Capítulo II
Miradas sobre la exclusión social
Manuel Delgado Ruiz, Profesor Titular de Antropología (Universitat de Barcelona)
Juan Sáez Carreras, Catedrático de Pedagogía Social (Universidad de Murcia)
Introducción
La premisa que toda práctica de exclusión requiere para ejecutarse es que el excluido haya resultado antes «excluible» como consecuencia de una determinada dinámica de producción de las identidades, tanto de quienes se consideran a sí mismos y son considerados institucionalmente como «normales», como de todas las modalidades de opuestos o desviados que lo hacen posible, es decir, de todo aquello y todos aquellos que se extienden del otro lado o en los márgenes de las fronteras de cualquier nosotros social, la negatividad de seres que representan la zona de sombra de los primeros. Ahora bien, esta alteridad no es un fenómeno natural, como tampoco lo es el mundo que al mismo tiempo desmiente y genera. Los otros excluibles son producto de lógicas sociales y de ideologías culturales que los colocan del lado de lo anómalo, lo extraño, lo inclasificable, lo sucio, lo desordenado, lo inútil... todo lo que se percibe como amenazando o alterando la vida colectiva tanto desde fuera como dentro mismo del grupo mayoritario o hegemónico.
La actual invención y proliferación de alteridades trabaja para la legitimación de asimetrías en principio impropias de un sistema social oficialmente igualitario. Hay abundantes ejemplos de cómo actúan esos dispositivos negativizadores que, adaptándose a las necesidades de los más numerosos o de los más poderosos, presentan como inevitable y justo el escamoteo del derecho a la igualdad y a la dignidad a que se condena a personas y grupos en función no de lo que hacen o lo que les pasa, sino de quiénes son o se presupone que son. Es decir, estamos ante una especie de denominación de origen que se les aplica desde un sistema clasificatorio que no prevé un lugar para ellos pero que, llegado el caso de que ya estén entre nosotros, los expulsa o los coloca en espacios subordinados. Se han escogido aquí algunos casos que se consideran significativos no tanto por su novedad como por resultar paradigmáticos de la astucia de los procesos de marginación, discriminación o segregación a la hora de actualizar las retóricas que acaban presentándolos como naturales y legítimos, convenciendo de su inevitabilidad a sus propias víctimas, disimulando su misión excluyente e incluso haciéndose pasar por integradoras.
En las sociedades llamadas de capitalismo avanzado, las políticas del descarte de ciertas personas y grupos resultan de un sistema que impone una brutal desigualdad en la distribución del bienestar. Así, muchas personas ven negado el acceso, o son incorporadas de manera frágil al disfrute de derechos y beneficios básicos, empezando por los relativos a la igualdad que, al menos nominalmente, le debe ser reconocida a todo ser humano. Ahora bien, es sabido que esos dispositivos que distribuyen el derecho de admisión en la sociedad pocas veces actúan explicitando sus raíces, por ejemplo y para el momento actual, en la desocialización del trabajo, la desregulación del precio del suelo, el desguace del servicio de prestaciones públicas o la codicia de los bancos. Para aplicarse, el escamoteo o negación de derechos requiere siempre un repertorio de argumentos que acabe mostrando la exclusión como un hecho en cierta medida natural y, por extensión, al excluido como acreedor de la exclusión que sufre. Es al servicio de esas retóricas de y para la exclusión social que vemos cómo se genera todo un sistema de representación que encuentra razones poderosas que hacen inapelable el borrado o el difuminado de ciertas personas; sistema que se cuida de ir renovándose a medida que algunos de sus elementos discursivos van siendo desenmascarados y pierden su eficacia simbólica. Es entonces cuando vemos desplegarse nuevos motivos para la exclusión, motivos que en una última fase han encontrado en el concepto de cultura una nueva fuente para la renovación de sus recursos teóricos. La noción de cultura es desprovista de su complejidad original y se ve reducida a una simple jerarquía de valores —o ausencia de ellos— y a la asunción de unas ciertas maneras de pensar y de hacer inconmensurables que determinan —se imagina— los hábitos de sus detentadores, prescindiendo de cualquier explicación que remita a fuerzas socioestructurales la causa última de las desgracias que afectan a los/las pobres.
Formas contemporáneas de la exclusión social
Manuel Delgado Ruiz
1. El nuevo racismo diferencialista: el racismo multicultural
Es evidente —o debería serlo— que el núcleo central del llamado «problema de la inmigración» no es si podemos o no convivir con la diferencia, sino si podemos convivir o no con el escándalo de la miseria a la que la actual crisis está arrastrando a una parte importante de la sociedad: la que conforman miles de personas que llegaron en su día a los países de capitalismo avanzado para alimentar un modelo de desarrollo económico ahora en bancarrota y que están sufriendo de manera más intensa, si cabe, los efectos del desempleo y la pérdida de la vivienda. Llegaron en un momento que ya era de desindustrialización y terciarización generalizadas para someterse a una explotación que ya no se ponía a disposición del maquinismo y la producción industrial, sino de una economía de servicios en la que los nuevos proletarios ya no eran productores sino, en efecto, eso: servidores, cultivadores de nuevas formas no del todo desconocidas de servidumbre y entrenados en diversas modalidades de servilismo.
Este fue en principio el destino de los contingentes de trabajadores extranjeros que se asentaron en nuestros barrios: incorporarse a un mercado de trabajo más inclemente que el propiciado por las fábricas, colocarse en los extremos de la precarización y la subcontratación laboral y, ahora, alimentar tanto los nuevos ejércitos de parados como las nuevas formas de lumpenproletariado y de marginación social, permanentemente al límite o dentro de la no menos productiva esfera económico-moral de la seguridad y el delito.
Tenemos motivos para preguntarnos, en relación a los lenguajes que se despliegan para hablar de los extranjeros pobres, qué conviene entender por ese término tan invocado últimamente como es el de integración, usado sobre todo para aludir a aquello que cabe esperar que sea su objetivo principal. Puestos a elegir las más pertinentes de las acepciones disponibles al respecto, escogeríamos las más realistas y las menos ambivalentes. De entrada, se enfatizaría aquella que señala que integración quiere decir, ante todo, integración cívica, legal, es decir, reconocimiento de derechos de plena ciudadanía, entre otros, en primer término, el derecho de voto. Por supuesto que los obstáculos legales y la situación de incertidumbre que se imponen a los trabajadores y las trabajadoras inmigrantes y a sus hijos son un impedimento crónico en orden a una incorporación a la vida social sin trabas y en términos de cierta normalidad. En segundo término, entenderíamos por integración la apropiación de espacios sociales ascendentes; es decir, la posibilidad de promocionarse y de mejorar las condiciones de vida, propias y de los descendientes.
Es significativo que ninguna de estas dos acepciones de la noción de integración aparezca hoy por hoy debidamente subrayada como fundamental cuando hablamos del trabajador o la trabajadora extranjeros. Esa integración que haría de ellos seres humanos iguales —con todos los derechos y deberes del resto de habitantes del país— es legalmente negada y el recién llegado —a veces no tan reciente— ve constantemente como le son negados o regateados servicios sociales básicos como consecuencia de su situación jurídica. La integración que haría de quien llega para trabajar a un país una persona en condiciones de mejorar sus condiciones de vida —encontrar empleo digno, vivienda, formación, condiciones para fundar una familia— también se ve obstaculizada por todas las contingencias que lo atrapan en los rincones más empobrecidos y vulnerables de la estructura socioeconómica. En cambio, al mismo tiempo que se soslayan las dimensiones legales, laborales, higiénicas, habitacionales, educativas, sanitarias, etc., de la integración concreta de los trabajadores extranjeros en la sociedad que los acoge y de la que pasan a formar parte, se insiste cada vez más en los problemas que implica su integración en una supuesta configuración moral congruente y vertebradora que constituye la personalidad misma de la sociedad de acogida. Ese espíritu constitutivo puede ser bien una imaginaria identidad cultural, histórica y culturalmente determinada, o, cada vez más en la actualidad, un conjunto de principios para la correcta orientación ética de las conductas y los lenguajes, en la que las invocaciones místicas a las viejas verdades idiosincrásicas se ven sustituidas por no menos soteriológicas menciones a los valores de la tolerancia, los derechos humanos, el civismo, etc. Tanto en un caso como en otro vemos cómo se da por descontado que el ámbito al que el desposeído que llega debe adherirse para ser considerado «integrado» se define precisamente por su inefabilidad y porque nunca queda del todo claro ni en qué consiste tal incorporación, ni en qué momento debe darse por realizada.
Hace tiempo que se viene denunciando un desplazamiento de los argumentos que estigmatizan a los trabajadores extranjeros y sus familias de los viejos y cada vez más desprestigiados tópicos del racismo biológico acerca de la inferioridad innata de determinadas «razas», a otros, mucho más sutiles, que emplean la diferencia «cultural» para naturalizar las asimetrías de todo tipo que los afectan, colocándolos a disposición de un mercado laboral inclemente, mermados en sus derechos o privados de ellos y en una situación de vulnerabilidad crónica. Ese papel excluyente de la diferencia cultural ha acabado por infiltrarse en un cierto elogio de la diversidad humana tras el cual puede apreciarse la capacidad de ciertos dispositivos discursivos negativizadores de pasar justamente por lo contrario de lo que son y para lo que funcionan.
En efecto, los discursos hoy por hoy hegemónicos que colocan en su eje los conceptos ya mencionados de multiculturalidad o interculturalidad, así como un no menos confuso elogio —más estético que ético— de las singularidades culturales a menudo reducidas a su caricatura folklórica, no solo han acabado convirtiéndose en elementos básicos para una trivialización del antirracismo mediático e institucional, sino en argumentos estratégicos en orden a sustituir el viejo y desacreditado racismo biológico por otro basado en el determinismo cultural. Este uso distorsionador del término cultura ha servido para promocionar una imagen de la sociedad como dividida en contenedores comunitarios exentos y cerrados, organizados a partir de estructuras cognitivas y de costumbres más bien impermeables, que sin ser propiamente naturales se hace como si lo fueran. Dentro de cada uno de estos supuestos cubículos culturales discretos cada persona viviría inmersa en un universo de significaciones del que, por definición, no querría ni podría escapar, puesto que las supuestas idiosincrasias culturales actúan de una manera muy distinta a como el desacreditado racismo biológico sostenía que actuaban los códigos genéticos. Este discurso enfatiza sobre todo la necesidad de que las instancias sociales en que se han de registrar unos máximos niveles de unidad y homogeneización social, asociadas al ejercicio de derechos básicos universales, no pierdan nunca de vista quiénes son algunos de aquellos a los que pretende beneficiar; es decir, cuál es y en qué consiste una identidad de algún modo excepcional, que requeriría una aplicación de tales derechos no menos excepcional.
No olvidemos que la proposición básica en que se sustenta un sistema democrático afirma que el ámbito público debería ser esa esfera en que se garantiza la solidaridad y que arbitra a partir de criterios de justicia la interdependencia entre comunidades e individuos. Es en las áreas que le son propias —sanidad, vivienda, justicia, servicios sociales, educación— donde se contempla hipotéticamente el paso de un Estado como función-poder a un Estado como función-servicio, para el que no debería haber otra cosa que seres humanos libres e iguales que se benefician de un concepto de administración estatal orientado por principios racionales de universalización y totalización; es decir, de superación de las segmentaciones y los enfrentamientos en una esfera realmente accesible a todos. Esos principios doctrinales quedan del todo anulados cuando ciertos usuarios son contemplados no como determinados por sus contingencias específicas, sino por «su cultura», es decir por códigos y pautas de acción tenidos por inmanentes y que les hacen incompetentes del todo o parcialmente para un uso adecuado de las prestaciones universales que les concede como consecuencia de la generosidad de ese mismo sistema social que les maltrata. Una forma, como se puede apreciar, de que la lógica de exclusión pueda hacerse presente y actuar en esferas que se supone que deberían ser de la inclusión sin salvedades.
Tenemos así que son ciertos supuestos condicionantes culturales los que imponen el trato particular que se depara a colectivos humanos marcados con la etiqueta ya de por sí estigmatizante de «inmigrantes». Una etiqueta que no se aplica a todos los extranjeros, sino solo a aquellos que, procedentes de países más pobres, llegaron a atender determinados requerimientos de un mercado laboral que ahora, en tiempos de crisis, se desprende de ellos en masa por inservibles. Esta parte de la población está formada por individuos que, a pesar de lo que proclama la retórica oficial y repite cierto antirracismo bienintencionado, no son ciudadanos, es decir no son reconocidos como sujetos que el ámbito jurídico-político subsume como sujetos de derechos y deberes, en un sistema institucional que identifica ciudadanía y nacionalidad. Esos no ciudadanos se supone que deberían ver atenuado el estado de desamparo legal a que se les somete con una serie de atenciones básicas de las que hacen uso sistemático y generalizado y que les corresponden en tanto que personas, al margen de la legalidad o no de su situación o, mejor dicho, de su misma existencia. Esto último es importante y cabe remarcarlo, por cuanto una buena parte de esas personas reciben la consideración —ya de por sí chocante— de «ilegales», consecuencia de leyes de extranjería cuyo objetivo —en contra de lo que se afirma— no es regular la entrada de inmigrantes, sino regular su presencia en el territorio propio o, mejor dicho, desregularizándolos, convirtiéndolos en un subproletariado indocumentado a merced de la precarización laboral y la sobreexplotación que les aguarda.
La excepcionalización «cultural» del llamado inmigrante es, así pues, la que permite solventar la contradicción que implica el que haya seres humanos que no siendo ciudadanos reciban, en tanto que usuarios, cierto tipo de atenciones que se sostienen con dinero público. El ciudadano es, recordémoslo, la figura que encarna los principios de igualdad y universalidad democrática, que libera de su condición metafísica cuando se concreta en tanto que usuario, es decir, individuo que no solo tiene derecho, sino que reclama y recibe ventajas sociales procuradas por la Administración para hacer posible el equilibrio entre un orden social desigual e injusto y un orden político que se supone equitativo. El usuario se constituye así en depositario y ejecutor de derechos que se arraigan en la concepción misma de civilidad democrática, en la medida en que es él quien, como si fuese naturalmente, recibe los beneficios de un mínimo de simetría ante los avatares de la vida y la garantía de que tendrá acceso a las prestaciones sociales y culturales necesarias para un elemental desarrollo como persona. El ámbito público es, entonces —o más bien debería ser—, esa esfera en que un Estado garantiza la solidaridad y arbitra a partir de criterios de justicia la interdependencia entre segmentos e individuos.
De hecho, lo que tenemos es que las múltiples exclusiones que afectan a los trabajadores extranjeros y sus familias en la vida social ordinaria, y que se atribuyen no a la situación social que padecen sino a diferencias culturales consideradas sustantivas, solo se ve compensada parcialmente por una atención pública que no les excluye plenamente, sino que más bien los incluye de manera parcial y relativa no solo por su situación legal anómala, sino también por aquellas mismas razones asociadas a la singularidad psicológica derivada de «su cultura», fuente de hándicaps que en todos los terrenos garantizados por la supuesta igualdad democrática básica —escuela, sanidad, justicia, servicios sociales, uso del espacio público...— hacen de ellos auténticos minusválidos culturales.
Que alguien devenga usuario sin que se le haya reconocido como ciudadanoimplica una contradicción, por cuanto el servicio público que se le hace accesible constituye, por principio, el vínculo esencial entre Estado y sociedad civil, en la medida en que el usuario es el elemento estratégico de una determinada manera de entender la democracia administrativa y el desarrollo contemporáneo de lo que un día fuera el Estado-providencia como instrumento tutelar y de regulación social. En efecto, conceptualmente, el usuario es una figura que se identifica como teniendo derecho a demandar un uso particular y concreto de los servicios de una Administración que se entiende que existe para ponerse a su disposición en tanto que instancia que salva y protege de las arbitrariedades e injusticias de un orden socioeconómico basado en la desigualdad. Orden que no deja de amenazarle con la desagregación social; es decir, con eso que damos en llamar precisamente exclusión, esa misma exclusión a la que el propio ordenamiento político-jurídico vigente le condena.
2. La ciudadanía, la democracia y otros mitos contemporáneos
La vida cotidiana, y el trato que en ella reciben las clases populares procedentes de la inmigración, no hace sino proveernos de pruebas de hasta qué punto son una pura ficción los lenguajes que aluden a una inexistente universalidad de los principios de ciudadanía, derivados del idealismo kantiano que supone deseable y realizable una concepción normativa del individuo, atenta no a cómo o quién es cada cual, sino tan solo a cómo debe ser tratado en función de lo que le ocurre y lo que necesita. Todas las teorías que, en nombre de ese espejismo, proclaman la necesidad de una reformulación del viejo republicanismo ilustrado que dé cabida a la nueva «realidad multicultural» ignoran sistemáticamente que la cuestión no es que una buena parte de la población sea diferente, sino que es sencillamente desigual. En efecto, la ecúmene de consenso e igualdad que se propone para una renovación de la democracia liberal que la adapte al nuevo escenario «multicultural» prescinde de la evidencia de que el horizonte igualitario prometido por el proyecto moderno es irrealizable en un contexto social que les niega o escamotea a muchos el acceso a los recursos económicos y a la participación política. En ese marco las pretensiones del ideal equitativo moderno constituyen una quimera absoluta, una ilusión infundada.
En efecto, las reglas genéricas que, inspiradas en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, orientan las normas jurídicas y las actuaciones políticas no consiguen desmentir, de entrada, la brutal separación que todas las constituciones estatales establecen entre las figuras de ciudadano —hoy asignado a los miembros de comunidades territorialmente definidas bajo la soberanía de un Estado, atributo exclusivo y, por tanto, excluyente— y persona, sujeto de supuestos derechos sociales y civiles innegables a ningún ser humano, sea declarado o no extranjero. Un pecado original este, recuérdese, que ya está inscrito en la Declaración de Derechos promulgada por la Revolución Francesa en 1789, que ya se ocupaba de distinguir sus destinatarios entre «hombres» y «ciudadanos», dando por sentado que no todos los seres humanos merecían la condición de ciudadanía y los privilegios que a esta se le reservaban, lo que, por cierto, convierte en todo un sarcasmo que en España se impartan asignaturas de Educación para la Ciudadanía a unos escolares cuyos padres no son, y probablemente no serán nunca, ciudadanos. Es cierto que ha habido quien ha puesto sobre la mesa una alternativa para una realización más generosa de los valores abstractos de ciudadanía, haciéndola aplicable no en función de principios de nacionalidad, sino de residencia o vecindad, una redención relativa de la exclusividad que pretende combatir, que continúa dejándole al Estado la prerrogativa de distribuir discrecionalmente el derecho a residir, es decir a vivir en, sin preservar ni siquiera a sus beneficiarios de la amenaza constante a ser expulsados. Una ciudadanía universal debería corresponder en realidad no al principio de nacionalidad, ni tampoco al de residencia, sino simplemente al de existencia.
Intentos de esa naturaleza expresan las buenas intenciones de quienes creen de forma acrítica en las virtudes de la ética democrática y el sistema político que le es propio y están disuadidos de que es posible adaptarla a la heterogeneidad cultural que han propiciado los flujos demográficos, postulando en ese sentido la necesidad de nuevas formas tanto de administración como de pacto, capaces de dar cabida a quienes previamente se ha marcado como inexorablemente diferentes. A ello le corresponderían a su vez figuras de un cosmopolitismo desanclado o la vindicación de la naturaleza compuesta de las naciones, como si a la vieja identificación territorio-cultura le hubiera venido a sustituir la de territorio-pluralidad, en la que la homogeneidad exigible en la población a controlar ya no se obtuviera por medio de una cosmovisión común, sino de la mano de los valores mostrados como universales de la civilidad y la ciudadanía. Llamamientos en pro de una revisión del proyecto político moderno como los mencionados, en orden a generar algo así como una democracia cosmopolita, ignoran las desigualdades sociales reales y, sobre todo, que la ciudadanía no es un título honorífico basado en el amor cívico, como pretenden, sino un estatuto legal que, desde la invención del Estado-nación, es reservado en exclusiva a los propios de la nación y que, por tanto, es el principal instrumento legal para la exclusión de aquellos que no posean el privilegio de la nacionalidad.
De todo ello se derivan paradojas inevitables. Una de ellas, de orden general, es que la noción moderna de ciudadano —es decir, persona con derecho a tener derechos— haya servido como baluarte para asegurar la pervivencia de desigualdades premodernas. Otras, las que cada constitución nacional supone, como la que implica, pongamos por caso, que la Constitución española consagre, en su artículo 14, «la igualdad de los españoles», lo que implica de manera automática que quienes no lo sean no gozarán de tal privilegio, estableciendo así un diferencial incompatible con la mencionada Declaración Universal de los Derechos Humanos proclamada por la ONU en 1948 y vigente en la actualidad, que establece de manera inequívoca en su primer artículo que «todos los seres humanos nacen libres e iguales». Si la ley principal ya impone una desigualdad fundamental insuperable, no puede sorprender que la aplicación de otras leyes de rango inferior convierta a miles de seres humanos en víctimas legales de un trato excluyente sancionado con el máximo rango institucional.
La ciudadanía se convierte así en una falsa utopía realizada, en la medida en que los derechos supuestamente universales les son vedados a los calificados como «extranjeros» o, como mucho, en la práctica, resultan concesiones que una parte de la población no va a poder pagar. Ahora bien, todo ello en el seno de una burbuja conceptual dominante contra la que no se podría combatir ideológicamente, constituida como está por invocaciones a principios considerados indiscutibles y obvios, tales como la diversidad cultural, la paz, la concordia entre civilizaciones, el diálogo, la sostenibilidad... A ras de suelo, no obstante, en el plano de lo real, la justicia global, la identidad ciudadana compartida, la participación política y el progreso moral quedan al desnudo ante la cruda evidencia del triunfo final ya no solo de la exclusión social, sino de la depauperación a que se ve condenada una parte importante de la sociedad.
3. El nuevo racismo universalista: el racismo democrático
Por doquier vemos pruebas de hasta qué punto tenía razón Claude Lévi-Strauss (1982) urgiendo a racionalizar el antirracismo liberándolo tanto del vicio de su trivialización como de sus inclinaciones moralizantes. Son esas dos tendencias —la banalización y el moralismo— las que están dando pie a un uso creciente de los referidos conceptos de multiculturalismo o interculturalidad para enmascarar dinámicas de exclusión. De igual manera que el epíteto «inmigrante» ha servido para escamotear la existencia de un nuevo proletariado y que la creciente etnificación de la mano de obra ha traído consigo un lenguaje que dice «culturas» donde hasta hace no mucho se habría dicho «clases sociales», el protagonismo concedido a la diversidad cultural como asunto de interés público ha servido para solapar o soslayar todo tipo de agravios sociales y desamparos administrativos.
Esto es importante porque permite contemplar una dimensión especialmente perversa de la tendencia de las ideologías racistas. Esto es: a camuflarse bajo disfraces que no solo ocultan su vocación excluyente sino que alcanzan máximos niveles de sutileza hipócrita al pasar no por lo contrario de lo que son, sino de lo que hacen o hacen hacer. Ese es precisamente el caso de las implicaciones no siempre apreciadas de un cierto antirracismo conmemorativo y muy atento a su propia espectacularización, que está sirviendo para satisfacer la mala conciencia de unas clases medias que se beneficiaron objetivamente de la frágil situación de los trabajadores extranjeros, cuya explotación fue en buena medida la clave de lo que hasta no hace mucho fue su confort. Se trata de un antirracismo que se proclama sobre todo «tolerante», pero cuyo fondo en poco se distingue de la intolerancia del racismo grosero y vulgar, pero que es considerablemente más hábil en orden a legitimar esos mismos mecanismos de exclusión social que tanto parecen escandalizarle.
Esas dos posturas —la «intolerante» y la «tolerante»— no son demasiado diferentes y ambas coinciden en que lo que importa es considerar la diversidad cultural no como lo que es —un hecho y basta—, sino como una fuente de graves problemas que requieren una respuesta adecuada y enérgica. La posición intolerante es la que han mantenido siempre las ideologías explícitamente racistas, ya sean fieles al modelo clásico del racismo biológico, ya sea bajo las nuevas modalidades basadas en el uso excluyente del término «cultura». La otra actitud, la «tolerante», es la que han hecho suya las instituciones, los medios de comunicación y las mayorías sociales debidamente adiestradas por medio de la educación en valores y las asignaturas y campañas de ciudadanía. Esta postura, que proclama las virtudes de la comprensión y la apertura a un «otro» previamente alterizado, ha acabado colocándose en la base discursiva de la mayoría de movimientos y organizaciones antirracistas, cuanto menos las afines y sostenidas desde las instituciones políticas. Tal pseudoideología consiste en proclamaciones bienintencionadas contra una amenaza racista reducida a la actividad de los partidos o grupos acusables de xenófobos, pero que raras veces señala con el dedo los mecanismos sociales de dominación vigentes. Ese antirracismo afectado se traduce en grandes galas mediáticas contra la xenofobia, hiperactividad denunciadora, profesionalización de la lucha contra la discriminación, proliferación de clubes de fans del multiculturalismo, etc.
Ambas posturas —la intolerante y la tolerante— coinciden del todo a la hora de concebir determinados conflictos como consecuencia de posiciones civilizatorias que se sugieren incompatibles o mal ajustadas, conflictos. Conflictos que el antirracista virtuoso está convencido es posible cuanto menos aliviar si los actores sociales aumentasen sus niveles de empatía e intensificasen su mutua comunicación, al tiempo que se puede estar seguro de que el verdadero racista es siempre ese otro fuera de control al que delata su incapacidad de manejar un lenguaje políticamente adecuado. Por descontado que unos y otros se ponen de acuerdo en considerar la «cultura» asignada a cada uno de los segmentos sociales más o menos mal avenidos como el origen de sus contenciosos, evitando cualquier explicación social, económica o política en el diagnóstico de las diferentes situaciones de choque. Son las identidades, y no los intereses y las ubicaciones sociales, lo que concurre en la vida social. Por tanto, la causa de lo que sucede no reside en todo tipo de injusticias y prácticas marginadoras, sino en malentendidos culturales resolubles a través del diálogo y la reconciliación entre las partes.
Y es entonces cuando vemos entrar en juego esas invocaciones a derivados de una concepción apolítica, aeconómica, asocial y ahistórica, banal en definitiva, de la cultura, que suscitan un alud de materiales teóricos y discursivos que alimentan la esperanza de que los problemas sociales reales queden resueltos con solo plantearlos correctamente en un plano puramente libresco. Además de esa ingente producción literaria, también se prodiga lo que es casi una industria de ofertas académicas en forma de másteres, cursos, cursillos, seminarios, congresos, talleres... destinados a analizar la heterogeneidad de la sociedad, prodigándose todo tipo de pedagogías tanto escolares como mediáticas cuyo objetivo es aleccionar a los educandos y al gran público en general sobre cómo conviene administrar moralmente la diferencia ignorando las desigualdades reales. Nunca se deja de sostener que son los conflictos derivados de la concepción del mundo de cada uno de los sectores presentes con intereses específicos en la vida social lo que ha de preocupar y lo que ha de motivar movilizaciones promocionadas institucionalmente —fiestas de la diversidad, semanas de la tolerancia, jornadas interculturales, fórums de las culturas— que estimulan las buenas vibraciones del público. Todo por entender y dar a entender que la sociedad es diversa, pero que podemos digerir esta diversidad, desprovista de cualquier concomitancia política, social o económica, como un espectáculo amable y ejemplarizante, una permanente lección ética de cómo se administra el conflicto haciéndolo callar.
Nos encontramos ante un nuevo racismo, paradójicamente exhibido como antirracista. Diferentes calificativos subrayan la sutileza con que despliega sus discursos y justifica sus acciones: racismo cosmopolita, racismo de la tolerancia, racismo elegante, racismo democrático... Se trata de modalidades de lo que en la práctica es una inteligente articulación de diferencialismo y de universalismo, lo que equivale a decir hoy por hoy entre el ya aludido racismo diferencialista, heredero del desacreditado racismo biológico y que emplea el valor cultura como comodín y excusa, y el nuevo racismo universalista, que sustituye las viejas concepciones sobre la superioridad de la civilización cristiana y occidental por el idealismo de los derechos humanos y la igualdad cívica. La eficacia de ese nuevo registro doctrinal reside en su hipocresía al proclamarse encarnación privilegiada de principios morales que ignora en la práctica. La dualización social, sobre todo en un contexto de crisis económica como el actual, alcanza sus máximos niveles, la igualdad democrática merecería ser desenmascarada en cualquier momento como una ficción, el racismo está sirviendo más que nunca para estructurar la fuerza de trabajo tanto activa como de reserva..., y ante todo ello lo que se reclama no es más justicia, sino comprensión y cierta simpatía estética hacia ese otro minoritario al que los dispositivos de clasificación dominantes se han encargado antes de alterizar y minorizar. El discurso de la comprensión y la tolerancia entre diversos consigue, por esa vía y dulcemente, realizar el sueño dorado que todos los totalitarismos siempre han intentado imponer: la abolición de la lucha de clases en nombre de la reconciliación sentimental entre antagónicos.
El papel de las instituciones de poder con relación a este desplazamiento del conflicto social de la clase a la cultura es estratégico. Desde instancias oficiales se plantea la cuestión por medio de una doble argumentación. En primer lugar, se afirma que la inmigración es un problema y se describe en qué consiste ese problema, insinuado como el principal o uno de los más importantes que padece el país. Para tal fin se proyecta una imagen que procura sobredimensionar los conflictos y remarca sus aspectos más melodramáticos y truculentos. Una vez las instituciones y la prensa a su servicio se han auto-convencido y han procurado convencer al gran público que existe un motivo para la ansiedad colectiva, se encargan de apuntar cómo es que nos hemos de proteger y mirar de atenuar el problema que previamente han inventado, asegurando que en esa tarea quedarán preservados los fundamentos humanísticos de nuestra civilización y dando por descontado que ninguna solución a los problemas planteados por la «invasión» de inmigrantes que sufrimos prescindirá de un escrupuloso respeto a los derechos humanos y a los valores democráticos constitucionales.
Este doble discurso —las instituciones como preocupadoras y preocupadas por el supuestamente alarmante problema migratorio— contrasta con prácticas administrativas consistentes precisamente no solo en garantizar sino en institucionalizar también la explotación, la marginación, la injusticia, la segregación y un número indeterminado de variantes de la relegación que afectan especialmente a los sectores más vulnerables de la población, entre ellos a los trabajadores extranjeros en una situación irregular crónica. Así pues, los poderes asumen la tarea de inquietar a la población con una situación de emergencia nacional por culpa de la inmigración, aunque tranquilizándonos haciéndonos creer que todo está bajo control y no nos apartaremos nunca de nuestros principios morales fundadores. Pero, al mismo tiempo se convierten en instrumentos de la arbitrariedad sistemática y generalizada en contra de los trabajadores extranjeros y sus familias. Por un lado, el discurso sobre las «buenas prácticas»; por el otro, las prácticas reales.
A los nuevos proletarios —tanto si trabajan como si buscan empleo, o si la crisis los ha exiliado a territorios de marginación social y delincuencia— son a quienes les toca la peor parte en una dinámica de acumulación e incremento de las tasas de beneficios capitalistas que muestra en tiempo de crisis sus aspectos más feroces. Lejos de hacer nada por corregir leyes injustas, o perseguir las prácticas empresariales basadas en la explotación laboral o la especulación inmobiliaria, bien lejos de rectificar la tendencia al desmantelamiento general de los servicios públicos, hoy las producciones ideológicas institucionales retoman su ambigüedad intrínseca y hablan sobre todo de «diálogo entre culturas», «apertura al otro», «pluralidad cultural» y otras invocaciones abstractas, haciendo un elogio de las buenas vibraciones que en el fondo propicia la posibilidad de un racismo flexible que incluye o excluye según las necesidades del momento político y que resulta ideal para procesos de reajuste del mercado laboral y de recortes que convierten los servicios públicos en un bien escaso. En esto consisten las nuevas formas de racismo hoy; su argucia fundamental es hacerse pasar por lo contrario de lo que en verdad son.
4. La estigmatización cultural de los/las jóvenes
Las estadísticas muestran desde hace tiempo hasta qué punto los y las jóvenes de clases populares sufren exclusiones graves que les hacen inaccesibles, entre otros derechos, la incorporación al mercado laboral o el disfrute de un lugar donde vivir. Esa postergación estructural que dificulta o hace inviable su plenitud como seres humanos autosuficientes aparece con frecuencia disimulada con otros tipos de marcajes negativizadores aparentemente derivados no tanto de su ubicación desventajosa en el organigrama social, como de las adhesiones culturales que protagonizan o que se les atribuye, como si de algún modo la fuente de sus problemas tuviera que encontrarse en maneras de hacer, pensar o decir particulares, o, si se prefiere, del uso que hacen de códigos de valoración y acción que resultan de o derivan hacia desviaciones morales o psicológicas que deben ser rectificadas por las buenas o por las malas.
Es sabido que el último siglo ha registrado la emergencia de un continente cultural específicamente juvenil, asociado al paso de una sociedad tradicional que, siguiendo a Margaret Mead, llamaríamos posfigurativa —los jóvenes heredaban el pasado—, a otra prefigurativa, en el sentido de que lo que reciben los jóvenes como herencia es sobre todo el futuro. Esto hace de los y las jóvenes experimentadores de fórmulas de conducta que la sociedad en su conjunto acabará asumiendo como propias o no. Se trata de lo que se ha definido como subculturas o cuasiculturas juveniles, que funcionan a la manera de nuevas formas de etnicidad —de ahí su reconocimiento mediático en tanto que «tribus urbanas»—, ya no basadas en vínculos religiosos, idiomáticos, territoriales, de costumbres o históricos, sino más bien en parámetros estéticos y escenográficos, en redes comunicacionales en común y en la apropiación del tiempo y del espacio por medio de un conjunto de estrategias de ritualización permanente o eventualmente activadas. Cada una de estas microculturas juveniles se correspondería entonces con una sociedad, es cierto, pero una sociedad en que la colectividad humana que las constituye ha renunciado a otra forma de legitimización, arbitraje e integración que vaya mucho más allá de la exhibición pública de elementos estilísticos: vestimenta, dialecto, alteraciones corporales, peinado, gestualidad, formas de entretenimiento, pautas alimentarias, gustos, ideologías con frecuencia difusas.
Lo que ahora se destaca es que lo que en principio no eran sino marcas de distinción pueden convertirse, y se convierten por ese sesgo, en marcas de infamia, dado que esos jóvenes autodiferenciados a partir de sus puestas en escena aparecen colocados con frecuencia en el centro de discursos y prácticas estigmatizadoras. Así, por ejemplo, la «violencia juvenil» aparece en el centro de una atención pública que acepta e incluso segrega auténticas leyendas urbanas sobre cuadrillas de jóvenes que se expresan preferentemente a través de una agresividad gratuita y enfermiza. La prensa no deja de hablar de estos jóvenes violentos como los causantes de todo tipo de daños en distintos escenarios: manifestaciones, zonas de ocio, conciertos de rock, edificios abandonados, barrios periféricos... Como respuesta a esta situación supuestamente preocupante se convocan simposios que reúnen especialistas en la materia: psicólogos de la adolescencia, antropólogos y sociólogos urbanos, políticos, peritos en seguridad ciudadana. En paralelo, los medios de comunicación recrean taxonomías provistas por esos expertos, a partir de las cuales se ordena a los jóvenes en subgrupos más o menos desafiantes. Se trata de órdenes clasificatorios en los que se habla de grupos que o bien no existen o son subculturas juveniles imaginadas como fracciones incomunicadas entre sí, cuyos miembros vivirían una supuesta uniformidad mental, conductual y vestimentaria, imitando el imaginario mosaico cultural que componen las no menos imaginarias comunidades cerradas de inmigrantes. Es desde ese sistema de representación que se asignan responsabilidades «tribales» a todo tipo de crímenes, agresiones, peleas multitudinarias, saqueos o destrucciones. Todo ello se concreta en informes especiales y reportajes periodísticos que son como monografías etnográficas caricaturizadas de cada «tribu»: sus costumbres, sus trajes típicos, sus ritos, sus creencias, sus jerarquías, su territorio...
Es desde instituciones vinculadas al mantenimiento del orden público que se encargan informes como el que un grupo de sociólogos elaboró a principios de 1993 para el Gobierno Civil de Barcelona sobre las «tribus urbanas» activas en Cataluña, abundantemente recogido en su momento por los media como «certificación científica» de causa justificada de alarma social. En este trabajo los jóvenes eran clasificados como: motoras, skin heads, siniestros, psychobillys, punkis, heavies, rockers, mods, hooligans, maquineros, b-boys, hardcores, okupas...Una ficha recogía sus «rasgos distintivos»: edad de sus componentes; actividades —«ocio y nomadismo», «música y conciertos», «ropa», «baile», «pintadas», «marginalidad», «normales»—; nivel de conflictividad —«elevado», «contenido», «escaso»—; ideología —en la mayoría de casos «contradictoria»—. En las Jornadas sobre Ideología, Violencia y Juventud, celebradas en Logroño en junio de 1998, organizadas por la Dirección General de la Guardia Civil, se establecía que «de todos los grupos juveniles que han ido apareciendo en nuestra sociedad hay cuatro que se denominan violentos: skinhead, nacional bakaladeros, punkis y sharps. [...] Existen otros grupos urbanos, tales como los rockers, bikers, mods, heavies, skaters (sic), rapers, siniestros, ciberpunks, ciberhippies, bakalaeros(sic), jóvenes flamencos (sic), los grunges, b-boys, que no utilizan la violencia para significarse como grupo».
La prensa ratifica de manera regular ese imaginario social que sospecha la existencia de tribus amenazadoras que actúan en la jungla urbana. Los moteroshan sido mezclados con el tráfico de armas y de drogas, como quedó de manifiesto en Barcelona, con los Ángeles del Infierno juzgados a mediados de 2000. Los heavies suelen ser mostrados como fanáticos de músicas hiperagresivas, que usan habitualmente la violencia para comunicarse entre ellos y con el resto de la sociedad. Con frecuencia los vemos implicados en prácticas satánicas y macabras, sacrificios de animales, profanación de tumbas u orgías en los cementerios. Los punks centraron el interés de la prensa y la policía durante los ochenta y primeros noventa como responsables de todo tipo de desórdenes en Inglaterra, pero también en Cataluña, por ejemplo, donde fueron acusados de los graves altercados en Tàrrega en 1991, que culminaron con el incendio de la sede del Ayuntamiento. Es curioso que la connotación al mismo tiempo étnica y alarmante de la estética punk en la actualidad haya venido subrayada con la aplicación a sus detentadores de un sufijo gentilicio vasco: punkarras.
La simple actividad de ocio nocturno también ha sido motivo de todo tipo de inquietudes, derivadas de una supuesta afición convulsiva de los jóvenes al alcohol y las drogas de diseño. A principios de la década de los noventa se extienden disturbios en diferentes ciudades españolas —los más importantes los de Cáceres en octubre de 1991— como consecuencia de decisiones gubernativas de adelantar el horario de cierre de los bares nocturnos. A la pésima reputación de lo que se llamó hace años «ruta del bakalao» en los alrededores de Valencia, se le añadieron al iniciarse el nuevo siglo diferentes incidentes aislados a la entrada de discotecas o after hours, que movilizaron las consabidas consideraciones pseudosociológicas orientadas a poner coto a un espacio de violencia y libertinaje. La celebración de grandes «botellones» en diversas ciudades españolas —una forma extrema de usufructo del espacio público por parte de los jóvenes— se ha colocado en los últimos años en el centro de las preocupaciones públicas y de actuaciones administrativas con frecuencia represivas, a veces tan graves como las que ocasionaron una gran batalla campal en el Raval de Barcelona en marzo de 2006. Con motivo de la tragedia de la fiesta de Halloween en el Madrid Arena en 2012 se repitieron todo tipo de tópicos sobre una juventud descarriada entregada al hedonismo y la fiesta irresponsable.
Otras presuntas evidencias han venido a confirmar, en el imaginario mediático-policial y para las mayorías sociales, hasta qué punto está justificada hoy la identificación sistemática entre los epígrafes «violencia juvenil» y «violencia urbana». La insistencia periodística en demonizar al independentismo de izquierdas vasco, asociándolo a la kale borroka o lucha callejera y directamente al terrorismo, es la conducción a su extremo de esa tendencia a mostrar como violenta e inaceptable cualquier impugnación frontal del orden de cosas dominante. Los okupas representan suciedad y desorden y han sido recurrentemente presentados como practicantes de la guerrilla urbana. Desde mediados de los noventa y hasta ahora mismo, desalojos policiales de centros sociales han desencadenado altercados graves, de manera que la policía recibe el derecho y hasta la obligación de considerar sospechoso —y llegado el caso identificar o detener— a cualquier joven que detente «estética okupa».
Desde la eclosión de los movimientos antiglobalización a finales del siglo pasado se ha generalizado una nueva rúbrica —la de antisistema— que, sin que nadie se ocupe de definirla, sirve para encorsetar a toda la oposición política antagonista, a la que se tilda automáticamente de «violenta» y que ha llegado a ser aplicada masivamente a las multitudes de indignados e indignadas que ocuparon las calles y plazas de ciudades de todo el mundo a lo largo de 2011 y 2012. La denominación «antisistema» empezó siendo atribuida a los manifestantes que protagonizaron las grandes movilizaciones antiglobalización de finales de los noventa y principios de 2000 —Seattle, Gotemburgo, Génova, Praga, Niza...— y luego, una década después, a los de las concentraciones contra los efectos de la crisis en Londres, Barcelona, Madrid, Atenas o Roma. El señalamiento de una minoría de jóvenes como «los violentos», encargados de provocar disturbios en las manifestaciones, está sirviendo para criminalizar buena parte de la disidencia política, pero lo que nos interesa aquí es subrayar cómo la identificación de esas supuestas minorías levantiscas por la prensa y por la propia policía se lleva a cabo a partir de parámetros que permitirían calibrar la peligrosidad de un joven a partir de su look. De ahí el otro calificativo todavía más despectivo que merecen estos jóvenes: «perroflautas».
Eso por lo que hace a jóvenes cuya estética les convierte en sospechosos de agresivos por culpa de su hiperpolitización. En el otro extremo podemos contemplar cómo esa misma reputación de ejercitantes de una violencia al mismo tiempo juvenil y urbana se aplica a otros jóvenes, pero en este caso del todo despolitizados, que llevan a cabo destrucciones irracionales que no reclaman justificación ideológica alguna. Ejemplos de esas violencias sin ideas están siendo los disturbios que vienen conociendo los suburbios franceses desde finales de los ochenta —con el gran estallido general del otoño de 2005—, atribuidos de forma preferente a casseurs o «rompedores», asociados a la estética rapera. Por su parte, las bandas conformadas sobre todo por jóvenes de origen latinoamericano en España también han sido focalizadas como origen de todo tipo de actividades criminales organizadas, sobre todo a partir de la proyección periodística de los Latin King a partir de principios de 2000, con episodios tan espectacularizados como el de los disturbios de Alcorcón en enero de 2007. Los graves motines en Londres y otras ciudades inglesas en 2011 sirvieron para demonizar a los jóvenes de barrios obreros, agrupados ahora bajo la etiqueta chavs, estética y moralmente emparentados, pongamos por caso, con quienes reciben el título genérico despectivo de quillos/as, hijos e hijas del antiguo proletariado castellanoparlante que pobló los cinturones rojos catalanes, equivalentes a su vez a los pelaos o chanis en otras comunidades españolas, o los ouaichfranceses. En todos esos casos, la mezcla de desprecio y miedo que despierta esta tipología de jóvenes es a su vez la superposición y suma de identidades cada una de las cuales ya señalaba negativa y negadoramente a sus detentadores: joven, habitante de barrios pobres, hijo/a de obreros, extranjero/a.
También es elocuente el caso de los skins. Los demócratas bienpensantes no han sabido ver que sus proclamaciones contra la tantas veces aireada amenaza de los skin heads no dejaba de obedecer a una lógica típicamente estigmatizadora. El racismo queda, gracias a ellos, reducido a la actividad abyecta de una minoría perfectamente localizada. Controlada, pero nunca del todo eliminada dados sus beneficios simbólicos, permite mantener bajo control una desviación moral de la que aparecen como detentadores exclusivos, lo que hace que los conflictos racistas puedan ser presentados como un asunto que dirimen entre sí diferentes reductos de marginación social. Por último, el «efecto skin» permite mostrar el racismo que se les atribuye como una más de las consecuencias perniciosas que conlleva el asentamiento de inmigrantes. En cambio, se sabe que la mayoría de cabezas rapadas no comenzaron a ser racistas y violentos hasta que la presión de la opinión pública acabó por hacerles aceptar la imagen que de ellos circulaba y que les hacía encarnar el mito del «violento total», ideal para salvaguardar la buena conciencia de la ciudadanía «normal» y para desresponsabilizar a las instituciones y a las leyes injustas de su papel central en la postergación de inmigrantes, gitanos o parias urbanos en general. Insistiendo en que los skins eran peligrosos se acabó no solo por conseguir que muchos skins acabaran siéndolo de verdad, sino ante todo que un buen número de peligrosos acabaran adoptando rasgos skins con tal de hacer notar que lo eran.
Todas estas especies de etnias de edad sirven para encuadrar en ellas a una juventud siempre al borde de convertirse en materia para lo que se da en llamar justicia «juvenil». Es una muestra más del uso de ese adjetivo para conceptualizar la excepcionalidad crónica que afecta a los/las jóvenes de las clases populares. En realidad todos esos marcajes —skins, chavs, latins, heavies, antisistema, okupas, rockers, punkarras, quillos...— conforman una trama de nominaciones peyorativas que se aplica sobre una población de protomaleantes, percibidos como a un paso de ser abducidos por los mecanismos de control penal sobre los desposeídos, objetivos de políticas de prevención no de la exclusión, sino de la desviación y la indisciplina; destinatarios de un «trabajo social» que aspira a redimirlos antes incluso de que delincan. Es en ese territorio donde se hace palpable la cooperación necesaria entre la gestión mercantil de lo social y la gestión policial de la pobreza, puesto que la primera exige y obtiene de la segunda la labor de mantener a los jóvenes de los barrios populares enclaustrados en algo así como un gigantesco campo de concentración virtual, rodeados de muros y alambradas invisibles y custodiados por agentes estatales —del empleado social al policía— que los mantengan bajo el permanente escrutinio de un gran dispositivo de contención preventiva.
Nos encontramos entonces, en efecto y como se puede ver, ante una codificación análoga a la que sirve para encapsular a los trabajadores extranjeros y sus familias en su respectivo compartimento étnico o religioso. En este caso, un entramado clasificatorio pseudoétnico se aplica a los jóvenes, especialmente a los de clase obrera, excluidos del mercado laboral, sin recursos económicos, abocados al fracaso escolar y con unas perspectivas de movilidad social nulas, que en algunos casos descubren en el desafío y hasta en la violencia los únicos recursos a mano para expresar su impotencia y su frustración, una violencia excepcional que no es sino un pálido reflejo de las violencias cotidianas que soportan. Las consecuencias materiales, en forma de rabia, del paro, de la decepción escolar, de la negación del derecho al hogar propio, de la ausencia de futuro profesional, pueden pasar a ser representadas como el resultado de la obediencia ciega a inercias y pautas culturales —en el sentido de estilísticas o relativas a la detentación o carencia de valores— que determinan irrevocablemente y de manera negativa la conducta real de los jóvenes. Y es así que lo que eran meras marcas de distinción al servicio del autoenclasamiento de ciertos jóvenes, pasan a ser marcas que advierten públicamente de una fatalidad cultural que los excluidos arrastran consigo y hace de ellos seres excluibles. El orden de las inclinaciones y las apariencias, inicialmente asumido para alimentar una lógica de la distinción identitaria, ha acabado constituyéndose en eje de otra lógica bien distinta: la de la sospecha y la ignominia.
Una vez debidamente «etnificados», marcados a fuego por su maldición cultural, los jóvenes no tienen problemas derivados del malogramiento de toda expectativa, de un futuro profesional difícil o inexistente, de la vida en barrios maltratados, de la hiperprecariedad laboral o del desempleo crónicos, del precio de la vivienda o de condiciones sociales altamente negativas. Ninguna responsabilidad para un capitalismo que se ha vuelto más brutal, más global y al tiempo más elástico y acaso más taimado que nunca y que se permite mostrar la miseria y la marginación como una constelación discontinua de excepciones y patologías. Los jóvenes, y muy en especial los de clases sociales empobrecidas, son —se dice— un «problema cultural», en el sentido de asociado a desestructuraciones familiares, auge del consumismo, desafecciones generacionales, fracaso de la escuela o crisis de valores... y un problema que acaba desembocando en rebeldías sin causa de todo tipo que pasan de individuales a colectivas y organizadas al encuadrarse en bandas o «tribus urbanas» y, de ahí, a embestidas contra un orden social al que hacen objeto de un odio insensato. De ahí la violencia que segregan estos/as jóvenes en su vida cotidiana, las agresiones gratuitas, los enfrentamientos entre pandillas, los cíclicos estallidos de vandalismo que desuelan las periferias o los centros urbanos, asuntos que, vista la impotencia de las familias, la escuela o los psicólogos, solo pueden resolver adecuadamente la policía y los jueces.
¿De qué están excluidos/privados «los excluidos sociales»?
Juan Sáez Carreras
Nunca antes ha habido un número tan reducido de personas equivocadas que hayan ejercido un efecto tan devastador sobre tantas personas a la vez.
SUSAN GEORGE, La trampa de la deuda: Tercer Mundo y dependencia
Tal como ha apuntado José García Molina al inicio de este libro, la noción de exclusión, y aquellas otras con las que se relaciona, ha puesto de manifiesto lo poliédrico del concepto y de sus significaciones. Las múltiples oportunidades que la sociedad actual ofrece a las personas en diversas esferas de la vida personal y social se cruzan y entrecruzan con la persistencia de riesgos y amenazas. Tengamos como referente conductor de nuestras reflexiones una de las muchas definiciones de excluido social: «aquellas personas que se encuentran fuera de las oportunidades vitales que definen las conquistas de una ciudadanía social plena» (Tezanos, 2001a: 138).
Realidades sociales y económicas, y otras dinámicas políticas tan complejas como difíciles de precisar, configuran diversas formas de precarización y vulneración que pueden afectar a sujetos individuales y colectivos, privándolos de la satisfactoria realización tanto de sus necesidades básicas como de derechos esenciales que les asisten. Privaciones que amenazan, en última instancia, la realización de sus proyectos de vida. A pesar de los avances acaecidos en materia de bienestar y derechos humanos es patente la visión de bolsas de pobreza material, vital y cultural —máxime en estos tiempos en los que en nuestra geografía se han ampliado y profundizado las fragmentaciones sociales— que llevan a que muchas personas y colectivos no cuenten con los recursos necesarios para llevar a cabo de modo efectivo una ciudadanía plena, informada, consciente de sus derechos y deberes responsablemente asumidos.
Retomamos la pregunta con la que acabamos el apartado anterior: ¿qué es aquello de lo que los individuos y los grupos son privados cuando hablamos de su exclusión? Una primera respuesta se hace evidente: los excluidos son privados de derechos, de la satisfacción de necesidades, del acceso a bienes materiales o culturales, a servicios... O con otro lenguaje, los excluidos sociales son apartados del disfrute de ciertos beneficios a los que tienen derecho, así como la satisfacción de necesidades básicas que nos permiten desarrollarnos humana y socialmente. Otra posible respuesta remite a los enfoques y perspectivas (histórica, política, económica y ética) asociadas a las políticas y a las lógicas de exclusión. Esta es una respuesta más compleja.
1. ¿Quiénes son los excluidos?
Son muchos los sujetos individuales y colectivos que se encuentran excluidos o en situación de serlo debido a los factores de riesgo y desprotección en que se encuentran inmersos. La lista podría ser muy larga y diversa. En este sentido, la mayoría de estudiosos reconocen la complejidad de toda tarea que deseara establecer una tipología de los vulnerables y excluidos, conscientes de la dificultad de encontrar criterios sólidos para realizarla con rigor. Aún con todo, se han realizado distintos intentos de categorización. Para tener una imagen inicial, y soslayando cualquier intención exhaustiva, Carmen Bel Adell nos aproxima a la cuestión mediante una relación tan indicativa como insuficiente, pero que permite al no avisado hacerse una imagen comprensiva de la relevancia del tema.
Todos aquellos que por decreto del poder económico son declarados población sobrante, los sin techo, mendigos, sin hogar, transeúntes, sin empleo, parados sin subsidio, desempleados, subempleados, empleados precarios, los sumergidos temporales, jóvenes en busca del primer empleo, precarios y vulnerables; los sin escuela o absentistas, los que padecen fracaso escolar; las personas encarceladas, la minoría gitana, los inmigrantes sin papeles; los sujetos sin afecto, los o las sometidas a tráfico sexual, violencia doméstica, mujeres e infancia maltratada, prostitución femenina o masculina, quienes consumen y son dependientes de drogas que merman severamente sus posibilidades personales y sociales; quienes no poseen recursos básicos; las madres solteras, jubilados y pensionistas con rentas bajas o sin ellas; otros sectores que quedan excluidos y marginados simplemente por razón de sexo, etnia o edad; amplios colectivos femeninos, inmigrantes, refugiados, exiliados, desplazados, enfermos crónicos, personas solas, jóvenes e infancia, que no caben en un mundo como el actual [Bel Adell, 2002: 10].
Esta relación nos parece muy limitada. De hecho, en primer lugar, cabría no categorizar con excesiva generalidad, ni buscar patrones comunes a todos los excluidos de este mundo. Los modos en que se abocaron a las situaciones, la subjetividad con que abordan los procesos por los que llegan a sentirse fuera del sistema o de los subsistemas a los que tienen derecho, toda esta dinámica es decididamente multidimensional. Los procesos de exclusión operan a distintos niveles porque la exclusión no es lineal, ni tiene efectos solo en la misma dimensión o factor que la impulsó, sino que puede alcanzar a todas las dimensiones humanas (económicas, relacionales, personales, etc.). Todas estas cuestiones reducen las posibilidades de construir una tipología sólida o unívoca, capaz de dar razón de ser de los diversos individuos, grupos y comunidades que se dicen en situación de exclusión.
Más congruente parece, si se observa la propuesta de algunos investigadores, elaborar tipologías locales que respondan a las realidades de las situaciones vitales de las personas implicadas. Este ha sido el intento de Zayas (2013) —intento no exento de los peligros de reificación— que formaliza su propuesta a partir de varios criterios, de los que destacamos aquellos que lo tipifican y lo diferencian de otros intentos similares. En primer lugar, es una tipología construida desde abajo, es decir, desde los propios grupos de excluidos, evitando tanto diseños previos y generales como clasificaciones abstractas. En segundo lugar, surge contextualizada en las localidades donde estos individuos y grupos, por las causas y los factores que el investigador identifica en su exploración, se encuentran en situación de exclusión. Así, en varias tablas anexas que invitamos a revisar, ya que nos es imposible recrearlas por su amplitud, Zayas utiliza cuatro categorías para construir su tipología (agentes entrevistados, grupos reales de excluidos, factores de exclusión e influencia de la posición geográfica) sobre la exclusión social en las poblaciones de Málaga y Melilla. Planteamiento que comparte Cernadas en su trabajo sobre «los sin techo» como paradigma de la exclusión social. En él propone una tipología basada en las causas o los fenómenos que han llevado a estas personas a la situación en la que se encuentran, y en donde puede observarse que «tanto las situaciones de partida como las trayectorias personales son difíciles de agrupar en categorías simples y obedecen a un amplio conjunto de situaciones personales que nos lleva más a la individualización que a la agrupación» (Cernadas, 2011:8). En este sentido, se insiste en la multicausalidad y en el desencadenamiento de un variado número de acontecimientos más o menos dramáticos para la vida de la persona que le «empujan» hacia esa condición de persona sin techo. Como en el caso de Zayas, Cernadas presenta su propia tipología construida desde la experiencia particular de las personas afectadas.
2. ¿De qué están excluidos los excluidos sociales?
Privaciones y rupturas
Tipologías aparte, lo cierto es que la mitad de la población mundial se ve afectada, según intensidades y variables, por toda una serie de incumplimientos de derechos, de necesidades no cubiertas y de bienes fuera de alcance, que les impide o limita su posibilidad de mejora y promoción. Y esto acaece no solo en países del sur, en zonas subdesarrolladas, sino también en geografías avanzadas y países con un importante nivel de progreso. La exclusión se ha globalizado por su multidimensionalidad, aspecto que dificulta enormemente mapear con precisión las privaciones concretas. Quizás, también, porque uno de los rasgos que la caracterizan es ser procesual, responde a flujos y dinámicas inscritas en una estructura —siempre está presente, justamente porque se ha globalizado— donde a los que padecen exclusión no solo les cuesta mucho ascender, sino que pueden y suelen entrar en movimientos descendentes.
La amplia exposición de sujetos frágiles que la relación de Adell muestra nos da una idea de la gravedad del problema. Gravedad que se acentúa si se piensa en la falta de respuestas frente a la naturaleza dinámica y líquida de las sociedades y sus permanentes movimientos en contextos y circunstancias de índole económica, política, social y cultural. En consonancia con este hecho, las políticas sociales que se han ido formulando a lo largo de la historia de un país, o de continentes como Europa, van adquiriendo distintas formas y estilos de acuerdo con el tipo de Estado que las diseña y las impulsa. Dado que nos detendremos en profundidad en esta temática de las políticas en el capítulo siguiente, nos limitaremos ahora a tratar de fijar los modelos dominantes de política social en la realidad europea. También a vincular estas políticas sociales a los individuos que se hacen acreedores de sus prestaciones y servicios. Procederemos, por último, a reconducir la cuestión mediante el uso de otro concepto presente en los estudios y discursos sobre la exclusión social: el de ruptura.
2.1. Políticas, sujetos y privaciones
Para la primera tarea podemos tomar como referencia la tipología presentada por A. Rizo (2006), relativamente amplia y centrada en la Comunidad de Madrid. En ella la autora identifica los siguientes colectivos:
Merece la pena retomar, por estar basada en otro criterio, la exploración de López Hidalgo (1992: 91 y ss.), quien utiliza como hilo conductor de sus análisis la articulación de necesidades y derechos, para ella el binomio inseparable que constituye y legitima el sentido principal de las políticas sociales, a los que vincula la idea de bienes, sin previa división analítica y, partiendo de este presupuesto, elabora una tabla de políticas sociales en función del contenido y de los sujetos receptores o destinatarios de los mismos. Las privaciones que los excluidos sienten son aquellas que un ciudadano integrado disfruta por formar parte de un sistema o subsistema o no haber sido expulsado de él.
En este sucinto cuadro se puede visualizar cómo surge, se diseña y se desarrolla en la España que se democratiza y constitucionaliza una tipología de políticas pensadas para la satisfacción de necesidades de diversas poblaciones, sujetos individuales y colectivos. Las políticas sociales orientadas por estos dos criterios de necesidades y derechos atendiendo a las diversas dimensiones humanas (salud, empleo, educación...) constituyen un ejemplo evidente de cómo la intervención política en el terreno de lo social es el lugar de la posible materialización de la acción social, el espacio donde se juega la difícil relación entre derechos, necesidades y bienes, así como los recursos para satisfacerlos. Metas que no siempre se consiguen por el concurso de variables de distinto signo: intereses y poderes que a la hora de aprobarlas, planificarlas y llevarlas a cabo para que sean disfrutadas no llegan a concretarse en los territorios y las situaciones que las precisan. O en palabras más cotidianas: a estas alturas del nuevo siglo, en el que los Estados y mercados han insistido en adoptar la filosofía del pensamiento único y globalizador con los efectos que todos vamos conociendo, no deja de ser una gran y terrible paradoja confiar en que las políticas sociales resuelvan el grave problema de las múltiples formas de exclusión. Máxime cuando conocemos la instrumentalización que de ellas se ha realizado en escenarios económicos deplorables y en parlamentos políticos atravesados por la ambición sin límites antes que por la entrega al servicio de la ciudadanía (Sen, 1999). Dada la necesidad urgente y perentoria de tantos y tantos de disfrutar de los sistemas y subsistemas a los que tienen derecho, Bauman (2001) dirá «mejor esto que nada». Contrariamente, liberales radicales y menos radicales se oponen a que el Estado y los gobiernos tengan que garantizar, a través de sus políticas sociales, el cumplimiento de los supuestos derechos sociales de los ciudadanos. El liberalismo extremo, el que ha sido abanderado por filósofos como Robert Nozick, llega al extremo de asegurar, a modo de ejemplo, que los discapacitados no pueden exigir algo más de lo que tengan, aunque no tengan nada, porque no tiene derecho a nada que no hayan adquirido o heredado en la libertad que les ofrece el sistema.
2.2. Escenarios, rupturas y pérdida de bienes
La noción de ruptura con un sistema o subsistema permite plantear lo que los excluidos pierden cuando se produce esa situación. La noción de bienesremite a las expectativas humanas que las personas se crean por el simple hecho de vivir en sociedad. Algunos estudiosos de la exclusión han preferido seguir este camino. Bel Adell (2002), por ejemplo, explica las situaciones de exclusión asociándolas a «una triple ruptura» en la que confluyen tres tipos de factores (estructurales, sociales y subjetivos), con las consecuentes pérdidas inhabilitantes y motivacionales que fragilizan los dinamismos vitales de las personas. Tres escenarios, tres ámbitos que se yuxtaponen, se superponen y retroalimentan, provocando el difícil acceso de una persona, grupo o población a los beneficios sociales que ofrece la sociedad.
El primer escenario de rupturas y pérdidas es el estructural. Configura lo que se denomina «nuestro entorno excluyente» y aclara que, ante todo, la exclusión es una cualidad del sistema y, por ende, una cuestión social enraizada en la estructura social. En este circuito dinámico en el que se producen pérdidas y privaciones fundamentales como la salida del mercado laboral (y sus múltiples secuelas en lo referente a la cobertura de necesidades y/o el ejercicio de derechos: desempleo, subempleo, empleo precario; y sus efectos personales, de difícil identificación dada su naturaleza eminentemente subjetiva), habida cuenta la centralidad que tiene el trabajo en nuestras vidas; el desequilibrio en la distribución de la renta, que «intensifica el empobrecimiento y revela la imposibilidad de universalizar los bienes más preciados que configuran las expectativas sociales» (Bel Adell, 2002: 6); y la desprotección social que se produce cuando los excluidos quedan fuera de una estructura vinculada, normalmente, al mundo del trabajo.
El segundo escenario, el social, aparece fragmentado, inarticulado y atomizado, lo que provoca la fragilización de las solidaridades de proximidad, la posibilidad de desenganche de las redes naturales a las que las personas pertenecen y la desprotección que tal refugio ofrece. ¿Acaso no son provocadoras de pérdidas y privaciones las desafiliaciones, de la familia y de otras unidades de convivencia, en contextos donde el individualismo y la atomización se han impuesto?; ¿se ha roto definitivamente la articulación individuo-comunidad y, por ende, la cohesión entre las clases populares que servían de cemento social hasta el extremo de desaparecer los vínculos sólidos y debilitarse los apegos comunitarios?; ¿qué ha ocurrido con la cultura popular de las comunidades y asociaciones vecinales que fueron capaces de crear tejido relacional y vertebrar intereses conectados y arraigados al pulso de los pueblos?
La propia subjetividad configura el tercer escenario señalado por Bel Adell. Un escenario personal atravesado por afecciones, emociones, carencias relaciona les y toda una serie de privaciones relacionales muy difíciles de categorizar pero que —como ya afirmaban García Roca (1995) y Tezanos (2001a)— erosionan los dinamismos vitales e impiden el movimiento, la creación de sentimientos (de afectividad, confianza, identidad, reciprocidad, autoestima...), y acaban generando crisis existenciales y la reducción de expectativas de presente y futuro con los consiguientes efectos desmotivadores y desocializadores.
Estos tres escenarios, convergentes, muestran que la exclusión no es un fenómeno accidental o provisional sino estructural, instalado en la médula del sistema político-económico-social, formando parte de su funcionamiento general, retroalimentándose. Desde este punto de vista, los procesos de exclusión social hablan tanto de la incapacidad para ejercer los derechos sociales como de la insatisfacción, privación o vulneración de las necesidades y el acceso a toda una serie de bienes sociales y culturales.
Dando continuidad a esta noción, García Roca abordó años antes la noción de ruptura relacionada con ella.
La experiencia contemporánea de la exclusión ha de ponerse en relación con tres auténticos seísmos, que originan circuitos excluyentes como ondas expansivas sobre el resto de la sociedad. Se trata de un virus mutante que combina en su interior diferentes elementos de muy distinto origen; alguno de carácter estructural o sistémico, otros de tipo relacional o contextual, y los terceros que se domicilian en el sujeto, en su capacidad de amar y de esperar, de desear y de soñar. Existen, pues, tres constelaciones de la exclusión: el orillamiento de una organización, la desafiliación de unas relaciones sociales y la desmotivación personal. La exclusión es la radicalización de la pobreza; es la pobreza allí donde esta se convierte en desgarro personal, en desafiliación colectiva y ruptura cultural [García Roca, 1995: 50].
La primera ruptura la produce una organización y un sistema que expulsa a personas y grupos invirtiendo su orientación inclusiva, mientras el bienestar social formulado por los Estados y sus políticas promete la incorporación de diversos sectores sociales: pero ese viaje en el que transitan los más vulnerables y precarios es desenganchado de la locomotora de la inclusión. Este desenganche produce privaciones irrenunciables, pero también irreversibles, del mundo del trabajo —«el conflicto capital-trabajo inicia una fase en que la productividad del capital crece sin trabajo y lo que es bueno para el capital no lo es para el trabajo»— en el que la pérdida de empleo, de sueldos residuales, de compensaciones basura por la labor realizada por los vulnerables para encontrar un lugar en la sociedad y afrontar carencias y necesidades, sí pasa a sentirse como amenaza porque el tren ni siquiera marcha.
La segunda ruptura tiene que ver con el modo de ser y estar en el mundo, con el escenario de las relaciones. La fragmentación social, la individualización y la atomización conducen, sin perder de vista los otros múltiples factores citados anteriormente, a la rotura de los nexos relacionales por la presencia masiva y amenazadora de la desafiliación en todas las redes de relación social: la privación de las redes familiares, vecinales, amistosas, etc., supone la pérdida de protección y seguridad contribuyendo a la construcción de contextos inhabilitantes y desvinculadores. Las redes actuales, en términos sociales, no proveen protección ni seguridad ni libertad sino desanclaje de los territorios de pertenencia y, lo que es peor, incapacitan para organizarse en células de apoyo y solidaridad en lucha contra la exclusión y la pobreza.
Una y otra ruptura están relacionadas con la tercera, la que implica a la subjetividad, aquella que significa la destrucción de los dinamismos vitales y el surgimiento de patologías mentales, las llamadas patologías de la subjetividad, que promueven la «falta de confianza en sí mismo, la inseguridad e incapacidad de lucha, la crisis de identidad personal» (García Roca, 1995: 52).
2.3. La educación como bien y su privación
La educación es un bien social básico al que tienen derecho todas las personas; es una necesidad y también una capacidad. No es necesario insistir en esta afirmación para convencernos de que estos diferentes significantes atribuidos a la educación son veraces, de la misma forma que es indiscutible que muchas personas, de distintas edades, están y son privados de este bien cultural y social. Privación que remite a la noción de exclusión educativa contextualizada como subsistema en un escenario global que llamamos exclusión social. La expresión exclusión educativa suele utilizarse para aludir a aquellos problemas educativos considerados propios del «fracaso escolar»; es decir, de aquellos que salen del sistema educativo sin haber adquirido los aprendizajes básicos. Las políticas educativas parten del reconocimiento del derecho esencial que toda educación básica de calidad debe garantizar a todos los sujetos, por imperativos políticos, sociales, culturales y éticos, su inclusión y su incorporación a los entornos donde habitan.
No obstante, volvemos a encontrar el espacio de tensión entre lo que es y lo que nos parece que debería ser, si nos atenemos a derecho y a ley; tensión entre la realidad y los deseos, entre lo que ocurre y lo que nos gustaría que aconteciera. Está asumido el principio de que la educación es uno de los bienes fundamentales que posee el hombre, uno de los factores más influyentes a la hora de construir la trayectoria de los individuos, del mismo modo que se entiende que su privación y carencia produce desigualdad social y exclusión.
Las carencias educativas son, por tanto, un factor más que nos puede ayudar a entender cómo se producen y reproducen las situaciones de pobreza, ya que la exclusión absoluta o relativa del sistema educativo contribuye a generar desigualdad entre los miembros de la sociedad, incidiendo negativamente en aspectos tan relevantes como las posibilidades de promoción social, la búsqueda de empleo, la adquisición de nuevos conocimientos para desenvolverse en una sociedad tecnificada y, en definitiva, en todos aquellos procesos que ayudan a las personas a hacer frente a la incertidumbre que genera un mercado laboral y un sistema social en continuo movimiento [López de la Nieta, en Informe FOESSA, 2011: 371].
El Informe se centra en la educación escolar, tratando de abordar el tema de la exclusión educativa teniendo como referente los niveles educativos alcanzados por la población habida cuenta que, en una sociedad credencialista, el principal recurso obtenido es la cualificación obtenida y certificada a través de este sistema. Por eso conviene hacer algunas consideraciones. En primer lugar, conviene recordar que los procesos de aprendizaje no son patrimonio exclusivo de la escuela ni del sistema educativo reglado en el que ella se instala. Aunque el informe es consciente de este hecho es momento oportuno de reivindicar otras posibles vías de educación de la población, como es la educación social. Como se ha puesto de manifiesto, es posible que las actividades educativas más allá de la escuela puedan ser más numerosas y también eficaces. Si se acepta la educación social como profesión y práctica emerge, y se mantiene vinculada a la exclusión social, se echa de menos que el Informe no haya dedicado un espacio importante a analizar los logros o fracasos de las acciones de los educadores sociales en sus respectivos entornos laborales.
En segundo lugar, la utilización de indicadores que sirven para marcar los niveles de absentismo escolar o de fracaso escolar supone trabajar con conceptos más que problemáticos y analíticamente dudosos, si se obvian excepciones cuantitativas como las de, con los datos delante, averiguar los porcentajes de abandono escolar temprano y su entrada, deducción causal, en la franja de los alumnos en riesgo de exclusión educativa. Hecho que, además de no explicar mucho más, no acaba de confirmarse del todo —aunque pueda ser una tendencia— ya que, como todos sabemos y como el propio Informe reconoce, muchas personas con bajos niveles educativos consiguen tener una integración social plena. Quizás, lo que más limite las posibilidades de obtener visiones profundas de estudios de naturaleza macro es la necesidad de acudir a técnicas y procedimientos de obtención de información que finalizan en tantos por ciento y en correlaciones causales tan precipitadas como cuestionables. Las connotaciones de términos tan difusos como el de «fracaso escolar» no pueden acabar ocultando realidades que están afectando al bajo rendimiento de muchos sistemas educativos con los resultados insatisfactorios que la autora de este capítulo del Informe no desconoce.
Por tanto, puede concluirse que la exclusión educativa es un significante que hace referencia a pérdidas, carencias y privaciones que generan desventajas en el propio terreno educativo pero no supone, per se, por lógica causal, que este hecho sea la causa ineluctable de exclusión social. Pero, justamente porque no alcanzamos a comprender la verdadera causa de esos resultados, la mayoría de políticas de reformas pedagógicas, más allá o más acá del juego político con sus diversos intereses, no se ha mostrado pertinente para afrontar la exclusión social y educativa en nuestro país.
La articulación de la exclusión social y la educativa supone tener presente una serie de matices sin los que no se pueden entender las sutiles formas del segundo tipo de exclusión, ni el carácter relacional de estos conceptos. Se hace preciso reclamar la utilización de modelos multifactoriales para comprender con solidez las estructuras, condiciones y dinámicas que la producen. Lo que no es puesto en cuestión respecto a este bien, al menos teóricamente por parte de una sociedad que se pretende democrática, es que la educación se considera un derecho fundamental de la ciudadanía: lo que supone que toda ella ha de disfrutarlo, ya que lo que está en juego es el desarrollo satisfactorio de las capacidades intelectuales, emocionales y sociales de los sujetos dispuestos a formarse extensiva e intensivamente a fin de interpretar su tiempo y su cultura, desarrollar capacidades y competencias para entender el mundo y poder circular por él con grados aceptables de autonomía y libertad. Por tanto, nadie duda de que la educación tiene valor en sí misma, y los efectos que promueven su carencia siempre serán negativos en la medida en que sus secuelas —políticas, económicas, culturales, sociales y personales— lo son para todo proyecto humano.
Retomemos la pregunta que dio título a este apartado: ¿de qué se priva a los excluidos de la educación? Obviando las diferencias entre educación escolar y social, y centrándonos solo en el sustantivo educación, trataremos de apuntar algunas pérdidas y privaciones que surgen o pueden surgir de su falta y carencia. La pregunta anteriormente planteada propicia otras dos consecuenciales: ¿qué tipo de educación ha de considerarse como un bien básico, como un derecho fundamental? Y, como resultado de esta primera interpelación: ¿qué tipos de aprendizajes son los que responden a esta concepción esencial de la educación? Cualquiera de las dos interrogaciones demanda exploraciones sólidas y detenidas que no son fáciles de llevar a cabo y profundizar en este espacio. A pesar de todo, nos atrevemos de la mano de nuestras lecturas y reflexiones a dejar caer una posible relación, por supuesto aproximativa, limitada y abierta, de aquellos contenidos y aprendizajes que toda persona debería aprender. De no incorporar estos saberes se verían privados de derechos y bienes relevantes, objeto de inclusión educativa. Algunos de ellos son, pues: habilidad para comprender y usar información escrita así como para reflexionar sobre textos, imágenes y palabras; dominio de la gramática; capacidad de identificar, comprender y razonar sobre diversos aspectos de la cultura de cada cual y la de otros; saber utilizar conceptos y modos de operación matemáticos; capacidad de decisión para afrontar diversas situaciones, demandas o problemas; cultivar y desarrollar competencias personales como curiosidad, motivación, entusiasmo, autoestima, comunicación, iniciativa y confianza; desarrollar competencias sociales e interpersonales; dominar las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, así como distintos idiomas para un mundo que se encuentra globalizado e interconectado; destrezas para aprender a pensar, analizar, contrastar, sintetizar, resolver problemas después de saber plantearlos... En resumen, hablamos de todas aquellas pericias que le permiten a un ser humano una vida digna congruente con derechos, deberes y responsabilidades.
Así, la exclusión educativa tiene que ver con la privación de acceso, adquisición y desarrollo de capacidades cognitivas e instrumentales, de contenidos culturales y procedimientos necesarios para posibilitar una vida personal y social más rica, autónoma y libre. Elementos —sin dejar de lado otros que racionalmente contribuyan a la mejora de la calidad de vida sin dañar la de otros— que deberían estar al alcance de todos en los centros y espacios educativos. Para seguir precisando y ahondando en este apasionante debate cabría seguir aclarando algunas nociones relevantes. Como se ha podido leer, hemos citado con bastante frecuencia la noción de necesidad; a ella dedicamos las próximas páginas.
3. ¿Qué son las necesidades básicas?
En otro lugar (Sáez y García Molina, 2006: 207-211) abordamos el concepto de necesidad básica. Entre ellas incluimos la educación como una de las inexcusables y fundamentales a la luz de las ideas y propuestas de algunos estudiosos de las necesidades como Walzer, Nussbaum, Doyal, Dieterlen, Escudero... En esta ocasión volvemos, de forma sucinta, sobre algunas de aquellas reflexiones, especialmente las que tocan directamente a la educación, pero nos adentramos en aportaciones de otros referentes que enriquecen los análisis de esta noción tan significativa para comprender el reverso de la exclusión social (no olvidemos que el concepto de «necesidades básicas» es un elemento fundamental que debe ser atendido por cualquier política social).
Varios organismos internacionales (entre ellos la OCDE, la UNESCO, el BM...) reconocen cuatro categorías de necesidades fundamentales asociadas a los derechos del hombre:
— primera, las necesidades relacionadas con el hecho de contar con unos mínimos necesarios para el consumo familiar y personal como el alimento y la vivienda;
— segunda, las que tienen que ver con el acceso a servicios esenciales como la salud, la educación, el transporte o el agua potable;
— tercera, las relativas al mundo del trabajo y la remuneración debida y justa;
— cuarta, las que atañen al disfrute de un entorno saludable y humano, de libertades cívicas y la capacidad de participar en la toma de decisiones sociales y políticas.
Para nuestros objetivos trataremos de dar una visión sucinta de las dos posiciones enfrentadas en el debate sobre las necesidades. Posteriormente, seleccionaremos y analizaremos la obra de Martha Nussbaum y Amartya Sen, dos representantes de una perspectiva señalada en el territorio del saber sobre necesidades unidas a capacidades. En realidad los dos autores se ubican dentro de un mismo enfoque no habiendo grandes diferencias entre ellos, aparte de los matices propios de analistas tan personales. El criterio utilizado para hacer esta selección ha sido el de aprovechar la relevancia de dos obras tan significativas e importantes en estos campos de conocimiento. Por lo mismo, no entremos en contrastes, ni en análisis comparados entre ellos. Finalizaremos este apartado esbozando las líneas maestras de un estudioso de estas cuestiones en el contexto español: Juan Manuel Escudero. No es baladí nuestra elección en este caso y las razones para incluirle son varias y congruentes. En primer lugar, recrea el discurso de las necesidades básicas en el territorio de la educación formal. Segundo, aún bebiendo de las fuentes ofrecidas por los autores citados (centra buena parte de su atención en la noción de «necesidades combinadas» de Nussbaum), Escudero se hace eco de otros planteamientos distintos para terminar de confirmar la fragilidad del planteamiento «individualista» defendido por éstos, tanto más contradictorio cuanto de la adscripción al republicanismo cabría esperar una visión más relacional y colectiva de las capacidades que se construyen y se ponen en juego estando unos con otros. Idea fundamental ésta para acceder al discurso de las capacidades y su aterrizaje en la educación: no es a titulo individual como ha de actuar cada sujeto en sociedad partiendo de las supuestas capacidades que posee sino que su funcionamiento ha de llevarse a cabo a través de la cooperación y el trabajo en grupo, materializados a través de proyectos y propósitos diseñados, impulsados y creados en grupo, colectivamente, en comunidades de prácticas... En tercer lugar, y en este punto coincidimos (Sáez, 2004; Sáez y García Molina, 2006) con Escudero, el estudioso español pone el dedo en la llaga al poner de manifiesto que la versión credencialista de las capacidades es una interpretación insuficiente y no da una explicación comprensiva y completa (excesiva valoración de certificados y credenciales) de la construcción y dinámica de las capacidades en las que las condiciones estructurales –frente al enfoque individualista– juegan un importante papel a la hora de que las personas puedan operar con las capacidades que tienen en los contextos dónde actúan.
3.1. Dos posiciones sobre las necesidades básicas
En el agitado debate sobre la noción de necesidades básicas y sus diferentes traducciones o posiciones se puede detectar la presencia de varias posturas. Destacamos dos fundamentales, por aquello de presentarse como radicalmente opuestas a la hora de entender las necesidades.
Una es la llamada «posición universalista», aquella que considera que las necesidades son universales y se aplican a cualquier ser humano independientemente de su historia y cultura. Posición defendida por pensadores como Rawls, Nussbaum y Doyal. Su punto de vista o criterio asocia las necesidades al concepto de justicia. Una institución es justa cuando no practica ninguna distribución arbitraria entre las personas en la atribución de los derechos y deberes. De este modo es justo que la sociedad compense a los individuos por aquello de lo que no se les puede hacer responsables. El concepto de política social entra por esta vía a conectar, además de con el de necesidad, con la cuestión de los derechos que todo ciudadano debe disfrutar.
La segunda posición considera que las necesidades son relativas a las circunstancias históricas y culturales de cada nación y geografía. Es la denominada «posición relativista» teorizada por Michael Walzer. La misión de un Estado es la de proporcionar, a través de una adecuada política distributiva, ayuda financiera a las comunidades étnicas para, cuando se encuentran en una cultura distinta, realizar programas de educación bilingües y servicios de bienestar que tengan una orientación de grupo9. Esta posición rechaza la noción de necesidades asociada a pretensiones universalistas ya que ello supondría no tener presente las particularidades de cada cultura. Para los teóricos de esta posición no es lo mismo distribuir los bienes que las personas desean, que aquello que los funcionarios creen que necesitan los ciudadanos aplicando determinado tipo de políticas.
3.2. La concepción de Martha Nussbaum
Una de las perspectivas que más impone sus supuestos en el debate sobre las necesidades es aquella que las asocia a las capacidades. En su texto sobre capacidades humanas y justicia social, a distancia de las posiciones relativistas y teorizando bajo el espíritu esencialista, Nussbaum habla de las funciones más importantes del ser humano que, toda vez que son identificadas, deben servir para diseñar y aplicar las políticas sociales. Los dos supuestos para fundamentar su teoría de las funciones humanas son: siempre reconocemos a otros como humanos, a pesar de las diferencias de tiempo y lugar; y existe consenso general, ampliamente compartido, sobre ciertas características y rasgos humanos que son consustanciales para la constitución de una forma de vida humana. La carencia de satisfacción de las necesidades básicas es un retraso para el desarrollo y mejora del ser humano. Por eso mismo es fundamental proveerlas a través de los medios necesarios.
Para Nussbaum (1998: 72) las funciones básicas son numerosas y constituyen una guía crucial para construir una teoría de la justicia más distributiva desde la que implementar las políticas públicas. Presentamos a continuación la relación que aporta la propia autora; si bien nuestra tabla ha sido elaborada sobre la lista que Nussbaum (1998) y Nussbaum y Sen (2002) nos proponen.
Frente a los partidarios del relativismo en las teorías de las necesidades, Nussbaum concluye su propuesta teórica contrapuntando que el grupo de necesidades básicas mencionadas en esta tabla es tan amplio como para incorporar diferencias culturales y sociales. Una política social no debe guiar la conducta de los ciudadanos, sino procurar que estos adquieran los recursos, las condiciones necesarias y las competencias básicas (Nussbaum, 1998: 72) para cubrir sus necesidades básicas. Estas son, pues, consideradas capacidades con las que las personas cumplen sus funciones frente a la privación y carencia. De qué modo se ve convocada la educación es una cuestión que abordaremos posteriormente.
3.3. La concepción de Amartya Sen
Otra de las perspectivas sobre necesidades básicas más reconocida es la de Amartya Sen, en realidad el primer teorizador de este enfoque. En un texto rompedor (Sen, 2001) en el que, al caracterizar el actual enfoque de la exclusión, señala sus matices diferenciales con los análisis tradicionales de la pobreza, hace referencia a los tres grandes valores de la revolución francesa —igualdad, fraternidad y libertad— para aclarar determinados hechos relacionados con las investigaciones sociológicas. La primera aclaración insiste en recordar que fue la pobreza material el foco histórico preferente de los análisis sobre las desigualdades; la segunda enfatiza que los estudios más recientes organizados alrededor de la exclusión tratan de señalar y desvelar las dimensiones y los efectos de la pobreza vital, esas formas de vida y condiciones tanto materiales como culturales en las que las personas encuentran grandes obstáculos para llevar una vida de calidad humana satisfactoria. Esta mirada es, pues, más amplia que la anterior aunque la contempla y subsume. Dicho con otras palabras: lo que impide una vida plena de derecho, una vida buena y digna de ser vivida, no son solo las barreras económicas, las condiciones materiales, sino también aquellas condiciones culturales como la educación y la autonomía que propician el logro de las primeras.
Desde estas reflexiones que relacionan exclusión, necesidades y capacidades, se puede deducir adónde quieren llegar nuestros autores: la exclusión tiene mucho que ver con la carencia pero también con dimensiones de la vida personal y social de los humanos, consideradas todas ellas relevantes, inexcusables, para su desarrollo y su promoción en contextos de relación cultural y social en escenarios donde es posible alcanzar los proyectos de vida trazados. Educar, al decir de estas propuestas, tiene que ver con la incorporación de capacidades y herramientas con las que las personas puedan acceder tanto al disfrute de los bienes culturales, económicos y relacionales con autonomía y libertad, como a participar de otros derechos y necesidades en los entornos donde habitan y se mueven. «Una persona excluida es aquella que no es libre para acometer actividades importantes que cualquier persona desearía elegir» [Sen, 2001: 10].
Sen comparte con Nussbaum la lista de necesidades básicas que nosotros hemos enmarcado en el apartado anterior. Una de estas necesidades/capacidades que contribuye al desarrollo humano, a todas luces, es la educación. Ella es ese recurso o herramienta por la que, entre otras, los humanos han evolucionado desde su primitiva animalidad a la civilidad que se le reconoce actualmente, más allá o más acá de belicosidades y violencias reflejo de sus ambiciones descontroladas e intereses sin límites.
3.4. La concepción de Juan Manuel Escudero: de la exclusión a las necesidades y las capacidades
3.4.1. De la exclusión a la educación como necesidad
Escudero comparte con Nussbaum y Sen esta idea de necesidades y capacidades tan asociada a la de exclusión y, a su vez, a la de educación como modo decidido de contribuir a paliarla o superarla. Son conocidos sus frecuentes estudios y abordajes sobre la exclusión, unas veces centrados en la escuela, a través del concepto de fracaso escolar, otras centrados en la educación en un sentido más amplio (Escudero, 2003; Escudero, González y Martínez, 2009). Es por tanto un referente importante en el campo de los estudios sobre exclusión y, no cabe duda, en el de educación, en el que encontramos uno de sus más preclaros y lúcidos exploradores. Sin abandonar sus reflexiones en el territorio escolar vamos a fijar nuestra mirada en sus textos relacionados con los temas aquí abordados.
En un reflexivo artículo sobre educación compensatoria y políticas educativas, Escudero nos remite a las diferentes concepciones de una sociedad justa en la que es común destacar la educación compensatoria, con carácter universal, capaz de reconocer que sus miembros deben disfrutar de oportunidades efectivas para satisfacer ciertas necesidades, funciones o desempeños que son imprescindibles para desenvolverse en la vida con dignidad, participar en los diversos ámbitos de la sociedad, la cultura, la política y el mundo del trabajo, así como estar en condiciones de crearse una imagen positiva de sí mismos.
Entre las necesidades básicas que se identifican, la educación prácticamente generalizada tiene su propio lugar, atribuyéndole, por lo tanto, ese carácter de básica, esencial, imprescindible. Y tanto desde un punto de vista intrínseco, es decir, por el valor que ha de atribuírsele en sí misma para el desarrollo de la libertad y autonomía de cada sujeto, como desde un criterio extrínseco, pues contribuye a la realización de otros objetivos sociales, comunitarios y democráticos: el desarrollo social y económico, el hacer posible y buena la vida en común, la reducción de ciertas desigualdades que, de no corregirse, pueden derivar en perjuicios que no solo sufran los más directamente afectados sino también los demás y la sociedad en su conjunto. [Escudero, 2003: 9-10]
A su juicio, la educación es una necesidad básica que debe ser abordada en clave de justicia social, postura que conduce a dos interpretaciones relevantes. Por un lado, no puede considerarse buena y justa una sociedad que llegue a privar a las personas de satisfacer y realizar aquellas necesidades que se consideren básicas y necesarias. Por otro, cabe deducir —contra una visión de la educación centrada en los excluidos— que plantearse éticamente la educación como una necesidad básica es más satisfacer un derecho y cumplir una obligación o una responsabilidad que considerarla solo como un recurso que actúa como «parcheo» para lavar la cara ante las deficiencias de un sistema que provoca sus propias disfunciones. Entender la educación como necesidad esencial, básica y común para todos, y asignarla al ámbito de los derechos y deberes de todos y cada uno de los miembros de una sociedad justa, tiene implicaciones teóricas y prácticas diversas: entre ellas, no diseñar una educación centrada en los déficits personales y sociales sino recreada a partir de la estructura social en la que ella tiene lugar y en que viven las personas. O en otro lenguaje: si la educación, toda educación, es considerada como una necesidad esencial —toda vez que se han definido el tipo y el número de necesidades que han de garantizarse a los miembros de una sociedad justa— es porque las funciones y desempeños que cumple merecen —en términos éticos y políticos— la condición de básicos y necesarios. Y entender la educación como esencial y básica es, una vez más, asignarla al ámbito de los derechos y deberes y, finalmente, considerarla una educación inclusiva.
3.4.2. De la educación como capacidad
En otro texto de más envergadura, todavía en prensa, Escudero aborda con detenimiento diversas cuestiones entre las que subrayamos las dedicadas a la noción de exclusión, a la visión de las necesidades como capacidades y a estas como elementos mediadores de la inclusión o exclusión, dedicando unos apuntes a las estructuras y dinámicas sociales de la exclusión, para finalizar con unas consideraciones sobre las políticas sociales como respuesta a la exclusión. En aras a desarrollar la noción de exclusión Escudero (en prensa: 29 y ss.) vuelve a servirse de la propuesta de Sen (2001) para diferenciar cuatro modalidades de exclusión: constitutiva o sustantiva, instrumental, pasiva y activa.
La exclusión constitutiva o sustantiva consiste en la privación radical de necesidades o de derechos humanos básicos; por ejemplo, del acceso a la educación, del disfrute de bienes materiales suficientes para vivir, de la salud o de derechos civiles, políticos, sociales y económicos. La instrumental, por su parte, sería aquella según la cual los individuos no sufren en sentido fuerte la primera ya que pueden acceder a determinados bienes o servicios, pero no llegan a participar ni disfrutar de ellos satisfactoriamente. De modo que entran en espacios o zonas de inclusión, pero su integración es parcial, insuficiente o incompleta. Un ejemplo ilustrativo, citado expresamente por Sen, es la restricción de créditos financieros a personas, iniciativas cooperativas, empresas. Por su parte, la exclusión pasiva, que viene a ser una variedad de la instrumental, representa alguna forma particular de privación, derivada de condiciones y procesos más amplios de exclusión social. Así, por ejemplo, la pobreza coyuntural que pueda afectar a personas y colectivos en tiempos de recesión, estancamiento y ajustes, puede ser entendida como una modalidad de privación no directa o sustantiva, sino derivada y pasiva. En un sentido similar a la exclusión constitutiva, la activa puede aplicarse a situaciones de marginación que suponen una negación abierta y directa de algún derecho o beneficio esencial a individuos o colectivos.
En relación con los derechos políticos y civiles, la negación a la población inmigrante del derecho al voto puede ser un ejemplo. En lo que respecta a la educación, por poner otro, la privación del derecho de acceso a la educación obligatoria en un determinado tipo de centros privados y/o concertados, financiados o no con fondos públicos, puede considerarse un ejemplo de exclusión activa de algunos sujetos o colectivos que no cuentan con los requisitos exigidos para franquear las fronteras que legítima o ilegítimamente se establecen y conforman espacios peculiares de monopolio. Los matices entre los diversos tipos de exclusión son sutiles y clarificadores, permitiendo resaltar la intensidad y la extensión de la privación de determinados bienes.
A partir del modelo de Brynner sobre los factores de desarrollo de capacidades y sus efectos sobre la exclusión-inclusión, Escudero (ibíd.: 40 y ss.) resalta, entre todas las capacidades, el papel de la educación como un espacio de «creación de derechos en sí», así como el de la formación de los individuos para el desarrollo y la adquisición de capacidades como capital humano y cultural, entendidas en su acepción más amplia (intelectuales, emocionales, sociales, valorativas). A este respecto, sin soslayar el interés que el enfoque de las capacidades ciertamente tiene para el análisis de la inclusión-exclusión educativa, Escudero recoge y formula también algún punto de vista crítico sobre su excesivo individualismo y su desconocimiento de lo colectivo. Ciertas formulaciones, incluidas las de Sen, como algunos usos de las mismas en las políticas sociales, tienden a hacer prevaler una idea de las capacidades como atributos personales que hacen posible su autonomía y libertad, desconsiderando tanto ciertas facetas referidas a la construcción social de las capacidades y funciones de los individuos, como las dimensiones más solidarias de las personas y los vínculos que sostienen con los demás.
La cuestión de fondo que plantea poner el foco sobre las capacidades para entender la exclusión consiste en que, descontado su papel relevante, hay factores estructurales y dinámicas que, a juicio de Escudero, están más allá de ellas y que, por lo tanto, requieren ser explícitamente consideradas y puestas sobre la mesa. En este sentido, se muestra de acuerdo con la mayoría de análisis que hemos venido manejando hasta el momento. Este es el aviso a los educadores: la educación, a pesar de su relevancia, no lo puede todo.
Finalizamos la lectura de este último trabajo de Escudero con la atención que presta a las políticas sociales como respuesta a la exclusión. Ello nos da la oportunidad de adelantar algunas cuestiones que retomaremos en el capítulo siguiente. Para Escudero, si la exclusión social es un fenómeno de caras múltiples, las políticas y las prácticas que pretendan afrontarlo, sea con enfoques preventivos o reactivos, están llamadas a ser multifactoriales. Esto es, tales políticas han de afrontar la realidad de los sujetos excluidos y sus contextos de vida, así como la realización de cambios, de desconocida intensidad, en las condiciones, estructuras y dinámicas que intervienen activamente. La política social como intervención no debe olvidar que la exclusión es estructural y que, por tanto, no puede individualizarse a riesgo de resultar realmente inútil. La intervención contra la exclusión pierde, a todas luces, más batallas que las que gana. Con todo, se sigue insistiendo en la creencia de que programas y prácticas pueden lograr su objetivo si se atiende en ellos a principios de equidad y justicia convirtiendo estos reguladores en las razones más fundadas de las políticas sociales para sostener la lucha contra la exclusión: razones de índole ética y moral inexcusables para cualquier sistema social (y sus subsistemas) que aspire a ser valorado favorablemente de acuerdo con valores y principios de justicia y equidad.
Los actuales tiempos, de predominio del mercado y sus correlatos económicos, dificultan gravemente la aplicación de tales principios y los dejan, con frecuencia, en pura retórica. Sin embargo, por muy duros que sean estos planteamientos es preciso recordar, frente a la asepsia y el descompromiso, que son necesarias las medidas estructurales para actuar a favor de los desfavorecidos porque «ellos no pierden nada», eso sí, teniendo presente que las políticas de prevención, o en su caso reactivas, no solo han de suponer actuaciones “sobre” los sujetos afectados, sino acciones “con” ellos, con sus contextos familiares y sociales, siendo relevante la construcción de un tejido, de una red social que provea sustentos y apoyos corresponsables por diferentes agentes educativos y sociales (Escudero, en prensa: 51).
4. Pensando en el presente y en el futuro
Si la exclusión social y educativa son procesos y procedimientos estructurales parece coherente que los combates deban pensarse no desde la individualidad sino desde el conjunto de la sociedad. Aunque solo sea sucintamente, a modo de conclusión abierta para el debate y la profundización nos gustaría esbozar alguna reflexión que cruce la frontera de las habituales medidas y estrategias paliativas para adentrarnos en propuestas más articuladas y relacionales.
Un primer ejemplo podría proveerlo García Roca (1994), quien reivindica la necesidad de autoimplicación como una forma apropiada de dinamizar los procesos de inserción o integración. Esta convocatoria supone que los excluidos deben recoger las riendas de su propio destino como ciudadanos activos que son, activar la confianza y autoestima que fortalezcan sus dinamismos vitales y potenciar tanto la resocialización como la reconstrucción de la identidad personal y relacional perdida en la maraña de las exclusiones. Desde esa plataforma común y compartida, caben tareas como las siguientes:
1. Crear vínculos sociales que se enfrenten a la desafiliación y a la ruptura de las redes sociales. Históricamente hablando y pensando en el siglo pasado, son conocidas las prácticas reticulares como las estrategias más acreditadas en el campo de la exclusión: son tiempos de individualismos, es cierto, pero justamente por ello, hoy más que nunca, la lucha contra la exclusión se impone como tarea orientada a activar entornos, (re)construir el medio ambiente interhumano, (re)crear las redes de dependencia afectivas y (re)construir espacios comunicativos. En suma, se trata de (re)construir las redes sociales de relación desde las potencialidades locales. Junto a ello, el combate contra la exclusión sugiere que se activen los enclaves afectivos y simbólicos que posibiliten la resocialización de las motivaciones: he aquí donde la educación y la cultura pueden colaborar a construir espacios de sociabilidad frente a la guetización de los excluidos y, particularmente, donde los educadores sociales pueden repensarse como profesionales de la educación social tratando de incorporar a las personas con las que trabajan a las redes de relación y socialización.
2. Fomentar el terreno del asociacionismo buscando la inserción y la integración desde los valores de la proximidad y la cotidianidad local, tratando de evitar que los conflictos que provocan las situaciones de exclusión los rompa. De ahí el significativo papel del acompañamiento para la afirmación de la identidad personal dentro de una comunidad humana capaz del reconocimiento de los que sufren.
3. Habitualmente, los que se encuentran en situaciones de exclusión no están en condiciones de ayudarse a sí mismos y precisan ser ayudados. Esta relación de ayuda no significa otra cosa que solidaridad para la promoción de proyectos que, si bien no suponen oposición política ni tienen el poder de construir alternativas al mercado total, sí pueden rechazar y suspender su lógica y racionalidad, además de capacitar a las personas para afrontar su propio futuro. Relación de ayuda, pues, que implica el compromiso recíproco del individuo con su colectividad y, por ende, de las instituciones educativas, sanitarias, culturales y laborales de la comunidad. Para que no nos dominen las abstracciones ni las bondadosas especulaciones conviene no olvidarlo: no existe la exclusión sino los excluidos (personas que la padecen), por eso lo que se propone como relación de ayuda es más relación tutorial que gestión administrativa y tecnocrática: ello significa reorientar el espíritu de las políticas sociales diseñadas bajo la filosofía jurídico-administrativa tan obcecada por categorizar y pensar de otro modo la propia intervención así como el estilo mismo de la acción social y educativa. Plantearse de otro modo la exclusión social y educativa y los recursos, estrategias y políticas para combatirla es compartir con Bauman (2001: 95) la idea de que «la calidad humana de una sociedad debe medirse por la calidad de vida de sus miembros más débiles».
9. Puedenleerse al respecto los interesantestextos de M. Walzer (2001) y P. Dieterlen (2001).