Capítulo I

FUNDAMENTOS DE LA DIVERSIDAD

La existencia de diferentes maneras de organizarse y entender el mundo de unos determinados grupos sociales es tan antigua como la historia de la humanidad. Pero el estudio científico de esta diversidad, la comparación, la búsqueda de los orígenes de las diferencias y su explicación corresponde al desarrollo de la antropología social y cultural como disciplina académica desde mediados de siglo xix.
La antropología, que se dedica también al estudio comparativo de las sociedades, ha sido considerada tradicionalmente la ciencia de la cultura.

1. De la cultura a las culturas

El término cultura es ambiguo y polisémico, con significados a veces contradictorios. El sentido que tiene ha ido cambiando a lo largo del tiempo hasta hoy, y es una clave determinante para explicar cualquier proceso social.
En su origen, la palabra latina cultura hacía referencia al trabajo o cultivo de la tierra, y fue posteriormente cuando su significado se extendió al cultivo del espíritu humano (cultura animae), en el sentido que damos a la expresión de persona culta o poseedora de amplios conocimientos logrados gracias a un intenso trabajo de estudio.
El uso de este término no se aplicó para referirse a una sociedad hasta el siglo xviii, y a partir de entonces se empezó a considerar también sinónimo de civilización. Cultura era entonces una palabra en singular, una característica o atributo común a toda la humanidad, lo que, al fin y al cabo, diferenciaba al ser humano de la naturaleza. Desde este punto de vista, la cultura era todo aquello que uno compartía con los otros seres humanos.
La cultura-civilización abogaba por la unidad de la humanidad y explicaba las variaciones evidentes en el tiempo y en el espacio como si fueran diferentes etapas de un mismo proceso. Este concepto estaba cargado de connotaciones. La cultura de un grupo significaba simplemente etapa o grado cultural. Así, la supuesta idea neutral de civilización se transformó pronto en una jerarquía de grados que ayudaba a justificar el carácter, a menudo explotador, de las relaciones entre personas con diferentes tradiciones culturales y diferentes posiciones de poder.
Por otro lado, el concepto Kultur o cultura fue utilizado para hablar por primera vez de culturas en plural, considerándolas especificidades concretas y peculiares de grupos sociales determinados geográfica e históricamente. De este modo, aunque durante una determinada época se identificaron civilización y cultura, es importante señalar la génesis diferente de estos conceptos, especialmente por el hecho de que su tratamiento es diferente en las tradiciones anglofrancesa y alemana. Norbert Elias expresa claramente esta diferencia:
«El concepto de civilización atenúa hasta cierto punto las diferencias nacionales entre los pueblos y acentúa lo que es común a todos los seres humanos o debería serlo desde el punto de vista de los que hacen uso del concepto. En él se expresa la conciencia de sí mismos que tienen los pueblos cuyas fronteras y peculiaridades nacionales hace siglos que están fuera de discusión porque están consolidadas, de pueblos que hace mucho tiempo que han desbordado sus fronteras y que han realizado una labor colonizadora más allá de ellas. [...] El concepto alemán de cultura pone especialmente de manifiesto las diferencias nacionales y las peculiaridades de los grupos [...]. Manifiesta la tendencia a la delimitación así como a poner de manifiesto y a elaborar las diferencias de grupo.»
Norbert Elias (1988). El proceso de la civilización. Investigaciones sociogenéticas y psicogenéticas. México: FCE (pág. 58-59).
El paradigma del darwinismo social, que predominará durante el siglo xix, se manifestó en las teorías antropológicas evolucionistas que explicaban la diversidad cultural como resultado de una serie de etapas que conducían, de manera inevitable y exclusiva, a su forma más avanzada. El ejemplo del máximo progreso se encontraba, según esta perspectiva, en las potencias europeas. Las diferentes formas de vida de los grupos humanos, incluyendo en ellas el conjunto de sus creencias, sus costumbres, valores y símbolos, y también los diferentes modos de pensar, organizarse y adaptarse al medio en el que vivían, se interpretaban como ejemplos primitivos de lo que fue la humanidad en el pasado. La vanguardia ilustrada del mundo se localizaba en los países expansionistas y colonizadores, que de esta manera legitimaban la explotación que ejercían sobre aquellos que todavía no habían logrado la «civilización».
Los argumentos ideológicos legitimadores de la época apuntaban que los imperios coloniales con base europea tenían sobre sí la pesada carga de ayudar a los pueblos «primitivos» a salir de la postración y del retraso histórico para disfrutar plenamente de todos los beneficios de la única civilización posible.
El desarrollo del concepto de cultura propio del romanticismo alemán la identificaba con todo lo que marca la especificidad y la diferencia de un grupo respecto a otro, las configuraciones particulares de creencias, formas y características sociales de un grupo humano.
La influencia de esta perspectiva se manifestó en la teoría antropológica del particularismo histórico. Esta escuela de pensamiento supuso la pluralización del concepto de cultura. Franz Boas (1858-1942), su máximo exponente, defendía que las culturas se desarrollaban en espacios geográficos concretos y tenían historias particulares, por lo que cada una es única e irrepetible. Progresivamente, se fue pasando del uso singular del concepto de cultura, que implicaba jerarquía y etnocentrismo, al plural, con connotaciones de igualdad y relativismo.
Desde finales del siglo xix, la diversidad cultural ya no se considera dentro de un continuo histórico orientado al progreso, sino sobre la base de la igualdad y la dignidad, y se constatan las diferentes experiencias culturales como datos objetivos, en la medida en que cada expresión concreta forma parte de la común capacidad creativa humana de crear cultura e identidades culturales. Una consecuencia de esto será el hecho de considerar que cada cultura es única y hay que protegerla y respetarla por el bien de la humanidad.

2. Los elementos teóricos

En la base antropológica de la diversidad cultural hay una serie de elementos teóricos y de debates que son la clave para entender la aparición de la interculturalidad.

2.1. Universalismo frente a particularismo

Las perspectivas aparentemente opuestas que enfrentan la cultura con las culturas son en realidad complementarias. Todos los seres humanos comparten una serie de características universales que los distinguen de las otras especies de animales: la capacidad de comunicación simbólica, de transmisión de conocimientos de una generación a otra, de valorar, juzgar, actuar, adaptarse al medio que los rodea y transformarlo. Estas características son comunes a cualquier ser humano. En este sentido, podemos decir que la cultura es un fenómeno universal.
Por otro lado, el contenido, la manera, la forma de articular todo esto es variable y produce conjuntos particulares de grupos humanos que comparten formas específicas de adaptarse al mundo, de enfrentarse a él y de interpretarlo. Este particularismo es la base sobre la que se podrá construir el universalismo, es decir, las concreciones específicas de la cultura se pueden considerar como variaciones sobre un mismo tema.
Habitualmente, estos dos conceptos han sido considerados irreconciliables: el uno excluía al otro. La cuestión de fondo era que el universalismo se solía a limitar a la expresión y la extensión de unos determinados valores occidentales, representativos de una determinada particularidad cultural, a los cuales se otorgaba carta de naturaleza universal. Esta perspectiva olvidaba que la condición humana compartida siempre se manifestaba de manera diferente. Esto no significa que lo particular excluya a lo universal, sino que precisamente por medio de las concreciones específicas podemos encontrar lo que es universal.
El debate del particularismo frente al universalismo tiene su origen en la crítica al racionalismo instrumental ilustrado del siglo xviii. El particularismo se asocia, en parte, al romanticismo alemán y, especialmente, a uno de sus precursores, el filósofo alemán Johann Gottfried von Herder (1744-1803). Este pensador defendió la especificidad de los grupos de seres humanos con lenguajes, formas de pensamiento o sistemas de comunicación diferentes, puesto que cada manera de expresarse solo tiene significado en sus propios términos.
Este relativismo lingüístico constataba la necesidad de contextualizar y la dificultad de traducir. Insistía en que la naturaleza humana no es uniforme, sino diversificada. Desde esta perspectiva, las culturas están constituidas por grupos sociales discretos y limitados, diferentes y separados los unos de los otros. La humanidad es así una categoría fragmentada más que universal.
La otra visión, que predominó durante gran parte del siglo xix, se relacionaba con las ideas de la racionalidad ilustrada, el positivismo y el determinismo. La Ilustración pretendía acabar con las costumbres y las tradiciones diferentes en nombre de la razón y del progreso. Sus defensores eran los portavoces de una humanidad común y se consideraban poseedores de la verdad. Pensaban que el hecho de enfrentarse al mundo racionalmente liberaba a las personas del dominio irracional de las culturas particularistas. Eran los propagandistas de la libertad y la igualdad para toda la humanidad.
Su proyecto consistía en el ideal de una humanidad común con objetivos universales: el reino universal de la razón. Las «otras culturas», ajenas al pensamiento ilustrado, a la modernidad, a la ciencia, eran ejemplos de formas antiguas, atrasadas, salvajes y primitivas que, inevitablemente, siguiendo las leyes del desarrollo, llegarían a emanciparse de sus cadenas y se adherirían a la idea del progreso universal.
La jerarquía de un único desarrollo cultural que suponía el universalismo pronto fue reemplazada por la presencia de culturas diferentes, con la especificidad que les era propia. El particularismo abogaba por el estudio minucioso de los rasgos de las culturas concretas que dividían el mundo en áreas culturales distintivas.

2.2. Comparación frente a irreductibilidad

¿Se pueden comparar las culturas? El método comparativo ha tratado de descubrir leyes generales a partir de las particularidades. Si entendemos la cultura como un fenómeno universal con diferentes manifestaciones, se abre la posibilidad de la comparación entre las culturas.
La antropología estudia culturas específicas a la vez que las compara. El énfasis excesivo en la comparación corre el riesgo de descontextualizar algunos rasgos que no tienen sentido de manera aislada. La idea de irreductibilidad de las culturas surge de llevar hasta las últimas consecuencias la crítica que cuestiona la búsqueda de categorías y leyes universales por medio de la comparación. La irreductibilidad –que es la supuesta incapacidad de encontrar cosas en común entre persones portadoras de culturas diferentes– se puede transformar en un sentimiento de incompatibilidad que se pone de manifiesto en la imposibilidad de comunicación, la separación total y el conflicto inevitable.
El problema de la comparación es que siempre parte de un punto de vista concreto que selecciona y determina una serie de criterios sobre los cuales hay que hacerla. Por lo tanto, implica juicios de valor que, a veces, van acompañados de la introducción de una jerarquía.
El relativismo exacerbado, al incidir en esta crítica, defiende la imposibilidad de comparar, es decir, propugna que cada cultura es compacta, autónoma y aislada: un mundo en sí mismo que nadie ajeno a él puede valorar y ni siquiera conocer. Esta visión representa una simplificacion esencialista de las culturas que convierte la historia, las costumbres y las tradiciones en singulares, únicas e incomparables.
La diversidad cultural solo se descubre por medio del contacto y la comparación. El aislamiento, por el contrario, impide el contraste. Las diferencias no son un hecho dado, sino algo construido en un determinado momento por algún grupo social específico de acuerdo con unos intereses concretos. Diferenciarse es oponerse a la uniformidad de un patrón único.
Las dimensiones de las semejanzas y las diferencias son siempre relativas e interdependientes, no absolutas ni independientes. El antropólogo Ulf Hannerz (1998) afirma que tan solo mediante la comparación cultural sistemática es posible discernir el continuum y la interdependencia de las dimensiones universales, colectivas y singulares de los seres humanos.

2.3. Relativismo cultural y etnocentrismo

El relativismo cultural ha dominado la comprensión intercultural antropológica durante la primera parte del siglo xx. Se han sucedido diferentes versiones de él, como por ejemplo las de las escuelas del particularismo y del funcionalismo, hasta que en la década de 1980 se constituyó en la base para formular las teorías posmodernas.
El relativismo implica que cada cultura posee unos criterios propios e intransferibles a la hora de comprender y explicar la realidad. Es decir, tiene una moralidad, unos valores y unas creencias que van acompañados de cierta lógica y racionalidad ajenas a quien no comparte esa misma cultura.
La mayoría de los estudios de antropología son ejemplos prácticos del relativismo, puesto que tratan de describir las culturas desde sus propios presupuestos. Para intentar ver el mundo desde el punto de vista propio de cada cultura, hay que distanciarse de cualquier juicio moral o cuestionar la existencia de juicios de valor únicos. El relativismo es necesario a la hora de conocer y contextualizar las diferentes culturas, a pesar de que existe el riesgo de caer en un relativismo ético absoluto que haga imposibles tanto las generalizaciones teóricas como la mera posibilidad de comunicación y conocimiento.
La importancia del relativismo radica en el hecho de que aporta una actitud crítica respecto al etnocentrismo dominante en cada sociedad. La experiencia de la diversidad va paralela al argumento relativista porque constata la existencia de maneras diferentes de explicar y entender todo lo que nos rodea, lo que es propio y la manera de organizarnos socialmente.
El etnocentrismo, por otro lado, consiste en la tendencia a interpretar el mundo y otras culturas bajo el único punto de vista del observador, es decir, según sus ideas y juicios de valor. Habitualmente se asocia a ideas de superioridad y a proyecciones universales de determinadas particularidades.
Todas las culturas desarrollan cosmovisiones específicas con un horizonte de universalidad. Existe la tendencia a considerar la especificidad como algo natural, esencializarla y convertirla en intemporal. Este hecho conduce, en última instancia, a la inconmensurabilidad.
El etnocentrismo puede así generar intolerancia, especialmente cuando se relaciona con actitudes de prejuicio, desconocimiento y desconfianza hacia los otros. Sin embargo, es posible mantener una actitud abierta hacia todas aquellas personas consideradas diferentes que no lleve necesariamente al rechazo. Reconocer las diferencias no equivale a establecer jerarquías ni a justificar desigualdades.
El etnocentrismo es, en cierta medida, una consecuencia inevitable de todo proceso de socialización que inculca unos determinados parámetros y maneras de interpretar el mundo. Pero esto no significa que exista un determinismo cultural absoluto, ni tampoco una imposibilidad de apertura y conocimiento, aunque sea de manera relativa, por parte de las personas de otras culturas.

2.4. Diversidad cultural y poder

Los defensores del relativismo cultural parecen olvidar la existencia de relaciones desiguales de poder entre los grupos humanos y en el interior de cada uno de ellos. Durante mucho tiempo, los antropólogos, dedicados a diseccionar la dimensión de la diferencia cultural, olvidaron que los contactos, las relaciones y las influencias entre grupos sociales y culturas están determinados por distintas posiciones de poder.
Cada cultura es una manera de organizar la diversidad de modos de pensar, decir y hacer de los diferentes individuos y grupos que la componen, y proporciona una determinada coherencia y unos convencionalismos a todos aquellos que la comparten. Esta diversidad significa que hay que negociar los valores, las normas, las representaciones y las prácticas para lograr un consenso que siempre estará sujeto a cambios en la medida en que el balance de las relaciones de poder que dieron lugar a ese acuerdo se vea alterado.
Con el análisis de la historia de las relaciones entre los países ricos occidentales y el resto del mundo, se produjo un intento de introducir la variable del poder. En este contexto, las diferencias culturales surgían como una consecuencia de la expansión del capitalismo a escala mundial y producían una nueva jerarquía en torno a la idea de desarrollo, que, en definitiva, era una nueva narrativa civilizadora omnicomprensiva y particular en la que el mundo occidental continuaba ocupando la posición de privilegio.
Esto significaba que quien posee un poder mayor se califica a sí mismo de «desarrollado», del mismo modo que antes se autodenominaba «civilizado», para diferenciarse del resto e imponer la agenda propia.
La idea de poder también aparece al considerar la cultura como una ideología que enmascara las relaciones de dominación y explotación. Una función de las diferentes formaciones culturales es legitimar todo tipo de desigualdades sociales y económicas.
Tanto las ideas de centralidad, periferia y marginalidad como las de hegemonía y dominación pasarán a formar parte del análisis antropológico y serán importantes para entender y contextualizar el nuevo modelo de la interculturalidad que, en definitiva, propone una reordenación de las desiguales relaciones de poder que existen.

2.5. El fundamentalismo cultural

El concepto de cultura, cuando se acentúan sus aspectos de irreductibilidad, inconmensurabilidad, determinismo y aislamiento, se convierte en la categoría preferida para legitimar la exclusión y la explotación de determinados grupos de personas dentro de una sociedad, los cuales, por el hecho de ser diferentes, tienen menos poder.
Las diferencias culturales son manipuladas por algunos sectores sociales como justificación de la marginación, y enmascaran los factores económicos y políticos subyacentes. El término cultura se ha transformado actualmente, según la antropóloga Verena Stolcke (1994), en «el terreno semántico clave del discurso político». El desarrollo reciente de lo que podríamos denominar fundamentalismo cultural consiste en la sustitución de la categoría de raza por la de cultura.
La cultura se naturaliza y esencializa y ejerce las mismas funciones que antes realizaba la biología para fundamentar la jerarquización de superioridad-inferioridad y la distribución desigual de la riqueza entre unos grupos humanos antes identificados por la raza y ahora por la cultura. En estos momentos se segrega espacialmente las culturas, se excluye a los «otros».
La tesis culturalista se ha introducido en todos los ámbitos de las ciencias sociales con el resultado de un reduccionismo cultural que va en aumento. Actualmente todo se puede explicar por la cultura, reduciéndolo a aspectos culturales, por mucho que en realidad las variables más importantes sean de naturaleza diferente.
Como nos advierte Stolcke, la aportación de esta nueva argumentación culturalista que se superpone al racismo de antes consiste en:
«la asunción de que las relaciones entre las diferentes culturas son por naturaleza hostiles y mutuamente destructivas porque el etnocentrismo es consustancial a la naturaleza humana. Por lo tanto, las diferentes culturas deberían mantenerse separadas por su propio bien.»
V. Stolke (1994). «Europa: nuevas fronteras, nuevas retóricas de exclusión». En: Autores diversos. Extranjeros en el paraíso. Barcelona: Virus (pág. 243).