Mesopotamia, la cuna de las antiguas civilizaciones sumeria y babilónica, forma parte de las culturas sin iconos. A diferencia de la vecina y contemporánea civilización del Egipto faraónico, que inunda nuestra vista de imágenes espectaculares de templos, pirámides, relieves, joyas y pinturas, la Mesopotamia antigua es un tipo de nebulosa difícil de precisar para un lector lego en estudios cuneiformes. Si oímos las palabras Isis, Osiris o Ramsés, rápidamente nos vienen a la cabeza imágenes concretas procedentes del Egipto faraónico, en cambio si decimos Enlil, Marduk o Hammurabi, todo lo que somos capaces de imaginar es un gris indefinido.
Mesopotamia no tiene grandes iconos. Sus hallazgos arqueológicos han sido y son importantes, pero prácticamente nunca han sido espectaculares. Solo durante la época más tardía de sus civilizaciones, durante el periodo neoasirio, el legado arqueológico devino deslumbrante, con grandes relieves y colosales esculturas con toros alados, distribuidos por los principales museos del mundo. A pesar de todo, Mesopotamia no tiene iconos. La causa fundamental de esta ausencia es la pobreza de materias primas de la región. La piedra es un bien escaso en la baja Mesopotamia, la madera también es escasa y soporta mal el paso del tiempo, los metales tampoco son abundantes. En este contexto, el humilde barro es el pivote alrededor del cual gira buena parte de la civilización, el barro que sirve para moldear ladrillos, hacer pequeñas figuritas, fabricar la cerámica y, también, para escribir.
Hace apenas ciento cincuenta años que se inició una nueva disciplina dedicada a estudiar las antiguas civilizaciones que fueron pasando por Mesopotamia en la antigüedad. El nombre que los expertos dieron a esta nueva disciplina fue asiriología, es decir, el estudio de la civilización asiria. A mediados del siglo XIX las excavaciones arqueológicas en Mesopotamia empezaron a desenterrar los despojos del antiguo reino de Asiria, uno de los últimos momentos de esplendor de la Mesopotamia antigua. De este modo, el estudio de los asirios –la asiriología– pasó a denominar, por extensión, el estudio de todas aquellas civilizaciones que se asentaron en Mesopotamia, desde las primeras documentaciones escritas hasta la conquista de Alejandro Magno.
Asiriología es un término que ha hecho fortuna, pero que no responde exactamente al ámbito de estudio de la mayoría de los asiriólogos; muchos de ellos dedican sus esfuerzos a investigar los antiguos sumerios –tan alejados cronológicamente de los asirios como nosotros de los visigodos–, los acadios, los babilonios o los hurritas. El denominador común de todas estas culturas, además de su lugar común en Mesopotamia y los países adyacentes, es el sistema de escritura. Los llamados asiriólogos, en realidad tendrían que denominarse «cuneiformólogos». El estudio de todas aquellas civilizaciones, lenguas y culturas que emplearon el sistema de escritura cuneiforme es aquello que, de manera restrictiva, denominamos asiriología, pero que sería mejor denominar estudios cuneiformes.
Ya hemos dicho que Mesopotamia no tiene iconos. Ciertamente, los hallazgos arqueológicos vistosos son escasos en Mesopotamia, no obstante, su principal riqueza radica en la cantidad ingente de textos escritos que han llegado –y que continúan llegando– a nuestras manos. Los sumerios tuvieron la idea de escribir sobre un material tan poco elegante como las tablillas de barro, pero esta ha sido la clave de su perdurabilidad a lo largo de milenios. El barro, al secarse se convierte en un material bastante duro que, sin una humedad muy alta, aguanta durante siglos en buen estado. Si, además, tenemos la fortuna de que la destrucción del edificio que albergaba los textos cuneiformes es a causa del fuego, la perdurabilidad del barro se multiplica, dado que las tablillas se convierten en barro cocido. Los escribas mesopotámicos emplearon otros soportes para escribir, como por ejemplo la piedra, para inscripciones monumentales, el metal, la madera y las tablillas de cera, a pesar de que de estas últimas no se ha conservado ningún ejemplar.
Es difícil calcular cuál es la cantidad de textos cuneiformes que hay hoy en día en los diferentes museos y colecciones privadas de todo el mundo. Se han propuesto varias cifras, pero es evidente que tenemos que hablar de centenares de miles de documentos. La gran mayoría de estos textos son documentos económicos y administrativos. Las sociedades de la Mesopotamia antigua tuvieron una tendencia a generar burocracia, sabemos que en algunos periodos concretos el control estatal fue muy riguroso, con una administración descomunal y la consecuente inflación burocrática. Todo ese «papeleo» es el legado cuantitativamente más notable de la escritura cuneiforme: recibos, pagarés, listas de todo tipo, contratos, procesos judiciales, sentencias, cartas. Existen también una serie de textos, que los asiriólogos denominan los textos de la tradición, que perduran durante todos los siglos en que se utilizó el cuneiforme. Estos textos recogen la tradición literaria, sapiencial y «científica» de la Mesopotamia antigua, tradición mantenida y enriquecida durante siglos por los escribas y eruditos sumerios, babilonios y asirios. Es en esta tradición en la que se insertan las grandes obras literarias de las civilizaciones mesopotámicas, como por ejemplo el ciclo de narraciones sobre Gilgamesh, las epopeyas y los mitos sumerios, o los diferentes textos literarios de tradición babilónica.
Este libro pretende introducir al lector en el núcleo central –denominador común de todas las antiguas civilizaciones mesopotámicas– y objeto de estudio principal de una disciplina como la asiriología: el sistema de escritura cuneiforme, su desciframiento y las lenguas que lo emplearon.