I
La opinión pública ha sido definida –en ocasiones– como un fantasma, debido a la dificultad que han tenido los especialistas a lo largo del tiempo para obtener una definición consensuada. El objeto central de esta obra se plantea fijar en el lector los elementos principales.
De entrada, hemos de entender que la denominada opinión pública es el resultado de la confrontación de multitud de opiniones en una sociedad plural. Su simple existencia supone un estímulo para la evolución social por los procesos de debate que se generan en su seno. En ella coexisten la afirmación y la duda; uno de sus signos característicos. Al no ser una verdad científica (ámbito propio de la inexistencia de la menor duda posible), la afirmación incorpora siempre una parte de duda. El segundo es la polémica, el estar siempre dividida. Cuando no existe polémica sobre un tema (consenso), este deja de ser objeto de la opinión pública. Una tercera característica es su carácter independiente, una vez conformada, respecto de las opiniones individuales que han contribuido a su creación.
Hemos de apuntar que buena parte de la sociedad entiende el concepto –aunque sea de manera intuitiva– y aquello a lo que nos referimos cuando hablamos de opinión pública. No obstante, la delimitación exacta del concepto y su análisis se nos desvela complejo.
Esta temática se enmarca en diversas disciplinas y, según el enfoque de cada una, así se orienta su estudio. Además, no existe un consenso pacífico sobre la materia. Con el tiempo se han ido desarrollando diferentes corrientes doctrinales. En estas primeras páginas haremos un repaso, obligatoriamente breve, en torno a los principales hitos y autores que han tratado el tema.
La orientación que planteamos es reflejo y enlaza con la desarrollada por Vincent Price10, quien relaciona la opinión pública con el proceso de comunicación y sus efectos en la población. Su análisis ocupa una posición destacada por gran parte de los especialistas en ciencias políticas, así como por sociólogos y socio-psicólogos.
En estas líneas se desarrolla un relato que transita por diversos caminos que acaban confluyendo. Se inicia con la gestación de comportamientos grupales parciales en el seno de una sociedad desestructurada que, poco a poco, va tomando conciencia. Por otro lado, aparece el proceso de reflexión sobre el concepto de opinión pública, para poco después, iniciarse la toma de conciencia colectiva como factor político determinante, enmarcado en una serie de elaboraciones científicas y doctrinales que pretenden exponer toda la complejidad que se genera con los cambios sociales.
La naturaleza del concepto es muy vaga, ya que, en muchas ocasiones, se utiliza de manera heterogénea y se aplica a infinidad de campos. Por supuesto al de la ciencia política, donde se enmarca nuestro estudio. Pero también es utilizado en el ámbito de la sociología, en el de la psicología social o en el perímetro de los estudios de comunicación. De hecho, algunas corrientes doctrinales llegan a plantear que la opinión pública es el anverso de una realidad que tiene en su reverso a la comunicación política.
Estas dos formas de definir los procesos de comunicación entre la sociedad y sus gobernantes surgen en un contexto histórico concreto (la Ilustración) en el que la razón se fue abriendo paso desde Francia al resto de Europa y, posteriormente, por Latinoamérica y el resto del mundo, renovando los contenidos de muchas ciencias. Esto no quiere decir que desde la antigüedad los gobernantes no se preocuparan por la repercusión que sus decisiones sobre la res pública11 tenían en la población y en su bienestar; los gobernantes siempre han querido conocer las reacciones que sus decisiones suscitaban en los súbditos y el nivel de aprobación o desaprobación que provocaban.
Es habitual recurrir a los filósofos de la antigua Grecia como precursores del concepto que ha llegado a nuestro días, pero tal como dejó escrito José Ortega y Gasset, reflexionando sobre la soberanía de la opinión pública como fuente de legitimidad social, «la noción de esta soberanía habrá sido descubierta aquí o allá, en esta o la otra fecha; pero el hecho de que la opinión pública es la fuerza radical que en las sociedades humanas produce el fenómeno de mandar es cosa tan antigua y perenne como el hombre mismo» (1930, pág. 89).12
A partir de la Ilustración, los procesos de reflexión en torno al concepto de opinión pública han sido múltiples, sobre todo conforme se sucedían las instauraciones de nuevos órdenes políticos. Esta arquitectura institucional se caracteriza, como apunta Muñoz Alonso, por estar basada «en el poder limitado y dividido, en la garantía de los derechos y libertades del individuo y en la publicidad de la acción política, que queda sometida a la vigilancia y escrutinio de los ciudadanos» (1990, págs. 23).
Repasaremos esta evolución histórica, en la que se incluyen reflexiones de lo más heterodoxas. Por ejemplo, la opinión pública desaparecida, elemento central de la obra de Orwell 1984. Se llegó a negar su existencia13 mediante aspectos generalmente aceptados, como que todo el mundo puede tener una opinión; todas las opiniones tienen el mismo peso; y si de verdad existe o no un consenso sobre los problemas planteados. En esta primera aproximación nos podremos hacer preguntas. ¿El concepto es unívoco?, ¿existe una opinión pública o, por el contrario, son múltiples? O dicho de otra manera, ¿cómo afecta la heterogeneidad de pareceres a la creación de la opinión pública?, ¿son los medios de comunicación imprescindibles para su existencia?, ¿la subsistencia de un sistema democrático es un requisito necesario?
Surgen multitud de cuestiones, pero el primer paso siempre debe ser delimitar el objeto del estudio partiendo de una concepción lo más concreta posible. En el fondo, estamos hablando del conjunto de creencias y percepciones que tiene un grupo de personas integradas en un mismo territorio y que se manifiestan cuando surge un asunto público sobre el que hay discrepancias. Estos asuntos suelen ser controvertidos y, por tanto, para su unificación es preciso un proceso de debate previo a la fase de consenso (o disenso). Pero para que haya debate tienen que darse una serie de condiciones previas, como que las personas sean libres para ejercer ese derecho y que tengan la capacidad racional suficiente para entender el tema.
En la actualidad, las formas de conocer la opinión pública son varias. Quizá la más irrebatible sea a través de su expresión individualizada, que suele visualizarse con el sufragio secreto. Pero también puede realizarse una aproximación mediante técnicas de recogida de datos (normalmente encuestas de opinión) o mediante actos públicos, como manifestaciones, concentraciones, recogida de firmas, etc. Apuntar que la opinión pública no siempre es fruto de una elección libre en relación con las posibles opciones de solución de un problema. Puede estar estimulada por algunas de las partes interesadas en la temática en cuestión. Los medios de comunicación a menudo juegan un papel concreto en ese proceso de conformación, el mismo que ocultan bajo su teórico cometido de mediador. De esta manera, influyen en la configuración de los imaginarios sociales. Trataremos esta cuestión más adelante, en el segundo capítulo.
Ante la pregunta ¿qué es la opinión pública? todo el mundo tiene una respuesta. No es un término desconocido, al contrario, es popular. Y a bote pronto se podría contestar con algo así como «lo que la gente sabe». Pero si lo analizamos desde un plano menos intuitivo y más intelectual empezamos a movernos por aguas menos tranquilas. Si existe una misma coincidencia en todos los tratados y manuales sobre opinión pública, es que no hay una definición pacífica. De hecho, Harwood Childs (1965) se armó de paciencia y consiguió reunir hasta medio centenar de ellas. La dificultad de delimitar metodológicamente el concepto nos lleva, en este primer capítulo, a desarrollar una aproximación etimológica inicial tanto de opinión como de público.
El Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española (en adelante, DRAE) nos aporta dos acepciones de opinión: (1) dictamen o juicio que se forma de algo cuestionable y (2) fama o concepto en que se tiene a alguien o algo. La definición nos acerca al origen latino de la expresión, opinio, y a su sentido más primigenio, relacionado con el estado cognoscitivo. La opinión puede estar sustentada en unos sentimientos o en unas reflexiones. Propiamente hablaremos de opinión cuando el proceso consista en un juicio racional (elaborado a partir de la confrontación entre dos o más opciones) que refleje una idea o un valor sobre un tema determinado. Ambas concepciones del DRAE apelan a un análisis desde el ámbito personal, pero también existe una interpretación popular que lo relaciona con la sociedad en su conjunto, como cuando hablamos de la opinión general o términos similares.
Una tercera interpretación se abre paso cuando se relacionan ambas esferas, la personal y la social. Así lo interpretó John Locke (1975) en 1960, cuando estableció las tres leyes que gobiernan la conducta de las personas. En concreto, en la tercera, denominada la ley de la opinión o de la reputación, se genera una opinión social sobre el comportamiento de cada individuo, de tal manera que lo aprueba o lo censura en relación directa con las creencias y valores morales del momento, que denominaremos condicionantes previos a la conformación de la opinión.
Por su parte, Kimball Young (1995, págs. 10-11) se aproxima al término indicando que una opinión es:
Una creencia bastante fuerte o más intensa que una mera noción o impresión, pero menos fuerte que un conocimiento positivo basado sobre pruebas completas o adecuadas. Las opiniones son en realidad creencias acerca de temas controvertidos o relacionados con la interpretación valorativa o el significado moral de ciertos hechos.14
Por otro lado, el sustantivo público atesora más visiones diferentes. Así, el DRAE nos aporta las siguientes definiciones:
(1) Conjunto de personas que forman una colectividad. (2) Conjunto de las personas que participan de unas mismas aficiones o con preferencia concurren a determinado lugar. Cada escritor, cada teatro tiene su público. (3) Conjunto de las personas reunidas en determinado lugar para asistir a un espectáculo o con otro fin semejante. (4) En algunas universidades, acto público, compuesto de una lección de hora ydefensa de una conclusión, que se tenía antes del ejercicio secreto para recibir elgrado mayor.
También nos indica que, como adjetivo (papel que cumple en nuestra materia) se puede entender de la siguiente manera:
(1) Conocido o sabido por todos. (2) Dicho de una cosa: Que se hace a la vista de todos. (3) Perteneciente o relativo al Estado o a otra Administración. Colegio, hospital público. (4) Dicho de una cosa: Accesible a todos. (5) Dicho de una cosa: Destinada al público.
Como se puede observar, muchos y diversos sentidos. Proviene de la palabra latina publicus, gente, relacionada con populus, el pueblo, aunque también con la idea de abierto, de uso público. El significado histórico que se le ha concedido es –inicialmente– el opuesto a particular, que ha derivado en privado, gestándose con esta diferenciación un principio general fundamental. En este momento del estudio nos inclinamos por otorgar a público la concepción de interés general, que enraíza con la de bien común o bienestar colectivo, y que conlleva la existencia de una colectividad humana entendida como un todo15, alejándonos de otras líneas interpretativas que igualan público a temas gubernamentales.
Volviendo al razonamiento de Young, este afirma que «el público no se mantiene unido por medio de contactos cara a cara y hombro con hombro; se trata de un número de personas disperso en el espacio que reacciona ante un estímulo común proporcionado por medios de comunicación indirectos o mecánicos» (1995, pág. 8). Se diferencian así de los estímulos directos que percibe un grupo de personas situado en un mismo espacio-tiempo.
El autor establece dos tipos de características: por un lado, que lo público es un concepto extenso y transitorio; y por otro, que viene unido por vínculos ligeros (1995, pág. 9). Finalmente, concluye ligando ambos conceptos en torno a lo que él entiende por opinión pública:
Consiste en las opiniones sostenidas por un público en cierto momento. Sin embargo, si examinamos las distintas discusiones sobre este problema, hallamos dos tipos de enfoques. Uno considera a la opinión pública como algo estático, como un compuesto de creencias y puntos de vista, un corte transversal de las opiniones de un público, las cuales, por otra parte, no necesariamente concuerdan entre sí en forma completa. El otro enfoque toma en cuenta el proceso de formación de la opinión pública; su interés se concentra en el crecimiento interactivo de la opinión, entre los miembros de un público (1995, págs. 11-12).
Sobre el tema de las concepciones estática y dinámica volveremos más adelante, ya que nos decantaremos por la segunda, sujeta a las actividades cambiantes de los actores, de las modas, de las tradiciones... La opinión pública nunca es una ni definitiva. Es cambiante, supeditada a los movimientos de la sociedad.
Por ahora, quedémonos con algo implícito en la definición: la adquisición del derecho a poder opinar. Es un factor previo al estadio de la generación de opinión pública y se concentra en el ámbito de la lucha por el control primigenio del poder, su origen y legitimación, que a su vez se relaciona con el papel cambiante del Estado.
Para Giovanni Sartori (1988, pág. 118) «es, ante todo y sobre todo, un concepto político», divisible, entroncando la opinio de la Ilustración con el significado griego de doxa (un universo mental formado por las creencias y la imaginación) y no con el de episteme (conocimiento) o areté (verdad), siguiendo el criterio de Platón. Muñoz Alonso considera la doxa platónica como «un conocimiento inseguro, proclive al error y apoyado en las meras apariencias», vinculando «opinión y pueblo, o mejor dicho populacho, vulgo». Esta conexión perdurará a través de los siglos. Se inicia, así, «una interpretación pesimista o peyorativa de la opinión pública» (1990, pág. 24).
Sartori considera que el segundo vocablo de opinión pública aúna en su interior tanto la referencia al sujeto como a la naturaleza de las opiniones, de tal manera que la opinión pública debe versar sobre temas políticos y temas relacionados con la gestión de la cosa pública (excluyendo así las opiniones sobre asuntos considerados de índole privada).
No es conveniente quedarse con una sola definición de opinión pública, ya que esta, por esencia, es cambiante. Es por eso que ninguna de las elaboradas ha conseguido tener una preponderancia sobre las otras. Su evolución puede ser rápida o lenta, pero siempre constante. Así, Monzón señala cómo el concepto se fue transformando en los últimos dos siglos hasta devenir en lo siguiente:
La opinión de masas incultas, irracionales e irresponsables, hasta convertirse en el primer tercio del siglo XX en objeto de manipulación y control bajo el efecto de la propaganda [...] Todos los sistemas políticos de signo autoritario que nacen en el siglo XX entenderán la opinión pública como un objeto expuesto al control de la propaganda (1996, págs. 97-98).
Lo que sí tenemos claro es que el concepto se ha seguido utilizando a lo largo de décadas y décadas, por lo que debemos deducir que sigue teniendo utilidad para explicar las conductas sociales. Si acaso nos tuviéramos que quedar con alguna de las múltiples definiciones, apostaríamos por la de Sartori –quizás el politólogo vivo más famoso del mundo–, que nos aporta una perspectiva desde la ciencia política:16
Es un público, o multiplicidad de públicos, cuyos difusos estados mentales (de opinión) se interrelacionan con corrientes de información referentes al estado de la res publica (1988, pág. 118).17
En esencia, similar a la que desarrolló Monzón en el mismo año:
Es la discusión y expresión de los puntos de vista del público (o públicos) sobre los asuntos de interés general, dirigidos al resto de la sociedad y, sobre todo, al poder (1987, pág. 138).
En relación con los elementos básicos de la opinión pública ya hemos citado, de pasada, uno de ellos, concretamente al tratar la definición de esfera pública –lo público– por contraposición con lo privado. Este ámbito no hay que confundirlo con el de esfera pública mediática; dicho de otra manera, hemos de diferenciar entre la opinión pública y la opinión publicada.18 Más si cabe en el escenario actual, donde los medios de comunicación se han mercantilizado –en su gran mayoría– abandonando el componente central de servicio público que tuvieron en su día.
Cuando analizamos el concepto de lo público hay que entender, además, la preexistencia de un ámbito de convivencia común. Es un nivel previo necesario para que cada uno de los sujetos generadores de opinión pueda interactuar sobre los problemas que esta convivencia produce.
El grupo social generador de la opinión pública ha sido denominado, a lo largo del tiempo, con diversos apelativos, como la masa, la multitud, el hombre de la calle, el pueblo, la comunidad, etc. En el fondo de todos ellos subyace un elemento común, la aglomeración conceptual de un grupo de personas indeterminadas y dispersas que constituye en esencia el sujeto típico de la opinión pública. Son el conjunto de quienes no gobiernan y tienen como nexo común la aglomeración de vivencias conjuntas, las cuales, de manera circunstancial, dotan de consistencia a lo público. Su opinión se cimienta sobre las coincidencias que se producen en torno al –imprescindible– debate.
La opinión pública no es la mera yuxtaposición de opiniones individuales, como nos podría hacer pensar si igualamos encuestas a opinión pública. El elemento central es el debate abierto (sea este totalmente libre o parcialmente condicionado) sobre un tema controvertido. Es un proceso de diálogo que, de común, debe llegar al puerto del consenso.
Existe un tercer elemento que casi siempre se presupone pero sobre el que nos debemos detener a reflexionar. Los públicos deben tener capacidad de raciocinio y de crítica. No nos sirven masas de gente acrítica que se adhieren calladamente a una de las opciones planteadas. Las personas han de contrastar la controversia con su conciencia, con sus valores y sus intereses, para después generar una opinión individual que en el debate público devendrá en colectiva. Los sujetos indiferenciados no generan opinión pública, se precisan públicos activos. En tanto en cuanto cada uno de nosotros dispone de un mayor conocimiento de los asuntos, tiene una predisposición mayor a participar en el debate, a ser un miembro activo.
Por supuesto, la existencia de sistemas democráticos es el hábitat ideal para que la opinión pública alcance su máximo vigor, aunque ello no quiere decir que no se pueda desarrollar en territorios gobernados por regímenes autoritarios. No obstante, sus dinámicas son mucho más difíciles. En democracia se articula un vínculo estable entre las conclusiones de los debates de la opinión pública y las legislaciones. Hay que tener en cuenta que este tránsito se produce en los dos sentidos; la opinión pública condiciona normas jurídicas y determinados procesos legislativos obligan a generar debates en los ciudadanos.
Sartori (1988, pág. 127) plantea que toda opinión pública necesita los siguientes elementos: una pluralidad de individuos que opinan; una afinidad de actitudes en esa pluralidad que permita el consenso; la conciencia de los individuos que opinan de la necesidad de formar un grupo, aunque sea informal; y un punto de resistencia y contraste con otros grupos de opinión.
Pero ¿cómo se forman y cambian las actitudes? Josep Maria Vallès nos responde a esa pregunta:
La formación y la modificación de las actitudes políticas se atribuyen ante todo a las experiencias de carácter personal que un individuo acumula a lo largo de su existencia y, de modo particular, en algunas etapas de la misma [...] Esta concepción pone el acento en un tratamiento psicológico de la interiorización de actitudes. La generación de estas predisposiciones personales también se vincula a la pertenencia del sujeto a un determinado colectivo. Cuando en este grupo predomina un modelo cultural –construido sobre la base de sistemas de creencias, valores e ideologías–, los individuos del grupo acuden a dicho modelo para responder a los estímulos políticos [...] Esta concepción pone el acento en un tratamiento sociológico de la cuestión. Finalmente, se entiende también que determinadas actitudes pueden ser resultado de la influencia del propio contexto institucional. Así, el funcionamiento continuado y regular de las instituciones democráticas tendría un efecto sobre las predisposiciones de algunos sujetos, dispuestos a reaccionar de modo diferente a quienes han crecido y se ha educado en un contexto donde no existen tales instituciones o donde no cuentan con un asentamiento prolongado (2007 págs. 261-262).
La conformación de ese mapa mental de actitudes puede estar equilibrada o bien tener contradicciones en algún momento. En este último caso, la existencia de unos valores determinados19 obligará a la persona a intentar recomponer su coherencia interna modificando algunas de sus orientaciones, para adaptarse al nuevo escenario. A este proceso de cambio se le ha denominado «equilibrio dinámico», por estar en constante actualización. Sin embargo, también hay quien reacciona a estas contradicciones adoptando la estrategia del avestruz, es decir:
Tiende a ignorar el factor de incomodidad o a disminuir su importancia. Al igual que la memoria, la percepción se hace selectiva para salvaguardar la coherencia del propio sistema de actitudes. Una demostración frecuente de esta estrategia es la selección de fuentes de información [...] aferrándose a los que le refuerzan en sus propias predisposiciones. (Vallès, 2007, pág. 263).
En relación con el segundo elemento apuntado por Sartori, la necesaria existencia de un grupo, Vallès considera que el conjunto de actitudes compartidas por un grupo de personas afines se denomina «cultura política», y la define como «el atributo de un conjunto de ciudadanos que siguen una misma pauta de orientaciones o actitudes ante la política» (2007, pág. 264). Esta cierta uniformidad grupal es lo que proporciona la confrontación de pareceres frente a otros grupos con un universo mental diferente. Es el tercer elemento que señala Sartori para que se genere la opinión pública.
Según Bèrrio, la opinión pública es fundamentalmente un conjunto de procesos de comunicación que se realizan entre los ciudadanos, también entre estos y el gobierno (2002, pág. 3). Los procesos pueden ser directos o indirectos, interviniendo (o no) los medios de comunicación. Durante gran parte del siglo XX, los medios se entendían como la herramienta imprescindible de intermediación en el proceso, su gran altavoz, aunque en demasiadas ocasiones han jugado otros papeles más orientados a la defensa de intereses económicos cercanos a los de sus propietarios.
En suma, hoy en día la opinión pública actúa como un sistema de equilibrio social y de control de los poderes. Ahora bien, hay que tener claro que existen tres estadios en su desarrollo, y los elementos descritos pertenecen al tercero, aquel donde la opinión pública domina todos los ámbitos públicos. Pero subsisten ejemplos de los dos anteriores en determinados territorios. El primero se corresponde con las sociedades autoritarias, donde no suele existir o es pasiva. El segundo está caracterizado por el conflicto entre gobernantes y gobernados, con enfrentamientos recurrentes, donde se observa una opinión pública naciente.
Vemos que la opinión pública se basa en las actitudes individuales que se visualizan en un determinado comportamiento grupal, y este se fundamenta en un conjunto de actos de preferencia o de rechazo sobre el tema de debate. Como apunta Beneyto, «la actitud anuncia la conducta y preanuncia la opinión» (1969, pág. 83). Por su parte, Doob (1948, pág. 497) indica que las actitudes se convierten en opinión pública cuando la recompensa es suficientemente amplia.
Las actitudes se apoyan en determinadas interpretaciones de la actualidad. Por tanto, encontramos la noticia en la base de la opinión pública, de tal manera que el informador se coloca estructuralmente en el centro de la vida pública. «Se comprende, pues, que la acción de la información sobre la opinión está antes que en otra parte, en la interceptación de la actualidad. La accesión a la noticia se encuentra afectada por razones políticas» (Beneyto, 1969, pág. 86). En consecuencia, la influencia sobre las conductas, sobre los cambios en las actitudes, son la base de la propaganda, tema que veremos en el tercer capítulo.
Así pues, entendemos que la opinión pública es, ante todo, un proceso comunicativo que consta de tres dimensiones (Crespi, 2000, pág. 23): una primera a nivel individual; una segunda donde entra en juego el colectivo; y finalmente el fenómeno político. En las tres se generan subprocesos de transacciones entre los individuos y sus ambientes, subprocesos de comunicación entre los individuos y las colectividades que les acogen, y la necesaria legitimación política del grupo emergente. «La opinión pública no existe meramente como un sumatorio de opiniones, sino que es un proceso en constante evolución imprevisible» (Crespi, 2000, pág. 30).
Una de las preguntas que nos planteamos al principio es si existía una única opinión pública o muchas. Retomemos ahora el tema analizando las situaciones de la diversidad opinativa. Cuando tenemos un público muy heterogéneo pueden generarse confrontaciones y, por tanto, producirse diversidad de opiniones. En ese caso, estaríamos en lo que Walter Sprott (1958) denomina «opinión pública parcial». Para este psicólogo británico, la interacción de los miembros es básica a la hora de definir un grupo, pero solo si esta relación no puede establecerse en términos de pugna (Young, 1995, pág. 71).
En sentido psico-sociológico, se define el grupo como una pluralidad de personas que interaccionan entre ellas, utilizando el concepto de grupo tanto en sentido primario, contactos cara a cara, como en secundario, donde sus componentes se relacionan indirectamente mediante símbolos, como una bandera, una asociación, etc. (Sprott, 1958, págs. 7-14).
Otra descomposición del público general se produce cuando existen grupos unidos por alguna característica común diferencial, verbigracia, intereses profesionales (como los abogados), creencias religiosas (por ejemplo, los católicos), etc. Sprott denomina a esta categoría públicos de grupo (Young, 1995, pág. 72).
Una misma persona puede atesorar en su seno las tres visiones: ser parte de la opinión general en un tema, pertenecer a un público parcial en otra y a un grupo de menor tamaño. Por ejemplo, un ciudadano puede estar a favor de una reforma del sistema de salud, su propuesta de reforma ser minoritaria y, como médico, defender los intereses de su grupo en el proceso de reforma (diferentes a los de otros colectivos).
Finalmente, más allá del estudio teórico, también nos interesa conocer la opinión pública en su vertiente práctica. En cada momento y situación. En este sentido, Monzón (1990, págs. 176-185) nos ilustra con las formas utilizadas en los últimos siglos, que nos permite conocer dónde y cómo se manifiesta, así como la forma de medirla:
Tabla 1: Tipos de manifestaciones de la opinión pública20
|
Manifestación |
Medida |
|
En los medios de comunicación |
Análisis y seguimiento de medios. Análisis de contenido |
|
En el público, como estados y corrientes de opinión |
Votos de paja1 Encuestas de opinión Paneles Barómetros Escalas de actitud Estudios cualitativos |
|
Por medio del sufragio, en el Parlamento |
Análisis de resultados y declaraciones |
|
En los líderes y dirigentes sociales |
Análisis de declaraciones y entrevistas en profundidad |
|
En la comunicación informal |
Análisis del rumor |
|
En los comportamientos colectivos |
Técnicas de observación de masas |
|
En declaraciones dirigidas a organismos públicos |
Análisis de escritos que recogen firmas y cartas al director |
Fuente: elaboración propia
La opinión pública es, para Monzón, «una fuerza política a la que los gobernantes deben atender, escuchar y orientar» (1996, pág. 95), un referente obligado que legitima y controla a los poderes, sobre todo en aquellos sistemas democráticos asentados, aunque también se desarrolla en otro tipo de sistemas. En todos, el proceso tiene unos elementos comunes (Young, 1995, pág. 13).
1) La comunidad y los controles políticos descansan en un cuerpo compuesto por los ciudadanos adultos y responsables de la comunidad.
2) Estos adultos tienen el derecho y el deber de discutir los problemas públicos con la vista puesta en el bienestar de la comunidad.
3) De esta discusión puede resultar cierto grado de acuerdo.
4) El consenso será la base de la acción pública.
Contemplado desde la óptica del tipo de régimen político, James Bryce (1988) dejó escrito que en los regímenes de corte absolutista la opinión pública o no existe o es pasiva, y si aparece, en todo caso lo hace de manera puntual, como apoyo secundario. Una evolución de este modelo se produce cuando, aún en regímenes autoritarios (moderados), la opinión pública consigue configurarse como contrapeso del poder. La tercera fase se corresponde con regímenes plenamente democráticos, donde existe libertad de opinión. En este último contexto la opinión pública consigue expresarse, entre otras formas, por medio del sufragio.
Sartori distingue tres procesos de formación:
1) Es inducida por las élites (siguiendo la formulación de Deutsch (1988) de descenso en cascada; desde las élites hacia el gran público) y tamizada por los medios de comunicación y los creadores de opinión.
2) Emana de la base mediante la agitación (utiliza el símil del borboteo).
3) Proviene de las identificaciones de los grupos de referencia. En este caso la opinión no se basa en informaciones, sino en elementos previos como pueden ser creencias, valores o tradiciones.
Aquí hablaríamos de elementos no informados; es el aspecto más resistente y menos vulnerable de la opinión pública. Podemos afirmar que estamos ante la voluntad del pueblo no manipulada, no fabricada, no forzada (Deutsch, 1988, págs. 126-131).
En el inicio del proceso de formación de la opinión pública intervienen una serie de factores psicológicos que debemos conocer. Hay diversas escuelas de pensamiento que tienen puntos de vista opuestos sobre la conformación de este proceso. Unos apuestan por que la persona es un ser emotivo e irracional, y por tanto, puede ser conducido o engañado en sus decisiones. Otros son partidarios de que la opinión se genera en procesos donde imperan los elementos más racionales (Young, 1995, pág. 25). En todo caso, dependiendo de cada circunstancia y momento, los condicionantes que influencian en el proceso son de múltiples índoles: psicológicas, culturales, ideológicas, comunicacionales, sociales, etc.
Algunos autores han desarrollado diferentes categorizaciones en función de las fases del proceso de formación de la opinión pública. Se ha de tener en cuenta que es un planteamiento básico, un apunte sobre la resolución de conflictos que puede verse modificado cuando se aplica a casos concretos. Así, Young lo articula en cinco fases (1995, págs. 15-17).
1) Cualquier tema o problema comienza a ser concretado por ciertos individuos o grupos interesados. Se trata de un intento de definir la cuestión en términos tales que permitan la discusión.
2) Es el momento para las consideraciones preliminares y exploratorias. Todavía no se entra en el núcleo del debate, sino en una definición más exacta, en estimular el interés general.
3) Período donde se adelantan posibles soluciones en medio de un debate social confrontado. Es la etapa donde se forma la opinión, interviniendo a la vez consideraciones racionales y emotivas en diferente proporción.
4) Fase de debate. Se multiplican las reuniones y conversaciones con el objeto de llegar a puntos de acuerdo mediante elementos de consenso.
5) Con un acuerdo cerrado se procede a su puesta en práctica. Las minorías respetan la decisión, aunque pueden seguir presionando para forzar cambios.
Otro autor que también divide este proceso en cinco fases es Phillips Davison (1965):
1) Se conforma la base de la opinión pública en torno a un problema que surge en un grupo primario.
2) Surge el tema desde arriba o bien el líder influye en la formación simplificando las opciones y haciéndolas accesibles para la mayoría.
3) Proceso de discusión y controversia donde los públicos conforman sus puntos de vista.
4) Las corrientes de opinión ya están formadas y listas para expresarse. En esta fase las personas se interesan por actitudes ajenas que suelen influir en la propia.
5) Disolución de la opinión pública.
Por su parte, Bryce propone (1988, págs. 907-1020) unos elementos similares en el proceso de conformación.21 Apunta tres etapas sucesivas en la construcción de la opinión pública, que se corresponderían con:
• Un primer estadio muy rudimentario donde predominan las opiniones individuales, conforman un pensamiento general sobre un asunto.
• Un segundo estadio en el que se va formando una fuerza colectiva unida.
• Un tercer estadio que se corresponde con el período de discusión, donde ya se consideran las posiciones definitivas.
Por último, apuntar que la opinión pública tiene dos facetas opuestas, la estabilidad y el cambio. Sprott establece cuatro factores determinantes en los cambios que se producen en la opinión pública (Young, 1995, págs. 79-87):
1) Noticias. Algo nuevo sobre un tema. Por eso la importancia de los medios de comunicación a lo largo del proceso.
2) Experiencias personales difíciles (por ejemplo, perder un familiar o el empleo).
3) La práctica. Los cambios obligados en nuestro comportamiento generan, a medio plazo, una evolución en la actitud frente a esa situación (recordemos que ya dijimos anteriormente que las actitudes son la antesala de la opinión).
4) Liderazgo. Los mensajes de los líderes pueden hacer cambiar la percepción del tema.
El proceso de formación de la opinión pública es evolutivo a la vez que multidimensional; intervienen amplios grupos de personas que, además, son diversos y cambiantes. A esta multiplicidad de individuos y grupos que interactúan con otros, en pos de lograr su objetivo, los denominaremos actores. Para Price, los actores son «aquellas personas que intentan hacer variar la conducta del colectivo» (1994, pág. 105) hacia un objetivo final. Este surge, normalmente, de entre las opciones planteadas o es el resultado de aunar varias de las propuestas presentadas por los diferentes actores. Conozcamos en abstracto quiénes son.
En el principio del proceso existe un conjunto de actores individuales (individuos) que interactúan entre ellos, influyéndose mutuamente por medio de agentes socializadores como son los diferentes círculos de relaciones (amistades, familia, compañeros de trabajo, la escuela, los vecinos, etc.). Asimismo, existen otras formas más institucionalizadas de expresión, tales como los sufragios. En un mismo plano hemos de situar el público que interviene en el proceso por medio de formas institucionalizadas que podemos denominar simbólicas; por ejemplo, el Estado o la bandera. El demos griego sería un sinónimo de este concepto.22 Por contra, tenemos otras formas menos institucionalizadas, como son las manifestaciones o concentraciones ciudadanas o la interacción con los medios de comunicación (en múltiples formatos: cartas, comentarios, intervenciones...).
Siempre hablamos de público (o públicos) distinguiéndolo de otros conceptos (multitudes, masas, muchedumbres) que podrían ser sinónimos en contextos coloquiales. Sin embargo, aquí los diferenciamos por tener otras connotaciones. Más adelante volveremos a ello, pero apuntemos los elementos diferenciadores principales:
Hay diferencias conceptuales importantes entre la multitud y el público. Robert E. Park23 sugirió que la multitud está marcada por la unidad de experiencia emocional (según Gustave Le Bon), mientras que el público está marcado por la oposición y el discurso racional. La multitud se desarrolla como respuesta a emociones compartidas; el público se organiza en respuesta a un asunto. Entrar en la multitud requiere únicamente la capacidad de sentir y empatizar, mientras que unirse al público requiere también la capacidad de pensar y razonar con otros. La conducta del público puede, al menos parcialmente, guiarse por una campaña emocional compartida, pero cuando el público deja de ser crítico, se disuelve o se transforma en multitud (Price, 1994, pág. 44).24
Así, entendemos que existe el actor social denominado público (solamente el público es portador de opinión pública) cuando distintos grupos sociales informales tienen disensos sobre determinados temas y se plantean abrir procesos de debate que les lleven a alcanzar un acuerdo.
La multitud, por su parte, no tiene una identidad común que englobe la diversidad, a diferencia de las masas, que se ven como indiferenciadas y uniformes, capaces de moverse al unísono (como podría entenderse la idea de pueblo). Cada concepto ha tenido preponderancia en un momento determinado de la historia. La consolidación de los públicos se produce con el desarrollo de sistemas democráticos, aunque hay teóricos que plantean la existencia de democracias avanzadas que ven desaparecer el agente público (del demos) y recuperan el agente masa. Esto se produciría debido a la decadencia del –imprescindible– debate público y a una cierta domesticación de las personas mediante la persuasión que ejercen los medios de comunicación, en contra de lo que debería ser una de sus funciones principales. En ese estadio la opinión pública se reduce a la demoscopia, a lo que dicen las encuestas.
La opinión pública ha encontrado que los medios de comunicación (otro de los actores) son su mejor aliado para dar a conocer su parecer. Pero hemos de tener claro la doble función que tienen los medios; por un lado cumplen un servicio social, pero por otro son parte del mercado, y en este sentido, se convierten en grandes aparadores de la sociedad de consumo. Participan de un complicado juego de intereses. Aquí debemos diferenciar los medios privados de aquellos de titularidad pública, y dentro de esta segunda categoría, conocer si su financiación responde a la lógica del mercado (incorporan publicidad comercial en sus emisiones), de manera exclusiva o parcial; o bien si sus recursos provienen únicamente de las arcas públicas (sea directamente, por la vía de los presupuestos del Estado, o mediante un canon o tasa pública que pagan los ciudadanos).
Los medios de comunicación, entendidos en su doble vertiente de periodistas y empresas, cumplen un papel fundamental en la conformación de la opinión, adquiriendo así un carácter fundamental en la articulación de la vida política. Media y opinión pública se retroalimentan mutuamente, siendo los primeros los que adquieren un poder frente a los ciudadanos. La capacidad de seleccionar los temas que entran en el debate público y la posibilidad de excuir otros les otorgan ese poder.25
Denis McQuail (1991) desarrolló una teoría por la cual los medios de comunicación están al servicio de los intereses de quienes ya tienen el poder en la sociedad, sea político o económico.
En las sociedades liberales, los medios de comunicación establecidos suelen respaldar a las fuerzas del cambio social progresivo y expresan las demandas populares de cambio, si bien sus condicionantes operativos normales no los llevan a estar en la vanguardia de los cambios fundamentales. Esta misma postura de neutralidad que adopta la mayoría de los medios de comunicación les hace más vulnerables a su asimilación por los detentores de poder existentes. Los medios de comunicación de masas están tan integrados a la vida de prácticamente todas las sociedades que no tiene sentido verlos como una fuente independiente de poder e influencia. Sus actividades se ajustan a las necesidades, intereses y propósitos de otros innumerables agentes sociales. La proposición de que los medios de comunicación dependen en última instancia de otras disposiciones institucionales no es incompatible con el hecho de que otras instituciones quizás dependan de los medios de comunicación, y con toda seguridad, a corto plazo. Los medios de comunicación son a menudo el único medio práctico disponible para transmitir información rápida y eficientemente a mucha gente y para suministrar propaganda (1991, pág. 571).
Más adelante veremos las funciones de los medios, pero aquí ya se apuntan un par de ellas: la información y la propaganda. En ambos casos, señala McQuail en su obra26, los medios transmiten las opiniones de los agentes sociales al público. Entre ellos, las élites, el siguiente actor.
Los gobernantes, incardinados en el grupo actoral conocido como las élites políticas, interactúan con los medios de comunicación a través de sus líderes de opinión –entre otros intervinientes–, de tal manera que consiguen que sus planteamientos minoritarios acaben convirtiéndose en opinión pública. Para Terence Qualter (1994), tanto el gobierno como los partidos intentan convencernos de que lo que ofrecen es lo que verdaderamente queremos.
Su tarea no es simplemente responder a una opinión pública espontánea, sino formar una opinión a la que puedan responder satisfactoriamente. La trapacería a través de la cual el poder de la élite en la sociedad de masas moderna recibe la apariencia de democracia popular es, en consecuencia, reforzada por los precedentes de la publicidad comercial. El peligro no proviene de ningún anuncio propagandístico concreto, sino de todo el entorno publicitario, con su multiplicación de imágenes y una abierta y desvergonzada aplicación de trucos y engaños que no pretende ser ninguna otra cosa. El efecto es establecer una aceptación de la comunicación persuasiva como algo normal (Qualter, 1994, pág. 206).
Habitualmente sus propósitos se canalizan a través de las figuras de los líderes políticos y del efecto de personalización, donde cobra más importancia el quién (soy) y el cómo (soy) en detrimento del qué (presento). Al imponerse la imagen (como símbolo del partido) por delante del discurso, este segundo sale debilitado en la ecuación. Como resultado, el marketing político cobra gran relevancia y la política entra en el mundo del espectáculo.
Existe un discurso teórico sobre el particular, la denominada teoría elitista de la democracia. Los ciudadanos participan en la elección de las élites que ocuparán el poder, pero no deciden directamente ni controlan la actividad de los gobernantes porque –según la teoría– no están preparados. En consecuencia, los sistemas democráticos dependen de la sabiduría y de las habilidades de sus líderes políticos y no tanto de los ciudadanos, tal como afirma Sartori (1965, pág. 126): «La verdad es que las democracias dependen de la calidad de su liderato».
Así, vemos que estos tres actores, la opinión pública, los medios de comunicación y las élites, se interrelacionan de tal manera que resulta imposible estudiarlos por separado. Se influyen mutuamente. Por si fuera poco, el propio debate público entre los diferentes actores toma también una relevancia propia como actor.
Existe un grupo de actores secundarios, en un plano inferior, que interactúan con los tres actores y que debemos tener en cuenta en algunos análisis. Se trata de los think tanks u orientadores ideológicos. En sí, grupos de presión o lobbies de los movimientos sociales actuales, muy diferentes a los del siglo XX. Lo reflexiona muy acertadamente Vallès (2007, págs. 346-353).
Los grupos de interés se caracterizan por ser asociaciones voluntarias que tienen como objetivo principal influir sobre el proceso político, defendiendo propuestas que afectan a los intereses de un sector determinado de la comunidad [...] Estos grupos se proponen participar en la elaboración de las decisiones políticas relacionadas con los intereses de su sector, pero sin asumir responsabilidad institucional: actúan sobre las instituciones pero sin ejercer directamente el poder que estas administran. De ahí que algunos autores prefieran calificar a estos grupos como grupos de presión [...] Junto a los grupos de interés aparecen a menudo otros actores políticos colectivos. Se trata, por un lado, de las agencias instrumentales y algunas empresas de servicios y, por otro, de algunos servicios públicos y administraciones. Mantiene algunos puntos de contacto con los grupos de interés pero no pueden ser identificados con ellos. En el primer grupo destacan tres tipos: los lobbies, equivalentes a gabinetes de asesoría, consultoría y presión, especializados en conectar con los parlamentarios, los miembros del ejecutivo o los funcionarios [...] Las agencias de relaciones públicas y de publicidad [...] Finalmente, también pueden incluirse aquí a los medios de comunicación [...] Los movimientos sociales se presentan como fenómenos menos integrados y de fronteras más difusas. Suelen incorporar una pluralidad de núcleos conectados entre sí mediante una articulación relativamente débil, descentralizada y poco o nada jerárquica [...] Expresan una preferencia por las vías de intervención política no convencionales, al tener cerradas muchas veces las vías convencionales que controlan sobre todo partidos y grupos de interés.
Por su parte, Price (1994, pág. 105) divide a los actuantes en la política en actores (protagonistas del mismo) y público espectador, situando a los periodistas en un término medio. En este escenario el poder le corresponde a los emisores.
En cualquier caso, en el proceso de creación de la opinión pública interactúan multitud de actores sociales, unos más importantes que otros, en un entorno colectivo donde se expresan las diferentes opiniones individuales, generando como resultado un consenso en torno al tema del debate.
Un breve apunte sobre el papel que están jugando los medios sociales (social media, aunque son conocidos popularmente como redes sociales [social network]) en los últimos tiempos, que también intervienen en el proceso de conformación de la opinión pública. El número de personas que usan esas plataformas tecnológicas para conformar su opinión cada día aumenta con más intensidad. Son, en realidad, otro soporte de difusión más que utilizan todos los actores que intervienen en el debate. De hecho, se convierte, en ocasiones, en un instrumento de movilización social.
Hay que advertir que los social media pueden pasar de ser un simple instrumento a convertirse en un actor social en caso de que, desde el poder de la empresa propietaria, se adopten determinadas decisiones que afecten a la conformación de la opinión pública. Por tanto, es capital determinar los marcos regulatorios que concretan la neutralidad de red. En ocasiones bastará con adoptar medidas de autorregulación. En otros momentos será necesario establecer una regulación pública. El tema no es baladí, ya que el escenario de regulación abre la puerta a un posible control de contenidos por parte de algunos actores, lo que podría atentar contra el derecho fundamental a la libertad de expresión y de información.
Una vez conocidos los actores, nos hemos de preguntar cómo interactúan entre ellos. A lo largo del tiempo, la doctrina ha desarrollado diferentes esquemas. El primero (lineal) se estructura en torno a los partidos políticos y los grupos de interés que incorporan los temas a la agenda política. Posteriormente, se desplazará a la agenda de los medios y en última instancia a la agenda pública. El segundo (triangular) identifica los diversos colectivos principales, los mismos que interactúan sobre un tema que se quiere introducir en la opinión pública. Por una parte tenemos a los grupos de interés afectados, los representantes políticos relacionados con la problemática y los burócratas funcionariales implicados a fondo en su conocimiento. Por otra parte encontramos a los grupos sociales afectados por la política pública que se quiere implementar. Y finalmente tenemos un tercer grupo que interrelaciona los dos anteriores; los medios de comunicación que informan sobre avances y retrocesos del proceso. El tercer esquema multilateral (reticular) permite –a diferencia de los dos anteriores– la coexistencia de múltiples actores e interacciones entre ellos; relaciones que pueden ser de tipo formal o informal.
Conviene subrayar la importancia de asumir el papel de liderazgo en la conformación de la opinión pública. El actor que dirija el proceso tiene muchas posibilidades de que sus planteamientos se acaben imponiendo.
En este apartado diferenciaremos entre la aparición de los procesos de reflexión alrededor del concepto de opinión pública y su aplicación práctica. Sobre este último aspecto, no hay en el principio de la historia de la humanidad una opinión sobre la gestión del grupo social (la política) que no mezcle las creencias religiosas. La idea de consentimiento de los gobernados a las actuaciones de los gobernantes (fuente de legitimidad del poder político) no se ha podido documentar en la antigüedad. Frente a discrepancias en las decisiones de los gobernantes por parte de la población, se acostumbraba a utilizar un único argumento, la fuerza (todavía vigente). Cuando la oposición política no puede utilizar los medios pacíficos, acude a los violentos.
Desde la antigüedad encontramos reflexiones sobre el concepto que hoy llamamos opinión pública y su influencia sobre el comportamiento humano, e incluso algún autor ha podido encontrar un vago vestigio en determinado momento y en cierta cultura, pero no son más que indicios incipientes de un intento de elaboración doctrinal; no tanto una implantación real y constante de la visión moderna de opinión pública. Durante muchos siglos, los estados teocráticos, las sociedades feudales y los gobiernos de estamentos han sido formas políticas incompatibles con el gobierno del pueblo (status popularis, como dijo en su día Santo Tomás de Aquino).
El primer precedente serio de reflexión en torno a la opinión pública que encontramos data de la edad moderna. Maquiavelo (responsable de acuñar el concepto de Estado moderno) en el Renacimiento ya se planteó relacionar los cambios de opinión con las variaciones en sus intereses. Shakespeare introdujo el concepto en algunas de sus obras como Enrique IV. De ella habló Erasmo en su Educación del príncipe cristiano. También encontramos referencias en la producción literaria de Francisco de Quevedo y de Michel de Montaigne. Este último es considerado el creador del concepto de dimensión pública. Concretamente lo utilizó en sus Ensayos (1588)27, en referencia directa a Platón, para designar el ámbito de lo colectivo: «La común opinión [...] la opinión de las gentes [...] la opinión de todos».
Mucho antes, Aristóteles en su Política, escrita en el siglo V a.C., ya estableció algunas referencias utilizando ambivalentemente los conceptos de opinión común, vulgar, pública, política e incluso opinión de todos los hombres. El –a priori– padre de la política entendía que la opinión se asemejaba a un conocimiento a medias sobre un tema, a caballo entre los dogmas de fe y el conocimiento profundo.
Es en la edad media cuando empieza a forjarse una reflexión doctrinal para que los gobernados tuvieran voz en las decisiones; la máxima quod omnes tangit ab ómnibus debet approbari, conocida como la regla q.o.t. (lo que a todos atañe, todos deben aprobarlo)28. La primera cita de que se tiene constancia la encontramos en un pasaje del Código de Justiniano (s. v, pág. 5), donde se aplica para resolver un problema de derecho privado. Con posterioridad, algunas figuras de la cristiandad más culta29 lo utilizaron como una de las bases en la creación de una teoría democrática.
Pero más allá de las reflexiones doctrinales, por lo que hemos ido viendo está claro que la voluntad popular o no se expresaba (lo más común) durante la edad media y buena parte de la edad moderna, o en caso de ser tenida en cuenta, no generaba consecuencias políticas, ya que en los estados absolutistas modernos no tenía ningún papel dentro del sistema político.
Sin embargo, la edad moderna aportó tres acontecimientos clave que pusieron los mimbres para la posterior evolución de la opinión pública. El nacimiento del Estado moderno, la Reforma (en algunos países más que en otros) y la creación de la imprenta. Esta última facilitó una expansión de la información y del conocimiento como nunca antes se había visto. Gracias al uso de las lenguas vulgares fue captando cada vez mayores porciones de población. Por otro lado, la creación del Estado moderno fortaleció territorios que antes eran inestables y débiles, sin fronteras claramente definidas y cambiantes.
El Humanismo se inspiró en los cimientos de la regla q.o.t., y apostó por la primera parte de la propuesta planteada por Maquiavelo: ¿Qué le vale más al príncipe, ser amado o ser temido?30 Los humanistas anteceden a la Ilustración.
Hemos de ligar la aparición de la opinión pública como elemento constituyente de la acción de gobierno con la práctica desaparición del poder político ilimitado. Es, en este estadio de la historia, donde aparecen los filósofos creadores del pensamiento político liberal moderno, tales como David Hume, John Locke, o James Madison. Estos iniciaron el proceso de fundación de los primeros sistemas democráticos liberales en el siglo XVII, cuando la titularidad del poder se atribuía al conjunto de los miembros de la sociedad –en paralelo a la instauración del capitalismo y el desarrollo de la burguesía como clase social dominante. A partir de ese momento empieza a producirse una tendencia hacia la vinculación de la norma jurídica con el consentimiento popular.
Aparece una nueva categoría social. El ciudadano substituye al súbdito y adquiere poder de decisión sobre asuntos colectivos, sobre el gobierno de la cosa pública. El proceso es fruto de muchas aportaciones que relatamos a continuación, partiendo del establecimiento de la división de poderes (Montesquieu), cuyo objetivo fundamental fue redefinir el marco relacional entre gobernantes y gobernados, entre ciudadanos y sus representantes.
John Locke realizó una de las primeras descripciones de las leyes sociales de la opinión en el Ensayo sobre el entendimiento humano (1690), relacionándola con la reputación. Y es que en aquel período se valoraban las opiniones en tanto en cuanto afectaban a la reputación.
Para Habermas, esta concepción de opinión, en referencia a «la consideración de que uno goza en la opinión del otro», se diferencia de la opinión pública por estar en contraposición con la racionalidad buscada por la segunda (1981, págs. 124-125).
El término opinión pública como tal lo empezó a usar Jean-Jacques Rousseau (1792) en relación a la reputación, es decir, siguiendo los criterios expuestos por Locke, sobre todo, porque pensó que recogía las esencias del pueblo y aportaba múltiples beneficios a la moralidad pública. También porque ayudaba a la sociabilidad de unas clases populares muy primitivas. Fue el primero que utilizó el concepto de manera crítica. En Du contrat social escribe: «Estoy hablando... sobre todo, de la opinión pública, un factor que desconocen nuestros teóricos de la política, pero del que depende el éxito de todo lo demás»31 (Rousseau, 1953, pág. 58). Por su parte, Habermas (1981, pág. 133) se pregunta:
¿Por qué no llama simplemente Rousseau opinión a la opinión popular soberana; por qué la identifica con opinion publique? La explicación es sencilla: Una democracia directa exige la presencia real de quien es soberano. La volonté general como corpus mysticum está ligada al corpus physicum del pueblo reunido. La idea del plebiscito duradero se la imagina Rousseau de acuerdo con la imagen de la polis griega: el pueblo estaba allí, por así decirlo, reunido sin interrupción en la plaza; así también se convierte a los ojos de Rousseau la place publique en fundamento de la constitución. De él recibe la opinion publique su atributo, es decir, del ciudadano reunido en asamblea y dispuesto a la aclamación, no del raciocinio público de un public éclairé.
Immanuel Kant, uno de los pensadores liberales más influyentes de la filosofía universal, en tanto que arquitecto principal de la modernidad que trajo la Ilustración –periodo conocido también como el Iluminismo–, estableció en el siglo XVIII la clara diferencia entre las esferas de lo público y la privado (que Kant denomina lo oculto), en un intento de dar respuesta a los problemas de su época. A pesar de ser un filósofo, influyó de manera importante en el campo de la política y en sus procesos de reflexión sobre el papel del Estado.32
Desde el siglo XVIII, la opinión pública ha sido reconocida y tratada como literatura política; y en la teoría del Estado, como factor esencial de la vida estatal. Mediante la opinión pública el pueblo ejercita un poder especial, el poder de censura. Más tarde se relacionará con la voluntad popular, pero nunca perderá esta función de vigilancia y de alerta.
Ya en el siglo XIX Alexis de Tocqueville33 desarrolló una teoría sobre la opinión pública diferente a la de Rousseau. Apostó por la interpretación de opinión como mayoría numérica. Él fue el primero en observar conscientemente el funcionamiento de la espiral del silencio34 y el miedo que tienen las personas al aislamiento, de tal manera que identificó el conglomerado de callados (personas que no expresan su opinión para no quedar excluidas de un grupo). Tocqueville, uno de los más importantes ideólogos del liberalismo, estaba convencido del peso de la opinión pública como moderadora de las posturas radicales, producto en parte de una sociedad de clases que aun superando la anterior estructura social no era en absoluto justa. Hegel ya señaló la profunda escisión de la sociedad burguesa llena de desigualdades.
Habermas es muy claro respecto a esta situación: «En vez de una sociedad de estamentos medios constituida por pequeños productores de mercancías, se forma una sociedad de clases en las que las expectativas de ascenso social del trabajador asalariado a propietario son cada vez más reducidas» (1981, pág. 156).35
Durante los siglos XIX y principios del XX, este ámbito de lo público se fue equiparando a lo político tras integrarse definitivamente las clases populares en el nuevo espacio político. El derecho a sufragio, en principio restringido a una parte de la sociedad, fue ampliándose. Sin embargo, costó que alcanzara a la totalidad de la población. Las mujeres tardaron en equiparase en derechos. De todas maneras, durante ese período la opinión pública siguió estando condicionada por la clase social a la que se pertenecía, y por tanto, existían diferentes tipos de opinión. Realmente la igualación de lo privado y lo público se conformó solamente en torno al pensamiento de las clases burguesas. Esta ficción de una única opinión pública es puesta de manifiesto en parte de la obra escrita por Marx al no representar los intereses de toda la sociedad.
En la primera mitad del siglo XIX apareció el concepto de la era de los públicos. Los procesos de industrialización atrajeron a grandes grupos de población a las ciudades para trabajar en las fábricas, lo que implicó procesos de interrelación más intensos (frente al aislacionismo propio de las sociedades agrícolas y el dominio de los terratenientes). Consecuentemente, se inició la comunicación de masas, que se desarrolló no precisamente como la imaginaron Tocqueville o John Stuart Mill. Ambos apostaban por la defensa de la igualdad entre los seres humanos y la libertad personal, por un ejercicio responsable en todo momento. La concepción ilustrada de la opinión pública entró en crisis con el advenimiento de la sociedad de clases.
Existe un momento en el que las masas devienen en públicos. El proceso de transición depende de diversos elementos específicos que cada sociedad genera en períodos de tiempo diferentes. Sobre esta cuestión nos ilustra Monzón (1996), siguiendo las reflexiones de Gabriel Tarde, fundador de la psicología social y uno de los científicos sociales más importantes de su época (aunque en la actualidad algo olvidado). La masa es una agrupación social del pasado, mientras que el público y su nacimiento se debe a un proceso histórico más reciente. Los públicos se distinguen de las masas por la pertenencia, la motivación y la libertad. Frente al carácter exclusivo e intolerante de las masas, los públicos son más tolerantes y permiten que sus miembros puedan pertenecer, a la vez, a varios públicos. Los públicos están más influidos e identificados con aquellos que les aportan ideas y orientación (Monzón, 1996, pág. 123).
Tarde fue el iniciador de la diferenciación entre multitudes, masas y públicos a partir de las características y los comportamientos de cada uno de ellos. Bèrrio considera que, para Tarde:
Las multitudes son el agregado social propio de las sociedades primitivas [...] A medida que evoluciona la consciencia social, la relación humana se hace progresivamente más espiritual. Quiere decir que la relación que se establece entre los diferentes individuos ya no es solo a partir de la relación directa, del contacto físico, sino a través de distintas mediaciones sociales (los medios de comunicación, por ejemplo) (1990, pág. 53).
Más adelante, en la misma obra, Bèrrio señala las diferencias entre masas y públicos.
Las sociedades democráticas han oscilado en basar su articulación a partir de los individuos o bien mediante la soberanía de todo el pueblo. Una democracia fundada sobre la existencia de individuos responsables y conscientes, tal como la imaginaba Locke, tendría como consecuencia una sociedad de públicos; en cambio, si la democracia era sostenida sobre la soberanía de todo el pueblo, según el pensamiento de Rousseau, nos conduciría a la democracia de masas (1990, pág. 62).
En el siglo XIX el marxismo realizó una crítica muy directa de la concepción política liberal, que incluyó el ámbito de la opinión pública al establecer que cada clase social tenía su propia perspectiva de las cosas. Se produce una confrontación entre las clases dominantes y el resto, o para ser más exactos con la nomenclatura marxista, entre las clases descendentes y las ascendentes, aquellas que aún controlan el poder y aquellas que aspiran a tomar el poder. Como resultado de ese pensamiento, se niega a la opinión pública el valor de objetividad y veracidad que le había otorgado la teoría liberal. En cualquier caso, para el marxismo, la conocida como opinión pública solamente reflejaba los intereses de la clase dominante.
A pesar de estos planteamientos, el orden económico y social propio del sistema capitalista se fue consolidando con nuevas formas de pensamiento, lo que reestructuró todas las facetas de la vida social. Junto a una más amplia alfabetización y mayores cotas de democracia se instauraron unas máximas. Sus expresiones eran las ideas relativas a la igualdad y el gobierno de la mayoría, que otorgaba a sus líderes un gran control sobre el poder. Quizás la expresión más clara de ese modelo de democracia liberal representativa se produjo en Estados Unidos, y fue relatado por Tocqueville en su obra De la démocratie en Amérique.
Esta distinción entre masas y públicos había sido considerada años antes por el sociólogo estadounidense C. Wright Mills. En concreto, en su obra The power elite, publicada por primera vez en lengua inglesa en 1956.
En un público, tal como podemos entender dicho término, 1) expresan opiniones tantas personas como las reciben; 2) las comunicaciones públicas se hallan organizadas de modo que cualquier opinión manifestada en público puede ser comentada o contestada de manera inmediata y eficaz. Las opiniones formadas en esa discusión; 3) encuentran salida en una acción efectiva, incluso –si es necesario– contra el sistema de autoridad dominante, y 4) las instituciones autoritarias no penetran en el público, cuyas operaciones son, por lo tanto, más o menos autónomas. Cuando prevalecen estas condiciones, nos encontramos ante el modelo activo de una comunidad de públicos, y este modelo encaja perfectamente con las diversas suposiciones de la teoría democrática clásica. En el extremo opuesto, en una masa, 1) es mucho menor el número de personas que expresa una opinión que el de aquellas que la reciben, pues la comunidad de públicos se convierte en una colección abstracta de individuos que reciben impresiones proyectadas por los medios de comunicación de masas; 2) las comunicaciones que prevalecen están organizadas de tal modo que es difícil o imposible que el individuo pueda replicar en seguida o con eficacia; 3) la realización de la opinión en la acción está gobernada por autoridades que organizan y controlan los cauces de dicha acción; 4) la masa no es independiente de las instituciones; al contrario, los agentes de la autoridad penetran en esta masa, suprimiendo toda autonomía en la formación de opiniones por medio de la discusión. Es fácil distinguir al público y a la masa por los medios de comunicación dominantes; en una comunidad de públicos la discusión es el medio de comunicación que prevalece, y los medios de masas, si existen, solo contribuyen a ampliarla y animarla, uniendo a un público primario con las discusiones de otro. En una sociedad de masas, el tipo de comunicación dominante es el medio oficial, y los públicos se convierten en simples mercados de medios de comunicación: todos los que se hallan expuestos al contenido de determinado medio de comunicación destinado a las masas (Mills, 1987, pág. 283).
Los valores de esa sociedad de públicos, ya consolidada, devienen, con el trascurso de las décadas, en materialistas, hedonistas y temporales, un escenario donde el consumismo va adquiriendo cada vez mayor protagonismo. Es el caldo de cultivo adecuado de una forma de comunicación que pretende definir el universo mental de la sociedad.
Para Gaetano Mosca36, este dirigismo es conducido por unas élites que él denomina clase política y que en ocasiones se asemeja al concepto peyorativo de casta. Según este investigador de la teoría de las élites, una clase minoritaria «monopoliza el poder y disfruta de las ventajas que comporta» (1939, pág. 50)37, convirtiendo el gobierno de la mayoría en un mito como –para Mosca– las elecciones libres y la igualdad política. Asimismo, contrapone el concepto de élites, no tanto a la elección de los mejores, más propio de Pareto, como a la configuración de una organización que controla el poder gracias a su sistema social como grupo. En suma, una minoría que escapa al control de la mayoría.38
La perdurabilidad de las élites es consecuencia de la proliferación de unas masas que han ido adquiriendo mayores cotas de poder político a lo largo de los últimos siglos sin tener una preparación adecuada. Para John Stuart Mill, constituía un verdadero problema de gobierno el dejar en manos de masas iletradas, el llamado proletariado urbano, el poder de decisión, debido sobre todo al gran abismo entre las clases pobres y las ricas. Stuart Mill propuso elaborar esquemas que minimizaran esta influencia.39 Una de las propuestas versaba sobre la importancia de retener el control de la estructura de comunicación y la cantidad de información que podía resultar asequible para la sociedad en su conjunto.
Sin embargo, el acceso a los medios de comunicación de gran parte de las capas sociales fue un proceso imparable, aunque en ese nuevo escenario los ciudadanos eran meros receptores y difícilmente llegaban a convertirse en contribuidores. Se restablece así un cierto monopolio sobre la palabra, que –antiguamente– había ejercido la Iglesia. «El capitalismo se reconcilió con la democracia una vez se sintió seguro de que la mayoría no podía usar su poder para hacer un asalto demasiado peligroso a los privilegios de la propiedad» (Qualter, 1994,pág. 25). Dada esta situación, el control de los medios se convirte en el instrumento vital para encauzar la opinión pública una vez que gran parte de la sociedad consigue tener cubiertas sus necesidades vitales primarias (alimentación, vivienda, educación). Abraham Maslow (1943) lo describe bien en su obra sobre la jerarquía de las necesidades humanas, que es conocida popularmente como la pirámide de Maslow.
El concepto de opinión pública evoluciona desde la concepción racional (una expresión de ciudadanos libres, propia del liberalismo, pero concentrada en unos pocos) hasta ser considerada la opinión de muchos. Fue representada por masas incultas (con una dimensión irracional inherente al concepto).
Childs (1965) estableció que entre 1920 y 1930 se encuentran los comienzos de lo que podemos llamar el estudio moderno de la opinión pública (1965, pág. 32), periodo en el que aparece la obra principal de Lippmann, Public opinion. Esta revolucionó el panorama de la opinión pública. Max Weber40, a principios del siglo XX, también lo entendió así al hablar en sus Ensayos (1972) de los dos tipos: «Una opinión pública intelectualmente evolucionada, educada y de libre orientación [...] y otra entendida como conducta comunal nacida de sentimientos irracionales» (1972, págs. 271-272).
Hasta ese momento el conjunto de filósofos y científicos que se habían aproximado al tema aportaron ciertas claves intelectuales para iniciar la comprensión de la conducta de las agrupaciones sociales, aportando explicaciones de tipo simbólico o metafórico, pero no se habían desarrollado aún teorías científicas propiamente dichas (Bèrrio, 1990, págs. 47-49).
La elevación de los estándares de vida, junto a una mayor seguridad financiera, ayudó a desarrollar la publicidad, una palabra que en sus orígenes tenía más significados que el estricto actual. En el idioma español, durante buena parte del siglo XX y en el xxi, lo ligamos al concepto de publicidad comercial, pero en el castellano de la segunda mitad del siglo XIX publicidad tenía además el significado de vida social pública.
En este sentido, cabe apuntar que el filósofo y sociólogo germano Jürgen Habermas escribió, en 1962, una de las obras centrales del siglo XX sobre la opinión pública. Fue titulada, en alemán, Strukturwandel der Öffentlichkeit41, que significa, el cambio estructural de la publicidad. Su traductor al español nos advierte que el concepto Öffentlichkeit (publicidad) se podría traducir como público, vida pública, esfera pública, o incluso opinión pública.
Walter Lippmann, el columnista más influyente de los Estados Unidos en su época, habitualmente conocido como el decano del periodismo norteamericano, sentó las bases del conocimiento científico sobre la opinión pública con una teoría que se mostraba crítica con el modelo clásico. Encuadrado entre los grandes teóricos sobre la opinión pública y la construcción social de la realidad, fue uno de los padres de la Escuela de Chicago, centro mundialmente conocido por ser el iniciador los estudios de investigación sobre el mundo de la comunicación.
Su obra Public opinion, publicada por primera vez en 1922, de referencia obligada en todo estudio sobre la opinión pública, ha sido durante buena parte del siglo XX la base de reflexión sobre la relación que existe entre los medios de comunicación y la democracia, así como de la influencia que ejercen estos sobre la formación de la opinión pública.42 Lippmann realiza una dura crítica sobre la función de los ciudadanos en los sistemas democráticos y sobre el papel de los medios de comunicación como generadores de opinión. Su tesis principal consiste en que los ciudadanos son receptores de una realidad de segunda mano, ya que los hechos les llegan interpretados por el tamiz de los periodistas. De esa manera, los medios se constituyen en el principal espacio de representación de la vida colectiva en las sociedades avanzadas durante buena parte del siglo XX y del XXI. Lo denominaremos la realidad mediada.
El autor no creía en la idea de que un conjunto de personas no especializadas en muchos temas del debate político tuvieran la capacidad para generar la denominada opinión pública. Los etiquetó como público fantasma. Para él, el único público significativo era el integrado por personas interesadas en los problemas concretos, quienes se esfuerzan por conocerlos y por estudiar las posibles soluciones. El resto, aunque numéricamente mayor, está desinformado y, por tanto, tiene limitadas sus facultades.
De este pensamiento se desprende que Lippmann consideraba la opinión pública como una realidad confusa muy difícil de conocer, más allá de la creación de mapas mentales (lo define exactamente como imágenes mentales) o configuraciones abstractas que se crean habitualmente a través de los medios de comunicación. Para Lippmann, esas imágenes mentales son posteriormente asumidas por los individuos en su cosmovisión individual y aceptadas socialmente. Se trata de un proceso de construcción mental sobre una realidad que no se corresponde con la percepción real, la correcta, sino que es una adaptación. El proceso se genera porque la mente humana no está en condiciones de entender la gran complejidad de las relaciones sociales y las interacciones en el mundo. Por eso realiza a menudo simplificaciones, conformando estereotipos que, junto a la conceptualización de las denominadas imágenes mentales, son las principales aportaciones al estudio de la opinión pública.
Este comportamiento humano genera unas consecuencias posteriores importantes, ya que esos mapas mentales son los que se utilizan para definir las opiniones individuales y, por ende, la colectiva.
En palabras de Lippmann, las imágenes mentales son un prejuicio explicativo de la realidad.
Las imágenes mentales de estos seres humanos, las imágenes de ellos mismos, de los demás, de sus necesidades, propósitos y relaciones constituyen sus opiniones públicas. Aquellas imágenes, influidas por grupos de personas o por individuos que actúan en nombre de grupos, constituyen la Opinión pública, con mayúscula (1964, pág. 30).
Frente al planteamiento lippmanniano de realidad confusa, otros autores posteriores defienden la posibilidad de medir la opinión pública de manera científica, en un momento determinado, en tanto en cuanto es la suma de expresiones individuales. Para ello se sirven de modelos matemáticos y estadísticas. Entre los estudiosos cabe citar a Gallup, que dedicó grandes esfuerzos en su rentabilización.
La transcendencia de Lippmann se ve en la actualidad, casi un siglo después de publicarse Public opinion, ante la vigencia de gran parte de sus planteamientos. Setting the agenda es otra obra imprescindible de su producción, donde continúan presentes las bases conceptuales sobre la creación, difusión y recepción de significados colectivos a través de los medios. Junto a Habermas y Noëlle-Neumann, Lippmann tiene una influencia central en la conceptualización de lo que hoy entendemos por opinión pública.
Así como la crítica marxista surgió como respuesta al pensamiento iluminista (recordemos que fue una de las teorías que desaprobaron el modelo clásico), en el siglo XX surgió la sociología del conocimiento como una teoría crítica contra el marxismo (aunque a la vez deudora) y basada en la negación del pensamiento racional en la esfera político-social (posición defendida por autores como Pareto y Freud).43 Sus principales autores fueron Karl Mannheim, con su obra Ideología y utopía (1987), y Max Scheler, en la primera mitad del siglo XX. En la década de los sesenta vivió un relanzamiento de la mano de Peter Berger y Thomas Luckmann (1966) con su obra La construcción social de la realidad. Más recientemente con Foucault. Otros defensores de la sociología del conocimiento han sido Durkheim, Sorokin y Schutz. Para esta corriente de pensamiento, la opinión pública es un producto de clase, cargado de ideología, no de reflexión (Mannheim, 1987, págs. 62-67), y en todo caso, de ser racional estaría circunscrita exclusivamente a las élites intelectuales.
Este modelo de pensamiento relativiza la opinión pública al no considerarla una forma de expresión racional y libre, sino más bien un modo de pensamiento irracional que se ve, además, condicionado por las actuaciones de los líderes. Apuestan por considerar la existencia de masas antes que la de públicos, y las definen como un conjunto de personas que actúan de forma inconsciente ante los problemas que les plantea la vida. Supeditan su forma de pensar a una u otra ideología y a un conjunto de factores propios de su grupo social.
Para Cándido Monzón, la sociología del conocimiento contempla la opinión pública como una forma de pensamiento colectivo, cotidiano y conflictivo, expresado públicamente y condicionado en alto grado por la estructura social (1996, pág. 117). En Estados Unidos sus seguidores apostaron por focalizarse en el estudio de los medios de comunicación y sus efectos.
Junto a la sociología del conocimiento se encuentra la escuela del análisis funcionalista, surgida en la Inglaterra de 1930 y liderada por Talcott Parsons.44 Adaptó las ideas de Durkheim sobre el funcionamiento social para describir un modelo de sociedad en el que todo funciona como un organismo vivo y las disonancias tienden a desaparecer. También se basó en aportaciones anteriores de Bronislaw Malinowski y Alfred Reginald Radcliffe-Brown (ambos etnólogos), quienes bien podrían ser consideraos como los fundadores.
Parsons realizó un análisis de las teorías de diversas disciplinas propuestas por Alfred Marshall, Vilfredo Pareto, Émile Durkheim y Max Weber, quienes desarrollaron ideas que Parsons hizo converger en lo que denominó la teoría voluntarista (o general) de la acción, una propuesta que ponía el énfasis en el carácter intencionado de las actuaciones de los seres humanos en unos entornos condicionantes de esas acciones. Su aportación principal a la ciencia política fue ese esfuerzo de síntesis entre diversos planteamientos.
La corriente doctrinal del funcionalismo se caracteriza por un enfoque empirista que preconiza las ventajas del trabajo de campo. El concepto teórico más primigenio de esta teoría consiste en que el objetivo del sistema, en todas sus acciones, es la pervivencia. La etiqueta de funcionalista es utilizada en muchas disciplinas, y nosotros la concretaremos en torno a las ciencias de la comunicación y la política.
En el ámbito de la comunicación, la teoría funcionalista es deudora, a principios del siglo XX, de Harold Lasswell, que con sus obras World politics and personal insecurity y Propaganda and promotional activities desarrolla la denominada teoría hipodérmica. Así, los medios de comunicación tendrían también una función concreta, no esencialmente de supervivencia, sino de obtención de un efecto sobre los receptores, influenciándolos. Para Lasswell45, los medios tienen tres funciones esenciales: la vigilancia del entorno social, la correlación entre los componentes de la sociedad y la transmisión del legado social.
Aparte de la teoría hipodérmica, la escuela propone otros paradigmas que coinciden en que la comunicación (entendida como comunicación de masas) ha de cumplir una función social. Entre ellos citaremos los más importantes, como son la teoría de los efectos limitados o la teoría matemática de la comunicación. Otros autores que podemos inscribir en esta corriente doctrinal serían Paul Lazarsfeld, Marshall McLuhan, Bernard Berelson y Charles Wright. Algunos de ellos los veremos en detalle más adelante.
En relación con la ciencia política, el funcionalismo es deudor de David Mitrany (creador del funcionalismo internacional), que empezó a desarrollar sus planteamientos en el período de entreguerras. Ya en 1943, en plena efervescencia del conflicto mundial, escribía en su obra más importante, Working peace system:
Las aproximaciones funcionalistas a la política mundial –y por lo tanto a la integración europea– han tendido a unirse en torno a una agenda distinta, aunque de amplio alcance. En el núcleo de este programa se encuentra la priorización de las necesidades humanas o el bienestar público, contrario a otras tendencias como son la idealización de la nación-Estado o la potenciación de cualquier ideología en particular (cfr. Egío 2008, pág 12).
Mitrany fue uno de los pioneros en el desarrollo de una teoría moderna sobre las relaciones internacionales con el foco puesto en los fenómenos de integración (en este contexto el funcionalismo puede ser equiparado a institucionalismo). Esta corriente plantea la capacidad limitada de los Estados para hacer frente a los problemas globales que sobrepasan los estrictos territorios de las naciones. Su principio básico es la cooperación internacional y apuesta por crear organizaciones que estimulen esta orientación en aras del consenso, la principal vía de solución.
Estos planteamientos han sido rebatidos desde diferentes perspectivas y teorías que iremos viendo (la teoría crítica de Habermas que veremos a continuación es una de ellas). Asimismo, desde dentro se han ido realizado revisiones, surgiendo así otras teorías como el neofuncionalismo o el neoinstitucionalismo.
La visión pragmática del funcionalismo otorga a la opinión pública, en relación con las realidades políticas, una función social. La considera una institución como lo pueden ser los medios de comunicación. Según este pensamiento, la sociedad es un sistema conformado por subsistemas que acaban en instituciones, lo que podría entenderse como una red de conexiones.
Jürgen Habermas nació el mismo año que Lippmann dio a conocer su Public opinion, en 1922. Creó su teoría de la acción comunicativa (1987), inscrita en la denominada Escuela de Frankfurt, y desarrolló una crítica a la tradicional, gozando de un amplio recorrido teórico a lo largo del siglo XX. Su primer exponente fue la propia denominación de teoría crítica, que se remonta al ensayo Traditionelle und kritische theorie, de Max Horkheimer (1937). Esta teoría es hija de diversas influencias, como la evolución del planteamiento marxista. Asimismo, surge como un rechazo al racionalismo absoluto de la época, apostando por el método dialéctico (Hegel). Ataca al funcionalismo defendiendo postulados donde las personas toman sus decisiones
Podemos enclavar a Habermas como el último representante de esta escuela de pensamiento. La primera generación de la Escuela de Frankfurt cuenta con Theodor Adorno y Max Horkheimer, siendo el máximo representante de la segunda Herbert Marcuse, muy influido por la obra de Freud. Hay que dejar claro que Habermas mantiene profundas diferencias con los posicionamientos iniciales de los fundadores.
También establece un novedoso modelo social partiendo del análisis comunicativo, que intenta leer todos los procesos sociales como elementos de discurso de comunicación e interacción entre los actores sociales. En sus textos46 muestra la diversidad de fenómenos aludidos por la expresión opinión pública, así como su estrecha relación con la dinámica del poder y los sucesos políticos. En las décadas de los setenta y los ochenta articuló su teoría de la acción comunicativa, en la que presenta la discusión pública como la única posibilidad de superar los conflictos sociales gracias a la búsqueda de consensos que permitan el acuerdo y la cooperación, a pesar de las discrepancias que puedan existir. Tras ello, vuelve a tratar ampliamente la cuestión de la opinión pública, porque la considera una pieza clave de su propuesta de política deliberativa, una alternativa para superar los déficits democráticos de las políticas contemporáneas. En Facticidad y validez (publicada en alemán en 1992)47 Habermas realizó una investigación sobre la relación entre hechos sociales, normativa y política democrática; el espacio público se presenta como el lugar de surgimiento de la opinión pública que, aunque puede ser manipulada y deformada, logra componer el eje de la cohesión social, de la construcción y legitimación (o deslegitimación) política. Las libertades individuales y políticas dependen de la dinámica que se suscite en dicho espacio público. Por espacio público se entiende un ámbito de nuestra vida social. Son esas conversaciones en las que los individuos se reúnen como público y conciertan sin presiones y con la garantía de poder manifestar y publicar libremente su opinión. En los casos de un público amplio, esta comunicación requiere medios precisos de transferencia e influencia: periódicos y revistas, radio y televisión, definidos como «los medios del espacio público».
En una parte, Habermas sigue los postulados de Mosca sobre las élites al afirmar que la opinión pública ha devenido en un instrumento, en un elemento maniobrero y demostrativo al servicio de los políticos. Habermas (2010) señala que inicialmente la opinión fue una fuerza racional fundada sobre la discusión y el raciocinio, pero que, posteriormente, se ha convertido en un poder irracional fácilmente dominable que sirve a determinadas causas y objetivos sin apenas tener conciencia de esa manipulación. Una apreciación que es compartida por Putnam:
Aquel problema que observaba Mill en su época –dejar el gobierno en manos de masas iletradas- se reproduce en nuestros días, al menos así lo entiende Sartori, desde la óptica del homo videns, con la conformación de una opinión pública trivializada, que se queda en la superficie de los asuntos, que no sabe o no quiere profundizar en el debate; que se contenta con la oferta de reflexión estandarizada que le proporcionan los medios de comunicación masivos (Habermas, 1993, pág. 87).
Otra alemana, la periodista y politóloga Elisabeth Noëlle-Neumann, supuso otro gran paso en la reflexión sobre el tema central de esta obra con la espiral del silencio (1993)48, una teoría que aporta una nueva visión sobre el papel de la opinión pública, como una forma de control social a través de la influencia que puede ejercer en el comportamiento de las personas. Su tesis considera que el individuo se adapta a las corrientes de opinión dominantes (no necesariamente tienen que ser mayoritarias) o a aquellas que, aun siendo minoritarias, son percibidas como vencedoras. Es el llamando efecto del carro ganador o de contagio (bandwagon effect, en alemán). Es un reflejo del instinto de supervivencia del ser humano, de miedo al aislamiento, similar a la protección que aporta la manada. Es de presuponer que su afiliación a las filas del partido nazi en su juventud y el comportamiento de la ciudadanía alemana en aquella época ejerció influencia en su análisis posterior. En las primeras páginas de su libro deja clara la idea central:
Hoy se puede demostrar que, aunque la gente vea claramente que algo no es correcto, se mantendrá callada si la opinión publica (opiniones que se pueden mostrar en público sin temor al aislamiento) y, por ello el consenso sobre lo que constituye el buen gusto y la opinión moralmente correcta, se manifiesta en contra (Noëlle-Neumann, 1995, pág. 14).
En cierto modo, la identificación que hace Noëlle-Neumann de la opinión pública como un sistema de control social viene a desarrollar las ideas de Locke sobre la ley de la opinión y la reputación (las personas se toman poco trabajo para respetar la ley de Dios, pero mucho para no desafiar la ley de la opinión). Completa su aportación haciendo ver que la acción de la opinión pública tiene una vertiente de coerción social implícita, a veces casi imperceptible, pero otras muy evidentes, cuyo desafío se paga con la marginación.
Su visión sobre lo que es la opinión pública se concreta en torno a un mecanismo que hace posible la cohesión y la integración de sociedades y grupos, de los que dependen la supervivencia de la comunidad y su capacidad de acción. «Las personas, lo mismo que los animales, tienen un miedo innato al aislamiento», lo que hace que «se esfuercen instintivamente en ser aceptadas por los demás, y evitar la enemistad, el aislamiento y el ostracismo» (Noëlle-Neumann, 1993, págs. 9-28).
Con posterioridad a la conclusión de la Segunda Guerra Mundial, en la nueva Alemania federal, Noëlle-Neumann fundó un instituto de demoscopia donde trabajó en la realización de encuestas de opinión para la democracia cristiana germana, siendo reconocida como una de las pioneras en ese campo. En la década de los sesenta comenzó su trabajo académico, primero en Berlín y más tarde en la Universidad Johannes Gutenberg de Mainz, donde obtuvo su cátedra de periodismo y fundó el Institut für Publizistik.
Su teoría se sustenta en un conjunto de investigaciones empíricas mediante la observación de la vida política, y en concreto, de las elecciones alemanas de 1965 y 1972, donde se produjo un cambio en la intención de voto a última hora; un porcentaje del electorado modificó su voto a lo que se consideraba el carro ganador para no quedar marginado. Este cambio, según Noëlle-Neumann, obedece al clima de opinión imperante en el momento, y este depende de quién hable y quién permanezca en silencio, siendo considerado esto último una señal de conformidad. La autora alemana plantea que existe una voluntad por una parte de la población de pertenecer a los que ganan, y ello decanta las elecciones hacia la opción política que tenga más presencia en la opinión pública.
También podemos destacar como autores importantes, dentro de la materia que nos ocupa, a los estadounidenses Maxwell McCombs y Donald L. Shaw (1977), padres de la teoría de la agenda-setting (conocida también como agenda temática o agenda de los temas que llevan los media). Defendieron la existencia de los medios de comunicación como elemento determinante en la configuración de diferentes opiniones públicas que interactúan y se enfrentan.49
La teoría de la agenda-setting fue creada en 1972 y ha sido objeto de estudio en centenares de investigaciones empíricas a lo largo de las últimas décadas. Nos explica el papel determinante de los medios de comunicación en el momento de establecer cuáles son las cuestiones que deben ser objeto de atención por parte de los ciudadanos (por tanto, cuáles no) y el esfuerzo de los políticos por influir en esa decisión. El resultado se concreta en la definición de los temas que van en los periódicos, los que entran en la parrilla de los informativos y también los que serán más difundidos a través de las redes sociales por parte de la organización periodística. En suma, aquellos a los que se va a dedicar más atención, más espacio, donde se van a focalizar los mayores esfuerzos de los periodistas del medio.
En consecuencia, los ciudadanos aceptan esta oferta (y no otra), que les condiciona sobre cuáles son los temas más importantes. En ellos centran su atención. De esa forma, la agenda de los medios de comunicación se convierte, de facto, en la agenda pública, conformando de una u otra manera la opinión pública. La interrelación entre agenda política, agenda de los medios y agenda pública es un tema muy estudiado por los investigadores de la ciencia política, que han aportado múltiples verificaciones de las interacciones de esas agendas.
Hasta aquí hemos visto las principales aportaciones que se han ido realizando sobre el tema de estudio a lo largo de la historia. A la complejidad de su descripción hay que añadir que, en las últimas décadas, la opinión pública es estudiada desde diferentes ámbitos y perspectivas (Monzón, 1996, págs. 326-349). Apuntemos las principales: la psicológica (como suma de opiniones individuales por un lado y como percepción por el otro); la cultural (donde se relaciona la opinión con patrones culturales y costumbres); la racional (corresponde a la concepción liberal); la publicista (en esta perspectiva el papel de los medios de comunicación es central); la elitista (la opinión de una minoría selecta); la institucional (la opinión está muy cerca de conceptos como soberanía o voluntad general y es la desarrollada por las ciencias jurídico-políticas); y, por último, la luhmanniana (por Niklas Luhmann), entendida como organización temática de la comunicación pública.
En la actualidad no se entendería ninguna estructuración teórica de la opinión pública sin contar con todo este acervo, ya que si algo tiene, es su interdisciplinariedad. Los cerca de tres siglos de reflexiones y aportaciones académicas en torno a un concepto de tan difícil definición se amalgaman, hoy en día, en un corpus que algunos ya han calificado como la ciencia de la opinión pública.50 A diferencia de otras épocas, donde las reflexiones sobre la opinión pública se basaban en generalizaciones, el debate actual apuesta por seguir una base empírica experimental para estudiar las opiniones colectivas, aunque existen algunos sectores críticos que cuestionan este planteamiento por los errores que genera. Además, también se han alzado voces alertando de que este enfoque experimental ha supuesto el abandono de la preocupación por el concepto de opinión pública, llegando a lo que Habermas considera un sucedáneo psicológico del concepto clásico.
Podemos establecer las principales líneas de investigación de la opinión pública en las últimas décadas en torno a tres grandes tendencias: la perspectiva político valorativa, donde volvemos a encontrar a Jürgen Habermas; la antropológica-psicosocial, con Elisabeth Noëlle-Neumann; y la sociopolítica funcionalista, de Niklas Luhmann. No son las únicas, pero son las que han marcado los estudios y reflexiones más interesantes en la segunda parte del siglo XX y los inicios del XXI (en relación con la materia que tratamos).
• La perspectiva política valorativa. Su máximo exponente es Habermas, aunque sus planteamientos son herederos de la tradición normativa de la opinión pública, que se preocupó de la relación entre gobernantes y gobernados, los derechos ciudadanos, el diálogo político y otras cuestiones, todas ellas relacionadas con las condiciones necesarias del sistema político democrático. Esta es una línea de reflexión que proviene de la tradición jurídica, la filosófica y de la ciencia política. Trata de vincular la existencia de un Estado democrático a la legitimación popular de la opinión pública. Distingue entre una opinión pública real y una crítica, que permitirá hablar de un Estado democrático auténtico o de una opinión pública manipulada, la triste realidad cotidiana de la mayoría de las democracias formales (en opinión de Habermas), donde hay una carencia de mediaciones críticas en la comunicación política.
Frente al reduccionismo positivista que se expresa en la asociación de la idea de la existencia de la opinión pública en tanto en cuanto se ve expresada a través de los sondeos (OP = estudios demoscópicos), Habermas reivindica la opinión pública como el resultado de un diálogo racional y plural. La expresión o plasmación de la opinión pública no se encuentra a través de las encuestas, sino en la interacción de las personas dentro de los grupos sociales.
• La perspectiva antropológica-psicosocial. Noëlle-Neumann, con un posicionamiento opuesto a Habermas, plantea que la opinión pública debe ser explicada como un hecho social desprovisto de categorías normativas que la analizan a partir de lo que debería ser y no de lo que realmente es. El esfuerzo debería centrarse en describirla y analizarla tal y como se presenta, sin pretender asociarla a ningún tipo de valoración, por más justa que esta parezca o pretenda ser. Considera la opinión pública como un conjunto de comportamientos que constituyen la expresión de las mentalidades y actitudes de las colectividades sobre temas de cualquier índole. De esa manera, las opiniones restan ligadas a tradiciones, valores, prejuicios o modas, y no a posturas racionales ligadas a los aspectos político-institucionales.
Su teoría de la espiral del silencio va en esa línea. Apunta que las personas están atentas a las opiniones de su entorno para construir la suya, generándose unas relaciones de interdependencia (pero sobre todo de dependencia) debido en parte a una actitud basada en el profundo temor al aislamiento.
Según esta perspectiva, este mecanismo psicosocial está presente en el ambiente social del que no puede escapar ninguna persona. Los que se encuentran en minoría, en relación a sus opiniones, las silenciarán antes de recibir el rechazo y la sanción social. La investigadora alemana ha estado analizando durante décadas –de manera empírica– estos comportamientos mediante sondeos de opinión.
• La perspectiva sociopolítica funcionalista. Una tercera perspectiva es la encabezada por el alemán Niklas Luhmann. Para este experto en sociología política, la opinión pública es la estructura temática de la comunicación pública en la medida en que permite una acción intersubjetiva en un sistema social. Esta posición, a mitad de camino entre las dos anteriores, considera que si bien la opinión pública es un aspecto particular de la interacción social, tiene presente las funciones políticas del fenómeno y traduce el consenso de un reconocimiento de unos temas de interés general.
Para Luhmann, sin duda, uno de los teóricos de la sociedad más relevantes del último cuarto del siglo XX, las sociedades contemporáneas son cada vez más complejas como consecuencia de la mayor especialización y diversificación funcional. En ese escenario, los medios de comunicación y los Parlamentos cumplen el papel de ser simplificadores de esa complejidad concentrando la mirada en un solo punto, aunque no sea relevante, pero permitiendo que todos compartan un tema en común.
Este proceso creciente podría hacer estallar el propio sistema, en la medida que los individuos perciben, cada vez menos, dicha complejidad, teniendo, por tanto, que regirse por criterios muy particulares. Ante esta situación, el sistema demanda un mecanismo reductor que canalice las fuerzas centrífugas psicosociales y así producir simplificaciones. Este papel funcional es el que le asigna Luhmann (1996) a la opinión pública. El autor alemán la identifica como un espejo, en la medida en que no es más que el reflejo de unos pocos observadores. Una opción similar a la del espejo la aportó, años antes, el matrimonio Lang (1959) al hablar de realidad de segunda mano o pseudorealidad (concepto similar al pseudoentorno o pseudoambiente, que es utilizado por Lippmann en contraposición al de ambiente real).
José Luis Dader (1992), que también ha estudiado las funciones sociopolíticas del fenómeno, nos apunta que el medio y las formas de la opinión pública no son nada más que la mirada autoreferencial que los protagonistas de la opinión pública se dirigen a sí mismos y a sus actuaciones. «Dicho espejo social también podríamos compararlo con un cañón de luz o un haz de luz que focaliza y concentra la atención en un escenario» (1992, pág. 107).
Siguiendo con Luhmann, no debemos dejar pasar que, para él, la opinión pública cumple también una función política, pero distinta a la otorgada por Habermas. Se convierte en la base de la democracia, pero no por una valoración ética, sino por razones pragmáticas, en la medida que permite una interconexión entre las personas que les permite compartir ciertos temas básicos, ya que, en caso contrario, la estructura social carecería de sentido.
A las tres grandes tendencias del siglo XX descritas podríamos apuntar las derivaciones de las investigaciones de McCombs y Shaw en torno a la agenda-setting (teoría del establecimiento periodístico de temas), que veremos con profusión más adelante; o el estudio del poder y sus tres dimensiones realizado por Steven Lukes.
Tras establecer empíricamente el trasvase desde la agenda de los medios a la agenda de los públicos hemos de entender que los medios de comunicación no nos dicen en qué pensar, sino sobre lo qué hay que pensar. Un claro ejemplo de ello es la construcción de la agenda en los medios durante el debate del Estatuto catalán de 2006 en la prensa española (Sádaba y Rodríguez-Virgili, 2007).
Hoy en día la preocupación científica se origina en torno a temas derivativos, como la fragmentación de las audiencias (y de los medios), la verificación de su vigencia en el nuevo entorno digital (o no) y si se generan los mismos efectos en relación con los social media. Otro ámbito de estudio es la influencia del big data en la agenda de los medios de comunicación. La vigencia de la teoría de la agenda-setting parece evidente, aunque necesita ser contrastada con el desarrollo de nuevas estructuras de comunicación en la sociedad del siglo XXI.
La teoría de las tres dimensiones del poder, desarrollada por el norteamericano Steven Lukes51, pretendió establecer un tercer nivel de estudio. La primera dimensión contempla la conducta de los actores en un contexto de conflicto de intereses donde el poder consiste en prevalecer sobre los otros. El segundo es el poder encubierto, que consiste en el control sobre lo que se decidió. Incluye, además, la definición de la agenda y los procesos decisorios, también los informales. El modelo tridimensional incorporó la capacidad de conformar las preferencias, valores e ideas a partir de la afirmación de que en todas las relaciones sociales se establecen lazos de poder; el poder de moldear los deseos y creencias, evitando de este modo tanto los conflictos como los agravios.
En resumen, todas las teorías que hemos estado viendo se concentran en torno a un conjunto de problemáticas. Para Price (1992, págs. 31-36), los estudios académicos sobre la opinión pública se han focalizado sobre cinco grandes temáticas de manera recurrente a lo largo del tiempo:
1) La incapacidad de los públicos para tomar decisiones razonadas (Lippmann sería su máximo exponente). Forman sus opiniones utilizando informaciones incompletas y mediante sus propios prejuicios y temores.
2) La carencia de recursos. Falta de formación, aunque también carencia de un entorno participativo más adecuado.
3) La tiranía de la mayorías. Las opiniones de las minorías no son tenidas en cuenta de manera conveniente y constante.
4) La susceptibilidad a la persuasión. El papel que ejercen los medios de comunicación, aunque no se debe menospreciar la cada vez mayor uniformidad cultural y de valores.
5) El dominio de la opinión pública por parte de las élites ante unas actitudes crecientemente pasivas de gran parte de la población.
Con el foco puesto en el futuro, todo proceso de desarrollo de la ciencia de la opinión pública debe aceptar cada una de las diferentes aproximaciones como si fueran un microcosmos, donde la interrelación se produce inexorablemente aunque no nos demos cuenta de ello. No olvidemos su característica de interdisciplinariedad. Tal como lo vemos, en los últimos tiempos estas aproximaciones están proviniendo de un conjunto de campos que, siguiendo a Monzón (1996, págs. 326-349), podemos estructurar en torno a los siguientes ámbitos:
1) La sociología de la comunicación de masas.
2) La comunicación política.
3) El estudio del espacio público.
4) Los públicos.
5) Los estados y corrientes de opinión.
6) Las instituciones y grupos, élites y líderes.
7) La opinión pública internacional.
8) La comprensión de la opinión pública como un concepto abierto.
Todas las aproximaciones propuestas son deudoras del pasado, de las doctrinas desarrolladas por otros autores, especialmente las generadas en el siglo XX, pero también con aportaciones del xix. El primer ámbito constituye el marco general para el estudio y se centra en la naturaleza, usos y efectos de las comunicaciones masivas.52 El segundo lo desarrollaremos en el último apartado de este capítulo. El tercero se corresponde con el ágora pública, de referencia obligada en los antecedentes históricos de la materia y muy presente en los siglos XVIII y XIX; también en la actualidad (Lefebvre, 1976) a tenor de los procesos de privatización de lo público. Hoy en día se suele tratar desde la óptica de los mercados y sus múltiples influencias en las opiniones públicas. El cuarto, en plural, pretende penetrar en nuevas conceptualizaciones, así como en su reestructuración y cambios (Tarde, 1986). El quinto, propio de la sociología empírica, profundiza en los estudios de opinión –cómo se conforma la opinió pública– en base al análisis de encuestas (Monzón, 2005). El siguiente es un ámbito de investigación recurrente durante casi todo el siglo XX que vuelve a cobrar fuerza con el desarrollo del marketing político y el advenimiento de la digitalización, internet y social media (Aira, 2009). El desarrollo de investigaciones sobre la opinión pública internacional va de la mano de la globalización; se analizan los requisitos para su formación, su homogeneización y su relación con los derechos humanos.53 El último ámbito de estudio se abre a la intersección con otras disciplinas que, desde diferentes vertientes, también incorporan la opinión pública como un elemento de estudio por las influencias que genera en sus investigaciones. La teoría de sistemas sería un caso (Luhmann, 1996).
En definitiva, el proceso de profundización en los conocimientos no se detiene. Los avances en la ciencia de la opinión pública, por medio del método científico, nos ayudan a entender mejor el devenir social. A pesar de que la producción científica no necesariamente tiene por qué ser acertada, goza de un marchamo de veracidad, fruto del método que, al ser generalmente bien aceptado por la comunidad, nos permite progresar en el ámbito del conocimiento.
El sociólogo argentino Heriberto Muraro confecciona un esquema sobre las interacciones de los actores políticos (incluida la opinión pública) en el espacio público, un terreno de liza política y social donde los diferentes actores compiten por el apoyo social a sus demandas.54 Dicho de otra forma, la aceptación de las propuestas de un actor determinado. El autor plantea que conseguir el poder en sociedades democráticas pasa inexorablemente por obtener el favor del público. Ese espacio de lucha por el poder es un símil de conquista de la opinión pública.
Muraro concreta un modelo de espacio público con las élites en el centro, entre las que se encuentra una selección de periodistas y políticos. Para el autor, el núcleo del poder. Junto a ellos, pero en otros círculos más alejados del centro, el resto de políticos y periodistas, la gran mayoría.
En una segunda corona se hallan los tres actores ya citados (élites, políticos, y periodistas), que se relacionan con una parte de la ciudadanía, aquellos grupos mejor informados (el autor los asemeja a los líderes de opinión). El tercer círculo se reserva a los ciudadanos cuya imbricación en el espacio público es menor, ya sea por voluntad propia o bien por menores capacidades de interrelación social. Muraro incluye también en su topología a los excluidos del sistema político.
Es pertinente reflexionar sobre las interacciones que se generan en el espacio público. La posición de la ciudadanía se relega a un papel de cuasi comparsa, mientras que en el centro de decisión se sitúa a las élites. Sin embargo, hemos de recordar que el sujeto de la opinión pública son los grupos sociales de opinión (la ciudadanía en su conjunto), que como factores de poder, intervienen en el proceso político gracias al ejercicio de opinar.
Estamos ante una dicotomía. En los sistemas democráticos la legitimidad del poder emana del pueblo, pero en la práctica, en el ejercicio del poder, no se cuenta con el demos, al menos de manera central. Es una cuestión sobre la que se ha debatido durante décadas sin encontrar una solución.55 Sobre este particular, Sartori (1999, pág. 30) indica que:
En la medida que una experiencia democrática se aplica a una colectividad concreta, presente de personas que interactúan cara a cara, hasta este momento la titularidad y el ejercicio de poder pueden permanecer unidos. En dicho caso, la democracia es verdaderamente autogobierno. ¿Pero hasta qué número nos podemos autogobernar verdaderamente? [...] Es el problema replanteado en los años sesenta por el resurgimiento de la fórmula de la democracia participativa. El ciudadano participante es el ciudadano que ejerce en nombre propio, por la cuota que le corresponde, el poder del que es titular [...] Es inútil engañarse: la democracia en grande ya no puede ser más que una democracia representativa que separa la titularidad del ejercicio para después vincularla por medio de los mecanismos representativos de la transmisión del poder. El que se añadan algunas instituciones de democracia directa –como el referéndum y la iniciativa legislativa popular– no obsta para que las nuestras sean democracias indirectas gobernadas por representantes.
El fondo de la cuestión da cobijo a la polisemia y al carácter poliédrico del concepto de democracia, con muchas interpretaciones y variaciones a lo largo del tiempo. Similar en todo caso al concepto de político en su vertiente de representante.56 El representante político tiene la función de actuar en lugar de los ciudadanos, de realizar la actividad pública como si la llevaran a cabo sus representados, pensando en ellos. ¿Es posible en el marco de las democracias representativas actuales? «Democracia y representación son dos conceptos en absoluto sinónimos, pero que nuestra mentalidad actual se ha acostumbrado a ordenar en el mismo compartimento» (Cebrián, 2013, pág. 16). De todas maneras, no debemos olvidar que la democracia va más allá de la democracia representativa. No es objeto de este trabajo, pero existen otros sistemas democráticos, como la democracia directa, la democracia deliberativa, etc.
Este tipo de temáticas están interrelacionadas a su vez con otros conceptos, como el de poder o el de legitimación. Todos interactúan con la materia de la opinión pública. Ese campo de juego es el espacio público político, un concepto de reflexión para la doctrina57 que abarca no solo los ámbitos físicos (donde se generan las relaciones sociales en público), sino también los denominados espacios abstractos. Según la acepción otorgada por Lefebvre (1974, pág. 356), un ámbito simbólico de neutralidad, de centralidad.
Con la popularización de las nuevas tecnologías, el uso masivo de internet y la movilidad, la ciudadanía ha conseguido disponer de voz propia, lo que dibuja un panorama de futuro esencialmente diferente al conocido. Los receptores tienen la capacidad para convertirse en emisores y los actores pueden prescindir de los mediadores. La conformación de la opinión pública en el futuro más próximo se aventura de mucha mayor complejidad que la vivida hasta el presente, ya que las relaciones entre los ciudadanos se están convirtiendo en interacciones de carácter descentralizado, horizontal, sin apenas costes, multiformato y multidireccional. Internet, tal como se ha creado, no dispone de una autoridad que organice las comunicaciones.
Por contra, las nuevas tecnologías han agudizado el individualismo de los seres humanos, que ahora disponen de un exceso de información, justo el problema contrario al que se encontraban en el mundo analógico. Ello podría comportar un riesgo para una parte de la población: la ciberdependencia. Otro de los problemas sociales que ya se observa en el mundo digital son las desigualdades. Pueden ser de dos tipos: entre los nativos digitales y los nacidos antes del estallido de internet; y entre aquellas personas que no disponen de conectividad por problemas económicos y aquellos que tienen conectividad plena. En ambos casos se produce la denominada brecha digital, que estructura la sociedad en varias velocidades (como las diferencias entre las clases sociales en otros tiempos). De todas maneras, y en este contexto digital, no se puede hablar de grupos sociales claramente definidos. En todo caso, de tendencias sociales que cambian con mucha rapidez.
Con todo ello, el análisis de la opinión pública se perfila con una complejidad como nunca antes se produjo. Los gobernantes, las instituciones, las organizaciones políticas, los grupos de interés... Todos tienen un nuevo reto por delante si quieren conseguir conformar la opinión pública.
10. Nos referimos a su obra Public Opinion, publicada por Sage en 1992, inicialmente en inglés.
11. Concepto latino, propio del Imperio Romano, usado habitualmente para referirse a la esfera pública o vida social.
12. La reflexión se encuentra en el libro La rebelión de las masas (1929), resultado de la agrupación de un conjunto de artículos escritos por José Ortega y Gasset en el diario El Sol de Madrid. En concreto, la cita se encuentra en la segunda parte del libro, en su artículo XIV, titulado «¿Quién manda en el mundo?» (págs. 88-126) [en línea]. <https://filosofiauacm.files.wordpress.com/2010/02/jose_ortega_y_gasset_-_la_rebelion_de_las_masas.pdf>. Consultado el día 30 de enero de 2016.
13. En enero de 1972 el sociólogo francés Pierre Bourdieu, uno de los principales exponentes de esta ciencia en el siglo XX, impartió una conferencia en Noroit (Arras) con el título «La opinión pública no existe». Se publicó en francés en Les temps modernes (enero 1973, n.º 318, págs. 1292-1309). Existe una publicación posterior en Questions de sociologie (1984, págs. 222-250). También se puede consultar la versión castellana de: Cuestiones de sociología, Istmo, España (2000, n.º 166, págs. 220-232).
14. Se puede realizar una aproximación a la obra de Young a través del Proyecto Mead, en internet. En concreto, una obra escrita en 1930, Psicología social: un análisis del comportamiento social, donde se estructura ya una parte importante de su visión sobre la opinión pública y la propaganda, ampliada posteriormente en otros libros [en línea]. <www.brocku.ca/MeadProject/Young/1930/1930_toc.html>. Consultado el día 30 de enero de 2016.
15. Basado en la tercera acepción del término publico, que defiende Noëlle-Neumann (1995, pág. 45) en su obra La espiral del silencio.
16. Resulta interesante visionar algunos de sus vídeos. La plataforma YouTube aloja un buen número; seleccionamos el siguiente: <https://www.youtube.com/watch?v=6UtrlQx4RTw> Consultado el día 30 de enero de 2016.
17. La versión en inglés, Sartori (1987). The theory of democracy revisited (part 1). New Jersey: Chatham House.
18. Para profundizar en las diferencias entre estos conceptos, ver el apartado «Opinión pública, opinión del público y opinión publicada» del capítulo cuarto del libro de Botero (2006).
19. Para Vallès, «el conjunto de valores que un sujeto respeta y sostiene estaría en la raíz de su cuadro general de actitudes [...] Los valores han sido presentados como generadores de coherencia en el sistema de actitudes de un sujeto y, en consecuencia, como los últimos factores explicativos de sus comportamientos» (2007, pág. 273).
20. Votos de paja fue el nombre que recibieron unos cupones que periódicos y revistas introdujeron a partir de 1824 para conocer la opinión de sus lectores sobre diversos temas políticos, especialmente referentes al partido o candidato preferido de las próximas elecciones. Es una simulación de encuesta que estuvo en boga hasta la década de los años treinta del siglo XX, cuando surgieron empresas especializadas en sondeos de opinión. El pionero en la medición de audiencias fue George Gallup, un matemático estadístico que en 1935 creó el American Institute of Public Opinion. Ampliaremos el tema en el capítulo tercero.
21. Las citas pertenecen al volumen II, parte IV (págs. 907-1020), editado en 1995 por Liberty Fund.
22. Sobre el demos, ver el libro Historia de una democracia, Atenas (1971), de Claude Mossé, Madrid: Akal Universitaria. También, L’Invention d’Athènes (1981), de Nicole Loraux, París: Ed. de l’Ehess.
23. V. Price extrae estas ideas del libro de Park (uno de los inspiradores de la Escuela de Chicago): The crowd and the public and other essays. Chicago: University of Chicago Press, edición de 1972, pero publicado inicialmente en 1904. Existe una versión digital de ese ensayo traducida al español [en línea]. <http://www.reis.cis.es/REIS/jsp/REIS.jsp?opcion=articulo&ktitulo=1194&autor=ROBERT+E.+PARK>. Consultado el día 30 de enero de 2016.
24. La cita, traducida al español, se puede localizar en la página web de la Revista Española de Investigaciones Sociológicas (1996, n.º 74, pág. 422).
25. Para más información sobre este tema ver la teoría del framing o encuadre: Sádaba (2006).
26. Introducción a la teoría de la comunicación de masas.
27. <http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/ensayos-de-montaigne--0/html>. Consultado el día 30 de enero de 2016.
28. Para más información, en el tema ver: Maravall (1973). «La corriente democrática medieval en España y la fórmula quod omnes tangit», en Estudios de historia del pensamiento español, Madrid: Cultura Hispánica (vol. 1, págs. 173-190).
29. En este sentido, fue recogida por la canonística medieval, siendo desarrollada en sucesivos decretales de los papas Inocencio III, Gregorio IX y Bonifacio VIII.
30. Maquiavelo (1513). El Príncipe (cap. XVVII). Espasa-Calpe.
31. Jean Jacques Rousseau, The Social Contract (l792), en Political Writings, Editado y traducido por Frederick Watkins en 1953, Londres.
32. Para ampliar información sobre el tema ver Rabotnikof (1997). «El espacio de lo público en la filosofía política de Kant». Crítica, Revista hispanoamericana de filosofía (abril 1997, vol. XXIX, n.º 85, págs. 3-39).
33. En su obra De la démocratie en Amérique, escrita en dos partes entre 1835 y 1840. [en línea] <http://classiques.uqac.ca/classiques/De_tocqueville_alexis/democratie_1/democratie_t1_2.pdf>. Consultado el 30 de enero de 2016.
34. Ver Noëlle-Neumann (1993, pág. 43).
35. Correspondiente a la edición en español. La versión inglesa data de 1962.
36. Sobre Gaetano Mosca y la teoría de las clases dirigentes, consultar el siguiente documento disponible [en línea]. <http://bib03.caspur.it/ojspadis/index.php/PSLQuarterlyReview/article/view/11906/11719>. Consultado el día 30 de enero de 2016.
37. Para una ampliación de esta visión se puede consultar: Albertoni (1987). Mosca and the Theory of Elitism. Oxford: Basil Blackwell.
38. En relación con el tema de las oligarquías y la ley de hierro, es muy aconsejable la lectura de la obra de Robert Michels (Political parties: A sociological study of the sligarchical tendencies of modern democracy). Disponible [en línea]. http://socserv.mcmaster.ca/econ/ugcm/3ll3/michels/polipart.pdf Escrito en 1911, originalmente en alemán. Consultado el día 30 de enero de 2016.
Y también la investigación de Lipset, Trow y Coleman (1956). Union democracy: The internal politics of the international typographical union. New York: Free Press. Trata sobre la oligarquía en organizaciones privadas como el sindicato analizado.
39. Ver su obra Consideraciones sobre el gobierno representativo, publicada en 1861 [en línea]. <http://fama2.us.es/fde/ocr/2006/gobiernoRepresentativo.pdf>. Consultado el día 30 de enero de 2016.
40. Junto a Marx, Pareto y Durkheim, Weber es uno de los fundadores de la sociología contemporánea. Considerado el arquitecto de las ciencias sociales [en línea]. <http://plato.stanford.edu/entries/weber>. Consultado el día 30 de enero de 2016.
41. En la edición española se tradujo como Historia y crítica de la opinión pública.
42. Consideramos muy recomendable su lecturalectura (inglés) [en línea]. <http://monoskop.org/images/b/bf/Lippman_Walter_Public_Opinion.pdf>. Consultado el día 30 de enero de 2016.
43. Una buena explicación de este proceso de transición la encontramos en la obra Ideología y utopía, de Karl Mannheim, que constituye una introducción a la sociología del conocimiento. Editado en alemán en 1936. Existe una edición en español, editada por Fondo de Cultura Económica (México 1987).
44. Su obra más señalada es The structure of social action, publicada en 1937.
45. Lasswell desarrolló el paradigma que lleva su nombre y que se puede concretar en torno a la pregunta ¿quién dice qué a quién, enviado por cuál canal y con qué efecto? Se inscriben el comunicador, el mensaje, el canal, la audiencia y el efecto. Este paradigma fue ampliado por Richard Braddock (1958) al formular la extensión de Braddock, que propuso las siguientes precisiones: ¿en qué circunstancias?, ¿con qué intención? y ¿qué efectos produce?
46. Su primer gran trabajo es Historia y crítica de la opinión pública, que publicó inicialmente en 1962. En castellano se editó por primera vez en 1981, por la editorial Gustavo Gili.
47. En castellano, Facticidad y validez. Sobre el derecho y el Estado democrático de derecho en términos de teoría del discurso. Madrid: Trotta, 2010.
48. Originalmente fue escrita, en alemán en 1977, con el título Die spirale des schweigens.
49. Inicialmente publicado en 1972, como artículo científico en la Public opinion quarterly: The agenda-setting functions of the mass media, vol. 36; posteriormente, en 1977, fue desarrollado en el libro The emergence of american political issues: The agenda-setting function of the press.
50. Allport, F. H. (1937) [en línea]. <http://www.redalyc.org/articulo.oa?id=53712934013>. Consultado el 30 de enero de 2016.
51. En su libro Power: A radical view (1974).
52. M. de Moragas (1981) lo desarrolla en profundidad.
53. VV.AA (2002). Comunicación, cultura y globalización. Cátedra Unesco, Bogotá, CEJA.
54. Lo que está en juego es el poder (1997, págs. 63-64).
55. Para ampliación sobre esta materia, ver: Cebrián (2013).
56. Sartori lo calificó de «elusivo y multifacético» en «Sistemas de representación», incluido en la obra Enciclopedia internacional de las ciencias sociales (págs. 305). Madrid: Aguilar.
57. Ampliar esta visión en: Delgado (2011).