Capítulo I
CONCEPTOS BÁSICOS
1. Ver y oír
La música es un lenguaje artístico asignificante e inexpresivo por sí solo. Pero,
paradójicamente, y a pesar de no significar ni expresar nada por sí mismo, actúa como
mediador de las emociones y las voluntades expresivas del compositor. Como lenguaje,
es comunicativo y, por su capacidad de alterar o generar emociones, es también –si
se nos permite el neologismo– «comunica(c)tivo» porque actúa sobre la psique humana,
calmándola o alterándola positiva o negativamente. Huelga decir que la música necesita
como mínimo un receptor que capte, entienda e interprete aquellas emociones y que
la (cor)responda, emocionándose, a menudo quizás de manera expresiva e incluso mediante
el gesto (la danza).
A principios del siglo XX, los medios de reproductibilidad técnica de que hablaba el filósofo Walter Benjamin
permitieron fusionar arte e industria. La fonografía va a posibilitar la perpetuación
de sonidos que antiguamente se perdían para siempre, y lo hizo con perspectivas de
una evolución que va desde los primitivos soportes (los cilindros de cera) hasta los
actuales métodos digitales de grabación sonora. Por su parte, gracias a la fotografía
se había podido cumplir un sueño ya planteado en obras de un pasado que nos remontaría
por ejemplo a los jeroglíficos egipcios o a la Columna Trajana: que la imagen se moviera.
O mejor dicho, que captáramos la ilusión de movimiento. Porque el cine no es más que
una ilusión, una mentira, que nos hace creer que las imágenes se mueven, cuando todos
sabemos que son la sucesión de una tras otra y que, dispuestas de acuerdo conuna cadencia
rítmica determinada (una cantidad de imágenes vistas por segundo) nos provocan el
efecto ilusorio del movimiento, el cinetismo.
El cine primitivo no permitía que hubiera una banda sonora; es decir que la imagen
fuera sincronizada con palabras, sonidos ambientales o músicas a través de una banda
impresionada pegada a la película, al soporte visual. No sería hasta algo más de treinta
años después del nacimiento «oficial» del cine (1895) cuando este sería llamado sonoro.
Aun así, y como se verá más adelante, este es un concepto engañoso porque el cine
siempre ha sido sonoro. Desde sus inicios, las películas se acompañaban de música
interpretada en directo o reproducida con medios fonográficos. Por eso la imagen «audiovisualizada»,
siempre ha buscado la interacción o la complementariedad entre lo que se percibe con
la vista y lo percibido por el oído.
Ahora bien, las últimas tendencias artísticas, la tecnología y la misma evolución
de la mirada, que han derivado en la actual «videoesfera», han dado preferencia a
la imagen por encima de todo. No deja de ser sintomático, en este sentido, que cuando
nos ponemos delante del televisor, o cuando vamos al cine, hablemos de «ver» un programa,
una película. Centrémonos en el cine: desde siempre, ha existido la vinculación entre
la imagen y la música. Entonces, ¿por qué no decimos, cuando entramos en una sala
cinematográfica, que vamos a ver y oír una película? Al fin y al cabo, y desde sus
orígenes, el cine siempre ha sido, además de un arte visual, un arte sonoro, y eso
quiere decir que su percepción implica lo que Michel Chion llama una «audiovisión».
2. Tres elementos
Llegados a este punto, es importante establecer las diferencias que hay entre conceptos
que, queriendo ser sinónimos, pueden no tener ningún significado común. Actualmente,
es fácil y rápido adquirir en soporte digital las películas que nos gustan. Eso implica
poseer un todo. Pero siempre hay quien, fiel a una «tradición» que remite al momento
en que no había posibilidad de ver las películas en formatos domésticos, compra el
disco con la música de una película que le ha gustado. Entonces, nos dirigimos a los
apartados de «bandas sonoras» de las tiendas de discos. Y hablamos de «banda sonora»
utilizando eufemísticamente el concepto aplicado tan solo a la música. En realidad,
habría que distinguir los siguientes tres elementos a la hora de hablar de la música
en el cine.
Primero, la banda sonora, formada por todos aquellos elementos que integran el sonido
de la película, que se encuentran «pegados» al soporte visual (la película entendida
como material físico y químico) y que permiten establecer una dialéctica entre lo
que Zofia Lissa distinguió en dos niveles, el visual y el auditivo:
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Visual
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Auditivo
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Imágenes
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Música
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Objetos representados
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Ruidos
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Acción fílmica
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Palabras
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Contenidos psíquicos
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Silencios
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De acuerdo con esta tabla, se demuestra la capacidad de la música de incidir en el
significado y la expresividad de las imágenes y reforzarlos. Las imágenes pueden contener
objetos, que se traducen, de forma auditiva, en ruidos (naturales o creados artificialmente);
la acción fílmica se traduce en palabras, ya estén en off o las correspondientes a los diálogos de los personajes de ficción de un relato fílmico;
por último, los contenidos psíquicos pueden recurrir al silencio para expresarse,
a pesar de que no de manera exclusiva. En todo caso, la música podrá incidir igualmente
en el resto de niveles visuales, además de hacerlo en las imágenes mismas.
Segundo, la banda sonora musical, integrada por la música que suena a lo largo de
la proyección, y que puede ser original o preexistente: música «clásica», jazz o música
de librería, que es la incluida en varios discos recopilatorios y que acostumbra a
ser utilizada en formas diversas como la publicidad o el documento; se trata de composiciones
libres de derechos y escritas sin una funcionalidad concreta, pero que se puede utilizar
para «ambientar» algunos fragmentos, sobre todo en la televisión o en publicidad,
no en el cine.
Y tercero, la música de cine, que es toda aquella música que aparece a lo largo de
una proyección cinematográfica y que se ha escrito expresa y exclusivamente para la
película.
3. Un papel alquímico
Como decíamos antes, la música en el cine es el resultado de un proceso comunica(c)tivo
que actúa en varias fases: preproducción, producción y posproducción. En la primera,
director y compositor acordarán los criterios de conveniencia de la partitura cinematográfica,
sus bases, la disposición en el interior del filme. En la segunda, el proceso de gestación,
composición y grabación, implicará igualmente la comunicación entre compositor y la
producción cinematográfica. La fase de posproducción incidirá en aspectos de montaje,
regulación y ecualización de los volúmenes entre la misma BSM (banda sonora musical)
y el resto de los elementos auditivos mencionados más arriba (ruidos, palabras, silencios).
Pero, además, la eficacia de determinada música estará condicionada por cómo la reciba
el espectador. Por eso hablamos de un proceso comunica(c)tivo, ya que la música combinada
con las imágenes puede generar un evidente proceso de acción y reacción en el espectador.
La música puede modificar el sentido o el significado de la imagen, mientras que la
imagen puede también cambiar el significado o sentido expresivo de la música en función
de la utilización que se haga de ella. Eso pasa, sobre todo, si una partitura, preexistente
a la gestación del filme, se utiliza de determinada manera para aplicarse a unas imágenes
concretas. El papel de la música, pues, es alquímico, porque transforma las emociones
del espectador en función de la mirada y de la escucha. No es extraño el eslogan con
que en una ocasión se anunció la película de animación de la Disney Fantasía (1940): «Escuche la imagen; vea la música». De eso se trata: que mediante la escucha
se transforme la mirada, mientras que la propia mirada puede contribuir a la descodificación
y reinterpretación de los signos musicales.
La música, en este sentido, transforma, condiciona e invita al espectador a un proceso
de acción y reacción. De la misma manera, la banda sonora musical puede modificar
el sentido, el significado y la expresividad de la imagen. Además, puede actuar sobre
la percepción del paso del tiempo, de manera que se establece una relación entre tiempo
y espacio. El sonido en general, y la música en particular, se mueven y perciben en
una dimensión exclusivamente temporal. Y pueden contribuir a crear ilusión de tiempo
dilatado, detenido o acelerado a lo largo de una determinada proyección que, de acuerdo
con la utilización de determinadas músicas, o de su disposición entre silencios, hará
el efecto de que la película (o una determinada secuencia) sea más lenta o más ágil.
Recordemos, por otra parte, que los signos musicales se mueven en una dimensión lingüística
asignificante e inexpresiva per se: la música ni significa ni expresa nada por sí misma, a pesar de ser hija o fruto
de la expresión y mediadora de una expresión y de una emoción, que pueden dotar de
significado a nuestro contexto y nuestra realidad. En el momento en que la música
se vincula a la imagen, puede contribuir a dar un nuevo significado y un subrayado
evidentemente expresivo, de cariz emocional: la música puede entristecer, alegrar,
dar miedo o producir risa. Claro está que eso tiene que ver con varios factores que
ayudan a vincular unos sonidos a unas imágenes y viceversa, del mismo modo que, en
Occidente, hay una predisposición anímica a vivir las emociones gracias a las tonalidades
mayores y menores.
Determinadas melodías, en tonalidad mayor, se asocian a sentimientos «positivos» (alegría,
bienestar, felicidad), mientras que las tonalidades menores acostumbran a vincularse
a sentimientos como los de tristeza, angustia, rabia, añoranza. Son vínculos artificiales,
pero que han acabado siendo convencionales. La música escrita para el cine se ha aprovechado
de estas convenciones y vínculos.
Aplicada al cine, pues, la música se convierte en un elemento subjetivo en el interior
del filme, pero que parte de la objetividad propia de un lenguaje, el musical, que
ni significa ni expresa nada por sí mismo. Por eso podemos decir que en el cine la
música puede generar también un efecto posible de distanciamiento, de contrapunto,
como lo designaron algunos teóricos como Eisenstein, Adorno o Eisler. Dicho de otra
manera, la aplicación de determinada música en el cine también puede distanciar de
una emoción concreta.
La música sirve para identificar de manera primaria y secundaria, de acuerdo con las
ideas de Christian Metz y Jean-Louis Bandry. Hablamos de una identificación primaria
cuando la música transporta directamente al espectador a determinados estados de ánimo;
es decir cuando sentimos y experimentamos, por ejemplo, una tristeza que se identifica
con la de un personaje; o, al contrario, cuando sentimos o experimentamos alegría
identificada con la de la escena; en cambio, la identificación secundaria es menos
obvia y subraya la interioridad del personaje o el trasfondo implícito de la escena.
Podría parecer una paradoja, pero esta identificación secundaria funciona incluso
cuando el compositor se plantea el reto de escribir una partitura monotemática, al
estilo de lo que hizo Bernard Herrmann en Nervios rotos (Twisted Nerve, 1968) de Roy Bouilting. Por cierto, hoy casi nadie recuerda la película de Bouilting,
pero sí su música. La cita irónica de la página de Herrmann le hizo célebre después
de que en Kill Bill: volume 1 de Quentin Tarantino (2003) se utilizara como hilo conductor de una de sus escenas
más emblemáticas.
4. Problemas de estudio
Cuando hablamos de la música en el cine, nos ceñimos no tan solo a un arte autónomo
(música) respecto de otro (cine) sino a la interacción, la imbricación y la implicación
de los dos, unidos por un concepto unitario que vincularía el llamado eufemísticamente
«séptimo arte» con la idea wagneriana de «obra de arte total». Eso quiere decir que
imagen y música interactúan, que no son independientes.
Por eso mismo, la música aplicada al cine no se puede estudiar independientemente
del soporte visual. Los estudios sobre música y cine constituyen, pues, un problema
de base, incluso desde una perspectiva metodológica.
En primer lugar, porque la música es un lenguaje con un código propio que permite
la abstracción gráfica en forma de partitura. Y pocos compositores de cine guardan
las partituras y aún menos se editan, exceptuando determinadas piezas aisladas, especialmente
canciones que aparecen en una película. La partitura en sí misma tiene, en el caso
del cine (especialmente el contemporáneo), una importancia relativa: algunas músicas
han sido gestadas por músicos aficionados, compositores diletantes (a veces los mismos
realizadores, como Clint Eastwood o Alejandro Amenábar) que han generado una banda
sonora musical sin saber música o, al menos, sin conocer los criterios más elementales
de la escritura musical.
Sin embargo la existencia de la partitura tiene una importancia relativa dado que
las últimas tecnologías posibilitan, incluso, presentar productos acabados gracias
a samplers, que permiten crear efectos y orquestaciones que, del ordenador, van a parar directamente
a la película sin la necesidad de «poner en solfa» la música, de manera que no queda
material gráfico para analizarla.
Por otro lado, el análisis a partir de la grabación fonográfica se convierte, aparte
de un error metodológico, en un riesgo innecesario: no toda la música que aparece
en una película se incluye en el disco (a menudo por cuestiones de comercialidad o
de duración) y, además, no todo lo que oímos o escuchamos en la película se percibe
de la misma manera en la sala de proyección que en una audición particular, por mucha
calidad acústica de que dispongamos. Hay que pensar, además, que la música que oímos
o escuchamos en una película, a menudo, aparece combinada con otros elementos sonoros
como el diálogo o los ruidos ambientales, lo que imposibilita una audición plena,
«limpia», del material musical. El disco lo permite, pero de manera excesivamente
aséptica.
Es importante, en este sentido, partir de la base de que el análisis de la música
cinematográfica se debe hacer conjuntamente con la película, entre otras cosas porque
aquella música (al menos la compuesta para el filme) ha sido pensada para unas imágenes
que no se pueden disociar de una partitura, de la misma manera que aquella partitura
no podrá disociarse de aquellas imágenes, excepto en el caso de que queramos jugar
a descontextualizar (opción por otra parte tan plausible como válida) una música que,
aparte de su valor estrictamente musical, tiene también valor cinematográfico.
Por eso mismo, es difícil estar de acuerdo con los conciertos (la mayoría sinfónicos)
que incluyen música escrita para el cine. Porque, aunque nos duela, haría falta plantearse
hasta qué punto la música escrita para una película es válida más allá de su uso en
pantalla. Por mi parte, dudo de esta validez, precisamente por la carga icónica que
impregna una partitura, que siempre será funcional y estará vinculada a unas imágenes.
La mera audición servirá de recurso memorialístico, evocativo, y de poca cosa más.
Aparte de que no es casual observar cómo, en la mayoría de aquellos conciertos, el
programa se basa en las piezas «genéricas» y escritas desde una cierta afuncionalidad:
por ejemplo, la música de los créditos, que pocas veces tiene que ver con aquellas
funciones (primarias y secundarias) de que hablábamos antes refiriéndonos a Metz y
Baudry.
También se ha intentado analizar la música escrita para el cine o aplicada a este
desde perspectivas semiológicas, pero no siempre se ha tenido en cuenta que hablamos
de dos «textos», el sonoro y el visual, el primero de los cuales implica no alejar
los diversos niveles auditivos reseñados más arriba a partir de la tabla propuesta
por Zofia Lissa.
Puede ser, en consecuencia, un buen enfoque analítico el estudio de las relaciones
entre la música y el cine a través de su historia, a pesar de que también podemos
quedarnos a medio camino. En todo caso, una lectura diacrónica de aquellas interrelaciones
ayudará a ver los valores que se mantienen en la dialéctica establecida entre la música
y la imagen.
En este sentido, pueden sernos útiles los estudios culturales, las teorías sobre la
recursividad y las hibridaciones, y una perspectiva siempre abierta a los cambios
y a los nuevos retos de las nuevas tecnologías, a pesar de la complejidad de los lenguajes
visual y musical y, en consecuencia, de sus relaciones.