El descampado

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La calle… Parece que no había más mundo: la calle donde jugabas y te relacionabas con los otros chicos, donde merendabas, donde comprabas tus artículos de kiosco… Tras la emisión diaria del programa infantil o estabas en la calle o… en el descampado. En aquella época de expansión urbanística en nuestro país, ¿qué barriada del extrarradio no tuvo su propio descampado? Aunque fuera tan solo un solar donde poder jugar hasta perder la noción del tiempo… En el nuestro teníamos uno que antiguamente había sido una gran finca llenita de almendros conocida como Lo Morant. Alrededor de este campo crecieron los barrios de Virgen del Remedio y Los Ángeles.

Junto a este descampado, y muy cerca de casa, había un gran montículo de tierra compacta, lindando con el muro escalonado que delimitaba los terrenos de la fábrica de arena. Desde lo alto de ese promontorio nos dejábamos caer sentados en tapas de inodoro a toda velocidad, dejando a nuestro paso una estela de polvo arenoso que acababa envolviéndonos a la llegada, donde frenábamos con los pies estrepitosamente (aunque en ocasiones salíamos disparados hacia delante a causa de la inercia). Luego nos poníamos en pie, completamente rebozados en polvo de arena, pero con una sonrisa de oreja a oreja. Es uno de los juegos que más recuerdo de aquella tierra aún por explorar que llamábamos El Descampado. Una extensión suficientemente grande como para albergar, al menos, ocho pequeños campos de fútbol labrados a mano y a puntapiés por los chavales del barrio. Allí nos dábamos cita los sábados por la mañana todas las pandillas, para el tradicional partido.

Había también un campo de fútbol, grande y limpio de molestas piedras, junto a la fábrica de goma. No sé por qué extraña razón, cada seis meses se prendía fuego en esta empresa. Recuerdo las grandes columnas de humo negro que producía el caucho de los neumáticos que en sus terrenos se acumulaban desordenadamente.

Este campo de fútbol tenía hasta porterías, y lo llamábamos «Cobensa», por la sociedad deportiva y cultural creada por la empresa Construcciones Benacantil, S.A. (COBENSA), que fue la que construyó el barrio entero y este campo de fútbol en particular.

Cual si de exploradores indios o intrépidos arqueólogos se tratase, explorábamos los chavales el descampado. De los montículos de escombros que se vertían allí sacábamos nosotros la piedra o el mármol para hacer nuestras tellas, una piedras del tamaño de la palma de la mano, planas y redondas, que utilizábamos para jugar a algo parecido a la petanca. A veces empleabas más de una hora para encontrar el trozo de piedra que te gustara y que poseyera la resistencia adecuada. A la manera de los cavernícolas, labrábamos la tella para redondearla golpeándola con otra piedra, intentando dejarla lo más bonita posible. En esta labor se te iba casi toda la mañana, y cuando regresábamos al barrio desde el descampado, la lanzábamos sobre el asfalto y… ¡Cras!: a veces se hacía añicos en el proceso. Primer lanzamiento y juego terminado. Menos mal que siempre llevábamos algunas de nuestras socorridas canicas en el bolsillo para cuando los prototipos de tella fallaban.

Pasábamos horas inspeccionando y recolectando parte de los restos que los empleados de la fábrica de muebles tiraban en una balsa circular, de tamaño algo más pequeño que el albero de una plaza de toros. Botes de colas agresivamente tóxicas; disolventes, clavos, cuñas y tacos de madera, y un sinfín de insospechados residuos más constituían esa especie de campo minado en el cual nos movíamos como pez en el agua… La gloria de un chaval de la época, vamos. Eso sí, sabíamos que al centro de la fosa no podíamos acercarnos, ya que contenía un asentamiento viscoso como de arenas movedizas. Allí mismo, en un lado de la franja exterior de esta poza, había una pequeña entrada de ladrillos en forma de arco, con un pequeño túnel. Nos daba miedo entrar, ya que los ladrillos se movían cuando los tocabas. Decían que se trataba de un antiguo refugio de la guerra civil.

Nunca tuve una bicicleta, aunque fue también en el descampado donde aaprendí a montar, en la BH de un amigo…

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El descampado.

ARCHIVO MUNICIPAL DE SAN ADRIÁN DE BESÓS - ISABEL ROJAS CASTROVERDE

Incluso por la noche nuestro reino de la aventura nos procuraba diversión, equipados con nuestras linternas de petaca. Tximist era la marca de las pilas que usábamos. Aún recuerdo su lema publicitario: «Mi nombre de pila es Tximist», decía. Con Miguelín, Juanma y Tomás, nos adentrábamos en la densa oscuridad a la caza de las parejitas que se daban cita para procurarse unos achuchones en el coche. Achuchones que eran bruscamente interrumpidos por un haz de luz que les enfocaba, unas risas infantiles y un «¡Pies, para que os quiero!», al tiempo que echábamos a correr tras la impertinente faena.

También en aquella oscuridad del campo nos fumamos el primer cigarrillo, mentolado para más señas. Y después, claro, nos echábamos un par o tres caramelos de menta al coleto para que al llegar a casa el olor a tabaco no nos delatase…

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¿Quieres verlo?

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Los pitos o silbatos de pasta bicolores con una pequeña pieza plástica en su interior eran uno de aquellos productos que, indefectiblemente, aparecían de vez en cuando en los kioscos de entonces. Ideales para arbitrar nuestros partidos de barrio, dar la salida a alguna carrera o simplemente perforar los tímpanos de nuestros sufridos progenitores. El arte del soplido, en el kiosco, adquiría diferentes y divertidas formas, como podemos ver arriba a la derecha, con silbatos con molinetes y lengüeta, para hacer más ruido, o el que imitaba el silbato del jefe de estación. A algunos silbatos se les podía añadir agua, con lo que se conseguían sorprendentes efectos, como el gran clásico del pajarito, cuyos gorjeos se modulaban con el líquido que había en su interior. Un juguete muy antiguo que ya se hacía de terracota o cerámica antes de producirse en plástico de colores. En fin, como reclamo no era muy efectivo, pero resultaba de lo más estimulante, debido a la amplia variedad de gorjeos que se podían conseguir con algo de práctica.

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Junto a esta bonita flauta «india» de kiosco, imitando la factura de una caña, tenemos los entrañables PITAGOL. Durante un par de décadas, Sucelle S.A., empresa afincada en Sant Feliu de Llobregat, hizo nuestras delicias con este original caramelo en forma de silbato, que pitaba estupendamente hasta que, a base de chuparlo o morderlo, perdía su función sonora. Un caramelo y a la vez un juguete. Y un instrumento musical. Dentro de su envoltorio podíamos encontrar, aleatoriamente, una de las sílabas de su nombre. Si completábamos este, obteníamos un balón de fútbol de regalo, ¡y de reglamento! Algún tiempo después produjeron otro caramelo de las mismas características, pero esta vez con una varilla extensible dentro de su palo, que modulaba el silbido según tirásemos de ella o la escamoteásemos dentro. Actualmente, la casa Chupa Chups comercializa los Melody Pops.

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Una de las pilas más populares de la época fueron sin duda las Tximist de Cegasa. «Tximist es mi nombre de pila», decía la publicidad. Junto a las queridas y entrañables linternas de petaca de la misma Cegasa, nos proporcionaron exultantes momentos de iluminación repentina y aguafiestas en los descampados de la época, para perjuicio de las parejitas que solían visitarlos por la noche en sus coches…

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Aunque no se conoce su origen con exactitud, los juegos con canicas probablemente ya se jugaban en el Antiguo Egipto (se encontraron canicas en una tumba egipcia del 3000 a. C.) y en la Roma precristiana. Sea como sea, las canicas (también conocidas como boliches, bolitas, balas, bochas, bolindres, bolillas, chibolas, vidris o polcas) eran las compañeras inseparables tanto en la calle como en el patio. Multitud de juegos y reglas, y un elemento indispensable: el hoyo o guá, que a veces era tan profundo que había que meter el brazo entero para sacarlas de allí. Siempre presentes en el kiosco, ya fuera a granel o en bolsitas, y de diferentes colores y materiales: piedra, arcilla, vidrio e incluso metal, por qué no.

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El mechero y las cerillas, elementos que guardaban una relación directa con el descampado. Allí encendíamos los petardos (que previamente habíamos metido en una lata o quizá dentro de un hormiguero), o prendíamos la punta de uno de los palillos que formaban esa estrella que vemos arriba, para observar cómo saltaban; quizás los usábamos para encender una vela y rellenar las chapas de cera o puede que para quemar un par de soldaditos de plástico y ver cómo se derretían. Por no hablar de nuestros primeros cigarrillos… Todo muy políticamente incorrecto, como se puede ver.

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No todas las pipas del kiosco eran para comer, estas otras de plástico duro nos permitían jugar a que fumábamos como los mayores. De hecho, en su abertura entraba justo un cigarrillo… Extraña coincidencia, aunque siguiendo las tradiciones de la época, hasta el día de la 1ª Comunión no nos tocaba encender el primero. Los tirachinas también se vendían continuamente, aunque de una calidad ínfima, como este que tenemos aquí. Con esa fragilidad, no había nada que temer de estos juguetes, que solían romperse muy fácilmente.

Siguiendo con la tónica de que los juguetes son un fiel reflejo del estilo de vida de cada época, los tractores eran otro de los clásicos que podíamos encontrar en los kioscos. Cerca de los barrios del extrarradio donde algunos crecimos, aún se podían ver campos de labranza, y a los agricultores trabajando en ellos con su maquinaria. Los chavales siempre gustan de jugar imitando las actividades de sus mayores, es algo que nunca cambia por más que pasen los años.

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Parece ser que el primer álbum de cromos dedicado al tema futbolístico data nada más ni nada menos que de 1915. No hay que calcular demasiado para darse cuenta de que, desde esa fecha hasta hoy en día, se han publicado innumerables álbumes y se han vendido cromos a troche y moche. Además, muchas empresas regalaban tanto los álbumes como los cromos, a modo de promoción. Los primeros cromos de fútbol que recordamos eran de cartón duro, con mucho cuerpo. Con ellos, además de intercambiar los repetidos, jugábamos a los montones, con lo cual las estampitas de futbolistas cambiaban de mano en mano. En la temporada 74-75, de la que data el cromo de Rivera, del Hércules, fue precisamente cuando Akela se hizo su primer carnet de socio, junto con sus amigos. En la portada de los sobres, el genial Johan Cruyff, el jugador del momento. Al coautor de este libro, el fútbol no le ha interesado demasiado, pero también disfrutó con la colección de cromos Kubala te enseña a jugar a fútbol de Dunkin como cualquiera, intentando imitar sus filigranas, que tan bien explicadas venían en aquellos entrañables cromos.

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Y como siempre, el inefable plástico inflado tan presente durante varias décadas en los kioscos. Pequeñas baratijas que, como decimos, reflejaban el mundo que nos rodeaba (a excepción del asno con gafas, algo que yo diría no era muy usual ni entonces ni ahora). La vaca, que aún se podía encontrar en las vaquerías donde, hasta principios de los 70, algunas familias compraban todavía la leche fresca. Hoy en día, para ver estos animales, los niños tienen que visitar las granjas-escuelas. Una vez más, el burrito del aguador hace su aparición entre los demás animales, cargado con sus alforjas. El testimonio de una sociedad que pasó del botijo al internet con la celeridad del rayo…

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Y para terminar esta sección, una nueva entrega de sobres de cromos de distintas colecciones. Como puede verse, raramente un éxito televisivo no tenía su reflejo en un buen álbum de cromos. Ninguno de éstos necesita presentación ¿verdad?…

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