3
El monje

Cuando lord Vitor Courtenay ató su caballo a una rama y entró en la iglesia de piedra gris que había en la cima de la montaña, ya se veían algunos copos de cristal gélido flotando por entre los árboles. Cerró la puerta y cruzó la nave desnuda de adornos, sus pasos resonaban en la bóveda. Al llegar a los escalones de piedra caliza del presbiterio, se puso de rodillas, se quitó el sombrero, y se santiguó.

Años atrás, había acudido a aquella ermita de la montaña en busca de comida, refugio y seguridad. En ese momento no necesitaba nada de eso. La riqueza que había amasado durante la guerra trabajando para Inglaterra y Portugal estaba cogiendo polvo en su banco de Londres, y en ese momento disponía de todos los lujos del Chateau Chevriot.

Esa mañana buscaba otra clase de ayuda.

La iglesia olía a incienso y a velas de sebo, y la fragancia se mezclaba con un aroma antiguo y sagrado: el olor de la tierra de su verdadero padre. Catorce años atrás, cuando descubrió quien era su padre biológico, Vitor viajó primero a esta tierra, pero volvió a partir cuando la familia real portuguesa se llevó la amenaza de Napoleón hasta Brasil. Sin embargo, no cruzó el Atlántico junto al resto de la corte. Su padre, Reynaldo, primo del príncipe regente, se retiró a las montañas. Desde su escondite envió a su hijo inglés —joven y ansioso por demostrar su valía—, a España, y luego a Francia, para que aprendiera lo que pudiera con el objetivo de poner a salvo Lisboa y restaurar la corte de la reina.

Y él no lo decepcionó.

Se tocó el labio hinchado con la lengua. Por lo visto no todo el mundo respetaba a los héroes de guerra.

Por detrás de las gradas de madera del coro crujió una puerta. Agachó la cabeza y esperó. Los pasos de unas sandalias se arrastraron hasta él y se detuvieron a su lado. El ermitaño se arrodilló en la piedra fría y el tintineo de las cuentas de su rosario quedó amortiguado por la lana de su hábito.

In nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti.

No le olía el aliento a vino. Todavía.

—Amén.

—¿Para qué pecado has venido en busca de absolución, mon fils? —preguntó el sacerdote, y luego añadió—: Esta vez.

—Padre…

—¿Has actuado con ira?

El ermitaño le hizo la pregunta siguiendo una tradición antigua, según la cual el sacerdote sonsacaba la confesión del pecador mediante las preguntas. Los dos años que Vitor pasó viviendo en el monasterio que estaba en lo alto de las montañas de la Serra dal Estrela, había leído todos los libros que encontró en la biblioteca de los hermanos benedictinos, incluyendo algunos manuales del confesor. Y aquel ermitaño no había elegido el pecado de la ira por capricho. Ya sabía que era una de sus debilidades.

—No —contestó con la garganta seca—. No ha sido ira.

«Esta vez no.»

—¿Codicia?

—No.

—¿Orgullo?

—No.

—¿Envidia?

—No.

—Es imposible que hayas pecado de perezoso —dijo el ermitaño con un tono de voz suave—. No has dormido ni una sola noche entera en toda tu vida, joven vagabundo.

—No.

«Elige ya al pecado correcto.»

—¿Has mentido?

—No.

—¿Has robado?

Eso se podría discutir.

—No exactamente.

—¿Has codiciado los bienes de tu vecino?

Por un momento, aunque la palabra «bienes» no era la más adecuada para definirlo.

—No.

—Hijo…

—Padre…

Vitor se llevó los nudillos a la frente.

El sacerdote guardó silencio un momento que se alargó mecido por el aire helado.

—¿Has vuelto a matar?

—No.

El suspiro de alivio del francés resonó en las paredes del presbiterio. Se sentó sobre los talones y se cruzó de brazos por encima de las voluminosas mangas que llevaba.

—Y entonces, ¿qué has hecho que te haya llevado a abandonar la reunión que se celebra en la casa de tu hermanastro, y dónde se requiere tu presencia?

—He besado a una chica.

Silencio.

—¿Padre?

—Vitor, vas a acabar en un manicomio.

—O en el infierno. —Se pasó la mano por el pelo y se volvió hacia el sacerdote. El anciano francés lo miraba con paciente tolerancia. Vitor negó con la cabeza—. No tendría que haberlo hecho, Denis.

—Puede que te estés tomando tus votos monásticos demasiado en serio, mon fils, en especial teniendo en cuenta que los abandonaste hace seis meses. —Alzó sus cejas peludas—. O eso me dijiste entonces.

El monasterio fue el lugar perfecto donde retirarse después de la guerra. Pero los padres de Vitor, el marqués de Airedale y el príncipe Raynaldo de Portugal, no opinaban lo mismo. ¿Dónde estaba aquel hombre leal a ambas familias, el hombre al que habían confiado las misiones más peligrosas para que sirviera con lealtad tanto a Inglaterra como a Portugal? ¿Dónde estaba aquel hombre sediento de aventura?

«Atado a una silla, apaleado, hecho jirones.»

El monasterio le vino muy bien. Durante un tiempo. Pero cuando hubo conseguido reprimir su ira, empezó a sentirse ansioso por seguir adelante.

—No es por los votos. —Volvió la cabeza hacia el altar desnudo hecho con piedras de granito extraídas de aquella misma montaña—. No era exactamente una chica.

El sacerdote se atragantó.

—Puede que ya sea hora de que hablemos sobre ese monasterio.

Vitor lo miró con el ceño fruncido.

—Oh, cielo santo, Denis. Era hembra.

—Ah. Bon. —El viejo sacerdote volvió a suspirar aliviado—. Entonces, ¿estás confesando el pecado de la fornicación?

—No. —Vitor se volvió para sentarse en el escalón y aliviar así el dolor de la pierna que ella le había golpeado con la horca más pesada del mundo. Se pasó la mano por la cara—. Solo la besé.

El ermitaño se rió.

—Si te cobró solo por eso, debería ser ella quien se confesara.

Denis se metió la mano en un bolsillo del hábito y sacó una bota.

—No era una puta. Era una dama. —Aunque llevaba un vestido de sirvienta y estaba trasteando en los establos en plena noche—. Yo la asusté. —En sus ojos vio ira, indignación y miedo. Tenía unos preciosos ojos negros. A la luz del candil, parecía un ángel. Un ángel oscuro y tentador—. Fue como si un demonio se apropiara de mis actos. Ella estaba allí… —debajo de él, él notaba todas sus curvas bajo su cuerpo, su cuerpecito exuberante y femenino, sus ojos brillantes— y yo quería besarla, más de lo que he deseado nada en la vida. No pude reprimirme.

Debería haberse contenido mucho antes de seguirla hasta el establo. La vio cruzar el patio en plena oscuridad como si estuviera acostumbrada a ir por ahí sola, con paso firme, con la tela de la falda ceñida al trasero y a los muslos, y esa imagen lo excitó, pues la estaba observando desde las sombras gélidas. Ninguna mujer de buena cuna caminaba de esa forma. La luz del candil se reflejaba en el cabello negro que le enmarcaba la cara y suplicaba que alguien lo liberara de sus confines. La había seguido tanto para poder verla mejor, como porque le pareció que tenía intenciones sospechosas.

Su joven hermanastro Sebastiao disfrutaba citándose con las sirvientas en los establos. Curiosamente, decía que le hacía sentir como el libertino que no era. Sin embargo, ese divertido pasatiempo no encajaba con los invitados del príncipe.

Pero Sebastiao no estaba en el establo con la chica, solo había un montón de cachorros mestizos y una maldita horca que parecía de piedra. Y, entonces, cuando la inmovilizó en la paja y ella le miró la boca…

Se volvió un poco loco.

Dos años de silenciosa contemplación no lo transformaban a uno necesariamente en un monje convencido.

Denis asintió.

—Al diablo le encanta adoptar forma de mujer.

—No. Yo malinterpreté la situación.

La joven no era una sirvienta que había ido a las caballerizas en busca de un revolcón rápido con algún mozo de cuadra, sino, por lo visto, una de las potenciales esposas de Sebastiao. Una elección extraña: la antigua sirvienta de un baronet inglés menor. Pero el deber de Vitor en Chevriot no era el de juzgar las intenciones de su padre biológico, solo la de asegurarse de que su hermanastro cumplía con su deber.

Denis le miró el labio hinchado.

—¿Le pediste perdón después de besarla?

—No.

Lo haría hoy. Y luego se mantendría todo lo alejado de ella que pudiera.

—Hay muchas chicas en ese castillo —dijo el francés haciéndose eco de sus pensamientos—. Sebastiao se quedará sin opciones si tú te interesas por una de ellas.

No. Ya había creado problemas en una ocasión al interponerse entre uno de sus hermanos y una mujer. No pensaba volver a hacerlo.

—No tengo ningún interés en ella —murmuró.

—Sigues en secreto de confesión, Vitor.

Volvió la cabeza.

—¿Cómo lo haces?

—¿Reconocer las mentiras? Es un don. El tuyo es servir a tu familia. A tus dos familias. Hay que conseguir que Sebastiao siente la cabeza. Después de todas las veces que le has salvado del desastre, tú lo sabes mejor que nadie.

—Es posible que obligarlo a casarse lo tranquilice un tiempo, pero no cambiará su forma de ser.

Igual que él no había cambiado después de sufrir torturas. Puede que su hermano mayor Wesley hubiera heredado toda la templanza de los Courtenay. Puede que él, como no tenía tanta sangre Courtenay, hubiera heredado la inconstancia de su madre.

Era un vagabundo.

—Sebastiao es inestable y propenso a los excesos —dijo Denis—. Pero la nieve lo retendrá aquí hasta que elija esposa —opinó el ermitaño—. Y el príncipe Raynaldo sabe que tú no le fallarás.

Nunca lo había hecho. Pero esta misión le quedaba grande.

—Cuando todo esto haya acabado, Denis, regresaré a Inglaterra.

—¿Para hacer qué, mon fils? Gastar tu oro en bebida, juego y mujerzuelas?

—¿Por qué no? No tengo nada mejor que hacer con él.

Durante las largas y silenciosas noches que pasó en el monasterio, con la barriga vacía y las manos llenas de callos, estuvo considerando entregarse a la vida para la que había nacido, una vida que se podía permitir. Pero incluso entonces sabía que eso no le satisfaría. Pronto se enteraría de alguna oportunidad en el extranjero, u olería el frescor de los vientos de la primavera, y se volvería a marchar.

Se frotó distraídamente la cicatriz que tenía entre el pulgar y el dedo índice por encima de los guantes. Le picaba.

Bon. —El sacerdote dejó la bota sobre el escalón y entrelazó las manos—. Te has confesado del pecado de la lujuria, mon fils —dijo con sencillez—. Estás arrepentido, n’est-ce pas?

Vitor cerró los ojos y vio los de aquella joven, brillando como estrellas.

—Sí.

—Como penitencia te impongo una novena a nuestra madre la Virgen María, y la tarea de emparejar a tu hermano con una mujer que le haga sentar la cabeza.

—¿Solo eso? —Vitor alzó una ceja—. Padre, eres demasiado indulgente.

El padre dibujó una cruz en el aire delante de su frente.

Ego te absolvo a peccatis tuis in nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti.

—Amén.

—Ahora ve a buscar una puta de verdad y apaga parte de ese fuego que te corre por la sangre.

Cogió la bota.

El camino que bajaba por la ladera estaba salpicado por la nieve que cada vez caía más rápido por entre el toldo de píceas y pinos. Un jinete apareció como una sombra por entre la cortina blanca. Cuello de la camisa levantado, botones dorados, unos calzones impolutos y fusta torcida, tenía la pose estudiada hasta cuando iba a lomos del caballo.

—¿Ya estás otra vez con ese rollo papista, hermano? —dijo Wesley Courtenay, conde de Case, arrastrando las palabras.

Tenía el pelo castaño lleno de copos de nieve y también algunos alrededor de los ojos de color azul oscuro que ambos compartían con su madre.

—¿Y tú ya vuelves a poner esa pose de lord de siempre, hermano?

Se detuvieron uno frente al otro y se dieron la mano.

Wesley sonrió.

—Me alegro de verte después de tanto tiempo, Vitor —dijo con el tono grave y con la voz cálida, una voz que, a veces, podía sonar fría como el acero en invierno—. Pero ¿qué narices te has hecho en el labio? —Ondeó la mano—. Da igual. Te afea un poco, así que me siento casi en deuda contigo.

—Mi ayudante de cámara me debe de haber cortado mientras me afeitaba.

—Eso podría ser si tuvieras ayudante —contestó su hermanastro mayor—. O puede que ahora sí lo tengas. Hace tanto tiempo que no te veo por Inglaterra que apenas sé cómo te van las cosas. Me puse muy contento cuando recibí tu invitación para venir a esta reunión —dijo en un tono conversador mientras de fondo se oían los sonidos apagados de la nieve cayendo a los pies de los árboles.

—¿Ah, sí?

—¿Un castillo lleno de damiselas buscando esposo? —Wesley fingió sorpresa—. Pues claro. ¿Qué hombre razonable no estaría encantado ante tal perspectiva?

Vitor se rió.

—Ya sé que es probable que esas chicas sean demasiado inocentes para tu gusto, Wes. Pero sus padres son muy ricos. Unas sesiones de juegos nocturnos no te harán daño.

—Claro. ¿Por qué me has invitado, Vitor?

—No fue cosa mía. Papá te invitó y te dijo que había sido yo. Recibí su carta un día antes de salir de Lisboa.

Wesley detuvo su montura.

Vitor prosiguió y dejó que Ashdod siguiera al paso que quisiera.

—Tengo entendido que mamá se muere por tener nietos. Puede que tenga la esperanza de que, si te quedas atrapado con un montón de doncellas casaderas, acabes encontrando esposa.

—Papá quiere que nos reconciliemos —dijo Wesley por detrás de él.

Vitor detuvo al rucio y miró por encima del hombro.

—Por si te sirve de algo, me alegro de que papá lo hiciera. Me alegro de verte, Wes.

—Eso espero, después de siete años.

Pero no hacía siete años que había dejado de oír la voz de su hermano, solo cuatro. Sin embargo, Wesley era un tonto arrogante y desconocía que él lo sabía.

—Bueno, no me podía resistir a la invitación. —Wesley contempló aquellos bosques que tan alejados estaban de su moderna sociedad londinense—. En esta época la ciudad es muy aburrida, y mamá es un fastidio. —Le brillaron los ojos—. ¿Por qué no naciste tú primero en lugar de ser yo el primogénito?

—Si aceptas las reglas, el destino es una amante cómoda, Wes.

Destino: la amante que hacía cuatro años lo puso en manos de unos mercenarios que se lo entregaron a los británicos para que lo torturaran.

—Ahora el monje pretende sermonearme sobre amantes. —Wesley se rió—. Y hablando del tema… El príncipe no parece muy contento con las perspectivas matrimoniales. ¿Ha venido obligado?

—Pregúntaselo tú mismo.

Wesley nunca había reconocido en voz alta la relación de Vitor con la realeza portuguesa. Pero sabía que su madre se había acostado con otro hombre y de esa unión había nacido un hijo. El marqués de Airedale, un padre indulgente para sus dos hijos, no se opuso a que él abandonara Inglaterra para irse a vivir a casa del hombre que lo había engendrado. Y la única vez que había regresado a Inglaterra siendo ya un hombre, el marqués lo había recibido con los brazos abiertos.

Vitor comprendía a su hermano mayor. Por mucho que Wesley se preocupara por él, también estaba resentido por el amor que le profesaba su padre. Pero sobre todo le odiaba por culpa de un agravio de hace siete años que, por lo visto, no podía olvidar ni perdonar. Vitor lo sabía porque, durante la guerra, cuando había estado prisionero en su propio país, acusado de traición, había oído la voz invernal de su hermano mayor mientras lo torturaba.

Ravenna paseó los dedos de los pies por la alfombra mientras se acercaba a la puerta del salón; e iba dejando marcas en el estampado. Ahora que el mundo fuera del castillo se había convertido en un torbellino de nieve y viento, no podía evitar a los humanos que se alojaban allí a menos que quisiera quedarse encerrada en su dormitorio. Pero retrasó su salida todo lo que pudo.

Le sonrió al lacayo apostado en la puerta del salón y miró por encima de su hombro.

—¡Por nuestro anfitrión! —exclamó sir Henry, el criador de pura sangres—. ¡Le deseo mucha prosperidad!

—¡Por nuestro anfitrión!

Los invitados levantaron sus copas en dirección al príncipe. Estaba plantado ahí, resplandeciente en medio de la estancia, con un cuello que le llegaba hasta la barbilla y unas solapas enormes. Tenía los ojos rojos, la mirada desorientada y una sonrisa vacilante. Les hizo una reverencia, era evidente que estaba bebido.

El conde de Whitebarrow, un hombre alto y rubio de mirada arrogante y nariz aristocrática, le echó a Ravenna una ojeada rápida y evaluadora. El joven señor Martin Anders se la quedó mirando fijamente por debajo de un flequillo despeinado. Tenía el ojo derecho rojo y rodeado de una sombra, como si le hubieran dado un puñetazo. Su padre, el barón Prunesly y reputado biólogo, la miró por encima de las gafas y frunció el ceño.

Ravenna buscó la delicadeza oscura de mademoiselle Dijon y la encontró sentada junto a su padre, el general. Tenía su perrito acurrucado en el regazo y decorado con los mismos lazos que ella llevaba en el vestido. Por lo menos había una persona en la fiesta que estaba bien acompañada.

El almuerzo había sido un purgatorio de conversaciones banales, taimadas y silenciosas evaluaciones por parte de las mujeres, y peculiares escrutinios por parte de los hombres. Ella estaba segura de que la cena sería más de lo mismo. Y todavía tendría que soportar docenas de comidas más hasta que sir Beverley la dejara marchar de aquella cárcel. Tenía que encontrar alguna actividad, y rápido.

Y, preferiblemente, algo que la mantuviera alejada de los establos.

Sir Beverley había hablado con el jefe de los mozos del príncipe. No había ningún mozo de establo, cochero ni otro sirviente que hubiera venido con alguno de los invitados que encajara con la descripción del hombre que la había inmovilizado en el suelo la noche anterior. Había un pueblecito al otro lado de la fortaleza, pero el mozo dijo que allí vivía muy poca gente y que los conocía bien. Chevriot era propiedad de la familia del príncipe Sebastiao desde hacía un siglo, lo consiguieron después de que algún miembro de su familia se casara con una heredera francesa. Los lugareños eran leales a sus señores, que acostumbraban a estar ausentes, y recelaban de los desconocidos.

De todas formas, cuando salió el sol, Ravenna había cruzado los caminos llenos de nieve que conducían al pueblo y había entrado en las tiendas de todos los artesanos que encontró, lo estaba buscando. Si se enfrentaba a su atacante a la luz del día, en público, el príncipe se vería obligado a tomar medidas contra él. A fin de cuentas, que el mundo la considerara una dama tenía sus ventajas.

Pero no encontró ningún hombre de espaldas anchas y ojos de color añil al que se le hacía un pliegue en la mejilla izquierda cuando sonreía, y que le provocaba un aleteo en el estómago. Regresó al castillo de muy mal humor con la nieve pegada a las medias y los bajos del vestido cubiertos de hielo.

Y aquella fiesta tampoco la estaba ayudando.

Al otro lado del salón, las rubias gemelas Whitebarrow se estaban acercando a la tímida Ann Feathers como si estuvieran paseando con despreocupación. Pero se adivinaban las malas intenciones en sus pálidos ojos azules. A ella se le erizó el vello de la nuca.

La señorita Ann Feathers levantó su agradable mirada del suelo y les hizo una reverencia incómoda a las gemelas. Entonces comenzó la tortura, parecían un par de niñas malcriadas arrancándole las alas a una mariposa. No necesitaba oírlas hablar para imaginar su conversación. La señorita Feathers se sonrojó, abrió mucho los ojos y el champán empezó a bailar en su copa cuando se puso a temblar. Se llevó una mano a los volantes que le adornaban el cuello para tocárselos con timidez, y lady Penelope esbozó una sonrisa dura.

Ravenna rugió por lo bajo. Se separó de la pared y se acercó al trío.

Alguien le tocó el codo y, cuando se volvió, se encontró con los ojos de lady Iona McCall, eran tan azules como el cuerpo de una libélula en verano.

—Señorita Caulfield —dijo en voz baja con un tono musical—. Admiro su valentía. —Echó una rápida ojeada en dirección a las hermanas Whitebarrow, que seguían torturando a la señorita Feathers—. Pero yo intentaría no hacer enfadar a nadie a estas alturas tan tempranas del juego.

Ravenna se rió.

—Bueno, es un alivio saber que hay más personas que son conscientes de que es un juego.

—Sí. Está claro que es una competición. —Los diamantes que adornaban el flamante recogido de lady Iona brillaban a la luz de las velas. Aquella belleza de las Tierras Altas era hija de una duquesa viuda y también heredera, y tenía más posibilidades de ganarse la admiración del príncipe que cualquiera de las demás presentes—. Pero hay otros premios que una dama inteligente podría valorar además de su alteza real —añadió.

Ravenna siguió su mirada divertida hasta el otro lado de la habitación.

Lord Prunesly y su hija Cecilia estaban junto a la chimenea acompañados de otros dos hombres, el conde de Case y otro que les daba la espalda.

—Lord Case es guapo, cierto —comentó ella señalando lo evidente.

—Sí. Pero su hermano es todavía más guapo —dijo Iona con un ronroneo de puro regocijo—. Solo hemos hablado una vez, pero creo que ya podría estar enamorada de él.

—¿Es ese? —La verdad es que tenía buen porte visto desde atrás, las piernas largas, su postura desprendía seguridad y la casaca se ceñía a la perfección a sus hombros anchos—. ¿Acaba de llegar?

—No. Llegó ayer, pero nadie lo había visto hasta ahora. Lord Case ha dicho que se ha pasado todo el día en la ermita de la colina. —Se rió—. ¿Se lo imagina, señorita Caulfield? ¿Un lord inglés que prefiere rezar que divertirse?

El hombre volvió la cabeza hacia Cecilia Anders y Ravenna notó el aleteo de una mariposa en el estómago. Tenía la mandíbula suave y recia, y un pelo casi tan oscuro como el suyo que se descolgaba por su cuello. La señorita Anders se rió de algo que le dijo y él sonrió. Desde el otro lado de la habitación, Ravenna pudo ver el pliegue en su mejilla recién afeitada.

Se calentó de pies a cabeza. Luego se enfrió. Y luego volvió a sentir calor.

«Imposible.»

Entonces él pareció percibir su alarma, miro por encima del hombro y la vio. Y la saludó inclinando la cabeza con aquella pequeña sonrisa todavía en los labios heridos.

—Vaya, señorita Caulfield —dijo lady Iona—, ya tiene un admirador. ¡Muy bien, muchacha!

«No puede ser.» Y, sin embargo, ahí estaba, su labio morado era la prueba definitiva.

¿Era un lord? ¿El hijo de un marqués? ¿El hermano de un conde? ¿Es que no podía tener más mala suerte? Pensaba que le había dado una buena lección a un mozo de cuadra. Pero ahora resultaba que su atacante era de una clase muy superior a la suya. Ya no podía pedir justicia.

Pero podía conseguir que se hiciera justicia en otra parte. Le asintió a lady Iona y prosiguió su camino en busca de la tímida Ann Feathers y las gemelas Whitebarrow. Cuando se acercaba, lady Penelope y lady Grace parecían estar examinando el bolso de la señorita Feathers.

—¿No te parece fantástico, Grace? —preguntó lady Penelope.

—Ya lo creo, Pen. Cuántos abalorios —comentó Grace con una sonrisita.

—Los bolsos y los abanicos con abalorios eran estupendos… —Penelope se posó la mano en la boca y le dijo a su hermana con un susurro perfectamente audible—: el año pasado.

La señorita Feathers tocó los brillantes abalorios cosidos en la tela del bolso.

—Papá me lo compró en la calle Bond en enero.

Lady Penelope la miró con una mueca de lástima.

—Bueno, eso lo explica todo. Las mejores tiendas de la ciudad cierran después de Navidad.

—¿Ah, sí?

Igual que todo lo que la concernía, los ojos de la señorita Feathers eran redondos como las ruedas de un carro.

—Lo dudo. —Ravenna se metió en aquel pequeño círculo que destilaba crueldad y tristeza—. Lo ha dicho para hacerla sentir mal, señorita Feathers. Sus abalorios son muy bonitos. Mucho más que cualquier cosa que yo pueda tener, eso se lo aseguro.

—Vaya, esa es una sugerencia envidiable, ¿no?

Vio un brillo en los ojos entornados de Penelope.

—Querida señorita Caulfield —ronroneó lady Grace—. ¿De dónde ha sacado ese vestido? ¿De la habitación de la doncella?

—La verdad es que sí —dijo con el cuello en llamas.

No era verdad. Pero cuando Petti había chasqueado la lengua al juzgar los vestidos que había elegido para aquel viaje, ella le había dicho que las muselinas delicadas y las sedas no iban con su personalidad, y que acabaría destrozando esas telas tan finas; se sentía mucho más cómoda con lanas resistentes. Sería más ella misma.

—Oh, querida —dijo lady Penelope. Era más sutil que Grace, y paseaba la mirada entre Ravenna y la señorita Feathers—. ¿No es cierto que su madre fue doncella, señorita Feathers?

—Cuando mi padre la conoció era la cocinera de un conde —susurró la señorita Feathers.

—¿Cocinera? Eso lo explica —comentó lady Grace observando la figura rotunda de lady Feathers—. Pero querida señorita Caulfield. —Se volvió hacia Ravenna—. Usted debe de haber pasado toda la temporada de verano en el mar.

—No.

—Y entonces, ¿cómo es posible que su piel haya adquirido ese brillo tan… bonito?

—Puede que le guste pasear, Gracie —terció lady Penelope—. ¿Recuerdas la temporada pasada cuando paseabas cada día por el parque del brazo del vizconde Crowley? Ni siquiera el sombrero y el paraguas consiguieron protegerte del todo del sol.

—No creo que el problema de la señorita Caulfield tenga nada que ver con los paseos del brazo de un vizconde, Pen —objetó lady Grace—. ¿Verdad, señorita Caulfield?

—Supongo que tienes razón, Grace —añadió su hermana—. Pero puede que le guste montar a caballo. A veces eso puede provocar un moreno espantoso. ¿Le gusta montar, señorita Caulfield?

Entonces apareció un lacayo junto a Ravenna con una bandeja de plata en la que había copas llenas de burbujeante vino blanco. Ella no acostumbraba a beber vino. «Tengo que salir de aquí.» Alargó la mano para coger una copa y pidió —con todas sus fuerzas—, que el sol brillara y se fundiera la nieve.

—Permítame.

La voz que había oído entre las sombras la noche anterior, profunda y maravillosamente otoñal y muy alejada del tono de un mozo de cuadra, sonó sobre su hombro. Le quitó la copa medio vacía a la señorita Feathers con la mano en la que tenía la cicatriz, y le dio una copa llena, luego le ofreció otra a Ravenna. Ella se vio obligada a aceptarla, no importaba que él no la hubiera mirado, pero debía de haberla reconocido.

—Buenas noches, milord —lo saludó lady Penelope haciendo una reverencia.

Lady Grace y la señorita Feathers siguieron su ejemplo. Las tres chicas se lo quedaron mirando como si fuera un dios. Ella se quedó inmóvil. Solo le haría una reverencia a un hombre que la había atacado cuando el cerdo de sir Beverly aprendiera a volar.

—Señorita Feathers, dado que usted es la única dama que conozco de este encantador cuarteto —dijo con una sonrisa que dejaba muy claro que sabía que estaba dejando sin aliento a todas las damas de la sala—, ¿sería tan amable de presentarnos?

La señorita Feathers obedeció. Las gemelas le hicieron otra reverencia, más pronunciada esta vez. Lord Vitor Courtenay, el segundo hijo del marqués de Airedale, se inclinó.

—¿Qué le ha pasado en el labio? —le preguntó Ravenna—. Parece doloroso.

La señorita Feathers se llevó los dedos a la boca.

—Le agradezco su preocupación, señorita Caulfield. —Tenía los ojos de un azul muy oscuro, y seguían rodeados por las pestañas más largas que ella había visto en ningún hombre. Era una combinación perfecta de atractivo, virilidad, seguridad y arrogancia. No le extrañaba que aquellas tontas se lo quedaran mirando embobadas—. Me mordieron —dijo.

—Oh, cielos —exclamó lady Penelope haciendo un puchero—. Eso debió de ser terrible.

—No tanto. Ya me había mordido algún gato. —Esbozó media sonrisa—. Pero este —dijo volviendo su oscura y divertida mirada hacia Ravenna—, era encantador.

—¿Y qué me dice del moretón de la frente? —le preguntó ella—. ¿Eso también se lo hizo el gato?

—Me caí del caballo —dijo esbozando una lenta sonrisa mientras le miraba los labios—. Y al caerme también me hice daño en la pierna.

Era absolutamente impertinente y muy atractivo, uno de esos nobles consentidos de los que tanto había oído hablar a Petti, la clase de hombre que se comportaba de forma irresponsable y que esperaba no tener que responder nunca por ello. Ravenna supuso que sería igual que el príncipe.

—Vaya, qué lastima —dijo—. El hecho de que haya sido maltratado por un gato y después por un caballo, no dice mucho de su buena relación con los animales, ¿no? Quizá sea mejor que no se acerque mucho a ellos.

—En realidad, eso refuerza mi determinación de hacer todo lo contrario. ¿Qué clase de hombre sería si huyera de los desafíos?

Un escalofrío de pánico se mezcló con aquel extraño calor que sentía y se coló en su interior. Había algo en esa sonrisa… ¿Cómo podía ser que su boca le resultara tan familiar?

«Porque cuando me inmobilizó contra la paja, se la miré.»

No, no lo había hecho.

«Sí, se la miré.» Pero por miedo, claro.

Fuera por miedo o no, tenía una boca perfecta, tanto cuando estaba en reposo como cuando sonreía, y a pesar de aquella herida violeta. Y él lo sabía.

—Milord —dijo lady Penelope con dulzura—. No debe culpar a la señorita Caulfield por desconocer el comportamiento masculino. Su padre es sacerdote en un pueblo. No es de extrañar que no sepa nada sobre la determinación de un noble.

Hasta el aliento que escapaba por entre sus labios era condescendiente.

—Pero debe usted saber que la iglesia es la más noble de las profesiones, milady —contestó lord Vitor, y cogió dos copas más de la bandeja del lacayo. Le ofreció una a lady Penelope—. Señorita Caulfield, qué admirable guía moral ha debido de disfrutar durante su impresionable juventud…

El lacayo se inclinó hacia delante de repente, la bandeja se tambaleó, y la última copa de champán se volcó sobre lady Grace.

Jadeó. El lacayo cogió la copa. Lord Vitor le cogió la bandeja y la dejó encima de una mesa. Ravenna se quedó mirando la escena fijamente, pero no a lady Grace. El pliegue de la mejilla de lord Vitor se había intensificado.

Lady Grace miró al lacayo con furia.

—Maldito…

—Me temo, milady —terció Vitor—, que la culpa no es de este pobre hombre, sino mía.

Mais… monseigneur… —balbució el lacayo.

—No, no, buen hombre. No pienso dejar que cargue con la culpa. Esta maldita herida de la pierna me ha provocado un espasmo. Le he dado una patada, lamento mucho haberlo hecho tropezar. —Se volvió hacia lady Grace e inclinó la cabeza—. Estoy devastado, milady. ¿Podrá perdonarme?

La joven separó los labios y después de un momento de silencio dijo:

—Pues claro, milord.

Entonces apareció lady Whitebarrow y se colocó entre Ravenna y la señorita Feathers.

—Querida Grace, ¿qué ha pasado? —preguntó con serenidad—. Ven. Retrasarán la cena para que puedas cambiarte. No te preocupes. Le pediremos a su alteza que despida a este lacayo inmediatamente.

Lady Penelope posó la mano sobre la de su madre.

—Eso no será necesario, mamá. Grace estará bien en cuanto se cambie de vestido. —Miró a Ravenna y el color azul de sus ojos pálidos se tornó duro como el diamante—. No es culpa de nadie.

Ravenna le devolvió la mirada. Puede que la inocente Ann Feathers no hubiera entendido lo que había pasado, pero lady Penelope lo comprendía perfectamente. Había sido el noble quien había cargado con las culpas, pero sería Ravenna quien lo pagaría.

Sin embargo, aquella vez no había ningún pájaro, ni crías, no podían utilizar nada para hacerle daño. Estaba sola y, aún así, era perfectamente capaz de defenderse, incluso de un atacante oculto entre las sombras. Podía enfrentarse a dos memas caprichosas y vengativas. Incluso podía conseguir que se hiciera justicia con un lord arrogante.