I
NACIMIENTO Y PRIMEROS AÑOS
Antonio Barceló y Pont de la Terra nació la última noche del año 1716, al parecer pasados unos minutos de las doce, en el domicilio familiar de la calle del Ví, en Palma de Mallorca, siendo bautizado la mañana siguiente en su parroquia de Santa Cruz, apresurada práctica entonces habitual dada la enorme mortalidad infantil, especialmente entre los neonatos.
Su padre, Onofre Barceló, era un ya veterano patrón mercante y tenía cerca de cuarenta años, había casado en primeras nupcias con Magdalena Capó, de la que no tuvo hijos y, en segundas, con Francisca Pont de la Terra, el 21 de octubre de 1714, cuando la novia solo tenía 15 años. De ese segundo matrimonio nacieron cinco hijos, todos varones: Antonio, el mayor, Bartolomé, José, Francisco y Miguel.
Se cree que la familia Barceló tuvo su origen en Tarragona, trasladándose a Palma ya en tiempos de Jaime I, con motivo de la conquista de la isla. Desde entonces habían destacado como marinos mercantes unos, alternando con el ejercicio de las armas, entonces inevitable en dicha profesión, y otros como religiosos. Como tantos españoles en épocas pasadas, las opciones era «O Iglesia, o Mar, o Casa Real». También habían poseído alguna heredad en tierra para redondear sus ingresos con lo que, si no ricos, sí pertenecían a una cierta clase media, habiendo tenido algunos cargos menores locales.
Sin embargo, no eran nobles, todo de lo que podían presumir, dada la mentalidad de la época, era, en conocida fórmula: «que los padres y abuelos y ascendientes han sido y son habidos y comúnmente reputados por cristianos viejos, limpios de toda mala raza, ni mezcla de judío, moro ni converso… ni consta que hayan sido herejes, condenados ni penitenciados por el Santo Oficio de la Inquisición ni sospechosos de fe…»
Sabemos que don Onofre había sido bautizado el 17 de enero de 1675 en la misma parroquia en que lo fue su primogénito, Antonio, y que era hijo de Antonio y Catalina, casados el 2 de octubre de 1668, constando también sus bautizos, así que parece que la presunción era fundada.
No era fácil ganarse la vida en las Baleares de entonces, con una agricultura limitada por el pequeño territorio, y con un mar infestado de corsarios berberiscos, que no solo atacaban a los buques, mercantes o pesqueros, de los que vivía buena parte de la población insular, sino que llegaban a desembarcar para saquear y raptar a personas de cualquier clase y condición, como era tristemente normal ya en tiempos de Cervantes, quien lo padeció personalmente como es bien sabido, para obtener un elevado rescate por su liberación, que era con frecuencia su mayor botín.
Aquella ya dura y azarosa vida se había complicado aún más en los tristes años de Carlos II y en su secuela: la Guerra de Sucesión por la Corona española, entre los partidarios de Carlos de Habsburgo, la rama centroeuropea de los Austrias españoles, y los de Felipe de Borbón, nieto del entonces preponderante Luis XIV, hasta entonces constante enemigo de la monarquía española.
En Palma se aceptó mejor o peor a Felipe V, hasta que en octubre de 1706, una escuadra angloholandesa, que apoyaba al pretendiente Don Carlos, atacó la ciudad y forzó su capitulación, falta como estaba de tropas y de toda clase de recursos defensivos. Dos años después, en 1708, otra expedición naval angloholandesa tomó Mahón, en Menorca, tras un corto asedio, explicable porque en las defensas de San Felipe no había más que 500 soldados franceses y 200 españoles al mando de don Diego Dávila.
Solo tras firmarse la paz de Utrech, que por cierto dejó Menorca en manos británicas durante la mayor parte del siglo XVIII, se pudo organizar una expedición de reconquista de Mallorca e Ibiza, que seguían bajo el dominio de Carlos de Austria, incluso con el virrey que el pretendiente había nombrado: el marqués de Rubí.
La flota, iba al mando de don Pedro de los Ríos, sumaba 18 navíos y fragatas y 6 galeras, escoltando un gran convoy de más de cien embarcaciones mercantes de todas las clases y tamaños, que transportaban el ejército expedicionario, al mando del caballero D‘Asfeld, con 24 batallones de infantería, 1 300 jinetes y poderosa artillería. El desembarco fue en Alcudia el 16 de junio de 1715, y tras solo unas breves escaramuzas, el marqués de Rubí capitulaba el 2 de julio.
No debía de ser Onofre Barceló partidario de la Casa de Austria, pues apenas unos meses después de la vuelta de Mallorca a la soberanía de Felipe V, y un año después de su matrimonio, conseguía la autorización para lanzarse al corso con su galeota, lo que hizo en julio de 1716, tras ser provisto de armas y municiones por los arsenales reales y consta que, operando junto con una galeota de la Armada, logró apresar una embarcación corsaria argelina cerca de Mataró.
Ese era el enemigo cotidiano, pero el ya consolidado en el trono Felipe V estaba muy lejos de admitir las consecuencias de Utrech, en buena medida impuestas por su propio abuelo, Luis XIV, en detrimento de España y como consecuencia del agotamiento de Francia en la larga y dura contienda, que había sufrido continuas y dolorosas derrotas en los frentes de batalla europeos. Bien se daba en Madrid por perdido Flandes, que tantos ríos de sangre y de oro había costado mantener, y en cuanto a Menorca, era irrecuperable dada la ya evidente hegemonía naval británica. Pero otra cosa muy distinta eran las tradicionales posesiones españolas en Italia, ahora bajo el dominio austríaco. Y más por cuanto era evidente que los habitantes de esas posesiones detestaban a los nuevos gobernantes y preferían con mucho los antiguos.
Así que fruto de la política del cardenal Alberoni, el verdadero gobernante de España por entonces, se preparó una expedición para recuperar la isla de Cerdeña, que zarpó de Barcelona el 22 de julio de 1717, la escuadra la mandaba el marqués de Mari y el cuerpo expedicionario el también marqués de Lede.
La escuadra se componía de nueve navíos, seis fragatas, dos brulotes (buques incendiarios) dos bombardas y tres galeras, escoltando un convoy de 80 transportes con el ejército de nueve mil infantes, seiscientos caballos, artillería y demás.
Retrasada la travesía por las calmas del viento, no llegó hasta finales de agosto la expedición completa a Caller, en Cerdeña, para, luego de diversas escaramuzas y amagar el asedio, capitular en toda regla el gobernador que, por cierto, era el mismo que lo había sido de Mallorca, el marqués de Rubí. En noviembre, ya reasentado el dominio español en la isla, la expedición estaba de vuelta.
En ella había participado Onofre Barceló, contratado como práctico en los puertos de Mallorca y encargado de fijar a todos el punto de fondeadero en la escala de Alcudia para hacer aguada. Consta que llevó a bordo en su buque al capitán de Infantería don Pedro Despuig, con su compañía, y que en Cerdeña su tripulación entró en combate en tierra como avanzadilla, para proteger el desembarco de la expedición.
Bien es sabido que esta expedición y la siguiente a Sicilia, despertaron los recelos de Europa, deseosa de mantener el equilibrio logrado en Utrech, por lo que se coaligaron, contra España, Inglaterra, el Imperio austríaco y nada menos que Francia, para conseguir que se renunciara a tales planes. Así fue como en 1718 la escuadra de Byng, y sin previa declaración de guerra y ni siquiera esperar el preceptivo ultimátum, atacó tan sorpresiva como alevosamente a la de Gaztañeta en Cabo Passaro, obteniendo la esperable victoria, asegurada ya de antemano por el mayor porte de sus navíos. Tras no poca y ardua lucha en tierra, al fin España tuvo que renunciar a sus pretensiones, bien que las lograra en buena medida a lo largo del siglo, aunque colocó a un infante español, don Carlos, futuro Carlos III, como rey de Nápoles y Sicilia.
Pero todo esto nos aleja de nuestra narración: bueno es saber que en noviembre de 1719 Onofre Barceló conseguía otra patente de corsario, y que en noviembre se hacía a la mar con su jabeque Santo Cristo de Santa Margarita, y lo que fue mejor, seguramente como recompensa a sus anteriores servicios, consiguió el año después el contrato para el servicio de correo entre Palma y Barcelona que efectuará con su jabeque, con las ventajas económicas que son de suponer y con el prestigio de ser un servidor del Estado.
Como era de esperar, y más siendo el hijo mayor, el hereu, Antonio Barceló no tardó en acompañar a su padre en las travesías, en las que a los peligros de la mar acompañaban los de los enemigos de entonces, piratas berberiscos constantemente y, según las circunstancias políticas del momento, corsarios ingleses. Primero como simple grumete, aprendiendo esa difícil profesión con la práctica diaria, y consiguiendo el título de «Piloto de los mares de Europa» a la muy temprana edad de 18 años. Con lo que, y dada la ya avanzada edad del padre, y más para la época, empezó pronto a suplirlo como capitán en sus forzadas ausencias. Y ya veremos como el hijo no tardó en superar ampliamente los modestos aunque honrosos servicios del padre.

Retrato de Felipe V, cuya ascensión al trono costó una guerra civil en España y una general en Europa. Óleo de Van Loo, Museo del Prado.
Ya era malo que la unidad económica, política y estratégica de las Baleares se hubiera visto rota por la posesión británica de Menorca, pues Mahón se convirtió en la principal base en el Mediterráneo de la Royal Navy, pero lo peor es que todas aquellas guerras y problemas hicieron que el tradicional enemigo del sur, la piratería berberisca, cobrara nuevos alientos al no encontrar la debida respuesta.
Y no por ser un problema de siglos, la amenaza se había resuelto: todo el norte de África, conocido como el Mogreb, era un foco de piratería que se cebaba en las costas españolas, no solo de Baleares, sino de todo el Levante español e incluso en el Golfo de Cádiz. Y aunque esas sociedades no dejaban de mostrar ya un cierto atraso en las tecnologías navales y militares, desde la artillería a la construcción de nuevos tipos de buques, en el nuevo contexto internacional, y ya fuera por negocio o por el deseo de debilitar a España, muchos europeos, señaladamente los británicos, les vendían esos productos que ellos eran incapaces de conseguir o les resultaba muy díficil hacerlo.
Toda una amplia franja del litoral levantino español, conocida como La Marina, estaba desierta y hasta sin cultivar, salvo algunas poblaciones grandes o bien amuralladas, por el peligro a los desembarcos de los corsarios berberiscos, impidiendo el desarrollo de la zona, así como haciendo costosas, y poco rentables por tanto, actividades como el comercio marítimo o la pesca. Restos de ese continuo peligro a que hubiese «moros en la costa» era la línea de torres de atalaya para avisar de una incursión aún presentes en largas tramos de nuestras costas y las pequeñas fortalezas que las jalonaban, así como la organización de milicias de todas clases para vigilar y defender el extenso territorio de las temibles y repetidas incursiones.
En Lepanto se había conseguido frenar el impulso otomano, la amenaza de una invasión de la Europa del Sur, lo que no fue poco ciertamente, pero las Regencias de Trípoli, Túnez y Argel seguían siendo vasallos del sultán de Estambul, aunque con una gran autonomía. El peligro subsistía por tanto, aunque ya la marina turca no fuera la amenaza que había sido. Con suma frecuencia como veremos, en los corsarios apresados por los españoles se distingue entre «moros» o norteafricanos, reputados por excelentes navegantes y corsarios, y los «turcos», que lo eran por su mayor eficacia combativa y mayor dureza. Y aunque las relaciones con Estambul fueron más o menos amistosas en el siglo XVIII, siempre había la posibilidad y el peligro de que las Regencias norteafricanas recibieran refuerzos otomanos que podrían ser decisivos en hombres y armas, lo que sucedió muy a menudo, o en barcos, lo que ya pasó más raramente.
Cuestión aparte era Marruecos, cuyo rey era independiente de Estambul, y que era por entonces una amenaza menor en el mar, pero con la mira siempre puesta en las plazas y presidios españoles al otro lado del Estrecho.
Y justamente, aprovechando los años finales del reinado de Carlos II y los trágicos primeros del de Felipe V, habían aprovechado para poner sitio a Ceuta, alcanzando todo un récord histórico: el sitio duró nada menos que entre el 23 de octubre de 1694 al 22 de abril de 1727. Aunque las hostilidades nunca cesaron, lo cierto es que los atacantes no disponían del material ni las técnicas de asedio adecuadas, por lo que la plaza resistió, si bien con la ruina de casi todos los edificios de la ciudad y el continuo sacrificio de la población, pese a que durante muchos años el asedio fue más bien un bloqueo, lo que obligó a suministrar la plaza exclusivamente por mar. Y algo parecido sucedió con Melilla y las posesiones menores de los peñones de Vélez de la Gomera y de Alhucemas.
Un hecho relacionado con la Guerra de Sucesión española vino a agravar la situación. Aprovechando que la guerra, que fue no solo internacional sino también civil, ardía en la propia España, los argelinos atacaron la doble posesión española de Orán y Mazalquivir, que lo eran desde 1509, en los tiempos del cardenal Cisneros.
Era difícil entonces enviar refuerzos y cualquier clase de ayuda, pero finalmente se pudo preparar en 1706 una limitada expedición, al mando del cuatralbo (jefe de escuadrilla de cuatro) de galeras de España, don Luis Manuel y Fernández de Còrdoba, un cordobés a quien Carlos II había hecho conde de Santa Cruz de los Manueles por sus anteriores servicios.
El pequeño refuerzo era tan solo de dos galeras, pero su jefe, ya fuera por convicción o por determinadas promesas de ese bando, decidió sumarse al de don Carlos de Austria, amotinándose y pasándose al enemigo, con lo que el refuerzo nunca llegó a la angustiada plaza que, al poco, tuvo que rendir su gobenador, don Diego Dávila, cuando llevaba casi doscientos años siendo española.
Sorprendente fue, y más a la luz de lo que ahora algunos pretenden, que los únicos que se opusieron a esta verdadera traición fueron los capitanes de las galeras: don Francisco de Grimau y don Manuel de Fermoselle, así como el hermano del primero, veedor de la agrupación, don Manuel Grimau, dejando claro sus apellidos su procedencia, mientras que era el jefe, un andaluz, el partidario de don Carlos.
Cabe imaginar el efecto y las consecuencias, morales y materiales, de la pérdida de ese importantísimo enclave en la costa de África, tan cercano a las costas peninsulares y a las Baleares. Ocupados por otras crisis y conflictos, los gobiernos de Felipe V tardaron mucho en buscar una solución.
La expedición a Orán
Por fin, y aprovechando un momento de tranquilidad en las cuestiones europeas, especialmente en las de Italia, por el acuerdo de 1731 con Inglaterra y Austria, se pudo disponer una gran expedición para la reconquista de Orán, en palabras atribuidas al propio Felipe V en su Manifiesto, para tomar la ciudad «que era puerta cerrada a la extensión de nuestra sagrada religión y abierta a la esclavitud de los habitantes de las inmediatas costas de España.»
De forma muy hábil se ocultó hasta el último momento el destino real de la expediciòn, lo que causó más de una tensión en las cortes europeas, al temer otra intentona española en Italia, pero sirvió muy eficazmente para tomar por sorpresa al enemigo. La formidable expedición zarpó de Alicante, puerto de concentración, el 15 de junio de 1732.
Aunque en ella no participaron los Barceló, padre e hijo, creemos de interés hablar con un cierto detenimiento de ella, pues la consideramos muy ilustrativa al ser la primera de las cuatro grandes expediciones españolas contra Argel en el siglo XVIII, participando Antonio Barceló en las tres siguientes, y con el mando supremo en las dos últimas.
ESTADO DE FUERZAS DE LA EXPEDICIÓN A ORÁN EN 1732
REAL ARMADA
Navíos
San Felipe el Real, 80 cañones, insignia de Don Francisco Cornejo.
Santa Ana, 70 cañones.
Galicia, 74 cañones.
Conquistador, 60 cañones.
Santiago; 60 cañones.
Santa Teresa, 60 cañones.
Andalucía, 60 cañones.
Infante, 60 cañones.
San Isidro, 60 cañones.
Hércules, 60 cañones.
Princesa, 70 cañones, insignia del 2º jefe, Don Blas de Lezo.
Otros
Dos bombardas, cuatro urcas, siete galeras al mando de Don Manuel Reggio.
Dos galeotas de Ibiza, cuatro bergantines guardacostas de Valencia, 26 galeotas de transporte.
Convoy
57 naves diversas, 50 fragatas, 161 tartanas, 97 saetías, 2 polacras, 48 pingues, 8 paquebotes, 20 balandras, 2 gabarras.
Total: 711 embarcaciones
REAL EJÉRCITO
Al mando de Don José Carrillo de Albornoz, conde de Montemar.
Regimientos de Infantería:
Reales guardias españolas: cuatro batallones.
Reales guardias walonas: cuatro batallones.
España: dos batallones.
Soria: dos batallones.
Vitoria: dos batallones.
Cantabria: dos batallones.
Asturias: dos batallones.
Aragón: dos batallones.
Henault: dos batallones.
Amberes: dos batallones.
1º Suizo: dos batallones.
2º Suizo: dos batallones.
Irlanda: un batallón.
Ultonia: un batallón.
Namur: un batallón.
Compañía de fusileros y guías.
Regimientos de Caballería:
Reina
Príncipe
Santiago
Granada
otros cuatro de dragones sin especificar
Artillería
110 cañones de campaña y sitio, 60 morteros.
Total: 26 600 hombres de todas las Armas.
Como se puede observar, una fuerza realmente formidable, con lo mejor del Ejército y de la Armada de entonces, aparte de bien cuidada en el aspecto logístico, pues el encargado de ella era nada menos que D. Cenón de Somodevilla, futuro marqués de la Ensenada.
Aunque el enemigo sospechó finalmente algo del destino de la expedición, dudó hasta el último momento si su destino sería Argel, Tetuán, Ceuta o hasta Salé, en la costa atlántica de Marruecos, por lo que no estaba preparado realmente en ningún sitio.
Y ya ante Orán, las maniobras de la escuadra y convoy, amagando el desembarco por diversos puntos, contribuyeron aún más a desorientarlo.
Pero creemos que es mejor para explicar las operaciones citar un documento de la época, en que se refleja de forma más exacta el espíritu de ese tiempo y de la lucha.
La toma de Orán
Relación de lo acaecido en la navegación de la Armada, que se congregó en la bahía de Alicante, y de los gloriosos progresos del Ejército del Rey, en la conquista o restauración de la plaza de Orán, en África, en los días 29 y 30 de junio y 1 de julio de este año de 1732.
El armamento que se juntó en la bahía de Alicante y se hizo a la vela el día quince de junio, en número de quinientas embarcaciones de transporte, doce navíos de línea, dos fragatas, dos bombardas, siete galeras, dieciocho galeotas de remos y doce barcos longos armados, se vió obligado de los vientos contrarios a mantenerse siete días al abrigo de cabo de Palos, de donde con viento bonancible se levó el veinticuatro, poniendo la proa al Canal, y habiendo avistado el veinticinco la costa de Orán, no pudo por los vientos contrarios y las corrientes dar fondo en su ensenada, hasta el día veintiocho, que lo ejecutó con todo el armamento, sin extravío de embarcación alguna.
Dadas las órdenes por el Capitán General, Conde de Montemar, se empezó el veintinueve a la punta del día, en la playa de las Aguadas, una legua al Poniente del castillo de Almarza o Mazalquivir, el desembarco formado de quinientas lanchas en líneas, al abrigo de los navíos y galeras.
Al tiempo de arrimarse a tierra este armamento, se presentaron los turcos y moros en número de diez a doce mil, divididos en diferentes tropas y pelotones, pero habiendo empezado a jugar la artillería de los navíos y galeras, en cuyo lance llevó el primer cañonazo de la nombrada San José, el estandarte de tropa más numerosa de moros, se apartaron a alguna distancia, y a este tiempo saltaron las del Rey en tierra con muy buen orden y se consiguió desembarcar en aquel día toda la Infantería y la mayor parte de la Caballería, no obstante las continuas escaramuzas que hacían los moros delante del Ejército, en cuya función no hubo de parte de las tropas del Rey más que algunos heridos.
Inmediatamente que los moros vieron asegurado el desembarco, intentaron caer con alguna porción de caballería sobre una fuente algo distante del Ejército, donde se hallaban algunos soldados, pero habiendo sido reconocido, destacó el Capitán General dieciséis compañías de granaderos, a cargo del Mariscal de Campo Don Lucas Fernando Patiño, y cuatrocientos caballos al del Mariscal de Campo Marqués de la Mina, para que cortasen su retirada y ocupasen un puesto elevado y ventajoso que cubría la derecha de nuestro Ejército. Y aunque la casualidad de salir del desembarco una tropa del Regimiento del Príncipe, que cargó a los moros e impidió que fuesen cortados, se logró ocupar el puesto, lo que contribuyó a que se retirase su todo a la altura de la montaña.
El día treinta se empeñó generalmente una acción entre el Ejército de S.M y las tropas de los moros, que ha sido de las más ardientes y ventajosas, para escarmiento de aquellos bárbaros.
Este día se había comenzado a construir un fuerte sobre la Marina (costa), y debajo de la montaña del Santo, a fin de tener asegurada la comunicación para el desembarco, y al mismo tiempo la subsistencia del Ejército.
El destacamento que cubría el trabajo, se fue empeñando insensiblemente con los bárbaros, que bajaron a inquietarle, e iban cargados con gran violencia y ardor esta tropa, que se reunía a la línea y los puestos avanzados que se habían inclinado a socorrerla, hasta empezar el fuego de los enemigos a herir hombres y caballos, entre los que acudieron con el Capitán General llamados del fuego. Y aunque se ocurrió con prontitud a sostener el referido destacamento y puestos con algunas compañías de granaderos, no bastó su corto número a detener el ímpetu de la gran multitud de aquellos bárbaros, y fue preciso poner en movimiento todo el Ejército para oponerse con vigor, y en la misma acción dispuso el Conde de Montemar atacarlos con la izquierda y subir al propio tiempo en seis columnas los montes por donde habían bajado, como se ejecutó, no obstante su número y la fortaleza del paraje, que en forma de anfiteatro iban defendiendo de colina en colina. Pero finalmente se vieron obligados a ceder al valor de las tropas de S.M. y a la buena conducta de los oficiales generales, que iban a las cabezas de las columnas, que no solo rechazaron el ímpetu de los bárbaros, pero con indecible valor fueron ocupando las alturas que iban dejando ellos, hasta que llegando a circunvalar y apostarse en el monte del Santo, que domina el importante fuerte de Almarza, cortando con esto la comunicación a los enemigos, desmayaron de forma que abandonaron precipitadamente todas las alturas contiguas.
No se pudieron perseguir aquella tarde, por hallarse el Ejército sumamente fatigado y sin agua, y se mantuvo en la superioridad de los puestos hasta la mañana del día primero de julio, en que no descubriéndose a los bárbaros, se puso en marcha el Ejército para buscarlos. Al mismo tiempo se tuvo noticia de que, con el favor de la noche, se había huido toda la tropa de los infieles, y a la cabeza de ellos el Bey con toda su guardia y doscientos camellos cargados de lo más preciosos de sus muebles, abandonando los fuertes y la plaza de Orán.
Continuando con aceleración el Ejército su marcha, se encontró desierta la plaza, la casa del Bey, con algunas de sus alhajas que la celeridad de su retirada no le permitió transportar, los almacenes provistos de muchas municiones y pertrechos, y un campo de tenían formado entre la plaza y el fuerte de Mazalquivir, con sus barracas y en ellas muchas provisiones de boca y municiones de guerra, con otros despojos de armas y equipajes, que daban indicios de su precipitada fuga.
El ejército de los bárbaros consistía el día de la función en 22.000 árabes y 2.000 turcos, parte de los cuales eran de la guarnición de Mazalquivir, que por haberse apoderado las tropas del Rey del Monte del Santo, no pudieron volver a su destino.

La Regencia de Argel hacia 1700: territorios y capitales
No es fácil saber el número de muertos y heridos, por la regla que observan de retirarlos, como rito de su religión, pero la cantidad de despojos de alquiceles, ricamente bordados, armas guarnecidas de plata y otras alhajas que encontraron los soldados, hace comprender lo sangriento de la función, aunque con la dicha de que por parte del Ejército del Rey solo fueron treinta los muertos y ciento los heridos, y entre ellos, de los primeros dos oficiales, y seis de los segundos. Es digno de consideración que una función cuyo amago empezó el día veintinueve al tiempo del desembarco, haya continuado por tres días, en los cuales se pudo desalojar a los enemigos de sus importantes puestos y batirlos de forma que no pensasen ni en retirarse a sus fuertes, castillos y plaza, ni en recoger sus alhajas y equipaje del campo, no obstante haber hallado en aquellas fortalezas ciento treinta y ocho cañones, los ochenta y siete de bronce y los demás de hierro, con siete morteros y muchos pertrechos y provisiones de guerra y boca para una dilatada defensa.
Y también merece reflexión para prueba de cuan distinto fue el proyecto de su defensa de los efectos de su espanto, que tenían prevenido en la artillería mencionada un tren de doce cañones, dispuestos en sus afustes para sacar a campaña, de que no usaron ni supieron valerse en su defensa o para retirarlos, y se hallaron debajo del fuerte de San Felipe, donde los habían conducido.
Dejaron también en el muelle, en el mismo abandono, una galeota grande y cinco bergantines, con que hacían el corso en grave perjuicio de la Cristiandad.»
Estos triunfos que, después de la visible asistencia de Dios, se deben únicamente al invencible valor de las tropas, han restituido al Rey y a la Corona esta tan importante plaza, que consiste en un recinto circunvalado de murallas con su alcazaba fortificada, que es una especie de ciudadela, y cinco fuertes o castillos colocados en las alturas inmediatas, y entre ellos el de Santa Cruz que cubre su puerto o celebrada bahía de Mazalquivir, que le da el nombre, inexpugnable y cuya situación abierta en roca no sujeta a ser batida ni minada, hace más estimable la restauración de estas fortalezas, freno y dominio de los africanos que infestaban las playas y costas de las provincias de España más vecinas, cuyos daños quedan reparados con este favorable suceso, como lo acredita la obediencia, que ya han ido dando los lugares y parcialidades de aquellos contornos.
Como se ve, un triunfo tan completo como poco costoso. El 1 de agosto ya habían vuelto la flota y el convoy a España, dejando ocho mil hombres de todas las armas como guarnición.
Aunque la alegría fue inmensa en España, muchos se quejaron de que no se explotara el éxito, dada la desmoralización completa del enemigo, pidiendo Montemar, con el apoyo del fuego y la logística de la flota, que navegaría en paralelo, atacar al mismo Argel, poniendo así fin a una contienda de siglos.
Tal vez fuera excesiva esa pretensión, pues lo cierto es que, pasado el peligro y recuperando el ánimo, los argelinos no tardaron en contraatacar en durísimos combates, que causaron muchas más bajas entre los españoles que los de la propia toma, y entre ellos su mismo general gobernador, el gran tratadista militar don Álvaro Navía y Osorio, más conocido por su título de marqués de Santa Cruz de Marcenado.
Aquello obligó a una dura campaña en ese otoño e invierno, debiendo la Armada transportar nuevos suministros y refuerzos en medio de temporales y con la oposición del enemigo, llevando sobre sus muy capaces hombros la tarea don Blas de Lezo, que el 15 de febrero de 1733 acorraló al navío argelino que había sido la capitana (buque del almirante supremo) de Argel, un buque de 60 cañones que se refugió en Monstangem, cuando conducía desde Argel al campamento argelino ante Orán a 300 soldados turcos. El navío argelino se creyó así a salvo, amparado por el fuego de baterías en tierra y de una galeota. Tras bombardearlo durante más de tres horas con su división de navíos, Lezo, para asegurar su destrucción, envió a los botes a quemarlo, cosa que consiguieron al coste de siete muertos y 33 heridos.
Lezo soportaba ya sobre sus espaldas largos meses de operaciones, desde que con la división de su mando aseguró en parte la financiación de la expedición al reclamar a Génova unos fondos españoles que esta retenía ilegalmente, por el expeditivo método de situar a sus navíos frente a la ciudad y puerto, ordenar apuntar los cañones y poner un perentorio plazo para el pago.
Posteriormente fue el segundo jefe de la escuadra que tomó Orán y, durante más tiempo aún, patrulló incesantemente las aguas cercanas, en medio de los temporales del invierno, para impedir que los argelinos transportaran por mar tropas y armas para el contraataque.
Y pese a que el gran marino ya era cojo, manco y tuerto, siguió denodadamente en su misión. Solo la falta y mal estado de los víveres y aguada, y el agotamiento y enfermedad de sus dotaciones y de él mismo, lo obligaron a tomar puerto en España.
También hubo algún susto, como el 5 de octubre de 1732, cuando tres galeras, que escoltaban un convoy con refuerzos, se toparon con el grueso de la escuadra argelina: cinco navíos de 70 a 50 cañones y cuatro fragatas de 35 a 30, que les dieron caza durante todo el día haciéndoles más de 250 cañonazos. Pese a todo, sin averías ni bajas de consideración, pudieron escapar gracias a remar contra el viento, aprovechando una calma, recurso habitual de las galeras cuando tenían que enfrentarse a enemigos tan superiores. Al año siguiente se cobraron cumplidamente el mal trago, cuando tres de ellas, al mando de don Antonio Zelaya, apresaron a un jabeque argelino, armado de 14 cañones y 20 pedreros, y con una dotación de 120 hombres, enre moros y turcos.
Pero con ser un golpe afortunado y de grandes consecuencias en lo material y en lo moral, la guerra con Argel y el resto de las regencias berberiscas siguió enconadamente, como no tardaría en comprobar nuestro biografiado, no cabe duda de que muy interesado testigo de todas estas operaciones, y tal vez participante en alguna de ellas, aunque en un papel poco relevante.
Claro que no tardaría mucho en darse a conocer, y de forma más que notable.