Capítulo I

Desarrollos teóricos y conceptuales

Marta Venceslao Pueyo, Profesora colaboradora (Universitat de Barcelona)
José García Molina, Profesor titular de Pedagogía Social (Universidad de Castilla-La Mancha)

Introducción

[...] notoriamente no hay clasificación del universo que no sea arbitraria y conjetural. La razón es muy simple: no sabemos qué cosa es el universo. [...] Cabe ir más lejos; cabe sospechar que no hay universo en el sentido orgánico unificador, que tiene esa ambiciosa

JORGE LUIS BORGES, El idioma analítico de John Wilkins

En el devenir de las ciencias sociales, también de las ciencias de la educación, se ha prestado una atención privilegiada al estudio de las diversas formas de la alteridad. Ellas acreditan un papel activo en la producción de categorías explicativas —también en su crítica y denuncia— que nombran la negatividad de ciertos individuos y grupos que representan la zona de sombra y desorden de toda sociedad. Dado que la ciencia social, y en concreto la sociología, se ha arrogado cierto monopolio en la observación y el estudio de la pobreza, la desviación social, la marginalidad o la exclusión social, podría decirse que sus investigadores hacen profesión de entomólogos. Es decir, profesionales dedicados a la clarificación y clasificación de los hechos sociales y de los individuos en ellos presentes. En el caso que nos ocupa, la comprensión de lo social reposa en buena medida sobre la categorización y clasificación de un recorte de la sociedad general que hace aparecer un campo particular. Un problema esencial de las ciencias sociales es, entonces, elegir nociones que convertirán en categorías analíticas y explicativas de una porción de la realidad social.

Desviados, anormales, delincuentes, prostitutas, drogadictos, estigmatizados, marginados, inadaptados, desestructurados, excluidos, vulnerables, precarios, sin techo, etc. Mediante estos y otros significantes se ha ido configurando la historia de lo que, desde los estudios clásicos, se ha concebido como el campo de la desviación social, antecedente de lo que hoy en día denominamos exclusión social. En este territorio se ha ido imponiendo una doble lógica. Por un lado, se ha ido estableciendo una consideración diferente a algunos individuos y grupos respecto del resto de los ciudadanos. Por otro, se les ha ido atribuyendo la responsabilidad (cuando no culpabilidad) de su situación, de la que se ha derivado la exigencia de modificación de sí mismos para volver a integrarse o reinsertarse en la vida social normalizada. Y ello a pesar de que, en líneas generales, sabemos que la alteridad que encarnan los llamados desviados no se encuentra en su cuerpo, sino en el sistema de representaciones que les asigna una batería de atributos generalmente inferiorizantes. La evidencia, en palabras de Goffman, de su identidad deteriorada ha venido legitimando prácticas de encierro, destierro, repudio, moralización o rehabilitación, tendentes a la normalización personal y social. No obstante, cabe recordar que es justamente la atribución de un otro social la que nos hace portadores de adjetivaciones y estigmas. De no haber sido nombrados o designados así, tales características no operarían sobre los individuos que las soportan.

Principales teorías de la desviación social
Marta Venceslao Pueyo

1. Teorías funcionalistas

Nuestro obligado punto de partida es la obra del sociólogo francés Émile Durkheim. Sus postulados constituyen la primera alternativa a las concepciones positivistas sobre la desviación que habían dominado el campo teórico hasta el momento. Éstas ubicaban la conducta desviada como revelación patológica de la personalidad anormal del individuo. Durkheim (1997), abordando la función social del fenómeno, sostiene que la desviación contribuye a consolidar los valores y las normas culturales de una comunidad o sociedad particular, operando como parte necesaria del proceso de creación, consenso y mantenimiento del imaginario cultural y social. De este modo, la desviación resultaría útil y funcional en dos sentidos. En primer lugar, porque provoca y estimula la reacción social, estabilizando y manteniendo vivo el sentimiento colectivo de conformidad con la norma. En segundo, porque que la autoridad pública ejerza su función reguladora sobre el fenómeno de la desviación proporciona pautas sociales de integración de elementos disfuncionales que contribuyen al fomento de una imagen de unidad social. En otras palabras, la respuesta unitaria frente a las acciones de desviación fortalece el lazo social y contribuye a definir los límites morales del grupo.

Durkheim criticó la representación de la desviación como un fenómeno patológico argumentando en su contra que tales situaciones se dan en todas las sociedades. La desviación se encuentra ligada a las condiciones y a la fisiología de toda vida colectiva, es una parte integrante de una «sociedad sana». Tal consideración implica que, en última instancia, el individuo desviado no es un ser radicalmente antisocial, por lo que no se trataría de concebirlo como un cuerpo extraño introducido en el seno de la sociedad, sino como un agente regulador de la vida colectiva que permite dotar a la estructura social, mediante una adecuada reacción reguladora, de elementos funcionales para la integración y cohesión del sistema. En el modelo de integración durkheimiano la sociedad queda definida por un conjunto de individuos y grupos vinculados por relaciones de dependencia e interdependencia sobre la base de su utilidad social. Relaciones en las que desviados y excluidos (Durkheim habla de explotados) ocupan lugares precisos y funciones sociales específicas2.

Es preciso señalar que la existencia de la desviación es posible gracias a los mecanismos de clasificación que previamente la definen y ubican como fenómeno; es decir, para existir, la desviación debe ser nombrada. La producción de la alteridad necesita de la existencia de artefactos nominadores que distribuyan y adjudiquen categorías a partir de un sistema de clasificación previamente definido. En un artículo clásico que trata sobre los sistemas totémicos, Durkheim y Mauss (1996) muestran la importancia que la función clasificatoria tiene en la construcción y el mantenimiento de todo orden social. La clasificación pone en juego operaciones imprescindibles para dotar de significación y legibilidad al mundo y, por extensión, hacen posible un orden en la vida social. La pregunta de partida de los autores gira en torno a qué es lo que lleva a los seres humanos a disponer sus ideas en sistemas clasificatorios, y en qué sustrato se encuentra el plan de tan profunda disposición. A su juicio, la función clasificatoria consiste en agrupar seres, acontecimientos y hechos del mundo, para ordenarlos en grupos diferentes y separados por límites claramente definidos. Clasificar cosas o seres no significa únicamente construir categorías, implica también disponerlas en base a relaciones de inclusión y exclusión. Toda clasificación entraña un orden jerárquico que, lejos de ser un producto espontáneo o natural, refracta el orden social de un determinado grupo con sus consiguientes asimetrías y subordinaciones. Puede entenderse así la afirmación de que «la clasificación de las cosas reproduce la clasificación de los seres humanos» (ibíd.:33), ya que el mundo no se presenta agrupado ni clasificado a la observación de los seres humanos. En los órdenes y explicaciones del mundo se deja ver una correspondencia entre las estructuras sociales y las estructuras cognitivas; esto es, una especie de homogeneidad entre sociedad y universo en la que éste último aparece como reverberación de la estructura social. Dicho de otro modo, los sistemas cognoscitivos, nuestras formas de percibir y comprender el mundo, se derivan de los sistemas sociales en los que habitamos. Las categorías del entendimiento que subyacen en las representaciones colectivas se organizan en relación concomitante con la estructura social del grupo3.

Otra importante teoría funcionalista en la sociología de la desviación es la de Robert K. Merton quien, en los años cuarenta, retomó las tesis durkheimianas para introducir un giro relevante. Arguye que la sociedad crea presiones que incitan al individuo a cometer actos desviados. Su teoría sociológica se aplica al estudio de la anomia —concepto ya utilizado por Durkheim— y permite interpretar la desviación como un producto de la estructura social, tan normal como el comportamiento conforme a las reglas y los valores predominantes4. La estructura social no tiene solo efectos represivos sobre el comportamiento individual, también lo estimula.

El origen del comportamiento desviado reside en la incongruencia entre los fines culturalmente reconocidos como válidos y los medios legítimos a disposición del individuo para alcanzarlos, por lo que solo al alcanzar ciertos límites puede ser considerado un fenómeno anormal. Este modelo explicativo puede ser sintetizado de la siguiente manera: la cultura propone al individuo determinadas metas que constituyen motivaciones fundamentales de su comportamiento. Al mismo tiempo, proporciona modelos de comportamiento institucionalizados que conciernen a las modalidades y a los medios legítimos para alcanzar aquellas metas. Por otro lado, sin embargo, la estructura socioeconómica ofrece en diverso grado a los individuos la posibilidad de acceder a los medios legítimos. En conclusión, la estructura social no permite en la misma medida a todos los miembros de una sociedad un comportamiento conforme a los valores y las normas. Esta posibilidad varía según la posición que los individuos ocupan en la sociedad, siendo los estratos sociales inferiores los que están sometidos a una mayor presión.

Como ya hiciera Durkheim, Merton niega que las causas de la desviación deban buscarse en situaciones patológicas individuales o sociales. La acción socialmente definida como reprobable debe ser considerada como una cosa normal en cualquier estructura social. Únicamente cuando el fenómeno criminal supera ciertos límites de aceptación se convierte en negativo para la sociedad y provoca el efecto de la anomia o en otras palabras, el de una desorganización social por la que el sistema de normas vigente comienza a perder su valor. Mientras ello no ocurre y el comportamiento reprochable se mantenga dentro de estos límites funcionales para la sociedad, éste será un factor útil y necesario para el desarrollo social.

A pesar de que la teoría de la anomia fue prontamente criticada por presentar un modelo excesivamente lineal, lo cierto es que la contribución de Merton a la sociología de la desviación ha sido fundamental por varios motivos. En primer lugar, porque sitúa la teoría de la desviación en un conjunto teórico y conceptual más amplio, del cual el concepto de anomia suministra una clave interpretativa. En segundo, porque proporcionó a la investigación empírica una serie de modelos teóricos e instrumentos conceptuales que han facilitado de forma determinante la comprensión de los comportamientos estudiados. Su obra supuso además la plataforma de arranque para múltiples estudios sobre el comportamiento desviado. Tal sería el caso de las teorías de las subculturas, cuyo presupuesto común, como veremos a continuación, plantea que la desviación es una respuesta a los problemas creados por la estructura social. En la medida en que ésta ofrece diversas posibilidades para la consecución de las metas culturales, y en que esta distribución desigual de las oportunidades para servirse de medios legítimos está en función de la estratificación social, la constitución de subculturas representaría la reacción necesaria de algunas minorías marginadas para lograr un lugar dentro de la estructura social.

2. Teoría de las subculturas

Durante los años veinte y treinta del sigloXX, la Escuela de Chicago inaugura una tradición de investigaciones especializadas en los fenómenos sociales de la vida urbana moderna. Muchos de los académicos que integraron esta escuela se interesaron por el estudio de la desviación —especialmente por la delincuencia— en los barrios proletarios de la época. A ellos les debemos las bases de la sociología de la desviación.

El desarrollo del fenómeno de las subculturas tiene una historia aquilatada, aunque el uso común de la expresión «subcultura» en la literatura sociológica solo se generaliza a partir de la década de los cincuenta. Alrededor de este concepto emerge un archipiélago autónomo de teorías que dirigen su atención principalmente a los modos en que dichas subculturas son transmitidas. Esta teoría, elaborada por Clifford Shaw (1930), se fundamenta en la siguiente idea: la conducta desviada, al igual que el resto de conductas, se aprende en el ambiente en que se vive. Los actos desviados serían, por lo tanto, una consecuencia de la socialización en ambientes con valores y normas distintos a los que la sociedad considera normal. Pasamos a señalar algunos de los autores más relevantes, apuntando sucintamente el núcleo teórico de sus planteamientos.

Edwin Sutherland (1940) contribuyó a la teoría de las subculturas con el análisis de las formas de aprendizaje del comportamiento desviado o criminal. Su teoría, conocida como teoría de los contactos diferenciales, postula que las conductas reprochables son aprendidas durante el proceso de socialización en contacto con individuos o grupos desviados —teoría que mantiene una evidente deuda para con las leyes de imitación formuladas por Gabriel Tarde—, por lo que el comportamiento desviado es siempre un comportamiento aprendido. El modelo de normalización que rodea al sujeto será asimilado por él a lo largo de su vida. Se convertirá en infractor en proporción directa con la intensidad, prioridad, duración y frecuencias de los contactos con ambientes desviados.

Sutherland afrontó directamente el problema de las causas sociales de los contactos diferenciales, pero fue Albert K. Cohen (1971) quien desarrolló en profundidad este aspecto problemático de la teoría de las subculturas. Su aportación —que supera ampliamente la del primero en la concepción del aprendizaje como explicación causal del comportamiento reprobable— constituye una contribución inestimable a las teorías que hacen hincapié en el apoyo normativo que requiere la conducta desviada. En una de sus obras principales, Delinquent Boys, analiza la subcultura de las bandas juveniles, describiéndola como un sistema de creencias y de valores que extraen su propio origen de un proceso de interacción entre jóvenes que ocupan posiciones similares dentro de la estructura social. Esta subcultura representaría una solución a los problemas de adaptación para los que la cultura dominante no ofrece soluciones satisfactorias. La estructura social determina en los adolescentes de clase obrera la incapacidad de adaptarse a los modelos de la cultura oficial, al mismo tiempo que despierta en ellos ciertos problemas de estatus y de autoconsideración. De ahí el surgimiento de una subcultura caracterizada, dice el autor, por elementos como la «maldad» o el «negativismo», que posibilitan a quienes se inscriben en ella expresar y justificar la hostilidad y la agresión contra las causas de la propia frustración social. Plantea que los grupos más desfavorecidos económica y socialmente tienden a cometer actos desviados o delictivos para conseguir bienes propugnados como deseables por la sociedad pero que los menores, limitados por dichas estructuras, no alcanzan a obtener por medios lícitos.

Después de la obra de Cohen aparecieron muchas precisiones a la teoría de las subculturas. Este sería el caso de Richard Cloward y Lloyd Ohlin (1958, 1960), quienes tomando como premisa la teoría funcionalista de la anomia, desarrollan la teoría de las subculturas apoyándose en la diferencia de oportunidades que tienen los individuos de servirse de medios legítimos para alcanzar fines culturales. Según este postulado, conocido como teoría de la oportunidad diferencial, el origen de una subcultura susceptible de desviarse de las normas dominantes en las sociedades industrializadas reside en la distribución desigual de las oportunidades de acceso a los medios legítimos. Esgrimen que los grupos pertenecientes a los estratos sociales más bajos desarrollan normas y modelos de comportamiento desviado respecto a los estratos medios. En este sentido, la construcción de dicha subcultura representa la reacción de minorías desfavorecidas y su tentativa de orientarse dentro de la sociedad. El elemento central de esta teoría reside en que la posibilidad de convertirse en inadaptado está determinada por las posibilidades de integración que tiene el individuo en una sociedad. Para acceder a los bienes, los individuos de los sectores más desfavorecidos tendrán que desarrollar conductas calificadas de infractoras o desviadas por el resto de la sociedad.

Por otro lado, Gresham Sykes y David Matza (1957) introducen la denominada teoría de las técnicas de neutralización. Ésta supuso una revisión importante de la teoría de la subcultura al incorporar el análisis de aquellas formas de racionalización del comportamiento reprobable que son aprendidas y utilizadas de forma simultánea a los modelos de comportamiento normalizados a los que, sin embargo, el desviado por lo general se adhiere. Arguyen que sus sistemas de valores no están separados, sino más bien insertos en la sociedad, por lo que éstos también interiorizan las normas concordantes con la ley. El análisis de los grupos de jóvenes delincuentes realizado por los autores viene a demostrar que reconocen, al menos en parte, el orden social dominante —así lo demostraría, por ejemplo, los sentimientos de culpa o vergüenza que el infractor siente al transgredir—. Es a través de formas específicas de justificación o de racionalización del propio comportamiento, que el desviado resuelve en sentido favorable a su comportamiento. Consideran que es mediante el aprendizaje de estas técnicas que los menores llegan a ser delincuentes, y no tanto por medio del aprendizaje de imperativos morales, valores o actitudes que se hallan en directa oposición con los de la sociedad dominante. La formación de una subcultura es, en sí misma, la más difundida y eficaz de las técnicas de neutralización, ya que nada concede una capacidad tan grande de atenuar los escrúpulos y de procurar un apoyo contra los remordimientos como el sostén enfático, explícito y repetido de la aprobación por parte de otras personas.

Recapitulemos: Tanto la teoría funcionalista de la anomia, como la teoría de las subculturas contribuyen de modo particular a la relativización del sistema de valores y de las reglas sancionadas por la sociedad. Por un lado, la teoría de la anomia destaca el carácter normal, no patológico, de la desviación y su función frente a la estructura social. Por otro, la teoría de las subculturas muestra que los mecanismos de aprendizaje e interiorización de reglas y modelos de comportamiento que permean las carreras desviadas, no difieren de los mecanismos de socialización mediante los cuales se explica el comportamiento normal. Ahora bien, dejan sin resolver el problema estructural del origen de los modelos subculturales de comportamiento que se comunican. En este sentido podría afirmarse que dichas teorías subculturales heredan del funcionalismo la posición acrítica de la cualidad reprobable de los comportamientos que examinan.

Como veremos más adelante, la criminología crítica de los años setenta cuestionó estas teorías por soslayar el problema de las relaciones sociales y económicas sobre las que se fundan la ley y los mecanismos de estigmatización que definen como desviados los comportamientos y los sujetos. La teoría de las subculturas detiene su análisis en el nivel sociopsicológico de los aprendizajes específicos y de las reacciones de grupo. De esta suerte, permanece estancada en un registro meramente descriptivo de sus condiciones económicas, las cuales son postuladas acríticamente como marco estructural. El riesgo reside entonces en que si las condiciones de la desigualdad económica y cultural de los grupos no son analizadas críticamente, el fenómeno correlativo de la desviación tampoco es problematizado ni situado históricamente dentro del desarrollo de la formación socioeconómica. No obstante, la teoría de las subculturas tiene el mérito innegable de haber abierto una línea de análisis y sugerido las reflexiones ulteriores sobre las condiciones económicas de la desviación y la criminalidad.

3. Teoría del etiquetaje o labelling approach

Una de las perspectivas más influyente en la teoría de la desviación fue el labelling approach, desarrollada en la década de los sesenta por la Segunda Escuela de Chicago, cuyos miembros, formados por las figuras de la primera, entrecruzaron dos corrientes de la sociología estadounidense estrechamente vinculadas entre sí. A saber, el interaccionismo simbólico de Georg H. Mead (1999) y la etnometodología de Harold Garfinkel (2006).

Esta nueva aproximación teórica introdujo un viraje fundamental en la perspectiva de análisis: de estudiar el control social como respuesta a la desviación se pasó a analizar la desviación como respuesta al control social. El nuevo objeto de estudio ya no sería el desviado y las causas de su comportamiento (paradigma etiológico), sino los dispositivos de control social y sus múltiples funciones de vigilancia de la anormalidad (paradigma de la reacción social). Enfoque que considera que es imposible comprender la desviación si no se estudia la acción de las instancias de control que la definen, desde sus normas abstractas hasta la acción de las instancias oficiales (manicomios, cárceles, servicios sociales, etc.).

Los teóricos del etiquetaje consideran que la desviación hace referencia a comportamientos definidos como tales. Son conductas sociales como las demás, solo que se definen como delito, enfermedad mental, etc. Tal como indica Howard Becker (1971: 19), el desviado es aquel a quien se le ha aplicado con éxito la etiqueta. Extremo demostrado en el hecho de que no llegan a obtener el estatus de desviado aquellos que habiendo tenido el mismo comportamiento no han sido alcanzados por la acción de las instancias de control. Así, la reacción social define un determinado acto como desviado, siendo la desviación una construcción social y el desviado aquel a quien se le ha atribuido esa marca desacreditada. Lo desviado no es el acto en sí mismo, sino el significado conferido, su interpretación. Para que un comportamiento sea percibido como desviado se hace necesario observar la reacción social frente al mismo; la simple desviación objetiva respecto a un modelo o una norma no es suficiente, debe generar reacciones que perturben la percepción habitual y susciten indignación, miedo, sentimiento de culpa o conmiseración.

El labelling approach mostró las implacables consecuencias que la atribución del estigma tiene en los sujetos marcados por signos inferiorizantes. A ella le debemos el abordaje de los procesos de estigmatización desde el análisis de la relación tripartita entre estigmatizador-estigmatizado-institución. Erving Goffman (2003), uno de los autores que con más penetración abordaron la cuestión desde la microsociología estructural funcionalista, afirmó que ser descubierto y calificado como desviado tiene importantes consecuencias para la autoimagen del afectado, así como para su posterior participación social. La consecuencia más importante es un cambio drástico en la identidad pública del individuo, conducido a ocupar un nuevo estatus y sostener una nueva identidad pública. El sujeto etiquetado como anormal experimenta una identidad deteriorada, que lo impele a considerarse indigno, inferior, abyecto. Esta identidad se proyecta en las interacciones sociales que mantiene en su vida cotidiana. De esta manera, es muy posible que el marcado con un atributo defectuoso acabe aprendiendo los términos de su inferioridad, interiorizándolos, significándolos. Dicho de otro modo, el clasificado como problemático acaba problematizándose y convirtiéndose en lo que dicen que es.

Un interesante término acuñado por Goffman (2003) es el de carrera moral.Así nombra el sociólogo el adiestramiento seguido por ciertas personas para confirmar las expectativas que existen sobre ellas y que las hacen portadoras de algún tipo de anomalía propia del grupo o ambiente social al que pertenecen. El estigmatizado estudia una carrera, esto es, aprende a conducirse adecuadamente de acuerdo con los rasgos atribuidos a su supuesta identidad. Se trata, en todo caso, de no decepcionar las expectativas que los estigmatizadores, los normales, se hacen de la conducta que de él se espera. En palabras del propio autor: «Las personas que tienen un estigma particular tienden a pasar por las mismas experiencias de aprendizaje relativas a su condición y por las modificaciones en la concepción del yo», una carrera moral que es, a la vez, «causa y efecto del compromiso con una secuencia semejante de ajustes personales» (Goffman, 2003: 45). Esa «historia natural» del desacreditado o desacreditable se inicia en el momento en que «aprende a incorporar el punto de vista de los normales, adquiriendo así las creencias relativas a la identidad propias del resto de la sociedad mayor, y una idea general de lo que significa poseer un estigma particular» (ibíd.: 46).

El sujeto marcado estudia aplicada y concienzudamente en qué consiste lo normal así como los ingredientes conductuales y discursivos que le permitan autoidentificarse como exterior a esa normalidad y, por ello, acreedor de una censura y descalificación moral crónica. De esta suerte, el dominado, y en particular quien lo es como resultado de una mala reputación identitaria, lo es sobre todo porque ha aprendido y comprendido que debe cumplir unas órdenes que le son impartidas por buenos motivos e, incluso, por su bien. Para ello es innegociable que crea firmemente lo que de él se dice y, más importante aún, que acepte el lugar que le ha sido asignado; un lugar en un orden clasificatorio del que, sabemos, procede toda calificación ética de las conductas. Goffman (2004) evoca que no basta con que los estigmatizados lo sean, es fundamental que crean que lo son en base a parecerlo. En otras palabras, que reproduzcan los ademanes corporales, las iniciativas desobedientes... aquello que hacen y dicen, siempre a la altura de lo que se espera de ellos y que no pueden, en modo alguno, decepcionar.

En una línea semejante, Becker (1971) muestra que la consecuencia más importante de la aplicación de una etiqueta consiste en un cambio decisivo de la identidad social del individuo; un cambio que tiene lugar en el momento en que se le introduce en el estatus de desviado. La etiqueta actuaría a modo de profecía autocumplida, es decir, el definido como desviado, acaba actuando como tal5. Se ponen en movimiento una serie de mecanismos que coadyuvan a la conformación del sujeto a la imagen que la gente tiene o espera de él, de forma que éste termina por adoptar la identidad que los demás le atribuyen.

Edwin Lemert (1967), teórico del etiquetaje, plantea que la reacción social a un comportamiento desviado —como el señalamiento o el castigo— induce a cometer otras desviaciones al generar en el individuo un cambio de la identidad social que lo lleva a desempeñar el papel de acuerdo a la etiqueta que le ha sido asignada. Una de las distinciones centrales en su teoría de la desviación es la que realiza entre desviación primaria y desviación secundaria. Lemert desarrolla esta separación para mostrar cómo el castigo de un primer comportamiento tiene a menudo la función de promover en el sujeto conductas desviadas, generando, por medio de una transformación de su identidad social, una tendencia a desempeñar el nuevo papel atribuido. La desviación primaria es definida por el autor como los actos que el sujeto realiza debido a factores sociales, psicológicos y biológicos. En la desviación secundaria, el sujeto ya no actúa movido por esos factores iniciales, sino guiado por una nueva situación, una nueva identidad creada por la actuación y la relación con los dispositivos de control. Las causas de la desviación deben ser situadas, por lo tanto, en las reacciones de desaprobación, degradación y aislamiento por parte de la sociedad y no en la supuesta esencia desviada del sujeto.

Este horizonte teórico nos permite abrir un interrogante en relación con las lógicas (re)educativas de determinados dispositivos sociales. En lugar de ejercer un efecto de inclusión social sobre el sujeto considerado como desviado, ¿puede la intervención de dichos dispositivos contribuir a que el individuo asuma definitivamente su etiqueta deteriorada? Los teóricos del labelling approach dirían que las instituciones y agentes contribuyen a consolidar la conducta desviada, por lo que su concepción rehabilitadora sería eminentemente falsa en tanto no puede ejercer un efecto educativo sobre la persona sometida a ella sino, más bien, de sufrimiento y degradación del yo.

Quisiéramos también hacer notar que ciertas posiciones profesionales pueden colaborar con la producción y el refuerzo de las identificaciones desacreditables. Becker (1971) sostuvo que el paso definitivo de la carrera de un desviado consiste precisamente en la incorporación a un grupo desviado. La entrada a los circuitos del trabajo social y la interacción con el personal y con otros individuos estigmatizados posibilita la compenetración con una etiqueta desviada (receptor de la RMI, madre soltera, joven delincuente). Es necesario que los estigmatizados reciban de ellos mismos la imagen de sujetos sobre los que se debe intervenir, pues cuentan con alguna carencia, desviación o minusvalía que los separa de un modelo de normalidad salvaguardado celosamente por aquellos a los que Becker llamó instigadores morales (1971: 137), en referencia a quienes se encargan de imponer las reglas y situar qué es lo aceptable, y qué lo inaceptable.

Finalizamos este recorrido con la obra de John Lofland (1969). Siguiendo a los tres autores anteriormente referidos, Lofland se aproxima al estudio de la desviación desde el interaccionismo simbólico, subrayando que lo importante es la situación en que se desarrolla el comportamiento desviado, y no el acto en sí. Se trata de estudiar la desviación no tanto como rasgo distintivo de los sujetos desviados, sino como respuesta social. Una de las marcas diferenciales de su enfoque reside en situar el fenómeno como un tipo de conflicto social entre dos partes enfrentadas, una poderosa y otra débil. El interés, por lo tanto, no es la violación de reglas per se, sino su transgresión en un contexto donde la correlación de fuerzas entre ambos grupos está desequilibrada. Es en esta oposición que el grupo dominante auspicia la idea de que la parte débil está quebrantando las reglas de la sociedad. El análisis de Lofland integra las relaciones de dominación de una forma explícita al subrayar que el grupo que ostenta mayor poder se apropia de los conceptos «sociedad» y «reglas» para convertirlos en sinónimos de sus intereses. Asimismo, y en la senda abierta por Durkheim (1997), este autor sitúa lo necesario de la desviación simbólica —también material— para el mantenimiento de la cohesión y el orden social. Los desviados, chivos expiatorios de toda sociedad, acaban siendo objetos imprescindibles en el intento de atemperar las hostilidades propias de la vida social y de afirmar la normalidad de los acusadores.

Lofland se interesó especialmente, y con esto concluimos, por las condiciones que posibilitan la aparición de actos desviados y su transformación en patrones estables de conducta. Interés que le llevó a puntualizar que la adscripción a una categoría desviada es un elemento central en el proceso de asunción de una identidad deteriorada: cuanto mayor sea la consistencia, duración e intensidad con la que los otros definen al actor, mayor será la posibilidad de que éste adopte dicha definición como verdadera y aplicable a sí mismo.

4. La nueva teoría de la desviación.
El nacimiento de la criminología crítica

El clima político de finales de los sesenta, caracterizado por el surgimiento de la new left, propicia un cuestionamiento radical de los postulados positivistas de las ciencias sociales y dirige la atención hacia el estudio de los contemporáneos órganos de control social. Ambos elementos asientan las bases de la llamada nueva teoría de la desviación impulsada principalmente por la sociología inglesa (Larrauri, 2000: 66-76). Esta generación de científicos sociales —entre los que destacan Stanley Cohen, Ian Taylor o Jock Young— conformó en 1968 la National Desviance Conference (NDC), una plataforma que congregó a investigadores y activistas hasta los años setenta, gozando de una amplia repercusión tanto por la calidad académica de sus miembros fundadores como por la proliferación de estudios en su marco. Tomando como punto de partida teórico el labelling approach, prestaron atención a los procesos de criminalización y a las instancias de poder encargadas de definir determinados comportamientos como desviados. Este último aspecto fue particularmente desarrollado por lo que posteriormente se conocería como criminología crítica, denominación que se comienza a utilizar a partir de 1973 coincidiendo con una importante publicación de Taylor, Walton y Young (1973). Dicha corriente, ampliamente influenciada por el pensamiento marxista, se caracterizó principalmente por:

a) aplicar un método materialista histórico al estudio de la desviación;

b) analizar la función que cumple el Estado, las leyes y las instituciones legales en el mantenimiento de un sistema de producción capitalista;

c) estudiar la desviación en el contexto más amplio de lucha de clases sociales con intereses enfrentados;

d) vincular la teoría con la práctica, trabajando en pos de la transformación social.

A la luz de estos planteamientos se comprenden las críticas que la criminología crítica realiza a la sociología de la desviación. Para la primera, la segunda ignora en sus análisis tanto los roles del poder de las clases dominantes como las instituciones hegemónicas en la asignación de las etiquetas. Subrayan que el concepto de desviación social, entendido como comportamiento que infringe las normas sociales, es tan problemático en sus presupuestos como peligroso en sus consecuencias, por lo que sugieren abandonarlo junto con el bagaje teórico que lo sostiene. En este contexto revisionista, a mediados de los setenta, y con gran polémica, Colin Sumner (1994) declaró la «muerte de la sociología de la desviación», víctima, justamente, de las refutaciones señaladas. A partir de entonces, el análisis general de la desviación queda subsumido en el estudio específico del crimen y la justicia, y el significante desviación entra en desuso. No es que el fenómeno de las conductas disruptivas y los seres que las encarnan dejen de estudiarse, sino que comienza a inscribirse en un marco específico de análisis que dará lugar a un nutrido cuerpo de investigaciones en el campo del control social y de la criminología hasta bien entrada la década de los ochenta, fecha en la que esta corriente perderá empuje fruto de sus crisis internas. Entre los autores y obras más representativas podría citarse a Rothman, Cohen, Pavarini y Melossi6.

No todos los análisis sobre la anormalidad se realizaron desde la criminología. Tal es el caso de la obra de Michel Foucault y de su interés por las zonas de sombra social abordadas a través del estudio de objetos teóricos como la locura, la cárcel, la criminalidad, la delincuencia e, incluso, la sexualidad. Aún hoy, como bien lo sabemos, continúan siendo un referente para los estudios sobre los personajes marginales. Conviene considerar especialmente un curso dictado en 1975 en el que el autor enfoca el problema de esos individuos peligrosos a quienes, en el sigloXIX, se denominaba anormales (Foucault, 2000). Sus tres figuras principales —monstruos, incorregibles y onanistas— son, a juicio del autor, consecuencia de la domesticación, el conformismo y la seguridad concitadas por el ejercicio de un poder cuyo objeto no es otro que conseguir la docilidad política y la utilidad económica de los individuos. Así, el siglo XIX vio nacer la justificación social y moral de las técnicas de señalamiento, clasificación e intervención dirigidas a esa «gran familia indefinida y confusa», los anormales, así como la consolidación de una vasta trama institucional que, entre la medicina y la justicia, sirve simultáneamente como estructura de recepción de los desviados y como instrumento para la defensa del nuevo orden social.

La aparición del anormal es contemporánea a la implementación de las técnicas de disciplina desarrolladas durante los siglos XVII y XVIII en el ejército, las escuelas, los talleres y en la propia familia. Los nuevos procedimientos de encauzamiento del comportamiento abren el problema de aquellos que escapan a la normatividad. Se despliega entonces un conjunto de técnicas y de procedimientos mediante los que se intenta enderezar a los individuos que se resisten a los procesos de estandarización. El encierro y la vigilancia, aplicados a gran escala a partir del sigloXVII, aparecen como dispositivos preeminentes de corrección y mejora. La foucaultiana genealogía de la anormalidad y de los dispositivos encargados de su gestión nos permite situar al anormal del siglo XIX como el ascendiente de las diferentes figuras históricas de excepcionalidad que vienen sucediéndose desde entonces: desviados, inadaptados, excluidos...

5. A modo de cierre. La antropología social y el estudio de la alteridad

Hemos visto como disciplinas como la sociología, la criminología o la historia han abordado la existencia de aquellos que presumiblemente distorsionan y amenazan el orden social. Quisiéramos, no obstante, introducir a modo de cierre algunas consideraciones que, desde la antropología —disciplina que privilegia el estudio de la otredad—, nos permiten entender con mayor precisión la existencia de las categorías que corporeizan dicha alteridad marginal. La ciencia antropológica ha mostrado su pertinencia en el estudio de la negatividad de los seres que representan la zona de oscuridad y desorden de toda sociedad. Ha realizado importantes aportes empíricos y conceptuales al análisis de los procesos de producción de identidad y de los dispositivos sociales, culturales y políticos que la hacen posible. Al mismo tiempo, ha mostrado que los extraños,lejos de ser un fenómeno natural, son un producto de dinámicas sociales e ideologías.

La premisa que incardina las consideraciones que siguen puede ser formulada de la siguiente manera: todo orden social se construye a partir de una exclusión.El principal corolario de esta afirmación permite situar el papel paradójicamente central de los excluidos en toda estructura social. Sabemos que el imaginario social sitúa la existencia amenazante de esos otros diferentes en los márgenes, en el exterior del grupo, en contra del orden de la comunidad. La construcción de la anomalía social sería, de algún modo, el reflejo de los miedos que la sociedad experimenta, es decir, una serie de edificaciones que atienden, según Lluís Mallart (1984: 54), a un dispositivo conceptual que permite explicar las diferentes formas de desorden que pueden desestabilizar la comunidad. Dicho de otro modo, un mecanismo que permite pensar, organizar y (re)estructurar la sociedad —obsérvese la impronta de las tesis de Durkheim en estos planteamientos—. El desviado garantiza la separación entre lo normal y lo anormal, lo puro y lo impuro, lo adaptado y lo inadaptado, al marcar la distancia necesaria entre los dos dominios: de un lado, un orden estructurado y armónico; de otro, un desorden informe y anárquico.

Siguiendo a Claude Lévi-Strauss (1992) puede decirse que la figura del anormal, en cualquiera de sus encarnaciones, funciona como operador simbólico;esto es, como artefacto conceptual ante quien pensarse, antagónico y opuesto o, tomando la alegoría de Dolores Juliano (2002) para el caso de la prostitución, un espejo oscuro que devuelve la imagen que vendría a certificar la propia normalidad. Es en este sentido que el desviado —antecedente, como veremos más adelante, de la categoría contemporánea que nombra y representa al excluido social— permite pensar un estado ideal de lo social que es, al mismo tiempo, imposibilitado por los desórdenes y desarreglos que comporta su presencia disruptiva. Las categorías discursivas derivadas de divisiones antagónicas, como por ejemplo incluido/excluido, son el instrumental por excelencia en la construcción de un orden simbólico que sitúa a los individuos apresados en ellas como figuras expiatorias de la comunidad. Y es que la existencia del excluido, ser anómalo, confirma la situación de inclusión del incluido, el cual podrá respirar tranquilo sabiéndose dentro de los parámetros de la normalidad. Expresado de otro modo, el mantenimiento del orden precisa de la existencia de seres monstruosos para que el mal pueda ser localizado y cercado, impidiendo así una metástasis al resto del cuerpo social. Es en este tipo de operaciones —inscritas en dinámicas de corte político, social, terapéutico y pedagógico— que podemos mitigar nuestros miedos.

Cabe insistir, para finalizar, en esa idea: los otros son fuente de perturbaciones y descomposiciones, al mismo tiempo que sustancia generadora que hace y rehace la vida social. Como hemos ido viendo, los etiquetados, entendidos como anormales, permiten al orden social pensarse a sí mismo —con sus incongruencias y desórdenes— como el resultado contingente de una presencia monstruosa a la que es necesario vigilar y controlar. En este sentido, es importante atender la relación que Victor Turner (2007: 111) apunta entre esas encarnaciones anormales y algunos personajes liminoides en cuanto moléculas semánticas, elementos que permiten al orden social pensarse a sí mismo en términos de unidad, orden y perfección a partir de o, mejor dicho, en oposición a la estridencia que supone la existencia extraña de esa figura. Volvemos a toparnos aquí, como en el operador simbólico levistraussiano, con esa mirada especular en la que ratificar nuestra propia normalidad.

La dicotomía normal/anormal garantiza la estricta separación de los contaminantes en una esfera segregada, pero al alcance, que delimita de forma nítida la esfera de los incluidos y los excluidos. En este sentido, podría trazarse cierto paralelismo entre la figura del extranjero elucidada por Georg Simmel (2012) y la del llamado excluido social. Ambas figuras encarnan el mismo contrasentido, a saber, aluden a seres que están dentro, pero que no pertenecen al adentro; están al mismo tiempo cerca, físicamente, y lejos, moralmente. Obsérvese que los llamados excluidos sociales forman siempre parte de la sociedad de la que se dice son expulsados. Están, no fuera de la sociedad, sino fuera de ciertos circuitos, de ciertas prácticas socioeconómicas. Lo que queremos subrayar con estas apreciaciones es la necesidad de completar el cuadro de análisis incorporando tanto la función material de la desviación/exclusión como la función simbólica. El excluido social, cualquiera que sea la forma que encarne, no es solo un operador simbólico que certifica la situación de inclusión de los normales, es al tiempo un engranaje esencial de un sistema económico fundamentado en la asimetría y la desigualdad.

Cada sociedad, en cada momento histórico, ha encontrado las categorías necesarias para designar a los sujetos que perturbaban el orden social, así como los aparatos institucionales destinados a su gestión. El recorrido realizado hasta el momento nos permite sugerir que la figura del «excluido social» es, precisamente, la forma contemporánea de nombrar esa figura. También que la operatoria que la hace posible responde siempre a la misma mecánica clasificatoria descrita en los párrafos precedentes. La categoría «exclusión social» ocupa un lugar privilegiado en el discurso de época a la hora de designar las nuevas formas de pobreza, al tiempo que viene a condensar, en sus múltiples subcategorías, a individuos y grupos que aparecen como fracasos normativos para las lógicas sociales y económicas. En esta nueva modalidad discursiva de nombrar la desviación persisten dos fenómenos descritos que convendría no soslayar en los análisis. Por un lado, la codificación de la desviación en términos morales; por otro, la vieja equiparación entre pobreza y desviación. Y si la exclusión social, como cualquier otra cuestión social, se define en relación a los ideales de época, los actuales postulados neoliberales sitúan del lado de la anomalía y la irregularidad a aquellos que no alcanzan ciertos estándares de productividad y consumo. La figura del contemporáneo excluido social, como sus antecesoras, presenta un presupuesto desajuste entre el individuo y la sociedad, tanto en términos morales como de productividad económica.

Orígenes y usos de una categoría hegemónica
José García Molina

1. Enredos terminológicos y conceptuales

La mayor parte de los errores consisten simplemente en que no aplicamos con corrección los nombres a las cosas.

BARUCH SPINOZA, Ética, II 47 esc.

Ya ha sido dicho. La cuestión de cómo nombramos las recurrentes o nuevas problemáticas sociales, las categorías que utilizamos para comprenderlas y abordarlas, supone un problema epistemológico, político y ético de primer orden. Como hemos empezado a ver, en torno a la categoría y las situaciones de exclusión social han aparecido y coexistido discursos y actores diferentes y diferenciados. A su alrededor juegan, también, intereses, poderes y deseos que demuestran que ni las palabras, ni los fenómenos humanos, ni las situaciones sociales son entes naturales o inmutables, sino construcciones sociales y culturales que movilizan dispositivos materializados en formas de mirar, discursos, instituciones y prácticas. Son productos de la voluntad y la acción que a su vez, se hallan inscritas en estructuras económicas, políticas, científicas y discursivas que las condicionan. Si tanto lo que decimos como lo que nos pasa no está determinado por leyes naturales, pero sí condicionado por construcciones socioculturales, tenemos la posibilidad de, al menos parcialmente, problematizarlo, deconstruirlo, deshacerlo, transformarlo. Las posibilidades de cambio dependerán, en buena medida, de las visiones y posiciones que tomemos ante las palabras, los fenómenos y los problemas a los que nos enfrentamos.

Considerando este razonamiento es necesaria una doble aclaración. En primer lugar, exclusión social puede ser tomada como una noción sociológica cuyas definiciones y usos participan de las representaciones sociales que la sociedad de referencia se hace de ella. Las ciencias sociales precisan de categorías y conceptos para significar de manera más adecuada lo que ha pasado, lo que esy lo que nos pasa. Las categorías forman parte de su naturaleza generadora de conocimiento y de su función explicadora del mundo en el que se inscriben. No obstante, su propio carácter científico las somete a pruebas de consistencia y las hace susceptibles de crítica desde los propios procedimientos científicos que manejan y prescriben. Así, es obligado que nos planteemos si exclusión social es un concepto o categoría que sirve para hablar y pensar acerca de cómo ciertas problemáticas y síntomas sociales, quizás intemporales, se convierten y reconvierten en las nuevas coyunturas económicas, políticas, culturales. En segundo lugar, exclusión social es también una noción política que se sostiene sobre, a la vez que sostiene, distintas ideologías. Se hace pues preciso cuestionar si el significante nos devuelve a esas «palabras-loro», a ese tipo de nociones a las que estratégicamente se puede hacer decir lo que se quiera en función del interés de quien las dice o las calla.

Cuando la necesidad del crecimiento económico y de los cambios que impone la vida económica y social se impone como un axioma imperativo, la exclusión social queda «invisibilizada» como fenómeno social. Esto supone que se difumine aún más su conexión con la estructura social y con los efectos de los cambios sociales. Es decir, se está produciendo la «naturalización» del problema, que desliga a la exclusión social de la estructura social que la produce. [Renes Ayala, 2006: 23]

Ya debe intuirse que resulta altamente complejo, por no decir que es imposible, separar la dimensión científica de la dimensión política, incluso ética, del uso de los conceptos y categorías. Dificultad basada, entre otros, en los siguientes motivos.

Primero: puede pasar, según J. Gautrat (citado en Goguel, 2003: 10), que la ciencia se limite a santificar y legitimar el orden social establecido. Situación habitual cuando los científicos sociales optan por categorizar los efectos de las decisiones tomadas desde los lugares de poder. También cuando se preocupan exclusivamente por explicar lo que efectivamente pasa sin problematizar las causas de, y las motivaciones en, lo que pasa. No es descabellado pensar, en tales casos, que los cambios de nomenclatura responden a la decisión de disimular o difuminar las problemáticas de fondo.

Segundo: el problema de la libertad en/de la investigación. En ocasiones los estudios sociales son encargados por instituciones u organismos que aportan las subvenciones necesarias para que se lleven a cabo. Tales instituciones sostienen y fomentan líneas ideológicas que pueden hacer variar significativamente tanto el utillaje conceptual como los procedimientos y resultados de la investigación.

Tercero: tanto el análisis de las causas como las soluciones propuestas a las situaciones de exclusión social dependen de la ideología de quien los aborda. Puede comprenderse así por qué, a lo largo de su breve historia, exclusión social ha sido asimilada a inadaptación (concepto generalmente utilizado por ideologías de corte conservador, liberal y humanista apoyadas en miradas médico-higienistas y tecnocráticas) o a desigualdad y discriminación (desde ideologías progresistas y socialistas que ubican el problema en la conformación de un mundo injusto que priva de derechos, servicios y acceso a los bienes a las personas).

Cuarto: la naturalización del significante exclusión, su conversión en categoría hegemónica de análisis de la realidad, puede desembocar fácilmente en la naturalización de los procesos de exclusión. De la naturalización de la exclusión a la naturalización de los excluidos hay un paso muy corto. Y así nos parece necesario advertir de dos peligros en los que fácilmente caen los imaginarios científicos, políticos y profesionales desde los que se estudian y desde los que se trabaja alrededor de la exclusión social. En primer lugar, los llamados excluidos no están fuera de la sociedad, ni constituyen comunidad o grupo particular alguno. Los excluidos están integrados en una relación social de época en la que ocupan una posición específica con relación a las lógicas hegemónicas. Es lo que Osorio (2012: 109) ha llamado exclusión por integración. Después, exclusión social remite a procesos que afectan a individuos, grupos o poblaciones que se ven envueltos en situaciones de exclusión; es decir, que resultan excluidos de algo, y por algo o alguien, de acuerdo a ciertos modos de orden y relación social. Nadie nace excluido porque la exclusión no se lleva en los genes; nadie es poseedor de una característica naturalizada que lo haría completamente responsable o víctima de la situación en la que se encuentra. Ante el habitual deslizamiento que lleva a pensar que «si ellos tienen un problema, ellos son el problema», cabe insistir en que la exclusión es una forma de relación social dictaminada, nombrada, ordenada y gestionada.

No es de extrañar entonces que, en el estudio y ejercicio de las ciencias humanas y sociales, nos enfrentemos a una pluralidad de conceptos que pretende nombrar y explicar fenómenos o procesos a simple vista similares. Tampoco resulta excepcional el caso contrario: observar fenómenos apreciablemente distintos que son nombrados mediante el mismo significante. Tal es la crítica que autores como Robert Castel o Saül Karsz vienen realizando tanto a la categoría exclusión social como a los usos que de ella se hacen. Distintos significantes (pobreza, inadaptación, marginación, precariedad, vulnerabilidad, exclusión, etc.) son retomados desde el lenguaje cotidiano, del acervo lingüístico propio de una sociedad, por las ciencias, las políticas y las profesiones sociales para ser reconvertidos, tras procesos de reconceptualización y racionalización, en herramientas de análisis y demostración de lo que acontece en el territorio de lo social. La apropiación científica otorga a estos significantes nuevos sentidos y operatividades que dependerán, como hemos señalado, de las ideologías, voluntades, intenciones e intereses de partida de los investigadores.

2. Emergencia y tránsitos de un nuevo significante

Se puede afirmar sin temor a errar que la exclusión, en su sentido literal de encierro y de exterioridad (reclusión y expulsión), es consustancial a la vida social de comunidades y sociedades. Procesos de segregación, discriminación y exclusión los ha habido a lo largo de la historia de la humanidad porque, como ya ha sido dicho, todo orden —y una sociedad no deja de ser una forma de orden— se consolida a partir de algo excluido, de la segregación o exclusión de un otro visto como amenazante o perturbador del orden social. Encontramos ejemplos de esta lógica en el ostracismo practicado en la gloriosa Atenas, en la proscripción en Roma, las castas de la India, las modernas prácticas de excomunión, el esclavismo, los decretos de exilio y de destierro, en «el gran encierro» europeo, en la construcción de guetos para poblaciones particularizadas, etc. (Estivill, 2003:5). Todos ellos configuran ejemplos de cómo, a lo largo y ancho de la historia y las geografías humanas, toda sociedad se construye, conserva y reproduce a sí misma rechazando y excluyendo a otro, al extranjero o al extraño, a ciertos individuos o grupos designados mediante alguna atribución diferenciadora. Distinción y separación entre unos y otros, entre ellos y nosotros; encierro o destierro de lo indeseable y lo anormal; estatutos especiales para los diferentes. Estas han sido y son, efectivamente, las lógicas habituales de la exclusión. Y a pesar de que para nosotros sea evidente, buena parte de estas modalidades históricas de exclusión no eran reconocidas como tales en tanto en cuanto respondían a una suerte de orden divino o trascendente (cumpliendo funciones de orden social) incrustado en un imaginario de la totalidad social ampliamente aceptado como designio y criterio moral. Las prácticas de exclusión tuvieron, quizás la sigan teniendo, una función de orden social; servían de ejemplo disuasorio, de freno frente a comportamientos desviados y de acicate para seguir las reglas y valores marcados desde la comunidad.

Robert Castel (2004: 64-66) ha reagrupado las distintas formas de exclusión presentes a lo largo de la historia. Para tal tarea establece una tipología que las agrupa alrededor de tres tipos o modalidades:

— La exclusión como sustracción completa de la comunidad. Ella puede darse en forma de deportación, destierro o exterminio (matanza).

— La exclusión mediante el recurso a la construcción de espacios cerrados en el seno de la comunidad, pero separados de esta. Se trata de las distintas formas de institución total para encierro de delincuentes, desviados, enfermos, anormales, etc., que hemos podido repasar en los apartados dedicados a Goffman y Foucault.

— La exclusión como atribución de un estatuto especial a ciertas poblaciones.Tal atributo les permite coexistir en la comunidad pero se les priva de determinados derechos y/o de la participación total o normalizada en las actividades económicas, sociales y culturales de la misma.

Formas históricas de exclusión que, atendiendo a ciertas modificaciones discursivas, contextuales y de los personajes involucrados, continúan teniendo presencia en nuestros días. No estamos sugiriendo que las situaciones de exclusión permanecen inalteradas en el tiempo, pero tratamos de mostrar que la lógica que las anima y las hacen existir sí muestran una continuidad. En cualquier caso, cabe preguntarse: ¿cuándo comienza a hablarse de exclusión social en el sentido en que hoy lo entendemos? Y más allá, ¿cómo ha evolucionado el significante hasta convertirse en una categoría hegemónica en nuestros días? Presentamos a continuación un breve recorrido dividido en tres etapas comprensivas en las que cabe ubicar la emergencia y el auge de la categoría exclusión social.

2.1. Los años setenta

El contexto. Es fácil asociar la emergencia y auge del significante exclusión con los importantes cambios producidos a principios de la década de los setenta; cambios que sentaron las bases de lo que hoy en día conocemos como globalización. Tal y como sintetiza Riccardo Petrella (2002), la década comienza con una crisis económica provocada tanto por la saturación de los mercados (se producía mucho más de lo que se consumía) como por la crisis del petróleo. A partir de ese momento se inician los grandes movimientos de paso de las economías nacionales a la internacionalización y liberalización de los capitales; estos provocan serias modificaciones en el universo del trabajo —sometido en el último medio siglo a progresivas y acrecentadas prácticas de liberalización, descentralización, tecnologización, competencia, etc.— que han afectado a los procesos productivos y de distribución y a los modos de acceso y permanencia de los trabajadores. En definitiva, en los años setenta se producen una serie de variaciones de repercusión mundial, que continúan hoy en día, que han ido consolidando profundas diferencias y desigualdades (económicas, políticas, sociales y culturales) no ya entre continentes o países, sino dentro de los llamados países ricos y/o desarrollados. Movimientos que no han cesado de poner en cuestión la naturaleza del lazo social basado en el crecimiento de la economía.

Los significantes. Aunque la noción de exclusión ya está presente en algunos textos de la década de 1960, existe un amplio acuerdo entre investigadores a la hora de señalar, como punto de partida de su popularización, la aparición del libro de René Lenoir, Les exclus. Un Français sur dix. Alban Goguel (2003: 24-25) matiza que la verdadera repercusión del concepto se debe al «remolino conceptual» que siguió a la aparición casi simultánea de otro libro con el que se estableció un debate de amplias repercusiones sociológicas. Se trata del texto publicado en 1973 por Lionel Stoleru, Vaincre la pauvreté dans les pays riches.El concepto de exclusión entra en escena aunque con significados diferentes y difusos. Tanto Stoleru como Lenoir, ambos responsables político-administrativos, no se detienen ni en el análisis de las causas económicas de la pobreza ni en el de las relaciones con el trabajo, dimensiones esenciales para comprender las causas de la exclusión. Ambos persiguen más bien una respuesta política que asegure la inserción de los inadaptados sociales mediante una acción social coordinada y eficaz. Y aquí llegan las diferencias. Mientras el primero ubica las respuestas desde una versión liberal clásica (que mide la exclusión por la simple falta de medios económicos de personas inadaptadas), el segundo asocia la situación de inadaptación de los individuos a un contexto de significativo aumento del desempleo y a los efectos de la pobreza en la vida de personas que quedan al margen de los resultados económicos y sociales. Con Lenoir, pese a su todavía evidente sesgo psicologicista, la exclusión comienza a ser pensada como proceso social y económicamente producido.

En esta década los conceptos y categorías científicas y políticas habituales hablan de marginación y de inadaptación. Mediante tales significantes se designaban preferentemente situaciones particulares vividas por individuos o grupos aquejados de dificultades que aparecen a ojos de los profesionales de las políticas como situaciones cronificadas. Se daba, por así decirlo, una representación clara y precisa de los asociales: individuos al margen de las normas y los beneficios sociales, con escasa o nula capacidad de adaptación a las exigencias sociales de la época y con pocos o nulos recursos para aprovechar las oportunidades. La pobreza, marginación e inadaptación social son percibidas como un mal residual que afecta a categorías de poblaciones fácilmente identificables. Este modo de representación de la dificultad social encontraba su correlato en políticas sociales habitualmente sostenidas sobre programas asistenciales localizados, estandarizados y dedicados a proveer de recursos económicos, materiales y personales a quienes no podían satisfacer sus necesidades por medio de los usufructos del trabajo o de la propiedad de bienes.

El mérito de Lenoir, tal como subraya Goguel (2003: 27), es haber ampliado el campo de la reflexión sobre esta problemática social. Él se dio cuenta de la creciente dimensión de poblaciones excluidas de/en una sociedad cada vez más enriquecida, opulenta, de confort. Los excluidos son todos los dejados al margen del crecimiento económico, visión que ampliaba sensiblemente los márgenes de la tradicional percepción de la pobreza y la inadaptación. Hay que buscar sus orígenes y causas en el funcionamiento mismo de las sociedades modernas en tanto fenómeno generalizado que toca a todos los medios y clases sociales. Podría decirse que a partir de este debate se inicia una corriente sociológica que privilegia los estudios de los procesos sociales estructurales en los que se dan cita categorías sociales heterogéneas expuestas a dinámicas económicas, sociales y culturales excluyentes.

2.2. Los años ochenta

El contexto. Podríamos decir, retrospectivamente, que en esta década «el riesgo se ha democratizado» (Beck, 1998). Y ello porque las dificultades e inseguridades comienzan a acechar con inusitada voracidad a capas sociales hasta esos momentos fuera de tales peligros. Los jóvenes encuentran cada vez más complicado insertarse en un mercado de trabajo que se vuelve mucho más exigente en sus condiciones de acceso y permanencia, pero menos amable en las prebendas. Antiguos trabajadores son despedidos y expulsados de un mercado laboral al que ya no lograrán volver. La clase media acomodada, la clase de los integrados, entra en un periodo de incertidumbre en el que su vida, su existencia básica, se ve cada día más comprometida por los procesos de precarización laborales, económicos y sociales. Es evidente el cambio en la naturaleza de la pobreza que, más allá de sus conocidos efectos en poblaciones particulares, desarrolla una «porosidad creciente en la exposición a los riesgos» (Goguel, 2003: 25). Estos procesos afectan decididamente a los lazos sociales y culturales sostenidos sobre las formas tradicionales de solidaridad: la familia, el vecindario, el barrio, etc. El individualismo creciente trae asociadas nuevas formas de aislamiento y malestar social, de soledad y pérdida de referencias.

Los significantes. Hemos visualizado cómo, al menos en el contexto francés, lo que había sido tradicionalmente tomado como problema tocante a grupos o sectores sociales concretos comienza a percibirse como un problema social generalizado que precisa otras definiciones. La habitual nosografía de los desviados, anormales, inadaptados o marginados se vuelve insuficiente y los cambios provocan el abandono progresivo de la categoría inadaptación social en favor de las de precariedad y exclusión social. Las clásicas políticas sociales basadas en la reinserción social tampoco se muestran efectivas y son progresivamente sustituidas por políticas de inserción en distintas redes y dispositivos sociales, esencialmente en el mercado laboral, con la pretensión de integrar y hacer circular a los individuos en el creciente movimiento global.

En los años ochenta aparece un nuevo concepto que hará fortuna: el de precariedad. La continua modernización y tecnologización de la producción, sumada a una cada vez más acuciante lógica de competitividad en la industria y la economía, continúan desmantelando puestos de trabajo y socavando las condiciones sociolaborales y personales de la población general. Efectivamente, el valor trabajo, el valor del trabajo como elemento primario de integración y promoción social, hace virar la mayoría de los análisis sociológicos de la época hacia el análisis de lo económico. Ello no debe llevarnos a pensar que los estudios se concentren o limiten a estudiar las causas y efectos de la pobreza material. Emparentado con ella, el discurso de la precariedad no remite a sus mismas condiciones ni situaciones, aunque no deje de señalar el riesgo de llegar, por distintos motivos, a padecerla. Tal y como se señalaba en la época:

La precariedad es la ausencia de una o de varias de las seguridades, especialmente la del empleo, que permiten a las personas y a las familias asumir sus obligaciones profesionales, familiares y sociales, y disfrutar de sus derechos fundamentales. La inseguridad resultante puede ser más o menos extensa y tener consecuencias más o menos graves y definitivas. Ella conduce a la gran pobreza cuando afecta a varios dominios de la existencia, cuando deviene persistente, cuando compromete las posibilidades de reasumir las responsabilidades y reconquistar los derechos por sí mismo en un futuro previsible. [Wresinski, 1987:6]

A la exclusión se llega a través de la precariedad, pero no solo desde la precariedad laboral. La generalización de los procesos de precarización de la vida material y social, unida a sentimientos de inseguridad social y vital, trae asociados nuevos riesgos, sufrimientos y malestares sociales y psíquicos que conformarán la nueva base de estudio sociológico de las incertidumbres.

Al concepto de precariedad, y la conformación de lo que hoy en día seguimos llamando «precariado», habrá que sumar una nueva categoría que comienza a tomar posición en los estudios y que ya no la abandonará hasta nuestros días. Nos referimos a la noción de vulnerabilidad. Ella introduce en los análisis sociológicos ciertos componentes afectivos, relacionales y psicológicos de las personas afectadas. La mirada macrosocial, en la que se prioriza el estudio de los efectos que las dinámicas de las estructuras políticas, económicas y sociales tienen sobre los individuos, se complementa con la toma en cuenta de las experiencias vividas por los propios afectados. Por extensión, los individuos precarios, vulnerables, excluidos, ya no son exclusivamente vistos como pacientes, víctimas de una situación que les sobreviene. Se trata también de ver el papel que ellos mismos tienen en ese entramado de situaciones. En definitiva, entramos en una nueva lógica que amplía el estudio de los procesos de empobrecimiento, precarización, discriminación o descalificación social dando cabida a sus efectos en forma de fragilización, vulnerabilidad y desafiliación (Castel, 1997) de los individuos.

2.3. De los años noventa al cambio de siglo

El contexto. Tratando de sintetizar los cambios que numerosísimos autores, y en lugar destacado Manuel Castells (1996; 1998), han puesto de manifiesto a la hora de plantear la nueva morfología social que comienza en esa década y que se extiende hasta nuestra sociedad contemporánea, podríamos delinear un triple proceso que afecta a todos los ámbitos de la vida social:

1. La hegemonía de una economía global, en la que todos los procesos actúan en tiempo real y en la que el flujo de capital, el mercado de trabajo, las organizaciones empresariales, el proceso de producción, la organización, las instituciones, la información y la tecnología operan simultáneamente a nivel planetario. Las tecnologías operan con fuerza desigual en los centros de poder y en los rincones más olvidados del planeta. De este modo, la producción y tenencia de recursos tecnológicos, así como la habilidad para usar esas tecnologías de la información, se ha convertido en una herramienta fundamental para el desarrollo de las comunidades y sociedades.

2. Interconexión mundial en las funciones económicas que se materializa en una gama amplia de flujos de información y comunicación. Estar desconectado de la red es equivalente a no existir en la economía global y quedar excluido del disfrute de los beneficios de la globalización.

3. La economía adopta la forma de redes de flujos que actúan selectivamente.La productividad y la competitividad se basan cada vez menos en los recursos primarios y cada vez más en el conocimiento y la información. Las materias primas, los oficios tradicionales y el trabajo no cualificado pierden valor y dejan de ser estratégicos en la nueva economía global.

La progresiva globalización económica, sostenida en la tecnología de redes y el avance del neoliberalismo político y económico, ha venido provocando otras mundializaciones de carácter social, laboral y cultural que han tenido efectos poco deseables en la vida de millones de personas. Entre ellos, y pensando el tema que nos ocupa, destacaremos dos. Por un lado, la transformación de los sistemas de producción que ha traído asociados desempleo estructural, precariedad en el empleo y aparición de nuevos perfiles profesionales (fundamentalmente asociados a la expansión del sector servicios y al predominio creciente de la información). Por otro, la generalización de las migraciones. Vivimos un tiempo en el que las personas se trasladan de todos lados a todos lados aunque, como es bien sabido, preferiblemente de sur a norte y de este a oeste. Migraciones en busca de una vida mejor que, en demasiadas ocasiones, trae aparejadas pobreza, marginación, clandestinidad y exclusión política, etc.

Los dualismos sociales y económicos, la brecha que se va configurando y acrecentando entre unos y otros, como resultado de la economía de mercado y la globalización imperante, es una de las causas que obligan a la toma de conciencia colectiva sobre lo que está aconteciendo en los diferentes Estados y comunidades. Asistimos desde entonces a una progresiva división social entre los que participan de los beneficios de este modelo de desarrollo, gozando de ingresos suficientes y estables, y aquellos otros excluidos de las ventajas del mismo, viviendo en situaciones límite y trabajando muy precariamente. La creciente brecha del dualismo socioeconómico —esa terrible realidad por la que los pobres y discriminados del acceso a los bienes son cada vez más pobres e invisibles, mientras los ricos y satisfechos acumulan cada vez más riqueza y poder— es la más poderosa maquinaria de discriminación y exclusión actual.

Los significantes. Decíamos que en el tránsito entre la década de los ochenta y la de los noventa el estudio de las lógicas de exclusión social adopta patrones novedosos que se hacen eco de contextos en los que la pérdida de cohesión social y la ruptura de los lazos sociales son reflejos y signos del mundo contemporáneo. En este contexto emerge la figura del sociólogo Robert Castel y de una obra que marcará, a mediados de la década, la línea a seguir en los estudios que se aproximan a las nuevas formas de la cuestión social. Se trata de La metamorfosis de la cuestión social. Texto que configura, sin lugar a dudas, uno de los trabajos sociológicos más completos y referenciados sobre el binomio integración-no integración (exclusión). Su eje central es el estudio del trabajo y, por extensión, la historia del salariado hasta este momento en el que se produce la metamorfosis que ha traído asociada la precarización de las condiciones de trabajo. Precarización que resquebraja las formas de solidaridad y de protección construidas a la sombra del Estado de Bienestar (a través de políticas sociales de corte keynesiano) y que tiene efectos devastadores en los soportes sociales de los individuos. Y es que la falta de trabajo, y/o su precarización, no conllevan solo pobreza material. Castel piensa que el trabajo no es solo un medio de ganarse la vida, ni una relación técnica de producción; es también un soporte privilegiado para la inscripción de los individuos en la estructura social. A su juicio, el lugar social que cada individuo ocupa, su seguridad y bienestar, aparecen como el producto de una fuerte correlación entre el lugar ocupado en el trabajo, la participación en las redes de sociabilidad y los sistemas de protección que le dan seguridad frente a los avatares de la existencia. Estos elementos configuran las capas de la cohesión social en la que individuos, familias y grupos pueden conseguir los necesarios y deseables grados de inserción social gracias a los beneficios derivados de la seguridad en términos de remuneración o salario, de la protección de la salud, de la educación, etc. Si estos elementos cohesionadores e integradores se resquebrajan o precarizan los individuos caen en redes débiles o frágiles que les conducen a procesos de vulnerabilidad social.

En resumen, Castel intenta pensar la exclusión social como un proceso y nunca como un estado. La relaciona con otros conceptos como el de integración y vulnerabilidad, aspecto que permite planteamientos estructurales poco frecuentes en la literatura especializada. Así, los estudios de Castel (1984; 1997; 2004) tratan de demostrar que la exclusión solo tiene sentido cuando se piensa desde los procesos, cuando la conectamos a las trayectorias vitales de las personas que han pasado de una situación a otra. Solo así podemos empezar a entender cómo se han generado los nuevos pobres, cómo operan las desafiliaciones o desligaduras de esas personas respecto a los soportes (laborales, económicos, familiares, comunitarios, etc.) que aseguraban formas sólidas de socialización y sociabilidad, de circulación y promoción social. Estudiar las causas, los recorridos, las limitaciones padecidas y las impotencias adquiridas, ayuda a desechar visiones de la exclusión que la entenderían como estados naturales de ciertos individuos o grupos para hacernos comprender que nadie nace excluido, sino que se hace (Castel, 2004); también que nadie es excluido por sí mismo, sino en referencia a una lógica y una trayectoria que le coloca en situaciones de dificultad social y personal. El sociólogo francés elabora una conocida propuesta que sirve para esbozar el recorrido que sigue el proceso de exclusión. A modo de simple recordatorio, diremos que este proceso se identifica con tres zonas entre las que los individuos contemporáneos podemos ir transitando, siempre en ambos sentidos:

1. Zona de integración: zona estable, trabajo regular y seguro, red de relaciones sólidas y soportes socializadores firmes.

2. Zona de vulnerabilidad: zona de precarización social debido a factores como el trabajo eventual, precario y residual; relaciones inestables o débiles y escasa integración social.

3. Zona de exclusión social, a la que se pueden abocar personas y grupos, se encuentren donde se encuentren. Sus factores habituales son el paro y el desempleo, la carencia o precariedad de relaciones sociales, etc. Se cae en ella tras una trayectoria de desafiliación y desenganches de estos soportes. Aunque en nuestros días es más fácil caer que salir de ella, recordemos que las trayectorias son, por lógica general, reversibles.

Las tres zonas por las que circulan los seres humanos resultan de la intersección de dos ejes: el de integración/no integración con relación al trabajo; y el de inserción/no inserción con respecto al sistema relacional en el seno del cual cada persona reproduce su existencia en el plano afectivo y social.

En este contexto de cambio de siglo, y en el marco de la Unión Europea, los estudios sobre exclusión y nueva pobreza, así como los programas de lucha contra ella, son cada vez más frecuentes. El significante exclusión social se convierte, definitivamente, en una categoría científica y política hegemónica que agrupa distintas formas de exclusión (laborales, políticas, económicas, culturales, institucionales, etc.) y distintas situaciones sociales y vitales (pobreza, precariedad, vulnerabilidad, desafiliación, etc.).

3. Exclusión social: una categoría hegemónica

Después de este breve recorrido histórico por el devenir del significante, queremos interrogarnos por las causas del incuestionable éxito de la categoría exclusión. ¿Por qué un solo significante —tan aparentemente banal, borroso y vacuo— ha hecho tanto camino? Tal vez no haría falta ir más allá, para comprender su poder de pregnancia, de su generalidad, de su porosidad y su abstracción. En cualquier caso quisiéramos detenernos en señalar, sin agotarlas, algunas condiciones de posibilidad que pueden ayudarnos a entender su éxito.

1. Condiciones significantes. Gracias, entre otros, a los trabajos de Ferdinand de Saussure y de Jacques Lacan hoy sabemos que la identidad y la unidad de los objetos es el resultado de la propia operación de nominación, la operación por la que les atribuimos un nombre7. Pero para que ese nombre tenga éxito, prenda y otorgue sentido, no debe estar subordinado ni a una descripción ni a una denominación precedentes. En otras palabras, ese nombre no debe estar asociado a una nominación anterior que, decididamente, haya intentado totalizar un sentido cualquiera. El significante se presenta entonces, tal como sugiere Ernesto Laclau (2005), como un significante vacío. Es justamente la cualidad de su vacuidad, su imposibilidad para totalizar un único sentido, la condición necesaria para que el nombre (el significante) se convierta en el fundamento de la cosa, la encarne y la represente. De hecho, algunos estudiosos de la exclusión social consideran, desde perspectivas y sentidos distintos a los recién apuntados, que el éxito del significante se debe justamente a la laxitud e indefinición que lo rodea. Vacuidad y laxitud que no impiden que la exclusión social sea «una modalidad determinada de nombrar lo real y de intervenir sobre él» (Karsz, 2004: 133).

2. Condiciones socioculturales. Luis Moreno (2000: 51) ha señalado que la popularización del término se fue trasladando desde Francia, lugar en el que como hemos visto aparece y prende, hacia el resto de Europa. Irradiación y contagio del concepto que fue imponiendo su uso entre las herramientas científicas de análisis, los usos populares, las prácticas profesionales, las políticas sociales, el debate social y mediático, etc. Popularización que, no obstante, no ha traído asociados ni interpretaciones ni usos comunes y homogéneos, sino un borroso imaginario aceptado. A pesar de que en las ciencias y en las políticas sociales de los países europeos es habitualmente utilizada la categoría exclusión social, existen diferencias respecto a los grupos objeto de calificación y a la importancia dada a cada uno de los distintos recursos para superar las situaciones de exclusión.

3. Condiciones políticas. Joan Subirats nos ha recordado que la adopción del término exclusión social en el discurso oficial de la Unión Europea reforzó definitivamente e hizo emerger una nueva literatura alrededor suyo: sus usos y formas de investigarlo en ámbitos científico-académicos, así como las posibles soluciones políticas dadas. La definición del I Programa Europeo de Lucha contra la Pobreza (1975-1980) solo contemplaba la pobreza, entendida como la resultante de la desigual participación económica en términos estrictamente monetarios. El II Programa (1984-1988) sigue subrayando la falta de medios económicos pero ya introduce la dimensión de la privación cultural y social. La pobreza es vista como una forma de exclusión en términos de plena ciudadanía. Puede asegurarse que, a partir de ese momento, el término exclusión aparece en todos los materiales de la Comunidad Europea. En 1991, en el marco del Programa de la Comunidad Europea para la Integración Económica y Social de los Grupos Menos Favorecidos (conocido como Pobreza 3), el concepto queda definitivamente fijado. Gracias a los trabajos y aportaciones del Observatorio de Políticas Nacionales de Lucha contra la Exclusión Social, y a los documentos producidos bajo la presidencia de la Comisión por parte de Jacques Delors (Libro Verde y Libro Blanco de la Comisión; 1993 y 1994) la exclusión se fija en el imaginario político europeo entendiéndose, en líneas generales, como un fenómeno multifactorial y multidimensional que atañe a sectores amplios de población y que supone algo más que las clásicas desigualdades monetarias y sociales. La exclusión viene dada por la negación o inobservancia de los derechos sociales e incide en el deterioro de los derechos políticos y económicos de los ciudadanos y ciudadanas, conllevando el riesgo de una sociedad dual o fragmentada política y económicamente. Por todo ello, la exclusión social es susceptible de intervención política.

Finalmente, la exclusión social es una noción hegemónica en los países europeos, siendo menos utilizada en países de otros continentes. Aspecto que da cuenta de las especificidades que ha arrastrado el término y de las dificultades para «transferirlo directamente al contexto social, político, económico y cultural de los países de América Latina y el Caribe» (Villa, 2001:5). En cualquier caso, una revisión de la literatura especializada de los últimos años mostraría su avance imparable. La noción exclusión social comienza a hacerse un hueco importante en universidades y facultades de ciencias sociales del contexto latinoamericano.

4. ¿Qué nombra la exclusión social hoy?

Un cierto acuerdo parece haberse establecido en el contexto europeo a la hora de entender que la noción de exclusión social es más apropiada que la de pobreza para comprender la nueva cuestión social. La diferencia entre una y otra reside en la naturaleza y calidad de las relaciones que mantienen las personas en situación de dificultad con el resto de la colectividad. En este sentido se dice que las situaciones de pobreza no tienen por qué implicar una pérdida de los vínculos o lazos sociales, tampoco de la participación social y política en una comunidad. Más allá de lo acertado o no de la posición, el acuerdo es total a la hora de otorgar a la categoría exclusión una extensión que sobrepasa las necesidades o penurias económicas y/o materiales para integrar una pluralidad de dimensiones: laborales, sociales, culturales, económicas, políticas y de salud8. La exclusión social haría referencia a procesos de expulsión, discriminación, segregación, precarización, vulneración, etc., por los que se llega a una situación de acumulación y combinación de distintas desventajas (laborales, económicas, culturales, políticas, etc.) que individuos y grupos pueden padecer en un momento singular, de mayor o menor duración, de sus vidas. Fenómeno poliédrico, dinámico, multifactorial, multidimensional, generalmente inferiorizante, degradante y hostil para quienes lo padecen, que tiende a romper los lazos y vínculos sociales, laborales, culturales e incluso afectivos, de los individuos con la comunidad o red social de referencia. En última instancia, no serexcluido sino estar excluido es acabar siendo asignado a un lugar social generado por el juego de las condiciones y determinaciones económicas, políticas y laborales. Estar excluido es ocupar un lugar social afectado de negatividad, una posición de desventaja en el conjunto de posiciones sociales.

Veamos a continuación algunas maneras actuales, siempre diversas, de entender la exclusión social:

Robert Castel (2004: 55-56): En la actualidad exclusión es el nombre de una multitud de situaciones completamente dispares donde la especificidad de cada una queda diluida. Dicho de otra manera, no se trata de una noción analítica que posibilite análisis más o menos penetrantes. Podríamos decir que las palabras eficaces son aquellas que duelen un poco, mientras que la exclusión es una noción completamente laxa.

Robert Castel (2004: 70): La exclusión puede ser el efecto último, el final del trayecto de otras situaciones problemáticas (precariedad, vulnerabilidad, pobreza, discriminación). Pero esta categoría no representa su totalidad ni es capaz de significar las características de cada una. Si ponemos la mira en «la lucha contra la exclusión», nos privamos de medios intelectuales y materiales para pensar sus causas e intervenir sobre ellas; esto es, para evitar no ya las dificultades, sino que las personas lleguen a situaciones de exclusión.

Joan Subirats (dir.) (2004: 19): Podríamos, pues, decir que la exclusión social, en la medida en que se inscribe en la trayectoria histórica de las desigualdades, es un fenómeno de carácter estructural, de alguna manera inherente a la lógica misma de un sistema económico y social que la genera y alimenta casi irremediablemente. Ahora bien, en un contexto de creciente heterogeneidad, la exclusión social no implica únicamente la reproducción de las desigualdades «clásicas», sino que va mucho más allá, contemplando situaciones generadas por la existencia de nuevas fracturas sociales y la ruptura de las coordenadas más básicas de la integración: la participación en el mercado productivo, el reconocimiento público y la participación política, y la adscripción social y comunitaria que proporcionan la familia y/o las redes sociales. [...]
La exclusión social se define entonces como una situación concreta fruto de un proceso dinámico de acumulación, superposición y/o combinación de diversos factores de desventaja o vulnerabilidad social que pueden afectar a personas o grupos, generando una situación de imposibilidad o dificultad intensa de acceder a los mecanismos de desarrollo personal, de inserción sociocomunitaria y a los sistemas preestablecidos de protección social. Dicho de otra manera: hay personas que viven en unas condiciones de vida, materiales y psíquicas, que les impiden sentirse y desarrollarse plenamente como seres humanos. La exclusión hace difícil sentirse ciudadano en su proyección concreta en cada contexto social, sentirse formando parte de la sociedad de referencia.

Fundacion FOESSA (2008: 184): El concepto de exclusión que se extiende en Europa permite incluir tres aspectos clave de esta concepción de las situaciones de dificultad: su origen estructural, su carácter multidimensional y su naturaleza procesual. La tradición francesa de análisis sociológico, de la que parte el término exclusión,entiende que este es un proceso social de pérdida de integración que incluye no solo la falta de ingresos y el alejamiento del mercado de trabajo, sino también un descenso de la participación social, y por tanto una pérdida de derechos sociales.

Como se ha podido ver a lo largo de todo el apartado, con el significante o categoría exclusión social nombramos situaciones o vivencias de individuos y/o grupos propiciadas y operadas por una normatividad, un discurso o una regulación (económica, política, judicial, administrativa, educativa, etc.) cualquiera. La exclusión no es sino la acción de excluir, por lo que tal acción dice más del que la ejecuta que del estado o esencia del/de lo excluido. La exclusión no está inscrita ni en los genes ni en el carácter del que la padece. Se llega a ser excluido en función de determinados discursos, normativas o prácticas ejercidos por algún tipo de poder, generalmente externo a quienes la padecen, que afecta negativamente a sus condiciones y modos de vida. Los efectos de tales situaciones fragilizan y deterioran las virtualidades y potencias sociales y personales de los individuos, de manera que cada vez resulta más difícil salir de los efectos provocados por las situaciones de exclusión. Y pese a todo, hoy en día no cesamos de hablar de excluidos, o de personas en riesgo de exclusión, para señalar a los parados de larga duración, a chicos y jóvenes incapaces de habitar la escuela u otras instituciones, drogodependientes, prostitutas, inmigrantes, personas mayores, etc. ¿Qué tienen que ver unos con otros? Y más aún, ¿qué ganamos llamándoles excluidos? Resulta necesario seguir preguntándonos, siquiera por cierta inquietud ética, por qué y para qué construye una sociedad sus categorías estigmatizadoras. Quizás, como nos sugiere Castel (2004: 57), muchos de los que hablamos de exclusión haríamos mejor en callarnos antes de emplear este tipo de denominación puramente negativa que no permite analizar las diferentes situaciones de las personas. Si, a pesar de lo dicho, insistimos en no abandonar por completo la categoría exclusión social cabría, al menos, utilizarla de acuerdo a sentidos más precisos y acotados.

Para finalizar este apartado, quisiéramos señalar que tras la exclusión social (dicha en singular) existen muchas y distintas lógicas y situaciones de exclusión (en plural). Exclusiones estructurales del mundo en el que vivimos, exclusiones locales según los países y ciudades en que residimos, exclusiones institucionales según las instituciones por las que transitamos. Hay, también, grandes y pequeñas exclusiones laborales, políticas, económicas, educativas. Por lo mismo, la categoría exclusión social es tanto una categoría científica como una categoría política que debemos seguir sometiendo a análisis y critica. Debe ser —también, igual que los fenómenos que pretende nombrar o explicar y sobre los que pretende intervenir— una noción politizable porque es al amparo de los Estados de Derecho y de Bienestar que se han ido construyendo las formas de seguridad, cohesión e integración que hoy en día vemos desaparecer bajo su nombre.

 

2. Veamosunejemplo. Para queciertasfranjas de la sociedadquedenexcluidas de la economía esprecisoqueocupen, como ha observadoSaülKarsz (2004: 160), ciertoslugares en la estructura económica: demandantes de empleo, ejército industrial de reserva, desechadospor el progreso, inadaptadossociales, inempleables, etc. Es en el ámbitoeconómico en el queestas poblacionescumplenfuncionesprecisascomo: servir de freno a lasreivindicacionessalariales, sostener la idea según la cual los quetienenempleoasalariado son privilegiados, confirmar el dogma de que el trabajoessalud, resignarse a condicioneslaboralescadavezmáspenosas, estimular el reparto del empleo sin tocarlasestructuras de la redistribución de capital, etc.

3. No es la visibilidad de lasdiferenciasfísicas, sociales o culturales lo que genera la diversidad, son los mecanismos de diversificación los quemotivan la búsqueda de marcajesquellenen de contenido la voluntad de distinguirse y distinguir a los demás. Distinciónque, no pocasveces, albergafinalidadesestigmatizadoras y excluyentes, talcomo ha señalado Manuel Delgado (2007: 200)

4. Merton (2002) define la anomia comouna crisis del sistema cultural que se verificacuando existe, por un lado, unafuertediscrepancia entre normas y fines culturales, y porotro, las posibilidadesestructuradassocialmente de actuar en conformidad con aquéllas.

5. Debemos a Merton la idea de la profecía se cumple a símisma, elaborada a partirdelcélebre teorema de W. Thomas, en The Unadjusted Girl. Boston: Little, Brown and Co., paraquiensi unasituación se define como real, estaes real en susconsecuencias.

6. A los interesados en estatemáticaremitimos a lasobras de: D.J. Rothman (1980), Conscience and Convenience: The Asylum and Its Alternatives in Progressive America. Boston: Little, Brown; S. Cohen (1988), Visiones de control social. Barcelona: PPU; D. Melossi y M. Pavarini (1987), Cárcel yfábrica: los orígenes del sistemapenitenciario (siglosXvi-Xix). México: Siglo XXI; M. Pavarini (2003), Control y dominación.Teoríascriminológicasburguesas y proyectohegemónico. Buenos Aires: Siglo XXI.

7. J. Lacan (1998), Seminario 3: laspsicosis, 1955-1956. Buenos Aires: Paidós, pp. 264-265: «Nuestropunto de partida, el punto al quesiemprevolvemos, puessiempreestaremos en el punto de partida, esquetodoverdaderosignificantees, en tantotal, un significanteque no significa nada. [...] La experiencia lo prueba: mientrasmás no significa nada, más indestructible es el significante».

8. Siguesiendo de obligadareferenciapara el estudio de la desigualdad y la exclusión social en nuestrageografía la trilogía de José Félix Tezanos (2001a; 2001b y 2002).