Capítulo I

Antecendentes y evolución de la universidad

1. Introducción

La universidad es una institución que ha tenido un papel fundamental en la construcción de Occidente, es un proprium de nuestra realidad. Se trata de una de esas pocas instituciones que, debido a la fortaleza de su sentido y su razón de ser, se ha mantenido en pie con el paso del tiempo. Cualquier época histórica comprendida entre la Alta Edad Media, también llamada Renacimiento del siglo XII, y la contemporaneidad cuenta con la presencia de la institución universitaria. En unos periodos con más intensidad que en otros, en unos lugares con más protagonismo que en otros, la universidad ha sido, y es, juez y parte de nuestro devenir.

El primer bloque de nuestro trabajo queremos dedicarlo a indagar en los orígenes de la universidad y en su posterior evolución. No se trata solo de que, simplemente y como pueda ocurrir con otras instituciones sociales, tengamos una deuda de sentido con el pasado, sino que conocer de dónde venimos nos resultará útil para la construcción de la universidad del siglo XXI. Necesitamos rescatar el leitmotiv de esa institución que llamamos universidad. Vale la pena señalar que, aunque partamos de un repaso histórico de la universidad, no pretendemos analizar la historia de la misma, sino más bien recuperar aquellos aspectos, circunstancias y tesituras que nos permiten vislumbrar las razones de ser que sustentan la aparición, institucionalización y evolución de la universidad. Dicho de otra manera, a partir de la génesis y desarrollo de la universidad, queremos sonsacar su fundamentación filosófica y las diversas maneras de interpretar dicha fundamentación. También se debe apuntar que el material bibliográfico del que se dispone sobre los orígenes de la universidad es, hasta cierto punto, escaso y fragmentado. Tal y como afirman los expertos dedicados al asunto, existen una serie de lagunas sobre las que se debe hacer un ejercicio de suposición razonada (Jiménez, 1971; Bayen, 1978; Aguadé, 1994; Rüegg, 1994a; Rábade, 1996; Rothblatt y Wittrock, 1996; Iyanza, 2000).

Este primer bloque está dividido en dos apartados. En el primero presentamos la evolución de la universidad. Existe una consideración, mayoritariamente aceptada, de que dicho desarrollo responde al encadenamiento de tres etapas de desarrollo o madurez (Rüegg, 1994a), cada una de las cuales habla de una serie de razones de ser de la universidad. Es importante señalar que la tercera de las etapas, conocida como la «universidad de Wilhelm von Humboldt» o «universidad moderna», la trataremos en el siguiente bloque de nuestro trabajo por la crucial importancia que ha tenido en el devenir de la universidad contemporánea. En este apartado nos acercaremos a los orígenes de la universidad y su desarrollo durante la Edad Media, y nos centraremos de una manera especial en las razones de su aparición y en las diversas formas de institucionalización que tuvo la universidad en aquella época. La idea de universidad, ya desde su nacimiento, se encuentra sujeta a interpretaciones diversas, su naturaleza originaria la convierte en una weasel word 1. Seguidamente, nos centraremos en la segunda etapa de la universidad, la que se configura en la Europa moderna temprana (1500-1800). Ciertamente, se trata un periodo amplio de la historia en el que se han producido no pocos hechos culturales, políticos, económicos y sociales de una importancia sustancial, sin embargo nos centraremos en el que ha ejercido una enorme influencia en el devenir de la universidad: el humanismo. El segundo apartado de este primer bloque de nuestro trabajo lo dedicamos a presentar las diferentes concepciones que se han gestado sobre la universidad, y lo hacemos en relación con una serie de principios rectores que, a nuestro entender, dan forma a la idea de universidad. Presentaremos dicho apartado como la culminación de un camino de largo recorrido, como la consolidación de diferentes maneras de concebir la universidad y su misión que serán, como veremos en el siguiente bloque, el punto de partida de tres grandes filosofías de la universidad en general, y de la educación universitaria en particular.

2. Universidad: nacimiento y evolución

Si en alguna cosa coinciden los expertos en la historiografía de la universidad es en que, como se ha apuntado más arriba, no disponemos de un corpus de datos exhaustivo sobre las primeras universidades. A pesar de todo lo que conocemos, quedan preguntas sin respuesta, hecho que afecta no solo al ámbito histórico, sino también al pedagógico y filosófico. Esta realidad, que puede pasar desapercibida, es importante tenerla en cuenta para no caer en la mitología a la hora de hablar de los orígenes de la universidad, y sobre todo, para valorar de una manera realista el porqué y el para qué de su nacimiento e institucionalización. Como trataremos de señalar de ahora en adelante, la idea de universidad incluye una serie de características esenciales que han sido objeto de discusión desde el nacimiento de dicha idea hasta nuestros días.

2.1. Nacimiento y orígenes de la universidad

El llamado Renacimiento del siglo XII es la expresión de un conjunto de cambios profundos que tuvieron lugar en Occidente. Entre estos, destacan la maduración del orden feudal, un crecimiento sostenido de la economía y de la población, un creciente contacto con las civilizaciones islámica y bizantina, el despertar de las ciudades como lugares de desarrollo de la nueva clase burguesa, aportaciones novedosas en los diversos terrenos artísticos, etc. Sin embargo, nos interesa de manera especial un cambio particular y singular al mismo tiempo: la aparición en escena del intelectual. La figura de este difiere de otras que, a simple vista, pudieran confundirse con ella. Así, por ejemplo, en la Edad Media convergían diferentes vocablos como litteratus, magister, professor, etc., para designar a aquellas personas que, de una manera o de otra, desarrollaban una tarea profesional relacionada con el hecho educativo. El intelectual también podía vender su saber, pero su rasgo definitorio era el cultivo del mismo, o si se prefiere, sin interés material. Aunque de manera mayoritaria los intelectuales estaban al servicio de la Iglesia, y los poderes laicos conformaban un nuevo grupo de personas en la sociedad, grupo que tampoco puede confundirse con los oratores. A diferencia de estos últimos, el intelectual no consideraba que el oficio de pensar estuviera ligado a otras actividades como la enseñanza y la escritura, o como una manera de llegar a Dios, sino que era un fin en sí mismo. El estudio de las diversas auctoritates y de sus textos perseguía el ideal de llegar más lejos que ellos, aunque, como veremos en el siguiente apartado, no siempre acabó siendo realmente así, pues a veces los imitaban de una manera servil. Sea como sea, la aparición y consolidación del intelectual espoleó el nacimiento de una nueva institución: la universidad.

La palabra universidad proviene del latín universitas, que, etimológicamente, significa «totalidad de las cosas». Así como el conjunto de mercaderes es la universitas mercatorum y el conjunto de ciudadanos es la universitas civium, lo que hoy conocemos como universidad era en la Edad Media la universitas magistrorum atque scholarium (Cortina, 2003). Aquello que identifica pues lo que se entiende por universidad no es solo la propia palabra. Una universidad, per se, no es más que una corporación de personas. Ahora bien, lo que hace que dicha corporación sea una universidad, y no otra cosa, es el hecho de que dicha corporación está conformada precisamente por maestros y estudiantes y, por lo tanto, por personas que encarnan y dan vida a una actividad particular dirigida hacia un fin especial: el desarrollo intelectual. En este punto radica la esencia de lo que se entiende por universidad, en el fin que reúne a maestros y estudiantes, y en la forma de orientarse hacia el mismo. En definitiva, la universidad se convierte en el lugar de encuentro de los intelectuales y de aquellos que ansiaban serlo, o si se prefiere, en la institucionalización de la actividad intelectual.

¿Cuándo nace entonces la universidad? ¿En qué momento y lugar se organizan los diversos grupos de maestros y estudiantes que empiezan a ser conocidos como universidades? Estas preguntas pueden ser contestadas de una manera relativamente sencilla desde un punto de vista histórico, aunque incluso las fechas y los datos varían según sea el autor que los presenta. En cualquier caso, se sabe, por ejemplo, que los primeros estatutos de la Universidad de Bolonia datan del año 1088, y también se conoce que en el año 1158 los miembros de dicha universidad obtuvieron privilegios, de estudiantes y maestros, a partir de la Authentica Habita promulgada por el emperador Federico I. Se sabe que en el año 1215 la Universidad de París recibió del legado pontificio Robert de Courçon sus primeros estatutos, y que en 1231, y mediante la bula Parens Scientiarum de Gregorio IX, se reconocía su autonomía. También se conoce que en el año 1150 Oxford ya contaba con una población estudiantil considerable. En relación con nuestro contexto más cercano, sabemos que la primera universidad española reconocida como tal fue la de la ciudad de Palencia (1208), y que en el año 1218 el Estudio General de Salamanca ya estaba en funcionamiento (Bayen, 1978; Rábade, 1996; Rothblatt y Wittrock, 1996; Rüegg, 1994a).

Sin embargo, la respuesta a las preguntas planteadas se complica cuando nos situamos en el terreno filosófico. No es fácil saber cuándo se originó la idea de universidad, cuándo, por decirlo de otra manera, se institucionalizaron las primeras corporaciones de maestros y estudiantes que buscaban la verdad (verum), el bien (bonum) y la belleza (pulchrum) que contiene la realidad. Visto así, se puede concluir que el germen de la universidad aparece mucho antes de lo que pueda parecer. La universidad cuenta con una prehistoria que no puede pasar desapercibida. Por señalar algunos antecedentes: en el año 600 a. C. Tales de Mileto, miembro sobresaliente de la escuela jónica, enseñaba las nociones de matemáticas que él mismo había recuperado del conocimiento empírico de los sacerdotes griegos; Euclides (300 a. C.) se encargó del desarrollo de la geometría en Alejandría. En Grecia, principalmente Sócrates, Platón y Aristóteles, enseñaban filosofía a sus discípulos. En Roma, Quintiliano, con su Institutio Oratoria, consigna las reglas del arte de la pedagogía. Recién iniciado el siglo VI, Casiodoro impulsó lo que para muchos representa el primer esbozo de las futuras y primigenias universidades en torno a las artes, las letras y la medicina. Carlomagno apostó de una manera decidida por la enseñanza y, de la mano de Alcuino, estableció un programa de dos ciclos de estudios, el Trivium y el Quadrivium, que darían forma a las escuelas de la Edad Media, herederas por su parte de la organización platónica del conocimiento. También debería tenerse en cuenta, como un tipo de instituciones protouniversitarias, la labor de las escuelas catedralicias, las episcopales y las municipales.

Por otro lado, vale la pena señalar que las escuelas persas y árabes son mucho más antiguas que las primeras corporaciones universitarias occidentales. Durante los siglos IV y V ya funcionaban las famosas escuelas de las ciudades de Edesa y Nísibis, dedicadas a la exégesis bíblica, y fundadas por los nestorianos (Hurr, 1993). A finales del siglo VIII se funda la Casa de la Sabiduría (Bayt al-Hikma) para comentar y traducir las obras de autores como Aristóteles, Hipócrates, Galeno y Dioscórides, y durante este siglo aparecen hospitales vinculados estrechamente a las escuelas de medicina que definen un modelo riguroso de enseñanza y evaluación según unos estrictos exámenes y cursos que aún se conservan en la escuela de Medicina de El Cairo (Dols, 1987). La intelectualidad árabe reveló a Occidente buena parte de la antigüedad científica y filosófica. En general, puede decirse que sus traducciones precedieron a las versiones grecolatinas y que, a su vez, la iniciación del mundo occidental en las obras de Aristóteles y de sus comentadores se debe al trabajo colectivo de traducción árabe-latina, con centro en Toledo y bajo el liderazgo del arzobispo Raimundo (1128-1150) (Jiménez, 1971). No se puede descartar pues la tesis que defienden algunos autores (Tirawi, 1962) según la cual el modelo organizativo de la universidad medieval deriva de las escuelas islámicas de sabiduría (escuelas, mezquitas y madrasas), aunque esta sea una creación del Occidente cristianizado del siglo XII. En definitiva, vale la pena tener en cuenta la complejidad que envuelve el asunto del origen de la universidad en Occidente y la influencia del mundo árabe en su configuración. En cualquier caso, y como veremos en el siguiente apartado, puede decirse que Bolonia y París representan las primeras universidades, y son consideradas como dos modelos en los que fijan su mirada el resto de las universidades medievales.

Siguiendo con nuestra línea expositiva, ahora cabría preguntarse ¿por qué razón se institucionalizan las primeras universidades?2. En torno a esta cuestión existen diferentes posiciones que, como veremos más adelante, van a marcar el debate sobre la misión de la universidad hasta nuestros días. Ya no se trata de escudriñar en la historia de la universidad, sino de especular sobre su sentido y, más concretamente, sobre su sentido primigenio y radical. Una primera posición, conocida como idealista, es aquella que defiende que la universidad nace por sí sola gracias a espíritus jóvenes y valerosos, estudiantes, que ansían conocer la realidad, aprehenderla en su absoluta desnudez (alétheia), y que acuden al encuentro de aquellos maestros que pueden guiarlos en su empeño. Una segunda posición, conocida como pragmática (Cobban, 1975), plantea que la universidad es la consecuencia de un interés social, que su nacimiento e instauración se debe a una demanda de la comunidad que consiste en disponer de personas formadas en asuntos que reclaman atención profesional experta. Según la segunda posición presentada, la realidad social de la Edad Media fue la que espoleó el nacimiento de la institución universitaria. El espíritu voluntario y original, propio de la primera posición, es sustituido aquí por el interés comunitario, el control social en una versión marxista, o incluso la fama y la ambición en un sentido maquiavélico. Por último, se puede plantear una tercera posición según la cual el nacimiento de la universidad se debe a un estímulo intelectual que se dio en unas circunstancias particulares, es decir, se puede plantear una posición que engarza las dos posiciones anteriormente presentadas. El espíritu por sí solo no puede crear su cuerpo, y un cuerpo sin espíritu carece de vida. Parece sensato pues defender la pertinencia de esta nueva posición, la universidad es la institucionalización de un impulso humano que cuaja porque se dan unas condiciones económicas, políticas y sociales concretas, así como de emplazamiento o lugar (Rüegg, 1994b).

Sobre las expectativas de los maestros y estudiantes que formaban parte de las primeras corporaciones, se puede afirmar que, de una manera manifiesta, se pretendía la preparación intelectual por sí misma (bios theoretikós) y, de una manera latente, se buscaba la preparación para ciertos asuntos prácticos (bios praktikós). Este hecho no hace más que consolidar la pertinencia de la tercera de las posiciones presentadas. La universidad se convierte en un lugar en el que no cabe la ignorancia, y en el que se adquieren aquellos conocimientos que permiten realizar actividades de interés público, es decir, profesionales.

Sin embargo, y a tenor de dicha realidad, surgen cuestiones que no deberían pasarse por alto, como por ejemplo: ¿por qué las primeras universidades empiezan a configurarse con las facultades de Artes, Medicina, Derecho y Teología?, o si se prefiere, ¿en qué se pensaba en las primeras universidades cuando se pensaba en actividades de interés publico? Las primeras universidades, como veremos en el siguiente apartado, no concebían la formación profesional como la formación orientada al desarrollo de una actividad social concreta, sino como la formación en las disciplinas que resultaban valiosas para el ejercicio de ciertas tareas sociales. En este sentido, se podría decir que las primeras universidades significan la institucionalización de las artes liberales y el rechazo de las artes meramente serviles o mecánicas (artes mechanicae) en sentido tomista (Maurer, 1953). Tanto fue así que se llega a diferenciar entre la medicina práctica (el equivalente a la cirugía) como una formación mecánica y la medicina especulativa como una formación liberal. La primera se sitúa al nivel de la alquimia o la agricultura, y no entra en los planes universitarios. Maestros y estudiantes estaban orientados hacia la vida contemplativa (amor sciendi), que significa el alfa y la omega del quehacer universitario. La universidad se convierte en la institución social por excelencia en la que uno se dedica a la vida contemplativa. Vale la pena señalar que este tipo de vida se encuentra legitimada por una serie de factores que describen y condicionan la sociedad en la que se instauraron las primeras universidades; entre otros, la creencia en un orden del mundo instaurado por un dios racional y accesible a la razón; la percepción del ser humano como un ser imperfecto; la modestia, la reverencia y la autocrítica como señales de la identidad intelectual; el respeto del hombre como imagen de Dios, hecho que otorga libertad para la investigación y la enseñanza (aunque, como veremos más adelante, se trata de una concepción de la libertad típica de la Edad Medieval); el imperativo de la verdad y el carácter público de la argumentación y la discusión como modo de tratar con el conocimiento y con su transmisión; la consideración de que el conocimiento tiene valor por sí mismo; la reformatio o el avance del conocimiento, así como la igualdad y solidaridad entre intelectuales, etc. Veamos a continuación cuáles son los primeros pasos de la historia de la universidad.

2.2. La universidad en los siglos XII-XIV: primeros pasos

La diferenciación de la universidad respecto a aquellas instituciones anteriores en el tiempo que, de alguna manera, pudieran considerarse emparentadas con ella es de suma importancia, pues significa la constitución de algo nuevo que la distingue de todo lo establecido previamente. Es más, significa que las características o los principios rectores de esta nueva creación tienen un sentido y un significado propios que, como la historia de la universidad se ha encargado de demostrar, son de una consistencia considerable. En caso contrario, tal y como ha ocurrido con otras instituciones a lo largo de la historia, la universidad formaría parte del recuerdo de un pasado más o menos lejano.

La universidad o Studium generale, nombre con el que era conocida en sus inicios, era algo diferente de las escuelas catedralicias o municipales, de los estudia de las órdenes mendicantes y de los estudios privados sobre leyes, por citar tres instituciones educativas que se le pudieran asemejar y que guardaban una estrecha relación con ella. El paso del Studium al Studium generale, a partir del siglo XII, fue decisivo para la constitución de las primeras universidades (Cobban, 1975). En adelante, nos centraremos en aquellos aspectos que nos ayuden a concebir las instituciones universitarias que emergieron en el siglo XII, y su posterior evolución hasta el siglo XIV, momento a partir del cual la universidad se ve envuelta en una serie de cambios profundos y significativos que acaban por configurar una nueva edad de la universidad. Estos aspectos son la topología de las corporaciones de maestros y estudiantes, la relación que las universidades mantienen con la comunidad y la autoridad competente, y la vida universitaria propiamente dicha.

Las primeras corporaciones, como ya se ha apuntado, eran comunidades de maestros y estudiantes que se formaban libremente con el objetivo de buscar la verdad, el bien y la belleza de la realidad, o si se prefiere, con la intención de rendir culto al conocimiento. Resulta fundamental tener en cuenta este aspecto, aunque ya en los orígenes, como es de suponer, aparecieran ciertas limitaciones y deformaciones, tanto en lo referente a la libertad de asociación como al fin pretendido (Micheaud-Quantin, 1970). Apenas se habían consolidado las primeras universidades, y ya se podían escuchar manifestaciones como las del eminente canciller de la Universidad de París (1218 y 1236) Philippus de Grevia:

«En otro tiempo, cuando cada magíster enseñaba de forma independiente y cuando el nombre de la universidad era desconocido, había más lecciones y discusiones y más interés en las cosas del saber. Sin embargo, ahora cuando os habéis reunido en una universidad, las lecciones y discusiones se han hecho menos frecuentes; todo se hace apresuradamente, se aprende poco, y el tiempo necesario para el estudiante se malgasta en reuniones y disputas. Mientras los viejos debaten en sus reuniones y establecen estatutos, los jóvenes organizan complots ruines y planean sus ataques nocturnos» (Verger, 1986, p. 76).

Como vemos, la universidad, ya desde sus orígenes, no estaba exenta de críticas que provenían desde su interior. Volviendo al hilo de la cuestión, la universidad medieval incluye dos modelos de organización que van a marcar el destino de la gran mayoría de las instituciones universitarias. Por un lado, se encuentra la Universidad de París, que, por cierto, tuvo una influencia enorme en otra manera importante de entender la idea de universidad, como es la que representa la Universidad de Oxford; y por otro lado, se encuentra la Universidad de Bolonia. El modelo universitario parisiense es el conocido como la «universidad de maestros» (universitas magistrorum), y el modelo universitario boloñés es el que representa la «universidad de estudiantes» (universitas scholarium). Las diferencias entre un modelo y otro son dignas de consideración.

Los orígenes de la Universidad de París se remontan a sus escuelas catedralicias, especialmente las de Notre Dame, Santa Genoveva y San Víctor, aunque la primera de las mencionadas fue su principal precursora. Las escuelas de París empiezan a otorgar la licencia para enseñar (licencia docendi) a una serie de maestros que ejercían la docencia en la ciudad y cobraban por ello. Estos maestros se asocian y fundan un consortium magistrorum parisiensum, germen de la futura universidad. Los inicios, no obstante, se presentan como caóticos y anárquicos; por ejemplo, se produce cierta yuxtaposición de cátedras, y se constituyen diversos grupos según fuera el canciller que otorgara la licencia docendi. En cualquier caso, la Universidad de París estaba conformada por facultades dirigidas por maestros que congregaban a estudiantes, de manera que una facultad era un grupo de maestros con sus estudiantes, y todas ellas conformaban el Studium generale de París. La universidad parisiense se dividía en cuatro facultades, y cada una de ellas, bajo la dirección de un decano (generalmente el maestro más antiguo o el de mayor edad), agrupaban a estudiantes y maestros de una misma disciplina. Dichas facultades eran las de Artes, Decretos (Derecho), Medicina y Teología, y cada una de ellas se comportaba como una corporación autónoma. Como veremos más adelante, la facultad de Artes era, por diversas razones, la más destacada, su decano era también el rector de toda la universidad.

La Universidad de Bolonia, por su parte, también es heredera de escuelas preexistentes, entre las que destaca la escuela episcopal del monasterio de San Félix en la que se estudiaba derecho canónico. Los estudios de derecho impartidos en la ciudad de Bolonia adquieren tal prestigio que provocaron que un considerable número de escolares acudieran a ella. El siguiente paso fue, como ya se ha apuntado con anterioridad, el reconocimiento de sus derechos como colectivo (Authentica Habita). Por tratarse de una universidad solo de estudiantes, los privilegios no se aplicaban a los maestros, quienes conformaban una corporación independiente. En los inicios del siglo XII Bolonia ya contaba con dos universidades, la de los ultramontanos y la de los cismontanos. Esta última llegó a tener estudiantes de más de quince lugares de procedencia diferentes. Bolonia era un conglomerado de universidades según fuera la nacionalidad de los estudiantes o la disciplina de conocimiento que los agrupaba. Podía suceder, por ejemplo, que se crearan dos o más universidades de derecho, cosa que no sucedía en París. La Universidad de Bolonia era una universidad gobernada por los estudiantes, hasta tal punto que eran ellos quienes contrataban a los maestros que querían tener, o que, incluso, un estudiante podía llegar a ser rector de la universidad, como sucedió en más de una ocasión.

A partir de estos dos grandes modelos universitarios aparecen modelos mixtos, especialmente en España y el sur de Europa. En cualquier caso, y a pesar de los diferentes tipos de universidad, las facultades se convierten en una unidad esencial de la institución universitaria, y en cierto modo autónoma, son auténticas comunidades de conocimiento y convivencia. Por decirlo de otra manera, la universidad era un todo para el exterior pero tenía una organización federal en su interior. A esto se le une la aparición de los colegios (Domus Scholarium), que comienzan siendo albergues para estudiantes y acaban siendo autónomas o cuasiautónomas comunidades académicas de maestros y estudiantes que vivían juntos, en comunidad. En este punto, vale la pena señalar que la construcción de edificios propios de la universidad (Domus Sapientiae) representa un paso importante en la consolidación de la universidad como un lugar e institución concreta.

La universidad no se habría institucionalizado como tal si no se hubiera gestado lo que en la historiografía sobre la institución académica se conoce como relación con la autoridad. La declaración de la Authentica Habita, promulgada en 1158 por Federico I, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, en la que se otorgan privilegios y protección imperial a los estudiantes, resulta ser un primer paso decisivo para la institucionalización de la comunidad universitaria. En el año 1200, Felipe II, rey de Francia llamado Augusto, otorga jurisdicción civil a maestros y estudiantes con lo que se conoce como el Decreto de Felipe Augusto. Se reconoce la licencia para enseñar (licencia docenci), hecho que representa la primera piedra para el reconocimiento de la carrera académica del profesorado universitario. En todo este proceso de reconocimiento de la comunidad universitaria no se pueden pasar por alto los estatutos impulsados por el cardenal Robert de Courçon para la Universidad de París en el año 1215, que fueron confirmados por el papa Inocencio III, y representaron una fuente de inspiración para otras muchas universidades (Kuttner, 1980). En dichos estatutos se bautiza a las corporaciones de maestros y estudiantes como universitas, y se fijan sus características referentes a edades de admisión, textos de estudio, etc.; también se autoriza al profesorado a reunirse en sindicatos para que puedan defender su autonomía ante el canciller y el poder civil. Las diferentes naciones o grupos de estudiantes de un mismo lugar de procedencia, y también las facultades, establecen sus propios reglamentos, y gestionan su propio capital que en un principio se obtiene a partir de las tasas que había que pagar para poder realizar los exámenes. Vale la pena señalar que, lejos de lo que pueda parecer, la comunidad universitaria no era una comunidad burguesa y adinerada, pues la gran mayoría de estudiantes, y no pocos maestros, llevaban una vida similar a la que podrían llevar personas que mendigaban por las ciudades de antaño. Sea como sea, se consolidan los colectivos de maestros y estudiantes con una serie de privilegios otorgados. La vida universitaria también se reglamenta y se convierte en auténtica vida comunitaria independiente de su entorno más cercano.

Se puede concluir que en el papado de Inocencio III, y también en el de Honorio III, la educación superior vivió un importante proceso de reforma y consolidación gracias al establecimiento oficial de su organización y quehacer. Como es de imaginar, aquí comienza una contienda entre la Iglesia y las autoridades civiles por el control de las universidades. Así por ejemplo, una de las razones que desencadenará la violenta disputa entre unos y otros en la nación francesa es, precisamente, y a juzgar por el reducido número de oficiales reales con calificaciones académicas, la negativa de las autoridades civiles a fomentar el desarrollo de una clase gobernante educada, incluso entre la Iglesia misma, como ocurre tras el Gran Cisma (1380), cuando las universidades que estaban bajo la autoridad eclesial se dividen entre las «urbanistas» (en favor del papa Urbano VI en Roma) y las «clementistas» (en favor del papa Clemente VII en Aviñón). La regulación legal de la actividad universitaria representa para algunos autores el inicio del largo y sinuoso debilitamiento de la misma idea de universidad (Nardi, 1994). Los centros supranacionales, o las instituciones paneuropeas, se empiezan a transformar en centros asociados a soberanos y autoridades que pretenden formar a la élite y la clase dominante de los Estados en los que estos se encuentran ubicados.

Las relaciones que la universidad establece con el resto de la comunidad no han seguido un canon establecido, y no han estado exentas de tensiones. Ciertamente, ha habido épocas en las que la universidad ha gozado de mayor autonomía y épocas en las que se ha visto sometida a un férreo control. Aun así, vale la pena señalar que, de una manera o de otra, las universidades siempre han estado controladas por poderes externos o, dicho de otra manera, han sido veladas por autoridades benefactoras que se implican en lo que allí acontece. Dicha atención se ha convertido, en más ocasiones de las deseadas, en un uso de la universidad para conseguir fines que no están precisamente ligados con el bien que dicha institución persigue.

Así las cosas, hubo instituciones universitarias que se cobijaron bajo el imperio (ex privilegio imperial), como fue el caso de la Universidad de Salamanca. En este caso, era el monarca quien, a través de representantes, controlaba la universidad y su quehacer. Por supuesto, también la Iglesia católica se hizo cargo de la universidad (ex privilegio papal), como en el caso de Bolonia, y entonces era el papa quien velaba por la corporación de maestros y estudiantes. Existieron situaciones consensuadas, como es el caso de la Universidad de Viena, en las que ambos poderes, el rey y el papa, ejercían control sobre la misma corporación. No se pueden dejar de mencionar casos como el de la Universidad de Oxford, que fue autorizada a ser ella misma (ex consuetudine), por el peso de la tradición. Ni el rey ni el papa, la propia universidad era la que se autorizaba como institución social con derechos y deberes (Iyanza, 2000). En cualquier caso, la idea de universidad no puede ser pensada en el vacío, sino en relación con el hecho social, político y económico de cada tiempo y lugar. No estamos ante una institución independiente cuyo fin no tiene nada que ver con el fin social. Sucede todo lo contrario, la universidad adquiere sentido cuando se la considera como una realidad que mantiene una íntima relación con otras realidades.

Pero, como hemos dicho anteriormente, el rasgo gremial de la idea de universidad no condiciona únicamente su relación con el exterior, también condiciona su dinámica interna. Los miembros de las primeras universidades conviven, salvo lógicas particularidades, como los de cualquier otro gremio. Existen unos principios que, de una manera o de otra, organizan el quehacer diario de maestros y estudiantes. Fue precisamente el cumplimiento de estos principios lo que permitía catalogar a una universidad como tal y, viceversa, su incumplimiento representaba una traba considerable para que una corporación de maestros y estudiantes adquiriera la categoría de universidad. Así, por ejemplo, debían respetarse de forma escrupulosa los pasos para llegar a ser bachiller y, posteriormente, maestro, de tal forma que solo cuando se obtenía la licentia docendi se podía actuar como tal. Es la universidad la que adquiere el poder de decisión sobre qué pasos se han de dar para sentarse en la cátedra. Pero no solo eso, también es la universidad la que se organiza en torno al cultivo de una profesión, la que decide lo que debe ser enseñado y aprendido, la que incluye a representantes de varias naciones, etc. En cualquier caso, la idea de universidad tiene este carácter corporativo y, lo que es más importante, dicho rasgo exige una organización académica determinada y concreta.

Si hay algo que orquesta la vida y el estudio en las primeras universidades son las facultades: la facultad menor, en la que se impartían las artes liberales, y las facultades mayores, en las que se impartían Teología, Derecho y Medicina. La instauración de dichas facultades, así como su organización, son consecuencia de una auténtica filosofía educativa y de una apuesta por un determinado fin de la actividad universitaria. En este punto, se puede observar nuevamente que la universidad es heredera de una culminación de ideas y propuestas educativas. El germen de la actividad universitaria son las artes liberales, que se encuentran en la Antigüedad clásica (Wegner, 1944) y evolucionan a través de dos mil años de historia, evolución que, todo sea dicho, continúa en nuestros días.

El conjunto de saberes que son propios del hombre libre y no del esclavo y que, por lo tanto, no están sujetos a lo servil y lo mecánico, sino a la contemplación de la verdad (verum), la perfectibilidad y la plenitud (bonum) y lo bello (pulchrum), conforman las artes liberales. Una idea muy similar se puede encontrar en el sistema de estudio oriental de los antiguos hindúes. El más elevado objeto que puede alcanzar el ser humano es el Veda, el conjunto de cosas divinas, de ideas que sobreelevan a la persona. Tanto en un lugar como en otro, se considera que existe un conjunto de saberes que se ordena al saber por sí mismo y otro que se ordena a alguna utilidad práctica. La universidad, como lugar de adquisición de saber de orden superior, especulativo, centra su labor en los saberes que rescatan a la persona de la ignorancia, que la encaminan hacia la luz de la verdad, el bien y la belleza. Los saberes propios de dicha naturaleza son, como se ha dicho, las artes liberales, entendiendo liberales en el sentido señalado. Su configuración es la configuración de la educación misma, no obstante, se pueden señalar diferentes momentos claves en su gestación y configuración. Cicerón (106-43 a. C.) enumera la geometría, la literatura, la poesía, la ciencia natural, la ética y la política como los elementos básicos de la educación liberal. Quintiliano (35-95), por su parte, redacta la famosa obra de doce volúmenes Institutio Oratoria, y en ella se incluye la instrucción en las gramáticas latina y griega, las matemáticas, la música, la retórica, en la que se incluye la elocución y el conocimiento de la literatura, y la lógica o dialéctica. Vale la pena señalar que nueve de los doce volúmenes están dedicados al arte de la oratoria, que se alza como el saber cardinal de las primeras universidades. Las siete artes liberales son presentadas en la obra del africano Marcianus Capella: Satyricon Libri IX, escrita alrededor del año 420. Una presentación más simple de estas fue la redactada por Magnus Aurelius Cassiodorus en el siglo VI: De Artibus ac Disciplinis Liberalium Artium. San Isidoro, obispo de Sevilla, también trata sobre las artes liberales en su obra enciclopédica Origines, sive Etymologiae, escrita alrededor del año 600. La gramática, la retórica, la dialéctica, las matemáticas, la medicina, la jurisprudencia y la teología conforman básicamente los diferentes libros de su obra, además de una miscelánea de información útil.

Alcuino de York (735-804), el reconocido hombre de estado y consejero de Carlomagno, es quizá el autor más citado cuando se habla de la gestación de las artes liberales aunque, como se ha señalado, no es el primero ni el único que se ha dedicado al asunto. No obstante, su importancia en el proceso de gestación de estas es notable, y su gran aportación radica en la organización en dos ciclos: el Trivium y el Quadrivium. El Trivium incluye el conocimiento lingüístico o sermocinal, y se fundamenta en la máxima de que el pensamiento termina en la palabra, en la defensa de una expresión correcta que sea emocionalmente neutra, que persuada apasionadamente y de una frialdad lúcida. Este ciclo está conformado por la gramática, que instruye en la expresión según determinadas reglas; la retórica, que instruye en la conmoción y persuasión que practica un hablante ante un auditorio plural y pasivo, un saber que trasciende la correcta elocución, y por último, la dialéctica o el arte de argumentar en frío delante de un auditorio activo con el que se establece un combate de la palabra singular, y que también incluye el arte de hablar con uno mismo, a solas o en soliloquio. El Quadrivium incluye el conocimiento científico en general, y el matemático en particular, se fundamenta en que las matemáticas son la clave para captar y comprender la realidad, las que permiten el acceso al bien que la realidad conlleva. Estamos ante la organización platónica del conocimiento heredada por la Edad Media. Este segundo ciclo incluye la aritmética, que estudia las propiedades de los números; la geometría, que estudia el desarrollo de las líneas que generan los planos (incluye la estereometría, que estudia el desarrollo de los planos que generan volúmenes sólidos); la astronomía, que estudia la ciencia de los sólidos que se desplazan; y la música, que estudia la armonía.

Hasta los siglos XIV-XV la pedagogía escolástica fue la protagonista en las universidades. Como ocurriera con el conocimiento, la pedagogía también era un legado de épocas anteriores y de escuelas o centros de estudio y formación que precedieron a la institución universitaria. En términos generales, se puede decir que la enseñanza universitaria incluía la impartición de lecciones de los maestros que consistían básicamente en la lectura y comentarios de los libros estipulados y en las disputas o debates orales sobre dichos textos. Las consecuencias de esta pedagogía eran varias, aunque vale la pena destacar el papel propedéutico de la gramática y la dialéctica, la importancia que se le otorga al legado escrito y, muy especialmente, la importancia de la memorización y la repetición. El maestro pues tenía tres tareas principales que desarrollar (Verger, 1994): impartir lecturas, hoy lo llamaríamos lecciones magistrales, sobre los textos del programa establecido por la universidad y las autoridades competentes; dirigir debates, que incluía elegir el tema que se iba a debatir, presidirlo, conducirlo y establecer una conclusión (determinatio); y preparar lecciones y debates a sabiendas de que lo usual era no repetir el mismo curso año tras año, ni dictar un curso que ya estuviese escrito, fuese por él mismo o por otros maestros.

El espacio básico de cada maestro era su escuela (schola), lo que hoy en día equivaldría a un aula. Es interesante señalar que en la gran mayoría de universidades, por no decir en todas, no podía haber ningún estudiante sin maestro, no podía haber «estudiantes vagabundos», como se conocían en la época. También es importante saber que no existían criterios de admisión de estudiantes, aunque el acceso a una corporación concreta exigía el juramento a las normas de la facultad, el máximo respeto y devoción hacia el maestro, así como el pago de ciertos honorarios, principalmente y como ya se ha apuntado, para obtener el derecho a ser examinado. Solo con el paso del tiempo el maestro empieza a elaborar listas de los estudiantes que se matriculaban, hecho que, como han señalado algunos autores, significa el paso de la era del universalismo a la del particularismo (Christpoh, 1994a). Las primeras universidades actúan como una escuela, y la ausencia de un sistema educativo en sentido moderno hace que la universidad compita con otra tipología de escuelas3.

Desde los inicios se diferenciaron los estudiantes (Christpoh, 1994b) según los estudios que cursaban y sus edades. El scholari simplex era el estudiante de clase media que no se presentaba a los exámenes y, por lo tanto, no adquiría ningún título universitario; tenía entre 14 y 16 años de edad, estaba unido a su maestro, y representaba el 50 % de los estudiantes. Se puede decir que era el actor principal de las primeras universidades. El baccalaureus artium, de 16-19 años de edad, era el estudiante de la facultad de Artes, tenía cierta representación y procedía de la clase baja de la sociedad. Su principal objetivo era poder demostrar los conocimientos adquiridos en la universidad para lograr un ascenso social. Este tipo de estudiante obtenía el título después de trabajar una media de dos años y medio con el maestro elegido. En la actualidad, se correspondería con el título de la escuela secundaria. Representaban del 20 al 40 % de los estudiantes, dependiendo de la universidad. También existía el estudiante maestro que, tras dos o tres años de estudio, obtenía el título universitario, que equivaldría al título que da acceso a la universidad contemporánea. Tenía entre 19 y 21 años de edad, y dedicaba sus años a la docencia en Artes. Representaba el 15 % de la universidad, y vivía de sus estudiantes. Se trata de un tipo de estudiante que podía llegar a ser decano o rector (situación típica de la Universidad de París y sus seguidoras). Existían estudiantes de rango, procedentes de la clase alta de la sociedad, tenían lacayos y tutores privados, y solían estar en la facultad de Derecho. No se examinaban porque no buscaban el ascenso social. Por último, existía el estudiante especialista, que es lo más cercano al estudiante contemporáneo. Obtenía una licencia en Teología, Medicina o Derecho, la licencia en docencia y algo parecido a un doctorado. Tenía entre 25 y 35 años de edad, y representaba el 2-3 % de los estudiantes. Debido a su procedencia, estaban motivados por los honores y el mantenimiento del prestigio social.

Por último, vale la pena señalar que la vida universitaria de las primeras corporaciones era realmente estricta, estaba configurada en torno a una serie de normas que exigían un comportamiento decente (honeste se genere). La vida universitaria incluía la lectura de pasajes de la Sagrada Escritura, y la actividad diaria empezaba en torno a las cinco de la madrugada y finalizaba bien entrada la tarde. Se debía evitar el insulto de palabra u obra, el contacto con mujeres, no se podía llevar armas y se exigía una vestimenta adecuada. Aquellos estudiantes, usualmente conocidos como los goliardos, que practicaban una vida disipada y que poblaron la Europa universitaria del siglo XIII no tenían cabida en las primeras universidades (Claramunt, 2002).

2.3. La segunda época de la universidad: siglos XV-XVIII

En líneas generales se puede decir que los cambios sucedidos entre los años 1450 y 1550 tuvieron una gran influencia en la historia. Sin ánimo de ser exhaustivos, señalamos algunos de ellos. La conquista de Constantinopla, en el año 1453, por parte de los turcos suele ser considerada como el punto de partida de la reconfiguración del viejo continente, y del mundo en general. Europa adquiere una nueva y revolucionaria dimensión gracias a los descubrimientos de Cristóbal Colón y Vasco de Gama, principalmente. La nueva apertura europea al mundo, las nuevas formas de comunicación que fueron impulsadas gracias a la aparición de la imprenta, la formación de una nueva identidad cultural y lingüística, el orden civil, la Reforma, etc., tienen un peso determinante en esta nueva configuración social, política, económica y cultural. En relación con la universidad, la obertura de Italia, concretamente de Florencia, al resto de Europa, y la recuperación del griego y de la obra platónica que allí se lleva a cabo, significan el ensalzamiento de un nuevo espíritu gobernado por lo que popularmente se conoce como «la vuelta a los clásicos», ad fontes. La universidad entra así en lo que se conoce como su segunda época.

La aparición del humanismo, y su extensión por Europa durante los siglos XIV y XV, tiene una importancia radical en el devenir de la universidad, pues marca la historia de la universidad entre los años 1500 y 1800. Como veremos más adelante, la Ilustración también resulta ser un factor decisivo en esta nueva época de la institución universitaria. La entrada del movimiento humanista en el ámbito académico significó la puesta en marcha de un proceso de diferenciación que a partir de entonces vivieron las universidades. A este hecho se le une la fragmentación que sufre el mundo político siguiendo las líneas divisorias que marcan las diferentes confesiones religiosas y los principados territoriales.

El movimiento humanista da un vuelco a la tradición universitaria, especialmente a su manera de entender la tarea académica y, por lo tanto, el fin que esta debe perseguir. Dicho movimiento significa una nueva manera de entender la posición de la universidad en la comunidad, de concebir un nuevo sentido a su quehacer. Hasta la fecha, la actividad universitaria estaba íntimamente relacionada con virtudes como el reposo, la contemplación y el autocontrol, virtudes que fundamentaban la pedagogía escolástica y que daban sentido a la ética en la que esta se sustentaba. La universidad medieval, por decirlo de otra manera, hacía honor a la representación de Bernardo de Chartres (1130), según la cual los intelectuales estaban situados encima de los hombros de los antiguos para poder ver más allá de ellos. La universidad medieval era el lugar de veneración y constante repetición de lo dicho.

La nueva época trae consigo un deseo de novedad, de inquietud, incluso de anhelo de fama y protagonismo social. Ahora ya no se trata de quedarse encaramado encima de los hombros de los antiguos, sino de bajar y embarcarse en una nueva aventura. La universidad emprende un camino nuevo, como ilustró Francis Bacon con barcos pasando entre las columnas de Hércules, en busca de nuevo conocimiento. El aprendizaje y la ciencia toman la forma de viaje de descubrimiento. La universidad, así, se une a la realidad que el mundo vive en esos momentos. El peso que había tenido la vida contemplativa lo tiene ahora la vida activa, hecho que conlleva la instauración del diálogo con la comunidad, aquella que se encuentra fuera de los muros de la universidad, y que hasta la fecha había sido prácticamente ignorada. La universidad deja de ser considerada como un lugar de formación de profesores o clérigos, porque asume la tarea de preparar a personas, letrados o caballeros (literati), para vivir y actuar en la comunidad de acuerdo con las normas del urbanismo, la civilización y la cultura.

El humanismo, pues, no representa para la universidad el descubrimiento de los antiguos, sino una nueva actitud ante ellos. Las voces autorizadas de tiempos pasados dejan de ser autoridades eternamente válidas y se convierten en interlocutores de otro tiempo que conmueven al lector, que le dan respuestas válidas intemporales, y que le permiten formarse una conciencia cultural basada en el diálogo. El principal objetivo del cambio dialógico con la familia de los libros clásicos era la formación de un porte refinado, porte que se alcanzaba con el conocimiento de las artes liberales y la historia, combinado con una elocuencia basada en la ética y orientada hacia la comunidad civil. Erasmo se refiere a ello cuando escribe Familiarum colloquiorum formulae (1512-22). Así las cosas, humanitas, cultura, humanité, civilité y urbanidad se convierten en los rasgos distintivos de la élite intelectual, es decir, de la universidad.

Sin embargo, el proyecto humanista no culmina tal y como estaba previsto en un principio. En el transcurso de su consolidación, los humanistas (humaniora) van perdiendo su ímpetu inicial y su carácter originario va cambiando. La universidad humanista se convierte en una institución obsesionada por la aplicación de resultados objetivos, y se extingue la experiencia intelectual y moral del estudioso y la interacción constante con los antiguos. Estos dejan de ser interlocutores válidos y pasan a ser voces que en otro tiempo fueron autorizadas. El diálogo entre antiguos y modernos se convierte en confrontación. Los profesores humanistas pierden su poder específico de formar a los estudiantes en tanto que personas; la comunidad que vivía en armonía con su heredado pasado se convierte en una especie de teatro extraño en el que se representa la vanitas mundi. El punto central del nuevo humanismo, si se puede decir así, es el ser individual independiente de la comunidad a la que pertenece, cuando al principio el humanismo era el principio general de un pueblo o época, la esencia general y comunitaria auténtica del espíritu. Como veremos más adelante, este cambio de paradigma provoca la aparición del neohumanismo de Wilhelm von Humboldt y de su concepción sobre la misión de la universidad, y con él nace la universidad moderna.

La universidad del siglo XVI, y la sociedad en general, estuvieron dominadas por la filosofía y la revisión histórica de los fundamentos de la teología, fue la época de Erasmo, Lutero, Calvino, Escalígero y Lipsio, pero sucumbió cuando el humanismo se convierte en el lacayo de círculos políticos y académicos dominantes. El siglo XVII estuvo dominado por el conocimiento matemático, Galileo, Descartes, Fermat, Huygens, etc., y el siglo XVIII estuvo dominado por el método experimental, Bacon, Boyle, Newton, Boerchaave, etc., y destaca el hecho de que un número significativo de los grandes científicos no enseñaron en la universidad, es más, según como se mire, puede afirmarse que el gran impulso científico de la época se dio al margen de la institución universitaria. Este hecho provoca que las universidades se vean amenazadas por la labor de importantes matemáticos y filósofos de la época, en el sentido de que tengan que competir contra ellos y sus valiosas aportaciones. El studium generale o la universitas deja de ser aquella institución que lo abarcaba todo, que regulaba la vida de sus miembros y que cubría toda la gama de conocimientos. Así las cosas, a comienzos de la Edad Moderna el término studium generale aún seguía utilizándose en países mediterráneos, pero en países germanos y escandinavos las universidades se empiezan a llamar academias, hecho que confirma el cambio de paradigma universitario (Kuhn, 1962). Además, también aparecen, por decirlo de alguna manera, familias religiosas de universidades (católicas, luteranas y calvinistas), y dentro de estas aparecen subfamilias nacionales. En definitiva, el siglo XVI representa el inicio de la división de la vieja universidad. Por un lado, aparece una red de escuelas destinadas a la enseñanza de las humanidades (o escuelas de gramática) a las que acuden los estudiantes de las antiguas facultades de artes. La entrada del humanismo en la universidad provoca la creación de lo que hoy llamamos educación secundaria, y este hecho ayuda a definir el nivel educativo superior. En adelante y hasta nuestros días, el sello distintivo de la universidad es el nivel de enseñanza que esta ofrece, más que su forma o estructura.

La universidad deja de enseñar cultura general y se centra en la formación de la clase dirigente, pero las escuelas y las universidades no dejan de estar relacionadas, hecho que hace difícil decir dónde termina y empieza la universidad, especialmente en lo que a edades de acceso se refiere. El desempleo de personas ilustradas y su consiguiente malestar, que se gesta a partir del siglo XVII, se convierten en uno de los talones de Aquiles de la institución universitaria y en el centro de las críticas sobre su función social, al generarse un excedente que afecta a las artes y las letras a partir de entonces, y a las facultades profesionales a partir del siglo XVIII. La pregunta que aún queda por responder es si realmente se trata de un excedente o de un cambio de concepción sobre la misión de la universidad, de la jerarquía social y profesional, y del tipo de trabajo que debía desarrollar un intelectual. Los intelectuales de esta época empiezan a ser conocidos a nivel social como personas que se aprovechan del Estado, como auténticos ociosos (otiosi). Por otro lado, y estrechamente relacionada con lo anterior, se consolida la idea según la cual el fin de la universidad consiste básicamente en ofrecer la formación para una carrera profesional. Será precisamente esta manera de pensar una de las causas que provoca el nacimiento de la universidad moderna a través de la propuesta de Wilhelm von Humboldt. Sin embargo, antes de presentar dicha propuesta vale la pena detenerse en el movimiento ilustrado y sus consecuencias para la universidad.

La Ilustración, entendida como el periodo que comprende el siglo XVIII, también conocido como Siglo de las Luces, y que alcanza hasta el inicio de la Revolución francesa (1789), también tiene una incidencia enorme en el proceso de transformación de las universidades de esta segunda época (Bermejo, 2008). Destacan los siguientes aspectos. Por un lado, la emersión de un sentimiento particularista, hecho que provoca la potenciación y defensa de los rasgos de cada pueblo frente a los de los demás, y por lo tanto, la quiebra del clima de universalidad e intercambio de ideas que había estado presente en Europa durante siglos. Sin ir más lejos, el latín, lengua propia de las universidades europeas hasta la fecha, es sustituido y arrinconado por las lenguas vernáculas de cada lugar. Se fragmenta así la red educativa que hasta entonces había mantenido unidas a las diferentes universidades europeas (Hammerstein, 1999). Aquí parece darse una contradicción entre la vocación cosmopolita del ideario ilustrado y el patriotismo o nacionalismo que se da en la práctica. Por otro lado, asistimos al énfasis en la defensa de una enseñanza práctica en detrimento de una enseñanza teórica o especulativa, hecho que conlleva, entre otras cosas, la defenestración de áreas como la teología, que hasta entonces había ocupado un lugar primordial en la universidad. La facultad de Teología es sustituida por la de Derecho. Por su parte, la facultad de Filosofía, antigua facultad de Artes, reclama ser una facultad mayor con todo lo que ello conlleva, sin embargo el intelectual ya ha sido reemplazado por el científico. La vieja ordenación de saberes, que respondía a una serie de criterios relacionados con la erudición, es sustituida por una ordenación de conocimientos que se fundamenta en criterios eminentemente prácticos y científicos (Pérez-Díaz, 2010).

La universidad alemana, que será la gran protagonista de la tercera época de la universidad, también se ve inmersa en un proceso de especialización e investigación científica aplicada. Se recupera la forma dual investigación-formación. No la crea, pues como hemos visto, se trata de una manera de hacer también presente en el Medioevo, simplemente la rescata tras su fragmentación en la revolución científica (siglos XVI-XVII): cada ciencia, un método. La especificidad del modelo universitario alemán, pues, se remonta a finales del siglo XVII, modelo que ya contaba con más de cuarenta instituciones universitarias, y que no era tanto el producto de un clima cultural inquieto y determinado como de un mosaico que representaban los Estados del Sacro Imperio Romano. A todo esto hay que sumarle que el número de estudiantes universitarios era cada vez menor, hecho que provoca una discusión sobre la sustitución o renovación de las universidades (Bermejo, 2008). La pérdida de identidad sufrida por la cultura alemana (no se pueden olvidar los efectos de, por ejemplo, la guerra de los Treinta Años) provoca la aparición de los primeros ensayos renovadores o preilustrados, como veremos más adelante. En este sentido, la renovación gana la partida a la sustitución.

Se consolida la función de la universidad en tanto que preparación principalmente de funcionarios. Sin ir más lejos, se instauran las ciencias de la gestión pública (cameralismo), que tuvieron una fama más que considerable en las universidades de Halle y Gotinga para la promoción de gestores de la monarquía prusiana (Turner, 1975). En este sentido, se instaura la dimensión práctica de la docencia a través de seminarios, que por cierto será una de las propuestas de la universidad moderna, pues se ajusta al razonamiento práctico en detrimento de la memorización de contenidos.

Si a finales del siglo XVIII la universidad alemana estaba en un estado de estancamiento y dedicada casi exclusivamente a la formación profesional, la universidad francesa representaba un papel nimio en la vida intelectual y el debate cultural del país. La supresión de los jesuitas de las universidades agrava el problema, y la actividad intelectual pasa a las academias y los salones privados (Bayen, 1978). El más crítico con la situación es Diderot, quien recibe el encargo de la zarina Catalina II para la creación de una universidad rusa. Es esta su oportunidad para plantear la universidad que él concebía, y que no podía ser plasmada en la realidad política en la que se encontraba (Diderot, 2005). En 1791, y a través de la Ley Chapelier, quedan suprimidas todas las corporaciones universitarias del país, y un año más tarde, el informe Condorcet (antes Tayllerand había defendido ideas similares) también se muestra partidario de abolir todas las universidades y de instaurar un cambio en el contenido de orden superior que se focalice en las matemáticas y las ciencias en general (Coutel, 1999). Las universidades francesas ya llevaban tiempo en estado moribundo, básicamente por la competencia de los colegios jesuíticos y el deseo latente de borrar cualquier cosa que tuviera que ver con la época anterior. La solución ante la desaparición de las universidades fue la creación de un sistema de escuelas al servicio público (les écoles de service publique), que equivaldría a un nivel de educación secundaria, y las escuelas especializadas (les écoles spéciales), que equivaldrían a un nivel de educación superior y especializada. Estas también serían abolidas en 1802 por Bonaparte debido a su escasa aceptación entre las esferas de profesionales, y fueron sustituidas por los liceos. La profunda reforma de la universidad francesa (1806-1808) crea un modelo moderno y laico, carente de conexión con la corporación académica independiente que se creó y consolidó en la época anterior. Así, se divide el país en academias, por zonas, cada una presidida por un rector y que comprendía diversos liceos y facultades aisladas entre ellas e insertas en una estructura dominada por la gran Universidad de París. Los objetivos básicos de dicho entramado universitario pueden resumirse como sigue: facilitar al Estado posrevolucionario la formación de funcionarios que apuntalen la estabilidad pública y social; procurar que la formación de estos sea acorde con el nuevo orden social; evitar la emergencia o aparición de nuevas clases profesionales; y poner límites a la libertad de pensamiento cuando esta represente una amenaza para el Estado.

Por su parte, el modelo universitario británico de la Europa moderna temprana resulta ser ciertamente peculiar. A diferencia de las inspiraciones reformistas y revolucionarias de franceses y alemanes, el modelo británico se caracteriza, si se puede decir así, por un cierto inmovilismo respecto a la primera época de la universidad (Brock y Curthoys, 1997). La aparición de los colegios universitarios (college), lugares de convivencia académica, constituyen una célula autónoma de enseñanza universitaria, tanto que la función de la universidad propiamente dicha queda reducida al otorgamiento de títulos. A esto hay que añadir el novedoso sistema tutorial de docencia (Walton, 1972), sistema que tendrá una influencia enorme en las universidades norteamericanas. En esta época, el conocido modelo de universidad inglés, con las universidades de Oxford y de Cambridge como máximas representantes, parece ir por derroteros diferentes a los dos modelos continentales presentados. Su vinculación a la idea originaria de universidad es mayor que la que mantuvieron las universidades francesa y alemana, o si se prefiere, el modelo de universidad inglés representa una continuación, aunque adaptada a la nueva realidad, de la universidad medieval.

En resumen, la segunda época de la universidad, como no podía ser de otra manera, se ve condicionada por las circunstancias en las que dicha institución vive, contingencias que dibujan una realidad que quiere romper lazos con el pasado y que, por lo tanto, necesita una nueva universidad. Estamos en una época en la que aquella idea de universidad más o menos universal y ampliamente compartida se desgaja en diferentes concepciones o modelos universitarios. Sin embargo, no vale cualquier modelo. Prueba de ello son las críticas que han recibido diversas propuestas universitarias y la advertencia del peligro que se corre cuando la universidad, en tanto que idea institucionalizada, puede perder su esencia o su razón de ser. Parecer ser que la segunda época de la universidad no acaba de digerir los principios humanistas e ilustrados y que llega a un estado de duda, de decadencia respecto a su primera época, y de incredulidad por parte de la comunidad social. La tercera época de la universidad, por la importancia que tiene, la presentaremos en el siguiente bloque. Vayamos ahora a los principios rectores de la idea de universidad así como a las interpretaciones que de dichos principios se han presentado.

3. Principios rectores de la idea de universidad: posibles interpretaciones

Las diferentes épocas presentadas nos permiten vislumbrar la historia de la universidad y, sobre todo, reflejan que el conflicto o la desavenencia forman parte de su misión o idea4. Este hecho ha provocado la construcción de diferentes concepciones sobre la universidad que están presentes en el imaginario social y académico. A continuación presentamos todos ellos, a sabiendas de que el tercero será enriquecido y madurado gracias a la filosofía de la educación universitaria que veremos en el siguiente bloque y, muy especialmente, gracias a la crítica comunitarista que trabajaremos más adelante. Dicha concepción será ampliamente tratada a su vez en las conclusiones y la prospectiva.

El primer patrón es el que algunos autores han identificado como «universidad progresista» (Ruiz-Arriola, 2000). Desde esta manera de pensar se concibe la universidad como una institución que, como cualquier otra institución social, camina con el devenir histórico y, por tanto, las circunstancias de cada momento y lugar son las que dan forma a la universidad. La universidad se identifica con una realidad contingente, adquiere una condición concreta debido a las circunstancias que la rodean, y sería diferente si estas también lo fuesen. En nuestra realidad actual la universidad debe ser algo eficaz y eficiente, algo que participe en el progreso de una forma importante. No se niega una tradición más o menos gloriosa (Rábade, 1996), sino que se defiende que los tiempos han cambiado y que la idea de universidad no debe permanecer anclada en un pasado que ya no existe. Tampoco se pretende hacer borrón y cuenta nueva, pues se reconoce que si la universidad se mantiene en pie, es gracias a los cimientos que se colocaron en otras épocas. La universidad tiene una deuda de sentido con su pasado. No obstante, la misión de la universidad de antaño no es la misma que la de ahora y, si no hay un proceso de cambio, de escucha a la realidad y de atención a las nuevas circunstancias, la idea de universidad pierde sentido. La idea de universidad pues debe reconfigurarse y, tal y como veremos más adelante, los documentos oficiales que han fundamentado la construcción del EEES están relacionados de una manera importante con esta concepción de la universidad5.

Desde esta óptica resulta difícil hablar de crisis, es más lógico hablar de reconstrucción de la idea de universidad (Valdeón, 1994). Las ideas o actividades académicas que, por los motivos que sean, ya no son útiles deben mutar y acomodarse a la nueva realidad. Dicho de otra manera, las exigencias, y también las urgencias, ponen a prueba las ideas, y si estas permanecen estáticas porque no se reconfiguran, no tardan en perecer y ser consideradas caducas. Se podría decir que las universidades de finales de la Edad Media sufrieron una crisis porque vivieron momentos decisivos y graves, pero resulta más acertado pensar que lo que sucedió fue un proceso de reconstrucción de los cimientos de la idea de universidad. La valoración positiva de dicho proceso de cambio es el hilo que une el discurso progresista de la idea de universidad.

Esta interpretación es acertada y la historia se ha encargado de demostrarlo. No obstante, no es una interpretación completa. Por ejemplo, no explica el hecho de que podamos valorar, por encima de las circunstancias del momento, que una universidad determinada funciona como tal, y que otra no lo hace o ha dejado de hacerlo hace tiempo, incluso que podamos valorar con seguridad qué universidades funcionan mejor que otras a través de los famosos ránquines internacionales. Si la universidad fuera únicamente una realidad contingente, además, deberíamos aceptarla tal y como es, a lo sumo valorar si se adecúa a la situación concreta en la que se encuentra, pero no lamentarnos de lo que podría haber sido o soñar con lo que debería ser. Algo se escapa cuando se concibe la universidad de esta manera.

La segunda concepción es la que se ha llamado universidad clásica o humanista (Ruiz-Arriola, 2000), y concibe la universidad como algo más que una realidad contingente. La universidad es, principalmente, una idea institucionalizada que conlleva unas tareas que cumplir. Se trata de una idea de naturaleza ontológica, pues tiene que ver con el ser y sus propiedades, una idea organizada sobre unos principios rectores que incluyen diferentes versiones y acepciones que la mantienen en una tensión e incertidumbre permanente. Desde esta perspectiva, se concibe la universidad como la institución que busca la excelencia humana. La razón de ser de la universidad, en lo que a formación se refiere, no es otra que hacerse cargo de la persona y conducirla hacia la mejor versión de su yo. No resulta difícil encontrar textos, clásicos y contemporáneos sobre la misión de la universidad que defienden dicha concepción (Giner de los Ríos, 1902; Ortega y Gasset, 1930; Barlett, 1976; Clarck, 1984; Bock, 1986; Newman, 1986; Rosovsky, 1990; Wyatt, 1990; Bonvecchio, 1991; Pelikan, 1992; Thorens, 1996; Bowen y Shapiro, 1998; Kerr, 2001; Scott, 2006; Laredo, 2007; Oncina, 2008). En contra de lo que se pueda pensar, esta visión de la idea de universidad no excluye la formación en la profesión, simplemente la considera un complemento, importante, pero un complemento de lo esencial; aunque también se alzan voces que advierten de que la formación profesional no es propia de la universidad y que, por lo tanto, no tiene espacio en tan digna institución. Dicha posición es extremista y malinterpreta los orígenes de la primigenia idea de universidad en los que, efectivamente, la formación para la profesión tenía su espacio y tiempo. No olvidemos que las primeras facultades mayores fueron las de Derecho, Medicina y Teología, que daban respuestas a necesidades sociales de la época.

La universidad clásica o humanista defiende unos principios muy próximos a los inicios de la universidad e incluso se cierra a posibles cambios sustanciales propios de la primera época de la universidad. Tanto es así que hay publicaciones, con títulos pesimistas, que remarcan la pérdida del sentido de la misión de la universidad (Marcovicht, 2002; Freitag, 2004).

Han sido presentados los dos extremos de entender la universidad, y aunque a nivel general no llegan a negarse, es cierto que están en clara contraposición. Consideramos que ambas perspectivas tienen sus bondades, pero también pensamos que ambas adolecen de poder ofrecer una explicación completa de la idea de universidad. Por un lado, la universidad que orbita en torno a la búsqueda de la excelencia, paradigma clásico o humanista puede caer en el error de dedicar poca atención a la comunidad social y sus necesidades cuando, de facto, la misión de la universidad no tiene sentido en el vacío. Por otro lado, la idea de universidad progresista que tiene por meta la eficiencia y la eficiencia cae, en no pocas ocasiones, en un olvido de la parte humanística y más personal que dicha idea conlleva. Las dos concepciones presentadas son complementarias, y solo un análisis parcial de la idea de universidad puede convertirlas en contradictorias. La búsqueda de la excelencia no debería estar reñida con la meta de la eficiencia, no hay comportamiento excelente que no sea eficiente, ni actividad eficiente que no conlleve cierto grado de excelencia, siempre y cuando el concepto de eficiencia sea pensado como algo más que la obtención de un resultado rápido y productivo. Lo complicado del asunto, no obstante, está en mantener el equilibrio entre ambas posturas, pues es relativamente fácil caer en el lado de la balanza que más convenga. De la defensa de dicho equilibrio nace una tercera concepción a la hora de concebir la universidad. Esta, que llamamos «universidad mixta» (Ruiz-Arriola, 2000), apuesta tanto por la excelencia como por la eficiencia, como si de dos caras de una misma moneda se tratase, recoge lo mejor de los anteriores patrones.

Consideramos que, ciertamente, la universidad se encuentra incardinada en un tiempo y un espacio, hecho que la hace ser de una manera y no de otra, pero, lejos de lo que pueda parecer, no son solo sus circunstancias las que la convierten en algo incierto. Cuando valoramos si una universidad se comporta como tal, o si una universidad concreta funciona mejor que otra, lo hacemos tanto en relación con sus circunstancias como en relación con la idea de universidad. Una institución universitaria no es solo algo que está a merced de lo que le sucede, sino que también debe arreglárselas para responder de su fin ante la sociedad, es una institución que, por lo tanto, debe vérselas con sus circunstancias y con su misión.

A partir de ahora, nos vamos a centrar en los rasgos esenciales de la idea de universidad, rasgos que se han mantenido presentes en las diferentes épocas de la universidad y que se acentúan de una manera o de otra, según sean las concepciones que acabamos de presentar. En el siguiente bloque de nuestro trabajo, podremos ver la maduración filosófica de estos rasgos y su relevancia a la hora de concebir la universidad en general, y la educación universitaria en particular.

3.1. La formación en la universidad

El primer rasgo de la idea de universidad es la formación6 (Esteve, 1983). La universidad es, en esencia, el lugar donde dedicarse a una serie de estudios altamente especializados. Desde una óptica progresista se defiende que la universidad debe poner el acento en la formación en la eficiencia y eficacia y no tanto en la excelencia. Tras la modernidad, la institución universitaria ha reubicado su posición, y lo que antes le era propio hoy ya no lo es. Niveles educativos anteriores al universitario se han convertido en estandartes de la educación moral y ciudadana (Kolhberg, 1997; Peters, 1981). Por un lado, la revolución de la psicología cognitiva, encabezada por la Escuela de Ginebra fundada por Jean Piaget, provocó que los diferentes niveles educativos se adaptaran al desarrollo evolutivo de la persona en proceso de formación (Piaget, 1965). Por otro lado, la permanente elongación de la edad escolar obligatoria también provoca que determinados aprendizajes se adelanten en el tiempo y le quiten terreno a la universidad.

Para el pensamiento progresista la tarea fundamental de la universidad consiste en formar eficaces y eficientes profesionales. Así lo entendió la primigenia idea de universidad, pues no olvidemos que las tres facultades mayores fueron creadas para satisfacer, de manera eficaz, aquello que la realidad exigía. Lógicamente, si el número de perfiles profesionales eficaces que la comunidad reclama va en aumento o varía, la universidad debe ofrecerle respuesta. La escucha a la realidad y su posterior auxilio es una característica propia de la idea de universidad (Marcovicht, 2002).

No se trata de una negación absoluta de la formación de la persona, sino de un movimiento de prioridades. Prueba de ello es que la formación de la persona no ha desparecido de la idea progresista de universidad, aunque su tratamiento sea más que discutible a ojos de la concepción clásica o humanista. Según algunos discursos oficiales, universidades de verano o créditos de libre elección, entre otros, tratan de mantener a flote lo que para ellos es la razón de ser de la universidad (Fernández-Carvajal, 1994).

Para la universidad clásica o humanista, la formación universitaria es, principalmente, la educación de la persona, la construcción de caracteres únicos y auténticos. Esta educación se encuentra íntimamente relacionada con las artes liberales, si aquella es el objetivo, dichas artes son el camino para alcanzarlo. En tiempos pasados, el hombre libre se dedicaba a las artes liberales, mientras que el esclavo se dedicaba a las artes serviles o mecánicas propias de su condición. Las artes liberales, y por ende la educación liberal, se orientan al saber superior, aspiran a la dignitas de la persona, mientras que las artes mecánicas se ordenan en torno a alguna utilidad práctica y no potencian más que un conjunto de habilidades, aunque estas tengan que ver con el intelecto (Millán-Puelles, 1961). Insistimos una vez más, no se trata de eliminar la formación profesional, sino de situarla en el lugar que, de facto, le corresponde ocupar. Sin olvidar las injustas condiciones sociales de la época, las artes propias del hombre, en tanto que hombre, son aquellas que no están sujetas a la formación profesional.

La concepción clásica o humanista considera que hay una formación propiamente universitaria y, solo tras ella, puede germinar una formación que se ramifica en tantas especializaciones como la realidad social necesite. Solo la formación humanística, y no la profesional, permite al estudiante enderezarse hacia la captación de la verdad (verum), la perfectibilidad y la plenitud (bonum) y lo bello (pulchrum). La profesión, es decir, los medios, los instrumentos y las condiciones de vida que harán posible dicha captación, es cosa de la formación profesional. Esta es la relación entre formación humanística y formación profesional, la primera precede a la segunda porque es su fundamento, y la segunda ayuda a practicar la primera y, por qué no, a seguir labrándola. Si la universidad dedica todas sus atenciones a la formación profesional, no forma hombres libres y, por lo tanto, no cumple con su misión.

En nuestro contexto más próximo, no es común hablar de artes liberales porque han sido sustituidas por el concepto de cultura o, en no pocas ocasiones, por el de cultura general. Lo que antes era un hombre liberal hoy es un hombre culto, y si las artes liberales son aquellos conocimientos que elevan al hombre, del mismo modo la cultura es el sistema vital de ideas propias de cada tiempo que permiten al hombre vivir libremente (Ortega y Gasset, 1937). Hacerse con estas ideas, o maneras de entender el mundo, es propio de la formación universitaria a ojos de la universidad clásica o humanista. Queda claro desde esta posición dónde se pone el acento en lo que a la educación universitaria se refiere. La formación cultural supera en importancia a la formación en la profesión, porque la primera garantiza la formación en la excelencia humana mientras que la segunda está llamada a ser un medio, y sin el auxilio de la primera se convierte en mera formación al servicio de cualquier utilidad.

Para la concepción que trata de recoger las bondades de los anteriores, la formación universitaria debería contemplar las dos facetas presentadas. No es lógica una formación universitaria que sitúe a las nuevas generaciones de universitarios en el limbo académico, para que, más pronto que tarde, caigan en la cuenta de la poca utilidad de sus aprendizajes. Tampoco es sensata una formación que, por encontrarse encadenada a las urgencias de la realidad, se convierta en un resorte más de la maquinaria burocrática al servicio de las organizaciones empresariales o estatales.

La idea de universidad supone la atenta escucha a la comunidad. Cuando Europa se desbarataba ante tanta invasión bárbara, se pensó en la necesidad de disponer de juristas y decretistas, y se miró a la Universidad de Bolonia, que, sin duda, puso todo el empeño en satisfacer esa necesidad social. Dicha inquietud también nació entre la corporación de maestros y estudiantes boloñeses. En ningún caso fue un encargo, sino un problema compartido. Pero dicho empeño no resquebrajó la misión de la universidad, sino que la reforzó, pues si se formaban profesionales, era desde la formación de la persona en tanto que persona. Dicho de otra manera, no se confundió la misión pública de la universidad con que esta fuera el nido en el que se cría el alto cargo público; ciertamente, son cosas diferentes.

El profesional, a ojos de la concepción mixta, no se desentiende de la verdad, ni del bien, ni de la belleza, porque en su quehacer diario trata de acercarse a todo ello. Se trata de un profesional con actitud propositiva. Un profesional que busca la excelencia y se desentiende de la eficacia y la eficiencia podría no tener argumentos reales sobre los que plasmar dicha excelencia. Por el contrario, aquel profesional que ansíe la eficiencia y la eficacia de sus acciones y que se despreocupe de la excelencia humana bien podría convertirse en un mero terminal de la cadena de producción (Castells, 1997). Desde este punto de vista, un universitario es aquel que no solo debe saber a qué profesión se quiere dedicar, sino que también debe cuestionarse el tipo de profesional que quiere llegar a ser (Habermas, 1984). La formación universitaria debe ser entendida como la formación en la «visión», en aquel carácter que un profesional debe imprimir en su tarea diaria. Dicho de otra manera, la formación del profesional con altura ética supone el aprendizaje de unas técnicas más o menos específicas, del momento de uso de dichas técnicas y, por último, de la excelencia que conlleva su práctica, de los bienes que de ella se obtienen (MacIntyre, 1987). Los dos primeros aprendizajes no tienen sentido completo sin el tercero.

Dicha concepción de la educación universitaria exige ser repensada en lenguaje contemporáneo, y consideramos que la crítica comunitarista puede complementar y profundizar en todo lo dicho hasta el momento, como veremos en el tercer bloque.

3.2. La universalidad en la universidad

La universalidad es otro de los vectores que ha estado presente en las tres épocas de la universidad, que le han dado sentido y consideramos que está llamado a ser uno de los principales fundamentos de la universidad del siglo XXI. Para la concepción progresista, la pretensión contemporánea de la universalidad ya no es acaparar el todo. Parece haberse apagado el reto que cualquier studium de la época medieval tenía por delante, a saber, llegar a ser un studium generale, o lo que es lo mismo, una universidad válida para cualquier nación7 que en ella se quisiera albergar. Con esto no se niega que exista un conocimiento universal que necesita ser indagado y transmitido, independientemente de la institución universitaria en la que uno se encuentre. Tampoco se niega que los problemas que acucian en un lugar concreto sean radicalmente diferentes a los que puedan sobrevenir en otro lugar. Se defiende, siguiendo el principio de eficiencia, que cada institución universitaria se ve envuelta en una realidad concreta y, hasta cierto punto, irrepetible. La universalidad de la idea de universidad, desde una visión progresista, abarca la realidad más próxima. Desde una visión clásica o humanista, en cambio, cualquier movimiento con tintes endogámicos atenta peligrosamente contra la idea de universidad, entre otras cosas porque los oficios separan a los hombres mientras que la cultura los mantiene unidos.

Ubicados en la universidad de la eficiencia, parece lógica la consideración de universalidad aquí presentada. A día de hoy, ¿qué sentido tiene perderse en el antiguo sentido de universalidad si la realidad, tanto económica como política y social, demanda soluciones concretas y particulares? Los grandes temas humanísticos o científicos pasan a ser un conjunto de saberes sobre los que el estudiante debe estar informado, y las habilidades o competencias profesionales que el entorno profesional más próximo reclama son el conjunto de conocimientos que el estudiante debe adquirir. Ahora bien, sobre cuál es el entorno más próximo de una institución universitaria surgen serias dudas, más cuando el hecho social moderno se mueve entre la unificación de Estados, el reconocimiento de nacionalismos y la movilidad internacional. En cualquier caso, la universalidad de la idea de universidad ya no es el todo, el conocimiento y la formación humanística, entre otras cosas porque este tipo de formación no responde a una universidad que pretende ser eficiente. La universalidad debe ir supeditada pues a la eficacia, y la universidad debe priorizar entre lo que merece ser objeto del hecho universitario y lo que no lo es tanto. Sobra decir que lo que para una corporación de maestros y estudiantes puede tener extremada importancia, para otra puede ser un asunto tangencial.

La concepción clásica o humanista, por su parte, también defiende una postura concreta sobre la universalidad de la universidad. Según esta perspectiva, la universidad aspira al conocimiento universal, a la reflexión de todo lo cognoscible. Pero ¿cuáles son estos saberes que permiten conseguir tal fin? No es fácil discernir, siguiendo a Ortega y Gasset, entre los conocimientos vivos, que no novedosos, que representan el nivel superior del tiempo, y los conocimientos arcaicos que han perecido con el paso de la historia (Ortega y Gasset, 1938). La universidad clásica o humanista fundamenta la universalidad del conocimiento en el Trivium y el Quadrivium, es decir, en los saberes lingüísticos o sermocinales, que representan la expresión de la persona en tanto que animal racional, y los saberes matemáticos, que son la clave para captar y comprender la realidad8. Obviamente, ya no tiene sentido recuperar las artes liberales tal y como las trabajaron las primeras universidades. No obstante, sí que se puede mantener el espíritu de esa formación cultural y humanística independientemente de la profesión a la los estudiantes dediquen su vida o una parte de ella, dado el nomadismo al que podrían enfrentarse a lo largo de su carrera. Sobra decir la cantidad de defensores de esta perspectiva que han mostrado su preocupación ante la galopante especialización profesional que caracteriza a la universidad contemporánea (Morin, 2001; Llovet, 2011).

Respecto a la universalidad también nos encontramos con una concepción que se sitúa en medio de los dos extremos ahora presentados. Por un lado, la idea de universidad es sinónimo de universalidad, y las instituciones universitarias son los bastiones que salvaguardan dicho principio. La búsqueda de la verdad, que resulta absolutamente universal, es tarea de toda corporación de maestros y estudiantes, independientemente del camino que se trace para alcanzarla y de la discusión sobre la concepción misma de la verdad; más cuando nos encontramos en tiempos de declive de las grandes ideas en los que acucia la necesidad de recurrir a lo dicho y, en último término, de repensarlo en el tiempo y espacio en los que se está viviendo, ¿quién lo hará si no la universidad? Pero no solo eso, la actividad universitaria también es propositiva, no debe limitarse a lo dicho, como muchas veces sucede, sino que debe situarse ante lo nuevo y debe poner conflictos en escena (Llano, 2003).

Por otro lado, la universidad, como institución repartida por todos los rincones del mundo desarrollado, concreta su universalidad en cada lugar y en cada tiempo. En cada contexto acontecen experiencias determinadas, problemas autóctonos que necesitan escuchar la voz de la universidad. Se hace raro encontrar un documento oficial sobre universidades en el que no se haga referencia al rol de motor que dicha institución debe ejercer para con la comunidad. El peligro en el que cae la concepción progresista es que la excesiva escucha a la realidad inmediata acabe con las aspiraciones de universalidad.

La universalidad, pues, es un rasgo propio de la universidad que no debería ser banalizado por su aparente arcaísmo, sino que debería ser recuperado en tiempos de incertidumbre, que es como algunos autores definen nuestra época (Galbraith, 1982). Al mismo tiempo, el modo de alcanzar la universalidad puede ser la realidad y, si se quiere, la más próxima, siempre y cuando, insistimos, el objetivo sea ponerla a prueba y al descubierto (alêtheia). Salta a la vista la complejidad de situarse en el punto medio, más si tuviéramos en cuenta las particularidades de cada institución universitaria. Resulta relativamente fácil caer tanto en la pedantería académica, que poco quiere saber de las cuestiones concretas y particulares, como en el pragmatismo más radical que no aspira más que a aportar soluciones con fecha de caducidad.

3.3. La gremialidad en la universidad

La gremialidad es otro de los principios rectores de la idea de universidad, y también puede ser concebida de diversas maneras. Para la concepción progresista la universidad debe seguir siendo, como defiende el discurso clásico o humanista, una institución gremial en tanto que tiene unos derechos adquiridos y unos deberes asumidos. La actividad académica no es posible de otra manera. La diferencia, sin embargo, radica en el rumbo que se le da a dicha gremialidad, en su quehacer y en la dirección que se le imprime. Mientras que para una visión clásica de la universidad la gremialidad era condición sine qua non para cumplir con el objetivo de buscar la verdad, para la universidad progresista la gremialidad es el requisito para atender a las realidades concretas y, en el mejor de los casos, inscribir en ellos algo de verdad. En otras palabras, el quehacer gremial académico, para la universidad progresista, ya no va tanto en busca de la verdad, sino que persigue hacerse con el dominio de un espacio objetivo concreto para categorizarlo y atribuirle así su verdad. Cuando, por ejemplo, el objetivo de una institución universitaria concreta es atender las demandas de su entorno empresarial más cercano porque así se ha acordado, la gremialidad se verá directamente afectada. Los actores cambian y el guion que se representa también. La cuestión no es baladí, pues determina quiénes deben llevar las riendas de la universidad. La universidad centrada en la eficiencia asume un cambio de configuración en lo que a gremialidad se refiere. Las respuestas eficaces, que no las mejores, no tienen por qué pasar por la interdisciplinariedad y, según como se mire, ni tan siquiera por el terreno de las humanidades. Los gremios académicos pueden cerrar filas en torno a su disciplina, o incluso a diferentes temas de una misma disciplina.

La concepción clásica o humanista defiende, por su parte, una absoluta autonomía en el quehacer académico. No se puede servir a la verdad cuando uno se encuentra atado a intereses, especialmente si estos son ajenos a la universidad. Ya vimos que la necesidad de vivir como un gremio fue una de las causas de creación de las primeras universidades (Cortina, 2003). La necesidad de ser considerados como una «casta» que necesita disfrutar de sus privilegios, porque son personas dedicadas a una nueva profesión, la de intelectual, fue la gran demanda de los primeros magister et alumni. No hay consideración ni reconocimiento posible si no hay un respeto por la autonomía, sin que ello signifique en modo alguno independencia en el quehacer. La autonomía que se defiende es la que garantiza la libertad y soledad de la que habla Humboldt para trazar el camino de la búsqueda de la verdad, no la que permite decidir entre buscar la verdad o dedicarse a otros asuntos. La manera más pertinente para trabajar con dicha autonomía, porque, según los defensores de la universidad clásica, se encuentra a salvo de peligro, es la constitución ex consuetudine de la universidad. Solo se puede trabajar en libertad cuando los asuntos universitarios nacen y se pactan entre maestros y estudiantes o, dicho de otro modo, cuando los protagonistas del hecho universitario deciden cómo buscar la verdad.

El principio rector de la gremialidad de la idea de universidad también ha cometido excesos por uno y otro lado, y así lo contempla la concepción mixta. La universidad, en tanto que actividad puramente humana, necesita libertad de acción, y a esto se le ha llamado extensamente «libertad académica». Sin libertad no hay actividad académica válida. La universidad necesita su manera de hacer las cosas, su tiempo propio, por eso demanda que su actividad sea respetada. Esta es, sin duda, la gran aportación de la universidad clásica o humanista, pero es una aportación no exenta de peligros que la historia de la universidad se encarga de recordar. En no pocas ocasiones, la libertad académica ha sido malinterpretada, y se ha llegado a confundir con independencia. Libertad académica no es disponer de carta blanca para decidir el objetivo que se debe perseguir. Libertad académica no es decidir sobre la misión universitaria, que es la búsqueda de la verdad9, sino escoger la mejor manera de alcanzarla. Pero no solo eso, hay un tipo de búsqueda de la verdad que aísla del mundanal ruido y, por lo tanto, pierde el ritmo que la realidad marca. Sirva de ejemplo el caso de Benito Jerónimo Feijoo, que acusó a la escolástica de la infecundidad de las disputas en las que supuestamente se buscaba la verdad pero en las que nadie cambiaba su opinión (Fernández-Carvajal, 1994).

La universidad también tiene un tiempo para la comunidad, y esta es la gran aportación de la universidad progresista. La gremialidad de la universidad se convierte en un terreno al que acceden nuevos interlocutores válidos, sean o no del ámbito académico. A día de hoy, encontramos diferentes modelos de gremialidad universitaria según sea el objetivo que se persiga. Se puede decir que, gracias al concepto de gremialidad progresista, la universidad abre sus puertas y ya no es la exclusiva comunidad de académicos, ni la institución que tiene el monopolio del saber, ni tan siquiera la organización que tiene la potestad de expedir títulos de estudios superiores10. El peligro está en que la universidad se convierta en una empresa de servicios o, según como se mire, en un holograma inmaterial que es atravesado por un flujo neoliberal y otro burocrático.

La universidad, que está implicada en la comunidad, no debe renunciar a su radical misión: esta es la máxima del paradigma que se sitúa entre la excelencia y la eficiencia. Nos encontramos en una época en la que las instituciones universitarias deben rendir cuentas de su trabajo, y este hecho puede acelerar el desmembramiento de la actividad universitaria, en tanto que encuentros entre profesores y estudiantes, con el objetivo de buscar la verdad.

3.4. La vida universitaria

Muy ligado al rasgo de la gremialidad está el de la vida universitaria. Desde una posición progresista, ya no se trata de hacer del estudiante un universitario, sino un profesional y a ser posible altamente especializado. El espacio que pudiera ocupar la vida universitaria debería ir perdiendo terreno en pro de la vida preprofesional, si es que puede llamarse así. Ya no se trata de llevar una vida en contubernium entre maestros y estudiantes, pues hace siglos que se extinguió, sino de reducir aquel tiempo y espacio que la universidad clásica ha dedicado a los hábitos. La universidad eficaz piensa más en una vida universitaria que prepare a las nuevas generaciones de profesionales para el hecho laboral, y esta vida incluye desde la habilidad para presentar un currículum vítae hasta aquellas más específicas de la profesión.

Esta manera de pensar en la vida universitaria incluye lógicamente una organización académica que la potencie, que se acomode a su objetivo. Un programa académico que encadene materias que van de lo general a lo particular, cada una con su guion y con su tramoya, parece ser una buena manera, ofrecer un conjunto de retazos con los que el propio estudiante elabore su traje profesional. En cualquier caso, se retiran al ámbito de la libre elección aquellos contenidos que el estudiante puede considerar oportunos para ser incorporados a su bagaje cultural. Parafraseando a Richard Sennet, y cambiando la palabra sociedad por universidad: «¿Cómo puede un ser humano desarrollar el relato de su identidad e historia personal en una universidad hecha de episodios y fragmentos?» (Sennet, 2000, p. 25). Como la formación del carácter no es misión de la universidad eficiente, a no ser que la realidad demuestre que es necesario dedicarse a ello, no hay necesidad de responder a dicha cuestión desde esta concepción.

Para la universidad clásica o humanista estamos ante un principio rector que es condición sine qua non de la existencia de cualquier institución universitaria. No hay universidad posible si en ella no hay vida universitaria en el más amplio sentido del término: «El estudiante se educa mediante el proceso de vivir y cenar con sus maestros, escucharlos, participar en sus juntas, observarlos y, ocasionalmente, ayudarlos» (Burrage, 1996, p. 171). Nos encontramos pues ante una concepción que exalta la vida universitaria y que hace de ella una bandera. La universidad es una comunidad que se mantiene unida por unas reglas, hábitos y costumbres. Ser universitario no es solo apropiarse de unos saberes, sino demostrar también haber adquirido unos hábitos que facilitan dicha apropiación. Se podría decir que ser universitario no es un derecho que se adquiere por el simple hecho de pertenecer a una corporación de maestros y estudiantes, sino que se conquista día a día. Lógicamente, este tipo de formación, que en ocasiones se ha llamado ethos universitario, se consigue gracias a una repetición sistemática de prácticas cotidianas que tienen que ver con la libertad, la autodisciplina, etc., sobre las cuales enraizar hábitos personales.

Como ya vimos en el primer apartado, la vida universitaria germinó en los colegios universitarios porque allí se practicaba la auténtica convivencia entre maestros y estudiantes. No se concebía una universidad que no estuviera vinculada a uno o varios colegios donde los estudiantes no solo residían, sino que hacían vida universitaria. El modelo de universidad inglés, y en parte el norteamericano11, siguen apostando por la existencia de colegios donde sus estudiantes vivan la universidad. Si esta opción universitaria es compatible con la vida contemporánea, y sobre todo si es una opción asequible para cualquier condición social, es un tema que trataremos más adelante. Lo interesante en este caso es recuperar la condición de vida universitaria para entender la propia idea de universidad y, sobre todo, la importancia que se le da desde la universidad clásica o humanista (Pérez-Díaz, 2010).

Tal y como está organizada la vida hoy no es factible llevar una vida universitaria a la antigua usanza. En ningún caso se reconocería su semejanza con la vida nobiliaria de antaño, y mucho menos se le otorgaría un prestigio social considerable. Pero esta vida universitaria cargada de privilegios que defiende la concepción clásica o humanista tiene un sentido positivo nada desdeñable. Hay argumentos sólidos para pensar que la vida universitaria aquí señalada es condición sine qua non de la idea de universidad. Si es verdad que la universidad es una comunidad unida por un objetivo común, también es verdad que está unida por unos hábitos y reglas propias de la actividad universitaria. No es válida cualquier forma de vida universitaria, esta debe mantener un sentido, como el del caminar de un peregrino que se transforma por las cosas que le suceden (García, 2014). El estudiante universitario ha de sentir, gracias a su paso por la universidad, algo así como una revolución existencial. Se trata de una idea heredera del principio pedagógico jesuítico según el cual la educación es una disciplina exterior que transforma lo interior.

Gracias a la concepción progresista, la vida universitaria amplía sus límites, sale de la academia y entra en el terreno profesional y social. Resulta positivo ahorrarse el gran salto que el estudiante debe dar cuando finaliza la universidad y comienza su vida profesional. Quedan pocas dudas al respecto pues, salvo honrosas excepciones, el hecho universitario y el profesional aún están en diferente longitud de onda. No obstante, el peligro está en que aquellas actividades propias de la vida universitaria que se forman en hábitos y que permiten saborear el bien de la idea de universidad queden en terreno de nadie. Hay hábitos que son propios de la vida universitaria, que se gestan en la realidad radical de la universidad, es decir, en el encuentro entre profesores y estudiantes. ¿Cómo encaja esta explicación con la realidad en la que ahora nos encontramos de reducción drástica de encuentros entre los que enseñan y los que aprenden? Recordemos que la intención pedagógica de las nuevas propuestas de formación universitaria centra sus atenciones en el trabajo personal del estudiante.

Así pues, es lógico y hasta cierto punto bueno que el estudiante deguste la vida profesional antes de pertenecer a ella, por ejemplo mediante prácticas, siempre y cuando no se abandone lo que a la universidad le toca hacer con el estudiante en tanto que persona.

4. A modo de conclusión: certezas e incertidumbres

Tras todo lo dicho, se pueden extraer algunas conclusiones que son de utilidad para alcanzar el objetivo de nuestro trabajo. Antes de presentarlas vale la pena señalar una cuestión que condiciona a todas ellas. La historia de la universidad no puede ser concebida como el relato de una institución, o el conocimiento detallado de una realidad que existe desde antaño. De lo que se trata más bien es del seguimiento e interpretación de una serie de acontecimientos sucedidos durante siglos. Los datos de los que disponemos, especialmente sobre las primeras universidades, vienen a ser como piezas de un puzle que encajan según sean las deducciones y apreciaciones que se hagan. La historia de la universidad no se explica igual en un momento que en otro, en una realidad que en otra, incluso ante unas mismas contingencias suelen surgir diversas exposiciones e interpretaciones. Ahora bien, eso no quita que se puedan recuperar una serie de aspectos en los que, de una manera o de otra, se ponen de acuerdo los grandes tratados de la historia de la universidad (Jiménez, 1971; Bayen, 1978; Aguadé, 1994; Rüegg, 1994; Rothblatt y Wittrock, 1996). Estos aspectos son los que nos conducen a las siguientes conclusiones.

La primera conclusión es que la universidad es la concreción de una historia previa. La universidad, como tantas otras realidades, también tiene su prehistoria. Es importante señalar esto para no caer en el error, como de hecho suele suceder, de hablar de la universidad como de una institución que apareció de la nada, o por casualidad, en la Alta Edad Media. Dicha prehistoria hace referencia a una actividad humana por excelencia, que viene realizándose desde tiempos inmemoriales, y que es la búsqueda del conocimiento y el descubrimiento de la realidad. La universidad aparece cuando esta actividad se institucionaliza, reconoce, ordena y legaliza en un sentido u otro. Dicho de otra manera, la universidad aparece cuando se conforman comunidades de maestros y estudiantes que son reconocidas en tanto que se dedican a la tarea de conocer y descubrir.

La segunda conclusión es que la universidad no puede funcionar sin el concurso de la comunidad social y política en la que se encuentra y, sobre todo, que esta relación entre universidad y entorno social ha traído buenos resultados pero no ha estado exenta de dificultades y contratiempos. El diálogo entre la universidad y la comunidad que la acoge y promueve no siempre ha sido fructífero porque han surgido muchos conflictos de intereses. La variedad de estos conflictos es considerable, pero todos ellos se enraízan en una controversia que aún se alarga hasta nuestros días. La cuestión estriba en si la universidad debe estar al servicio de la comunidad social y política, de sus necesidades e intereses, o si debe orientarla y guiarla, indicarle sobre aquello que necesita y debería interesarle. La primera de las posiciones es la que representa la universidad progresista, mientras que la segunda es la que se defiende en la universidad clásica o humanista.

La tercera conclusión es que ambas concepciones de universidad son necesarias, por ello no resulta oportuno ubicarse en alguna de las dos posiciones mencionadas y desentenderse de la otra. La historia de la universidad demuestra que si esta se pone única y exclusivamente al servicio de la comunidad social y política, cae en una especie de servilismo y apocamiento. Además, y no menos importante, reducida a esa función, la universidad no acaba de demostrar toda su potencialidad, pues su labor no se agota en los intereses y demandas de la comunidad. La misma historia de la universidad también se ha encargado de demostrar que cuando esta se ha colocado de espaldas a la comunidad, o ha hecho oídos sordos a sus demandas e indicaciones, ha caído en una especie de ostracismo y ha sufrido la experiencia del anquilosamiento. La torre de marfil, como muchas veces se ha llamado a la universidad, refleja lo que aquí se está diciendo. Ambas concepciones no solo no son excluyentes o antagónicas, sino que se necesitan y retroalimentan. Eso no quita sin embargo que mantener el equilibrio entre ambas sea una cuestión ardua y complicada.

La cuarta conclusión es que las diferentes concepciones, también la que hemos llamado mixta, que es en la que nosotros nos situamos, interpretan de forma diversa los vectores que conforman la idea de universidad, como son la formación, la universalidad, la gremialidad y la vida universitaria. Se ha podido ver que las diferentes maneras de concebir cada uno de ellos, o todos juntos, hablan de una concepción u otra. Estos cuatro vectores nos han sido de utilidad porque son aspectos en los que centran sus reflexiones algunos de los más reconocidos filósofos del hecho universitario; porque son interpelados desde la discusión liberal y comunitarista; y porque en ellos se centra el debate contemporáneo sobre la universidad.

La quinta y última conclusión es insistir en la importancia que tiene el hecho de escudriñar en la historia de la universidad. Dicho ejercicio no sirve únicamente para estar informado, sino para estar preparado. En la tradición de la universidad hay hechos, situaciones, vivencias, explicaciones, etc., que nos ayudan a completar el conocimiento de dicha institución, y sobre todo, hallamos sugerencias sobre lo que nutre y da brío a la idea de universidad, así como advertencias sobre qué la convierte en una realidad exangüe.

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1 En el contexto anglosajón una weasel word es una palabra comadreja, con diversas interpretaciones y acepciones.

2 La respuesta a esta pregunta no solo es importante para conocer el origen de la universidad, sino que también es relevante para abordar su presente y futuro, como trataremos de aclarar en el segundo y tercer bloque de este trabajo.

3 Esta es una de las razones por las que la universidad tiene en el siglo XV un exceso de estudiantes, y por la que la Facultad de Artes se convierte en la más numerosa de todas.

4 La Real Academia Española (RAE) define idea como la imagen o representación que del objeto percibido queda en la mente; en otra acepción se define como concepto formado por abstracción, que representa en nuestra mente, reducidas a unidad común, realidades que existen en diversos seres, y así todas las especies y los géneros. Desde el platonismo, también se refleja en la RAE, se concibe como el ejemplar eterno e inmutable que de cada cosa criada existe en la mente divina. Por su lado, la RAE define misión como poder, facultad que se da a alguien de ir a desempeñar algún cometido. Aunque ambos conceptos no son sinónimos y sus diferencias semánticas merecerían un trabajo aparte, aquí los utilizamos como tales. Entendemos que la imagen o representación de la universidad, sea cual sea, implica una misión a desempeñar, y viceversa, que el cometido que debe realizar la universidad, sea cual sea, conlleva una idea que lo sustenta. Comulgamos así con filósofos como José Ortega y Gasset y el cardenal John Henry Newman, que, a pesar de lo explícitos que son los títulos de sus respectivas obras (Misión de la universidad en el caso de Ortega y Gasset y La idea de una universidad en el caso de Newman), utilizan indistintamente ambos conceptos en el desarrollo de las mismas.

5 Todos los documentos claves del proceso de Bolonia, que son las declaraciones de las reuniones de ministros de educación superior europeos, las declaraciones de la Asociación de la Universidad Europea (EUA), los informes de seguimiento y los documentos complementarios, pueden consultarte en la página web de la Conferencia de Rectores de las Universidades Españolas. Ver: http://www.crue.org. Destacamos: CRUE. (2010). Documento de reflexión sobre la mejora de las políticas de financiación de las universidades para promover la excelencia académica e incrementar el impacto socioeconómico del Sistema Universitario Español (SUE). Ver: http://www.crue.org/boletines/BOLETIN_N42/Boletin_42/ADJUNTOS/documento-financiacion1.pdf; y MICINN. (2010). Estrategia universidad 2015. La gobernanza de la universidad y sus entidades de investigación e innovación. Ver: http://firgoa.usc.es/drupal/files/Documento%20Gobernanza%20CRUE%20FCYD.pdf [consultados el 18 de marzo de 2016].

6 El influyente pensamiento alemán señala diferencias sustanciales entre formación (bildung) y educación (erziehung). Sin el ánimo de ser exhaustivos, la formación tiene que ver más con el contenido, entendido en sentido instructivo, y con el conocimiento intelectual, y la educación con la voluntad de la persona y la valoración moral de la realidad y de ella misma. A pesar de tales diferencias, en este trabajo consideraremos ambos conceptos como sinónimos, pues entendemos que la universidad se dedica tanto a la formación como a la educación, siempre y cuando no nos refiramos a uno u otro de una manera clara y directa según las definiciones señaladas.

7 Nos referimos a nación como el conjunto de estudiantes que provenían de una región concreta y acudían a universidades de otros países, no siempre cercanos.

8 Se trata de la organización platónica de la realidad que heredó la Edad Media.

9 Sobre este aspecto nos dedicaremos detenidamente en el siguiente bloque de nuestro trabajo, donde nos detenemos en las filosofías de la universidad más influyentes y, por lo tanto, en las diferentes maneras de interpretar eso que se suele llamar «la búsqueda de la verdad».

10 A día de hoy ya existen multinacionales norteamericanas que han creado, bajo el nombre de universidades, sus propios centros de estudios para sus futuros empleados.

11 Nos referimos, en el caso de Inglaterra a las universidades de Oxford y Cambridge; y en el caso de EE. UU. a universidades como Harvard, Yale, Princeton, etc.