1. De amor y de posguerra

(cómo Galeano se convirtió en Galeano)

Roberto López Belloso

De niño quería ser santo o futbolista. Cuando creció se hizo ateo y anticlerical, pero no perdió la simpatía por Jesucristo. Muchos académicos de la historia y de la economía lo pondrían con gusto a arder en las llamas del infierno, pero tres generaciones de lectores lo vienen colocando en los altares desde que publicó Las venas abiertas de América Latina, en 1971. No se llevaba demasiado bien con ese libro que le dio fama de profeta. Cuando empezó a encontrar su voz, en Días y noches de amor y de guerra, cambió aquel registro y comenzó a experimentar con la forma –en breves viñetas de cuidada prosa– y con el contenido, mezclando sin pudor la gran historia con los espacios del alma. Después escribió Memoria del fuego, una trilogía hercúlea, parcial, documentada, caprichosa e hipnótica sobre la deriva del continente.

Antes del destierro había dirigido en Buenos Aires la revista Crisis. Amó las revoluciones de Cuba y de Nicaragua. Las discutió de frente. Se daba larguísimas duchas. Le gustaba que la comida le quemara la lengua. En las sobremesas, prefería hablar de perros y fútbol antes que de política o literatura. Si estaba de buen humor imitaba a Borges y a Onetti. Era de buen trago y buen asador. Lloraba en el cine. Su mujer, Helena, decía que era de profesión “amiguero”. En política se definía como indignado. Si le preguntaban por su escritor preferido, decía Juan Rulfo (tres veces). No tenía celular ni coche. Daba largas caminatas por la rambla. Dibujaba pequeños cerdos cuando firmaba sus libros. Murió en Montevideo el 13 de abril de 2015, con 74 años y medio.

Este capítulo traza un perfil que abre la primera parte del libro, en la que se busca encontrar algo de la esencia de quien fue Galeano, para después acometer sus temas.

Eduardo Germán María Hughes Galeano recibió al nacer más nombres de los que necesitaba.

Era el 3 de septiembre de 1940. Un año antes Carlos Quijano, su padre periodístico, había fundado el semanario Marcha y Juan Carlos Onetti, su padre literario, había publicado El pozo, punto de origen de la novela moderna en América Latina. Dos intentos de mostrar el hueso de un país envuelto en el celofán del optimismo. El niño de los muchos nombres nació y creció en un Uruguay que se arrullaba a sí mismo con el eslogan de “la Suiza de América”. Como si fuese un injerto europeo en el continente americano. Una enorme oficina, pública y laica, donde sus empleados se casaban por iglesia con mujeres que podían votar, pero que puertas adentro casi no tenían voz. Una despreocupada factoría ganadera que vendía su carne enlatada a los campos de batalla del mundo entero y que pronto volvería a ganar la copa del mundo de fútbol. La prosperidad, como los triunfos, parecía que iba a durar para siempre. Marcha y El pozo serían dos cachetazos para despertar al anestesiado. Galeano se los agradecerá durante toda su vida.