en una lucha relativamente constante en la que los detentores del
poder intentan perpetuarse en él, y los excluidos intentan obtenerlo. En este contexto,
la ley sería un medio utilizado por los poderosos para perpetuarse en el poder.
Los lectores habrán advertido que estos paradigmas se encuentran también en otros
ámbitos, lo que ha llevado con demasiada frecuencia a encasillar a los autores que
sostienen uno u otro como conservadores (libre arbitrio) o progresistas (determinismo).
Esta es una simplificación que debe evitarse, en la medida en que, en la práctica,
no hay teorías criminológicas que sean completamente deterministas o que sostengan
ciegamente el libre arbitrio. Por ejemplo, la teoría de la elección racional de Clarke
y Cornish (2000) considera que existe siempre una decisión de cometer un delito –en
general, nadie es forzado a cometerlo–, pero que esta decisión está claramente influenciada
por factores externos.
-
No todas las teorías criminológicas tienen el mismo alcance. Algunas se proponen explicar el conjunto de la delincuencia y otras se concentran
en algunos tipos específicos de delincuencia.
-
Las teorías criminológicas suelen proponer diferentes niveles de explicación. Algunas pueden intentar explicar la delincuencia de una persona, mientras que otras
pueden interesarse en la delincuencia de grupos de personas. Desde un punto de vista
teórico pueden distinguirse cuatro niveles de explicación:
-
-
micro-nivel (grupos íntimos, como la familia, la escuela o el grupo de amigos);
-
meso-nivel (grupos de talla media, como un barrio);
-
macro-nivel (grandes grupos o sociedades, como una ciudad o un país).
Sin embargo, en la práctica, suelen mencionarse únicamente dos niveles: el micro-nivel, que corresponde a las teorías que explican la delincuencia de una persona o un pequeño
grupo de personas (a veces conocidas como teorías individuales); y el macro-nivel, que corresponde a las teorías que explican la delincuencia de grandes grupos sociales
(a veces conocidas como teorías sociales). Si bien puede considerarse que el comportamiento
de un grupo de personas podría ser visto como el resultado de la suma de sus voluntades
individuales, la investigación ha demostrado que los grupos presentan dinámicas propias
que influyen claramente sobre las voluntades individuales. Por ejemplo, la disolución
de responsabilidad que experimentan los miembros de un grupo hace que estos se permitan
hacer en grupo ciertas cosas que no harían de encontrarse solos. Por ese motivo, el
pasaje del micro al macro-nivel de una teoría es particularmente problemático.
En este capítulo no intentamos presentar todas las teorías criminológicas, sino únicamente
aquellas que se aplican al estudio de la delincuencia juvenil. Al mismo tiempo, nos
concentramos en la manera en que estas teorías son aplicadas en la actualidad, dejando
de lado su evolución histórica y privilegiando una visión global y unificada de cada
una de ellas. Estas teorías presentan un nivel elevado de consistencia lógica y han
sido testadas en diversas ocasiones. Ninguna de ellas permite explicar de manera definitiva
la delincuencia juvenil, y es por este motivo que todas mantienen su vigencia. Cabe
entonces sugerir a los futuros criminólogos y criminólogas que eviten encasillarse
en una u otra teoría. Un buen científico social debería saber sacar partido de las
diferentes posibilidades propuestas por cada teoría y de sus posibles comparaciones
y combinaciones. En esa misma perspectiva integradora, en la cuarta parte de este
capítulo mostraremos de qué manera las diferentes teorías estudiadas permiten explicar
la influencia de los mismos factores de riesgo y de protección.
4.2. Teoría de la tensión
La teoría de la tensión (strain theory) encuentra sus orígenes en los trabajos de Emile Durkheim en el siglo XIX, quien popularizó el concepto de anomia, y Robert K. Merton (1938) a mediados del siglo XX. Posteriormente fue revisada por Robert Agnew (1985 y 2012). En su formulación actual
esta teoría sugiere que la tensión puede provocar sentimientos negativos como la frustración y la ira o cólera (los términos ira y cólera son utilizados aquí como sinónimos), y que la
delincuencia puede ser una manera de evacuar dicho sentimientos.
En este contexto, la tensión puede ser definida como un «estado anímico de excitación,
impaciencia, esfuerzo o exaltación» (DRAE). En el lenguaje popular contemporáneo,
la palabra utilizada para describir este estado suele ser estrés, que puede en consecuencia ser utilizada como sinónimo de tensión. Como lo hemos
dicho, la tensión puede provocar frustración o ira, y la comisión de un delito puede
ser una de las formas de liberar esos sentimientos; sin embargo, dichos sentimientos
también podrían evacuarse a través de comportamientos prosociales como la práctica de un deporte o la participación en actividades convencionales.
En el marco de la delincuencia juvenil, los investigadores intentan identificar:
-
las principales fuentes de tensión, y
-
las condiciones que provocan que ciertos individuos liberen dicha tensión a través de la delincuencia,
lo que implica estudiar las estrategias utilizadas para gestionar la tensión.
Entre las principales fuentes de tensión destacan:
-
el fracaso al intentar alcanzar ciertos objetivos y
-
la presencia de estímulos negativos o la ausencia de estímulos positivos.
Por su parte, los objetivos buscados por los adolescentes pueden ser:
-
El dinero: en este contexto cabe señalar que en los países industrializados no se trata en
general de obtener dinero para sobrevivir, sino para permitirse ciertas actividades
de ocio o bienes materiales.
-
Un estatus: los adolescentes –al igual que los adultos– esperan ser tratados de manera justa
y respetuosa por los otros. Sin embargo, con frecuencia los adolescentes sólo son
tratados de esa manera por sus amigos. Sus padres no pueden evitar verlos como niños,
y el resto de los adultos muchas veces no sabe cómo interactuar con ellos. Al incorporarse
a una banda o al adoptar el estilo indumentario de un determinado grupo (gótico, hipster,
punk, etc.), los adolescentes obtienen el reconocimiento de sus pares y adquieren
el estatus de miembros de esos grupos.
-
Las sensaciones fuertes: durante la adolescencia es usual buscar este tipo de sensaciones como lo demuestran,
por ejemplo, el éxito de las películas de terror en este público, así como la experimentación
con drogas.
-
La autonomía de los adultos: La educación está basada en gran parte en el respeto de los adultos, y la adolescencia
constituye el período intermedio entre la niñez y la edad adulta, que termina precisamente
cuando los adolescentes han alcanzo su independencia y el estatus de adultos).
La frustración que puede generar el no alcanzar algunos de estos objetivos puede generar
ira, la que podría liberarse a través de la comisión de un delito. Por ejemplo, la
delincuencia contra la propiedad permitiría obtener dinero, una cierta autonomía de
los adultos (a los que no sería necesario pedirles dinero para salidas) y un cierto
estatus entre el grupo de amigos (que podrían respetar más a quien dispone de una
cierta independencia económica o, tratándose de amigos desviados, a quien participa
también en actividades desviadas). Al mismo tiempo el hecho de cometer un delito suele
ser una fuente de sensaciones fuertes que atrae con frecuencia a los adolescentes.
La segunda fuente de tensión no tiene que ver con objetivos no alcanzados, cuya ausencia
provoca frustración e ira, sino con la presencia de ciertos estímulos negativos (rechazo, abusos, negligencia o excesos de disciplina de parte de los padres; abusos
o discriminación cometidos por compañeros; experiencias negativas en la escuela; la
ruptura de una relación amorosa, etc.) o la ausencia de estímulos positivos (p.ej., unas buenas relaciones con los padres, compañeros o maestros y profesores
son una fuente de tales estímulos), que también pueden provocar frustración e ira,
y ser evacuados a través de la delincuencia.
Con respecto a las estrategias utilizadas para gestionar la tensión, Agnew (2009)
destaca las estrategias cognitivas, las estrategias de comportamiento y las estrategias
emocionales.
-
Las estrategias cognitivas (relativas a la elaboración del conocimiento) consisten en reinterpretar la tensión
para disminuir su efecto. Se asemejan así a las técnicas de neutralización (ver la
sección 4.3 «Teoría del aprendizaje social»), utilizadas en este caso para racionalizar
la manera en que se afrontan situaciones estresantes (p.ej. «no es grave», «veamos
el lado positivo», «me lo merezco», etc.).
-
Las estrategias de comportamiento consisten en actuar para disminuir el efecto de la tensión (p.ej. conseguir un trabajo,
evitar ciertos amigos o cometer un delito).
-
A través de las estrategias emocionales, el adolescente intenta eliminar las emociones negativas (frustración o cólera) producidas
por el estrés remplazándolas por otras (p.ej. practicando deportes o técnicas de relajación,
o consumiendo drogas). Podemos observar entonces que algunas de estas estrategias
pueden conducir tanto a comportamientos prosociales como antisociales.
Finalmente, puede decirse que determinadas circunstancias incrementan el riesgo de
que la tensión lleve a la delincuencia. Este es el caso cuando las personas bajo tensión
disponen de estrategias limitadas de gestión de la tensión (p.ej. las personas que disponen de habilidades verbales limitadas y que en consecuencia
tienen problemas para relacionarse y ponerse de acuerdo con otros), de una red social convencional limitada (p.ej. carecen de una familia que podría ayudarles o de maestros y profesores de
calidad, que podría proporcionarles una buena formación), o están expuestas a determinados
factores de riesgo (p.ej. la presencia de compañeros desviados, que actúan como modelos delictivos,
o han desarrollado un sistema de valores que tolera la delincuencia).
4.3. Teoría del aprendizaje social
La teoría del aprendizaje social fue formulada originariamente por el criminólogo
Edwin Sutherland (1947) en la primera mitad del siglo
XX. Recibió luego la influencia de los trabajos de Albert Bandura sobre la importancia
de los medios de comunicación

que no habían sido tomados en consideración por Sutherland

como modelos de comportamientos delictivos, y fue actualizada por Robert Burgess
y Ronald Akers (Burgess y Akers, 1966; Akers, 1998).
Esta teoría toma como punto de partida el axioma que sostiene que todo comportamiento es aprendido. En consecuencia considera que el comportamiento delictivo también es aprendido,
y que los modelos que promueven dicho aprendizaje son los grupos de personas cercanos
al individuo (llamados grupos primarios) y los medios de comunicación masiva. A la inversa, también puede afirmarse que dichos grupos y medios de comunicación
podrían fomentar comportamientos prosociales.
Una de las razones de la gran influencia que ha tenido la teoría del aprendizaje social
en criminología es que las investigaciones empíricas corroboran sistemáticamente que
los adolescentes que tienen amigos desviados están más implicados en la delincuencia
que aquellos que no los tienen. Sin embargo, con frecuencia dichas investigaciones
no permiten establecer claramente el orden causal de esta correlación (ver la sección
4.1 sobre las características de las teorías criminológicas). En particular, las investigaciones
no permiten responder a una pregunta fundamental: ¿los amigos delincuentes causan
la delincuencia, o el hecho de estar implicado en la delincuencia lleva a la persona
a relacionarse con personas de la misma condición? En el segundo caso, la preferencia
por amigos delincuentes podría deberse a una libre elección del adolescente (que,
como todo ser humano, busca relacionarse con personas que tienen centros de interés
similares), a una elección forzada provocada por el rechazo de los adolescentes convencionales,
o a una combinación de ambas.
-
Entre los grupos primarios que pueden tener influencia en el aprendizaje de la delincuencia destacan la familia,
los amigos, los compañeros de escuela y los vecinos del barrio. En este sentido cabe
observar que se trata de los principales factores de riesgo y de protección, que serán
estudiados en la quinta parte de este capítulo.
-
Entre los medios de comunicación masiva destacan internet y los servicios de redes sociales a los que éste da acceso a través
de teléfonos inteligentes y ordenadores, así como el cine, la televisión y los videojuegos.
El aprendizaje incluye las técnicas necesarias para cometer delitos y las racionalizaciones
necesarias para justificar, desde un punto de vista ético, la comisión de dichos delitos.
Las teorías generales sobre el aprendizaje del comportamiento han desarrollado tres
modelos de aprendizaje: respondiente, operante y por imitación.
-
El aprendizaje respondiente (o condicionamiento clásico) consiste en llevar a cabo una conducta como respuesta
a un determinado estímulo. El ejemplo clásico es el experimento de Ivan Pavlov realizado
a principios del siglo XX en el que al asociar repetidas veces la comida dada a un perro con el sonido de una
campana, se conseguía que el perro salivara con sólo escuchar la campana. En un perspectiva
similar, en 1920 Watson y Rainer –en el marco de un experimento claramente contrario
a la ética– consiguieron que un bebé de 8 meses (Albertito, o Little Albert en inglés)
desarrollara temor a una rata blanca, a la que originariamente no temía, al asociar
su presencia con un fuerte ruido.
-
El aprendizaje operante (también conocido como condicionamiento operante o instrumental) es un modelo más
complejo que toma en consideración los procesos cognitivos que se desarrollan en la
mente del individuo y le llevan a evaluar las consecuencias de sus acciones. Simplificando,
puede decirse que a través de un procedimiento de ensayo y error (trial and error), las personas tendrán tendencia a repetir los comportamientos que son reforzados
(es decir, recompensados) y a evitar aquellos que son castigados. De manera más detallada
puede decirse que los refuerzos pueden ser positivos (una recompensa) o negativos (que consisten en eliminar una
consecuencia negativa del comportamiento, como una sanción), y los castigos también pueden ser positivos (una consecuencia negativa, como un castigo físico o
verbal) o negativos (que consisten en eliminar una consecuencia positiva para el adolescente,
como el permiso para salir el sábado por la noche).
Los investigadores denominan programas de refuerzo a la manera en que las consecuencias se encadenan con los comportamientos. En los
programas de refuerzo continuo, la consecuencia se produce cada vez que se realiza la acción. En los programas de
refuerzo intermitente, la consecuencia se produce sólo algunas veces. Este modo de funcionamiento es comparado
con frecuencia al de los juegos de azar.
El aprendizaje de la delincuencia funciona generalmente con programas de refuerzo intermitente. Los actos desviados menores generalmente no son castigados por el sistema de justicia
penal (la mayoría no son ni siquiera descubiertos), lo que produce al mismo tiempo
un refuerzo positivo de la delincuencia puesto que, como consecuencia de su comportamiento,
el autor obtiene algo que puede ser tangible, como el dinero, o intangible, como una
sensación fuerte o el reconocimiento del grupo de amigos. El castigo, que debería
engendrar el desistimiento del comportamiento, interviene en pocas ocasiones. En este
sentido cabe mencionar que las investigaciones sobre el efecto preventivo de las penas
indican que un elemento fundamental para que este efecto se produzca es la certeza del castigo.
Esto sugiere que un sistema de justicia penal exigiría un programa de refuerzo continuo (es decir que cada delito debería ser sancionado), algo que ya había sido sugerido
por Cesare Beccaria (1997/1765) en el siglo XVIII. Evidentemente, los refuerzos y castigos pueden ser también administrados por los
grupos cercanos al adolescente, como la familia, los maestros o los amigos. Esto lleva
a veces a situaciones en las que se producen refuerzos discriminativos (o selectivos), lo que significa que una persona puede reforzar de manera positiva
un comportamiento (p.ej. un amigo desviado que aprueba la comisión de un delito) y
otra puede castigarlo (p.ej. los padres que descubren que su hijo ha cometido un delito).
El auto-refuerzo se produce cuando es el mismo adolescente quien se considera satisfecho
(refuerzo) o insatisfecho (castigo) de su comportamiento. Finalmente, ciertos comportamientos
pueden constituir en sí mismos una fuente de refuerzo positivo, como el consumo de
drogas. A todo esto se agrega que el comportamiento prosocial es recompensado en contadas
ocasiones (generalmente, nadie felicita a los adolescentes que no han cometido delitos...).
Esto quiere decir que, por un lado, el comportamiento antisocial funciona con un programa
de refuerzo intermitente –el mismo que puede generar adicciones en ciertos jugadores–
y, por el otro, el comportamiento prosocial no es debidamente recompensado, tal y
como lo exigiría un programa de aprendizaje de ese tipo de comportamiento. El panorama
no es precisamente halagador.
-
Finalmente, el aprendizaje también puede realizarse por imitación (aprendizaje vicario), es decir que es posible aprender por observación, sin necesidad de llevar a cabo
el comportamiento aprendido. El aprendizaje vicario (vicario significa, según el DRAE,
«que tiene las veces, poder y facultades de otra persona o la sustituye») se opone
al aprendizaje activo, en el que la persona actúa (tal y como lo hemos visto al estudiar
el aprendizaje respondiente y el operante). En el caso del aprendizaje vicario, la
persona observa los comportamientos de otros, y esta observación activa procesos cognitivos
que le permiten comprender la manera de llevar a cabo el comportamiento. Este tipo
de aprendizaje puede tener una importancia fundamental en las sociedades occidentales
contemporáneas, con frecuencia denominadas sociedades de la información debido a los
avances tecnológicos que facilitan la circulación de esta última. En estas sociedades,
los modelos a imitar no provienen únicamente de las personas próximas (familia, amigos,
maestros) sino también de los medios de comunicación, como la televisión, internet
y los videojuegos. En este contexto cabe señalar que las investigaciones sobre la
influencia de los medios de comunicación son concluyentes en cuanto respecta a los
efectos a corto plazo de la observación de la violencia (inmediatamente después de
observar imágenes violentas, los niños y adolescentes se comportan las de manera más
agresiva que aquellos que no fueron expuestos a ese tipo de imágenes), pero son poco
concluyentes en lo que respecta a sus efectos a largo plazo.
Además del aprendizaje de las técnicas que permiten llevar a cabo ciertos comportamientos
antisociales, hemos señalado que también pueden aprenderse las racionalizaciones necesarias para justificar dichos comportamientos. En efecto, puesto que la educación
tiende a fomentar los comportamientos prosociales y el rechazo de los comportamientos
antisociales, los adolescentes que se embarcan en estos últimos necesitan justificar
sus acciones. En este sentido Sykes y Matza (1957) identificaron una serie de técnicas de neutralización, entre las que podemos destacar:
-
negar la responsabilidad («no es culpa mía»),
-
negar los daños («paga el seguro»),
-
negar a las víctimas («No tiene nada de malo robar en los grandes almacenes porque
de todos modos sus dueños tienen muchísimo dinero»),
-
condenar a los que condenan el comportamiento antisocial («los políticos corruptos
que hacen las leyes son los primeros delincuentes») e
-
invocar lealtades superiores («lo hice para ayudar a nuestra causa»).
Los adolescentes pueden también desarrollar valores favorables a la delincuencia.
En general, no se trata de considerar apropiada todo tipo de conducta antisocial,
sino de aceptar en general los actos desviados menores (p.ej. el consumo de drogas)
y de manera condicional los delitos graves (p.ej. considerar que en determinadas circunstancias,
es legítimo recurrir a la violencia). Los tres valores con mayor frecuencia asociados
con los comportamientos antisociales de los adolescentes son la búsqueda de sensaciones
fuertes, la búsqueda del éxito a corto plazo y, para los varones, la reivindicación
de su masculinidad. Como en el caso del aprendizaje de las técnicas de comisión de
delitos, las técnicas de neutralización y los valores favorables a la delincuencia
pueden aprenderse a través de los grupos primarios o de los medios de comunicación.
4.4. Teoría del control
La delincuencia permite en muchos casos obtener inmediatamente lo que uno desea; sin
embargo, la mayoría de la población no comete delitos graves. ¿Qué les impide pasar
al acto? Esta es la pregunta central de las teorías del control, que responden que
son los vínculos con la sociedad convencional los que impiden ese pasaje al acto.
En criminología, la teoría del control por excelencia es la desarrollada por Travis
Hirschi en 1969, y conocida como teoría del control social y también como teoría de los vínculos sociales (social control theory, social bond theory). Para Hirschi (1969) los vínculos sociales fundamentales son el apego (attachment), el compromiso (commitment), la participación (involvement) y los valores (beliefs).
-
El apego consiste en una identificación afectiva con ciertas personas, que se manifiesta en
la importancia que el individuo otorga a lo que estas personas opinan de él y de sus
actos. En este contexto, resulta particularmente relevante el apego a los padres o
tutores, amigos y maestros. Esto, claro está, en la medida en que se trate de personas
convencionales. Las investigaciones sobre este factor se interesan no sólo en la presencia
física (¿cuánto tiempo pasa el adolescente con su madre o padre), sino también en
la presencia psicológica (¿qué pensaría mi madre/padre si me viera hacer esto?).
-
El compromiso consiste en sentirse unido a la sociedad convencional. Quienes más integrados se
sienten son quienes más tienen que perder en caso de cometer un delito. En inglés
se habla en este caso de stake in conformity, una expresión que equivale a tener algo que perder.
-
La participación hace referencia al hecho de tomar parte en actividades sociales convencionales. En
este caso la hipótesis es que quien participa en ese tipo de actividades, difícilmente
llevará a cabo actos que afecten el orden social. Sin embargo, con frecuencia la influencia
de este factor no ha sido corroborada por las investigaciones empíricas.
-
Finalmente, el tener una escala de valores favorable al respeto del orden convencional implica, obviamente, un rechazo de los
comportamientos contrarios a dicho orden.
Como habíamos anticipado, esta teoría no intenta entonces explicar la delincuencia
–esta última no necesitaría explicación en la medida en que permitiría obtener rápidamente
lo que deseamos– sino el respeto de la ley. Así, los adolescentes menos proclives
a la delincuencia serían aquellos afectivamente vinculados e identificados con sus
padres y maestros, que tienen aspiraciones y expectativas laborales y que comparten
la creencia en la necesidad de respetar la ley (Cid y Larrauri, 2001).
Los vínculos sociales actúan así como controles, como barreras que impiden o dificultan la comisión de actos antisociales. Estos
controles actúan de manera directa e indirecta. De esta manera existirían cuatro tipos
de controles:
-
el control directo externo es el ejercido por las personas que vigilan el comportamiento del adolescente (p.ej.
padres y maestros que podrían castigarlo),
-
el control directo interno tiene su fuente en los valores del adolescente (p.ej. el adolescente considera que
es inapropiado robar o ser violento, y que es apropiado ayudar a los otros).
-
el control indirecto interno depende de lo que adolescente tiene que perder, en términos de integración social,
en caso de cometer un delito (p.ej. ser rechazado por sus amigos), y
-
el control indirecto externo depende de las eventuales recompensas que el adolescente podría recibir al respetar
el orden convencional (p.ej. el éxito escolar puede asegurarle un buen trabajo en
el futuro).
Posteriormente, Hirschi elaboró conjuntamente con Gottfredson una segunda teoría,
conocida como teoría del autocontrol (Gottfredson y Hirschi, 1990). El autocontrol constituye una forma de control interno
y consiste en la capacidad de resistir a los deseos inmediatos. Las personas con un
nivel bajo de autocontrol son más susceptibles de ceder a la tentación que le provocan
las ocasiones de cometer delitos. En este sentido, muchas investigaciones han corroborado
que los delincuentes tienen dificultades para diferir las gratificaciones. Este factor cobra especial importancia cuando se toma en consideración que la delincuencia
común (principalmente los hurtos, robos y agresiones) produce beneficios inmediatos,
aunque a largo plazo pueda engendrar consecuencias negativas.
Gottfredson y Hirschi no explicitaron claramente la manera en que el autocontrol debía
operacionalizarse, lo que condujo a Grasmick y sus colaboradores (Grasmick et al., 1993) a desarrollar una escala de autocontrol que operacionaliza este concepto a
través de cinco rasgos de personalidad. Estos rasgos son:
-
-
la incapacidad a diferir las recompensas,
-
la preferencia por las actividades de riesgo,
-
-
la falta de ambición o de motivación.
Estos rasgos son a su vez operacionalizados en los cuestionarios de autoinforme con
afirmaciones (ante las que el adolescente debe manifestar su acuerdo o desacuerdo)
como las siguientes: «Actúo espontáneamente, sin reflexionar demasiado», «me gusta
correr riesgos sólo para divertirme», «para mí, la emoción y la aventura son más importantes
que la seguridad», «cuando estoy enojado con alguien, prefiero pegarle que hablar
con él» o «pierdo fácilmente el control».
Según Gottfredson y Hirschi (1990) el nivel de autocontrol estaría fuertemente influenciado
por la educación recibida durante la infancia (tendría tendencia a ser bajo cuando
los lazos afectivos con los padres son débiles, y cuando estos no supervisan y castigan
los comportamientos antisociales) y permanecería relativamente estable a lo largo
de la vida. A estos autores se les criticó que, si el autocontrol fuese estable, su
teoría no permitiría explicar la disminución de la delincuencia que se produce al
final de la adolescencia. Gottfredson y Hirschi respondieron que su teoría insistía
también en la presencia de ocasiones para cometer delitos (a las que sucumbirían las
personas con un bajo nivel de autocontrol), y que dichas ocasiones disminuyen con
la edad. Este debate continúa aún abierto.
4.5. Teoría del etiquetamiento
La teoría del etiquetamiento se inscribe en el paradigma del conflicto social, que postula en este contexto que los poderes políticos y económicos establecen las
leyes para proteger sus propios intereses. Las teorías que hemos visto hasta ahora
se interesaban por las causas de la delincuencia o del comportamiento conforme a la
ley. En cambio, la teoría del etiquetamiento estudia la reacción social a los comportamientos
desviados, es decir la manera en que la sociedad responde a dichos comportamientos.
Al crear una norma penal se etiqueta un comportamiento como delictivo, y al considerar que un adolescente ha violado dicha
norma se lo etiqueta como delincuente.
Fuertemente inspirada por el interaccionismo simbólico, esta teoría constata que la percepción de sí mismo se forma en contacto (interacción)
con los otros, al punto de que a veces las personas terminan comportándose según la
manera en que los otros los perciben. Así, de la misma manera que el bromista de un
grupo puede llegar a sentirse obligado a hacer chistes de manera constante, una persona
etiquetada como delincuente puede terminar aceptando esa etiqueta y comportándose
como tal.
Este proceso se produce porque los adolescentes en conflicto con la ley serán etiquetados
como delincuentes y percibidos por quienes les rodean como problemáticos o peligrosos. En consecuencia, suelen ser rechazados por los miembros de la sociedad convencional.
Por ejemplo, los padres de adolescentes convencionales no querrán que sus hijos se
junten con malas compañías. En este contexto, si ponemos en relación esta teoría con el resto de las estudiadas
en este capítulo, puede decirse que la reacción de rechazo genera tensión, disminuye
el control ejercido por los miembros convencionales de la sociedad, condiciona a los
adolescentes a buscar amigos entre otros adolescentes con sus mismas características,
y aumenta así las ocasiones que se presentan al adolescente de cometer delitos (Agnew,
2009). Esta sucesión de consecuencias negativas favorece el desarrollo del auto-concepto
de delincuente, es decir que puede llevar al adolescente a aceptar su etiqueta de
delincuente y a continuar comportándose en consecuencia.
De la misma manera que la teoría del control y las teorías situacionales, la teoría
del etiquetamiento considera que todo adolescente puede realizar comportamientos antisociales.
Por este motivo, la teoría del etiquetamiento no intenta explicar el primer comportamiento
delictivo de una persona –que Lemert (1967) denomina la desviación primaria– sino que se concentra en la reacción social a ese comportamiento. En este contexto
considera que, si el comportamiento delictivo es detectado y sancionado por el sistema
de justicia penal, se inicia el proceso de etiquetamiento, y ese proceso –a través
de los mecanismos que acabamos de describir– llevará al adolescente a persistir en
la comisión de delitos e incluso a incrementar la cantidad de delitos cometidos (desviación secundaria). Por este motivo, una de las críticas que se ha hecho a esta teoría es que no explica
los casos de adolescentes que continúan cometiendo delitos a pesar de no haber sido
sancionados por el sistema de justicia penal.
En resumen, la desviación primaria (el primer delito) puede provocar una reacción
social de castigo y etiquetamiento del adolescente, y esta reacción puede engendrar
la desviación secundaria (la persistencia en la comisión de delitos). Teniendo en
cuenta este esquema, no es sorprendente que la principal recomendación de política
criminal de esta teoría en los años 1960 haya sido la llamada no-intervencion radical (Schur y Maher, 1973). Se recomendaba que el sistema de justicia penal no interviniera,
porque en la mayoría de los casos la delincuencia desaparecería por si misma cuando
el adolescente llegara a la madurez.
Con posterioridad, al constatar que algunas de las intervenciones del sistema de justicia
penal suelen tener efectos negativos (p.ej., al institucionalizar a un adolescente
se le pone en contacto con otros jóvenes desviados, que pueden ejercer una influencia
nefasta sobre él) John Braithwaite (1989) propuso su
teoría de la vergüenza reintegradora. La hipótesis de esta teoría es que el autor de un delito, al avergonzarse de su
comportamiento, puede sentirse impulsado a rechazar la sociedad convencional, y suele
ser rechazado por ésta (teoría del etiquetamiento). Se trata en este caso de una
vergüenza estigmatizante. Sin embargo, ésta puede transformarse en
vergüenza reintegradora si la sociedad condena el delito cometido pero da al autor una segunda oportunidad.
Esta teoría ha inspirado así la idea de una
justicia restaurativa. Esta última puede ser definida como un proceso que, en la medida de lo posible,
intenta incluir a todas las personas relacionadas con un delito para poder así, actuando
de manera colectiva, identificar y reparar los daños y establecer lo que debe hacerse
para sanar y corregir la situación tanto como sea posible (Zehr, 2002). La principal
técnica utilizada por este tipo de justicia consiste en reunir en un mismo grupo al
autor del delito, la víctima, sus familiares y otros miembros de la comunidad. Con
frecuencia, se utilizan como modelos los sistemas de justicia que existían en sociedades
pre-industriales, como los Maoríes en Nueva Zelanda o las Primeras Naciones en
Canadá[]. En este contexto, el grupo intentará llegar a un común acuerdo sobre la manera en
que el autor puede reparar el daño causado sin recurrir a sanciones penales, de tal
manera que la víctima se sienta desagraviada, el autor acepte su falta y la sociedad
no lo rechace.
4.6. Teorías del curso de vida
4.6.1. La delincuencia en la adolescencia y la edad adulta
Hemos señalado que a partir de los años 1960 comenzaron a desarrollarse algunas investigaciones
longitudinales. De esta manera, en los años 1990, los investigadores disponían de
datos suficientes como para elaborar teorías sobre la evolución de la delincuencia
a lo largo de la vida. Vemos aquí otro ejemplo de la ya mencionada interacción entre
tecnología y ciencia: Los datos empíricos recogidos durante tres décadas facilitaron
una serie de desarrollos teóricos.
A esta vertiente de la criminología se la denomina criminología del curso de vida (life-course criminology). Sus orígenes están también vinculados a la publicación de un provocativo artículo
por Hirschi y Gottfredson (1983), cuyo argumento central era que los estudios longitudinales
no aportaban más información que los transversales. La reacción de los investigadores
embarcados en investigaciones longitudinales fue contundente. En particular, un artículo
de Moffit (1993) ha cobrado con el tiempo una gran importancia al plantear de manera
apropiada el debate de fondo y proponer una posible solución, aunque ésta haya sido
también criticada. El debate de fondo intenta conciliar dos postulados contradictorios:
-
Según, Gottredson y Hirschi (1990) la implicación en la delincuencia se explica por
un nivel bajo de autocontrol. Al mismo tiempo estos autores sostienen que el nivel
de autocontrol es estable a lo largo de toda la vida.
-
Sin embargo, las investigaciones empíricas han sistemáticamente observado que la delincuencia
aumenta durante la adolescencia –alcanzando su nivel más alto generalmente a los 16/17
años– y disminuye a continuación.
Ante esta paradoja, y basándose en el análisis de datos de encuestas longitudinales,
Moffit (1993) propone distinguir dos grandes modelos de delincuencia, que corresponden
a dos tipos de delincuentes.
-
Delincuencia limitada a la adolescencia: Se trata del modelo que sigue la gran mayoría de la población, cuya implicación
en comportamientos antisociales aumenta durante la adolescencia y disminuye al final
de ésta. Este modelo se aplica a más del 90 % de la población.
-
Delincuencia persistente durante toda la vida: Hay un pequeño porcentaje de la población masculina –entre el 4 y el 8 % según los
estudios– que presenta tasas elevadas de delincuencia durante toda la vida. Además,
este grupo suele ser responsable de la mayoría de los delitos graves.
La presencia de un pequeño grupo de delincuentes muy activos había sido ya detectada por Wolfgang, Figlio y Sellin (1972), quienes constataron
que 6 % de las personas que componían su muestra eran responsables de aproximadamente
la mitad de los delitos cometidos. Cuando se analiza la delincuencia del conjunto
de la población este pequeño grupo se diluye en la gran masa de personas que siguen
el modelo de delincuencia limitada a la adolescencia, dando la impresión de que toda
la población sigue dicho modelo. Sólo un análisis detallado permite distinguir los
dos grupos.
Para explicar la delincuencia de estos dos grupos, Agnew (2009) propuso una teoría general de la delincuencia juvenil, que constituye una teoría integrada en la medida en que combina hipótesis de otras teorías e investigaciones empíricas,
y que será presentada en detalle en la sección 6 de este capítulo. Esta teoría postula
que la delincuencia aumenta durante la adolescencia debido a una serie de cambios
biológicos y sociales.
-
Los cambios biológicos están vinculados con el desarrollo físico y sexual, el aumento de la testosterona
en los varones –que los hace más irascibles–, y el desarrollo progresivo del córtex
pre-frontal del cerebro, que controla las emociones y que sólo termina de desarrollarse
al final de la adolescencia (lo que implica que durante la adolescencia, el nivel
de autocontrol es bajo).
-
Los cambios sociales están vinculados al estatus híbrido de los adolescentes, que han dejado de ser niños
pero aún no son adultos, aunque desearían comportarse como tales. Así, durante la
adolescencia aumenta la autonomía (comienzan las salidas, las relaciones sentimentales,
etc.), aumentan en parte los recursos materiales (generalmente bajo la forma del dinero
que los padres facilitan a sus hijos para las salidas), y aumentan también las responsabilidades
en la escuela secundaria, que determinará en gran parte el futuro laboral de los adolescentes.
Estos cambios conducen a una disminución del control ejercido sobre los adolescentes. Esto se debe en gran parte a que pasan más tiempo
fuera de casa, lo que aumenta también las ocasiones que se les presentan de cometer delitos y de hacer amigos que podrían iniciarlos
en el aprendizaje de la delincuencia. Estos potenciales amigos desviados disponen con frecuencia de
algunos de los privilegios (dinero, consumo de alcohol y drogas) de los adultos, lo
que puede hacer aumentar aún más el nivel de tensión ya elevado que viven los adolescentes a causa de su estatus social ambiguo.
Con respecto a la delincuencia persistente durante toda la vida, Agnew (2009) señala
que las personas que presentan este patrón comienzan a implicarse muy pronto en la
delincuencia, y señala investigaciones que han observado comportamientos violentos
a los 10 años. Sin embargo, como veremos en la siguiente sección, Tremblay (2000)
ha identificado comportamientos violentos aún antes.
Agnew sostiene que este tipo de delincuentes se caracteriza por presentar rasgos de
personalidad que favorecen la delincuencia y por haber recibido una educación parental
deficiente. Entre los rasgos de personalidad destacan la irascibilidad y un bajo nivel de autocontrol. Estos rasgos surgen durante la primera infancia y parecen relativamente estables.
El origen de estos rasgos está vinculado con una educación parental deficiente; aunque
no se descarta que tengan también un componente biológico. Algunas de las características
más típicas de un estilo de educación parental deficiente son el exceso de disciplina
o, al contrario, la falta de disciplina (los dos extremos resultan perjudiciales para
la educación de un niño), el rechazo manifiesto de los padres a los hijos, la falta
de cuidados (negligencia), la ausencia de vigilancia y los lazos débiles o conflictuales
entre hijos y padres. Una educación parental con estas características aumenta la
tensión en el seno de la familia y afecta al control ejercido sobre los adolescentes.
En consecuencia, estos podrían pasar más tiempo fuera de casa, implicados en actividades
no estructuradas y no supervisadas que aumentan el riesgo de encontrar pares desviados
y oportunidades para cometer delitos.
Sobre la base de las investigaciones disponibles, Agnew (2009) concluye que, para
el grupo de delincuentes caracterizado por una delincuencia persistente durante toda
la vida, la implicación en la delincuencia no disminuye porque los rasgos de personalidad
son estables y porque una mala educación tiene efectos duraderos. La irascibilidad,
el bajo autocontrol y la mala educación engendran problemas escolares y laborales,
e influyen sobre los amigos y las parejas a las que una persona puede aspirar.
4.6.2. La violencia durante la primera infancia
Desde el inicio del siglo XXI, la investigación en criminología ha estado fuertemente marcada por una serie de
estudios de Richard Tremblay (Tremblay, 2000, 2007, 2008, 2015; Tremblay, Gervais
y Petitclerc, 2008), que proponen abiertamente un cambio de paradigma sobre los orígenes de la violencia. Es probable que, cuando el tiempo nos otorgue
una suficiente distancia crítica, estos estudios constituyan lo más parecido a una
revolución científica (retomando la terminología de Thomas Kuhn) en criminología.
Tremblay constata que la gran mayoría de los estudios criminológicos sobre la violencia
juvenil utilizan muestras de adolescentes que tienen entre 12 y 18 años. Según esos
estudios:
-
la mayoría de los adolescentes cometen infracciones; pero se trata en general de infracciones
menores;
-
el pico de delincuencia –el momento en que el riesgo de cometer delitos es más elevado–
se encuentra hacia los 16 años;
-
un pequeño grupo de adolescentes es responsables de la mayoría de los actos violentos
y objeto de la mayoría de los arrestos policiales; y
-
los adolescentes de ese pequeño grupo son más susceptibles que los otros de presentar
problemas de salud física o mental y, cuando han abandonado los estudios, de encontrarse
desempleados.
El inconveniente con estos resultados es que, si la mayoría de las investigaciones
han sido llevadas a cabo con muestras de adolescentes, nuestros conocimientos están
condicionados por dichas muestras. Así hemos señalado en la sección precedente que
hay investigaciones que detectaron comportamientos violentos en niños de 10 años,
pero ésta suele ser la edad mínima de la mayoría de las investigaciones criminológicas.
¿Qué sucede durante los primeros años de vida?
En el marco de una encuesta longitudinal canadiense que siguió a 16.000 niños desde
los 4 a los 11 años durante la década de 1990, Tremblay operacionalizó las agresiones
utilizando las evaluaciones del comportamiento de los niños realizadas por sus madres.
En este marco le interesaban:
-
la agresión física: definida como la utilización de la fuerza física al interactuar con otras personas
o para forzar a esas personas a actuar contra su propia voluntad; p.ej. golpear, patear,
morder, empujar o pelear,
-
la agresión verbal: definida como la utilización de palabras hostiles para insultar, amenazar, intimidar
o encolerizar a otra persona; generalmente acompañadas de gestos amenazadores y frecuentemente
seguida de una agresión física, y
-
la agresión indirecta: definida como una forma de agresión refinada, que consiste en perjudicar a alguien
difundiendo rumores, intentando humillarlo o excluirlo de un grupo.
Con respecto a las agresiones físicas, los resultados indican que:
-
los varones y las niñas de cuatro años muestran los niveles más elevados de agresiones físicas, mientras que los varones y las niñas de once años son los menos agresivos (es decir
que las agresiones físicas disminuyen entre los 4 y los 11 años); y
-
las niñas presentan un nivel de agresiones físicas inferior al de los varones en todas
las edades.
Con respecto a las agresiones indirectas, la situación es exactamente la opuesta porque:
-
el nivel de agresividad indirecta aumenta con la edad tanto para los varones como
para las niñas, y
-
el nivel de agresividad indirecta de las niñas es superior al de los varones en todas
las edades. Una de las principales conclusiones de Tremblay es que este resultado
sugiere que el proceso de socialización podría consistir en el aprendizaje de la utilización
de la agresión indirecta en lugar de la física.
En otro estudio, realizado con una muestra de varones domiciliados en sectores socioeconómicamente
desfavorecidos de Montreal y que fueron seguidos de los 6 a los 15 años, las agresiones
físicas fueron evaluadas por los maestros y profesores. Analizando los resultados,
Nagin y Tremblay (1999) identificaron cuatro grupos de chicos con trayectorias muy
diversas:
-
52 % presentaban un nivel de agresiones físicas bajo a los 6 años, y dicho nivel disminuía con el tiempo;
-
28 % presentaban un nivel de agresiones físicas elevado a los 6 años, y dicho nivel disminuía con el tiempo;
-
17 % no presentaron tendencias agresivas nunca;
-
4 % presentaron constantemente, entre los 6 y los 15 años, un nivel de agresiones físicas elevado.
-
El nivel de agresiones físicas más elevado para los cuatro grupos se registró durante
el primer año escolar (6 años, que corresponde al pre-escolar en Canadá).
-
En ningún grupo, la agresión física «apareció» (o se mantuvo a un nivel elevado durante
un lapso significativo de tiempo) después de los 6 años.
Estos resultados ponen en tela de juicio la idea de que las agresiones físicas aumentan
con la edad y la idea de que una parte considerable de los varones manifiestan una
agresividad crónica durante la adolescencia, después de haber conseguido reprimirla
con éxito durante la infancia. La pregunta es entonces, ¿a qué edad comienzan las
agresiones físicas?
Para responder a esta pregunta, Tremblay realizó una investigación longitudinal con
una gran muestra de bebés nacidos en Quebec en los años 1990. Se les pidió a las madres
anotar la frecuencia de las agresiones físicas a los 17 y a los 30 meses del bebé
e indicar, en los dos casos, a qué edad el niño comenzó a mostrar tal comportamiento.
Cerca del 90 % de las madres indicaron que sus hijos, a los 17 meses, habían agredido
físicamente a otros más de una vez. Sin embargo, un año más tarde, las mismas madres parecían haber olvidado esta agresividad precoz, ya que señalaban, cuando sus bebes tenían 30 meses, que las agresiones físicas habían
aparecido después de los 17 meses. Según Tremblay, este fallo de memoria podría explicar
en parte por qué los padres de adolescentes indican que los comportamientos violentos
de estos han comenzado uno o dos años antes. La investigación de Tremblay concluyó
que la frecuencia media de agresiones físicas llega a su máximo hacia el final del segundo
año de vida, para disminuir luego progresivamente. Para corroborar este resultado, basta con
asomarnos a una guardería y observar la manera en que un niño de menos de dos años
le pide a un juguete a otro. Veremos que rara vez se lo piden «por favor», un resultado
que se explica en parte por la falta de dominio del lenguaje verbal que caracteriza
a los niños de esa edad.
Por todos estos motivos, Tremblay considera que los primeros 24 meses de vida de un
ser humano son extremadamente importantes.
-
A los 6 meses los bebés pueden agarrar objetos, por ejemplo un juguete, pero aún no
tienen las capacidades lingüísticas para pedir ese juguete a otro bebé. Por ese motivo,
intentarán apoderarse de ese juguete quitándoselo y, si el otro bebé se niega, comenzará
una disputa.
-
Hasta los 12 meses, los bebés pasan la mayor parte de su tiempo de juego a descubrir
un objeto a la vez. Entre los 12 y los 18 se entretienen solos imitando los comportamientos
de la vida real.
-
A los 24 ya pueden jugar con los otros. Es en ese momento que las agresiones físicas alcanzan su nivel mas
alto. Es a los 24 meses cuando los bebés descubren las relaciones sociales a través
de las capacidades que han adquirido desde el nacimiento, como hablar, caminar, correr,
agarrar, empujar, golpear y dar patadas.
La mayoría de esas relaciones son positivas, pero los conflictos existen. La causa
de esos conflictos es con frecuencia la posesión de objetos. Al mismo tiempo, es a
través de esos conflictos que los niños aprenden que pueden lastimar y ser lastimados,
lo que significa que los conflictos son una parte necesaria del aprendizaje. La mayoría
de los niños aprenderán rápidamente que una agresión física contra otro niño será
respondida por este con otra agresión física, y que los adultos no toleran ese tipo
de comportamientos. La mayoría aprenderá también a esperar que el otro niño deje de
utilizar el juguete y descubrirá que una buena manera de evitar las interacciones
negativas es pedir el juguete en lugar de tomarlo por la fuerza.
Tremblay concluye que aprender a ser paciente para obtener lo que se desea (preferir
la satisfacción a largo plazo a la recompensa inmediata) y aprender a utilizar el lenguaje para convencer a los otros y satisfacer así los propios deseos parecen ser los dos
factores más importantes para prevenir las agresividad física crónica. En particular,
el desarrollo de la capacidad de expresarse es inversamente proporcional al del comportamiento
impulsivo y criminal.
Los resultados de las investigaciones de Tremblay ponen así en entredicho la teoría del aprendizaje social. El proceso de desarrollo de la agresión indica que no se aprende el comportamiento
violento, sino que se aprende a controlar dicho comportamiento. Esto pone en tela
de juicio varias décadas de investigaciones criminológicas inspiradas por dicha teoría.
Por ejemplo, Tremblay se pronuncia contra la hipótesis –derivada de la teoría del
aprendizaje social– de que los niños aprenden a ser violentos a través de los medios
de comunicación como la televisión o la práctica de juegos de combate, reales o virtuales.
Su argumento es que las agresiones físicas alcanzan su punto máximo a los dos años,
mientras que la exposición a las imágenes violentas de los medios de comunicación
y la participación en juegos de combate aumenta con la edad.
Por todos estos motivos, Tremblay considera que es fundamental prevenir la violencia desde la primera infancia. Si durante los primeros años de vida el bebé está rodeado de adultos violentos,
aprenderá que la violencia forma parte de las relaciones sociales cotidianas. En cambio,
si está rodeado de adultos que no toleran la agresividad física y recompensan los
comportamientos prosociales, hay muchas probabilidades de que aprenda a utilizar métodos
no agresivos para obtener lo que desea o para expresar su frustración. Por este motivo,
ha desarrollado, programas de ayuda para, por ejemplo, madres toxicómanas y adolescentes,
quienes carecen con frecuencia de las habilidades necesarias para educar correctamente
a sus bebés.
Según Tremblay, los niños que no aprenden durante los años pre-escolares a encontrar
soluciones para evitar la utilización de la agresión física tendrán luego serios problemas;
en particular tendrán tendencia a ser hiperactivos, distraídos, inquietos y a no ayudar
a los otros. Esto hará que sean rechazados por sus compañeros de escuela, que obtengan
malos resultados escolares y que perturben con su comportamiento las actividades escolares.
Al mismo tiempo aumentará el riesgo de que sean retirados de su entorno natural para
colocarlos en clases, escuelas o instituciones especiales, acompañados de otros niños
desviados. Se trata de la situación ideal para fomentar el desarrollo de un comportamiento
marginal. Durante la pre-adolescencia, serán con frecuencia los primeros en consumir
sustancias tóxicas y tener relaciones sexuales. Presentan también un riesgo elevado
de abandonar los estudios, de sufrir accidentes graves, de tener comportamientos violentos,
de entrar en contacto con el sistema de justicia penal, de ser diagnosticados con
un trastorno psiquiátrico, de encontrarse desempleados y de ser padres a una edad
muy temprana. Tremblay señala que los estudios que han seguido a niños agresivos hasta
la edad adulta han corroborado las consecuencias extremadamente negativas de esa violencia,
no sólo para ellos mismos sino también para sus parejas, hijos (que aprenderán también
que la violencia es un medio aceptable de resolver conflictos), y para la comunidad
en la que viven. Por estos motivos Tremblay considera que la relación causal entre
pobreza y violencia debe interpretarse de manera inversa a aquella que se ha aplicado
hasta ahora. No sería la pobreza la que provocaría la violencia; por el contrario,
el no enseñar a los niños a controlar sus comportamientos violentos durante la primera
infancia contribuye a crear adultos violentos que tienen muchas probabilidades de
vivir en la pobreza.
4.7. Teorías situacionales
Bajo la denominación de teorías situacionales se engloban una serie de teorías que
se inspiran del viejo proverbio que sostiene que «la ocasión hace al ladrón». La más
pertinente de ellas en el marco del estudio de la delincuencia juvenil es la teoría de las actividades cotidianas (routine activities) de Cohen y Felson (1979), desarrollada posteriormente en profundidad por Felson
en sucesivas ediciones de su libro sobre la delincuencia y la vida cotidiana (Felson,
1994; Felson y Boba, 2010).
La importancia de las ocasiones en la génesis de la delincuencia fue destacada ya
por Aristóteles en su Retórica, y la mayoría de las religiones otorgan suma importancia al concepto de tentación.
También autores del siglo XIX como Cesare Lombroso y Adolphe Quételet mencionan a las ocasiones (uno de los tipos
de delincuente identificados por Lombroso es el delincuente ocasional), pero otorgándoles
siempre un papel secundario. El cambio que se produce entre mediados y finales de
los años 1970 es que las ocasiones pasan a ocupar un lugar central en ciertas explicaciones
de la delincuencia y de la victimización. Esto sucede tanto en la teoría de las actividades
cotidianas como en la teoría del estilo de vida (Hindelang, Gottfredson y Garofalo, 1978).
Cohen y Felson (1979) constataron que las teorías criminológicas tradicionales predecían,
a escala macrosocial, que una mejora de las condiciones socioeconómicas implicaría
una disminución de la delincuencia. Sin embargo, en el período posterior a la segunda
guerra mundial, las condiciones socioeconómicas mejoraron de manera considerable en
los Estados Unidos y, sin embargo, la delincuencia también aumentó. Para explicar
esta contradicción, Cohen y Felson (1979) parten de la hipótesis de que es necesaria
la presencia de tres elementos para que se produzca un delito:
-
-
un blanco atractivo (que puede ser una persona o un objeto), y
-
la ausencia de vigilancia.
Los autores consideran que los cambios sociales experimentados después de la segunda
guerra mundial han disminuido la vigilancia de las casas (a causa de la incorporación
de la mujer al mercado de trabajo, la generalización de las vacaciones, etc.) y aumentado
la cantidad de blancos atractivos (a causa de la multiplicación de aparatos electrónicos
de pequeñas dimensiones, que son fácilmente transportables y los cambios en el estilo
de vida que hacen que las personas pasen más tiempo fuera de sus casas). Con respecto
a los delincuentes, consideran que siempre habrá personas dispuestas a cometer un
delito si la ocasión se presenta. Así, los cambios en las actividades cotidianas de la población han aumentado
las ocasiones de cometer delitos, lo que permite explicar el aumento de la delincuencia
sin necesidad de recurrir a teorías que se interesen en los motivos de las personas
para cometer o no cometer delitos.
Aplicada a la delincuencia juvenil, esta teoría presta especial atención a las actividades
cotidianas de los adolescentes. Así, tradicionalmente quienes más se exponían al riesgo
de encontrar ocasiones de cometer delitos eran aquellos que pasaban mucho tiempo con
sus pares (peers, es decir adolescentes del mismo grupo de edad, sin que se trate necesariamente de
amigos) llevando a cabo actividades no supervisadas y desestructuradas en espacios
públicos. Por ejemplo, Felson (1994) estimaba que una hora pasada en un sitio público
presentaba 10 veces más riegos que una hora en casa. Actualmente, el desarrollo de
las redes sociales virtuales, nos obliga a agregar que, incluso dentro de casa, los
adolescentes pueden y suelen estar expuestos a una impresionante cantidad de ocasiones
de cometer delitos.
Al mismo tiempo, los adolescentes utilizan actualmente una gran cantidad de aparatos
electrónicos (teléfono inteligente, reproductor de mp3, tableta, ordenador, etc.)
que constituyen blancos propicios para los delincuentes. En efecto, se trata de bienes
que tienen un cierto valor, que presentan generalmente un tamaño pequeño y por tanto
son fácilmente transportables, son fácilmente visibles, producen un placer inmediato,
es relativamente fácil apoderarse de ellos, y es probable que quien se los apropie
no experimente sentimientos de culpabilidad (por ejemplo, el autor del hurto podría
escudarse detrás de una técnica de neutralización pensando que el propietario del
teléfono será indemnizado por su seguro). Así, en función de su estilo de vida, muchos
adolescentes se encuentran con numerosas ocasiones tanto de cometer delitos como de
ser víctimas de
delitos[].
Cabe agregar que una parte del éxito de la teoría de las actividades cotidianas se
debe a que encuentra una aplicación práctica a través de su vínculo con la prevención situacional (Felson y Clarke, 1998). El principal impulsor de esta técnica de prevención es Ronald
Clarke, coautor de la teoría de la elección racional (Clarke y Cornish, 2000). En
lugar de actuar sobre los delincuentes potenciales, la prevención situacional intenta
reducir la delincuencia modificando el entorno en que podrían producirse los delitos.
En pocas palabras: si la ocasión hace al ladrón, entonces al eliminar la ocasión se
puede evitar el delito. Como ejemplos de medidas de prevención situacional podemos
citar la eliminación inmediata de grafitis y tags en muros y transportes públicos
(para evitar que los autores puedan vanagloriarse de ellos ante sus amigos), el escalonamiento
de los horarios de salida de los colegios (para evitar que, al salir todos los alumnos
juntos, los mayores puedan encontrar ocasiones propicias para molestar a los más pequeños),
o el aumento de la vigilancia en aquellos espacios públicos que sirven de lugar de
encuentro para los adolescentes, llegando en casos extremos al enrejado de plazas
para poder evitar el acceso a ellas durante las noches. De esta manera, la teoría
de las actividades cotidianas permite identificar las situaciones propicias al delito,
y la prevención situacional actúa sobre ellas.
5. Factores de riesgo y factores de protección
5.1. Generalidades sobre los factores de riesgo y de protección
En las próximas secciones nos ocuparemos de una serie de factores que, según la gran
mayoría de las investigaciones criminológicas, tienen una relación con la implicación
en la delincuencia o, por el contrario, con el desarrollo de un comportamiento conforme
a la ley. Se trata de la familia, la escuela, el barrio de residencia y los amigos.
Bajo determinadas condiciones, estos factores pueden ser factores de riesgo, es decir
que pueden aumentar las probabilidades de que el adolescente cometa delitos. Por ejemplo,
una familia conflictiva, el fracaso escolar, el hecho de vivir en un barrio desfavorecido,
de estar rodeado de amigos desviados o de formar parte de una banda juvenil pueden
aumentar las probabilidades de que un adolescente adopte un estilo de vida desviado.
Sin embargo, estos factores podrían presentarse de manera positiva y transformarse
en factores de protección, es decir en factores que aumentan las probabilidades de
que un adolescente desarrolle un comportamiento conforme a la ley. Podemos así imaginar
un clima familiar cordial, con padres que supervisan correctamente el comportamiento
de sus hijos y les brindan cariño y protección, o una enseñanza escolar eficaz, un
barrio en el que los vecinos se aprecien y respeten, o un grupo de amigos convencionales,
implicados en actividades pro-sociales. Señalemos, sin embargo, que la mayoría de
las investigaciones criminológicas han tratado estos factores como factores de riesgo,
concentrándose así en configuraciones familiares, escolares, barriales o amistosas
negativas, y en los efectos nefastos que estas configuraciones podrían tener sobre
la implicación en la delincuencia de los adolescentes expuestos a ellas.
5.2. La familia
La familia es considerada el principal agente de socialización puesto que, por regla
general, el individuo convive con sus padres durante los primeros años de vida y,
en consecuencia, recibe de ellos su educación elemental. Dada la importancia de esta
primera formación, podemos decir que la influencia familiar suele hacerse sentir,
con mayor o menor intensidad, durante toda la vida del ser humano. Por este motivo
se ha afirmado que la familia es «la institución esencial a través de la cual se asegura
la reproducción de las relaciones sociales» (Ferreol y Noreck, 1993: 98).
En este contexto, la socialización puede ser definida como «el proceso por el cual
los individuos aprenden los modos de actuar y de pensar de su entorno, los interiorizan
integrándolos en su personalidad y llegan a ser miembros de grupos donde adquieren
un estatus específico» (Ferreol, 1995). La vida pacífica en sociedad sería imposible
en ausencia de ciertas normas básicas de convivencia, y el proceso de socialización
intenta inculcar en los nuevos miembros de la sociedad el respeto de dichas normas.
Para Busino (1992: 83), «el resultado de la socialización no es bueno en sí o por
sí mismo: es bueno en la medida en que se ajusta a lo que esperan los adultos, los
grupos sociales que gozan de prestigio, que poseen influencia y poder, en suma, aquellos
que son capaces de hacer valer sus propios valores –sean estos los que sean– con exclusión
de los demás.»
Desde el punto de vista de las teorías criminológicas, la familia puede ser tanto
un factor de protección como de riesgo con respecto a la implicación en la delincuencia.
Así, una socialización conforme a las normas de convivencia social facilitará la vida
del niño en sociedad y actuará así como un factor de protección. Esta idea se entronca
con la teoría del aprendizaje social, que también prevé que una socialización inapropiada, por ejemplo con modelos paternos
desviados, hermanos o hermanas implicados en comportamientos antisociales, o padres
que carecen de capacidades para resolver los conflictos familiares de manera pacífica,
constituye un factor de riesgo.
En la misma línea, la teoría del control considera que el riesgo de implicarse en la delincuencia aumenta cuando los padres
que no supervisan correctamente a sus hijos, estableciendo, por ejemplo, reglas claras
y consistentes sobre lo que está permitido y lo que esta prohibido, las horas de regreso
a casa y el respeto de dichas horas, e interesándose en quiénes son los amigos de
sus hijos. En sentido contrario, la familia sería un factor de protección cuando el
control paterno es establecido de manera correcta. Este control paterno tiene una
influencia directa sobre las actividades de los adolescentes, y en particular sobre
el tiempo pasado fuera de casa y las personas con las que se pasa este tiempo. Como
hemos visto precedentemente, en este contexto las teorías situacionales prevén que el riesgo de cometer un delito es mayor cuanto mayor sea el tiempo pasado
fuera de casa realizando actividades no estructuradas y no supervisadas. La influencia
del tiempo pasado en el ciberespacio no ha sido aún medida de manera precisa, pero
es sin duda otro elemento esencial de la exposición al riesgo de los adolescentes.
Al mismo tiempo, una familia con un elevado nivel de conflictos internos, constituye
una fuente de tensión para sus miembros, forzando a veces a los adolescentes a preferir
pasar más tiempo fuera de casa y, eventualmente, a implicarse en comportamientos sociales,
ya sea porque se les presenta la oportunidad (teorías situacionales) o porque dichos comportamientos constituyen una manera de liberar la tensión (teoría de la tensión).
Finalmente, desde la perspectiva de la teoría del etiquetamiento puede afirmarse que los hijos de familias disociadas, conflictivas, o cuyos padres
o hermanos han tenido antecedentes delictivos, serán con frecuencia etiquetados como
problemáticos o conflictivos, lo que engendrará el rechazo de sus pares convencionales
y un control más importante ejercido por las autoridades del sistema de justicia penal.
Las investigaciones empíricas se han ocupado con frecuencia de la influencia de la
estructura familiar sobre la implicación en la delincuencia de los hijos. Hasta los
años 1990, la mayoría de estas investigaciones distinguían las familias monoparentales
–designadas bajo la denominación genérica de familias disociadas u hogares rotos (broken homes) de las familias intactas (generalmente definidas como aquellas en las que había
dos figuras paternas; lo que llevaba con frecuencia a incluir las familias recompuestas
bajo esta denominación). La hipótesis central de estas investigaciones sugiere que
existe una correlación entre familia disociada y delincuencia, en el sentido de que
los hijos de familias disociadas cometen más delitos que los hijos de familias intactas.
En uno de los primeros meta-análisis realizados en criminología, Wells y Rankin (1991)
presentaron los coeficientes de correlación entre familia disociada y delincuencia
de 44 investigaciones. Estos coeficientes varían entre 0,005 y 0,50. La media es de
0,153, con una desviación típica de 0,109. Se trata de coeficientes Phi, lo que significa
que la tasa de prevalencia de la delincuencia en las familias disociadas era superior
en un 15 % a la de las familias intactas. Cuando los resultados de las investigaciones
son ponderados en función del tamaño de la muestra, el coeficiente de correlación
desciende a 0,11; pero en todos los casos resulta estadísticamente significativo.
Sin embargo, los mismos autores previenen que estos resultados deben interpretarse
con precaución puesto que las correlaciones varían según el tipo de delincuencia analizado.
En efecto, la correlación entre familia disociada y delincuencia es muy débil para
los delitos graves (hurtos, robos y comportamientos violentos); es un poco más fuerte
para las infracciones en materia de estupefacientes (especialmente para el consumo
de drogas blandas) y alcanza su punto máximo con las contravenciones estatutarias.
En los últimos años, las investigaciones han comenzado a tomar en consideración la
creciente complejidad de las relaciones familiares del mundo contemporáneo. Desde
un punto de vista teórico, la combinación de padres biológicos y adoptivos, padrastros
y madrastras, guardas exclusivas a uno de los padres y guardas compartidas, y jefes
de familia hombres y mujeres, puede dar lugar a una gran cantidad de tipos de familias.
En la práctica, la mayoría de las investigaciones no disponen de muestras lo suficientemente
grandes como para crear tantos subgrupos –correspondientes a los diferentes tipos
de familia– y conseguir que esos subgrupos tengan el tamaño necesario para realizar
análisis estadísticos. Así, una división posible es la que distingue entre tres tipos
de familias:
Los resultados obtenidos en Suiza con la ISRD-2 indican que existen diferencias significativas
entre estos tres tipos de familia. Los adolescentes de familias recompuestas estaban
con mayor frecuencia implicados en la delincuencia que los adolescentes de familias
monoparentales, y estos que los de familias intactas (Aebi, Lucia y Egli, 2010). Sin
embargo, las diferencias no eran de gran magnitud y, en particular, estaban también
relacionadas con el clima familiar en estos diferentes tipos de familias. Esto nos
lleva a la distinción entre dinámica familiar (la calidad de las relaciones entre los miembros de la familia) y estructura familiar. Para operacionalizar la dinámica familiar en una encuesta de autoinforme, los criminólogos
utilizan preguntas sobre, por ejemplo, la manera en la que los hijos se llevan con
sus padres, así como sobre las eventuales disputas entre los padres. En la investigación
precitada, los adolescentes de familias recompuestas presentaban, en general, resultados
más negativos en estas dimensiones que los adolescentes de familias monoparentales
e intactas. Los resultados sugieren que, si la dinámica fuese la misma en los diferentes
tipos de familia, la estructura no tendría importancia. Sin embargo, en la práctica
la dinámica no es la misma. En el caso de las familias recompuestas, esto puede deberse
a que las relaciones entre los hijos de un primer matrimonio y el nuevo compañero
sentimental de la madre –que es en la mayoría de los casos quien guarda la custodia
de los hijos– pueden ser difíciles y complicar el ejercicio de la autoridad necesaria
para fijar límites al comportamiento de los adolescentes. Esto implica que existe
una cierta interacción entre la estructura y la dinámica familiar.
En esta perspectiva, recordemos que con frecuencia se pone en relación el aumento
de los divorcios con el de las familias parentales. Sin embargo, es importante puntualizar
que una buena parte de los divorcios conciernen parejas que no tienen hijos menores,
por lo que el porcentaje de familias monoparentales es muy inferior al de parejas
divorciadas. Por ejemplo, según datos del INE (2014), en 2013 había en España 1.707.700
hogares monoparentales (definidos como hogares en que conviven la madre con hijos
o el padre con hijos) y 6.362.800 hogares en los que viven parejas con hijos. Se trata
de una cifra muy inferior a la que se obtendría con una estimación basada en un porcentaje
de divorcios del 50 %, que es el porcentaje que suele invocarse en muchos discursos
políticos.
Cabe también señalar que los estudios empíricos suelen encontrar correlaciones entre
la delincuencia de padres e hijos (generalmente se trata en este caso de estudios longitudinales en los que se han
relevado datos tanto de los padres como de los hijos) y entre la delincuencia de diversos
hermanos de una misma familia. Las teorías situacionales y la teoría del aprendizaje
proponen una explicación plausible de estas correlaciones, en la medida en que sugieren
que se explican por los modelos de aprendizaje de estos adolescentes y las oportunidades
que se les presentan.
En materia de política criminal, ciertos políticos de tendencia conservadora han señalado
que la correlación entre disociación familiar y delincuencia podría interpretarse
en el sentido de que las
subvenciones otorgadas a estas familias amplifican la delincuencia, y que, por lo tanto, deberían
ser reducidas. Los resultados de las investigaciones empíricas sugieren lo contrario.
Las familias monoparentales tienen un estatus socioeconómico inferior al de las familias
intactas –incluso con una pensión alimenticia, los ingresos de las familias monoparentales
son inferiores a los de las familias intactas–, lo que las lleva a vivir con frecuencia
en barrios menos favorecidos y fuerza al padre o madre a cargo de esas familias a
buscar trabajos a tiempo completo, que les mantienen muchas horas fuera del hogar.
Esto significa que las ayudas a este tipo de familias –que pueden tomar diversas formas–
deberían multiplicarse en lugar de
reducirse[].
5.3. La escuela
La escuela –entendida aquí en un sentido amplio que incluye tanto la escuela primaria
como la secundaria– no sólo contribuye a la educación de los niños y adolescentes,
sino que constituye también un importante agente de socialización.
Las investigaciones empíricas constatan sistemáticamente una correlación entre el
fracaso escolar y la delincuencia. Globalmente, los adolescentes que tienen problemas escolares suelen
estar más implicados en comportamientos antisociales que aquellos que no presentan
dichos problemas. Recordemos aquí una vez más que esto no significa que todos los
adolescentes que tienen problemas escolares están implicados en comportamientos antisociales,
sino que, cuando se compara el conjunto de adolescentes con dificultades escolares
al conjunto de aquellos que no presentan dichas dificultades, el primer conjunto presenta
tasas de delincuencia superiores a las del segundo. Para operacionalizar el fracaso
escolar, los investigadores utilizan como indicadores, por ejemplo, el abandono escolar,
el hecho de repetir un año de estudios, las calificaciones bajas, el hecho de detestar
la escuela o las malas relaciones con maestros y profesores.
Sin embargo, la correlación entre fracaso escolar y delincuencia, no implica que el
primero sea la causa de la segunda. Como lo hemos señalado en la sección 4.1, las
investigaciones transversales constatan que los dos fenómenos se presentan al mismo
tiempo, pero no permiten establecer relaciones causales. Desde un punto de vista empírico,
la causalidad podría ser inversa, en el sentido de que la implicación en la delincuencia
–con lo que esta conlleva de tiempo pasado fuera de casa, de conflictos familiares
si los padres la descubren y de rechazo de otros adolescentes convencionales– sea
la causa de los malos resultados escolares. También podría existir una tercera variable
–p.ej., una supervisión familiar insuficiente– que sería la causa de ambos fenómenos.
Tomando en consideración los resultados de investigaciones longitudinales, Agnew (2009)
considera que el efecto causal del fracaso escolar sobre la delincuencia es modesto
e indirecto, en el sentido de que el hecho de no dedicar suficiente tiempo a la escuela
deja un tiempo libre que permite la frecuentación de pares y amigos desviados. Al
mismo tiempo, el hecho de que la relación sea causal, implica que los programas dedicados
a mejorar el rendimiento escolar deberían reducir al mismo tiempo la delincuencia,
y este resultado ha sido corroborado al evaluar algunos programas. La clave se encuentra
en el hecho de que estos programas proponen actividades estructuradas y supervisadas
que se desarrollan fuera del horario escolar y reducen a la vez el tiempo libre del
adolescente, de tal manera que éste dispone de menos ocasiones para frecuentar amigos
desviados y encuentra menos oportunidades de cometer delitos.
Las investigaciones empíricas sugieren que las mejores escuelas suelen caracterizarse por tener clases con un número limitado de estudiantes, ofrecer
a estos buenas condiciones de trabajo y perspectivas de futuro, controlar la disciplina
de los estudiantes, pero recompensar al mismo tiempo sus esfuerzos, disponer de buenos
recursos económicos y fomentar relaciones cordiales entre el sector administrativo
y los profesores. Estas escuelas se caracterizan así por presentar bajos niveles de
conflicto (teoría de la tensión), supervisar adecuadamente a los estudiantes (teoría
del control), promover métodos de educación apropiados (teoría del aprendizaje social),
evitar que los estudiantes sean calificados de vagos o problemáticos (teoría del etiquetamiento),
y ofrecer menos oportunidades para la comisión de actos desviados (teorías situacionales).
Todo esto conlleva a que los adolescentes que asisten a estas escuelas estén menos
implicados en la delincuencia (Agnew, 2009).
5.4. El barrio
Todos sabemos que en cada gran ciudad hay algunos barrios más peligrosos que otros. Históricamente, el desarrollo de estos barrios está vinculado, en Europa,
al crecimiento desmesurado de ciertas ciudades que se produjo a partir de la industrialización
y a la aparición del proletariado como nueva clase social. Las ciudades, con sus nuevas
fábricas, atraían grandes masas de trabajadores rurales que recibían míseros salarios
y se instalaban en aquellos barrios que ofrecían viviendas con alquileres moderados,
o en nuevos barrios que se desarrollaban sin una clara planificación urbana. Al mismo
tiempo, la llegada de estos habitantes producía en muchos casos el éxodo de los antiguos
vecinos hacia barrios menos degradados, y el mismo camino seguían aquellos nuevos
habitantes que conseguían mejorar su situación económica. Así, estos barrios sufrían
un proceso de degradación progresiva. Las intervenciones del Estado durante buena parte del siglo XX consistían generalmente en la construcción de grandes bloques de apartamentos que
creaban a su vez nuevos barrios desfavorecidos. En España, durante las décadas de
1960 y 1970, se construyeron por ejemplo «las 3.000 viviendas» en Sevilla, o el barrio
«San Cosme» en Barcelona. Si bien estas viviendas ofrecían en un primer momento unas
condiciones de vida aceptables, muchos de los barrios en los que se construyeron se
transformaron rápidamente en zonas consideradas como peligrosas.
De hecho, en algunas ciudades –p.ej., en Lyon, Francia– algunos de los grandes edificios
de apartamentos construidos a partir de la década de 1950 comenzaron a ser demolidos
a partir de los años 1990. En términos de urbanismo, la solución no consiste en aglutinar
en el mismo barrio a todas las familias que sufren problemas económicos, sino en distribuir
las viviendas económicas en diferentes barrios de la ciudad. Esta solución es con
frecuencia rechazada por los habitantes de los barrios acomodados, que temen una degradación
de la zona en la que residen así como una disminución del valor de sus viviendas.
En la prensa, pueden encontrarse numerosos ejemplos de vecinos que se manifiestan
contra la instalación en su barrio de personas de determinadas etnias decidida, en
muchos casos, por los servicios sociales que intentan mejorar la situación general
de la población. Nos encontramos así en un círculo vicioso en el que la mejor solución
para las familias desfavorecidas es rechazada por aquellas que tienen una mejor situación
económica.
Los barrios desfavorecidos son estudiados por los criminólogos porque, con frecuencia,
muchos de los delincuentes identificados por el sistema de justicia penal provienen
de dichos barrios. En ese contexto, la primera operación a realizar al iniciar una
investigación consiste en definir qué barrios son considerados como desfavorecidos.
Generalmente, para definir dichos barrios, los criminólogos han tomado en consideración
cuatro dimensiones (Agnew, 2009):
-
las dificultades económicas de los habitantes,
-
-
la presencia de familias disociadas, y
-
En la segunda mitad del siglo XX, el aumento de la inmigración en Europa Occidental condujo también a tomar en consideración
la presencia de minorías étnicas, una característica también estudiada en Estados
Unidos desde los inicios de la criminología, debido a la larga tradición de inmigración
de ese país. Sin embargo, la mayoría de las minorías étnicas que componen la inmigración
se caracterizan por presentar un nivel socioeconómico más bajo que el del resto de
la población. En la práctica esto lleva a que el efecto de la presencia de minorías
étnicas desaparezca cuando se toma en consideración el nivel socioeconómico del barrio.
-
Las dificultades económicas pueden operacionalizarse tomando en consideración, por ejemplo el valor medio de
compra o de alquiler de las propiedades del barrio, el salario medio de sus habitantes,
el porcentaje de desempleo o el porcentaje de familias que reciben ayudas sociales.
-
La
población inestable puede operacionalizarse consultando los registros de las oficinas de empadronamiento
para observar la rotación de las personas que se instalan en dichos barrios. El interés
por esta dimensión se desarrolló bajo la influencia de investigaciones estadounidenses
sobre inmigrantes que se establecían en un barrio desfavorecido y lo abandonaban apenas
sus medios económicos les permitían mudarse a un barrio mejor. En Europa Occidental,
la ausencia de políticas de inmigración claras, ha llevado a que muchos inmigrantes
descarten la posibilidad de integrarse en el país de acogida, y también a que muchos
extranjeros se encuentren en situación ilegal y ni siquiera tengan la posibilidad
de
integrarse[]. En la mayoría de los casos, estos inmigrantes intentan entonces ahorrar dinero y
volver a sus países de origen, una situación que no les incita a comprar una propiedad
o a mudarse a barrios donde los alquileres son más caros. En consecuencia, la movilidad
de estas personas parece mucho más reducida que la que fue observada en Estados Unidos.
-
La disociación familiar puede operacionalizarse tomando en consideración el porcentaje de familias monoparentales
y recompuestas entre las familias del barrio.
-
Finalmente, la degradación urbana puede operacionalizarse a través de la presencia de grafitis en las paredes, de basura
en las calles, de prostitución y de venta de drogas. Esto puede realizarse a través
de observaciones realizada por los investigadores o, como se hizo en la ISRD-2, a
través de preguntas realizadas a los adolescentes sobre la presencia de esos elementos
en sus barrios.
De más está decir que, cada vez que se miden estas cuatro dimensiones, es necesario
comparar la puntuación de diferentes barrios para poder decidir cuáles son aquellos
que pueden ser considerados como desfavorecidos. En ningún caso deben medirse estas
dimensiones en un solo barrio, considerado a priori como desfavorecido, porque esto
dejaría a la investigación sin punto de comparación.
Las investigaciones empíricas corroboran que los adolescentes que viven en barrios
desfavorecidos presentan globalmente tasas de delincuencia más elevadas que las de
los jóvenes que viven en otros barrios. Este resultado proviene en general de encuestas
de autoinforme que clasifican a los adolescentes según el barrio en el que viven y
comparan luego las tasas de prevalencia e incidencia de la delincuencia de dichos
grupos. Las investigaciones que han tomado en consideración el barrio de residencia
de los adolescentes detenidos por la policía, condenados por los tribunales o institucionalizados
confirman también una sobrerrepresentación de aquellos que viven en barrios
desfavorecidos[]. ¿Cómo explicar esta correlación?
-
En primer lugar, un barrio degradado ofrece más oportunidades de cometer delitos o
realizar actos antisociales como pintar grafitis, consumir o vender drogas, o aprovechar
la presencia de drogadictos para apoderarse de su dinero (teorías situacionales).
-
En segundo lugar, la presencia de otros adolescentes desviados puede favorecer también
el aprendizaje de la delincuencia y la racionalización de la comisión de dichos actos
(teoría del aprendizaje social).
-
En tercer lugar, las dificultades económicas favorecen un estado de estrés psicológico
en los habitantes del barrio, que podría ser liberado a través de la delincuencia
(teoría de la tensión).
-
En cuarto lugar, en un barrio peligroso, el control social informal ejercido por los
vecinos es inferior al que existe en otros barrios porque las personas suelen evitar,
por ejemplo, los paseos nocturnos en dichos barrios
(teoría del control)[].
-
En quinto lugar, los adolescentes que viven en estos barrios tienen más probabilidades
de ser considerados como adolescentes problemáticos, de manera que tendrán dificultades
para encontrar amigos entre los adolescentes convencionales y, al mismo tiempo, podrían
ser controlados con mayor frecuencia por las patrullas policiales que recorren los
barrios desfavorecidos (teoría del etiquetamiento).
Como vemos, las principales teorías criminológicas proponen explicaciones coherentes
sobre la relación entre barrios desfavorecidos e implicación en la delincuencia. Cabe
agregar que la presencia de adolescentes desviados en un barrio contribuye a su degradación,
generando así un círculo vicioso que, al amplificar las características negativas
de un barrio puede hacer aumentar también la implicación en la delincuencia de los
habitantes de dicho barrio.
Los lectores habrán observado que en nuestras explicaciones hemos evitado señalar
que los barrios desfavorecidos presentan tasas de delincuencia más elevadas que los
otros barrios. En cambio hemos indicado que los adolescentes que viven en dichos barrios
presentan tasas de delincuencia más elevadas que otros adolescentes. Esto se debe
a que muchos delitos no son cometidos en la zona de residencia (p.ej., hay más víctimas
propicias para un tirón en el centro de la ciudad que en un barrio periférico) y que
algunos delitos que son cometidos en el barrio de residencia (p.ej., las peleas entre
grupos de adolescentes) no son denunciados a la policía, de la que con frecuencia
suelen desconfiar los habitantes del barrio (en gran parte por las razones que esgrimimos
al mencionar la teoría del etiquetamiento). Las estadísticas policiales informan sobre
el lugar en que se cometieron los delitos, y no reflejan el lugar de residencia de
los autores de dichos delitos. Por ese motivo, el centro de una ciudad suele presentar
altas tasas de delincuencia que no significan que en ese lugar viva una gran cantidad
de delincuentes.
Finalmente, señalemos que el hecho de haber constatado que en los barrios desfavorecidos
hay más adolescentes desviados que en los barrios convencionales, no debe en ningún
caso inducir al lector a generalizar estos resultados y considerar que todo adolescente
que vive en un barrio desfavorecido será más delincuente que un adolescente que vive
en un barrio convencional. Este razonamiento erróneo, que consiste en sacar conclusiones
de micro-nivel (los individuos) a partir de resultados de macro-nivel (el barrio)
se conoce como falacia ecológica. Un adolescente de un barrio desfavorecido puede sobrepasar los límites impuestos
por dicho barrio, puesto que hay muchos elementos que pueden actuar como factores
de protección. Por ejemplo, la educación recibida en el seno de la familia y de la
escuela puede dotar al joven de un bagaje que le permita obtener una buena ocupación
y realizarse personalmente. En este sentido, las políticas públicas de apoyo a los
barrios desfavorecidos deberían ser no sólo una de las prioridades en materia de política
social sino también en materia de política criminal.
5.5. Los amigos
Cuando los adolescentes cometen delitos, en general lo hacen en grupo. Al mismo tiempo,
los adolescentes más implicados en la delincuencia suelen tener amigos desviados. Esta última es una de las correlaciones más robustas y constantes en la investigación
criminológica. Con frecuencia se la ha explicado utilizando la teoría del aprendizaje
social. Sin embargo, las investigaciones transversales no permiten establecer claramente
la causalidad. Un adolescente puede haber aprendido de sus amigos cómo cometer delitos
y racionalizarlos; pero también es posible que un adolescente que lleva a cabo comportamientos
antisociales prefiera buscar amigos con un perfil similar –algo que sucede en todos
los dominios de la vida: quien gusta del deporte, por ejemplo, suele buscar o encontrar
amigos deportistas– o sea rechazado por los adolescentes convencionales y deba conformarse
con amigos desviados. Al mismo tiempo es posible que existan terceras variables –el
fracaso escolar, la falta de supervisión parental, el barrio en el que se vive– que
causan ambos fenómenos.
La criminología se ha interesado no sólo en la presencia de amigos desviados sino,
de manera más general, en la de pares desviados. Todos los compañeros de grado y los adolescentes de la misma edad del barrio son
pares, pero sólo algunos de ellos son amigos entre sí. Algunos de estos grupos forman
bandas juveniles (youth street gangs), y estas últimas han sido con frecuencia estudiadas. Sin embargo, al hablar de bandas,
conviene dejar de lado el concepto de causalidad. En efecto, como veremos enseguida,
las definiciones de bandas suelen exigir que éstas hayan cometido delitos para considerarlas
como tales. Se incurriría así en una tautología si se exigiera que un grupo cometa
delitos para considerarlo una banda y luego se sostuviera que los delitos se cometen
porque el adolescente forma parte de una banda.
Uno de los grupos de trabajo de la Sociedad Europea de Criminología (European Society of Criminology) es el Eurogang Network, que ha definido una banda como «un grupo durable de jóvenes que pasa mucho tiempo
en las calles y cuya implicación en la delincuencia forma parte de su identidad de
grupo». Se considera que hacen falta al menos tres miembros para hablar de un grupo
y que deben haber pasado al menos tres meses juntos para que el grupo pueda ser considerado
durable.
El grupo Eurogang ha realizado numerosas investigaciones empíricas, cuyos principales
resultados fueron resumidos por Klein, Weerman y Thornberry (2006). Estos últimos
constatan que las bandas callejeras europeas están compuestas principalmente por minorías
étnicas o nacionales, que su desarrollo es relativamente reciente y aún aquellos que
existen desde hace 10 o 15 años, aún no se han estabilizado. Al mismo tiempo, los
miembros de esas bandas tienen tasas más elevadas de comportamientos violentos –y
se implican en formas más graves de violencia– que quienes no son miembros de una
banda. En particular, la relación entre los comportamientos violentos y la pertenencia
a una banda es más robusta para los delitos violentos más graves. En este contexto,
el comportamiento violento típico de los miembros de bandas europeas son las peleas.
Comparadas a las bandas estadounidenses, las europeas presentan tasas más bajas de
violencia, lo que podría deberse a su desarrollo reciente, a la restringida presencia
de armas de fuego y al hecho de que los grupos europeos dan menos importancia a la
defensa del territorio que ocupa la banda.
6. La teoría general de la delincuencia juvenil de Agnew
Robert Agnew (2009) ha propuesto una teoría general de la delincuencia que toma en
consideración los resultados empíricos de las investigaciones disponibles y las principales
teorías criminológicas, combinándolos en un conjunto de hipótesis coherentes.
El objetivo principal de esta teoría es explicar por qué ciertos adolescentes tienen
más probabilidades que otros de implicarse en la delincuencia. Subsidiariamente, la
teoría intenta explicar las características de la delincuencia a lo largo de la vida
de una persona (explicación de micro-nivel) así como la diferente implicación en la
delincuencia de diversos grupos sociales (explicación de macro-nivel). La teoría de
Agnew (2009) utiliza cuatro factores explicativos:
-
la irascibilidad y el bajo autocontrol;
-
la educación familiar deficiente;
-
las experiencias escolares negativas; y
-
la delincuencia de los pares.
Cada factor corresponde a uno de los grandes aspectos de la vida de los adolescentes:
Además cada factor contribuye a aumentar el riesgo de implicarse en la delincuencia
por razones que son explicadas por las grandes teorías criminológicas presentadas
en este capítulo.
-
En primer lugar, las personas irascibles y con un bajo nivel de autocontrol tienen más probabilidades de implicarse en la delincuencia no sólo por las razones
expuestas por la teoría del autocontrol, sino también porque viven con frecuencia
situaciones de estrés (teoría de la tensión), suelen buscar recompensas a corto plazo
y sensaciones fuertes (teoría del aprendizaje) y son más fácilmente etiquetadas como
problemáticas (teoría del etiquetamiento). Este estilo de vida aumenta también las
ocasiones que se les presentan de cometer delitos (teorías situacionales).
-
En segundo lugar, la educación familiar deficiente hace referencia a la utilización, por parte de los padres, de técnicas
inadecuadas para educar a sus hijos. Estas incluyen principalmente el rechazo o la
negligencia hacia los niños, un vínculo débil o conflictual entre padres e hijos,
y la ausencia de aplicación de una cierta disciplina y vigilancia. Una educación familiar
deficiente de estas características genera tensión, implica poco control directo (lo
que aumenta las probabilidades de encontrar ocasiones para cometer delitos) y pocas
cosas que perder en caso de que el adolescente cometa delitos (la relación con los
padres ya es mala antes de que el adolescente cometa el delito), puede favorecer el
aprendizaje de la violencia en el hogar (cuando los padres desconocen las técnicas
básicas para la resolución de conflictos de manera pacífica), y aumenta el riesgo
de rechazo por parte de otros adolescentes convencionales (teoría del etiquetamiento).
-
En tercer lugar, las experiencias escolares negativas, como abandonar la escuela, repetir un año escolar, tener calificaciones bajas o
llevarse mal con maestros y profesores, aumenta también las probabilidades de implicarse
en la delincuencia por las razones que hemos visto en la sección 5.3 (La escuela).
-
En cuarto y último lugar, el hecho de frecuentar pares delincuentes aumenta también las probabilidades de implicarse en la delincuencia por las razones
que hemos visto en la sección 5.5 (Los amigos).
Agnew (2009) considera también que estos factores suelen interactuar entre ellos y
que cada uno de ellos influencia o condiciona el efecto de los otros factores sobre
la delincuencia. Con respecto a la interacción, es decir a los efectos recíprocos entre factores –que constituyen una forma de causalidad
circular, en la que no puede establecerse con claridad qué factor actúa como causa
y qué factor actúa como consecuencia– puede citarse como ejemplo que una educación
familiar deficiente puede hacer que el niño desarrolle un nivel bajo de autocontrol
y que este, a su vez, puede dificultar aún más la educación en el seno de la familia.
Lo mismo puede decirse de la interacción entre bajo autocontrol y experiencias escolares
negativas. Estás últimas también pueden llevar al adolescente a asociarse con amigos
desviados, y a su vez la presencia de estos causará con frecuencia una baja del rendimiento
escolar.
Al afirmar que cada factor influencia o condiciona el efecto de los otros factores
sobre la delincuencia, Agnew cita como ejemplo que la educación familiar deficiente
tiene mayor impacto negativo entre los adolescentes que tienen amigos delincuentes.
Esto significa que el impacto de cada factor será mayor cuando también esté presente
otro u otros de los cuatro factores causales de la delincuencia.
Agnew señala también que la delincuencia es tratada generalmente por las teorías como
variable dependiente (el efecto de ciertas causas), pero que, en determinados casos,
también se la puede considerar como variable independiente (es decir como la causa de otras variables). En este sentido señala que con frecuencia
la delincuencia tiene un efecto sobre los otros factores y que la delincuencia previa
aumenta la probabilidad de delincuencia posterior. Con respecto a la influencia de
la delincuencia sobre los otros factores, señala que la delincuencia afecta las relaciones
con los padres y los resultados académicos y aumenta el riesgo de tener amigos delincuentes,
y que estos efectos serán más importantes cuando el adolescente que comete el delito
es etiquetado como delincuente y, en consecuencia, es tratado de mala manera por las
personas e instituciones convencionales. Por otro lado, la afirmación de que la delincuencia
previa aumenta la probabilidad de delincuencia posterior se explica porque, en general,
la delincuencia no es detectada ni sancionada y aporta beneficios a corto plazo. Al
mismo tiempo la delincuencia puede también afectar a los cuatro factores centrales
de la teoría (empeorando las relaciones con los padres y los resultados académicos,
fomentando la asociación con pares delincuentes y el desarrollo de un nivel de autocontrol
bajo, orientado hacia la satisfacción inmediata de los deseos). Es decir que los cuatro
factores pueden provocar la delincuencia, y ésta a su vez puede reforzarlos, generando
así, una vez que el adolescente ha comenzado a implicarse en la delincuencia, una
situación de causalidad recíproca que favorece el mantenimiento de la conducta delictiva.
Agnew (2009) se pregunta también por qué algunos individuos son más susceptibles que
otros de presentar los cuatro factores, y responde que esto se debe a factores biológicos
y medioambientales. Entre los factores biológicos incluye los efectos nefastos sobre el desarrollo cerebral que pueden provocar ciertas
complicaciones durante el parto así como el hecho de que la madre sea alcohólica,
toxicómana o desnutrida durante el embarazo. Menciona también las lesiones cerebrales,
la exposición a sustancias tóxicas (como el plomo) y una alimentación deficiente durante
los primeros años de vida, que afectan también el funcionamiento del cerebro. Entre
los factores medioambientales señala las consecuencias indirectas de pertenecer a una familia con un estatus socioeconómico
bajo, lo que puede hacer que el niño crezca en un barrio desfavorecido, asista a escuelas
que no proporcionan una buena educación, y esté más expuesto a asociarse con pares
delincuentes. En consecuencia, las personas más expuestas resultan ser los varones
adolescentes que viven en barrios desfavorecidos, cuyos padres les proporcionan una
educación familiar deficiente, que atraviesan dificultades escolares y que tienen
amigos delincuentes.
Con respecto a la explicación de la delincuencia a lo largo de la vida de una persona
que propone esta teoría (que constituye la primera de las explicaciones subsidiarias
indicadas al comienzo de esta sección), Agnew considera que, en cuanto concierne la
delincuencia limitada a la adolescencia, debe tomarse en consideración que los cambios
sociales y biológicos asociados a la delincuencia afectan a los cuatro factores de
la teoría. Esto explicaría entonces el aumento general de la delincuencia durante
este período. Con respecto a la delincuencia persistente durante toda la vida, considera
que un grupo reducido de personas desarrolla muy rápidamente rasgos negativos de personalidad
(especialmente la irascibilidad y el autocontrol) y está expuesto desde muy temprana
edad a una enseñanza familiar deficiente. Luego estos rasgos de personalidad se estabilizan
y tienen consecuencias en otros aspectos de la vida (el fracaso escolar, la preferencia
por amigos delincuentes, etc.). También los efectos de una educación deficiente se
hacen sentir a lo largo de toda la vida.
Finalmente, con respecto a la diferente implicación en la delincuencia de diversos
grupos sociales, Agnew (2009) sostiene que los miembros de ciertos grupos tienen más
probabilidades de puntuar alto en los cuatro factores. Esto quiere decir que, al comparar
diferentes grupos, deberíamos encontrar diferencias en las puntuaciones que obtienen
en las escalas utilizadas para operacionalizar los cuatro factores. Estas diferentes
puntuaciones explicarían luego la implicación diferencial en la delincuencia de esos
grupos. Aquellos que presenten las puntuaciones más elevadas (en el sentido de negativas)
en los cuatro factores, deberían también presentar las tasas más elevadas de delincuencia.
Agnew admite también que además de los cuatro factores de su teoría, otras características
de ciertos grupos pueden tener una influencia sobre la delincuencia de dichos grupos.
Por ejemplo, el hecho de que los vecinos de un barrio ejerzan poco control directo
sobre las actividades de los adolescentes de dicho barrio puede hacer aumentar las
tasas de delincuencia de dicho barrio.
Como vemos, la teoría de Agnew propone una explicación coherente de la delincuencia.
Se la puede calificar de teoría integrada (en el sentido de que combina diferentes
teorías) y no cabe duda de que respeta del requisito de consistencia lógica que se
exige a toda teoría. Se trata de un caso típico de grounded theory, es decir de teoría elaborada a partir de datos empíricos. Esto no ha impedido, sin
embargo, que comience a ser testada con nuevos datos empíricos. En efecto, la crítica
que suele hacerse a las explicaciones ex post facto, es decir a las explicaciones que se elaboran con posterioridad a los hechos, es
que no pueden ser refutadas (falsadas) porque los hechos ya se han producido. Esto
sucede con frecuencia en el terreno de la historia, donde nos encontramos con explicaciones
contemporáneas sobre hechos antiguos. Estas explicaciones cuentan con la ventaja de
conocer de antemano la manera en que se produjeron exactamente esos hechos, una información
de la que evidentemente no disponían las personas que los vivieron. De la misma manera,
en la vida cotidiana, resulta relativamente fácil identificar los errores cometidos
en el pasado. Este problema no se presenta con las teorías criminológicas aplicadas
a la delincuencia juvenil, que pueden ser testadas cada vez que se recogen nuevos
datos empíricos.
7. La prevención de la delincuencia juvenil
Las investigaciones que se ocupan de la prevención de la delincuencia juvenil suelen
distinguir entre la prevención primaria, secundaria y terciaria. La prevención primaria corresponde a las intervenciones dirigidas al conjunto de la población adolescente.
Podría tratarse, por ejemplo, de una campaña nacional de prevención del consumo de
drogas basada en spots publicitarios en la televisión. La prevención secundaria corresponde a las intervenciones dirigidas a grupos de adolescentes que se encuentran
en situación de riesgo. Por ejemplo, si se observa que la prevalencia del consumo
de droga es más elevada entre los adolescentes que viven en determinados barrios de
la ciudad, pueden plantearse intervenciones que se concentren en estos barrios en
particular. Finalmente, la prevención terciaria se dirige a aquellos adolescentes que ya se encuentran implicados en el fenómeno
que se intenta controlar. Se la puede comparar a las intervenciones que buscan evitar
la reincidencia. Podría tratarse, por ejemplo, de un programa destinado a adolescentes
toxicómanos.
Los programas de prevención de la delincuencia juvenil son tan numerosos que una revisión
sistemática de todos ellos resulta imposible. Además, la gran mayoría de los programas
de prevención aplicados en Europa continental no han sido objeto de evaluaciones científicas
rigurosas. Con frecuencia, un programa se pone en marcha con las mejores intenciones,
pero la falta de evaluaciones impide saber si ha sido eficaz –y en qué medida– si
ha resultado inocuo, o incluso si ha tenido efectos contraproducentes. De este modo,
cuando se produce un cambio de política criminal y se impulsa un cambio de programa,
los responsables del antiguo programa carecen de argumentos científicos para defenderlo,
aunque estén íntimamente convencidos de que ha sido eficaz.
Las evaluaciones científicas de programas de prevención de la delincuencia juvenil
provienen en general de países anglosajones y en ellas nos basaremos en esta sección,
que intenta presentar algunos de los programas que han demostrado su
eficacia[]. En esta perspectiva, es posible clasificar los programas existentes en función de
los factores de riesgo que hemos presentado en este capítulo. Así encontramos programas
orientados a la familia, a la escuela, al barrio –que toman en consideración el grupo
de pares– y programas multifactoriales. En los próximos párrafos indicaremos brevemente,
para cada tipo de orientación, las clases de intervenciones previstas y destacaremos
uno o dos programas que han demostrado su eficacia, señalando los sitios en que es
posible obtener información más detallada.
Con respecto a la prevención orientada a la
familia, existen programas que pueden aplicarse antes del nacimiento, programas destinados
a formar a los padres, y terapias familiares. Por ejemplo, el programa
Nurse-Family Partnership, que consiste en enviar asistentes sociales a visitar, ayudar y asesorar a mujeres
embarazadas que se encuentran en situaciones socioeconómicas difíciles, ha dado resultados
muy positivos (
www.nursefamilypartnership.org/Espanol).
En el marco de la prevención orientada a la
escuela existen cursos que promueven el desarrollo de las competencias sociales en los niños
y adolescentes, así como programas focalizados en la prevención de ciertos comportamientos
como el acoso escolar. Un programa que ha demostrado su eficacia es el
Perry Preschool Project, que se dirige a niños que tienen entre 3 y 4 años de edad y manifiestan problemas
de aprendizaje. El programa dura dos años con clases de 2 horas y media por día, todos
los días de la semana, durante 7 meses por año. Además, los maestros visitan el hogar
de los niños cada semana (
www.highscope.org/perrypreschoolstudy).
Entre los programas orientados a la prevención en los
barrios podemos destacar el programa Comunidades que se preocupan (
Communities that care) que intenta reforzar los factores de protección que podrían evitar que un adolescente
se implique en la delincuencia. El programa se desarrolla en cinco fases: comenzar,
organizarse, crear un perfil, crear un plan, e implementar y evaluar (
http://www.communitiesthatcare.net).
Entre los programas
multifactoriales, señalemos el programa Hermanos mayores/Hermanas mayores (
Big Brothers/Big Sisters) que se dirige a niños y adolescentes de familias monoparentales, proponiéndoles
un mentor que pasa con ellos entre 3 y 5 horas por semana (
http://www.bbbs.org). También cabe destacar la Terapia multisistémica de Hengeller, que se dirige a adolescentes
de entre 12 y 17 años y propone intervenciones individuales y familiares, ocupándose
de la relación del joven con sus padres y de la promoción de sus competencias sociales
(
http://www.mstservices.com).
Resumen
En este capítulo hemos estudiado los comportamientos antisociales cometidos por menores
de edad. En particular, hemos visto que, durante la adolescencia, la comisión de delitos
aumenta hasta los 16 o 17 años y disminuye a partir de ese momento. También hemos
constatado que las investigaciones longitudinales señalan la presencia, desde la niñez
a la edad adulta, de un reducido grupo de personas (entre 4 y 8 % de la población)
que pueden llegar a ser responsables de la mitad de los delitos cometidos.
Las principales teorías criminológicas señalan que la implicación en la delincuencia
puede deberse en todo o en parte a la exposición a situaciones de tensión, a la falta
de control o de autocontrol, al hecho de estar rodeado de pares desviados que permiten
aprender o racionalizar la delincuencia, al hecho de haber sido etiquetado por el
sistema de justicia penal, o al de encontrarse con más frecuencia con ocasiones propicias
para cometer un delito.
Nos hemos concentrado luego en los factores de riesgo y de protección, señalando que
una dinámica familiar conflictiva, el fracaso escolar, el hecho de vivir en un barrio
desfavorecido, de tener amigos desviados o de pertenecer a una banda, aumenta la probabilidad
de cometer delitos. En cambio, esta probabilidad disminuye cuando la dinámica familiar
es armoniosa, los resultados escolares son buenos, el barrio no está degradado y los
amigos son convencionales.
A continuación hemos presentado una teoría general de la delincuencia juvenil que
combina las teorías precitadas con los principales resultados de las investigaciones
empíricas sobre los factores de riesgo y propone una definición coherente (aunque
no definitiva) de la delincuencia.
Finalmente, nos hemos ocupado brevemente de los programas de prevención de la delincuencia,
indicando sus diferentes orientaciones y dando ejemplos de algunos programas eficaces.
Glosario
aprendizaje vicario m Aprendizaje que se realiza por imitación, es decir, en el que la persona observa
y esta observación activa procesos cognitivos que le permiten comprender la manera
de llevar a cabo el comportamiento. El aprendizaje vicario se opone al aprendizaje
activo, en el que la persona actúa.
autocontrol m Forma de control interno (los propios impulsos y reacciones) que consiste en la capacidad
de resistir a los deseos inmediatos.
cognitivo m Aquello que pertenece o que está relacionado al conocimiento, entendido este como
el cúmulo de información que se dispone gracias a un proceso de aprendizaje o a la
experiencia. En el ámbito de la psicología, la psicología cognitiva se encarga del
estudio de los mecanismos que están involucrados en la creación de conocimiento, desde
los más simples hasta los más complejos.
conflicto social m Aquellos conflictos que transcienden lo individual y proceden de la propia estructura
de la sociedad. Este proceso se inicia cuando una parte de la sociedad percibe que
la otra parte ha afectado o amenaza con afectar de manera negativa alguno de sus intereses.
El conflicto social es fruto de la convivencia social.
contravenciones estatutarias (status offences) f En este contexto, se trata de comportamientos que solo pueden ser considerados como
antisociales porque son realizados por menores, es decir que están vinculados al estatuto, a la condición, de menor de edad.
delincuencia juvenil f Conjunto de los comportamientos antisociales realizados por menores de edad.
determinismo m Teoría que supone que la evolución de los fenómenos naturales está completamente
determinada por las condiciones iniciales. A nivel individual, el determinismo sostiene
que el comportamiento humano está condicionado íntegramente por la educación que recibe,
el ambiente y la sociedad en la que vive.
dinámica familiar f Manejo de interacciones y relaciones de los miembros de la familia que estructuran
una determinada organización al grupo, estableciendo para el funcionamiento de la
vida en familia normas que regulen el desempeño de tareas, funciones y roles de cada
uno de los miembros.
estructura familiar f Conjunto invisible de demandas funcionales que organizan los modos en que interactúan
los miembros de una familia, y que indican a los miembros como deben funcional.
familia disociada f Familia en la que los progenitores están separados o divorciados, o bien, al menos,
uno de los progenitores ha fallecido. Esto decir, se trata de familias en la que,
al menos uno de los progenitores biológicos, está ausente.
Grounded theory f Teoría elaborada a partir de datos empíricos.
ISRD-2 f Segunda Encuesta Internacional de Delincuencia Autorrevelada (denominada también
encuesta de autoinforme) llevada a cabo en 2006. En este tipo de encuestas se solicita
a los adolescentes que confiesen los delitos que ha cometido durante un cierto lapso de tiempo.
libre arbitrio m Según algunas doctrinas filosóficas, creencia en que el ser humano tiene el poder,
mediante la reflexión, de elegir y tomar sus propias decisiones.
pares m pl Grupo de iguales que proporcionan el contexto en el que se aprenden las habilidades
socioemocionales (habilidades sociales relacionadas). Este concepto constituye una
categoría más amplia que la de amigo, puesto que engloban a todos los adolescentes que rodean al adolescente estudiado.
programas de refuerzo m pl Proceso del aprendizaje que describe el modo en el que los individuos encadenan las
consecuencias con los comportamientos llevados a cabo. Existe los programas de refuerzo continuo, en el que la consecuencia se produce cada vez que se realiza la acción, y los programas
de refuerzo intermitente, en los que la consecuencia se produce sólo algunas veces. El aprendizaje de la delincuencia
funciona generalmente con programas de refuerzo intermitente.
socialización f La socialización es un proceso por el cual el individuo acoge los elementos socioculturales
de su ambiente y los integra a su personalidad para adaptarse en la sociedad. En este
contexto podríamos considerar la socialización como la asunción de la estructura social
en la que un individuo nace, y aprende a diferenciar lo aceptable (positivo) de lo
inaceptable (negativo) en su comportamiento. Dicho proceso es factible gracias a los
agentes sociales, que se pueden identificar como la familia, la escuela, los iguales
y los medios de comunicación.
tensión f A nivel individual, se refiere al estado anímico de excitación, impaciencia, esfuerzo
o exaltación, que en determinadas circunstancias puede provocar frustración o cólera.
En el lenguaje popular contemporáneo, la palabra utilizada como sinónimo de tensión
suele ser estrés.
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