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El beso

10 de febrero de 1818
Combe Park

Estimado sir Beverley:

He recibido una carta del señor Pettigrew que me ha apenado mucho. Me ha dicho que Bestia ha muerto y que mi hermana está desolada. Le he pedido a Ravenna que se venga conmigo a Combe, pero mi hermana no contesta. Sé que estará de acuerdo conmigo en que le convendría cambiar de aires. Por eso quiero hacerle una proposición. Un buen amigo de mi marido, Reiner de Sensaire, me ha informado de que el príncipe Sebastiao de Portugal celebrará una fiesta en Francia el mes que viene. ¿Sería tan amable de acompañar a Ravenna a la fiesta? Allí habrá un castillo con muchos caballos y otros animales, y estoy convencida de que eso podría consolarla un poco. Ya he conseguido invitaciones para usted, para mi hermana y para el señor Pettigrew. Le ruego que acepte.

Con mis mejores deseos,
Arabella Lycombe

Ravenna contemplaba el camino desde la ventana con parteluz de una torrecilla con vistas al patio delantero del Chateau Chevriot; era un camino tan lleno de piedras y tan gris como debe de ser un camino en pleno invierno. Justo debajo de ella, había un hombre ataviado con un abrigo de estilo militar con charreteras doradas y numerosas medallas honoríficas. El joven príncipe Sebastiao tenía la nariz larga, los ojos rojizos y un aspecto de reticente libertinaje. Se había educado en Inglaterra durante la guerra, y hablaba un inglés tan bueno como el de cualquier joven inglés rico y consentido y, por lo visto, tenía tan pocos modales como cualquiera de ellos. A Ravenna le extrañaba que un miembro de la familia real portuguesa —aunque fuera de una rama menor—, pensara que una fortaleza medieval situada en la grieta de una montaña era el lugar perfecto para celebrar una fiesta cuando la primavera quedaba todavía tan lejos.

—Los ricos son despreciables y hacen lo que quieren cuando quieren, querida —le dijo Petti—. Yo estoy encantado de ser amigo suyo.

Los demás amigos encantados del príncipe Sebastiao fueron llegando durante todo el día en carruajes salpicados de barro y polvo debido al largo viaje y, sin embargo, bajaban siempre muy elegantes. Ravenna no podía despegar los ojos de aquel desfile de riqueza móvil con la clase de horrorizada fascinación que uno sentiría por su propia ejecución.

—¿Quién es ese?

Pegó el dedo a la ventana. Sir Beverley se acercó a ella. Todavía nadie se había dado cuenta de que los estaban espiando, y Ravenna pensaba que sus anteriores patronos debían de conocer a toda la aristocracia europea.

—El conde de Whitebarrow —dijo—. Es un título antiguo, y la familia es muy rica.

—Mmm.

Más allá de los invitados y pasado el patio delantero, la fachada de la montaña se erigía orgullosa. Aquella mañana había salido a pasear por la orilla del río y había visto pájaros de invierno revoloteando por encima de los arbustos, un par de halcones volando en círculos sobre su cabeza, y dos docenas de ciervos paseando por entre las píceas y los pinos que crecían en la cumbre de la montaña. Aquella colección de personas ataviadas a la última moda que descendían de sus carruajes, parecían completamente fuera de lugar.

—¿Y esas son sus hijas?

—Lady Grace y lady Penelope.

—Gemelas.

Llevaban sendas capas de terciopelo inmaculadas y las manos ocultas en manguitos de piel blancos. Las dos sílfides rubias volvieron sus caras de porcelana hacia otra de las invitadas: una joven que aguardaba sola junto a un carruaje, como si se la hubieran olvidado allí. Se veía enseguida que era una chica tímida. Iba tapada hasta el cuello con una pelliza larga que tenía hasta tres hileras de faralaes y miraba el camino con los ojos como platos. A escasa distancia, había una matrona que vestía ropajes con volantes parecidos, y hablaba animadamente con otra dama.

Una de las hermanas Whitebarrow observó a la chica tímida y alzó las cejas. Luego intercambió algunas palabras con su hermana y esbozaron sendas sonrisas.

Ravenna sintió un escozor en la garganta. No debería haber venido. Pero cuando llegó la invitación a la fiesta del príncipe hacía ya algunas semanas, Petti insistió en acudir aduciendo que siempre había querido visitar las montañas francesas. Solo quería llevarse de viaje a Caesar, Georgiana y a la señora Keen (los demás carlinos quiso dejarlos en casa), pero ella hubiera preferido quedarse algunos meses más con ellos antes de marcharse a vivir a la casa ducal de su hermana. Por eso, cuando le comunicó que no quería partir, él le dio unas palmaditas en la mano y le dijo que comprendía que le costara incluso entrar en la casa y dejar solo a Bestia a oscuras bajo aquel viejo roble. Petti le aseguró que su viejo amigo estaría bien mientras ella estuviera en Francia, igual que lo estaría cuando se trasladara a Combe; ya descansaba en paz.

Pero no era por eso. A Bestia le encantaba descansar bajo la sombra de aquel roble y el campo floreado que lo rodeaba. Era ella la que no soportaba estar en la casa sin él.

Entonces miró a la chica tímida que aguardaba sola y olvidada en el camino.

—¿Quién es esa chica?

—La señorita Ann Feathers. Su padre, sir Henry, ha hecho fortuna con la crianza de caballos de pura sangre. El padre del príncipe Sebastiao, Raynaldo, cría caballos andaluces. Él no va a venir a la fiesta, y será el príncipe quien se encargue de ultimar los detalles del negocio que van a emprender juntos.

—¿Y esa dama?

Una chica de exquisita y delicada belleza vestida de blanco y negro caminaba del brazo de un joven caballero en dirección a la puerta.

—Es mademoiselle Arielle Dijon. Es hija del famoso general francés Dijon, que evitó que aniquilaran sus tropas cuando los cosacos abrasaron la tierra en 1812. Quedó muy desilusionado con Napoleón después de aquel fiasco…

—Comprensiblemente —terció Petti.

Hacía solo una hora roncaba acurrucado en un sofá con tres rollizos carlinos que también roncaban a sus pies.

—Después del tratado dejó el ejército —prosiguió sir Beverley—. Se llevó a su familia a América. Me parece que a Filadelfia.

Un perrito asomó por entre los pliegues de la capa de mademoiselle Dijon, y ella le acarició la cabeza con delicadeza.

—Ya me cae bien —dijo Ravenna.

Del último carruaje salió una chica alta, con unos mechones salvajes que escapaban del sombrero. Era extremadamente hermosa, desprendía mucha energía y tenía una mirada brillante y despierta. Un caballero desmontó de su caballo cerca de ella, se aproximó, se quitó el sombrero y le hizo una gran reverencia.

—Esa es lady Iona, que ha venido con su madre viuda, la duquesa McCall —murmuró sir Beverley—. Ha hecho un camino muy largo para seducir a un príncipe.

—¿Para seducir a un príncipe?

Petti se rió.

Ravenna se volvió para mirarlo.

—¿Para seducir a un príncipe? —repitió.

—¿No se lo has explicado, Bev?

Asomó un brillo a sus ojos entornados.

—¿Explicarme el qué?

—Esta fiesta, querida —dijo Petti con alegría—, no la han organizado para que los invitados puedan venir de vacaciones a la montaña.

Ella los miró a los dos.

—Y entonces, ¿por qué lo han hecho?

—El príncipe Sebastiao busca esposa —contestó sir Beverley.

—¡La fiesta es una cacería! ¡A por él, chicas! —exclamó Petti—. ¿No es fantástico?

Ravenna tardó unos segundos en comprender a qué se refería.

—¿Vosotros sabéis lo de la pitonisa? —les preguntó con oscura desaprobación.

—¿Qué pitonisa?

Petti acarició el cuello arrugado de uno de los carlinos.

—La pitonisa que le dijo a Arabella que una de nosotras debía casarse con un príncipe o nunca llegaríamos a saber quienes eran nuestros verdaderos padres. Te lo explicó ella, ¿verdad?

—Nos lo dijiste tú —le recordó sir Beverley—. Hace años.

—Pues debí decíroslo para haceros reír. Y ahora me habéis traicionado.

—Me parece que estás exagerando —opinó sir Beverley esbozando una pequeña sonrisa.

—Tu hermana quería que conocieras a un príncipe, querida. Nosotros solo accedimos a echar una mano.

Ravenna no podía articular palabra. Arabella se había casado con un duque, pero seguía decidida a encontrar a los padres que habían perdido hacía ya varias décadas.

La joven miró la puerta, luego la ventana, el camino y por fin los árboles y la montaña que se erigían en lo alto.

—¡Vaya! —exclamó llamando la atención de sir Beverley—. Me temo que vuestros planes casamenteros no servirán para nada. Veréis, para poder casarme con un príncipe necesito…

—¿Esto?

Sir Beverley se sacó del bolsillo un grueso anillo de hombre hecho de oro y rubíes.

Ravenna dio un paso atrás.

—¿Te lo dio Arabella?

—Para que te lo entregara a ti.

Sir Beverley le cogió la mano y le dejó el anillo en la palma. Seguía siendo igual de pesado y cálido que siempre, incluso aquel día, cuando Arabella se lo llevó a la pitonisa y todas escucharon la profecía: el día que una de ellas se casara con un príncipe, descubriría el misterio que encerraba su pasado. Y aquel anillo era la clave de todo.

Pero a ella le daba igual el misterio de su pasado. Era muy pequeña cuando su madre las abandonó, y nunca le había importado. Pero ahora Arabella era la mujer de un duque, y ella sabía muy bien por qué no le había concedido el dudoso honor de casarse con un príncipe a su hermana mayor, Eleanor. Nunca hablaban del tema, pero las dos sabían el verdadero motivo por el que Eleanor no se había casado todavía, y no era por devoción a su padre.

—Deja de preocuparte, querida —dijo Petti con comodidad—. Cuando una dama se encuentra en el delicado estado en el que está tu hermana, hay que consentirla.

—Yo no estoy preocupada. —Ravenna se metió el anillo en el bolsillo. Cayó a peso contra su muslo—. Entonces, ¿debo suponer que todas estas chicas, damas de gran belleza, riqueza y estatus, y mucho más jóvenes que yo, van a competir conmigo para ganarse los favores del príncipe?

—Es una lástima que se hayan molestado en hacer un viaje tan largo para venir —dijo Petti guiñándole el ojo.

—Lady Iona McCall tiene veintiún años —comentó sir Beverley—. Solo es dos años menor que tú.

—Estáis los dos como cabras. Y mi hermana también. —Se volvió hacia la ventana y se quedó mirando a las preciosas y ricas damas que desfilaban a sus pies—. Yo no me quiero casar con ningún príncipe. —Ni con nadie—. ¿Quién es ese hombre tan guapo que va del brazo de lady Iona?

—Lord Case, heredero del marqués Airedale —le explicó sir Beverly—. No tengo ni idea de por qué ha venido. No tiene ninguna hermana, solo un hermano al que nadie ha visto en años.

—Puede que lord Case también esté buscando esposa y haya oído que este es el mejor sitio donde encontrarla —opinó—. No me extraña que su hermano haya desaparecido; nadie querría tener un pariente tan calculador.

—Sigues siendo una chica muy impertinente —dijo sir Beverley con los ojos rodeados de arrugas; luego se volvió a concentrar en el camino—. ¿Y dices que es muy guapo?

—¿Te gustaría entrar en la nobleza, querida? —preguntó Petti.

—Tanto como convertirme en princesa. —Se marchó hacia la puerta—. Ahora que ya están aquí todas las novias potenciales, ¿cuándo comenzará la fiesta? ¿Creéis que tendré tiempo de preparar el carruaje para escapar antes de que empiece a nevar?

Aquella noche Ravenna estaba acostada boca arriba en una cama con las sábanas más suaves que había tocado en su vida y unos brocados de seda que solo había visto en la nueva hacienda ducal de su hermana Arabella; estaba muy triste. Ya habían pasado dos meses, pero todavía no se había acostumbrado al vacío en la cama. Ya no notaba esa presión contra la cadera que la obligaba a recular hasta el borde del colchón. Ya no oía bostezos a media noche que la despertaran de sus sueños. Ya no la despertaba su cálido aliento por las mañanas, ni podía ver cómo corría hacia el parque al amanecer. A Bestia le habría encantado aquella cama tan suave. Las cuerdas estaban tan bien tensadas que no se oía ni un solo chirrido al subir.

Cerró los ojos con fuerza deseando poder sentir un cuerpo cálido a su lado al que poder abrazar.

Tenía que bajar a las caballerizas. Se abrochó los botones de una bata que no avergonzara demasiado a Petti, si por casualidad se topaba con alguien por la casa, y salió de su dormitorio.

Chevriot era imponente visto desde fuera: una masa elegante de piedra caliza marrón grisácea rodeada de un muro inflexible con pesadas torres y techos austeros. Pero dentro del castillo reinaba el lujo. Las gruesas alfombras que forraban la longitud de los pasillos se tragaban sus pasos, y la luz del candil que llevaba en la mano bailó por encima de la silueta de un lacayo que aguardaba sentado en lo alto de la escalinata, y que la saludó con la cabeza cuando la vio pasar.

Bajó hasta la cocina por la escalera del servicio y se coló por una puerta que había escondida en el muro, luego siguió la corriente de aire helado hasta el huerto. La noche olía a nieve, era un aroma limpio y afilado. Por la tarde había visto cómo se formaban pliegues de nubes de un color gris blanquecino alrededor de la cumbre de la montaña. Sabía que por la mañana empezaría a nevar y se quedaría allí atrapada.

Salió del huerto por la puerta de la verja y siguió el muro del cementerio hasta el garaje de los carruajes, luego continuó hasta las caballerizas.

En el interior reinaba el frío y el silencio. Un único farol iluminaba el pasillo central y Ravenna caminó en silencio por el suelo recién barrido. Los caballos descansaban en los establos que había a ambos lados del pasillo, como en las caballerizas de sir Beverley, como en su hogar, en Shelton Grange, donde ella y Bestia jugaban y trabajan. Donde él se quedaría para siempre. Donde ella ya no podía vivir porque su preciosa y valiente hermana se había casado con un duque.

Una lágrima le resbaló por la mejilla como si fuera una diminuta bofetada ardiente. Luego apareció otra. Una tercera se quedó encallada en la comisura de sus labios. Un solitario gato marrón la observaba desde las sombras y la juzgaba con la mirada. Ravenna se limpió con el reverso de la mano.

Entonces oyó un ruido procedente de uno de los establos: suave, chillón, seco y luego largo, desesperado y después triste y cansado. El gato se marchó corriendo. Ella sonrió. Los sonidos de los cachorros eran inconfundibles.

Siguió el sonido hasta una cuadra que no estaba concebida para albergar caballos, sino enseres. Sobre una de las paredes colgaba una horca para remover heno, una hacha y una pala, además de un cubo y cepillos muy bien ordenados encima de un banco. Había una espesa capa de paja en el suelo, y los cachorros estaban acurrucados en un rincón. Alguien les había hecho una casa provisional.

Se puso de rodillas. Había cuatro perritos blancos y negros entrelazados entre las sombras, dos de ellos dormían, otro cabeceaba, y el último se arrastraba gimoteando por encima de sus hermanos. La madre no estaba, quizá hubiera salido a por comida, o puede que ya los hubieran destetado y no estuviera más con ellos. Ya tenían el tiempo suficiente, probablemente entre nueve y diez semanas.

Entonces asomó una nariz negra por debajo de un montón de paja que tenía amontonada al lado. Sus minúsculos orificios nasales inspiraron el aire gélido.

Ravenna dejó el candil encima del banco, se agachó junto al cachorro escondido, apartó la paja y observó al pequeño de la camada. Era evidente que era el más joven, porque estaba separado de sus hermanos y era mucho más pequeño que ellos. Igual que Bestia.

Lo cogió y acarició su piel helada. Ahora que ya no tenía a su madre y al no ser lo bastante fuerte como para pelearse con sus hermanos, no aguantaría con aquel frío. Y, sin embargo, había conseguido hacerse un agujero en la paja. Un pequeñajo con recursos. Lo acurrucó en su pecho. El perrito se revolcó con habilidad contra ella y utilizó sus minúsculas zarpas nuevas —que parecían cuchillas—, para aferrarse a su capa con actitud hambrienta. Se rió y le acarició la cabecita con la nariz.

—Lo siento —susurró—. No te puedo ayudar. No he pensado en traerte una galleta.

Se pegó el cachorro al cuello y lo calentó hasta que se le entumecieron los dedos y la punta de la nariz. Luego dejó al perrito junto a sus hermanos dormidos, lo tapó con un poco de paja y las quejas del animalito aumentaron lastimosamente.

Se oyó una pisada al otro lado de las caballerizas. Era un hombre. Luego oyó otro paso. Se detuvo junto a la puerta que ella había dejado abierta.

«Silencio.»

Pensaba que estaba sola. Y ahora había un hombre que guardaba silencio al otro lado de la puerta. Si había venido a ver a los cachorros, entraría. Si la había seguido y tenía malas intenciones, quizá guardaría silencio. No sería la primera vez que un hombre asumía que ella se mostraría dispuesta a darse un revolcón sobre el heno. Pero esta vez su protector no estaba con ella para gruñir y enseñarle los dientes. Esta vez estaba sola.

Parecía que el cachorro sollozaba cada vez con más desesperación. No se oía ningún otro sonido que rompiera la calma, ni una brizna de aliento, ni un movimiento. Pero el hombre seguía allí. Hasta el último de los vellos de punta del brazo de Ravenna sentía su presencia.

Empujó la puerta hacia fuera. Se agitó y se volvió a cerrar. El tipo cayó al suelo y se oyó un escueto y profundo gemido en el silencio.

Luego… nada.

El cachorro gimoteó.

Ravenna contó hasta treinta. Luego dio un paso adelante y abrió la puerta.

La luz era tenue y apenas pudo distinguir el perfil del hombre recortado contra el suelo: tenía el sombrero torcido y por debajo asomaba pelo oscuro que se le rizaba alrededor del cuello, una nariz larga, y una mandíbula oscurecida por unas patillas. Llevaba una ropa sencilla, una casaca marrón, calzones oscuros y botas. Tenía las manos grandes. Se le veía una cicatriz en la mano derecha que nacía de la uve que dibujaban su dedo índice y el pulgar, hasta la manga, el recuerdo de alguna herramienta afilada descarriada. Ella había visto muchas cicatrices como aquella en manos de granjeros y mozos de cuadra.

Aquel hombre debía de ser un mozo, un mozo que no tendría que haberla asustado. Cuando recuperara la conciencia tendría un moretón en la cabeza del tamaño de Devonshire.

Su cuerpo bloqueaba la puerta. Si quería ir en busca de ayuda tendría que pasar por encima de él. Pero la falda estrecha que llevaba no le permitía sortearlo de un solo paso. Eso le pasaba por intentar vestirse como una dama para darle gusto a Petti.

El hombre no se movía. No podía estar muerto. Pero seguía muy quieto. Estaba oscuro y parecía que no respiraba. Entonces sintió un picor en los dedos, y la costumbre venció al miedo. Debería palparle el cráneo. Si le había hecho una herida con la puerta, ella sabía lo que debía hacer. Pero primero tenía que examinarlo.

La joven alargó el dedo con recelo y se lo clavó en el hombro.

El tipo rugió. Se lo clavó con más fuerza.

La agarró del tobillo con tanta fuerza que se resbaló de la puerta. Giró para evitar desplomarse sobre los cachorros y se cayó al suelo aterrizando sobre el hombro; la paja amortiguó la caída. Pero él no la soltó. Ravenna trató de recular hasta la pared en busca de algo que utilizar como arma. Agarró un asa. Blandió lo que había agarrado hacia delante y se le escapó de entre los dedos entumecidos. La horca aterrizó sobre la pierna del hombre.

—¡Cielo santo! —rugió—. ¡Maldita sea!

En lugar de agarrarse la pierna, el tipo se abalanzó hacia delante, la cogió de la rodilla y la rodeó de la cintura con la otra mano. Entonces se colocó encima de ella, la aplastó con todo su peso, la inmovilizó sobre la paja con las rodillas, las caderas y el pecho, y le tapó la boca con la mano para reprimir el grito que emitió. Ella intentó soltarse. Él le rodeó los tobillos con los suyos y le inmovilizó las piernas. La cogió del brazo y el otro quedó atrapado debajo de su cuerpo.

—Estate quieta —le rugió como un animal.

Ella se quedó quieta.

—¿Por qué atacas a un hombre inocente? —preguntó arrastrando las palabras—. Maldita sea, ahora me duele la cabeza. Y la pierna.

El corazón acelerado le palpitaba pegado al pecho de aquel hombre. Tenía su cara a pocos centímetros de distancia, y veía cómo algunos mechones de pelo satinado se descolgaban por delante de unos ojos que eran pozos de pura indignación. El aire helado que corría entre ellos no olía a alcohol. No estaba bebido. Debía de hablar de esa forma a causa de la herida. Le había dado un buen golpe con la puerta.

—Te voy a destapar la boca —dijo y entornó los ojos como si estuviera intentando enfocar. Tenía las pestañas largas. Para ser un hombre—. Pero si gritas, no te gustarán las consecuencias. Si has entendido lo que te he dicho parpadea una vez.

Ella parpadeó. Le destapó la boca, e inspiró hondo.

—Sigo sin poder respirar —jadeó.

El cachorro gimoteó.

—¿Qué haces aquí? —Paseó los ojos por el cuello de su vestido y luego le miró el pelo—. ¿Eres una doncella?

—He salido, necesitaba aire. Me estás aplastando, los pulmones. Apártate, o gritaré, y me enfrentaré a las consecuencias.

—Si no tienes aire no podrás gritar. —Su voz empezaba a sonar más normal. Y demasiado racional—. Dime quien eres y te soltaré.

—Regina Slate. Hija —duque de Marylebone—, invitada. Hará que te cuelguen cuando se entere de que me has tocado.

—Marylebone es un vecindario, no un duque. Y amenazar a un hombre con colgarlo cuando te tiene inmovilizada es una tontería. —Ahora percibía un tono agradable y quebrado. Era extranjero. Pero no era francés, pensó, y hablaba perfectamente el inglés. También sabía que Marylebone era un vecindario de Londres. Menuda suerte la suya—. Y si tu padre es duque —dijo—. Yo soy el emperador de China.

—Es un placer —jadeó—. Me alegro de conoceros, alteza.

La agarró con más fuerza de la muñeca.

—¿Cómo te llamas y qué haces en este establo?

—Ravenna Caulfield. De verdad. Tenías razón. No soy nadie. —No tenía a nadie que la abrazara por las noches ni que la protegiera de hombres que se abalanzaban sobre ella porque no era nadie—. Ahora… quítate de encima.

—Caulfield. —Frunció el ceño. Se relajó un poco la presión que sentía en el pecho y Ravenna intentó llenarse los pulmones. Pero él seguía agarrándola del brazo con fuerza—. ¿Has venido con sir Beverley?

Para ser un mozo de cuadra parecía estar muy bien informado.

—Trabajo para él.

Aunque eso ya no era verdad ahora que era la hermana de una duquesa. Pero ¿cuánto podía saber aquel tipo sobre la hacienda de sir Beverley?

—¿Y a qué te dedicas? —Entonces la observó con un interés especial y ella sintió un pequeño torbellino de excitación—. ¿Eres su amante?

Por lo visto no sabía tanto sobre sir Beverley a fin de cuentas.

—Me dedico a cuidar de sus perros y sus pájaros exóticos.

El tipo dejó de fruncir el ceño de golpe. Y apareció un pliegue en sus descuidadas mejillas.

El corazón de Ravenna dio un brinco.

—Cuidas de sus…

—Perros y de sus pájaros exóticos. Doce perros. Dos pájaros. Y un cerdo.

Una extraña agitación se estaba adueñando de sus extremidades entumecidas. Debía de ser miedo. No podía deberse al pliegue de la mejilla que asomaba por encima de su firme mandíbula. Era un desconocido peligroso que la estaba atacando. Pero los asaltantes no sonreían como si estuvieran curiosamente complacidos. ¿no?

Un brillo rojo asomó por encima del pelo que le caía sobre la frente, le estaba empezando a salir el golpe. Una cataplasma de galleta le aliviaría el dolor. Puede que en la cocina pudiera encontrar leche y un poco de…

—¿Animales? —preguntó mirándola de nuevo a la cara; el pliegue de su mejilla era cada vez más evidente.

—Cuido de ellos y me ocupo de atenderlos cuando se ponen enfermos. Cuando estoy en el campo también lo hago por los animales de los demás y no recibo ninguna compensación, porque como no soy un hombre nadie cree que deba pagarme, y me dan cestas de huevos, nata o una pastilla de jabón, cosa que siempre he pensado que me dan porque piensan que una mujer debería oler mejor que yo. Y este forcejeo sobre la paja empapada de orín de cachorro no está ayudando en ese sentido. Así que quítate de encima.

Pero él no pensaba soltarla. Ella advirtió el cambio en sus ojos y lo notó en su cuerpo en cuanto sucedió. Ravenna no tenía mucha experiencia con los hombres, solo se había rozado ocasionalmente con alguno cuando estaba agarrando el extremo de alguna oveja y el granjero cogía el otro. Pero sabía lo suficiente sobre animales como para reconocer la excitación masculina, incluso en los ejemplares de su propia especie.

A su atacante se le dilataron las pupilas en la oscuridad. Entonces le miró los labios. Puede que no la hubiera seguido hasta el establo con la intención de aprovecharse de ella. Pero era evidente que en ese momento sí que estaba pensando en ello.

—Pues yo creo que hueles muy bien —dijo con la voz más grave que antes, como una noche cálida de otoño, y sus vocales sonaban especialmente agradables.

No era francés. ¿Sería italiano? ¿Español? Debía de haber llegado con alguna de las demás invitadas, alguien con poco juicio para elegir a sus mozos de cuadra.

—Yo…

—Y, por Deus —dijo con la voz entrecortada y sin dejar de mirarle los labios—, eres encantadora.

El impulso debió de apoderarse de él. La única criatura de sexo masculino que la había considerado encantadora era Bestia, y era porque ella, a veces, olía a beicon.

Tenía que distraerlo.

—Te puedo curar el moretón de la frente —le dijo luchando contra el miedo.

—¿Ah, sí?

Parecía desconcertado. Los golpes en la cabeza podían atontar un poco.

—Se te está empezando a hinchar. Te va a salir una herida dolorosa que se podría infectar. Deja que me levante y le pediré al ama de llaves que…

La besó sin previo aviso. No lo hizo con fuerza, ni con violencia, ni siquiera con imposición. Pero el contacto fue absoluto.

Ravenna apretó los labios. Respiró por la nariz y percibió un olor a caballo, paja y algo desconocido que le resultaba muy masculino y… atractivo. Como el whisky pero sin el toque punzante. O la piel pulida. Le soltó la muñeca y la agarró de la mejilla con su enorme mano.

Ella no le apartó. «Debería hacerlo.» Pero su olor, el calor de su piel, la sensación que le provocaba sentir esos labios sobre los suyos —provocándola, animándola, deseándola—, la tenían paralizada. Le acarició el cuello muy delicadamente con el pulgar. Sus caricias eran cálidas. Íntimas. Tiernas. El hormigueo de placer se mezcló con el pánico en su vientre. Podría devolverle el beso. Podría descubrir qué se sentía realmente besando a un hombre.

«No puedo hacerlo.»

Después del beso él querría más, y ella no podía satisfacerlo.

Le hizo lo que Bestia le hubiera hecho a cualquier atacante.

¡Colhões!

Se sobresaltó, se alejó de ella rodando y se puso de pie.

Ella retrocedió, se le enredó la falda en las botas al levantarse, y saltó para esquivar a los cachorritos. El tipo la miró por entre las sombras con ira en los ojos. La sangre brotaba por entre los dedos que se había llevado a la boca.

—Espero habértelo arrancado de un mordisco —le dijo sin pensar.

Él bajó la mano: el labio inferior seguía intacto, aunque chorreaba sangre por la barbilla.

—Maldita sea, mujer. Solo te he besado.

—Pero me tenías atrapada.

—Sí, bueno, está claro que ha sido un error.

Se limpió la sangre con suavidad utilizando la manga. Era alto, tenía los hombros anchos, y los músculos del cuello muy marcados. No parecía un mozo de cuadra, más bien tenía aspecto de caballero, pero esos músculos eran como los de un granjero. Aquel hombre trabajaba duro, y la había inmovilizado con muy poco esfuerzo. Si hubiera querido le habría podido hacer cualquier cosa. Y todavía podía hacérselo. Tenía la horca para remover heno al lado de la bota. Estaba bloqueando la puerta. Seguía estando atrapada.

—Apártate —le dijo—. O te daré una patada en los colhões con más fuerza de la que he utilizado para morderte.

Él se apartó de la puerta sin decir una sola palabra, y ella pasó por su lado y cruzó el patio corriendo. Una vez dentro, cerró la puerta de su dormitorio, se envolvió en una manta y se sentó delante de las brasas del fuego temblando un poco. Nunca se había imaginado como sería su primer beso. Nunca se había imaginado que alguna vez le darían su primer beso.

Ahora ya lo sabía.