Capítulo I
LAS BASES DEL UTILITARISMO
El utilitarismo aparece en el siglo xix británico con Jeremy Bentham (1748-1832) y con John Stuart Mill (1806-1873), pero
el propio Bentham reconocía que el principio básico de su filosofía provenía de los
ilustrados Claude-Hadrien Helvetius, filósofo (1715-1771), y Cesare Beccaria, jurista
(1738-1794). Para Helvetius, «el interés personal es en cada sociedad el único apreciador
del mérito de las cosas y de las personas», y para Beccaria, el criterio de las leyes
«dictadas por un observador imparcial de la naturaleza humana» tendría que ser «el
máximo de felicidad posible repartida entre el mayor número». De hecho, toda la teoría
utilitaria no hace mucho más que profundizar en el significado y las implicaciones
de estos dos puntos.
Armado con un realismo elemental, el utilitarismo ha venido a ser un tipo de «filosofía-cojonera»
que sintetiza una concepción de los humanos que sus adversarios tildan de francamente
miserabilista y casi caricaturesca. Desde un reduccionismo exagerado o, como diría
Ayer, «fundado en una psicología errónea», los utilitaristas asumen como guía de la
acción dos criterios básicos: la utilidad y la búsqueda de la felicidad, a pesar de
que quizás sus axiomas solo sirvan «para un número limitado de consecuencias de nuestras
acciones; justo es decir, las razonablemente previsibles».
Parece difícil construir una buena teoría –es decir, una teoría capaz de explicar
la complejidad de la vida y de las motivaciones de los humanos– a partir de tan pocos
elementos, y aun así, para escándalo de las mentalidades más piadosas, el utilitarismo
lo logró. O esto es al menos lo que intentaré demostrar.
1. Los tres grandes obstáculos
Pero aceptémoslo desde el principio: ¡es difícil llegar a ser utilitarista! Cuesta,
y mucho, porque significa abdicar de tres intuiciones que tenemos muy íntimamente
asumidas y que en cierto modo nos constituyen. Por un lado, el utilitarismo no aspira
a lo sublime: le parece un autoengaño peligroso, un producto de la subjetividad más
arbolada y, a veces, incluso un esteticismo delirante. Esto no significa que un utilitarista
no pueda tener conductas particulares, incluso heroicas, pero no las justifica con
los razonamientos platonizantes más habituales en la tradición de nuestra cultura
occidental.
Por otro lado, el utilitarismo se niega por sistema a emplear un vocabulario como
el de la filosofía tradicional, lleno de palabras altisonantes que no significan nada,
y, en consecuencia, rechaza cualquier uso de la filosofía como consolación espiritual.
El utilitarismo tiende a emplear la filosofía para disolver, más que para resolver,
los problemas de los humanos, mostrando que a menudo el origen de nuestras angustias
reside simplemente en un mal uso del lenguaje o en una mala formulación de los problemas.
Y finalmente, el utilitarismo se siente muy a gusto en la provisionalidad, que en
general resulta una situación profundamente desagradable, por razones incluso darwinianas,
para la mayoría de los humanos.
Tenía bastante razón el hegeliano y calvinista inglés Thomas Carlyle, buen amigo de
Mill, cuando decía que «el utilitarismo de máquina de carbón –¡y resulta significativo
cómo capta la vinculación entre ambos elementos!– es un camino hacia una nueva fe»,
porque late en él una profunda vocación de cambio y se plantea como una filosofía
al servicio de una «ingeniería social» transformadora nacida al amparo de la tecnología
triunfante. Por eso el utilitarismo resulta significativo también en economía, en
sociología y en filosofía política. Pero, sobre todo, es una teoría para el bienestar
que quiere estar atenta al espíritu de los (de sus) tiempos modernos.
2. El espíritu de la época
En 1831, John Stuart Mill, en el primero de cinco artículos suyos sobre el tema de
«El espíritu de la época» publicados en el Examiner, observaba que «“espíritu de la época” es en cierta medida una expresión nueva. No
me da la impresión de que se encuentre en ninguna obra que tenga más de cincuenta
años de antigüedad. Los filósofos ya habían concebido la idea de comparar la propia
época con épocas anteriores, o con su noción de lo que esperaban de épocas por venir,
pero nunca había sido la idea dominante de ningún periodo», y acababa diciendo que
«es una idea que pertenece esencialmente a una época de cambio». Solo en esta perspectiva
se puede entender su falta de respeto por los valores de la tradición heredada y su
concepción de la filosofía como herramienta de cambio o de «ingeniería social» en
la época de la razón tecnológica triunfante.
Es difícil proponer el utilitarismo como opción intelectual a alguien que busque ideales
perennes, consolaciones espirituales o respuestas definitivas a los retos humanos.
En un mundo como el actual, en el que la idea de progreso se pone cada vez más en
entredicho, por la propia presión de la técnica contra el medio natural, por la sobrepoblación
y por el miedo al colapso ambiental, el utilitarismo fácilmente puede pasar por demasiado
ingenuo, por demasiado cínico o por demasiado encaprichado en mantener viejas banderas
ilustradas (la razón, el progreso, la crítica) más adecuadas al periodo victoriano
de la Inglaterra del siglo xix que a nuestra época de miedos ecológicos. Pero guste o no, ¡algo debe tener la utilidad
cuando nadie quiere ser inútil!
Hace unos cuantos años, Josep Maria Colomer (politólogo y profesor) observó, en la
que fue la primera gran introducción sintética al utilitarismo en el Estado español,
que «El cóctel del utilitarismo viene a estar compuesto por un fondo de escepticismo
en materia de metafísica y religión, una base de economía política, unos cubitos de
lógica y un chorro de democracia». El cóctel ha funcionado: es indudable el éxito
social de una filosofía reformista y triplemente escéptica, que descree de la justicia
y habla más bien sobre «imparcialidad», que descree de la felicidad abstracta para
identificarla con un «bienestar» medible y que descree de las abstracciones para reivindicar
el más estricto «cálculo».
Todo el mundo habla mal del utilitarismo, pero todo el mundo lo practica. Incluso
los más terribles entre sus críticos le reconocen voluntad descriptiva aunque le nieguen
capacidad prescriptiva. Sin sus aportaciones jamás no hubiera existido un Estado del
bienestar, ni se hubiera reconocido la importancia de las masas en la historia, ni
se hubiera introducido la conciencia de la fragilidad de las «grandes palabras» en
la vida cotidiana.
Que utilitarismo sea, como a menudo se dice, la filosofía pública del capitalismo
triunfante y del escepticismo generalizado, puede ser subjetivamente considerado como
un síntoma de pérdida de valores. Pero entonces habría que justificar por qué extraños
criterios una filosofía del «desencanto» del mundo tiene que merecer menos atención
que otras filosofías basadas en abstracciones injustificadas que, como se ha visto
en la historia de los totalitarismos en el siglo pasado, acaban en la pobreza económica
y en la insensibilidad moral ante el dolor ajeno.
3. Una realidad que no es perfecta
Asumir que no somos dioses, sino seres calculadores e interesados, puede acabar resultando,
aunque nos pese, la mejor manera de aceptar que estamos hechos de sustancia humana
(territorial, agresiva, comunitaria), para llegar de este modo a un pacto «de mínimos»
partiendo sin idealizaciones del reconocimiento de nuestra realidad.
El utilitarismo nos habla de una realidad quizás no tan perfecta como la que nos mereceríamos
pero en todo caso profundamente humana y terrenal. El utilitarismo defiende pasiones
frías en un ámbito –el de las ideas– en el que triunfa más fácilmente el todo o nada
conceptual que la respuesta sensata o prudencial. De hecho, es una teoría restrictiva,
en el sentido de que reduce la complejidad humana a unos pocos elementos medibles
–y quizás a los que menos nos favorecen–.
A veces «ser como Dios» resulta una tentación muy filosófica, pero el utilitarista
no puede dejar de considerar, con una pizca de ironía, que nuestra vida sería más
sencilla de guiar si aceptáramos que –quizás– somos más bien «como máquinas» y aprendiéramos
a calcular.
4. Por un mundo menos sentimental
Una limitación del utilitarismo, en definitiva, la reconoció y asumió John Stuart
Mill cuando en su artículo Bentham (1832) se lamentaba de que el fundador de la teoría considerara precisamente la sociedad
como una máquina dejando de lado el poder transformador de las pasiones. Pero pertenece
al propio núcleo de la antropología utilitarista considerar a los humanos como seres
que «calculan» –o, dicho en su propio vocabulario, «maximizan»– en vez de emocionarse
o de someterse a pintorescos ideales históricos.
En definitiva, es casi un tópico afirmar que la teoría utilitaria reduce la complejidad
de la acción humana a una técnica de la gestión. Pero quizás este reduccionismo es
el precio que hay que pagar, en términos pasionales, para evitar una guerra de todos
contra todos.
Según el tópico, parece que el cálculo utilitarista ofrece demasiado poco (una tremenda
sensación de provisionalidad y de instrumentalismo en las decisiones) y presupone
demasiado (una naturaleza humana exclusivamente calculadora, egoísta y racional).
Pero en las propias limitaciones de la teoría hay una de las razones que explican
por qué ha resultado tan eficaz e, incluso, tan «adictiva».
El utilitarismo es, al fin y al cabo, la única filosofía que de entrada reconoce sus
propias insuficiencias en un mundo, el de las ideas, en el que todo parece derivar
de notas al margen de Platón (por cierto, ¡un autor a menudo detestado por los utilitaristas!),
de revelaciones más o menos arcanas sobre el sentido último de la historia (Hegel,
Marx), o de moralismos extraños que se manifiestan contrarios a la felicidad del instante
fugaz (Kant).
Contra todas estas teorías, muy diferentes pero unidas por su concepción de los humanos
como seres destinados a vivir un mundo sublime, lo mejor del utilitarismo, aparte
de su innegable defensa del presente como único ámbito posible de la acción, es su
notable incapacidad para proponernos algo que no pueda ser racionalmente justificado
de una manera realista y su también obvia incapacidad para envolvernos en alguna utopía
que pretenda redimirnos de nosotros mismos.
Hay algo de excesivo en la suposición de que solo los mecanismos del interés, del
bienestar, de la seguridad y del cálculo resultan suficientes para explicar todo aquello
a lo que aspiramos. Daría miedo suponer que los humanos sean tan zafios desde el punto
de vista emocional como los presenta una versión empobrecida del utilitarismo (que,
por cierto, es un tópico: incluso para Bentham, ¡solo la simpatía es la forma inteligente
del egoísmo!), pero todavía resulta más siniestro creer que el hombre se define por
aquello que ni es ni desgraciadamente jamás será, dada su estructura emocional y evolutiva.
El utilitarismo siempre ha sido poco capaz de enamorarse de sus propias hipótesis
y bastante tolerante con las debilidades humanas, a las que propone contemplar con
la distancia propia de un «espectador imparcial». Considerarnos a todos máquinas racionales
y seres calculadores parece a priori muy poco atractivo; pero, en todo caso, da mejor resultado que tenernos por bestias
agresivas incapaces de autocontrol (Nietzsche) o por ángeles fracasados que necesitan
redimirse mediante la acción moral (cristianos y kantianos).
A buen seguro que no hay en la realidad personas tan flemáticas ni gentlemen tan imparciales como los que imagina el utilitarismo en funciones de regulador moral,
pero a veces leyendo el periódico a todos nos acaba pareciendo que algo más de cálculo
utilitario y algo menos de pasión romántica o de fundamentalismo harían el mundo menos
sublime, pero bastante más habitable.
En tiempo de predicadores de la verdad absoluta, resulta extrañamente tranquilizadora
la propia naturaleza elemental de las convicciones utilitaristas. Incluso nos puede
llegar a parecer revolucionaria su denuncia de todo intento de hacer pasar por dogmas
de fe las vaguedades conceptuales y las palabras mal definidas y su opción por un
mecanismo de mínimos, objetivable, como el cálculo.
5. Una teoría de mínimos
Significativamente, el utilitarismo es el sustrato ideológico del Estado del bienestar,
que ha entrelazado el reformismo político liberal o socialdemócrata con el capitalismo
industrial que más éxito ha tenido objetivamente a la hora de transformar la vida
de las personas en todo el mundo. Quizás ninguna otra teoría (excepto la aventura
a menudo siniestra del marxismo-leninismo) no haya pesado tanto en la organización
de la vida cotidiana; pero sorprendentemente parece que el utilitarismo se reduzca
a una estrategia de administración del poder poco elegante, acusada de reduccionista
y limitada a una contabilidad de las acciones más propia del tendero que del sabio.
A los filósofos a menudo no les gusta el Estado del bienestar, por poco épico, pero
nadie osa decir que prefiere un «Estado del malestar». La insistencia utilitarista
en la visibilidad de la política y en la publicidad del conocimiento tiene todavía
hoy un punto de subversivo que muchas teorías de la justicia (convertidas en instrumento
de gestión burocrática de los intereses en conflicto) han acabado perdiendo irremisiblemente.
Quizás el utilitarismo sea ya, a estas alturas, la única «teoría multiusos» que queda
en el ámbito de las ciencias sociales. El utilitarismo puede ser descrito en términos
de «teoría multiusos» porque propugna que los principios que guían su reflexión tendrían
que poder aplicarse en todas partes como criterio general y, por lo tanto, permiten
huir del espléndido aislamiento tan propio de la filosofía. Y resulta de «geometría
variable» porque se siente lejos de las verdades de piedra picada.
Consciente del valor de ficciones que tienen todas las grandes palabras, tan rotundas
como finalmente insignificantes, el utilitarismo es una teoría que se propone la utilidad
como vía de acceso a una felicidad razonable, y descree de la felicidad ideal. Por
eso pretende adaptarse a las circunstancias concretas del hecho, lejos de exigir que,
como acostumbra a gustar a los filósofos, sea la realidad la que se someta a las necesidades
conceptuales.
Si una teoría resulta «de mínimos» en el sentido de reivindicar un mínimo de dogma
y un máximo de operatividad, esta es la teoría utilitarista, basada en el interés
propio como principio paradójico del universalismo moral. Que los humanos son interesados
y calculadores es un hecho; que el cálculo sea un buen o un mal instrumento solo es
una hipótesis.
El utilitarismo según Tocqueville
Alexis de Tocqueville escribió en La democracia en América (1840) unas palabras que pueden servir como introducción a los objetivos del utilitarismo:
«El interés bien entendido es una doctrina poco elevada, pero clara y segura. No busca
lograr grandes objetivos; pero alcanza sin demasiados esfuerzos todos los que se propone.
Como está al alcance de todas las inteligencias, cada cual la comprende fácilmente
y la puede retener sin dificultad. Acomodándose maravillosamente a las debilidades
de los humanos, logra fácilmente un gran éxito y no le resulta nada difícil mantenerlo
porque muestra como el interés personal se puede volver contra sí mismo y se sirve
para dirigir las pasiones del acicate con el que las excita.
La doctrina del interés bien entendido no produce grandes devociones, pero sugiere
cada día pequeños sacrificios; ella sola no sabría construir un hombre virtuoso, pero
forma una muchedumbre de ciudadanos ordenados, templados, moderados, previsores, amos
de sí mismos; y si no conduce directamente a la virtud por la voluntad, se le acerca
insensiblemente por las costumbres...
No tengo miedo a decir que la doctrina del interés bien entendido me parece, entre
todas las teorías filosóficas, la más apropiada a las necesidades de los hombres de
nuestro tiempo.»
6. Hacer útiles las pasiones
El interés personal no se identifica necesariamente con la vulgar justificación de
nuestras bajas pasiones más tristes, del mismo modo que reconocer la miseria humana
no quiere decir asumirla o aceptarla. Cualquier lector del texto de Tocqueville se
habrá sorprendido, seguramente, por una frase bastante enigmática: ¿qué quiere decir
que «el interés personal se puede volver contra sí mismo»? En esta frase se encuentra
uno de los secretos más obvios de la incomprensión del utilitarismo en filosofía y
quizás sea esta la cuestión que justifica la necesidad de un análisis filosófico del
utilitarismo que vaya más allá de la psicología del egoísmo racional.
La gran paradoja del utilitarismo es que, finalmente, no justifica el egoísmo racional
sino en la medida en que la utilidad individual puede construir un sentido de la justicia
y de la utilidad públicas, sin necesidad de hacer referencia a principios abstractos
e injustificables en un análisis del lenguaje.
El utilitarismo ha tenido el mérito de convertir el bienestar «del mayor número»,
y no el del solo individuo o el de las minorías, en la norma de la moral y de la legislación
de las sociedades democráticas, y ha mostrado como la búsqueda del bienestar general,
y no la sumisión a principios abstractos, es la herramienta que permite el progreso
común.
Un utilitarista no confunde la utilidad con «tener más», sino que incluye un elemento
cualitativo en el cálculo y sabe –como lo sabe también la experiencia cotidiana– que
tener «más cosas» no necesariamente tiene que ser más útil que tener menos. Del mismo
modo que un lector de estas páginas sabe también intuitivamente que poseer unos cuántos
jerséis puede ser útil pero que, pasada una cierta cantidad, acumular jerséis significaría
solo un problema en el armario y no una solución para ir correctamente vestido.
Como ilustrados, los utilitaristas pueden ser cualquier cosa excepto ingenuos, y si
–parafraseando a Rousseau– «pintan a los hombres tal como son y las leyes tal como
tendrían que ser» es porque consideran que su objetivo, claramente político, que es
«la armonización artificial de intereses» y el establecimiento de una moral por acuerdo,
solo resulta posible si empezamos por no idealizar la acción humana.
Su objetivo no es penetrar en la conciencia personal de nadie, que al fin y al cabo
resulta un lugar a menudo desconocido incluso para el propio agente, sino poner las
condiciones de aquello que Beccaria denominaba la «felicidad pública». Por eso hay
que suponer, haciendo un tipo de experimento mental, que nos las hemos con unos individuos
que se mueven por la investigación de la felicidad personal, por el self-love, más que por una razón que ya los empiristas y Hume habían considerado básicamente
«esclava de las pasiones».
Solo a partir de esta hipótesis, que no sería la del mejor de los mundos posibles,
sino más bien la de esperar de los humanos lo peor que podamos esperar, resultaría
posible construir hombres «virtuosos», justo es decir previsibles y racionales en
sus elecciones. El famoso cálculo utilitarista –o «cálculo felicífico», para decirlo
en su propio vocabulario, por cierto bastante forzado– permitiría en definitiva encontrar
una medida homogénea en la diversidad de las motivaciones humanas. El utilitarista,
en consecuencia, «no diría que la virtud es bella, sino que lo prueba cada día» (Tocqueville).
Intentaremos explicar cómo lo hace.