Capítulo I
QUÉ ES LA ADOLESCENCIA
1. La definición
La adolescencia se caracteriza por ser un momento vital en el que se suceden gran
número de cambios que afectan a todos los aspectos fundamentales de una persona. Las
transformaciones tienen tanta importancia que algunos autores hablan de este período
como de un segundo nacimiento. De hecho, a lo largo de estos años, se modifica nuestra
estructura corporal, nuestros pensamientos, nuestra identidad y las relaciones que
mantenemos con la familia y la sociedad. El término latín adolescere, del que se deriva el de «adolescencia», señala este carácter de cambio: adolescere significa ‘crecer’, ‘madurar’. La adolescencia constituye así una etapa de cambios
que, como nota diferencial respeto de otros estadios, presenta el hecho de conducirnos
a la madurez.
Este período de transición entre la infancia y la edad adulta transcurre entre los
11-12 años y los 18-20 años aproximadamente. El amplio intervalo temporal que corresponde
a la adolescencia ha creado la necesidad de establecer subetapas. Así, suele hablarse
de una adolescencia temprana entre los 11-14 años; una adolescencia media, entre los
15-18 años y una adolescencia tardía o juventud, a partir de los 18 años.
Sin duda, los problemas a los que se enfrentan las personas en cada una de estas subetapas
son muy diferentes, tanto que empiezan a aparecer publicaciones que se refieren a
ellas específicamente. En concreto, la adolescencia temprana se constituye como un
momento especialmente singular, ya que tienen lugar un buen número de cambios físicos
y contextuales.
La definición anterior –etapa de transición entre infancia y edad adulta– deja de
lado un problema importante: la determinación precisa de los momentos en los que empieza
y acaba esta etapa. De hecho, aunque hemos proporcionado criterios cronológicos, estos
solo pueden utilizarse como indicativos.
La adolescencia se extiende desde el final de la infancia hasta la consecución de
la madurez, sí, ¿pero a qué categoría de madurez nos referimos? Podríamos aludir,
en primer lugar, a una madurez biológica, entendido como la culminación del desarrollo
físico y sexual. Esta madurez está relacionada con la llegada de la pubertad y, de
hecho, los cambios biológicos se utilizan como criterio de inicio de la adolescencia.
Sin embargo, pubertad y adolescencia no son conceptos sinónimos. Entendemos pubertad
como el conjunto de transformaciones físicas que conducen a la madurez sexual y, por
lo tanto, a la capacidad de reproducirse. La adolescencia incluye, además, transformaciones
psicológicas, sociales y culturales significativas.
En segundo lugar, podríamos apuntar a una madurez psicológica, caracterizada por la
reorganización de la identidad. La construcción de esta nueva identidad –que implica
un nuevo concepto de uno mismo, la autonomía emocional, el compromiso con un conjunto
de valores y la adopción de una actitud frente a la sociedad– se extiende a lo largo
de toda la adolescencia.
En tercer lugar, podríamos hablar de una madurez social vinculada al proceso de emancipación
que permite que los jóvenes accedan a la condición de adultos.
Esta madurez social –cuyos índices serían la independencia económica, la auto administración
de los recursos, la autonomía personal y la formación de un hogar propio– marcaría
el final de la adolescencia y juventud y el ingreso de pleno derecho en la categoría
de persona adulta. Hoy, si tomamos como criterio la emancipación económica y el hogar
propio, el estatus de persona adulta puede lograrse después de los 30 años.
Si nos ceñimos a los varios aspectos relacionados con el concepto de madurez, las
edades cronológicas que establecen los límites de la adolescencia son susceptibles
de variaciones derivadas de las características individuales de cada persona o de
las condiciones sociales, culturales e históricas en las que se desarrolla. Con todo,
la ausencia de estos criterios cronológicos universales, atemporales y precisos no
desposee la adolescencia de su naturaleza singular dentro del desarrollo humano. El
número, la magnitud y la amplitud de los cambios que se suceden a lo largo de esta
etapa proporcionan a la persona una nueva organización corporal, psicológica y social.
Hay que subrayar que las personas que experimentan este proceso no son criaturas que
continúan viviendo en la infancia y esperan subir en el tren de la edad adulta. Tampoco
los adolescentes son proyectos de futuras personas maduras, sino seres dotados de
realidad que viven y se enfrentan con nuevas estructuras a nuevas situaciones, que
igualmente resolverán con nuevas soluciones.
Por otro lado, el énfasis que hemos puesto en las transformaciones no nos debe hacer
olvidar un hecho igualmente relevante: hay una continuidad importante entre la infancia
y la adolescencia, y entre esta y la edad adulta. Llegada la juventud, se sabrá qué
infancia crearon la escuela, la familia y los medios de comunicación; al mismo tiempo,
una vez alcanzada la madurez, entenderemos la trascendencia de los proyectos que se
gestaron en la adolescencia y la juventud. Por lo tanto, la comprensión del fenómeno
adolescente aconseja situarlo dentro del panorama del ciclo vital completo.
2. Los aspectos imprescindibles
La psicología del desarrollo y, en concreto, la psicología de la adolescencia albergan
muchos enfoques teóricos. Los modelos psicológicos clásicos –psicoanálisis, enfoque
piagetiano, conductismo– y sus revisiones conviven con un conjunto de teorías y mini
teorías que trabajan en diferentes ámbitos (desarrollo cognitivo, personalidad, relaciones
familiares, conductas de riesgo) y presentan diferentes factores para explicar los
cambios (genéticos, neurológicos, culturales, históricos). La presencia de esta variedad
teórica hace que ofrezcamos una relación de las cuestiones imprescindibles para acercarnos
al mundo adolescente.
Una transición
A lo largo de la vida se producen momentos de discontinuidad en el desarrollo: los
bebés que pasan a ser niños y niñas, los niños más pequeños que empiezan la escuela.
En la adolescencia asistimos a dos puntos de cambio fundamentales. Al principio, se
abandona la infancia y se entra en la adolescencia; al final, los jóvenes pasan a
integrarse en el mundo adulto.
Las transiciones comparten una serie de características.
En primer lugar, suponen una anticipación entusiasta del futuro. Este optimismo frente
al cambio se acompaña de un sentimiento de ansiedad por el futuro y un sentimiento
de duelo por el estadio perdido. Al mismo tiempo, las mudanzas que tienen lugar hacen
necesario un reajuste psicológico importante. El hecho de transitar de un estado a
otro produce, finalmente, una ambigüedad en la posición social.
El paso de la infancia a la adolescencia ejemplifica claramente estas características.
Por una parte, la alegría con que los niños acogen sus nuevas destrezas y libertades
no se libra ni del deseo de retornar al estadio anterior de protección ni de la preocupación
por cómo desarrollarán sus nuevos papeles. No saben cuándo toca ser niños y cuándo
es preciso ser adolescentes y esta ambigüedad también la manifiestan los adultos próximos.
Se considera que esta primera transición la marca la biología con la llegada de la
pubertad. Los cambios físicos –no solo la pubertad sino también los cambios neurológicos–
son fundamentales y muy significativos pero no tienen menos relevancia que los cambios
intelectuales, sociales y afectivos.
La segunda transición –de la adolescencia a la edad adulta– plantea más problemas
por lo que respecta al momento de inicio y tiene una naturaleza más social que biológica.
Está atada al cambio de la escuela al mundo del trabajo, la independencia de la familia
y el abandono del domicilio familiar.
En un estudio de investigación con personas entre 18 y 31 años, se encontró que los
entrevistados mostraban un alto grado de acuerdo, dentro de los criterios normativos
al uso, con el hecho de que los marcadores de entrada a la vida adulta eran la responsabilidad
de las propias acciones, ser padre o madre y tener una empleo estable. La prolongación
de la dependencia familiar, la extensión de los estudios, el retraso de la vida en
pareja o de la adquisición de vivienda propia hacen que el ingreso a la edad adulta
se alargue hasta los 30 años.
La presencia de estas características sociológicas y otras de índole psicológica (exploración
de la identidad, inestabilidad, autocentración) ha llevado a los teóricos del desarrollo
a prever la necesidad de introducir una nueva etapa entre la adolescencia y la edad
adulta.
Algunos autores hablan así de juventud y otros de edad adulta emergente.
Una interacción de factores
Cada experto se ha centrado en la primacía de un factor causal a la hora de explicar
los fenómenos. Así, algunos autores han resaltado el papel de las hormonas en la rebelión
adolescente, otros han atribuido esta necesidad de transformación a la aparición de
un pensamiento más elaborado y crítico, mientras que también hay los que la consideran
un producto caduco de otro tiempo (mayo del 68, oposición a la guerra de Vietnam).
La necesidad de investigar en profundidad para acercarse a cualquier característica
psicológica lleva a fragmentar la experiencia del adolescente y dificulta la integración
de las diferentes facetas que componen la vida de cualquiera. Así, se ha estudiado
la mente de los adolescentes sin relación con las novedades biológicas o con los cambios
en sus interacciones sociales. Se debe entender que esta fragmentación es, en cierta
medida, necesaria por la investigación, pero que siempre que sea posible hay que recorrer
a modelos explicativos que integren diversas causas y facetas, dado que así lo exige
la compleja realidad adolescente.
Por ejemplo, los cambios corporales surgen de acuerdo con un calendario temporal pero
eso no es obstáculo para que las condiciones ambientales y psicológicas influyan.
De la misma forma, podemos preguntarnos cómo puede cambiar un cuerpo sin alterar la
mente del que lo posee o cómo podemos dar significado al cuerpo y a sus transformaciones
sin tener en cuenta el marco cultural.
Todos los aspectos de la persona están integrados; cada cambio en una parcela del
desarrollo es al mismo tiempo condición y efecto de la transformación en otras parcelas
y en el adolescente en conjunto. Esta perspectiva global ha ido calando en los estudios
sobre la adolescencia de tal manera que, actualmente, en los manuales, encontramos
epígrafes, por ejemplo, sobre pubertad y reacciones emocionales, inestabilidad emocional
y desarrollo del cerebro, conductos de riesgo y desarrollo intelectual, o incluso
sobre la influencia de la falta de empleo en los problemas adolescentes.
3. Una construcción
La adolescencia no es una esencia, sino una realidad construida con diferentes materiales
históricos, geográficos, culturales, económicos, de género. Revisemos algunos aspectos.
A lo largo de la historia
El interés por los jóvenes se remonta a épocas lejanas. Como siempre en Occidente,
los antecedentes más citados son los filósofos griegos Platón y Aristóteles. Sin embargo,
algunos autores afirman que la adolescencia, como estadio singular de la vida humana,
sólo surge en sociedades occidentales industriales al final del siglo xix y principio del xx.
El período 1890-1920 se ha llamado «la edad de la adolescencia». Antes de este momento
histórico, la separación entre infancia y edad adulta no era tan diáfana. Las personas
que hoy llamamos adolescentes se podían considerar mujeres y hombres jóvenes, y los
niños participaban desde los 8-10 años en muchas de las actividades adultas.
El proceso de industrialización provocó transformaciones cruciales que repercutieron
en la segregación de una clase de edad –la adolescencia– del mundo de la infancia
y de los adultos. Estas modificaciones estuvieron vinculadas fundamentalmente a normas
legales referidas al trabajo infantil, a la ampliación de los años de escolarización
o al tiempo de dependencia familiar.
En los primeros años del siglo xx, el estudio de la adolescencia cuajó en un área específica gracias al trabajo de
un estudioso norteamericano: G. Stanley Hall. El llamado «padre» del estudio de la
adolescencia publicó en 1904 el primer manual sobre la adolescencia. Los dos volúmenes
de esta obra ambiciosa llevaban el título de Adolescence. Its Psychology and its Relations to Physiology, Anthropology, Sociology,
Sex, Crime, Religion and Education. En esta obra se consideraba la adolescencia como un período decisivo de la vida
humana en tanto en cuanto marcaba una transición tan fundamental como el paso del
salvajismo a la civilización.
La adolescencia constituía así un segundo y definitivo nacimiento que representaba
la culminación del desarrollo humano. Stanley Hall otorgaba igualmente a esta etapa
un carácter conflictivo, una fase de Sturm und Stress (‘tempestad y tensión’). La obra de Hall ha sido claramente superada, pero algunas
de las ideas anteriores –la turbulencia de la adolescencia o la culminación del desarrollo–
han estado revisadas y puestas al día por otros enfoques muy influyentes en la psicología
de la adolescencia más clásica.
Desde la perspectiva del desarrollo psicológico, no debemos limitarnos a analizar
los diferentes tipos de determinantes biológicos y ambientales relacionados con la
edad cronológica que afectan a muchos individuos de manera similar. Debemos incluir
las influencias que dependen de la historia, es decir, los procesos que se producen
en un momento histórico concreto.
Los adolescentes nacidos en una época determinada han podido vivir algunos acontecimientos
históricos (guerras, cambios políticos y situaciones económicas o educativas diversas)
o evoluciones culturales (cambios en las normas de relación con los progenitores o
con el sexo opuesto) que han afectado a su desarrollo físico, su conducta o sus representaciones.
¿Qué podemos decir de los jóvenes españoles en el momento actual? Nuestros adolescentes
y jóvenes están marcados por la incongruencia entre los procesos de desarrollo individual
y social: progresan muy pronto por lo que respecta a la madurez biológica y relacional
al mismo tiempo que se retrasa su independencia material y emocional durante 15 años.
A diferencia de otros países europeos, casi todos los jóvenes españoles de 21 años
viven en el hogar familiar, lo cual implica una falta de madurez en ciertos aspectos
de su identidad.
Estos hechos se producen en el seno de un conjunto de circunstancias sociales que
definen este principio del siglo xxi: cambios demográficos que incluyen baja natalidad, menos jóvenes y más ancianos;
cambios en el acceso al mercado laboral y dificultades para acceder a un empleo estable;
cambios en la familia, menos hijos, con diferentes relaciones, nuevas estructuras;
cambios en la composición étnica y cultural y en las actitudes hacia el género; influencia
de los medios de comunicación, socialización a través de la imagen, importancia de
internet, el móvil, los videojuegos, y cambios en las instituciones educativas.
La cultura
De la misma forma que hemos hablado de fechas en la aparición de una etapa llamada
adolescencia, podemos preguntarnos por la universalidad del fenómeno y, por lo tanto,
por la influencia de la cultura en la manera de vivir la adolescencia. Por lo que
respecta a la cuestión de la adolescencia como etapa problemática, la antropóloga
Margaret Mead es una autora de referencia. En su libro clásico Adolescencia, sexo y cultura en Samoa (1928), Mead nos muestra una juventud samoana que transita tranquilamente de la infancia
a la edad adulta en un ambiente de libertad y sin conflictos, hecho que contrasta
agudamente con las visiones de la adolescencia que se tenían en aquella misma época
en Occidente, centradas sustancialmente en sus aspectos problemáticos.
Estas observaciones condujeron a establecer una premisa general hoy aceptada: las
conductas adolescentes adquieren significados particulares en estrecha relación con
las pautas culturales de la sociedad donde viven los adolescentes. Por su parte, R.
Benedict, otra antropóloga de renombre, relacionó el grado de dificultad de la adolescencia
con el grado de discontinuidad entre la sociedad infantil y la adulta. Esta continuidad
o discontinuidad se produce en tres dimensiones: la responsabilidad o no responsabilidad,
la dominación o sumisión y la actividad o inactividad sexual. Cuanto más fluida sea
la transición de un polo a otro de estas dimensiones, menor será a su vez la dificultad
de la transición entre la infancia y la edad adulta. En nuestra cultura, prevalece
la discontinuidad y, por lo tanto, la adolescencia comporta dificultades importantes.
Finalmente, varios estudios de carácter antropológico, que se dedican a analizar los
ritos de paso, se han ocupado de ilustrar la manera como otros grupos humanos reducen
la incertidumbre que provoca en las personas la falta de definición de esta etapa
adolescente, mediante la sumisión del adolescente a unos ritos de transición que lo
separan de la infancia y lo incorporan a la sociedad adulta según unas ceremonias
prefijadas.
La obra de estas insignes antropólogas se sitúa en la línea de las teorías psicológicas
que subrayan el papel del ambiente en la explicación de la conducta humana. En el
caso concreto de la adolescencia, el aprendizaje de nuevos papeles sociales puede
resultar una fuente de problemas o producirse sin graves inconvenientes según las
instituciones socializadoras. Como ilustración, uno de los autores conductistas más
nombrados, Skinner, proponía en su obra Walden Dos un medio para evitar algunas tensiones a los adolescentes: una organización social
en la que, una vez llegada la pubertad, los chicos y las chicas pudiesen satisfacer
sus necesidades sexuales (los adolescentes debían consultar también un consejero matrimonial
para dilucidar si su elección de pareja era la adecuada).
Un autor contemporáneo muy influyente, y que ha evolucionado desde raíces conductistas,
Bandura, tampoco considera la adolescencia como un período esencialmente problemático,
sino una etapa –como todas las de la vida– en la que se produce una variabilidad importante
según el grado en que las personas se adaptan a su medio.
El género y la etnia
Para acabar este apartado hay que aludir a otros determinantes que influyen, junto
al tiempo y el lugar, en la historia de vida que construirá cada adolescente. Hasta
ahora, los dos más estudiados han sido la pertenencia a diferentes géneros y a diferentes
etnias.
En el primer caso, hay muchos aspectos del desarrollo que se viven de manera diferente
si se es un chico o una chica: los cambios corporales, las representaciones y conductas
sexuales, los problemas de alimentación, la incidencia de la depresión, el desarrollo
de la identidad, los conceptos de amistad, las adicciones, el tipo de violencia, el
rendimiento académico.
Por lo que respecta a las comunidades étnicas, la primacía de los autores anglosajones
da como resultado un importante número de estudios sobre todas las comunidades presentes,
sobre todo, en Estados Unidos: afroamericanos, latinos, chinos. En nuestro país, empezamos
a interesarnos por el fenómeno de los inmigrantes jóvenes y adolescentes. De hecho,
el Informe Juventud en España 2005 es el primero que trata esta cuestión.
Pero aún nos queda mucho por saber sobre este fenómeno: cómo se forjan una identidad
estos jóvenes, cómo son sus relaciones familiares, cuáles son sus diferencias de género,
etc. También sería necesario que los expertos nos interesásemos por otros grupos que
han quedado al margen de los estudios más divulgados: aquellos que sufren pobreza,
los prejuicios ancestrales –la minoría gitana–, o la enfermedad –jóvenes con graves
problemas físicos y mentales.
Como conclusión, debemos tener en cuenta que, al referirnos a cualquier período de
la vida, no estamos hablando solo de categorías naturales –dictadas por la biología,
definidas por rasgos universales e inmutables–, sino más bien de categorías sociales,
dotadas de significado para una cultura y una sociedad particulares.
Por otro lado, hay que rechazar la visión determinista según la cual los adolescentes
no aportan nada a su desarrollo. La historia, la cultura, el género y la clase social
influyen en grado variable sobre su trayectoria, pero no olvidemos que también ellos
son agentes de su cambio, ya que crean concepciones y valores que influyen en ellos
y en la sociedad adulta.
4. Algunas ideas ingenuas
En la mente de cualquier persona profana todos los períodos de la vida están asociados
a representaciones elaboradas a partir de experiencias personales, informaciones transmitidas
por el entorno más próximo y por aquellos medios de comunicación que cuentan con más
facilidad para crear opinión.
La adolescencia no escapa a esta ley.
Este período de la vida resulta, además, un tema especialmente atractivo para la literatura
o el cine. Su condición por el momento de profundos cambios, su aureola de romanticismo
y exaltación, su afán de libertad y su dosis de riesgo la convierten en un magnífico
tema para la fabulación.
A lo largo de la historia encontramos diferentes estereotipos sobre la adolescencia
y la juventud que aún perduran. Son visiones que presentan un adolescente, usualmente
hombre y de clase burguesa, que encarna los ideales de la belleza, la fuerza, la renovación
y, al mismo tiempo, los riesgos de la irreflexión, la falta de control y la intolerancia.
¿Cuáles son las representaciones que construye y difunde actualmente el mundo adulto
sobre nuestros adolescentes? Pensemos, por un momento, qué visión corroboraríamos:
¿la adolescencia es la edad del pavo?, ¿la curiosidad?, ¿la rebelión?, ¿los problemas?,
¿la formación?, ¿el amor? Esta pregunta no tiene solo un interés teórico. Nuestras
concepciones influyen en nuestra conducta como investigadores, educadores, médicos,
padres, políticos, ciudadanos.
Parece que coexisten dos visiones sobre los adolescentes. La primera dibuja un retrato
adolescente a partir de las carencias o los aspectos negativos que surgen de la comparación
con una persona adulta idealizada. De esta manera, se tilda el joven de inmaduro,
irresponsable, inseguro, confuso, negativo, dependiente frente a un adulto maduro,
responsable, seguro, positivo e independiente. Esta representación es inexacta, en
primer lugar porque no hace justicia a muchos adolescentes y, en segundo lugar, porque
el adolescente –que aún tiene mucho camino por recorrer– ha progresado enormemente
si lo comparamos con el niño que fue.
Además, esta valoración negativa puede tener como efecto un abandono de ciertos hitos
que se podrían lograr en esta edad. Así que en el ámbito familiar y escolar no se
da oportunidades a los adolescentes de elegir y hacerse cargo de sus decisiones basándose
en la irresponsabilidad característica de esta edad. Esta forma de actuar funciona
como una profecía autocumplida: el adolescente no vive situaciones que fomenten el
aprendizaje de la responsabilidad y, por lo tanto, no avanza en este terreno.
De acuerdo con lo anterior, algunos sociólogos apuntan al relieve de representaciones
aduladoras de la juventud por representaciones inculpatorias. Las primeras surgieron
en plena bonanza económica (años sesenta y setenta del siglo xx) y mostraban al joven como un nuevo ser humano más feliz, más afortunado y mejor
dotado física y culturalmente, al que los adultos debían imitar.
Las actuales visiones inculpatorias lo muestran como un ser desubicado, irresponsable,
incapaz de forjarse un futuro. Cuántas veces hemos escuchado que los jóvenes no se
van de casa porque son muy cómodos, que son incapaces de responsabilizarse de un trabajo
estable, que rehúsan la maternidad porque son egoístas, que han convertido las aulas
en un lugar peligroso, que no se interesan por nada...
Todas estas frases son generalizaciones abusivas y, sobre todo, descontextualizadas.
Olvidan que uno de los orígenes de la desubicación de los jóvenes no se encuentra
–como juzgaría gran parte de la sociedad adulta– en su deseo de no crecer, sino en
las condiciones socioeconómicas actuales que dificultan el acceso a la independencia.
Ante estas visiones de la adolescencia y la juventud, que señalan fundamentalmente
las limitaciones, algunos autores apuntan a la emergencia de una concepción contrapuesta,
postmoderna, que nos presenta un adolescente refinado, maduro, con conductas elaboradas.
Interpretada esta visión en relación con sus consecuencias, el resultado principal
es el abandono de los jóvenes por parte de los adultos, ya que aquellos no los necesitan.
En este sentido, todos somos espectadores, cada vez más, de hasta qué punto se considera
que los adolescentes –incluso los niños– están dotados de posibilidades intelectuales
o emocionales que, de hecho, no poseen. Esta suposición comporta el riesgo de privar
a los adolescentes de la guía y la supervisión adulta, que resultan cruciales para
el desarrollo.
Estas concepciones influyen en el comportamiento de los adultos de una manera que
no contribuye a facilitar el paso hacia la madurez que significa la adolescencia,
bien porque subestiman las capacidades de los chicos y las chicas, bien porque las
supervaloran. En los apartados siguientes, expondremos un retrato más ajustado de
las capacidades del adolescente para adaptar los esfuerzos sociales, educativos y
médicos a sus necesidades.
Las concepciones científicas
El estudio científico contiene salvaguardias inestimables para tratar los problemas
que nos ocupan. Pensamos en las imágenes negativas de los adolescentes y jóvenes que
los retratan como si casi fuesen un peligro social. ¿De dónde proceden? ¿De estudios
científicos o de observaciones anecdóticas? Usualmente provienen de datos sensacionalistas
que ofrecen los medios de comunicación, de imágenes y hechos impactantes que perduran
en la mente de los adultos frente el acceso difícil a otras fuentes de conocimiento.
Ante eso, cualquier persona interesada en los adolescentes debe poner en marcha sus
dotes de reflexión: buscar ejemplos diferentes, tomar como muestra los adolescentes
próximos, leer las noticias en su totalidad, no hacer comparaciones con pasados reconstruidos
ilusoriamente o con conductas adultas idealizadas.
La psicología de la adolescencia cuenta con un conjunto de teorías y métodos que,
a pesar de sus bieses, nos permite acercarnos de forma más fiable a los adolescentes.
En relación con los métodos, en primer lugar, hay un conjunto de técnicas que recogen
información suministrada por el mismo adolescente, es decir, instrumentos que piden
al adolescente que exprese sus razonamientos, opiniones, actitudes o experiencias
sobre un aspecto particular.
Entre estas técnicas se encuentran los cuestionarios, las entrevistas y los estudios
de casos. En los cuestionarios, se presenta a los sujetos un conjunto acotado de preguntas
sobre uno o varios aspectos de su comportamiento. El adolescente puede ofrecer una
respuesta abierta o escoger de entre diversas opciones la que mejor refleja su forma
de pensar o actuar, que es lo más usual. La entrevista clínica se estructura alrededor
de unas preguntas básicas, comunes a todos los sujetos, pero a diferencia de la homogeneidad
que se pretende en la aplicación de los cuestionarios, la persona que realiza la entrevista
modifica las preguntas e incorpora otras nuevas según las respuestas que da la persona.
En el estudio de casos o en la investigación clínica se recogen informaciones procedentes
de fuentes diversas, como pruebas estandarizadas, entrevistas clínicas y observaciones,
en relación con un único sujeto.
Un método fundamental, con una presencia mucho más reducida en los estudios sobre
la adolescencia, es la observación. Sin duda, la observación estructurada, realizada
en el laboratorio, o la observación naturalista facilitan una aproximación de primera
mano a las conductas de los adolescentes. La falta de rigor que se ha podido atribuir
a este método se ha resuelto hace tiempo mediante los procedimientos sistemáticos
de recogida de información.
La introducción del vídeo permite, además, una análisis pormenorizado de las situaciones
registradas. Debemos señalar también que los métodos observacionales han sido esenciales
en los estudios antropológicos sobre la juventud y han dado ocasión a un enfoque teoricometodológico
–la etnografía–, que cada vez se aplica con más frecuencia a la psicología evolutiva
y educativa. En el enfoque etnográfico, el concepto clave es la cultura y el acercamiento
–por medio de la observación participante– a los escenarios donde se desarrolla la
vida de las personas. Como en las otras técnicas, la observación presenta ciertos
riesgos de los cuales hay que ser consciente: en este caso, la influencia de la presencia
del observador en la conducta de las personas y la subjetividad del mismo observador.
Estas técnicas de recogida de datos son las más frecuentes. Además, los investigadores
de la adolescencia disponen de otros recursos para aproximarse a los adolescentes,
como pueden ser sus diarios o las observaciones de sus progenitores o maestros.
Para acabar, hay que señalar que debemos tener la misma cautela al leer, por ejemplo,
una noticia de prensa sobre los adolescentes que al considerar los trabajos científicos.
Es conveniente fijarse en la hipótesis de partida, en la manera de recoger los datos,
en los grupos de adolescentes que participan y en los que no participan, en el lugar
y el momento en que se ha realizado el estudio, y en las posibilidades de generalización
que tienen las conclusiones.