El mapa del tesoro interior
Un día te paras frente al espejo, sonríes y dices: «qué maravillosa persona soy». Y así te ven los demás.
Si estás dispuesto a reencontrarte con ese espléndido ser que te devuelve el espejo, déjame compartir contigo esta fábula relatada por el filósofo cuenta cuentos François Vallaeys, quien se dedica a la difusión de narraciones populares con sus moralejas.
«El BaoBab»
«Un buen día, compadre conejo se fue de paseo por la gran sabana africana, saltando entre los campos, disfrutando del aire, en la frescura de la mañanita, pero de pronto el sol se levantó, el padre sol, y llegó el calor. Y compadre conejo buscó como un loco la sombra de un árbol para poder descansar y delante de él vio un baobab.
Y compadre conejo se acercó ante el gran baobab y le dijo:
—Baobab, por favor, préstame tu sombra.
Y el baobab, miró a ese pequeño ser, y con mucho gusto, le prestó su sombra.
—Gracias, baobab —le dijo el conejo— tu sombra es muy refrescante.
Pero el conejo, que era muy travieso, se rio y se volvió para decirle:
—Sí, tu sombra está muy bien pero… ¿y la música de tu follaje? La música de tu follaje estoy seguro de que debe ser una cacofonía horrible.
—Cómo se puede atrever —dijo el baobab— este pequeño ser a dudar de lo linda que es la música de mi follaje. ¡Yo le demostraré lo contrario!
Así que el baobab empezó a hacer temblar sus hojas y, de pronto, se empezó a escuchar la música más linda del mundo. Y el conejo dijo:
—Gracias, baobab, tu música es espectacular. Pero ¿y esa fruta? Estoy seguro de que esa fruta debe ser una bolsa de agua tibia nada más.
—Cómo puede atreverse —dijo el baobab— este pequeño ser a dudar de lo rica que es mi fruta. Le voy a demostrar lo contrario.
Entonces el baobab dejó caer su fruta y el conejo empezó a saborearla.
—Tu fruta es deliciosa, baobab, muchísimas gracias. Pero… ¿y tu corazón? Seguro que tu corazón tiene que ser duro como una piedra.
En ese momento el baobab quiso enseñarle su corazón al conejo para demostrarle que no era de piedra, pero le entró miedo de enseñar su corazón a alguien que no conocía. El baobab no se atrevía, se sentía ridículo, sentía vergüenza pero, de pronto, la curiosidad fue más fuerte y empezó a abrir un poquito su corazón, a abrir su corteza cada vez más y más. Nuevamente, en el corazón del baobab, se descubrieron miles de tesoros: piedras preciosas, oro, joyas, pendientes, plata, telas finas.
—¡Oh! ¡Gracias, baobab! —dijo el conejo— eres el ser más lindo que jamás he conocido. ¡Muchísimas gracias!
Entonces el conejo entró despacio en el corazón del baobab, cogió todos los tesoros que había allí y regresó a su casa. Cuando llegó a casa le dio todo a su mujer:
—Para mí… ¡gracias, mi amor! Y la mujer, ni corta ni perezosa, se empezó a colocar todas las telas finas, los pendientes y salió a presumir de todo lo que le había regalado su marido con sus amigas.
Pero había una amiga que no se alegró de ver a la coneja con todas esas joyas: era la hiena, la hiena envidiosa. Ésta se fue a ver a su marido, compadre hiena, que estaba tranquilito, durmiendo la siesta en su hamaca y le contó todo lo que tenía la coneja.
—Ay, desgraciado, mira que la coneja lo tiene todo y yo no tengo nada, mi ropero está vacío, tú nunca me regalas nada..., mi madre me lo había dicho, voy a regresar donde mi madre.
El marido hiena, viendo que su mujer estaba muerta de envidia, se fue a ver al conejo para preguntarle dónde había conseguido todo lo que tenía su mujer, para poder dárselo a la suya. El conejo, inocentemente, le contó todo al marido hiena: lo de la sombra, lo del follaje, lo de la fruta y el corazón.
Y así fue como compadre hiena se fue a ver al baobab. El enorme árbol, acordándose de lo bien que se había sentido con el conejo, volvió a hacer lo mismo: prestó su sombra, hizo mover sus hojas, entregó su fruta y abrió su corazón. Y, de nuevo, dentro de su corazón había miles y miles de tesoros.
La hiena, viendo tanta riqueza, quiso llevárselo absolutamente todo y empezó a arañar y arañar el corazón del baobab. Éste no entendía nada, le dolía, estaba herido y no le quedó más remedio que cerrar su corazón y su corteza. Como consecuencia la hiena se quedó fuera sin poder coger nada de su interior.
Dicen que, desde ese día, la hiena busca en las entrañas de los animales muertos aquello que no pudo encontrar en el corazón del baobab.
También dicen que, desde esa época, el baobab ya nunca volvió a abrir su corazón a nadie porque tiene una gran herida y teme que le vuelvan a hacer daño.
Y finalmente dicen que el corazón del ser humano es muy parecido al corazón del baobab, encierra miles y miles de tesoros pero… ¿Por qué se abre tan poco cuando se abre? ¿De qué hiena se acuerda?»
La historia del baobab es la de cada uno de nosotros, seres únicos y preciosos, llenos de tesoros interiores que compartimos, hasta que alguna circunstancia nos produce el bloqueo; adquirimos caparazones, nos blindamos y retraemos para evitar nuevas heridas. Un buen día guardamos nuestro tesoro interior bajo llave para que nadie pueda volver a lastimarnos. Como si eso fuera posible…