Me senté solo en la oscuridad, incapaz de acallar mis pensamientos. En el exterior, el agua lamía los pilares que sostenían de forma segura nuestro bungaló de lujo por encima del océano cristalino. La luna iluminaba el horizonte y las olas rodaban en franjas desiguales hacia nosotros. A continuación, el choque inevitable del mar salado contra la costa. Era tan capaz de detener ese movimiento como de detener el tiempo.
El ritmo sosegado del sonido debería haberme calmado, pero no estaba nada calmado, nada somnoliento. Las horas se habían convertido en días y, de alguna manera, los días se habían fundido juntos hasta convertirse en semanas. No habíamos desperdiciado ni un solo momento, pero no podía esquivar la inquietante sensación que me golpeaba las entrañas cada vez que pensaba en el final de la luna de miel. En nuestras ajetreadas vidas un mes era una eternidad. Pero, por alguna razón, un mes no era suficiente, y ya me lamentaba al pensar que la vida en Boston nos reclamaría de nuevo en cuestión de días.
Habíamos aterrizado en Malé hacía una semana, y casi al instante había sentido el cambio. Tal vez porque ambos lo habíamos visto venir. Tal vez porque no había nada más que paz en la isla. No había ciudades bulliciosas ni amigos con los que quedar. No había grandes paisajes, nada excesivo que comprar. Tan sólo nuestros cuerpos y un silencio tranquilo entre nosotros con el trasfondo de aquel hermoso lugar. El silencio era natural, cómodo, pero también ponderado por la realidad de la vuelta a casa que ninguno de los dos estaba dispuesto a afrontar.
Solté un suspiro cansado y alargué el brazo hacia el portátil, incapaz de librarme de una sensación de inquietud. La pantalla iluminó la noche casi totalmente negra que me rodeaba. A medida que disminuían los días de la luna de miel que nos quedaban, mis pensamientos vagaban más y más lejos de la vida sencilla de la que habíamos disfrutado allí. Cada vez más se centraban entorno a la vida a la que íbamos a volver.
Erica dormía en el dormitorio, y yo esperaba que fuera profundamente. Había estado inquieta toda la noche. No estaba seguro de si mi inquietud tenía el mismo efecto en ella, o si la misma clase de ansiedad nos acosaba a los dos.
Nos habíamos prometido el uno al otro que íbamos a desconectar y, sin embargo, allí estaba yo, incapaz de hacer caso omiso de la realidad que suponía que ambos teníamos enemigos, y de que mi responsabilidad más importante como marido era protegerla. Mantenerla a salvo mientras navegábamos en medio del otro lado del mundo era una cosa. Mantenerla a salvo cuando volviéramos a casa era otra.
Yo quería ser el que luchara por ella, por su seguridad y su felicidad. Erica era joven, pero había sobrevivido a más de lo que nadie debería tener que hacerlo. Quizás había tratado de mantener siempre la voz cantante entre nosotros, pero nunca he dudado de su fuerza ni por un momento. Aun así, había prometido protegerla siempre.
Leí por encima el correo electrónico e hice caso omiso del impulso de comenzar la limpieza de la lista de tareas que debía hacer y que se habían acumulado a lo largo de las semanas anteriores. La lista era demasiado larga como para pensar siquiera en ella a esas horas. No, el trabajo tendría que esperar.
Abrí otra pestaña para ver la prensa. Habíamos oído fragmentos de noticias del mundo en los diversos lugares por los que habíamos pasado, de París a Ciudad del Cabo, pero no nos habíamos enterado de nada acerca de Boston. En ese momento, delante de mí, tenía la ya familiar primera plana del The Globe, y el titular proclamaba que Daniel Fitzgerald había ganado la elección al cargo de gobernador de Massachusetts. Una victoria aplastante.
—Capullo —murmuré antes de pinchar en el enlace para leer más.
Odiaba a aquel individuo. Odiaba que fuera de un modo literal la única familia que tenía Erica, y que, a pesar de ello, no hubiese llevado nada más que terror a su vida. Si necesitaba protegerse de alguien, era de él. Había intentado con todas mis fuerzas callarme lo que pensaba, porque no quería ver el dolor en los ojos de mi mujer cada vez que salía a relucir el tema de Daniel, pero estaba convencido de que lo que la destrozaba en esos momentos no eran tanto mis palabras, como los años de abandono y todas las formas en las que le había fallado más de una vez.
No me importaba lo que dijera Erica, o lo que no dijera, no estaba dispuesto a dejar que se interpusiera entre nosotros otra vez, y me iba a asegurar de que se mantuviera lejos de nuestras vidas.
El artículo se refería a los juicios de los meses anteriores a las elecciones, a la trágica muerte de su hijastro Mark, el tipo que había violado a Erica hacía años, algo que sólo un puñado de personas sabía. Luego estaba el descubrimiento público de Erica, su hija biológica e ilegítima, y, por último, el tiroteo…
Cerré los ojos y el estómago se me revolvió cuando reviví el recuerdo del cuerpo ensangrentado de Erica en mis brazos. Me mantuve fuerte por ella en aquel momento, durante esos pocos minutos aterradores en los que pensé que sería la última vez que estaríamos juntos.
Ella lo era todo para mí. Todo. Una especie de desolación me recorrió por completo cuando cerró los ojos y su calor comenzó a desvanecerse. Pensé que la había perdido. Me había quedado abrazado a ella negándome a marcharme mientras me estremecían la rabia y la desesperación. Todo mi ser contuvo el impulso de gritar, de buscar a Daniel en mitad de la calle y de vengarme de él.
Daniel había matado al hombre que había disparado contra Erica, pero jamás podría protegerla. Lo único que haría sería causarle más dolor, más de toda aquella angustia que ella había intentado esconderme con valentía. Había fantaseado con un millar de maneras en las que podría arruinar a ese hombre, pero sabía qué era lo mejor. Dejé a un lado todos esos planes, con la confianza de que un hombre como él era más que capaz de arruinarse a sí mismo si se le daba el tiempo suficiente.
Milagrosamente, Erica había sobrevivido. Cuando quedó inconsciente, sentí que mi corazón dejaba de latir. Vivía y respiraba, pero existí sólo en el borde de la supervivencia hasta que los médicos me prometieron que iba a ponerse bien. Y en aquel momento, en la habitación del hospital, cuando abrió los ojos de nuevo, el calor me inundó otra vez el corazón. Una nueva calidez me llenó las venas, y el mundo se convirtió en un lugar en el que podría vivir de nuevo. Ella estaba conmigo. A salvo, conmigo, mía. Pero ya nunca sería lo mismo.
En ese momento no sabía qué otra cosa podría perderse. Abrí los ojos. Abrí las manos, que había tenido cerradas con fuerza, y traté de no pensar en lo que sus heridas nos podían negar.
Cerré el portátil de golpe y me incliné hacia delante, a la vez que me llevaba las manos a la cabeza y me mesaba los cabellos. Joder, cinco minutos en Internet y ya se me había ido la cabeza, perdido en un mar de pensamientos fúnebres. Me llenó el resentimiento de lo que habíamos perdido y el persistente temor a lo que todavía teníamos que enfrentarnos.
Un segundo más tarde, los pasos silenciosos de Erica sonaron sobre el frío suelo de mármol de nuestro bungaló. Me volví hacia el sonido. La luz de la luna proporcionaba la claridad suficiente como para ver el contorno de su cuerpo en la oscuridad.
—Hola.
Se detuvo a mi lado, y su mirada interrogante se posó sobre el ordenador portátil que tenía delante de mí.
—¿Qué haces levantada? —le pregunté.
—Pensé que no ibas a trabajar hasta que volviéramos.
—No estaba trabajando. —La tomé de la mano y le acaricié los nudillos con el pulgar—. Te lo prometo.
Noté la tibieza de su piel, casi caliente al tacto. No era sorprendente en el clima templado de las Maldivas, pero no di por sentado que ése fuera el motivo.
—¿Estás bien?
Ella respondió con un silencioso gesto de asentimiento.
—¿Otro sueño?
—Estoy bien —murmuró.
La forma en que bajó la voz me hizo pensar. La tensión se me enroscó de nuevo en las entrañas, donde albergaba enraizado el resentimiento contra las personas que le habían arrebatado la paz de muchas de sus noches. Quise instintivamente tirar de ella hacia mí, salvarla de esos demonios. Sin embargo, a pesar de que los terrores nocturnos se habían desvanecido considerablemente a lo largo de las semanas anteriores, todavía podía confundirme con el peor de ellos. Antes de que pudiera preguntarle nada, se apartó, rompiendo nuestra conexión.
—Voy a nadar un poco. Vuelvo enseguida.
Mientras se alejaba, se quitó la amplia camiseta que se le pegaba en algunos puntos de su torso húmedo. Se detuvo en el borde de la piscina infinita que parecía fundirse desde nuestro espacio con el océano que se extendía sin fin más allá. Dejó caer las bragas al suelo. La tenue luz de la luna resaltó las curvas de su cuerpo. El cabello ondulado y rubio que le llegaba hasta la mitad de la espalda se quedó flotando mientras descendía por el agua antes de sumergirse por completo y desaparecer de la vista.
Una oleada de lujuria me recorrió el cuerpo, pero algo mucho más profundo se apoderó de mi corazón.
Me levanté y la seguí hasta quedar en el borde de la piscina. Se puso de pie en el centro del agua, con el pelo echado hacia atrás y los pechos apenas cubiertos por el agua poco profunda. Ansié tocarla, cada centímetro de su espléndida figura. La había poseído en numerosas ocasiones, pero, por alguna razón, nunca era suficiente para saciar el ansia que sentía todos los días por ella.
—¿Te importa si me baño también?
Apenas fui capaz de ocultar en mi tono de voz la sugerencia de que en realidad quería más de lo que estaba pidiendo.
Ella sonrió.
—Por supuesto que no.
Me desnudé y entré en el agua, que estaba justo lo suficientemente fría como para ser refrescante. Caminé hacia ella y me detuve antes de que nos tocáramos. Estábamos a pocos centímetros de distancia. La deseaba con desesperación. Quería arrastrarla hasta ponerla pegada a mí y demostrarle exactamente cuánto. Pero esperé y contuve la impaciencia.
Después de un largo momento, alargó una mano hacia mí. Sus dedos se deslizaron suavemente subiendo por mi torso. Le tomé la mano con delicadeza y se la sostuve contra mi corazón, que palpitaba debajo de las costillas. Cada dolor agridulce, cada ráfaga de amor que sentía en él le pertenecía a ella.
Abrió un poco los labios y un solo paso eliminó la pequeña distancia entre nosotros. Incapaz de contenerme más, me pegué a ella y la deslicé contra mí. El agua se onduló a nuestro alrededor. Le subí un brazo para que me tomara del cuello y ella repitió el movimiento con el otro hasta unir las manos detrás de mi nuca, lo que nos acercó todavía más. Noté el calor que irradiaba de su cuerpo, y dejé escapar el aliento: no me había dado cuenta de que lo estaba conteniendo.
—Erica —murmuré antes de atrapar sus labios en un beso lento.
Mi esposa. La belleza de veintidós años de edad que se había apoderado de mi vida y que había hecho que todo lo demás se desvaneciera en el fondo. Yo quería darle todo, y si no podía, tenía que darle lo suficiente como para compensar lo que todos los demás le habían quitado.
Lo había jurado, una promesa silenciosa que hice cuando le puse el anillo en el dedo y la hice mía para siempre. Yo quería darle el consuelo que yo sólo encontraba cuando hacíamos el amor.
Cada momento significaba más que el anterior.
Todos mis pensamientos giraron alrededor del enloquecido amor que sentía por ella, canalizados hacia la suave fusión de nuestras bocas. Ella soltó un gemido y me mordisqueó el labio, lo que envió una oleada de sangre hacia mi entrepierna. Me retiré un poco para recuperar el aliento, pero me atrajo de nuevo hacia ella. Gruñí y me apreté contra ella con firmeza. La quería ya, en ese mismo lugar. Pero algo me detuvo.
Le acaricié la mejilla y la miré a los ojos, nublados en ese momento por el deseo. Busqué una respuesta a una pregunta que todavía no había sido capaz de hacerle. No quería ver el dolor allí, en las profundidades de color azul pálido que hacían juego con el océano que nos rodeaba.
Una pequeña mueca de dolor me arrugó la frente.
—¿Qué pasa?
—Mi hermosa esposa… —Le pasé el pulgar por los labios—. Quiero hacerte una pregunta, y quiero que me digas la verdad.
—Dime.
—Erica… —Me callé un momento, porque las palabras se me atascaron durante unos segundos en la garganta—. ¿De verdad quieres tener un hijo?
Se quedó inmóvil y trató de bajar la mirada, pero no se lo permití. La agarré con firmeza de la barbilla y levanté su mirada hacia la mía.
—Dímelo —le susurré—. Quiero saber si eso es lo que realmente quieres.
Ella tragó saliva y bajó las manos hasta mi pecho.
—Quiero compartir todas las experiencias posibles contigo, Blake.
—Yo también quiero eso.
—No sé si estamos listos, pero…
—Pero… ¿qué? —le pregunté procurando mantener la voz firme y objetiva. No quería que supiera que el corazón me tronaba por la impaciencia ante su confesión.
Inspiró profundamente.
—Tengo miedo de que si esperamos… nunca lleguemos a tener una oportunidad. —Se mordisqueó el labio—. Es muy pronto. Tal vez demasiado pronto. No sé si es algo que quieras en este momento. Y además… No quiero decepcionarte.
Le agarré la mano y se la apreté con suavidad.
—Eso es imposible. Lo sabes muy bien, ¿verdad?
Me miró un instante a los ojos, con un atisbo de sonrisa en sus labios.
Mientras tanto, un centenar de pensamientos inconexos me recorrieron la mente a toda velocidad. Durante muchos años, había reducido mi visión del mundo al trabajo. Luego, mi relación con Erica cambió la forma en la que lo veía todo. Ampliar esa visión todavía más para dar cabida a la posibilidad de ser padre era algo nuevo. No era desagradable, pero sí inquietante a su propia manera. La cuestión de tener hijos no era algo de lo que había tenido que preocuparme hasta que las circunstancias pusieron en peligro esa posibilidad. Entonces, de repente, la respuesta contundente en mi cabeza fue «¡Sí!» Quería darle un bebé a Erica. Quería verla crecer y ponerse redonda con nuestro hijo dentro. Quería esa experiencia, a pesar de lo emocionante y aterradora que parecía.
Todo era incierto ya. Cuándo, cómo, si… Lo peor de todo era que gran parte de todo aquello estaba más allá de mi control.
Era capaz de abrirme camino en algunos de los sistemas informáticos más sofisticados del mundo, pero no tenía ningún control sobre la ciencia de su cuerpo y el daño que había sufrido allí, y todavía no habíamos descubierto las consecuencias de todo aquello.
Si la perspectiva de tener un hijo con Erica era algo nuevo, algo que aturdía un poco, no ser capaz de garantizar que ella pudiera tener esa experiencia cambiaba por completo la situación. Tenía el dinero, la influencia y la tecnología al alcance de la mano. Había trabajado mucho para conseguir todo eso y, en muchos sentidos, daba por sentado el nivel de control sobre mi mundo que conllevaba todo aquello. Tenía a la mujer que amaba en mis brazos y, a pesar de todo, estábamos a merced del azar y del capricho de la naturaleza.
El hecho me frustraba y me envalentonaba a la vez. Haría todo lo que fuera posible para acercarnos más todavía. Contra viento y marea, resolvería cada problema, cumpliría cada deseo y satisfaría cualquier necesidad que tuviera. La abracé con un poco más de fuerza, y el fervor de mi admisión silenciosa causó estragos en mis emociones.
—Si esto es lo que quieres, es lo que yo quiero. Y estoy listo si tú crees que lo estás.
Una pequeña sonrisa se deslizó sobre sus labios.
—Nunca vamos a estar listos. Creo que sólo tenemos que estar lo suficientemente locos como para intentarlo.
La miré fijamente a los ojos.
—Créeme, lo he intentado.
Se le aceleró la respiración, y un escalofrío se abrió camino a través de mi piel. No se lo había dicho antes, pero lo había intentado con todas mis fuerzas desde que había sanado lo suficiente como para poseerla de nuevo. Erica no había vuelto a tomar la píldora, y yo había estado dentro de ella todas las noches. La había follado más profundamente y con más fuerza que nunca, con la secreta esperanza de que ello le daría lo que ambos temíamos que jamás tendríamos.
Tenernos el uno al otro sería más que suficiente. Nunca había necesitado a otra persona, sólo a ella en mi cama, en mis brazos, todos los días de nuestras vidas. Pero eso era lo que ella quería, y en el fondo, yo también lo quería. Esto sería más, mucho más de lo que realmente podía comprender en este momento.
En sus ojos brilló la esperanza, lo que ocultó la tristeza que había visto allí antes.
—¿Cómo puedes tener tanta fe, después de todo lo que hemos pasado?
Negué con la cabeza.
—No lo sé. Tengo la sensación de que si lo queremos lo suficiente, sucederá. O tal vez simplemente se trata de que no estoy acostumbrado a aceptar un no por respuesta.
Superado por todas las cosas a las que no podía encontrarle todo el sentido, la sostuve con fuerza contra mí y la besé otra vez, en esta ocasión más profundamente. La suave presión de su cuerpo era la más dulce de las torturas. El beso se volvió más ansioso, y nuestras lenguas se enredaron. Su gusto aumentó mis ganas. Sus caderas se rozaron contra mi cuerpo, y me empalmé. Quise poseerla en ese mismo momento, hundirme en lo más profundo de su ser, una y otra vez.
Se me escapó un gemido y le levanté las piernas para que me rodeara. Se aferró a mí con fuerza mientras salíamos de la piscina, yo con ella a cuestas.
Deslizó las yemas de sus dedos sobre mi cuero cabelludo y apretó los muslos con fuerza alrededor de mi cintura, con lo que se apoderó por completo de todos mis sentidos, como ya había hecho tantas otras veces. Tuve que abrir los ojos entre sus besos para encontrar el camino de vuelta a la cabaña que estaba al lado de la piscina. La acosté sobre la sábana blanca que cubría la cama, y ella tiró de mí.
ERICA
Los dedos me temblaron sobre los hombros de Blake. Por la piel y por los mechones de cabello le corrían hilillos de agua que luego caían sobre mí. Detrás de él, el cielo nocturno era una sábana sin fin de color azul oscuro. Las estrellas brillaban a través del tejido que envolvía la cabaña.
Unos momentos antes, estaba luchando por escapar de mi subconsciente, rodeada de escenas que había revivido demasiadas veces. En ese instante, estaba en los brazos de Blake, sana y completa, y la magnitud de lo que habíamos compartido unos minutos antes me había dejado sin aliento. ¿Podría ser real?
No estaba convencida de que lo que acababa de pedirme no fuera un sueño. Yo había pensado en ello, por supuesto. Cada vez que hacíamos el amor existía esa posibilidad, pero jamás me había imaginado que él también deseara un bebé, que estuviera tratando de…
Le rodeé por completo enredando nuestras extremidades al mismo tiempo que una oleada de ansia me recorría por completo. Tomó mi boca entre gemidos. Noté el amor de nuestro beso, dulce en la lengua mientras me atormentaba con pequeños lametones deliciosos. Su cuerpo se mantuvo firme contra el mío, con cada músculo flexionado y tenso mientras nos movíamos el uno contra el otro. ¿Habría existido otro momento en el que lo amara más que en ese preciso instante? No fui capaz de recordarlo. Noté que el corazón se me hinchaba contra las paredes del pecho e inundaba mis venas con un poderoso chorro de emoción.
—Te quiero —le dije sin aliento cuando nos separamos—. Dios, te deseo tanto en este momento.
Me dejó un rastro de besos a lo largo de la mandíbula, del cuello, hasta llegar al punto tierno debajo de la oreja. Me lo chupó y mordisqueó, lo que envió una oleada de escalofríos por toda mi piel.
—Erica —susurró contra mi cuello—. Quiero darte un bebé esta noche.
Aquella dulce afirmación me dejó sin respiración y sin las palabras que quería decir a continuación. Mis dudas. Mis miedos. Los había eliminado por completo. Había hecho que parecieran pequeños y sin importancia ante lo que él quería, lo que los dos queríamos.
—Yo también lo quiero —le respondí en voz baja.
Me acarició la mejilla con una mano todavía húmeda y me inmovilizó con su mirada. La luz de la luna brillaba en las gotas que le cubrían la piel.
—Sé que tienes miedo.
No quería admitir todos esos pensamientos no expresados, pero tenía razón. Sólo asentí, sin querer verbalizarlos. No esa noche.
—Yo también. Si vamos a intentar… si realmente vamos a hacer esto, tengo que verlo en tus ojos. Cuando te haga el amor, necesito que lo creas.
—Quiero esto, Blake. —Me tembló la voz, y mi corazón se encogió por la emoción—. Hazme el amor… Por favor.
Le pasé las manos sobre los duros músculos de su pecho y sus abdominales tensos. Su erección palpitaba contra mí, caliente y exigente. La agarré y le acaricié la carne suave hasta la punta. Siseó entre dientes y se deslizó entre las yemas de los dedos con un empuje lento.
Estaba ya muy húmeda, cosa evidente cuando se movió para deslizar su erección entre mis pliegues. Blake repitió el movimiento, lo que me provocó sacudidas de placer sobre el clítoris hasta que ya no pude soportarlo más. Giré las caderas con la esperanza de que el movimiento lo guiara dentro de mí. Se agarró la erección y jugó con la punta contra mi abertura. Me mordí los labios para ahogar un gemido de frustración. A él le gustaba hacerme sufrir. Luego se centró en el lugar íntimo donde nos uníamos y entró en mí presionando lentamente.
—Dios, qué hermosa eres.
Me agarró de una rodilla para mantenerme bien abierta mientras empujaba. Jadeé en busca de aire. La sensación de que me llenaba, de mi cuerpo que se abría bajo el suyo, me derretía cada vez que lo hacíamos. Le hinqué las uñas en el antebrazo, en una súplica silenciosa para que me reclamara más profundamente.
—Ver mi polla deslizarse dentro de ti… casi es demasiado. Me dan ganas de perder el control cada vez que lo contemplo.
Me arqueé contra él.
—Te quiero muy dentro de mí.
Me acarició los pechos con las manos, gimió y me cubrió el cuerpo con el calor de su propio cuerpo. El vello de su pecho me cosquilleó en los pezones, que estaban duros e hipersensibles. Me dio un beso a la vez que empujaba profundamente, y luego me ofreció exactamente lo que le había pedido, como lo había hecho todas las noches desde que me había convertido en su esposa.
Nunca había sentido que todo era tan perfecto como debía ser.
Hundí la cabeza en las almohadas que tenía detrás y tiré de él hacia mí. Quería que estuviéramos todo lo cerca que fuera posible. No se oyó nada más que el sonido de las olas y el de mis gritos mientras me hacía el amor. Cerré los ojos con fuerza, esperando a que la oleada de sensaciones se apoderara de mí.
—Erica… Mírame.
Abrí los ojos y la cara del único hombre que había amado llenó mi campo de visión. Abrió los labios en una respiración entrecortada. Cada músculo se flexionó por el esfuerzo. La visión era embriagadora… hermosa.
Éramos demasiado humanos, con el vasto océano que nos rodeaba y la pequeña isla en la que habitábamos. Dos pequeños corazones palpitantes en el mundo y, sin embargo, lo que buscábamos nos parecía enorme. Lo que queríamos y lo que se podría crear entre nosotros, una chispa de vida, tan pequeña y frágil, era demasiado difícil de comprender plenamente. El corazón me palpitó con fuerza en el pecho con el peso de lo que estábamos tratando de hacer.
Una tremenda energía irradió entre nosotros, aumentada cuando él cerró una mano con fuerza sobre mi cadera y con la otra agarró de forma posesiva una de las mías. Su mirada me mantuvo inmovilizada, demasiado intensa como para romper la conexión, aunque me estaba deshaciendo cada vez más con cada segundo que pasaba. Poseída por su poderosa mirada y la feroz forma en la que me tomaba, me aferré a él de todos los modos que pude. Como un hilo cada vez más tenso, mi cuerpo se dirigió hacia la liberación.
—No hay nada a lo que haya querido más que a ti. No hay nada en toda mi vida que me haya poseído como lo haces tú —me dijo.
—Soy tuya.
—Para siempre —me contestó con voz ronca y me besó con fuerza suficiente como para hacerme un moratón en los labios. Me rodeó las caderas con un brazo para aprovechar su peso y cambiar el ángulo de sus embestidas.
—¡Blake!
Su nombre fue una súplica en mis labios, una especie de alabanza desesperada por el modo tan perfecto que lo sentía dentro de mí.
Su expresión se debilitó. Una vulnerabilidad casi dolorosa le recorrió sus magníficos rasgos cuando nos acercó al cielo que encontrábamos el uno en el otro.
—Ahora, cielo. Déjate ir. Suéltate, sólo para mí.
Y de repente, el hilo se rompió. Estaba increíblemente dentro. En mi corazón. En mi cuerpo. Con los labios chocando, con la piel en llamas, con los cuerpos convertidos en uno solo, nos corrimos juntos. Juntos nos desplomamos en ese lugar perfecto y aterrizamos con seguridad en los brazos del otro. La sensación me recorrió y vibró entre nosotros hasta que los dos nos quedamos quietos.
Permanecimos tumbados y enredados el uno en el otro, con el aire que nos rodeaba perfectamente tibio. El rumor de las olas contra la orilla fue el único sonido aparte de nuestros jadeos.
Blake cerró los ojos y exhaló profundamente.
—Dios, cómo te amo.
Suspiré y me entregué por completo a la cálida comodidad ingrávida de estar en sus brazos. Paseé los dedos sobre su piel, sobre sus anchos hombros, mientras recordaba lo que acaba de ocurrir entre nosotros.
Esa noche había sido diferente. Esa noche habíamos compartido algo que no podía nombrar. La esperanza, o tal vez la fe. Alargamos la mano en busca de un sueño que sólo podríamos lograr juntos, y creímos que, de alguna manera, podría hacerse realidad.
Una oleada de emociones me golpeó, tal vez con más fuerza de lo que normalmente lo haría en aquel estado poscoital vulnerable. Cerré los ojos para calmar el escozor que sentía detrás de los párpados. Inspiré profundamente y reduje mis caricias.
—Debería ir a lavarme —dije rápidamente, con la esperanza de tener un par de minutos para reponerme. No quería arruinar ese momento con mis lágrimas.
—No —me respondió él, con su cuerpo todavía acomodado encima de mí, dentro de mí—. Tenemos que dejar que mis pequeños chicos hagan su trabajo ahí dentro. Quédate quieta un rato.
Me reí en voz baja mientras trataba de no pensar en la posibilidad de que se tratara de una causa perdida. Le aparté el pelo de la cara. Sus preciosos ojos brillaron bajo la luna.
Meneé la cabeza.
—Estás decidido, ¿verdad?
Sonrió mientras me besaba tiernamente y entrelazó nuestros dedos.
—Erica, no tienes ni idea.
—Ah, pues yo creo que sí.
Me arqueé contra él, muy consciente de lo decidido que podía llegar a ser. Tan decidido que, desde que lo había conocido, mis noches eran largas, y las mañanas siempre llegaban demasiado pronto.
Soltó un pequeño gemido y su mirada se oscureció de nuevo.
—Me la estás poniendo dura otra vez.
Arrastré los dedos de los pies por sus pantorrillas hasta que mis talones tocaron la parte posterior de sus fuertes muslos. Levanté las caderas y lo metí otra vez dentro de mí totalmente. Su erección no había bajado en absoluto desde que se había corrido. Respondió a mi movimiento con un pequeño empujón por su parte, una clara demostración de su deseo persistente. Me apreté a su alrededor y disfruté de la deliciosa fricción que acababa de probar hacía tan poco.
—Pues vamos a intentarlo de nuevo —murmuré.