La perdición de Ravenna Caulfield comenzó con un pájaro, prosiguió con una horca para remover el heno, y culminó con un cadáver con armadura. El pájaro apareció antes, varios años antes del incidente de la horca y del día en que Ravenna descubrió a aquella pobre alma vestida con una armadura, aunque quizá aquel descubrimiento fuera de lo más oportuno, depende de la opinión que tenga cada cual sobre asuntos de tanta importancia como el destino y el amor.
Ravenna se quedó huérfana de niña y vivía en un orfanato con sus dos hermanas mayores. Allí fue donde adquirió el valor de su hermana Eleanor y la resistencia de su hermana Arabella. Por desgracia, ella nunca llegó a dominar esas virtudes. Y, por eso, el día que robó una zanahoria para el viejo caballo que tiraba del carro, el señor Bones, y la castigaron a pasar seis horas encerrada en el desván, donde encontró al pájaro herido metido en una grieta entre dos ladrillos astillados, cerca de la ventana, no pudo ignorarlo. Ninguna chica de buen corazón se podría haber resistido a los tristes trinos del animalito. Se acercó a él, descubrió que tenía el ala rota, miró esos ojos negros que tanto se parecían a los suyos, y juró que lo salvaría.
Pasó cuatro semanas fregando el suelo pegajoso del comedor mucho más deprisa que las otras chicas —y como consecuencia no dejaba de clavarse astillas en los dedos—, para conseguir diez minutos de libertad. Y durante esas cuatro semanas, se le aceleraba el corazón cada vez que se colaba en el desván donde masticaba los restos correosos del pan que le había sobrado del desayuno, y se los daba al pájaro. Pasó esas cuatro semanas guardando el agua de lluvia del alféizar en una hoja, y observaba cómo la pequeña criatura bebía hasta que sus trinos dejaron de ser trises y empezaron a sonar más alegres. Pasó cuatro semanas animándolo a subirse a la palma de su mano y le estuvo acariciando el ala herida hasta que el animalito consiguió estirarla tanto como la otra y dar unos saltitos cuidadosos hasta la ventana.
Y un día, cuando subió, ya no estaba. Pero se quedó allí, rodeada de muebles rotos y arcones viejos, y lloró.
Entonces oyó un trino breve y alegre en la ventana. La abrió y se encontró con los ojos del pájaro, que estaba posado sobre la rama de un árbol. Voló hasta su palma abierta.
Aquella primavera la joven vio cómo se esforzó para construir su nido en esa rama. Cuando puso huevos, Ravenna se arrodillaba sobre sus pequeñas rodillas llenas de callos en la capilla cada mañana, y rezaba por la salud de las crías. Para celebrar su nacimiento, le llevó a la pequeña madre un gusano que había encontrado en el huerto de la cocina, y observó cómo lo utilizó para alimentar a sus crías. Aquel día se sintió tan feliz que llegó tarde a las plegarias de la noche. La directora la reprendió con las mejillas encendidas delante de las demás chicas, y luego las puso a pelar nabos a todas hasta que les dolieron los dedos y las mandó a la cama sin cenar.
La mañana siguiente, cuando salió del desván, tres de las chicas más malas de todo el orfanato la estaban esperando al pie de la escalera. La recibieron de brazos cruzados y con una mueca en los labios, y le dijeron lo que le decían siempre: «Gitana». Pero el día siguiente, cuando salieron al patio para dar el acostumbrado paseo de media hora, las tres estaban justo debajo de la ventana del desván. En el suelo delante de ellas había una piedra enorme y los restos de un nido hecho con ramas y hojas.
El pajarillo no regresó.
Arabella peleó contra las chicas empleando las uñas y los puños, y ganó, claro. Aquella noche, en el dormitorio frío, mientras Eleanor curaba los moretones y los cortes de Arabella, su hermana estuvo tranquilizando a Ravenna. Pero a pesar de la ayuda de su hermana, ella llegó a la conclusión de que algunas chicas no tenían corazón.
Después de lo del pájaro, se abrió la veda. Las chicas malvadas hacían todo lo que podían por ponerles la zancadilla a las tres hermanas delante de la directora, y lo conseguían muchas veces. Eleanor vivía con sus crueldades. Arabella se enfrentaba a ellas.
Sin embargo, ella escapaba. Se perdía en los modestos campos del orfanato, ya fuera en la reconfortante calidez del verano, las brisas frescas del otoño, la paz del invierno, o el suave y húmedo gris de la primavera. Se inventó un mundo en el que no tenía que sufrir que le tiraran de las trenzas y donde nadie la llamaba «egipcia», insulto que ella no comprendía. Fuera de las paredes blancas de su prisión, cantaba con los pájaros negros, buscaba zorros, comía moras que cogía de las zarzas y los frutos que caían de los árboles. El señor Bones era la mejor compañía que podía desear, el caballo nunca le escupía ni le pellizcaba y, como la piel de la joven era muy parecida a la del animal, tampoco le hacía ningún comentario.
Cuando el reverendo Martin Caulfield las sacó a las tres del orfanato, Eleanor dijo:
—Es un buen hombre, Vena. Es un erudito. —Significara lo que significase—. Ahora todo será distinto.
El reverendo Caulfield era un hombre de pelo gris y ropas grises, y se las llevó a su casita, que estaba escondida detrás de la iglesia, en una esquina del pueblo. Nunca les pegó ni las obligó a fregar el suelo (eso lo hacía Taliesin, el chico gitano que fregaba a cambio de las clases). El reverendo les enseñó a rezar, a leer, a escribir, y a escuchar con atención todos sus sermones. A Ravenna le costaba mucho atender, en especial cuando llegaban los sermones. El gato que tenían en la iglesia para que se comiera los ratones, se acurrucaba sobre su regazo durante el servicio y ronroneaba tan fuerte que siempre le acababan pidiendo que lo sacara de la iglesia. Y cuando la niña conseguía salir, ya no volvía a entrar. A ella le parecía que la catedral de la naturaleza era un lugar mucho más apropiado para venerar al Gran Creador que el interior de cualquier edificio.
El día de su octavo cumpleaños, el reverendo la llevó a la tienda del herrero y abrió la puerta del establo; en el suelo había un perro dormido y, pegados a su vientre, un racimo de cuerpos peludos muy movidos. Todos tenían manchas menos uno. El diferente, un perro tan negro y peludo como si lo hubiera dejado sobre la paja el mismo Matusalén, apartó la cara de la teta de su madre para mirarla, abrió sus ojos dorados, y ella se quedó tan sorprendida que no pudo ni susurrar siquiera.
Le puso de nombre Bestia y no se volvieron a separar nunca. El perro la acompañaba a todas sus clases, y los domingos se sentaba bajo el olmo del cementerio de la iglesia y la esperaba. Pero la mayor parte de los días los pasaban en el bosque o en el campo, corriendo, nadando y riendo. Eran muy felices, y Ravenna sabía que su amigo era demasiado fuerte, demasiado grande y demasiado feroz como para que pudieran hacerle daño, y demasiado leal como para abandonarla.
Los días de lluvia el establo se convertía en su casa; la joven disfrutaba del olor a paja, de los animales y de la cálida humedad. Veía cómo el anciano mozo de cuadra curaba las pezuñas heridas de los caballos con una cataplasma de leche, cera y lana. Luego dejaba que lo hiciera ella. Le enseñó a reconocer los cólicos y le explicó que, en invierno, un buen forraje y el agua caliente los prevenían mejor que el afrecho. En invierno, cuando los gitanos acampaban junto al bosque, Taliesin —a quien ella siempre esperaba que el reverendo acabara adoptando para que pudiera ser su hermano—, la llevaba a los establos de los caballos y le enseñaba más cosas sobre pezuñas, cólicos y todo lo demás.
Entonces Eleanor se puso enferma. Papá vivía muy preocupado y Arabella se ocupaba de cocinar, coser y de hacer todas las tareas de la casa, y ella aprendió —viendo cómo lo hacía el doctor—, a administrar una dosis de láudano, a calentar telas para colocarlas sobre el pecho de Ellie, y a hervir raíz de regaliz para hacer té. Cuando Eleanor mejoró, empezó a acompañar al doctor a visitar a los demás pacientes. Por la noche, mientras cenaban, le contaba a su padre todo lo que había aprendido, y él le daba una palmadita en la cabeza y decía que era su gatita de buen corazón.
Cuando Arabella cumplió diecisiete años, se marchó a trabajar como institutriz para los hijos del terrateniente, pero volvió ocho meses después. Después de aquello, su padre le dijo que no debía salir a pasear sola por el campo.
—Las jovencitas deben comportarse con decoro —le dijo mirando a Bestia con preocupación.
El perro estaba tendido delante de la chimenea.
—Pero papá…
—Obedece, Ravenna. Ya te he permitido demasiada libertad, y no has tenido una madre que te inculcara el decoro que tu hermana Eleanor tiene por naturaleza y Arabella aprendió en la escuela. Si no cambias de hábitos, te mandaré a ti también a la escuela.
Ravenna no tenía ninguna intención de regresar a aquel mundo de puertas cerradas e interruptores.
—No me lleves allí, papá. Obedeceré.
Y a partir de entonces dejó de alejarse y ya solo se escapaba al establo. Le demostró a su padre que podía ser tan tranquila como su hermana mayor, aunque por dentro se asfixiara.
Cuando cumplió dieciséis años, fue al pueblo a mandar una carta a una agencia de colocación de Londres. Le contestaron un mes después, y a los seis meses recibió una oferta de trabajo.
—Me marcho, papá —dijo agarrada a la manecilla de una maletita de viaje.
El hombre le dio su bendición, parecía aliviado. Entonces fue al establo, le dio una galleta de más al caballo, acarició la cabeza del gato del granero, y se marchó seguida de Bestia.
Eleanor la siguió y la abrazó con fuerza.
—No podrás escaparte de mí, hermana. Me da igual donde te escondas, te encontraré.
Eleanor jamás volvió a recuperar el rubor que tenía en las mejillas ni la figura que tenía antes de caer enferma. Pero poseía unos brazos fuertes y una gran determinación en sus ojos color avellana.
Ella se retiró un poco.
—Me parece muy bien, porque nunca querré escapar de ti. Y cuando esté en Shelton Grange, estaré más cerca de Bella ahora que está en Londres.
—Pero ¿qué sabes de esos hombres?
—Lo que me explicaban en la carta los de la agencia de colocación.
Que tenían una casa grande con mucho terreno y que necesitaban la ayuda de una persona joven con energía para que los ayudara a cuidar de sus doce perros, dos pájaros exóticos y un cerdo.
—Escríbeme mucho.
Ravenna no se lo prometió, escribir no se le daba muy bien. Pero le dio un beso en la mejilla y la dejó plantada en medio de la carretera, con la silueta recortada contra la fachada de la iglesia de su padre.
Sus jefes no se alegraron de descubrir que la persona que se escondía tras la firma R. Caulfield de sus cartas no era un joven.
—Es imposible —dijo sir Beverley Clark con un tono implacable. No tuvo que pasar mucho tiempo en aquel masculino pero cómodo salón para darse cuenta de que aunque su amigo, el señor Pettigrew, era mucho más amable, en aquella casa mandaba sir Beverley. Posó la mano sobre la cabeza del perro lobo que aguardaba junto a él y le dijo—: No pienso permitir que una jovencita resida en Shelton Grange.
—No estoy interesada en usted —afirmó dejando de mirar a los carlinos que le lamían los dedos y le mordían los bajos del vestido para concentrarse en las redondas y sonrosadas mejillas del señor Pettigrew—. A pesar de su evidente riqueza, los dos son mayores que mi padre, y tampoco tengo ninguna intención de casarme, así que no tienen por qué preocuparse. Lo único que yo quiero es cuidar de sus animales, tal como acordamos en las cartas que intercambiamos.
Entonces vio brillar una luz en los ojos entornados del señor Pettigrew.
—La verdad es que es un alivio. —Su voz era tan alegre como su sonrisa y su pelo, que en su día debió de ser rubio, pero ahora era blanco como la nata—. Pero, querida, lo que sir Beverley intenta explicarle es que no es correcto que viva usted acompañada de dos hombres con los que no le une ningún parentesco.
—Pues tendrán que adoptarme. —Dejó la maleta junto a Bestia, que estaba sentado a su lado muy quieto, como si comprendiera la seriedad de la situación—. Yo les doy permiso. De todas formas, mi padre no es mi padre biológico, y no creo que le importe siempre que no me peguen o me maltraten.
Sir Beverly la observó con sus ojos claros como la lluvia.
—¿De qué está huyendo, señorita Caulfield?
—De la cárcel.
El señor Pettigrew alzó las cejas.
—Tenemos una fugitiva en casa, Bev. ¿Qué crees que deberíamos hacer con ella?
Y entonces, en la comisura de los labios de Sir Beverley, apareció por primera vez el ápice de compasión tolerante que tanto llegaría a apreciar ella.
—Pues esconderla de la ley.
Se pasó los tres días siguientes cepillando tres perros lobo, cortándoles las uñas a los nueve carlinos, y escribiendo cartas a varios expertos para pedirles consejo sobre guacamayos y loros. Se hizo amiga del cochero de sir Beverley, un veterano de guerra con una sola pierna, que estaba asombrado de lo bien que se le daban las criaturas de cuatro patas, y que se encargó de proseguir con la instrucción donde la había dejado Taliesin.
Lo que más le gustaba a sir Beverley era disfrutar de la comodidad de Shelton Grange, pero de vez en cuando aceptaba invitaciones a otros lugares, y viajaba rodeado de opulencia. El señor Pettigrew, cuya casa estaba solo a ocho kilómetros de distancia, pero que prefería pasar el rato en Shelton Grange, siempre lo acompañaba. Cuando no estaban, Ravenna se quedaba en la casa acompañada de Bestia y del resto de los animales, y disfrutaba de la soledad del lago, los bosques, los campos y la casa.
Cuando estaban en Shelton Grange, sir Beverley y el señor Pettigrew disfrutaban consintiéndola, como la primera vez que la joven ayudó en la granja de la familia de arrendatarios y asistió al parto de varias ovejas. Como se mareó y le salieron unas ojeras espantosas, el señor Pettigrew preparó su receta especial para las resacas, y sir Beverley le estuvo leyendo en voz alta un tratado sobre medicina veterinaria. En el fondo, la joven apreciaba mucho que se preocuparan de ella, pero nunca dejaba de hacerles bromas y de decirles que la trataban como si fuera una niña y ellos sus enfermeras. A ellos parecía hacerles gracia. Ella los llamaba «las niñeras», y ellos la llamaban su «pequeña».
Ravenna pasó seis años siendo muy feliz.
Entonces Arabella se casó con un duque y sir Beverley le anunció que debía empezar a pensar en marcharse de Shelton Grange, porque no podía tener como empleada a la hermana de una duquesa por mucho cariño que le tuviera. Poco después de aquello, una mañana Bestia no se despertó, y ella comprendió que el paraíso solo era un sueño inventado por los hombres piadosos para engañar a todo el mundo.