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Abrumado por la desolación y el desamparo, salí de mi escondrijo como un perro apaleado y arrastrando los pies, me introduje en el cuarto de baño. Al verme en el espejo, me asusté: en su interior apareció un sujeto lloroso y demacrado, mucho mayor que yo.

Satisfechas mis necesidades, repté al comedor y me derrumbé en el sofá, pero al acto me levanté advirtiendo que, poco antes, había posado allí mi mujer culo en pompa para satisfacer las fantasías sexuales de su amante.

—¡Puta! —grité, turbando el silencio de la casa, roto solamente por el tictac del reloj del pasillo.

Poco a poco fui serenándome y, finalmente, incluso me felicité por llevar a término aquella niñería, sin la cual, puede que nunca hubiese descubierto los devaneos de mi mujer. «Las esposas virtuosas son como los tesoros», pensé, «están a salvo mientras nadie los busca». Y entonces recordé el consejo de aquel padre a su hijo, cuando este le anunció que se casaba: «Hijo, cada día cuando te levantes, pégale una paliza a tu mujer. Si no sabes por qué le pegas, ¡no te preocupes! Ella, sí lo sabe».

El padre tenía razón. Ya lo creo.

Temiendo que mi mujer regresara me vestí, y al volante de mi automóvil me dirigí a las afueras de la ciudad para reflexionar con calma. Ensimismado en mis pensamientos me salté un semáforo en rojo. Un conductor airado bajó la ventanilla y me gritó:

—¡¡¡Cornudooo!!!

—¡No lo sabe usted bien! ¡No lo sabe usted bien! —le contesté desde mi vehículo asintiendo seriamente con la cabeza.

En la autovía enfilé dirección Lleida y, a medida que avanzaba por la serpiente gemela, el cendal que durante años había velado mis ojos comenzó a rasgarse. Descubrí que el trabajo y la honradez son conceptos fútiles, que nadie valora, y que mi vida había sido un completo fracaso.

Mientras conducía, acudieron a mi mente las frases de mi jefe coreadas habitualmente por las risotadas de mis compañeros: «¿Por qué no me trae a su mujer de secretaria?». O bien: «¿Cría usted mofetas en su casa?».

Yo, inocente de mí, reía con los demás para no desentonar, ridiculizándome todavía más. ¡Oh Dios mío! ¡Qué ingenuo había sido!

También recordé las sonrisas furtivas de mis vecinos, las indirectas de mi barbero, las miradas compasivas de la portera.… Confirmando todos ellos el popular adagio: «El último en enterarse es el marido».

Pensé que Dios era injusto pidiendo buena fe y castigando a los ingenuos.

Absorto en aquellas reflexiones, cuando me quise dar cuenta me encontraba en Lleida, frente al Hotel Condes de Urgel.

Aparqué donde pude y entré en su cafetería. Me dirigí a los lavabos y, obedeciendo un acto maquinal, al pasar frente al espejo palpé el peine en los bolsillos para disimular mi incipiente calva. Al acto lo desestimé, considerando que era otra de mis múltiples estupideces, y, creyéndome solo, increpé a mi propia imagen.

—¡Imbécil de mierda!

Al instante surgió del retrete un hombrecillo sujetándose los pantalones creyendo que el insulto iba dirigido a él. No sabría decir quién de los dos se asustó más, si él, o yo.

Habitualmente solo tomaba limonadas y café pero, aquel día sentí necesidad de beber alcohol y pedí en la barra un cu- balibre. Lo apuré de dos tragos. El segundo me duró cinco minutos y, con el tercero, me senté a una mesa y me abismé en profundas reflexiones.

No tardaron los cubatas en revelarme lo imbécil que había sido privándome de los placeres que ofrece la vida. Y considerando que el ron tenía razón, decidí cambiar de hábitos y aprovechar los pocos años de plenitud que me quedaban.

Mi primer objetivo sería conseguir mucho dinero. Un hombre de mi edad, no obtiene nada gratis, ha de comprarlo todo: amistad, amor, afecto, saludos, respeto… Y, por supuesto, la buena vida. Tenía que robarlo y robarlo bien porque ¡tampoco era plan de dar con mis huesos en la cárcel!

A bote pronto, pensé robar al hermano de mi mujer, titular de una administración de lotería en el centro de Terrassa. En el bar de enfrente, donde solía desayunar, constantemente sacaba la cartera repleta de billetes para impresionar a las camareras. Pero enseguida lo excluí: desde que lo despojaron en su propio establecimiento era exageradamente desconfiado. El sablazo se lo dieron como sigue:

Un sábado tocaron en su administración varias series del gordo y el lunes por la mañana, a la hora de abrir, había gente esperando en la puerta.

Aferrada a la empuñadura permanecía una mujer de pinta fregonil, tocada con un pañuelo anudado al cuello y un capachote bajo el brazo. Tuvo que pedirle mi cuñado que se ladease para poder introducir la llave y, al franquearle la entrada, la pueblerina se lanzó al mostrador, arrollándole.

—¡Quieo comprá un número de lotería del ca tocao! —vociferó blandiendo un billete de doscientos euros.

Entre risas y chanzas, mi cuñado y los clientes se vieron negros para hacerle entender que los décimos sobrantes se devuelven antes del sorteo. Y que, de sobrar alguno y tocar el gordo, lógicamente se lo quedaría el dueño.

No muy convencida, la lugareña se dirigió a la salida y antes de llegar a ella regresó corriendo.

Güeno pos… deme uzté uno pa la otra tongá —volvió a proferir con un sorbetón de moquilla.

Reprimiendo la risa, mi cuñado le dio el número de lotería y los ciento noventa y cuatro euros del cambio.

Con otro sorbetón de nariz, la aldeana los metió en su capacho, y con un: «que uzté con Dió,» abandonó la administración, dejando tras ella las mofas de los presentes.

—¡Si nace más corta nace con rabo! —comentó mi cuñado, dándoselas de gracioso.

Cuando llegó la empleada y abrió el cajón descubrió que el billete de doscientos euros era falso.

Mi cuñado echó sapos y culebras por la boca maldiciendo a la timadora y, cuando fue a desayunar, comprobó que también le había robado la cartera.

Desde entonces, cuando va a la cafetería, se lleva solamente el euro con veinte que vale el cortado y por la noche duerme con el dinero y se cierra con llave.

También rumié la manera de vengarme de mi mujer. Pensé abandonarla sin un céntimo, pero no podía vender el piso sin su firma y era lo único de valor que teníamos. Por consiguiente, desestimé largarme, pero, en contrapartida, sacaría los quince mil euros que teníamos en el banco y los ingresaría en la cuenta de mi madre, la cual vivía sola en un viejo inmueble del casco antiguo atendida por una señora que, diariamente, le limpiaba la casa y le hacía la comida. Allí estarían a salvo si se precipitaba la debacle conyugal. Nunca había confiado en mi esposa, y menos ahora, sabiendo de lo que era capaz.

Tampoco cambiaría de actitud a los ojos de la gente. Nadie relaciona un robo importante con un infeliz cornudo del que todos se ríen.

Absorto en aquellas cábalas, me trasladé al comedor y por primera vez en mi vida pedí a la carta.

La suculenta comida y el espléndido reserva me hicieron ver lo imbécil que había sido privándome de aquellos placeres con el objeto de ahorrar, cuando mi mujer no dudaba en ofrecérselos a su amante en mi propia casa y costeados con mi propio dinero. Solo de pensarlo me invadió la cólera, pero logré aplacarme recordando el refrán: «La venganza es un manjar de dioses que ha de servirse frío».

Y entonces me vino a la memoria la sentencia de aquel viejo:

Un abyecto asesino fue juzgado en la plaza de la aldea. Eran tan ignominiosos sus crímenes, que el juez pidió a los aldeanos que dictasen sentencia.

—¡La horca! —gritó una viuda víctima del asesinato de su marido.

—¡Quemadlo vivo! —chilló una joven violada.

—¡Cortadle las manos! —aulló otro.

Y así fueron lloviendo condenas, cada cual más horrorosa y espeluznante.

—¡No! ¡No! Merece un castigo mucho peor por sus atrocidades —gritó un anciano abriéndose paso entre sus vecinos—. ¡Casadlo…! ¡Casarlo con una mujer…!

No iba desencaminado el viejo. Doy fe.

A las tres y media de la tarde pagué la cuenta y, medio ebrio, enfilé la salida mirando al frente para caminar en línea recta. En el exterior, en vez de girar a la izquierda lo hice a la derecha y pasé media hora buscando el coche. Cuando lo hallé, recliné el asiento y me tumbé sobre él con los ojos abiertos para no volcarme.

Oscurecía cuando me despertó el fragor de los truenos. Descendí del vehículo con dolor de cabeza y tortícolis y al poco empezó a llover, estucando de plata los cristales del coche. El agua fresca me despejó, y acompañado de una cortina de lluvia inicié el regreso a Terrassa.

Durante el trayecto no cesó de diluviar. Cercana la media noche, enfilé la calle de mi domicilio.

Estacioné en un lateral y aquejado de náuseas y dolor de cabeza, abrí la ventanilla y aspiré ávidamente el aire fresco.

Un sudor frío bajaba por mi espalda y mi estómago sufría contracciones. Maldiciendo los cubalibres, descendí y me acuclillé en la trasera del vehículo aguantando la lluvia sobre mi espalda. Cada vez me sentía peor, y viendo que no devolvía, me introduje los dedos en la boca. Durante unos minutos emití sonidos guturales, como si me ahogase y, finalmente, logré vomitar.

De pronto, la lluvia se tornó cálida en mi coronilla y al girarme, comprobé que un borracho meaba sobre mi cabeza. Al ponerme en pie me creyó un aparecido y, preso de un susto de muerte, huyó a traspiés santiguándose.

Lancé la apestosa camisa en el maletero y me tumbé en el asiento de atrás.

Dormité durante un rato y considerando a mi mujer ya en la cama, con la chaqueta a cuerpo pelado, enfilé hacia mi domicilio. Encendí la luz comunitaria de la escalera y acompañado del traqueteo del temporizador subí a mi rellano. Ausculté tras la puerta, sentí solo el reloj del pasillo y, ya resueltamente, entré. Aplaqué mi sed en la nevera, me duché, tomé dos aspirinas y quedamente me metí en la cama.

Alguien que no parecía yo, con la lengua pastosa y cubierta de sarro y los ojos como platos, pasó la noche reviviendo febrilmente las últimas veinte horas de su vida, con el extra- ño sentimiento de que aquello había ocurrido antes, en un pasado nebuloso e incierto, en un mundo que no me pertenecía.