Capítulo I

Antropología criminal

Carles Feixa

1. Introducción

La delincuencia puede explicarse por factores de naturaleza biológica (determinadas enfermedades o disposiciones corporales o mentales), ecológica (los procesos de segregación urbana), social (el hecho de etiquetar a determinados colectivos), estructural (la disposición del poder a escala de la sociedad global y el rol de las instituciones encargadas de ejercerlo y de controlar la desviación), cultural (las relaciones de hegemonía y resistencia entre cultura dominante y culturas subalternas) o penal (la estructura del Estado y de sus sistemas de control duros –la mano derecha: policía y prisión– y suaves –la mano izquierda: servicios sociales y medidas alternativas a la prisión). El modo en que se correlacionan estos factores lleva a la construcción de teorías interpretativas, que sirven para explicar la realidad y también para justificar determinadas políticas criminales para abordarla.
En este capítulo, repasaremos algunas de las principales teorías e interpretaciones que se han dado del fenómeno de la delincuencia y de su relación con la marginalidad en la era contemporánea: el evolucionismo positivista, la ecología urbana, la teoría del etiquetaje social, el estructuralismo, los estudios culturales y la criminología crítica. Para cada escuela, exponemos el contexto en el que aparece, los autores principales, los conceptos clave, algunas investigaciones empíricas y sus implicaciones teóricas, sociales y criminológicas.

2. El nacimiento de la antropología criminal

«A la vista de esta pequeña hendidura [en el cráneo de un esqueleto] se me iluminó de repente, como una amplia llanura bajo un horizonte infinito, el problema de la naturaleza del delincuente, que podía reproducir en nuestros tiempos los caracteres del hombre primitivo, hasta los carnívoros.»
Lombroso (1924; citado en Leschiutta, 1996, p. 48).
Cesare Lombroso (Milán, 1834), médico y psiquiatra italiano, es considerado el fundador de la antropología criminal. Interesado desde muy joven por las raíces filológicas de la cultura y por la unión de las ciencias físicas y las ciencias sociales, influido por el positivismo de Comte y por el evolucionismo de Darwin, dedicó toda su vida a la elaboración de una teoría sobre una de las patologías sociales más graves (el crimen), que pudiera ser equiparable a las teorías sobre las enfermedades y su inmunología. La culminación de su trabajo es L’Uomo delinquente (primera edición 1887, nueva edición 1924), en la que Lombroso estudia el «pueblo de las prisiones», que conocía directamente por haber trabajado como médico criminalista. No se trata del «pueblo auténtico y creador» mitificado por los folcloristas de su tiempo, símbolo de la verdad y de las virtudes del pasado, que vivía en el campo y trabajaba cantando, sino una plebs de origen principalmente urbano, ajena tanto al mundo rural como a los procesos de industrialización, un pueblo poco instruido pero partícipe de las modas culturales de su tiempo, resultado del melting pot de la cultura urbana.
Las prisiones italianas de la segunda mitad del siglo xix tienen más que ver con las representaciones pictóricas medievales de Piranesi que con la ordenada utopía del Panóptico de Bentham. Lugar de sufrimientos reales y de representación simbólica de la potencia del aparato represivo del Estado, la prisión cumple esta doble función con bastante retraso con respecto a los cambios sociales del mundo que la rodea. En Italia está todavía vigente el Código Penal Sardo de 1859, inspirado en el código napoleónico de 1810, extendido por todo el país con la unificación. Se trata de un código muy atento a la defensa de la propiedad privada: dedica más de 21 artículos al hurto, con tantas circunstancias agravantes que hacen casi imposible ser imputado por «hurto simple» (son factores agravantes el valor, el tiempo, el lugar, el medio, el ser sirviente y robar al amo, hacerlo en una casa habitada o usar una escalera, etc.). La mayor parte de los detenidos en las prisiones de Turín y que Lombroso estudia provienen del subproletariado urbano: individuos desempleados, poco escolarizados, de reciente urbanización, marginales en el mundo productivo, sin relevancia política ni social, que no interesan ni a las clases dominantes ni a la izquierda. Lombroso pretendía que el nuevo código penal se basara en el conocimiento científico de los criminales. Por ejemplo, introducía el concepto de responsabilidad legal o capacidad para delinquir, un tipo de responsabilidad objetiva que prescinde del delito en sí para valorar el peligro potencial del criminal; pretendía que la pena fuera un medio de defensa social más que un castigo valorado según el delito; y proponía que los tribunales estuviesen compuestos también por médicos criminalistas –los únicos que podían valorar la personalidad del preso. En 1890 entraría en vigor el nuevo Código Penal (denominado de Zanardelli), que ignoraría todas las indicaciones y esperanzas de Lombroso.
Dentro de la prisión, los vigilados se oponen a los vigilantes: dos categorías sometidas a reglamentos rígidos, jerárquicos, burocráticos, en un ambiente que exaspera las tensiones. Los reglamentos están basados en el castigo e intentan imponer en los detenidos una vida monástica, hecha de silencio y anonimato. En este contexto, los prisioneros reaccionan mediante pequeñas estrategias cotidianas de reafirmación y supervivencia: están privados de libertad, pero no de dignidad. En los intersticios del sistema, la prisión aparece como una oficina activa (según las listas de los objetos requisados): juegos de cartas, ajedrez, pipas, manufacturas artísticas, naves, esculturas con pan y cera, trenes en miniatura, etc. En 1884 Lombroso obtiene el puesto de médico en las prisiones de Turín. Ya no estará obligado como antes a buscar a sus colaboradores «bajo los pórticos, en las tabernas de mala fama», delincuentes que aceptan someterse a medidas antropométricas previo pago. Ahora lo puede hacer en la prisión, hacia donde se dirigía cada día «como si fuera al teatro». Puede medirlos, obtener orina, tomar nota de los tatuajes, recoger la biografía, obtener de los guardias todos los objetos y escritos interceptados a los detenidos, recorrer cualquier rincón, etc. La prisión se convierte en un auténtico laboratorio de investigación, con un campo amplio y diversificado de individuos criminales.
Reuniendo todos estos objetos, en 1892 Lombroso crea en Turín el Museo de Antropología Criminal. El museo presentaba al público la espectacular colección recogida a lo largo de más de treinta años de investigaciones como médico militar, profesor universitario y psiquiatra de la prisión: más de trescientos cráneos de locos, epilépticos y delincuentes (puestos al lado de cráneos de «salvajes»), esqueletos de ladrones, sesenta cerebros conservados en un preparado, retratos al natural de asesinos, tablas del álbum criminal germánico y de bandoleros italianos, tatuajes y escritos de prisioneros, máscaras de criminales, dibujos de delirantes, grafitis de condenados, armas e instrumentos de asesinos y de ladrones, etc. A pesar del morbo de su contenido, el museo tenía una finalidad esencialmente científica y pedagógica en consonancia con el prestigio académico de su creador. El propio Lombroso explica los métodos utilizados para recoger el repertorio de cráneos y elementos anatómicos de su colección.
En la época de Lombroso, no existía la distinción entre antropología física y antropología cultural. La antropología era una ciencia emergente, basada en una concepción naturalista del hombre, que construía su corpus de conocimientos a partir de las investigaciones de naturalistas, médicos, geógrafos, etnógrafos, arqueólogos, historiadores, lingüistas, etc. Lombroso es un médico que se hace antropólogo. Define en el hombre criminal un objeto de estudio en el que confluyen los conocimientos de las ciencias biológicas y las ciencias sociales. «La antropología criminal se convertirá en el gimnasio donde comparar los conocimientos e interpretaciones diferentes, y la prisión en el laboratorio donde verificar experimentalmente las hipótesis» (Leschiutta, 1996, p. 42).
Lombroso recibió influencias de las principales corrientes científicas de la época:
En 1871, en Pavía, durante la autopsia de un célebre bandolero, Villella, Lombroso descubrió en la base del cráneo un profundo hundimiento, una fosa occipital media, donde se debería haber encontrado una cresta. Si la forma del cráneo corresponde con la del cerebro, este debería haber tenido también una zona hipertrófica («un auténtico cerebrito medio») similar a la que se encuentra en algunos simios (como los lémures) y en otros animales inferiores en la escala evolutiva, como peces y pájaros. En el cráneo de un viejo «labrador, hijo de ladrones, ocioso y ladrón» encuentra el resurgir de rasgos físicos no sólo atávicos, sino prehumanos. Sobre la mesa anatómica encuentra la señal física que une al delincuente con el pasado de la humanidad: es el hecho que da carta de nacimiento a la antropología criminal.
Atavismo, para Lombroso, es la posibilidad de que la transmisión hereditaria de particularidades anatómicas y fisiológicas (pero también psíquicas y comportamentales) se pueda hacer saltando varias generaciones, yendo incluso más allá del género humano. La noción de atavismo estaba muy presente en la época. Provenía de la teoría de la recapitulación de Haeckel (que retomarán autores como Sigmund Freud), que parte del paralelismo entre la historia individual y la historia de la especie. Cada ser humano, en el decurso de su desarrollo individual (ontogénesis) recorre la historia evolutiva de la especie (filogénesis): si en el útero pasamos de peces a humanos, en el desarrollo posnatal pasamos de salvajes (niños) a civilizados (adultos).
El atavismo no se limita a los rasgos físicos: en individuos criminales reaparecen usos olvidados o abandonados con la civilización: el tatuarse el cuerpo, el uso de argot y de gestualidad que evoca formas arcaicas de comunicación, la pictografía para expresar acciones, la mezcla de signos y escrituras alfabéticas, etc. Algunos rasgos físicos o culturales, normales en otro estadio de la evolución o en otro estadio de la vida, cuando se encuentran entre adultos de la civilización blanca se vuelven anormales y patológicos. Para Lombroso, entre los salvajes el delito no es la excepción sino la regla: acciones que hoy consideramos contrarias a la moral (infanticidio, antropofagia, etc.) son para ellos actos naturales (se trata, claro, de una visión etnocéntrica basada en informaciones de segunda mano). Los niños se comportan a veces como criminales, solo la educación los puede refrenar:
«En los animales y salvajes e incluso en los niños hay una cantidad de actos y sentimientos que serían anormales y realmente criminales en adultos, pero son normales en ellos, debido a que corresponden a la etapa de desarrollo parado en el que se encuentran.»
Lombroso (1971, citado en Leschiutta, 1996, p. 59).
¿Por qué se da el atavismo entre algunos individuos? Por la enfermedad (sobre todo la epilepsia): «Para que el atavismo se manifieste en un organismo vivo, tiene que estar determinado por una patología». En los criminales natos, la epilepsia (pero también el alcoholismo y la sífilis) alteran su formación regular y los llevan a estadios anteriores, tanto física como moralmente. Para Lombroso, el criminólogo ha de actuar como el médico, utilizando la semeiótica (parte de la medicina que estudia los síntomas y los modos para ponerlos de relieve). Igual que el médico deriva la enfermedad del síntoma, también el criminólogo se fija en los indicios (las taras físicas, psíquicas y culturales de los criminales) para deducir la causa (el atavismo). Por eso hay que comparar los individuos normales con los criminales ocasionales, y con lo que denomina criminales natos (aquellos que concentran tanta anomalía que los hace diferentes del hombre normal). La diferencia entre ciencia médica y la antropología criminal es que la primera ha sistematizado el cuadro de síntomas, y la segunda todavía no. Es esta la tarea que Lombroso se propone hacer, y que considerará haber logrado con la quinta edición de L’Uomo delinquente en 1896.
Para llegar a estas conclusiones, Lombroso utiliza las siguientes técnicas:
En definitiva, Lombroso ve al hombre delincuente como un otro, tan diferente a nosotros como lo son los primitivos o los animales, una alteridad irreducible porque se basa en causas naturales que no se pueden modificar mediante la educación o el castigo, indicios de una patología que no puede ser curada, pero de la que la sociedad se puede proteger.
«Hablan de otro modo, porque en caso contrario no se escuchan; hablan como los salvajes, porque son salvajes que viven en medio de la civilización europea próspera: utilizan entonces con frecuencia, como salvajes, la onomatopeya, el automatismo, la personificación de objetos abstractos.»
Lombroso (1971, citado en Leschiutta, 1996, p. 68).
Uno de los estudios más fascinantes es el que dedicó a dos formas de escritura de los criminales: la escritura corporal (los tatuajes) y la escritura sobre las paredes y otros lugares de la prisión (los grafitis). Ambas formas de escritura están prohibidas y, por lo tanto, son clandestinas: los delincuentes usan elementos figurativos y alfabéticos, palabras abreviadas y figuras obscenas. Se trata de un tipo de pergaminos vivientes en los que los delincuentes pueden reescribir su historia. Por eso titula su libro Palimsesti del Carcere (1988), haciendo referencia a la técnica usada en la Antigüedad para reescribir pergaminos sobre las trazas de anteriores escrituras.

3. La escuela de Chicago

«El individuo encuentra en esta multiplicidad de grupos, con diferentes modos de vida, su mundo social congenial y –lo que no es ya factible en los estrechos confines del pueblo– la posibilidad de moverse y vivir en mundos ampliamente separados y quizá conflictuales. La desorganización personal posiblemente no sea otra cosa que la dificultad de armonizar los cánones de conducta de dos grupos divergentes.»
Burgess (1988, p. 125).
La Chicago de principios de siglo era un caso típico de melting pot, aquella mezcla de razas, culturas y conflictos producto del desarrollo industrial y de la emigración a la ciudad de grandes masas rurales, provenientes del campo norteamericano o de los países pobres de Europa: Irlanda e Italia. La ciudad parecía una metáfora de la gran transformación que se estaba llevando a cabo en Estados Unidos (y que algunos sociólogos describían como el paso de la communitas a la societas). Uno de los resultados más visibles fue la aparición de gánsteres, que ocuparon ciertas zonas de la ciudad y provocaron la alarma de las instituciones por su apariencia extravagante y su conducta delictiva.
En el año 1915, Robert E. Park, un célebre periodista, dejó su primera profesión para entrar a formar parte del Departamento de Sociología de la Universidad de Chicago, que se convertiría pronto en la escuela líder en un nuevo tipo de investigación social sobre el mundo urbano. Temas que hasta entonces no se habían considerado como merecedores de atención científica (como la marginación social, la delincuencia, la prostitución, la vida bohemia, las bandas juveniles, etc.) se convertían en los problemas centrales de una escuela de ecología humana que se interesaba por las específicas conductas que surgían en el nuevo ecosistema urbano. Decenas de jóvenes investigadores se distribuyeron por los barrios de Chicago recopilando, sobre el terreno, gran cantidad de datos sobre la composición social, la interacción entre los diversos grupos, los modos de vida, etc., promoviendo una renovación de los métodos y las técnicas de investigación de las ciencias sociales en el contexto de la ciudad.
Para Park, el ambiente de libertad y soledad de las grandes aglomeraciones urbanas hacía que comportamientos desviados, que en las comunidades rurales de origen eran sistemáticamente reprimidos o inducidos por la conformidad, encontraran en la ciudad un terreno favorable que se apoyaba en un mecanismo de contagio social:
«En las grandes ciudades, los pobres, los depravados y los delincuentes, amontonados en una intimidad contagiosa se unen entre ellos en cuerpo y alma de manera que se puede pensar que las largas genealogías de tribus árabes no revelarían una uniformidad de vicios, delitos y miseria tan persistente y desoladora, si los individuos no estuvieran particularmente adaptados al ambiente en el que están condenados a vivir,... Con la expresión “región moral” no se tiene que entender necesariamente una sociedad criminal o anormal, se refiere más bien a una región donde prevalece un código moral desviado.»
Park (1967, p. 42).
Así pues, los conceptos principales de la escuela de ecología urbana son los siguientes:
«El individuo encuentra en esta multiplicidad de grupos, con diferentes modos de vida, su mundo social congenial y –lo que no es ya factible en los estrechos confines del poblado– la posibilidad de moverse y vivir en mundos ampliamente separados y quizá conflictuales. La desorganización personal posiblemente no sea otra cosa que la dificultad de armonizar los cánones de conducta de dos grupos divergentes.»
Burgess (1988, p. 125).
«La segregación asigna al grupo y, por ende, a los individuos componentes del grupo, un lugar y un papel en la organización global de la vida ciudadana. La segregación limita el desarrollo en determinadas direcciones, pero le da cauce libre en otras. Estas áreas tienden a acentuar determinados rasgos, a atraerse y desarrollar sus tipos de individuo, a hacerse, por tanto, cada vez más diferenciadas.»
Burgess (1988).
Park defendió que el método antropológico podía ser una fuente de inspiración: los pacientes métodos de observación utilizados en el estudio de los indios debían emplearse, para investigar las costumbres, creencias y prácticas sociales de Little Italy o Greenwich Village. Sus discípulos empezaron a trabajar como los antropólogos urbanos de hoy: observación de los fenómenos en su escenario natural, entrevistas informales, autobiografías, énfasis en lo cualitativo, interés por los modos de vida exóticos, etc. El artículo de Burgess era, de hecho, una introducción a varios proyectos de investigación promovidos por la Universidad de Chicago, que tenían por objeto poner cada área «bajo el microscopio, de forma que podremos estudiar con más detalle, control y precisión, los procesos que han sido aquí globalmente descritos» (Burgess, 1988, p. 129).
Entre estos estudios destacan algunos directamente relacionados con la marginalidad y la criminalidad. En primer lugar, la investigación de Nels Anderson (The Hobo, 1923), que retrata el singular mundo de nómadas urbanos. Hobo significa tanto ‘trabajador migratorio’ como ‘vagabundo, vago, mendigo’. Chicago era la terminal de importantes ferrocarriles, cruce de caminos, asentamientos ilegales junto a las vías. En la llamada zona de transición (entre el centro histórico degradado y los ensanches), proliferaban pensiones baratas, variedad de personas e instituciones. Anderson calculaba que en torno a medio millón de homeless pasaban por la ciudad cada año, quedándose periodos muy diversos (a menudo solo unos meses). Siempre había de 30.000 a 75.000. Eran solteros y se reunían en las principales arterias de los barrios de transición. Distinguía cinco tipos:
Todos estos tipos se encontraban en las calles del área. No casados, algunos homosexuales, buscaban compañía femenina en las salas de baile (taxi-dance halls) y se relacionaban con prostitutas. Establecían relaciones transitorias con la gente del lugar. También tenían un vocabulario muy desarrollado. Por ejemplo, el nombre Jack roller, que da título a la biografía de un delincuente escrita por Shaw (1930), hace referencia a un término del argot delincuencial de Chicago que designa a los chicos que robaban a otros vagabundos mientras estaban borrachos o dormían. Así como los esquimales tienen un elaborado conjunto de designaciones para las diferentes clases de nieve, los hoboes necesitan términos en los que pensar y hablar de tipos de personas. La movilidad del hobo no permitía ninguna organización social sólida, pero existían dos instituciones con las que se relacionaban: un colegio para hobos, entidad reformista que quería una sociedad sin clases, aunque seguía siendo un instituto de caridad, y la Industrial Workers, más parecida a un sindicato. El hobo dio lugar a la hobohemia, término que designa a los barrios de hombres sin hogar y a su estilo de vida.
En segundo lugar, hay que destacar el estudio de Louis Wirth (The Ghetto, 1928) sobre el gueto judío de Chicago, al que compara con el modelo del gueto original en la Europa oriental. La historia del gueto en Europa es la institucionalización de una frontera étnica. Los judíos eran útiles y tolerados, pero con continuos acosos y estallidos persecutorios. El gueto tenía considerable autonomía, el mundo exterior tendía a tratarlo como una comunidad unificada: instituciones religiosas (sinagoga), legales, educativas y de beneficencia: «Dentro del ghetto se sentía libre, [...] volvía al rincón familiar para ser reafirmado como hombre y como judío». En el xix, los guetos de Europa occidental empezaron a disolverse, mientras que los orientales se mantenían (los judíos se refugiaron en el interior de su comunidad). En Chicago la comunidad judía llegó a ser la segunda de Estados Unidos después de la de Nueva York: el gueto de West Side era como un muro invisible que parecía rodear y proteger su vida comunitaria de las influencias exteriores: sinagogas, jiddisch, sociedades de ayuda mutua, escuelas religiosas, relaciones entre paisanos (localismo), imprenta y teatro, sionismo y socialismo. Con el tiempo, los que progresaban tendían a alejarse del gueto y de las costumbres que interferían su progreso. Desde el principio había judíos que preferían vivir fuera del gueto: los alemanes. Los judíos orientales, que los consideraban apóstatas, recibían a la vez su ayuda en busca de respetabilidad. Los judíos alemanes dejaron West Side por un barrio superior, que empezó a ser conocido como Deutschland. El gueto era el mismo tipo de área natural de Little Italy (la pequeña Italia) o la zona del vicio (el hogar de los hoboes). Pero entre ellas, los contagios eran superficiales.
En tercer lugar, el fenómeno de los gangs juveniles fue estudiado por Thrasher (1929) como algo característico de las zonas anómicas de transición; en conexión con la emergencia de las bandas, están los trabajos de Shaw sobre las áreas de delincuencia, así como su clásica biografía de Jack Roller (1930), y también la monografía posterior de Whyte (1943) sobre una banda de Boston.
Las street-gang eran, para estos autores, uno de los fenómenos más característicos de esta realidad. El supuesto fundamental es que la degeneración de los gangs juveniles se debe a la anomia reinante en ciertas «regiones morales» de la gran ciudad marcadas por la desorganización social, donde no se ejerce el control social. La desviación juvenil no sería un fenómeno patológico, sino el resultado previsible de un determinado contexto social que había que estudiar y analizar. Así, por ejemplo, Frederick Thrasher publicó The gang en 1929, después de localizar, en el decurso de siete años de investigación en los slums de Chicago, un total de 1.313 gangs, vinculadas a un preciso hábitat geosocial: las áreas intersticiales, aquellas zonas de filtro entre dos secciones de la ciudad (por ejemplo: el centro comercial que hay entre la zona de los negocios y los mejores barrios residenciales). Analizando los numerosos datos recopilados, llegó a la siguiente definición de banda (street-gang):
«La banda es un grupo intersticial que en origen se ha formado espontáneamente y que después se ha integrado a través del conflicto. Está caracterizado por los tipos siguientes de comportamiento: encuentro frente a frente, peleas, movimiento a través del espacio como si fuera una unidad, conflictos. El resultado de este comportamiento colectivo es el desarrollo de una tradición [...], solidaridad moral, conciencia de grupo y vínculo a un territorio local.»
Thrasher (1963, p. 57).
Aun así, en este autor predomina todavía un ansia para cuantificar la realidad (los 1.313 gangs) como manera de legitimación científica de las técnicas propiamente periodísticas (observación y entrevista) tradicionalmente usadas por los chicagoans. Esto impidió, de hecho, a los primeros teóricos hacer más sofisticado el análisis antropológico de los grupos analizados. Los estudios, planteados desde una óptica reformista, se centraban en las causas sociales de la desviación juvenil, pero desterraban el entramado cultural (lenguajes, ritos, costumbres, maneras de vestir, universos simbólicos, modos de relación) creado por estos grupos, que eran tratados de manera pasajera.
La publicación de Street Corner Society (1943), de William Foote Whyte, supuso un importante cambio de perspectiva. En esta obra, que se ha convertido en un clásico de la antropología urbana, el autor se centra en los aspectos subculturales de las bandas: mecanismos de integración, liderazgo, usos y costumbres, etc. En lugar de analizar, como sus predecesores, los diversos slums presentes en una área, se concentró exclusivamente en el estudio de uno solo, el barrio italiano de Boston al que denomina Cornerville. El estudio parte de una intensa observación participante basada en la convivencia continua con una familia italiana de la que se había convertido en un miembro apreciado, y en el establecimiento de profundos vínculos de amistades con los personajes más significativos de su investigación. En especial, la amistad con Doc, líder de Norton, un gang de chicos de calle (street-corner boys), le permitió integrarse en la vida cotidiana de la banda y conocer desde dentro su estructura y actividades, que compara con la otra banda de jóvenes existentes en el barrio: los college boys:
«La generación joven ha formado su propia sociedad relativamente independiente de la influencia de los mayores. En las filas de los jóvenes hay dos principales divisiones: muchachos de las esquinas y muchachos de colegio. Los primeros son grupos de hombres que centran sus actividades sociales en esquinas de ciertas calles, con sus barberías, fondas, salones de billar o clubes,... Durante la depresión la mayoría de ellos estuvieron desempleados o tuvieron únicamente empleos eventuales. Pocos habían completado sus estudios de segunda enseñanza y muchos de ellos abandonaron la escuela antes de terminar el octavo grado. Los que asisten al colegio forman un pequeño grupo de jóvenes que se han elevado sobre el nivel del muchacho de la esquina, por medio de la educación superior. Al intentar abrirse paso por ellos mismos, como profesionales, todavía están ascendiendo socialmente.»
Whyte (1971, p. 19).
A pesar de que algunos miembros de Norton podían traficar individualmente en circuitos ilegales, Whyte mantenía que la naturaleza del grupo no era prioritariamente delincuente. Entre los jóvenes de la banda, se había creado un estrecho vínculo a partir de un fuerte sentimiento de lealtad de grupo, fundamentado en la ayuda mutua. Desde su niñez, habían desarrollado profundos vínculos afectivos y de identidad de grupo (que a menudo ocuparon el lugar de la familia). Las calles donde habían crecido eran su casa, se identificaban con apodos y su identidad dependía de su posición dentro del grupo. Doc había conseguido su liderazgo ganando a puñetazos al antiguo jefe. Su mando se basaba en su expresividad y capacidad para mantener unido el grupo, basándose en la amistad, la lealtad, el consumo, las relaciones con las otras bandas. En cambio, Morelli, el líder de los college-boys, no tenía un papel esencial en la vida interior del grupo, pero era el más apto para representarlo de cara a fuera, con vistas de promoción social. La vieja tradición de las peleas entre las bandas había sido sustituida por la rivalidad deportiva (partidos de boxeo o béisbol). El autor narra uno ganado por los Norton que los miembros de la banda interpretan como un desafío a las posiciones sociales de sus rivales. Mientras los college boys solían acudir a la casa a por jóvenes de la red de asistentes sociales, los street-corner-boys se aislaron. Whyte critica la miopía de los asistentes sociales que interpretaban esta actitud como indicadora de la patología personal y el nihilismo social de los chicos, de su incapacidad para la convivencia normal, etiquetando como «desviación» el intento de estos de crear subculturas capaces de regular gran parte de su tiempo libre, de producir valores y modos de conducta, de dotarse de un liderazgo estable.
A pesar de la fecundidad de su descripción de la vida de las bandas y su crítica al sistema de asistencia pública, la obra de Whyte no escapa a la óptica reformista predominante en la escuela de Chicago:
«Todos estos autores, que nos han dejado un patrimonio muy rico de conocimientos antropológicos, de inteligencia de los estilos de vida y sus significados para los protagonistas, se mueven fundamentalmente en una perspectiva correctiva y reformista, característica de gran parte de la tradición progresista anglosajona. El objeto de la investigación es la enumeración de las causas: a la “desorganización social” se puede poner remedio a través de intervenciones reformistas que por un lado hagan menos difíciles las condiciones de vida de las zonas degradadas de la ciudad, y por otro reafirmen los valores y modelos de la conformidad y la eficacia del control social. Las bandas son el resultado de una disfuncionalidad del sistema en un momento histórico de grandes transformaciones. Dado que es la socialización lo que les ha faltado, se trata de programar instrumentos más eficaces de socialización a los valores dominantes.»
Tabboni (1986, p. 31).

4. El interaccionismo simbólico

«La desviación no es una cualidad del acto cometido por una persona, sino más bien una consecuencia de la aplicación, por parte otros, de normas y sanciones a un “culpable”. El desviado es una persona a la cual se le ha aplicado esta etiqueta con éxito; un comportamiento desviado es aquel comportamiento que se etiqueta como tal.»
Becker (1963, p. 22).
Mientras la escuela de Chicago se centró en las relaciones entre los grupos marginados y su entorno urbano (hasta el punto de que la delincuencia parecía a veces el producto «natural» de un determinado ecosistema), a partir de los años cuarenta fue configurándose, también en Estados Unidos, una escuela sociológica que centró su mirada en las interacciones –de naturaleza comunicativa– entre la sociedad dominante y los marginados –entre insiders y outsiders. Autores como Howard S. Becker y Erving Goffman desarrollaron la noción de etiquetaje social (social labelling). Según esta concepción, lo que crea la marginalidad es sobre todo un proceso de estigmatización de determinados individuos y grupos, mediante medidas prácticas de discriminación y elaboraciones simbólicas que las justifican.
El contexto había cambiado en Estados Unidos. Después de la Gran Depresión, vino el New Deal, instaurando un social welfare que dio importancia a las instituciones de bienestar y reforma. Después de la II Guerra Mundial, el bienestar económico, acompañado por una marginación contracultural incipiente, fueron de la mano en la emergencia del marxismo y de la psicología social, influyendo en la criminología.
Howard S. Becker (Chicago, 1928) era alumno de Park y de Shaw. Además de estudiar Sociología, era músico de jazz, lo cual le permitió entrar en contacto con el mundo marginal en Chicago a finales de los cuarenta. En su libro más importante (Outsiders, 1963), sintetiza su teoría sobre la desviación. Según el autor, todos los grupos sociales tienden a crear normas e intentan, en determinados momentos, hacerlas respetar: valoran acciones consideradas correctas y rechazan las incorrectas. Cuando una norma se ha impuesto, aquel que no la cumple es visto como un outsider (un extraño). Pero este puede ver las cosas desde otra perspectiva: puede no aceptar la norma y considerar outsiders a los otros, haciendo de la no aceptación de la norma el signo de su identidad. No juzgamos igual todas las infracciones: no es lo mismo conducir mal que robar (aunque lo primero pueda ser más peligroso), ni todos los infractores valen igual (las posibilidades de ir a la prisión son diferentes si se es un inmigrante sin papeles o un banquero; en Estados Unidos los negros tienen diez veces más posibilidades de ir a la prisión que los blancos, y los latinos cinco). Tampoco los outsiders lo ven siempre igual: conducir ebrio o ser un violador está mal, pero ser homosexual y drogadicto puede ser algo aceptable.
Entre los conceptos propuestos por el autor, hay tres importantes: desviación, etiquetaje social y carrera desviada.
En cuanto a la noción de desviación, esta etiqueta se aplica a un acto o a una persona: parte de tomar los prejuicios como realidades. La palabra puede tener muchos sentidos:
En cuanto a la noción de etiquetaje social, el autor pone el énfasis en la desviación como proceso de interacción social (un grupo etiqueta a otro como desviado):
En cuanto a la noción de carrera desviada, para Becker la desviación es un proceso de acción-reacción. Utiliza la metáfora de la carrera profesional (career): la sucesión de pasajes de un cargo a otro por parte de un trabajador dentro de un sistema ocupacional. Las contingencias de la carrera son los factores objetivos y subjetivos de los que depende el paso de una posición a otra. El resultado son carreras exitosas, carreras tipo y carreras fracasadas. Si se aplica a la desviación, el concepto puede servir para analizar la carrera de aquellas personas que recorren una carrera desviada que las lleva hacia la adopción de una identidad desviada, pero también aquellas otras que tienen contactos más episódicos, y aquellas que se salen de ella (por ejemplo, los adolescentes rebeldes que cuando se casan «sientan la cabeza»). Cuando se insertan en conductas colectivas, las carreras desviadas pueden convertirse en tradiciones desviadas (Matza, 1964) que arraigan en auténticas subculturas delincuentes. Becker distingue siete pasos en esta carrera desviada:
Por último, Becker propone también la noción de empresarios morales, que hace referencia a las campañas periódicas contra algún tipo de delito (juego, robos, drogas, violaciones, etc.) o algún tipo de grupo (los gitanos, los quinquis, los yihadistas, las bandas latinas, etc.). En este proceso, intervienen varios factores:
Becker aplicó estas teorías al estudio de varios grupos marginales, como los músicos de jazz y los consumidores de marihuana. En su estudio La cultura de un grupo desviado: los músicos de baile (1951, incluido en 1987), expone los resultados de un estudio sobre el terreno realizado entre 1948 y 1949 en Chicago, mientras actuaba como pianista de jazz en locales nocturnos y estudiaba Sociología. Aconsejado por sus maestros, decidió realizar una observación participante: recopiló notas, pero hizo pocas entrevistas formales. Conocía a todos los miembros del ambiente, muchos de los cuales eran exsoldados de la II Guerra Mundial. Los describió bajo los rasgos siguientes:
En su estudio Cómo se convierte uno en consumidor de marihuana (1953, incluido en 1983), encargado por un equipo dirigido por Clifford Shaw, llevó a cabo entrevistas a fumadores de marihuana mediante el método de inducción analítica (generalizar a partir de casos: si un caso desmiente las hipótesis hay que reformular el modelo). En total realizó cincuenta entrevistas: la mitad eran músicos de jazz, la otra mitad gente de todo tipo. Becker descubrió que había una «carrera» típica con varias fases:
También estudia la relación entre consumo de marihuana y control social: no basta con disfrutarla, es necesario que la persona desarrolle un modelo de consumo. Se trata de un consumo ilegal, por eso hay que pasar por una serie de pruebas.
El otro autor importante de esta escuela es Erving Goffman (Mannville, Alberta, 1922-Filadelfia, 1982). Fue un sociólogo canadiense que centró su trabajo en las formas de presentación en público, el proceso de estigmatización y la interacción social en las llamadas instituciones sociales totales (manicomios, prisiones, etc.). Para Goffman, la interacción social se basa en símbolos y convenciones que se desarrollan sobre todo en entornos pequeños e inmediatos (cuanto más cerrados más intensos). En su libro The Presentation of Self in Everyday Life (1959), desarrolla una perspectiva dramatúrgica de la acción social, en la que desarrolla los siguientes conceptos:
Para Goffman, los actos desviados son un tipo de representación teatral que tiene lugar en la vida diaria, en la que un equipo de actores (incluyendo «ladrones», «policías» y otros personajes) actúan con un frente en una región frontal, rodeados de una escenografía, con la ayuda de un equipo que está en la región posterior, ante un auditorio compuesto por los medios de comunicación, los poderosos y la sociedad.
«En su condición de actuantes, los individuos se preocupan por mantener la impresión de que cumplen muchas reglas que se les puede aplicar para juzgarlos, pero a un individuo, como actuante, no lo preocupa el problema Moral de cumplir estas reglas sino el problema Amoral de fabricar una impresión convincente de que las está cumpliendo. Nuestra actividad se basa en gran medida en la moral pero, en realidad, como actuantes, no tenemos interés moral en ella. Como actuantes somos mercaderes de la Moralidad.»
Goffman (1961).
En otro de sus libros (Asylums, 1961), aplica estos principios a las llamadas instituciones totales. El sanatorio mental pertenece a una categoría más amplia de instituciones, que incluyen a la prisión, el internado, el cuartel, el monasterio, y la plantación de esclavos. La institución total se caracteriza por las barreras que se establecen entre sus habitantes y el mundo exterior, a partir de una dicotomía básica entre internos y personal. El interno duerme, juega y trabaja en el mismo lugar y con las mismas personas (lo contrario de lo que sucede en la sociedad urbana moderna, que se basa en la movilidad). El personal se encarga del control de las vidas de los internos solo unas horas al día: el descanso y el juego lo echan. La relación es de gran desigualdad y distancia social: se basa en estereotipos recíprocos y un régimen de vigilancia burocrática. «Se desarrollan dos mundos sociales y culturales diferentes, que se rozan en puntos de contacto oficial, pero con muy poca penetración mutua» (Goffman, 1961, p. 9). Las instituciones totales se basan también en una condensación del espacio y del tiempo sociales.
Finalmente, en su libro Stigma (1963), Goffman profundiza en la identidad deteriorada como resultado de los procesos de estigmatización social que acompañan a todo proceso de marginación, y lo aplica a individuos y grupos víctimas de estos procesos algunos de los cuales optan por una carrera desviada. El estigma social es una desaprobación social severa de características o creencias personales que son percibidas como contrarias a las normas culturales establecidas. Goffman define estigma como el proceso en el cual la reacción de los otros estropea la «identidad normal». Reconoce tres formas de estigma: la experiencia de una enfermedad mental (o la imposición de este diagnóstico); la deformidad física o una diferenciación no deseada, y la asociación a una determinada raza, creencia o religión. Goffman enfatiza el hecho de que la relación de estigma se establece entre un individuo y un grupo con un conjunto de expectativas, por lo que cada uno de ellos juega a la vez los roles de estigmatizador y de estigmatizado. Desde la perspectiva de las personas estigmatizadoras, la estigmatización provoca su deshumanización, la amenaza y la aversión al otro y su despersonalización a través de caricaturas estereotipadas. Las personas estigmatizadas, a su vez, son condenadas al ostracismo, devaluadas, rechazadas y vilipendiadas.

5. La aproximación estructural

«Las bandas de jóvenes constituyen el punto central alrededor del cual han venido a fijar sus estrellas de papel los mitos contemporáneos sobre la juventud, [...] Elaborada al contacto de las sociedades “primitivas”, la etnología coloca al observador a una distancia privilegiada de este fenómeno, considerado hasta ahora desde demasiado cerca y demasiado lejos al mismo tiempo [...]. Para estudiar a los primitivos hay que volver la espalda al ingenuo mito que opone de modo global el hombre civilizado (yo) al salvaje (el otro); de igual manera, en este caso, es necesario comenzar por traspasar la pantalla de las imágenes que, más que reflejar la realidad, imponen de antemano al observador el significado que quieren. Por otra parte, en ambos casos se trata de grupos restringidos, y por ello, teóricamente pensables en uno solo; delimitados, visitables, “habitables”, accesibles a un conocimiento “interior”. Este conocimiento es lo que nos falta para oponer al mito una resistencia eficaz y al mismo tiempo proveerle de su verdadero sentido [...] ¿Y qué es la etnología sino una reflexión –respetuosa pero apasionada– sobre el otro, aquel otro al que, de manera inquietante, intenta hacer desaparecer hoy día la violencia, organizada a tan gran escala por nuestra civilización?»
Monod (1971, pp. 10-2).
El término barjot es la inversión de jobard (bobo, ingenuo). Es un sistema utilizado a menudo por el lenguaje de argot, consistente en invertir el orden de las sílabas: hablar en vesre (del revés). En el argot de los bloussons-noirs de París de los años sesenta, barjot no designaba ya al ingenuo, la víctima del truhán, sino el joven golfo que simula locura y comportamiento extravagante para defenderse, no ya del truhán, sino de la sociedad que lo margina. En el año 1968, el antropólogo francés Jean Monod, después de realizar un trabajo de campo entre los indios de Venezuela, publicó Les barjots. Essai de ethnologie des bandes de jeunes, un estudio excelente –desgraciadamente poco conocido– de los «nuevos salvajes» que para la sociedad estaban convirtiéndose las bandas de bloussons-noirs de la periferia parisina. La misma ambivalencia de la representación hegemónica del «primitivo» (buen salvaje o bárbaro peligroso) se repetía en el nuevo mito social de la juventud, del que las bandas serían un aspecto central.
Discípulo de Lévi-Strauss, Monod intenta explicar los módulos que rigen la conducta de estos grupos a partir de un análisis estructural de sus estilos de vida y sistemas simbólicos. Por eso, de manera parecida a Whyte, se concentra en una banda concreta de bloussons-noirs con la que convivió durante un largo periodo de tiempo, ganándose su amistad y confianza, y compartiendo los momentos más importantes de su vida cotidiana. La parte documental del libro está también redactada en forma narrativa, y constituye una detallada descripción desde dentro de la vida del grupo, de su argot, pautas de conducta, valores, ritos, historias de vida de sus miembros, relación con los padres, con el mundo del trabajo, con las otras bandas, con los adultos y con la sociedad en general. La hipótesis central del autor se basa en la consideración de las funciones positivas de la banda, oponiéndose a las mitologías sociales que inciden en su vertiente patológica y violenta:
«¿Qué son los bloussons noirs sino el restablecimiento, sobre el eje vertical de los grupos de edades sucesivos, de una diversidad que horizontalmente, en el plano geográfico, tiende a desaparecer? Esta es la hipótesis de Claude Lévi-Strauss, y para el autor constituye el principio motor de este libro. Lejos de ser un fenómeno patológico, las bandas de jóvenes responden a una secreta función equilibrante y tocan una alarma saludable al acudir en socorro de la amenazada diversidad.»
Monod (1971, pp. 13-14).
Monod completa así el recorrido iniciado por la escuela de Chicago, trasladando el eje interpretativo desde el modelo de la desviación al de subcultura: las bandas de jóvenes se constituyen en subcultura al articular en un «estilo» distintivo una serie de comportamientos, materiales, atuendos, gustos musicales, ídolos cinematográficos, accesorios, lenguajes, representaciones del espacio y del tiempo. La «combinación jerarquizada de estos elementos culturales» se debe vincular a la estructura global de la sociedad, en la que estas subculturas ocupan una posición subalterna. A pesar de que es posible establecer ciertos paralelismos entre las bandas de jóvenes y la cultura tribal (ciertas formas de sociabilidad, de rituales y mitos, una cierta autonomía hacia el exterior, la territorialidad, el vínculo al propio medio) es la estructura social urbana englobante la que determina las formas específicas de las bandas juveniles.
Como buen estructuralista, está interesado en descubrir las estructuras profundas subyacentes a las apariencias. Los temas clásicos de esta escuela (parentesco, mitos, lengua) son los ejes del análisis. La estructura y funciones de las bandas serían equivalentes, para Monod, a las estructuras del parentesco:
«Es significativo que el vacío entre la familia y la sociedad, en el que los jóvenes edifican su cultura, esté repleto de expresiones calificadoras de las relaciones que los miembros mantienen entre sí, semejantes a las de parentesco y que, en consecuencia, estructuran un grupo teórico limitado de relaciones básicas y enlaces fuertes en los que es posible la comunión: tchowa significa “hermano mío”.»
Monod (1971, p. 367).
La parte central del trabajo está dedicada al análisis de estas relaciones sociales que explican la formación de las bandas, las jerarquías, los grados de relación, los antagonismos y alianzas con las otras bandas, los roles, situaciones y ritos. Así, por ejemplo, los conflictos y las tensiones que desde fuera se ven como violencia gratuita y patológica, desde dentro se interpretan como sometidos a un complejo grado de ritualización. De manera similar al desafío de canciones entre los esquimales, los insultos y la burla hacia Tim y Noël, los dos miembros más problemáticos del grupo, es una manera de sustituir reales oposiciones latentes por conflictos rituales abiertos que actúan como dispositivos de equilibrio. Las mismas peleas periódicas con otras bandas de snobs y voyous, que el autor describe con detalle, no se producen al azar y la violencia es más ritual que real.
Por otro lado, si lo que interesa es descubrir la estructura de un mito, conviene examinar todas sus variantes. Por eso Monod hace una sugerente comparación entre las diversas bandas de jóvenes existentes en París a mediados de los sesenta: voyous, beatniks, snobs, ye-yes, rockeros, gays, dandies, etc. Detrás de la aparente heterogeneidad de los estilos, formas de vestir, gustos musicales, centros de reunión, el autor ve un complejo sistema de oposiciones binarias que dan cuerpo al mito, elaborando a partir de la moda un conjunto de identificaciones y oposiciones que distinguen unas bandas de otras, y reflejan su posición en la estructura social: jóvenes/adultos, proletarios/burgueses, superación/negación, violencia/estética, centro/periferia, años cincuenta/años sesenta, etc. Por eso la elección de un estilo no es únicamente un fenómeno de moda inducido por el mercado, o la pasiva imitación de los ídolos del cine y del rock:
«Los accesorios en el vestir tuvieron el papel de “mediadores” entre los jóvenes y sus ídolos, favorecieron por homología y al mismo tiempo por contigüidad su “identificación”; y cumplieron además la función de un lenguaje simbólico inductor de la comunicación de los fieles. Por ello, decir estilo, género o moda, es decir demasiado poco. Se trata de un sistema integrado de comunicación infraverbal. O sea: de una cultura.»
Monod (1971, p. 141).
El excelente estudio de la metamorfosis del argot de las bandas, de los complejos mecanismos sintácticos y semánticos de su código lingüístico, es un relevante testigo de esta capacidad creativa y no únicamente imitativa. Así pues, el libro de Monod marca una importante evolución en el estudio de las subculturas juveniles. Pese a su obsesión para encontrar por todas partes «estructuras profundas» y «pares opuestos», el autor supera ampliamente las limitaciones del análisis estructural, haciendo inciso en las raíces históricas y sociales de las bandas, y ofreciéndonos un fecundo modelo de investigación.

6. Los estudios culturales

«Las subculturas juveniles de la working class toman forma en el nivel de las relaciones sociales y culturales de las clases subordinadas. En ellas mismas, no son simplemente construcciones “ideológicas”. También ganan espacios para los jóvenes: espacio cultural en la vecindad y las instituciones, tiempo real de ocio y recreo, espacio concreto en la calle o en el barrio. Sirven para delimitar y apropiarse de “territorio”. Se centran en el entorno de ocasiones clave de interacción social: el fin de semana, la disco, el viaje de vacaciones sentados en un banco, la salida nocturna al “centro”, el “estar-sin-hacer-nada” de cada tarde, el partido del sábado. Desarrollan ritmos específicos de intercambio, relaciones estructuradas entre los miembros: jóvenes hacia viejos, experimentados hacia noveles, elegantes hacia encomenderos. Exploran “intereses focales” centrales para la vida interior del grupo: cosas “que hacer siempre” o que “no hacer nunca”, un conjunto de rituales sociales que apuntalan su identidad colectiva y los definen como “grupo” más allá de una mera colección de individuos. Adoptan y adaptan objetos materiales y los reorganizan en “estilos” distintivos... A veces, el mundo está delimitado, lingüísticamente, por nombres o por un argot que clasifica el mundo social exterior en términos significativos solo en el interior de la perspectiva del grupo, manteniendo sus fronteras. Esto también les ayuda a desarrollar, frente a las actividades inmediatas, una perspectiva del futuro –planos, proyectos, cosas que hacer para matar el tiempo, proezas... Son, también, formaciones sociales concretas, identificables, construidas como una respuesta colectiva a las experiencias materiales y localizadas de su clase.»
Hall y Jefferson (1983, pp. 45-46).
En Gran Bretaña, durante la posguerra, surgieron las principales subculturas juveniles espectaculares (teddy boys, rockeros, mods, skinheads, punks, etc.) que se extenderían después por el mundo occidental. Y por ello no debe extrañar que fuera también en Gran Bretaña donde ha surgido una de las más sugerentes escuelas de análisis de la cultura juvenil: el Centre for Contemporary Cultural Studies (CCCS) de la Universidad de Birmingham.
Este centro, creado por Richard Hoggart en 1964, y dirigido posteriormente por Stuart Hall, ha producido un importante volumen de publicaciones teóricas e investigaciones de campo sobre las subculturas juveniles de Gran Bretaña durante la posguerra. Inspirándose en un marxismo heterodoxo arraigado en Gramsci y en pensadores británicos (E. P. Thompson, R. Williams), los autores del CCCS llevan más allá las hipótesis de Monod sustituyendo el concepto de desviación por el de subcultura, y esforzándose por incluirlas en un preciso marco histórico y de clase. El punto de partida había sido el interaccionismo simbólico de Howard Becker (1963) y sus tesis sobre la desviación como creación social, el resultado del poder de unos grupos por etiquetar a otros. Pero pronto pusieron de manifiesto sus limitaciones, en particular la creencia de que el comportamiento desviante tenía otros orígenes más allá del público etiquetado. Había que ampliar el análisis «desde la dinámica de las interacciones “cara-a-cara” entre los delincuentes y los agentes de control, hasta las cuestiones de alcance más amplio –del todo ignoradas por los transaccionistas puros– de la relación entre estas actividades y las transformaciones en las relaciones de clase y poder, la conciencia, las ideologías y la hegemonía» (Hall y Jefferson, 1983, p. 6).
El libro Resistance through rituales. Youth subcultures in post-war Britain (1983), editado por S. Hall y T. Jefferson, es una brillante muestra de este doble camino de investigación empírica y elaboración teórica. Los autores consideran las culturas juveniles como la manifestación más visible del cambio social que se dio en la Gran Bretaña de la posguerra, la imagen condensada de una sociedad que estaba cambiando radicalmente en términos de sus valores y estilos de vida básicos. En este contexto histórico, la tesis central del libro parte de considerar las subculturas juveniles como estrategias de resistencia ritual de los jóvenes de la working class británica hacia la hegemonía de la cultura dominante, expresada por las diversas instancias de control social. Polemizan así con las teorías que a finales de los cincuenta y los sesenta proclamaron el advenimiento de una cultura juvenil homogénea e interclasista (la juventud como «nueva clase ociosa»), y que traducían «el abismo prebélico entre las clases en una mera “brecha” entre las generaciones». Los teenagers vendrían a simbolizar el aburguesamiento generalizado de la sociedad del Welfare State.
Los autores del CCCS consideran, en cambio, que es la clase social y no la edad o la generación el elemento explicativo clave de la producción de subculturas juveniles. Así por ejemplo, Simon Frith, en La sociología del rock (1978) demuestra que los gustos que se habían presentado como típicos de toda una generación, en realidad se diferenciaban siguiendo las líneas preexistentes de la cultura de clase: Elvis es el ídolo de los jóvenes obreros, fascinados por su hedonismo y sensualidad, y en plena época de los Beatles estos están muy lejos de suscitar unanimidad entre los jóvenes de la working class. S. Hall y sus colaboradores proponen analizar la doble articulación de las culturas juveniles con respecto a la parent culture (cultura parental de origen) y respecto a la cultura dominante. Esto no simplifica el análisis, sino que lo hace más complejo, exigiendo una investigación en cada caso concreto de la problemática de clase que los jóvenes comparten con los adultos en unas mismas instancias de socialización primaria (la red de parentesco y vecindad); la específica experiencia generacional de los jóvenes en la educación, el trabajo y el ocio (que experimentan en instituciones diferentes a sus padres y en momentos diferentes de su itinerario biográfico), y las diversas formas de adaptación, negociación y resistencia que las subculturas juveniles toman prestadas de su parent culture y readaptan a sus necesidades. A pesar de que en esta conceptualización entran desde aspectos regulares y persistentes de la cultura parental de clase (las bandas delincuentes, las subculturas homosexuales o de origen étnico) hasta difusos medios socioculturales de límites poco definidos (la bohemia de clase media), los miembros del CCCS se centran en un tipo de formación subcultural de límites más precisos, que aparecieron en unos momentos históricos particulares, suscitaron por un periodo de tiempo la atención pública, desapareciendo más adelante o difundiéndose en un medio más general.
Los autores utilizan el concepto gramsciano de hegemonía para subrayar la relatividad histórica de esta doble articulación. La hegemonía expresa la capacidad de la cultura dominante para ejercer su autoridad basándose no únicamente en la coerción, sino sobre todo en el consenso: la legitimidad de su dominio es aceptado como «natural» por las clases subordinadas. Aun así, la batalla por la hegemonía se replantea en cada momento histórico, y la respuesta de las clases subalternas puede oscilar entre la aceptación pasiva, la resistencia o la abierta rebelión. Así pues, las subculturas juveniles habrían de leerse como manifestaciones de un antagonismo simbólico hacia la hegemonía de la cultura dominante. La elección de objetos, música y atuendo y ornamentación no es solo una elección estética inducida por el mercado. Esta elección pone de manifiesto la existencia de necesidades y de un imaginario que pertenece a la cultura de la working class y como tal se expresa.
Las subculturas tienen una dimensión ideológica que en la situación problemática del periodo de posguerra se volvió más prominente. Dirigiéndose a la «problemática de clase» de los estratos particulares de los que habían surgido, las diferentes subculturas proveyeron a un sector de los jóvenes de la working class una estrategia para negociar su existencia colectiva. Pero su forma altamente ritualizada y estilizada sugiere que se trataba también de intentos hacia una solución de esta problemática experiencia. Una resolución que al estar montada mayormente a un nivel simbólico, estaba destinada al fracaso. La problemática de la experiencia de una clase subordinada puede ser apoyada, negociada o resistida; pero no puede ser resuelta en este nivel o por estos medios. No hay ninguna solución subcultural para los problemas clave de la clase (como el paro, la subocupación o la desigualdad en la educación). Pero en la vida cotidiana, las subculturas cumplen funciones positivas que no están resueltas por otras instituciones:
Es el mundo del ocio, y no el de la delincuencia, el que explica el nacimiento de las subculturas juveniles. Y no cabe decir que es un mundo surgido a cobijo de la sociedad de consumo. Pero esto no significa, como ha tendido a subrayar el tratamiento periodístico, que las subculturas sean únicamente un fenómeno de moda sobredeterminado por las industrias del ocio. El tratamiento periodístico ha tendido a aislar objetos, a expensas de su uso, de cómo son organizados de una manera activa y selectiva, de cómo son apropiados, modificados y reorganizados y sometidos a procesos de resignificación que reflejan el punto de vista del propio grupo, de cómo todo ello constituye una unidad en la que el mercado no puede intervenir fácilmente. Es clave, en este marco, el concepto de estilo, elaborado por:
«Las diversas subculturas juveniles han sido identificadas por su posesión de objetos: el cordón, el collar de terciopelo, la chaqueta de trapo de los Teds, el corte de pelo preciso, la chaqueta y la Scooter de los mods, los texanos ceñidos, esvásticas y motocicletas de los Bike-boys, las botas y el pelo rapado de los skinheads, los trajes de Chicago y vestidos brillantes de los fans de Bowie, etc. Aun así, a pesar de su visibilidad, las cosas simplemente apropiadas o utilizadas para vestir (o para escuchar) no crean por sí solas un estilo. Lo que crea un estilo es la actividad de estilización –la organización activa de objetos con actividades y puntos de vista, que producen y organizan una identidad de grupo en forma de una manera coherente y distintiva de “ser-en-el-mundo” [...] Las subculturas podrían no haber existido si no se hubiera desarrollado un mercado de consumo específicamente dirigido a la juventud. Las nuevas industrias juveniles proveyeron los materiales brutos, los bienes: pero no consiguieron, y cuando lo intentaron fracasaron, producir o apoyar a algunos “estilos” auténticos en el sentido más profundo. Los objetos estaban allí, a su disposición, pero eran usados por los grupos en la construcción de estilos distintivos. Pero esto significó no tomarlos simplemente, sino construir activamente una selección específica de cosas y bienes en el interior de un estilo. Y esto comportó a menudo (como intentamos poner de manifiesto en algunas de las selecciones de la sección etnográfica) subvertir y transformar estos objetos, desde su significado y uso original, hacia otros usos y significados.»
Clarke (1983, p. 54).
Un impacto especial en este proceso de reflexión tuvo la pionera investigación de Phil Cohen (1972) sobre las subculturas juveniles del East End londinense. El autor elaboró en este estudio un sofisticado marco analítico de las relaciones entre cultura juvenil, clase social y cambio histórico. La tradicional working class community de este barrio se articulaba en tres instituciones: la red extendida del parentesco, el conjunto ecológico (la vecindad) y la estructura de la economía local (tiendas, pequeños talleres y negocios). Esto conformaba el apoyo «de las estrechas texturas de la vida tradicional de la vida de la working class, su sentido de solidaridad, sus lealtades y tradiciones locales» (ibíd., p. 17). El impacto del cambio social de posguerra se notó en las tres instituciones. La familia extensa se fragmentó, nuclearizándose (las nuevas edificaciones estaban pensadas por una familia nuclear) y asumiendo funciones antes cubiertas por la red de vecindad y parentesco. Las funciones tradicionales de la vecindad fueron destruidas: las calles, el pub local, la tienda dejaron de articular el espacio comunitario, y la gente se replegó sobre un espacio privado cada vez más aislado. La especulación, la inmigración y el realojo rompieron las viejas pautas de vivienda. Finalmente, la economía local se reestructura y reemplaza las pequeñas industrias artesanales por ingenios industriales situados a menudo fuera del área y forzando a los miembros de la tradicional clase obrera a la movilidad constante, y a optar por un doble camino ascendente-descendente entre la nueva élite cualificada y el lumpenproletariado.
La respuesta de la juventud a esta situación estuvo condicionada a la vez por los problemas generales de su clase, compartida con sus padres, y las características específicas de su grupo de edad. Para Cohen, el teenager de la working class experimentó estas transformaciones y fragmentaciones de manera directa, material, social, y cultural. Pero también las experimentó y las intentó resolver a nivel ideológico. Y es primariamente a este intento de «solución ideológica» al que atribuye tanto el alza como la diferenciación entre las diferentes subculturas juveniles de la working class del periodo:
«La función latente de la subcultura es esta: expresar y resolver, aunque “mágicamente”, las contradicciones que permanecen escondidas o irresueltas dentro de la cultura parental (parent culture). La sucesión de subculturas que generó la parent culture pueden ser consideradas por lo tanto como varias variaciones de un tema central: la contradicción a un nivel ideológico entre el puritanismo tradicional de la working class y la nueva ideología del consumo, y a un nivel económico entre una parte de la élite socialmente móvil y una parte del nuevo lumpen. Mods, parkers, skinheads, croombies representan todos ellos formas diferentes de un intento de reparar algunos de los elementos de cohesión social destruidos en la pariente culture, y de combinarlos con elementos seleccionados de otras fracciones de clase, símbolo de una u otra de las opciones confrontadas.»
Cohen (1972, p. 23).
En este contexto, el autor analiza el surgimiento de dos subculturas juveniles en la década de los sesenta: los mods primero, y los skinheads más tarde, como soluciones opuestas a esta misma «problemática de clase»: mientras el intento de los mods era un ensayo «hacia arriba», haciendo hincapié en la imagen hedonista del consumidor opulento y apropiándose de una estética burguesa, el de los skinheads era un ensayo «hacia abajo», subrayando de manera exagerada las características del lumpenproletariado.
A pesar de que el eje de interés central del grupo haya sido las subculturas juveniles de la working class, también han dedicado atención al fenómeno de las contraculturas de los jóvenes de clase media que han recibido, por parte de la opinión pública, una atención más atenta a la suscitada por los grupos estudiados hasta ahora (cfr. Hall, 1977). Los autores mantienen la existencia de claras diferencias entre ambos mundos: mientras las subculturas obreras son a menudo estructuras colectivas articuladas y compactas que toman forma de banda, las contraculturas son medios difusos más individualizados. La dicotomía entre mundo institucional (familia, escuela, trabajo) de unas aparece en las otras como síntesis (el trabajo es un juego) o como intentos de crear instituciones alternativas a la familia y la educación. La marcada territorialidad de las primeras (apropiación del gueto), en las segundas es universalidad (o éxodo para ir a un nuevo gueto). Mientras unas fueron vistas como formas de gamberrismo, las segundas fueron interpretadas como formas articuladas de oposición política e ideológica (ibíd., 60). En realidad, la contracultura, que vio su despegue y ocaso en la década de los sesenta e inicios de los setenta, era una metáfora de un conjunto de amplias transformaciones que estaban socavando los fundamentos del puritanismo de la vieja cultura burguesa. A pesar de ser vista como una conjura de elementos externos, en realidad estaba originada por necesidades internas del mismo sistema productivo que ya no requería ahorro, sobriedad, gratificaciones pospuestas, trabajo, represión sexual, sino consumo, estilo, satisfacciones inmediatas, ocio, permisividad sexual. Fue tomada como el indicio, y a la vez como la cabeza de turco, de la crisis cultural que estaba sufriendo la cultura dominante. La contracultura nació en esta ruptura de la hegemonía cultural. Sirvió para ensayar nuevos caminos que serían adaptados por el sistema, pero también fue más lejos de lo que estaba previsto, adoptando articuladas formas de protesta y resistencia, y esto explica la dureza de las estrategias de control adoptadas para reprimirla (Hall, 1977; Hall y Jefferson, 1983).
Entre las críticas suscitadas por la escuela de Birmingham, hay que mencionar las dificultades para verificar sobre el terreno algunos de sus presupuestos (como el antagonismo simbólico de las subculturas, su pertenencia de clase), la relatividad de algunos de sus planteamientos (como la excesiva diferenciación entre subculturas obreras y contracultura de clase media), el olvido de una perspectiva de género (las chicas están casi del todo ausentes) y la idealización de la capacidad transformadora de la «resistencia ritual». La explícita historicidad de sus hipótesis, elaboradas a partir del caso británico, requiere una contrastación con la situación concreta de cada país y momento histórico específico.

7. La criminología crítica

«En vez de encontrarse diseminada en el conjunto de las zonas de clase obrera, la marginalidad avanzada tiende a concentrarse en territorios aislados y delimitados, percibidos cada vez más, tanto por fuera como por dentro, como “purgatorios sociales”, páramos de leprosos en el corazón de la metrópolis postindustrial, donde solo aceptarían vivir los rechazos de la sociedad.»
Wacquant (2012, pp. 119-120).
La criminología crítica intenta poner en relación los factores ideológicos que sirven para racionalizar la marginación, desarrollados por el interaccionismo simbólico, con los factores políticos y económicos que la generan, desarrollados por diferentes tendencias dentro del estructuralismo y el marxismo. Uno de los autores más influyentes ha sido Pierre Bourdieu, que desarrolló la noción de habitus para poner de manifiesto el arraigo de las estructuras sociales en los cuerpos y las mentes de las personas. Para Bourdieu, la dominación se ejerce de varias maneras, siendo una de las más importantes la dominación simbólica. En uno de sus artículos, distingue dos formas complementarias de dominación estatal: las formas «duras», que se ejercen desde la «mano derecha» del Estado (que incluyen desde el Ministerio de Economía hasta el sistema penal), y las formas más suaves, que se ejercen desde la «mano izquierda» del Estado (que incluyen las medidas de asistencia social, educación, etc.). La dominación logra su hegemonía cuando se convierte en norma implícita:
«Lo que se llama habitualmente Estado es el lugar donde es elaborado el nomos, la ley fundamental, el principio de visión y división dominante y legítimo. Este nomos, que permanece implícito en su mayor parte, es el principio de todos los actos sociales de nominación, designación de personas para cargos, concesión de títulos de nobleza social, pero también actos de clasificación, de ranking, que a menudo adquieren la forma de ritos de institución que inscriben las identidades sociales jerarquizadas en la objetividad de la existencia social.»
Bourdieu (citado en Bourdieu y Wacquant, 2012, p. 451).
Uno de los discípulos de Pierre Bourdieu que más ha trabajado en esta línea es el sociólogo francés Loïc Wacquant. Después de estudiar los factores de exclusión social en las banlieues francesas, Wacquant se trasladó a Chicago –eterno laboratorio vivo para buena parte de los investigadores sobre urbanismo, marginación y delincuencia. Su trabajo de campo se desarrolló en un gym de boxeo, gracias al cual diseccionó el habitus de los boxeadores provenientes del gueto afroamericano y su relación con el territorio circundante. El autor analiza este espacio como una escuela moral, un lugar personalizado y educativo donde escapar de las miserias de la marginalidad (Wacquant, 2005).
Wacquant compara la estructura, dinámica y experiencia de las periferias urbanas en Europa y en Estados Unidos durante las últimas tres décadas y pone de manifiesto no una convergencia sobre el patrón del gueto americano, según afirman los medios y el discurso político, sino la aparición de un nuevo régimen de marginalidad que genera nuevas formas de pobreza que no son residuales, cíclicas ni de transición, sino que están inscritas en el futuro de las sociedades contemporáneas, en la medida en que se nutren de la desintegración de los asalariados, de la desconexión funcional entre los barrios desheredados y las economías nacionales y globales, y de la reconfiguración del estado del bienestar como un instrumento para hacer que se acepte la economía postfordista (Wacquant, 2012).
De entre los conceptos desarrollados por el autor, podemos destacar cuatro: marginalidad avanzada, estigmatización territorial, hipergueto y estado penal neoliberal.
El concepto de marginalidad avanzada es desarrollado a partir del análisis comparativo de los guetos afroamericanos y las banlieues francesas, pero tiene en cuenta las dinámicas de los barrios periféricos en otros contextos nacionales. Esta marginalidad es avanzada porque las formas que presenta no hacen referencia a formas preexistentes o pretéritas, sino al futuro cercano de las sociedades contemporáneas. Los rasgos característicos de la marginalidad avanzada son los siguientes (Cf. Alhambra, 2012):
El otro concepto clave es el de estigmatización territorial, resultado lógico de los procesos de exclusión desencadenados por la marginalidad avanzada. En términos de Bourdieu, se trata de una acumulación de «capital simbólico negativo». Para Wacquant, esta estigmatización se une a las formas de estigma teorizadas por Goffman (1963), como por ejemplo las «malformaciones físicas», las «fallas de carácter» o los «indicios de raza, nación o religión». Si bien el estigma territorial se asemeja más a estos últimos pues «puede transmitirse mediante el linaje y contamina por igual a todos los miembros de la familia» (1963, p. 275), es más eludible e incluso modificable por medio de la movilidad geográfica. Cuando estos «espacios penalizados» son componentes permanentes del paisaje urbano, los discursos para descalificar se intensifican y se cierran a su alrededor, tanto «desde debajo», las interacciones ordinarias de la vida cotidiana, como «desde arriba», en los campos periodísticos, político, burocrático y a veces científico (es el caso, por ejemplo, de categorías como la de underclass area, propuesta por sociólogos conservadores para caracterizar –de manera perfectamente circular– los barrios donde habita la underclass, definida por un conjunto cuantificado de patologías sociales traducidas en términos espaciales). Una «mancha de lugar» se sobrepone así a los estigmas ya operantes, tradicionalmente asociados con la pobreza y con la pertenencia étnica, o con el estatus del inmigrante postcolonial (Wacquant, 2012, p. 120).
«La proliferación de etiquetas que, se supone, designan a las poblaciones, dispersas y contrastadas, atenazadas por la marginalidad social y espacial, como “nuevos pobres”, “zonards”, “excluidos”, “underclass”, “jóvenes de las banlieues”, y la trinidad de los “sin” (sin trabajo, sin techo, sin papeles) habla mucho el estado de desajuste simbólico en el que se encuentran los márgenes y las fisuras de la estructura social y urbana reconfigurada.»
Wacquant (2012, p. 129).
El tercer concepto para reseñar es el de hipergueto, lugar de la alienación espacial «de donde todos quieren salir». Lejos de confirmar un escudo de protección contra las presiones del mundo externo, el hipergueto parece un campo de batalla entrópico y arriesgado, donde se escenifica una competencia a cuatro bandas, entre los predadores de la calle independientes u organizados (buscavidas y bandas), los residentes locales y sus organizaciones de base, las agencias de vigilancia y el control social del Estado, y los predadores institucionales del exterior (en particular, los promotores inmobiliarios).
El último concepto es el de estado penal. En uno de sus libros más conocidos (Las cárceles de la miseria, 2007), el autor investiga el rol del sistema penal en el giro neoliberal, y cómo ha ido adquiriendo un protagonismo destacado como dispositivo de gestión y gobernanza de la pobreza (complemento del sistema asistencial). Sobre todo en Estados Unidos, pero también en Europa, se multiplican las tasas de reclusos y las prisiones pasan a ser gestionadas por compañías privadas, que las ven como una fuente de beneficios:
«La atrofia del Estado social y la hipertrofia del estado penal son dos transformaciones correlativas y complementarias que participan de un nuevo gobierno de la miseria.»
Wacquant (2007, p. 318).

8. Resumen

En este capítulo hemos repasado algunas teorías, escuelas y autores que han abordado el fenómeno de la delincuencia y la marginalidad en la era contemporánea.
En el primer apartado, nos hemos centrado en el positivismo evolucionista, representado por la escuela criminológica italiana y por la figura de Cesare Lombroso. Esta escuela busca las causas de la delincuencia en disposiciones de carácter biológico, atavismos individuales que remiten a periodos pretéritos de la evolución. No obstante, las investigaciones de Lombroso nos aportan también numerosos datos sobre la cultura de los delincuentes, a partir de su trabajo como médico forense en las prisiones italianas.
En el segundo apartado, nos hemos centrado en la ecología urbana, representada por la escuela de Chicago y las figuras de Robert Park, Frederick Thrasher y William F. Whyte. Esta escuela busca las causas de la delincuencia en procesos de desorganización social y anomia que se dan en el ecosistema urbano, vinculados a las «regiones morales» distintas que se generan a partir de la segregación social urbana, y también a procesos de «contagio social». Las investigaciones de Thrasher y Whyte nos muestran el surgimiento de bandas juveniles en las áreas intersticiales de la ciudad, que acompañan a la guetización pero también generan formas de solidaridad y ayuda mutua.
En el tercer apartado, nos hemos centrado en el interaccionismo simbólico, representado por la escuela del etiquetaje social y las figuras de Howard Becker y Erving Goffman. Esta escuela no se fija tanto en las causas de la desviación, sino en los procesos de estigmatización social que se generan desde las instituciones, los medios y la vida cotidiana, y que convierten determinados individuos en «desviados». Las investigaciones de Becker y Goffman nos muestran las carreras desviadas desde la perspectiva de sus protagonistas, y las interacciones que se dan entre internos y externos en las instituciones sociales totales.
En el cuarto apartado, nos hemos centrado en el estructuralismo, representado por la escuela de París y la figura de Jean Monod. Esta escuela explora las relaciones de la desviación con las estructuras materiales y simbólicas que cohesionan la sociedad (lenguaje, parentesco, mitología, etc.), poniendo de manifiesto convergencias y divergencias.
En el quinto apartado, nos hemos centrado en los estudios culturales, representados por la escuela de Birmingham y las figuras de Stuart Hall, Phil Cohen y Dick Hebdige. Esta escuela busca las causas de la desviación en las relaciones de hegemonía y subalternidad que se dan en una determinada sociedad, explorando las formas de resistencia ritual que desarrollan los grupos marginados. Sus estudios sobre las subculturas y contraculturas juveniles sirven para leer la desviación como una metáfora del cambio social.
En el sexto apartado, nos hemos centrado en la criminología crítica, representada por la escuela influida por las teorías de Pierre Bourdieu y la figura de Loïc Wacquant. Esta escuela se centra en las formas avanzadas de marginalidad territorial, y en la creación de un Estado penal de signo neoliberal que utiliza la seguridad como cebo.

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