Tras deslizarse por el asiento del taxi, Álex se plantó en la acera. Momentos después, los tres amigos transportaban el equipaje hacia un gran complejo de apartamentos. Ren y Todtman arrastraban elegantes maletas con ruedas mientras que Álex y Luke acarreaban pesados maletones.
Todtman encabezaba la marcha a un paso una pizca aminorado por una evidente renquera. A Álex le bastaba guiarse por el oído —el rumor de la maleta y el regular repiqueteo del bastón negro— para seguir al viejo erudito, así que dejó vagar la vista. La ciudad era extraña e inhóspita, pero sus ojos buscaban algo que conocía muy bien: a su madre.
Sabía que era de locos pensar que iba a cruzarse con ella en una ciudad de millones de habitantes. Pero últimamente la locura era el pan de cada día. Todo el mundo daba por supuesto que la mujer se encontraba en Egipto y ahora estaban en la capital, a pocas manzanas de la mayor colección de tesoros egipcios de todo el mundo. Antes de que su madre usara los Conjuros Perdidos, Álex siempre había estado demasiado enfermo o delicado como para acompañarla cuando visitaba el país por trabajo. Para compensarlo, su madre le describía las calles de El Cairo y las maravillas que albergaban mientras le contaba historias reales que parecían cuentos de hadas. ¿Qué mejor lugar que este para encontrar a una egiptóloga desaparecida?, pensó.
Vio a una mujer de cabello castaño idéntico al de su madre y se volvió a mirar tan deprisa que por poco se disloca el cuello. Nada. No es ella.
Echó un vistazo a Ren para saber si su amiga se había percatado de su absurda reacción, pero ella estaba contemplando los edificios, absorta en los ángulos y en la arquitectura. Había heredado la costumbre de su padre, un ingeniero de renombre que trabajaba con la madre de Álex en el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York.
¡Una coleta! ¡Un traje sastre! Álex volvió la cabeza otra vez. No era ella.
Dirigió la vista hacia el complejo de apartamentos. Estaba protegido por un alto muro de ladrillos y Todtman los estaba guiando hacia la única entrada, situada en el centro de la muralla. En teoría, se alojarían allí. El contacto de Todtman en el Consejo Supremo de Antigüedades, el poderoso organismo encargado de conservar los tesoros de Egipto, les había reservado el alojamiento.
Álex renunció a buscar a su madre entre los transeúntes e intentó centrarse. Ahora mismo se cuecen cosas más importantes, se dijo, pero incluso aquella frase era una máxima de su madre y le recordó sus horribles guisos. ¿Qué es?, preguntaba Álex cuando ella aparecía con el mejunje de turno. Carbón, respondía la mujer, una broma privada que a menudo resultaba ser verdad.
A lo mejor me encuentra ella a mí, se consoló, pero la idea era absurda. Si su madre quisiera encontrarlo, lo llamaría por teléfono y en paz. Y entonces ¿por qué no lo hace?, pensó por enésima vez. Miró el móvil. Nada. Si realmente andaba por ahí —si de verdad tenía los Conjuros Perdidos, como todo el mundo daba por supuesto—, ¿por qué no lo llamaba y le decía dónde se encontraba? Sus razones tendrá, discurrió. Pero ¿qué razones son esas? Álex estaba tan abstraído que no se percató de que el repiqueteo del bastón de Todtman había cesado… hasta que se estampó de bruces contra la espalda del alemán.
—Perdón —se disculpó a la vez que se apartaba. Y chocó con Ren.
—¡Eh! —protestó ella.
—¿Qué pasa? —preguntó Luke, que se detuvo tan fresco junto a la maraña de cuerpos.
Todtman les hizo señas de que se callaran —silencio, por favor— y luego les indicó por gestos que se echaran a un lado.
—¡Aquí! —los apremió en susurros, señalando un tramo de pared situado junto a la entrada.
Álex comprendió que estaban en apuros cuando Todtman levantó a pulso la maleta y prefirió cojear en silencio —y con dolor— a usar el bastón. Los demás se acurrucaron contra la pared, a su lado.
—No creo que nos haya visto —dijo el doctor Todtman, que ahora señalaba a algún enemigo invisible agazapado en el complejo. De ojos saltones y barbilla hundida, su cara siempre recordaba a una rana, pero el miedo acentuaba el efecto.
—¿Quién? —le preguntó Álex según dejaba la maleta en el suelo.
—Entonces ¿no vamos a entrar? —protestó Luke en voz demasiado alta. Era rápido de reflejos pero algo duro de mollera.
Los otros dos lo hicieron callar.
—Peshwar —respondió Todtman como si nombrara una horrible enfermedad—. También pertenece a la Orden. Y, por lo que parece, nos está esperando.
Álex pegó la espalda a la pared. Los ladrillos aún retenían el calor del tórrido día egipcio pero las palabras de Todtman le provocaron escalofríos. ¿Cómo ha sabido dónde nos alojaríamos?
—No podemos quedarnos aquí —sentenció el profesor.
Álex alzó la vista al cielo —ahora turbio como lana gris— y las palabras del taxista resonaron en su mente: Las voces empeoran por la noche.
—Tendremos que hospedarnos en otra parte —decidió Todtman—. Tengo un amigo que vive aquí… Hace años que no lo veo, pero quizá…
De repente oyeron unos pasos que se acercaban por el otro lado del muro: el enérgico golpeteo de unos buenos zapatos contra las losas del camino. Álex se aplastó contra la pared aún más si cabe. Casi sin pensar, rodeó con la mano el antiguo escarabeo que llevaba colgado al cuello debajo de la camisa. El pulso se le aceleró y su mente se apaciguó según la magia de la reliquia lo recorría.
Un hombre ataviado con un traje ligero, de un tono tostado, cruzó la entrada y se volvió a mirarlos. Sus ojos fríos destellaron cuando los reconoció.
—¡Walak! —gritó en árabe antes de volverse y hacerle señas a quienquiera que tuviera detrás. Era un sicario de la Orden y estaba pidiendo refuerzos.
Álex aferró su amuleto con la mano izquierda al tiempo que levantaba la derecha para lanzar una flecha de viento concentrado que empujó al hombre contra la pared.
—¡Ugh! —exclamó el tipo cuando se golpeó la cabeza contra los ladrillos, justo antes de caer inconsciente.
Por desgracia, aunque había reaccionado deprisa, Álex no había llegado a tiempo.
Nuevos pasos resonaron en el interior del complejo. Una estampida de gorilas se dirigía hacia ellos.
—¡Vamos! —gritó Ren.
Luke, atleta de élite con ínfulas olímpicas, adoptó la pose del corredor. Pero Álex sabía que no irían a ninguna parte. La pierna izquierda de Todtman aún sufría las secuelas de la picadura de escorpión que había sufrido en Nueva York. Cuando se volvió a mirarlo, vio cómo el amuleto conocido como «el observador», un halcón con dos gemas por ojos, desaparecía en su mano.
—¡Ahlan! —gritó el erudito.
Era una de las pocas palabras en árabe que Álex conocía, un saludo normal y corriente. Los curiosos que se habían parado a mirar al sicario inconsciente se volvieron hacia Todtman con repentina atención. De inmediato, corrieron a la abertura de la pared y crearon una sólida barrera humana. El observador servía para algo más que para observar…
—¡Seguidme! ¡Dejad las maletas! —ordenó Todtman, cuyo bastón ya repiqueteaba contra la acera.
Álex echó un vistazo a las personas que bloqueaban la entrada. Formaban una prieta amalgama de brazos y piernas entrecruzados, pero vio otros brazos, otras manos. Los sicarios de la Orden se estaban abriendo paso por la fuerza.
En aquel instante, un fogonazo de luz escarlata iluminó el ocaso egipcio y las personas que protegían la puerta empezaron a desplomarse.
—¡Por aquí! —gritó Todtman, que cortó un doble segmento de cinta policial con un golpe de bastón y se internó en una calleja.
Habían viajado a Egipto para luchar contra los Caminantes de la Muerte, para encontrar los Conjuros Perdidos y, con algo de suerte, para dar con la madre de Álex. Pero, una vez más, los perseguidores habían mudado en presas.
Álex corría por el callejón a la misma altura que Ren. Todtman cojeaba medio paso por delante y Luke se había quedado atrás para defender la retaguardia.
Ren le lanzó a Álex una mirada fugaz: Ya estamos otra vez.
El amuleto de Ren, un ibis que cayó en sus manos en las profundidades del cementerio de Londres, rebotaba bajo su cuello. A diferencia de Álex, no lo había estrechado en el puño durante el altercado. Ren no acababa de fiarse del talismán —ni de la magia que albergaba— aunque a Álex le habría encantado que lo hiciera. Porque podía proporcionarles aquello que más necesitaban ahora mismo: respuestas.
Mientras el cielo se oscurecía en lo alto, el callejón que dejaban atrás se iluminó con un fulgor rojizo y brillante. Un grito cortó el aire como un cuchillo.