Capítulo I

ALGUNAS CLAVES PARA PENSAR. El lugar del niño hoy, el lugar del adulto hoy

Todos hemos perdido a nuestros hijos, a nuestros chicos, para nosotros es como si todos los chicos de América hubieran muerto. Véanlos violentos en las calles, comatosos en los centros comerciales, hipnotizados delante de la TV. En el correr de mi existencia, si algo ha pasado de terrible, es que nos han secuestrado a nuestros hijos (Rosenbaum, 1991).
Pensar las infancias[3] en la actualidad implica encontrar las claves de lectura que nos permitan acercarnos a ellas con una mirada amplia, ayudándonos a entender algo de lo que pasa en esa etapa para poder ocupar el lugar que como adultos nos corresponde. Pensar las infancias de hoy nos convoca a una aventura compleja para adentrarnos en un territorio desconocido, en el que anhelamos una suerte de brújula para poderlo recorrer. En el presente trabajo, me propongo transitar los territorios de las infancias actuales a partir de algunas orientaciones que podemos construir con la colaboración de otros: los otros de la experiencia, de los libros, de la conversación... Otros que me han permitido ir armando las señales necesarias para orientarme como educadora confrontada con la difícil y apasionante tarea de participar en la educación de las infancias.
Leer las infancias implica repensar lo que ya conocemos de ellas y hacer el esfuerzo de inscribirlo en la época actual, con sus paradojas y dificultades. La infancia, pues, como una etapa de grandes oportunidades y experiencias pero con vivencias complejas, porque crecer constituye un tiempo de renuncias, de separaciones, de miedos y forzamientos a la hora de adaptarnos a contextos de exigencias múltiples. El psicoanálisis rompe con el mito de la infancia como la edad de la felicidad y la inocencia, y es a partir de los descubrimientos de Freud que somos conocedores de las tensiones psíquicas de los niños en el trabajo de renuncia a los instintos primarios, de los esfuerzos que deben hacer para entrar en el mundo civilizado.
Vemos, entonces, que el niño paga un precio por el acceso al mundo, y que, según la época y la cultura en que se produce su nacimiento, y el lugar que ocupe y cómo sea el desarrollo de su vida, los derroteros que tomará serán bien diferentes.
Leer las infancias en clave de actualidad implica ser conocedor, en la medida de lo posible, de los cambios que se suceden tanto en ellas como en el mundo que les da la bienvenida. Implica tener claves de lectura para provocar una mirada con cierta perspectiva, para descifrar los diversos modos en que el mundo contemporáneo las aloja. Esto equivale a separarse de lo vertiginoso del día a día, de las prisas y del implacable encargo de dar respuestas rápidas y eficaces, para poder pensar e inventar respuestas desde la complejidad de cada acto.
En este sentido, nos podemos preguntar sobre el lugar que el niño ocupa en la contemporaneidad. Sabemos sobre la historia de la infancia[4] y sus avatares a lo largo de los siglos y cómo este lugar ha ido variando, cómo ha cambiado el valor atribuido por el otro adulto según las significaciones y las producciones discursivas de cada momento histórico. Esto abarca desde el niño de la Edad Media, usado como fuerza de trabajo, pasando por el niño del siglo XIX que se reconoce como sujeto de pleno derecho (derecho a gozar de una familia, de asistir a la escuela...), hasta el niño de hoy, perteneciente a una época caracterizada por modalidades más flexibles de crianza, por los cambios en las formas de socialización y en la relación con las figuras de autoridad. Podemos pensar que todas estas variables afectan a la relación del niño con el mundo y, al mismo tiempo, nos interpelan en la medida en que nos invitan a pensar en nuestra responsabilidad como adultos y como agentes de socialización.
El niño contemporáneo nos sorprende, a diferencia del niño de otras épocas, en esta tendencia a ocupar el lugar de objeto ideal, con frecuencia sobreprotegido en una suerte de burbuja que lo aleje de todo sufrimiento y frustración; es así el modo en que opera la permisividad como rasgo de la actualidad, como muestra de lo que, como adultos, tenemos dificultad para afrontar.
En este sentido, podemos considerar la paradoja en la que, en pleno siglo de los derechos del niño, y cuando este emerge como centro de la escena familiar, la figura del «niño-rey» tiene su reverso en el «niño-víctima», que a menudo queda desprotegido por la propia desorientación de los adultos, recibiendo respuestas inadecuadas por el lugar vacío que deja la función educativa.
Por todo ello, uno de los principales retos que nos deberíamos proponer consiste en preguntarnos cómo ocupar el lugar de adultos para ayudar al niño a salir de la omnipotencia, para que pueda comprender que su deseo no hace ley, que choca con la existencia de los demás y que va a tener que aceptar salir de sí mismo para poder crecer y formarse como sujeto.

1. Autorizarse a ser adulto

Porque el ogro es aquel que tanto nos quiere que nos come, y nosotros los humanos nunca vamos a resolver la cuestión de saber cómo amar tanto a alguien sin comérnoslo, o cómo que alguien nos ame tanto pero sin que se nos coma. ¿Cómo amar a alguien sin privarlo de su libertad? Todas estas cuestiones no las ha resuelto nadie y lo mejor es pensar que nadie las resuelva, porque no habría más literatura, no habría más cine, no habría nada más Meirieu, 2004.
Numerosos estudios han valorado el impacto de la crisis de autoridad en niños y adolescentes y sus procesos educativos. Su indisciplina se atribuye a una serie de causas que abarcan desde la falta de autoridad docente, el laissez-faire de las nuevas corrientes pedagógicas, la falta de presencia de los progenitores, la influencia de los medios de comunicación, etc. En numerosos espacios, vemos cómo, ante el diagnóstico de la indisciplina, se propone la restitución de la autoridad a partir de prácticas que rozan el autoritarismo, con el objetivo de imponer una disciplina que sustituya la autoridad perdida. En este sentido, podemos constatar diferentes formas de contención, algunas de ella tradicionales, como los castigos disciplinarios, y otras más contemporáneas, como la contención química; así, vemos el modo en que se suministran fármacos de forma abusiva como forma de regular comportamientos. Actualmente, también podemos considerar la contención hipnótica, producida por diversos dispositivos virtuales que tienen un efecto de desconexión en relación con el entorno directo del niño (Meirieu, 2007).
Si nos detenemos en la referente a los sistemas disciplinarios, podemos remitirnos al análisis y los recursos conceptuales elaborados por Foucault, principalmente, en Vigilar y castigar (2012): discursos y prácticas de dominación que nos advierten acerca de las funciones de disciplinar y normalizar propias de las instituciones educativas. El poder disciplinar cumple así una función normalizadora, dado que en la escuela no solo se transmiten conocimientos, sino que se forman personas y se producen cierto tipo de subjetividades. Las tecnologías disciplinarias son individualizadoras y están centradas en los cuerpos de los individuos para hacerlos dóciles. De esta manera, la disciplina reúne el ejercicio del poder y la construcción del saber en la organización del tiempo y del espacio, de modo que se faciliten formas constantes de vigilancia y evaluación. En suma, la disciplina es un tipo de poder, un modo de ejercer el poder. Así, la autoridad se confunde con la fuerza o con la violencia (Carli, 2005). Con frecuencia, nos encontramos ante la lógica de intentar transformar al sujeto a partir de un ideal preestablecido introduciendo elementos externos que forzarán procesos de cambio. Esta operación reside en el imaginario de muchos profesionales que, sin quererlo, adoptan posiciones totalitarias y homogeneizadoras. Núñez (2010) conceptualiza las diversas posiciones que tomamos frente al acto educativo, y denomina la mencionada como una posición que se sostiene en la lógica del todo, que puede tener dos caras bien diferentes; de un lado, la posibilidad del todo es posible. En ella, subyace la ilusión de poder transformar al sujeto en todo lo que hace obstáculo a lo que consideramos el ideal de normalidad, insistimos en cambiar aquello que surge como diferente, como disruptivo, como molesto... En estos posicionamientos, nuestra dificultad más importante radica en aceptar la parte del sujeto que no es educable, que no es transformable por más presión que ejerzamos. La otra cara de la moneda es el discurso del profesional que se sostiene en el nada es posible. En estos posicionamientos subyace la idea de que el sujeto es responsable de sus actos y debemos dejar las cuotas de libertad necesarias para su desarrollo. En estas corrientes, el límite aparece como nocivo en la medida en que coarta las posibilidades de desarrollo del sujeto. Cuando el sujeto se desregula, obviamente por la falta de un sistema que contenga su impulsividad, aparece la tendencia a culpabilizarlo y a utilizar métodos disciplinarios o farmacológicos.
Una tercera propuesta de la autora es la que puede constituir una pista en el desarrollo de nuestro trabajo: la tercera hipótesis que desarrolla Núñez y se sostiene en la lógica del no todo, que implica aceptar los límites de la educación pero que, al mismo tiempo, propone un modo de canalizar su socializar a través de los elementos culturales.

2. Las figuras de autoridad

La modernidad sólida era el mundo de los legisladores, creadores de rutinas, mundo de autoridades; líderes que sabían lo que era mejor y maestros que enseñaban a seguir adelante. La modernidad líquida no ha abolido las autoridades creadoras de ley, sino que ha permitido que coexistan pero sin que mantengan su potestad durante demasiado tiempo. Cuando las autoridades son muchas tienden a cancelarse entre sí, y la única autoridad posible es la de quien debe elegir entre ellas (Bauman, 2002, pág. 26).
Algo de lo nuevo de ser adulto hoy reside en la dificultad para tener una orientación a la hora de educar las infancias, viviendo así en una suerte de confusión que habitualmente nos abruma y nos convoca a preguntarnos si las decisiones que tomamos son las adecuadas. Quizás no se trata de plantearlo en estos términos, sino en forma de desafíos para analizar la causa de tales dificultades y, en consecuencia, repensar las referencias que nos pueden guiar. Nos encontramos inmersos en un mundo que no se deja pensar con las viejas representaciones (Duschatzky, 2001), perdiendo las referencias para pensar qué modalidades de respuesta debemos proponer ante las contingencias en la relación con las infancias. Las referencias de nuestros padres, de cómo nos educaron, se vuelven caducas o simplemente no nos sirven porque los cambios sociales se han precipitado a un ritmo espectacular. Ningún padre puede buscar entre sus recuerdos para preguntarse a qué edad puede comprar a su hijo un teléfono móvil, los usos de las tecnologías y sus límites. No disponemos de modelos anteriores que nos indiquen cómo hacerlo; no existen manuales de cómo educar las infancias[5] y qué respuestas articular ante cuestiones inéditas que se nos plantean en el día a día.
Bauman (2002), a partir de los estudios sobre la modernidad líquida en la época actual, sitúa las dificultades del individuo para ubicarse en un mundo carente de soportes sólidos, dibujando una nueva realidad en la que los contornos de los lugares de cada sujeto están desdibujados. Leernos como adultos implica investigar sobre los aspectos que se han modificado en relación con el lugar que como adultos ocupamos y, en consecuencia, con la función que debemos desplegar.
Algunos de los aspectos alterados tienen que ver con la relación del adulto con el saber y el conocimiento. Los cambios en los modos de acceso a la información han alterado la relación que, históricamente, se sostenía en una asimetría de saber. Es decir, en la actualidad, son patentes las dificultades de los adultos en relación con el acceso a la información, en relación con la posibilidad de anticipar acontecimientos, o en la caducidad de un saber que se vuelve anacrónico por el imperativo de una sociedad que nos pide renovación y cambio de forma estrepitosa. Todas ellas constituyen invitaciones a las infancias a percibir nuestro saber como algo inútil y anacrónico. La lógica del acceso a la información altera la relación de autoridad que, en otros tiempos, se instituía en la asimetría de saber. El educador era portador de un conocimiento que le atribuía una autoridad ante un sujeto que se ubicaba como aprendiz. Actualmente, los niños tienen un acceso a la información más efectivo y directo que muchos adultos, y se producen fenómenos que generan confusión e indiferenciación en las funciones. Tales cambios debemos pensarlos en clave de los efectos que tienen en la relación educativa. Beichmar (2009, pág. 19) dice que la «función paterna[6] como lugar de construcción de legalidades se asienta en la asimetría de saber y poder entre el niño y el adulto, y la responsabilidad que esta asimetría impone al adulto en relación con la transmisión de una ley de cultura». Tal dificultad tiene efectos en la pérdida de autoridad, tan necesaria para ser una figura capaz de ejercer influencia en los procesos de socialización de las infancias. Sin lugar a dudas, nuestra brújula apunta hacia una nueva orientación:
se trata de que el adulto se constituya como punto de anclaje que permita regular y orientar la experiencia de un sujeto.
Para ello, es importante que tomemos como punto de partida la necesidad de autorizarnos a ejercer influencia, a tomar cada acto en nombre propio y con la determinación que requiere no ceder ante las inercias actuales.