II

DE PATRÓN A OFICIAL DE LA ARMADA

Ya hemos visto que con 18 años Barceló fue nombrado patrón del jabeque correo que unía Palma de Mallorca con Barcelona, para así suplir legalmente a su padre en la misión, cosa que ya había hecho anteriormente. Por otra parte, y aún muy joven, con 20 años recién cumplidos, casó el 26 de febrero de 1737 con Francisca Buenaventura, originaria de una familia de muy acomodados campesinos.

Nada sabemos de lo que le sucediera en estos tres primeros años de mando en la mar, pero a los 21 ya se había destacado en combate de tal forma que obtuvo su primera recompensa:

En atención a los méritos y servicios de don Antonio Barceló, Patrón del jabeque que sirve de correo a la isla de Mallorca, y señaladamente al valor y acierto con que le defendió e hizo poner en fuga a dos galeotas argelinas que le atacaron en ocasión que llevaba de transporte un destacamento de Dragones del Regimiento de Orán y otro del de Infantería de África, he venido en concederle el grado de Alférez de Fragata de mi Armada Naval. Por tanto quiero que el Infante Don Felipe, mi muy caro y amado hijo, Almirante General de todas mis fuerzas marítimas de España y las Indias, dé la orden convenicnte[…] San Lorenzo de El Escorial, 6 de noviembre de 1738.

No hemos encontrado relación del referido combate, pero no era cosa de poco el que derrotase a dos enemigos y los pusiese en fuga. Recordemos que las galeotas eran por entonces una especie de galera pequeña, con unos cien hombres de dotación y entre tres y cinco cañones a proa. Con toda probabilidad fueron los oficiales del Ejército embarcados los que le propusieron para tal recompensa. Tal vez hubo algún combate anterior que ha quedado en la sombra, justamente por no llevar a bordo semejantes personajes.

En cualquier caso, la recompensa, aunque muy meritoria, era simplemente honorífica, pues era como oficial «graduado», es decir, sin sueldo, uniforme ni nada efectivo, aunque no cabe duda de que era una gran distinción en la época. Aquel fue su primer paso.

Siguieron las navegaciones, siempre con el cuidado del mar, del tiempo y de los corsarios enemigos hasta que tres años después otro hecho muy distinto aparece en la biografía de Barceló.

Sucedió que el 6 de agosto de 1741, de madrugada, un capitán del Regimiento de Dragones de Orán, Manuel Bustillo, de treinta años y ya casado, raptó del convento de la Misericordia de Palma de Mallorca a una religiosa, sor Margarita de Valseca, de 22 años y llamada en el mundo Isabel Font dels Olors, que se disfrazó de hombre para la huída y se descolgó con una cuerda, pasando después la pareja a un gánguil francés para huir a Almería. El barco era el Santa María de Gracia y su patrón Augustin Barriere.

El caso, que hoy nos puede parecer más o menos romántico, era muy duramente juzgado por las leyes de entonces, que lo consideraban secuestro y violación, aparte de sacrilegio, por lo que el obispo de Mallorca puso el caso en conocimiento del virrey, don José Vallejo, y este, la primera autoridad de la isla y reino de Mallorca, ordenó a Barceló que con su jabeque, entonces El León, zarpase inmediatamente, le diera caza, apresara a los prófugos y los condujese detenidos a Palma.

Fueran o no de su agrado las órdenes, Barceló las cumplió escrupulosamente, detuvo el buque francés a 30 leguas de Cartagena y trajo de vuelta detenidos a los dos escapados el 16 del mismo mes.

Al parecer, hubo hasta resistencia, pues el buque francés se negó a amainar hasta que un disparo del jabeque lo desarboló. Abordado el buque, Barceló se encaró con Bustillo y le afeó su proceder, el desesperado militar le disparó con su pistola, fallando por la intervención de uno de sus marineros, que empujó a Barceló alejándolo de la trayectoria de la bala.

El capitán fue condenado por un Consejo de Guerra a muerte y decapitado el 4 de mayo del año siguiente, mientras que la religiosa fue condenada por sus superioras a reclusión perpetua, sin que nadie le hablase y sin poder hablar ella, sin poder acceder a ningún cargo en su comunidad, ayuno a pan y agua dos veces por semana y disciplinas (látigo) en las mismas ocasiones, y sin poder recibir visitas, salvo las de sus padres. Y aún así, la pobre monja vivió hasta el 4 de mayo de 1782, justamente cuarenta años después de la muerte de su amado capitán.

No era una hazaña de la cual enorgullecerse, sino el duro cumplimiento del deber, pero no hemos querido ocultarla pues es una buena muestra de cómo eran las cosas en la época. Casi medio siglo después todavía Moratín escandalizaba a la sociedad bienpensante con su comedia El sí de las niñas, o Goya en sus cuadros satirizaban los matrimonios impuestos por conveniencia. Pero ni en la obra de Moratín ni en las pinturas de Goya se podían llegar a disculpar hechos que envolvían a una religiosa profesa y a un militar casado.

La siguiente misión tampoco fue de combate, pero sí mucho más agradable y en beneficio de su ciudad natal.

El hambre en Mallorca

Sucedió que en la primavera de 1748 faltaba el pan casi en absoluto en Palma, y en el resto de la isla apenas había para la población rural que debía abastecer la capital. La carestía era tanta que se ordenó un racionamiento draconiano de seis onzas diarias por hombre y cinco por mujer y niño mayor de siete años, mientras que el resto se tenía que contentar con solo tres.

En estos tiempos una mala cosecha, o peor aún, una sucesión de ellas, provocaba inmediatamente una aguda crisis, pues el pan era el alimento básico de la población. En un mundo donde los transportes dejaban mucho que desear en rapidez y eficiencia, tal situación degeneraba rápidamente en una terrible especulación que provocaba el alza desmesurada de los precios.

La crisis seguía el ritmo anual de cosechas: en primavera se dejaba sentir el hambre, agotado ya el trigo de la cosecha anterior, el hambre terminaba por producir la muerte o la enfermedad de los más débiles y la furia de los más airados, que se traducía en robos, violencia y con suma frecuencia, en motines. Recordemos que en 1766 uno de los principales motivos del llamado Motín de Esquilache fue una crisis de estas características, y que el 14 de julio de 1789, cuando las masas de París tomaron la Bastilla iniciando así la Revolución Francesa, era el día en que el precio del pan en la ciudad era prohibitivo, salvo para los muy ricos.

Pero con mucha más frecuencia los motines no engendraban más que nuevas muertes, y con la llegada del otoño y el invierno la situación se volvía ya tétrica, cifrándose todas las esperanzas en la nueva cosecha. Incluso cuando esta fuera finalmente buena y resolviese el problema, la debilitada población solía sufrir el impacto de una epidemia que multiplicaba las muertes. Esas eran las llamadas «crisis de subsistencias», que se sucedían entonces de forma tan regular como terrible y que parecían entrar dentro del orden natural de las cosas.

Así que un angustiado Capitán General de las islas, don Juan de Castro, ordenó a Barceló que fuera con su jabeque a Barcelona y trajera lo más rápidamente posible todo el pan y trigo que hallara.

Barceló no se lo pensó dos veces: zarpó hacia su destino, cargó todo lo que pudo en su barco y ya de vuelta, apenas salido de Barcelona, anunció a su tripulación: «No hay una gota de agua en el buque, así que a ver si llegamos pronto a Ciutat».

La travesía, sin duda, fue rapidísima, pues la tarde del 10 de abril entraba el jabeque de Barceló en el puerto de Palma ante la expectación de miles de ciudadanos que llenaban sus muelles. Febrilmente se descargaron de él nada menos que 2300 cuarterones de trigo, más de 5000 panes y 388 quintales de bizcocho blanco, paliándose así la penuria y suspendiéndose el racionamiento entre la alegría de todos.

Hay diversidad de opiniones sobre el asunto del agua: algunos autores piensan que fue por olvido, ante la premura del tiempo, y otros que fue algo deliberadamente dispuesto por Barceló para que su tripulación se esmerase en la navegación.

Nosotros consideramos la cuestión de otra manera: tanto el peso como el volumen de la aguada necesaria en un buque, para una tripulación de más de ochenta hombres, ocupaban un gran espacio interior de sus bodegas, prescindir del agua era aumentar muy significativamente la capacidad del jabeque para llevar alimentos. Así que aparte de acicate para los marineros, había otra buena razón, pues no creemos que alguien, tan profesional y acostumbrado a dicha travesía como Barceló, olvidase semejante artículo básico, y más para unos hombres que precisaban mucho de él en su duro trabajo en un ambiente marino.

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Aunque la tradicional galera estaba ya en franca decadencia, ambos bandos seguían utilizando en el Mediterráneo las galeotas o «medias galeras», en el grabado una española, del porte de tres cañones, navegando a vela con viento de popa. Museo Naval de Madrid.

El cordial agradecimiento de sus conciudadanos fue tan general como extendido. Don Juan de Castro solicitó al propio ministro Ensenada una recompensa para Barceló. El día 30 de abril aquel ponía a la firma de SM una Real Orden concediéndole el ascenso a teniente de fragata. Claro que de nuevo a título honorífico y sin sueldo. Pero la mejor recompensa fue el cariño y reconocimiento de sus conciudadanos, para los cuales ya era el famoso «Capitá en Toni».

Una incesante sangría

Pero estas eran anécdotas comparadas con la constante guerra del corso argelino, pues en ese mismo mes y año, los corsarios apresaban el jabeque correo, con doscientas personas a bordo, y entre ellos y aparte de la tripulación, dos coroneles, trece capitanes, subalternos y soldados y ocho señoras, todos conducidos a Argel, salvo alguno de ellos, muertos en el combate o a consecuencia de las heridas, entre ellos dos de las señoras. Por curiosa coincidencia, ese debería haber sido el jabeque de Barceló, pero en esos mismos días estaba llevando el trigo y el pan a Mallorca. Tal vez se hubiera frustrado así su carrera, o tal vez, más seguramente, hubiese triunfado y evitado el apresamiento.

Aquella era la gota que derramaba el vaso, pero tales hechos se sucedían sin que se les pudiera o supiera poner adecuado remedio. De nueve años antes era una relación impresa de la Orden de la Merced, encargada tradicionalmente del rescate de presos, donde se detallaban los más de cuatrocientos rescatados en 1739. De ellos unos cuarenta eran mallorquines o ibicencos, y bueno es dar una somera descripción de ellos, para mejor valorar ese inmenso dolor humano:

Margarita Burguesa, de diecisiete años de edad y tres y medio de esclavitud, cautivada en tierra, por 840 pesos, la más pobre de todos y gracias a un anónimo donante de Madrid; Catalina Vives, de 25 años y tres de esclavitud, cogida en tierra, por 540 pesos; Antonio Martorell, de treinta y un años y tres de esclavitud, soldado del Regimiento de León, apresado en Orán; Bartolomé Balaguer, de trece años de edad y ocho de cautivo, por 265 pesos; Miguel Ferrer, de setenta años y cinco de cautiverio, apresado en la mar, 210 pesos; Alejo Calet, de sesenta años, uno y medio de esclavitud, apresado en la mar, 157 pesos; Pedro Antonio Mir, de 55 años, dos de esclavitud, 297 pesos; Jaime Massot, de la misma edad, apresado cuando pescaba, 297 pesos; Cristóbal Borrás, de 46 años y seis de cautiverio, soldado del Regimiento del León, apresado en Orán, 307 pesos…

Y lo peor era, que aparte de todo, con esos pagos por la llamada «redención de cautivos» se estaba financiando y haciendo más lucrativa la piratería, pues por esa fuente conseguían muchos más ingresos que por la vía del saqueo de buques y sus cargas, no faltando quienes afirmaran que había que cesar en esos rescates, pues era peor el remedio que la enfermedad. Claro que para los afectados y sus desoladas familias, la cuestión no estaba tan clara…

Una infructuosa caza

Indudablemente los corsarios se habían beneficiado de que la atención de la Real Armada había estado dirigida contra el enemigo británico en la famosa Guerra del Asiento con todas sus complicaciones europeas desde 1739, pero ahora se decidió tomar medidas para refrenar esa piratería que tantas vidas y tanto dinero estaba costando.

Para ello se decidió contratar jabeques y utilizarlos como corsarios para perseguir al crecido enemigo, seleccionándose al Santo Cristo de la Santa Cruz de Barceló, el del patrón Pedro Antonio Padrines, el de Juan Xamena, todos mallorquines, y el del ibicenco Juan Ramón, pagando a cada uno 150 pesos mensuales por buque y 8 por marinero, unos 150 en cada uno de los grandes jabeques, aparte de una guarnición de un sargento, un tambor y 24 soldados, de los Regimientos de España y Brabante, de guarnición en Palma.

Como Barceló era ya teniente de fragata, por más que fuera a título honorífico, se le dio el mando de aquella escuadrilla, que debía integrarse en otra agrupación mayor, junto con los navíos América (insignia) y Constante, del porte de 60 y 64 cañones respectivamente, al mando conjunto del capitán de navío don Julián de Arriaga. Realmente parecía poco adecuado utilizar los pesados y caros navíos en perseguir a los muy rápidos y ágiles jabeques y galeotas berberiscos, pero a algún estratega de despacho le debió parecer lo más oportuno aquel «matar moscas a cañonazos».

Otra cuestión vino al ser necesario pertrechar con armas, especialmente cañones, a los jabeques corsarios españoles, pues en Palma no sobraban, y faltó buena voluntad y sobró burocracia y otras cosas…Como cuando Barceló pidió para artillar su buque cuatro cañones de bronce de calibre a ocho libras de bala, emplazados en un baluarte de la Puerta del Muelle de Palma, y se le contestó sorprendentemente, que no se le podían prestar porque «estaban destinados a hacer salvas», misión por supuesto mucho más importante que la de perseguir piratas.

Se divisaron por entonces tres corsarios berberiscos, salieron precipitadamente los cuatro españoles, buscando por entre las islas y llegando hasta Ibiza, pero sin resultado. Luego pasaron a Cartagena en busca de armas y pertechos, alcanzaron otros cuatro de sus enemigos entre Altea y Benidorm, combatiendo con ellos dos de los españoles, pero consiguiendo huir finalmente los berberiscos, que como buenos corsarios, preferían eludir el combate con enemigos bien preparados y dedicarse a perseguir objetivos mucho más lucrativos y más indefensos.

Tras meses de operaciones, la escuadrilla no había logrado nada y 35 de los soldados habían desertado, por lo que fueron reemplazados con Infantería de Marina de Cartagena y aún se añadieron dos jabeques más, pero de nuevo nada se logró, disolviéndose la escuadrilla que tan poco había logrado en octubre de 1749. Nada de ello era culpa de Barceló, pero al menos no se le pidieron cuentas por una operación mal planteada desde el principio.

Una victoria doble

A todo esto el padre de Barceló, el patrón Onofre, había cumplido ya más de ochenta y cinco años, por lo que se firmó nuevo contrato con el hijo, que heredó así la concesión del jabeque correo, con la obligación de salir cada quince días, estar dispuesto para cualquier misión que se le ordenara, y encargarse asímismo de relevar los destacamentos militares de las guarniciones de Ibiza y Cabrera, fijándosele un sueldo de 100 pesos. El documento lleva fecha de 20 de diciembre de 1749.

Parece que tuvo por entonces algún encuentro con los corsarios enemigos, pero no hemos podido hallar referencia alguna. De cualquier modo, debieron ser más bien escaramuzas, pues no obtuvo recompensa ni ascenso alguno.

Pero la ocasión se presentó cuando menos se pensaba, como suele suceder.

El 15 de julio de 1753 a las doce de la mañana llegó al puerto de Palma un bote de remos, conduciendo al patrón Jaime Bernat con ocho marineros de su jabeque, el Nuestra Señora del Rosario, que procedente de Barcelona con una carga de hierro y mercancías diversas había sido atacado a tres leguas de Palma por una galeota argelina. Incapaz de la menor defensa, el patrón y su reducida tripulación habían dejado al pairo el buque y habían huído, anotando que además habían divisado a otro jabeque enemigo, aparentemente en apoyo de la galeota.

Y no era para menos el peligro, pues la galeota llevaba cuatro cañones y setenta y dos tripulantes, ocho de ellos turcos, siendo una buena embarcación de quince remos por banda.

Inmediatamente las autoridades dieron orden de salir a Barceló con su jabeque El Santo Cristo de Santa Cruz, y al patrón Benito Capó con el suyo, el Santísimo Crucifijo. Y no hay más que ver los nombres de los buques para constatar la profunda religiosidad de los marinos de entonces.

En cada uno se embarcaron 83 marineros y como guarnición, 33 granaderos, al mando respectivamente de los tenientes don Juan Porro y don Blas González. Pero el mando conjunto lo tenía Barceló, gracias a su título honorífico. Nada sabemos de los cañones que embarcaban, pero suponemos que eran pocos y de escaso calibre. Solo llevaban víveres para seis días, pues se esperaba que la persecución no fuera larga, y en cualquier caso no había tiempo para más.

Reconociendo las costas y recibiendo informaciones de ellas llegaron a Dragonera, donde avistaron a la galeota y al jabeque apresado. La primera cercana a tierra y fondeada, y el otro ya dispuesto a dar la vela, Barceló fue sobre el jabeque y Capó sobre la galeota.

La galeota intentó huir entre los escollos, pero Capó se le echó literalmente encima y chocó contra ella por la aleta, ante lo cual y viendo la fuga imposible, los argelinos se lanzaron al abordaje, siendo frenados en seco por una descarga de los granaderos y marinos, aparte de por la metralla de los cañones, muriendo el arráez o capitán y malherido su segundo, por lo que se rindió, junto con 33 tripulantes, de los que solo ocho estaban ilesos, otros trece estaban ligeramente heridos y otros tantos lo estaban gravemente, ocho más se echaron al agua e intentaron escapar a nado, dos de ellos se ahogaron y el resto fue capturado pocos días después en tierra. Asombrosamente los españoles solo lamentaron un granadero herido.

En cuanto a Barceló, dio larga caza al jabeque capturado por el enemigo, haciéndole fuego con sus cañones y fusiles, mientras se le arrojaban frascos de fuego. La tripulación no eran más que dieciséis hombres que habían pasado de la galeota y el resultado no ofrecía dudas. Al jabeque incendiado se le remató disparándole a bocajarro cañonazos en la línea de flotación. La única desgracia entre los españoles fue un marinero, que se interpuso en una maniobra ante un cañón al ser disparado, lo que le causó la muerte.

Cabe imaginar la alegría de todos cuando se supo de tan completa como poco costosa victoria, pero la cuestión se enmarañó porque se creía que había epidemia en Argel y se decretó una cuarentena, aparte de que se abrió una sumaria para investigar los hechos.

Por dicha información judicial sabemos que Barceló ya era sordo, y que contestó con dificultad a las preguntas. Tradicionalmente se dice que tal discapacidad fue el resultado de los estampidos de los cañones, pero hasta entonces no había tenido muchas ocasiones de sufrirlo ni eran piezas de gran calibre, más parece que la sordera era producto de una enfermedad, tal vez infecciosa o tal vez congénita. Lo cierto es que se fue agravando con la edad, sin que para el bravo marino supusiera mayor impedimento para seguir luchando.

Justamente por la cuarentena se había prohibido a todos tomar cualquier cosa de los buques enemigos, temiendo el contagio. Sin embargo, un marinero se hizo con una bonita faja roja donde estaban envueltas diversas monedas de oro, Barceló ordenó que la echase al mar y no se guardara nada, pero al no ser obedecido, y según declararon los testigos, se la arrebató de las manos y la tiró él mismo. Otro capitán se lo hubiera ordenado a cualquier oficial subalterno, pero ese era el estilo de Barceló…

En cuanto a la galeota capturada, fue comprada por la Armada para incorporarla a sus fuerzas, dada la calidad del buque, repartiéndose el producto entre las dotaciones. Por otra parte, se gratificó a las dotaciones con quince pesos por cada moro capturado y veinticinco por cada turco, que serían destinados a las obras del arsenal de Cartagena, correspondiendo al trato que daban ellos a los prisioneros españoles.

Al bravo Capó se le dio el grado honorífico de alférez de fragata, siendo la primera ocasión en que se distinguía. También se recompensaría con un ascenso a los tenientes de granaderos en cuanto hubiera vacantes de capitán en su regimiento. A Barceló se le promovió a teniente de navío, todavía honorífico. Y todo ello por disposición del mismísimo marqués de la Ensenada en carta de 4 de agosto de aquel año, con la obvia intención de incentivar conductas semejantes.

La consagración

Al año siguiente, y sin duda favorecido por la recompensa obtenida, Barceló vendió su jabeque por 4400 pesos y compró otro nuevo, que tendría una dotación de sesenta marineros y embarcaría 18 granaderos, con lo que se comprueba que en el combate anterior las dotaciones habían sido muy reforzadas.

Desempeñó seguidamente diversas comisiones, siempre en busca de enemigos o por encargos oficiales, aparte del correo, hasta que llegó la gran ocasión.

A las 10 de la mañana del 18 de junio de 1756 fondeó en Palma procedente de Barcelona con su jabeque correo, con su dotación, aumentada ahora a 80 marineros y 25 soldados, con 128 pasajeros y remolcando una galeota apresada a los argelinos el día 13, a las 12, fuera de la punta del río Llobregat, cuando en compañía de otra le atacó.

Pero la defensa fue tal que una de las galeotas se batió en retirada después del intercambio de cañonazos, mientras que la cubierta de la otra era barrida por metralla y fuego de fusil, para luego pasar los españoles al abordaje, muriendo nada menos que 57 enemigos y quedando vivos 18, de los que solamente cinco estaban completamente ilesos. De ellos 24 eran turcos. La galeota era propiedad del mismo Dey de Argel y había salido de ese puerto con la otra el 8 de junio, por lo que poco daño había podido hacer en su salida.

Los españoles, por su parte, solamente tuvieron seis heridos, uno de ellos el segundo de Barceló, Juan Nicolau, que había sido el primero en abordar el buque enemigo. Es de reseñar que Barceló volvió al puerto de Barcelona para que fueran atendidos sus heridos. También surgió el miedo a una epidemia con el consiguiente fastidio de tener que soportar una cuarentena, pero la alarma pasó pronto.

Es de destacar tambien que en el combate se distinguió una mujer, una pasajera del buque que, lejos de acobardarse, llevó munición y frascos de fuego a los combatientes, los animó con sus gritos y cuidó de los heridos. Desgraciadamente no conocemos su nombre, solo que era hija de un boticario, un tal Oliver, y estaba casada con Juan de la Sal, del que desconocemos la profesión.

Aquella nueva y sensacional victoria significó la consagración de Barceló, pues por Real Despacho de 31 de junio de ese mismo año, el Rey, por boca de su Ministro de Marina, don Julián Arriaga, lo ascendió a teniente de navío en propiedad y a todos los efectos, con sueldo y uso de uniforme, que le cedía además el importe de la galeota apresada y mandaba repartir 200 doblas entre su dotación.

Tenía entonces Barceló 39 años, y para aquel hombre de cuna humilde, de escasa instrucción académica y sin cultura, fue todo un honor llegar a formar parte de la oficialidad de la Real Armada.

Otros, conseguido tal honor y hecha una modesta fortuna con las presas, se hubieran contentado con lo ya logrado, y más contando con una edad que entonces pesaba más que ahora, y con la grave rémora de su sordera. Pero para Barceló aquello no significó más que el comienzo de una ascensión a los más altos destinos, ahora que podía dedicarse por entero a su misión, para la que había mostrado una capacidad más que notable.

Es de destacar que se había hecho con él una excepción, pues como es sabido, para ser oficial del Ejército o de la Armada entonces había que ser demostradamente de condición noble o hidalga, y Barceló no podía decir nada por el estilo. En cuanto a los estudios como guardiamarina, cabe señalar que muchos marinos del XVIII no los habían cursado, por sorprendente que parezca.

Con suma frecuencia, muchos jóvenes preferían ingresar en el Ejército como cadetes o como oficiales de baja graduación, formándose de manera mucho más informal y liviana en las escuelas de cada regimiento. Por entonces no existía nada parecido a una Academia Militar, salvo para los artilleros que, por excepción, desde 1764 tenía el Real Colegio de Artillería en el Alcázar de Segovia, con altos estudios.

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Victoria del jabeque de Barceló sobre dos galeotas argelinas en 1738. Óleo de Cortellini. Museo Naval de Madrid.

Una vez conseguido el despacho de oficial eran muchos los que pedían el pase a la Armada y lo conseguían, ahorrándose el internado y los penosos estudios de matemáticas, astronomía, cartografía, etc. Por entonces la Armada, en todos los sentidos, ofrecía muchas más posibilidades que el Ejército, al revés de lo que pasaría ya en el siglo XIX, donde el proceso fue al contrario. Hasta figuras tan eminentes, como nuestro gran militar y escritor Cadalso, pidieron ese pase a la Armada, bien que él personalmente no lo consiguiera. Buena parte de los marinos del XVIII tenían esa procedencia, tal vez casi un tercio de ellos.

Otra manera de llegar a ser oficial de la Armada era embarcarse como «aventurero», es decir, un caballero que sin tener graduación ni sueldo, pero si ciertos privilegios y consideración, se formaba sirviendo a bordo y ascendiendo según mostrara su capacidad. Un buen ejemplo de esta otra manera de conseguirlo puede ser don Santiago de Liniers, un joven oficial del ejército del Rey de Francia, que pasó a España y a su armada como aventurero, llegando a distinguirse especialmente en la reconquista y defensa de Buenos Aires en 1806 y 1807, en lucha contra los invasores británicos.

Claro que también podía llegarse a «aventurero» por mala conducta, cuando se degradaba a un oficial, pero se le daba esa última oportunidad para redimirse y seguir en la carrera.

Pero, y aún con esas excepciones y matices, el caso de Barceló fue verdaderamente insólito, lo que, por desgracia y como veremos, le valió la envidia y la animosidad de muchos, con frecuencia de más alta cuna y mayores estudios, pero sin su capacidad, entrega, y desde luego, con muchos menores merecimientos.