
Una pareja asiste a la consulta a causa de problemas amorosos. El hombre, de treinta y seis años, no tiene erecciones desde hace unos meses y sufre por su incapacidad de tener relaciones sexuales. Su mujer está presente en la entrevista. Él aporta detalles mecánicos, pasa revista a toda la «maquinaria»; ella, por el contrario, se dedica a describir el clima de su relación. Está claro que algo va mal entre ellos: el trabajo de ella es estresante y la absorbe, mientras que él no suele colaborar en casa, ni siquiera para meter un plato en el lavavajillas; es fácil, ella se encarga de todo. Entonces él interrumpe, molesto, y añade: «¡Si estamos aquí es porque no me empalmo, no por esas pequeñeces!». Así, llegamos al núcleo de la cuestión.
Para ella, la relación sexual forma parte de un todo. De hecho, la mujer se sentía incomprendida y sola, y se fue aislando poco a poco de él; después de haberse mostrado pasiva durante meses, se volvió distante, y ahora incluso tenía brotes agresivos. Por su lado, él se había dado cuenta de que ella no tenía relaciones sexuales a causa de su incapacidad de erección. Sin embargo, ella sabía bien que era a causa de su insatisfactoria relación... Al final tenían razón los dos. Cuando él ha empezado a ser consciente de su dejadez en el hogar, su mujer se ha sentido más comprendida y ha modificado su actitud, lo que le ha devuelto a él... sus erecciones. En la última visita ella incluso ha dictaminado: «Desde que estás más cerca de mí (en la cocina, se sobreentiende), hacemos mejor el amor; no necesitabas la Viagra® para salir de esta». Una encuesta norteamericana[1] ha confirmado que, en cierta medida, los hombres consiguen de una manera más fácil los favores de su pareja cuando se implican más en las tareas de la casa. Claro está que no hace falta meter las manos en la masa para hacer el amor pero la falta de colaboración resulta dañina para la convivencia y para la parte relacional (y en esta palabra están las relaciones..., ¡también las sexuales!).
Esta pareja, con su problemática, constituye un poco la metáfora de la Historia (con mayúsculas) íntima de los hombres y de las mujeres. Ellas han sido siempre pasivas y ariscas, y ahora se sienten reivindicativas y exigentes, lo que comporta que su compañero tenga ciertas inquietudes metafísicas, acompañadas de fracasos sexuales cada vez más frecuentes.
Sin embargo, para los hombres todo funcionaba muy bien desde hacía millones de años: traían el sueldo a casa —o la caza, en tiempos remotos— y las mujeres cuidaban a los niños; ellos estaban fuera de casa, mientras que ellas se quedaban confinadas en el hogar; ellos se sentían poderosos e indispensables, mientras que ellas no tenían ni siquiera el derecho a hablar, y mucho menos el reconocimiento social pues el mundo pertenecía a los hombres. Era normal que, a cambio de lo que aportaban los hombres, tuvieran compensaciones (un hogar bien cuidado, niños educados, disponibilidad sexual...): una vida de escaparate que respondía a la presión de tener que triunfar socialmente. Y, además, las mujeres no exigían un orgasmo.
Luego llegó el sobresalto liberador de las primeras feministas, el derecho al voto, la liberación sexual, la píldora, el aborto, el trabajo fuera del hogar y la independencia económica (que ha permitido que las mujeres se divorcien en vez de seguir sujetas a su compañero por falta de medios). Hasta aquí los hombres pudieron seguirlas, comprenderlas, decir que era algo justo y que, después de siglos de falocentrismo, ellas también podían pedir que se las reconociese, pero las mujeres no se plantaron en medio del camino: en apenas algunos decenios han recuperado todo el tiempo perdido y se han puesto a realizar exigencias abusivas. ¿Qué reivindican las mujeres de hoy en día? Hombres fuertes (aunque no demasiado porque entonces serían machotes), tiernos (pero sólo lo justo; si no, serían cursis), que las hagan reír (pero sin excesos porque, si no, serían payasos), seductores (pero con mesura porque, en caso contrario, estarían constantemente celosas), que las respeten (pero que también las exciten), que las tranquilicen (pero que tengan imaginación y sentido de la aventura). Total... esperan seguridad y sentimientos, confianza y reciprocidad, con una buena dosis de humor y de sensibilidad: en definitiva, la cuadratura del círculo. Y algunas incluso desean el derecho a la estabilidad económica con el marido que ellas quieran y con el amante que elijan y que puedan dejar cuando quieran. Todavía se encuentran pocas así pero, dentro de una generación, ¿quién dice que no habrán alcanzado al hombre en su propio terreno?
Puede que la báscula se haya desequilibrado... Ellos, desanimados, se preocupan; sus puntos de referencia han sido destrozados, dispersados, pisoteados. Pater familias, cabeza de familia, patriarca... Todas estas palabras han ido vaciándose de contenido... Fragilizados y despavoridos, se encuentran divididos entre la pérdida del paraíso y la tentación de dejar salir su lado femenino, como les exhorta toda la sociedad. «¡Ni siquiera temer a las mujeres!», llevaba escrito un treintañero en la camiseta, con letras rojas. De la broma a la amenaza... es mucho mejor que la desconfianza y la guerra de sexos. En Estados Unidos, todo esto se encaja relativamente bien gracias a la presión de un feminismo radical y muy influyente. Los hombres ya no se atreven a seducir a las mujeres o a proponerles que se acuesten con ellos la primera noche por miedo a convertirse en sospechosos (hasta la exageración) de violación o acoso sexual. La galopante judicialización de la sociedad ha reprimido las relaciones de pareja.
¿Qué hay que hacer para ser constructivo y evitar situaciones como las anteriores? Hay que tomar conciencia de los cambios que se han producido; dicho de otra manera: hay que hacer un análisis de la situación y reflexionar conjuntamente sobre la manera de reencontrar la armonía dentro de la pareja. Tras una dominación masculina de varios siglos no es deseable que se instale ahora una femenina. Dentro de algunos decenios, quizás el equilibrio se haya restablecido entre las dos partes, pero ya no estaremos aquí para verlo. Es mejor ser felices aquí y ahora que lanzarse a una nueva guerra.
Puede ser divertido realizar un pequeño inventario de las desavenencias habituales entre hombres y mujeres aunque, eso sí, con cuidado: no todos los hombres se comportan de la misma forma, lo mismo que las mujeres, afortunadamente. No existen normas universales ni leyes psicológicas grabadas sobre piedra. Los hombres pueden tener comportamientos que consideramos «femeninos», y al revés. El sentido de la responsabilidad, la agresividad, la violencia, el poder o la dominación no son necesariamente cualidades propias de los hombres, como tampoco la pasividad, la escucha, la ternura, la acogida o la amabilidad lo son de las mujeres. Hay que renunciar a la visión angelical de unas y a la demonización de los otros. Como escribe Élisabeth Badinter, «no hay una masculinidad universal, sino masculinidades múltiples, así como múltiples feminidades. Las categorías binarias son peligrosas, porque deshacen la complejidad de lo real en provecho de esquemas simples y reduccionistas».[2] Mensaje recibido... De todas formas, solemos pensar que la masculinidad, como la feminidad, comporta ciertas actitudes específicas según el género. La psicóloga Yolanda Mayanobe, citada en la revista Psychologies,[3] viene a decir lo mismo. Inaugura su curso con un cuestionario y pide a los estudiantes que contesten a la pregunta «¿Quién soy?» espontáneamente, con cinco respuestas. ¿Qué constata la mayoría de las veces? «Los hombres se definen por lo que hacen: trabajo, deporte, estudios, proyectos... Las mujeres dan sus nombres, hablan de su situación familiar (esposa, madre de tantos hijos, hija mayor, pequeña...), y luego se describen por su carácter: sensible, enérgica..., o por su estado: enamorada, feliz... Algo que los hombres nunca escriben. Las mujeres se sitúan en el ser y dan prioridad a todo aquello que concierne a su afectividad. El hombre se localiza en el hacer: se siente hombre porque actúa.»
Otra «diferencia de estilo» esencial, remarcada esta vez por los estudios de psicobiología: desde una edad muy temprana se desarrollan modos de comunicación muy distintos entre chicas y chicos. Las primeras cuentan con un lenguaje «colaborador», mientras que los segundos emplean uno de «confrontación», según la expresión del psiquiatra Alain Braconnier.[4] Cuando discuten, las chicas ya utilizan fórmulas que expresan su acuerdo, marcan pausas para dejar hablar a los demás, y así buscan un efecto doble: ser agradables y sociables, pero defendiendo enérgicamente su punto de vista. Los chicos, en cambio, interrumpen e interpelan más a su interlocutor buscando el intercambio, queriendo controlar la discusión y, por encima de todo, reafirmarse. En la adolescencia, y más tarde en la edad adulta, estas diferencias continúan manifestándose a pesar de la fuerte atracción por el sexo opuesto, según observa Alain Braconnier.
El principal «desfase» entre los dos sexos se encuentra en el lenguaje (y en su uso), y de esta diferencia derivan todas las demás: las mujeres se muestran atentas y sociales; los hombres tienen la necesidad de reafirmarse y de convencer, sobre todo en presencia de otros hombres, ya que en ese caso se trata de proteger su condición de «macho dominante».
En caso de conflicto, ellas muestran el rechazo completo, lo que significa que también evitan hacer el amor; también pueden explotar y expresar vivamente todas sus emociones. Los hombres tienen más tendencia a tomar distancia y no se manifiestan, sobre todo por lo que respecta a sus sentimientos, lo que sería una muestra de debilidad. De ahí la progresiva escalada del enfado en silencio, cólera e, incluso, violencia. En el mejor de los casos, la crisis permitirá poner encima de la mesa lo que no funciona y reconciliarse al momento; en el peor, aquella derivará hacia el resentimiento, el alejamiento o la ruptura.
Las emociones femeninas y masculinas suelen manifestarse de un modo distinto, y pretender ignorar esto puede conducir a una catástrofe. Por el contrario, apoyarse en ello y usarlo como trampolín para comunicarse y para amarse es posible. De ahí que sea interesante delimitar mejor las diferencias.
«Julieta llega del trabajo muy agitada por lo que le ha pasado durante el día. Le cuenta a Romeo lo que le sucede, lo que ha pensado, lo que han dicho sus compañeros. A ella le gusta hacerlo, quiere realmente que él comparta su universo. Romeo escucha distraídamente y, al ver que ella no espera ningún consejo, se siente poco implicado y le pregunta si el mecánico ha llamado para avisar de que el coche está arreglado. Julieta se queda boquiabierta, su ánimo está por los suelos. Se siente incomprendida, se ha quedado de piedra. ¿Cómo puede ser tan distante? Si no le interesa lo que ella le cuenta, es que no le interesa ella. Es un egoísta que no entiende nada, un macho enganchado exclusivamente a su coche y a sus cenas. Esta escena banal ilustra perfectamente una de las grandes fuentes de incomprensión entre los dos sexos: las mujeres necesitan compartir sus emociones y hablar para alimentar su relación; los hombres intercambian información y esperan que se les pida consejo o estrategias.
Tomemos otra situación. Es fin de semana. Julieta ha decidido perdonar su pequeña falta de delicadeza y prepara una buena cena para Romeo y sus invitados. Él entra en la cocina mientras ella prepara la comida, le da un beso instintivo al pasar, levanta la tapa y dice en voz alta: «¡Guisantes!». Julieta reacciona enérgicamente: «¿Qué pasa con los guisantes? Son biológicos, con cebolletas frescas, beicon y especias. Si no te gustan, la próxima vez sólo tienes que encargarte tú de la cena. Cuando pienso que me esfuerzo tanto por tus amigos... ¡Qué injusticia!». Romeo se queda mudo ante esta reacción. Él simplemente quería decir «guisantes», nada más. Ella ya los había preparado la semana anterior y le encantan los guisantes... Primero intenta calmarla, pero luego alza el tono de voz: «Montas un drama por todo; siempre pasa igual. Eres como tu madre. No se te puede decir nada; me dan igual tus guisantes». En definitiva, el enfado silencioso va aumentando, da un portazo y se va. ¿Qué ha pasado esta vez entre ellos, en este preciso momento? ¿Una simple palabra desafortunada ha provocado esta espiral de conflictos? Sin duda, no se trata de eso. Es verosímil que las cosas que no se dicen, las incomprensiones y las frustraciones mutuas se vayan sumando poco a poco. El episodio de los guisantes sólo es la gota que ha colmado el vaso. Sin embargo, puede observarse un modo relacional desfasado en los dos sexos: Julieta, como suelen hacer las mujeres, se ha sentido cuestionada con esos comentarios y nada valorada por sus cualidades, entre ellas las de cocinera, por supuesto. Y luego ese beso mecánico en la cocina, como si ella fuese un mueble, una asistenta a su servicio. El viejo demonio femenino renace en ella: ¿soy realmente especial para él?, ¿le importo de verdad?, ¿se da cuenta de mis cualidades?, ¿soy (una cocinera) única? Este pensamiento no es soportable para una mujer que se involucra en lo que hace. Si Romeo, por su parte, hubiera imaginado ese planteamiento, seguro que no hubiese dicho nada... pero nada de nada.
Por comodidad, una vez más diremos «las» mujeres son..., «los» hombres hacen..., pero, evidentemente, nada es tan sencillo ni está tan definido: algunas mujeres «llevan los pantalones» y algunos hombres tienen la fibra femenina muy desarrollada (sobre todo aquellos que se han dedicado a conocerse); por ello a veces resulta difícil reconocerse en todo momento. Y en esta lectura el humor es el mejor aliado contra la caricatura.
Las palabras sirven para tirar del hilo afectivo, para intercambiar o expresar emociones. Sean estas alegres o tristes, angustiadas o inquietas, las mujeres lo manifiestan, se explican, lo hablan, y esto diluye todas sus tensiones (positivas o negativas). No se sienten cuestionadas porque hayan llorado. Una vez se han desahogado, pueden incluso sonreír y pasar a otra cosa. Para muchos hombres, esta actitud es incomprensible, en el límite de la histeria, no saben lo que quieren: lloran, ríen, cambian de tema... Es cierto que ellos están más acostumbrados a esconder sus sentimientos cuando se sienten mal, como si fueran un signo de debilidad, cuando se sienten frágiles, vulnerables, expuestos, avergonzados... Todo esto es incompatible con su idea de la virilidad. Para resultar creíbles y convincentes, deben mostrarse dueños de sí mismos. A los hombres que han reflexionado sobre sí mismos, o que han tratado con un psicoterapeuta, les resulta más sencillo hablar de sus emociones y están más dispuestos a dialogar. Las mujeres lo aprecian, siempre que ellos no se centren únicamente en su ego.
En una relación estable de pareja, es esencial que los hombres desarrollen algo mejor su afectividad, que aporten las claves de sus intereses y de sus emociones. Si esto funciona, a las mujeres les encanta saber y participar de ese bienestar; si no va bien, ellas igualmente esperan que se lo cuenten, sin que tengan que adivinarlo todo. Tomemos como ejemplo el trabajo, uno de los pilares de la vida del hombre; es importante que ellos no mantengan sistemáticamente a su pareja al margen de sus preocupaciones (para protegerlas o para mantener su jardín secreto). Las mujeres no son pájaros frágiles que haya que resguardar. Pero ¿cómo pueden ellas entender a su compañero si no sospechan sus tormentos, ni siquiera sus satisfacciones? ¿Cómo puede nacer una relación cómplice y duradera? Pues exactamente igual pasa en la vida amorosa. Los hombres que llegan a expresar sus sentimientos, sus penas y sus dudas como mínimo facilitan el diálogo y la relación. Así pues, es mejor que ellos se abran, como los rosales, de vez en cuando y muestren sus preocupaciones.
Para las mujeres, el simple hecho de poder explicarse y de ser consoladas las tranquiliza, incluso aunque no existan soluciones a sus problemas. Ante esta situación los hombres se suelen sentir desconcertados: ellas esperan apoyo y comprensión, y ellos responden con soluciones y consignas concretas («tranquilízate», «haz esto»). Por el contrario, ellos raramente solicitan ayuda o piden un consejo. Cuando tienen un problema prefieren concentrarse en sus pensamientos hasta que encuentran su solución; se sumergen en el periódico o ven la televisión y, durante ese tiempo, el problema está apartado o pospuesto. Del mismo modo, difícilmente pedirán que los orienten cuando se sienten perdidos... Si esto sucede, tienen que estar en un estado de desorientación verdaderamente grave.
Cuando discuten no dudan en decir: «Llegas con media hora de retraso» en vez de diez minutos; con ello, de repente, tienen menos credibilidad a los ojos de los hombres, que descodifican textualmente lo que han dicho y consideran que están equivocadas... No sólo por el retraso, sino por todo en general. Aunque la forma de decirlo deje bastante que desear, en el fondo ellas suelen tener razón: por eso es mejor intentar entender lo que han querido decir.
Cuando se equivocan son menos reacias a reconocer su error. No se sienten ni inferiores ni infravaloradas por esta actitud; al contrario, se encuentran «crecidas» por ser capaces de hacerlo y consideran que el mundo iría mejor si los hombres obraran igual. Desgraciadamente, para ellos la entrega es diferente: les es más complicado decir «tienes razón» o, peor aún, «me he equivocado». Esto sería una confesión de impotencia en toda la aceptación del término.
Sin embargo, los hombres deben entender lo siguiente: en una discusión, independientemente de lo que se crea, hay siempre dos perdedores. El perdedor ha sido vencido... pero va a hacer pagar al ganador su victoria de una manera u otra. Por eso resulta más interesante, aquí también, abrirse como un rosal. Los hombres pueden adelantarse a sus compañeras y excusarse de sí mismos o, si esto resulta demasiado complicado, salir del paso: bromear, regalar flores, reconocer en plena discusión las cualidades de la mujer («estás tan guapa cuando te enfadas...»). El mensaje funcionará, aunque ella ponga cara de estar aún enfurruñada. Después de la crisis quizá se pueda discutir con más calma, con la máxima sinceridad posible. Es preferible arreglar la situación que arreglar las cuentas.
Cuando preparan una cena íntima (o entre amigos), no sólo colocarán los platos pequeños encima de los grandes, sino que cuidarán de la presentación de la mesa y del aspecto de la sala y, en general, de toda la casa. Todos los detalles cuentan como si se tratara de sí mismas y de su aire festivo. A veces lamentan que los hombres no hagan tanto por ellas, y entonces pueden pensar: «Para él no valgo la pena». Los hombres que han entendido esta petición esencial tienen más mecanismos de seducción.
No basta con decirles que llevan un vestido bonito o que están preciosas, o incluso que la comida está «buena»; hay que personalizar y mostrar entusiasmo: «Estás tan guapa con ese recogido», «Tu sonrisa ilumina el sol», «¿Cómo lo haces para preparar platos tan deliciosos?». Han estado preparando la cena de esa noche durante horas, luego se han probado varios vestidos, han vaciado los armarios, se han maquillado, peinado; en definitiva, se han dedicado en cuerpo y alma, así que una simple aprobación significa para la mayoría de ellas un desaire.
Los cumplidos, las flores o los pequeños coqueteos mantienen el placer y alimentan el deseo, les aporta un pequeño aire de excepción. Para las mujeres son indicadores de que se las sigue apreciando. Y cuando esto no sucede, se sienten un tanto abandonadas, frustradas o insatisfechas. Hay que ponerse en su lugar: por su hombre ellas son capaces de hacer una inversión sumamente grande; pueden llegar a pensar en un regalo con seis meses de antelación, recordar que a él le encantó tal libro o tal objeto y ofrecérselo en seguida, aunque él mismo haya olvidado incluso haberlo mencionado. Ellas van a desplegar mecanismos de ingenio y a conseguir lo que sea. Pero el hombre en cuestión ¿qué hace? Por lo general, no mucho. No es raro que el 5 de enero a las seis de la tarde, o el día del aniversario, piense: «Rápido, necesito un regalo». Es casi una formalidad o una concesión a la vida social. En una ocasión especial y con un mínimo de reciprocidad, es fácil anotarse algunos puntos en el marcador. De hecho, ¿qué pensaría el marido si su cuadragésimo aniversario hubiera transcurrido sin felicitaciones?
Para las mujeres que dan mucha importancia al plano afectivo y al relacional, «te quiero» es la fórmula mágica, la semilla indispensable, el detalle cariñoso que significa: «Eres tú y no otra persona», aunque en el fondo presientan que no siempre es verdad. Les encantan las palabras de amor, forman parte de la puesta en escena sentimental o erótica, como si hubiésemos preparado un buen decorado para ellas. Los hombres detestan decir «te quiero» porque se sienten atrapados, comprometidos, ligados. Si lo pronuncian imaginan que ya no hay marcha atrás. Y, evidentemente, no es verdad; palabra por palabra, «te quiero» expresa un sentimiento (que podemos embellecer para la ocasión) pero no un compromiso.
Cuando están tensas, angustiadas o cansadas, se sienten infinitamente aliviadas si se les descarga de pequeñas tareas que asumen habitualmente. Basta con hacer la prueba una noche. Ella parece agobiada y reventada: decidle que vosotros recogeréis los platos, ordenaréis la cocina o sacaréis la basura, aunque vuestra jornada también haya sido extenuante. Entonces verá que os habéis fijado en su cansancio (y por lo tanto que aún tenéis atenciones con ella), que estáis dispuestos a apoyarla, que no menospreciáis su trabajo (se sobreentiende que no está reservado solo a las mujeres), que sois conscientes de vuestras responsabilidades. Todo esto va más allá de ser una mera ayuda doméstica: se trata de un estado del espíritu. Y si vosotros hacéis esfuerzos, ella también los hará siendo más tierna, más abierta, más..., más..., más...
Del mismo modo, la mayor parte de las mujeres adoran que les abramos la puerta del coche, que les preguntemos si podemos fumar a su lado, que les propongamos llevarles la maleta (aunque tenga ruedas para hacerlo ellas mismas). Es bonito hablar de una igualdad de sexos en la que la educación y la caballerosidad se conservan intactas. Los hombres que hacen alarde de ello hoy por hoy ganan puntos y marcan la diferencia.
Sí, ellas hacen la diferencia perfectamente entre un gesto tierno, una caricia dulce y «gratuita», desinteresada, y el acto sexual. El problema es que, para los hombres, la caricia a menudo está asociada a la relación que la sigue. Ahí es cuando se pone el dedo en la llaga. Ellas acaban por renunciar a esos pequeños placeres porque saben precisamente a dónde van a ir a parar de forma automática. No les gusta que las traten como «mujer objeto». Y si sólo se las toca cuando van a hacer el amor, no se sienten amadas por ellas mismas, sino por su sexo. Si los hombres quieren más cariño en su pareja, deben aprender a acariciar sin ningún objetivo concreto...
Un gran número de ellas tienen la sensación de que besar con lengua a un hombre implica mucho más que hacer el amor con él, aunque forme parte del «juego». La prueba está en las prostitutas: nunca besan. La boca no es una zona neutra; se trata de la prolongación del espíritu, de la palabra, de la persona, puede incluso que del alma, y en cierta medida, de las emociones. Es un lugar sagrado para la mujer, un teatro sentimental. Un hombre puede perderse en este tipo de sutilidades: ¿cómo puede ofrecerle su sexo y no su boca?, ¿dónde está el error?
De entrada, no tienen que estar tensas y deben sentirse cómplices para entregarse, mientras que los hombres ven en el sexo un medio ideal para desahogarse y para «reunirse con la almohada». El impulso les arrastra hacia el plano afectivo. En caso de conflicto, ellas piensan: «No veo por qué tengo que hacer el amor si él no tiene atenciones conmigo»; los hombres piensan: «No veo por qué tendría que tener atenciones con ella si no hace el amor conmigo». Ellas se enfadan: «No lo he visto durante toda la semana y, en vez de hablar, quiere sexo»; ellos se impacientan: «No la he visto durante toda la semana, así que más vale que nos vayamos a la cama». Dicho de otra forma: para mantener relaciones sexuales las mujeres necesitan amar o convivir de algún modo con la otra persona; para amar, los hombres priorizan claramente el hecho de hacer el amor. Si ninguno de los dos hace un mínimo esfuerzo, la sexualidad puede convertirse en objeto de conflictos: un medio soñado de culpabilidad para las mujeres, una fuente de dominación para los hombres.
Pues sí, el legado biológico hace que las mujeres estén sometidas a más procesos hormonales que los hombres: antes de la regla, después de la regla, antes del embarazo, durante, después, sin hablar de la perimenopausia y de la menopausia... Todos estos acontecimientos hormonales tienen un impacto directo más o menos intenso sobre el deseo. Los hombres, que no están sometidos a semejantes fluctuaciones, pueden no entender bien lo que ocurre. Y si se les rechaza pueden sentirse despreciados y cuestionados por algo personal (como si su pene lo resumiera todo), cuando se trata de una cosa muy distinta.
¡Para comunicarse no hace falta hablar!
El cuerpo tiene su propio código que refuerza o complementa el lenguaje verbal pero que, a la vez, lo traiciona. Mientras las palabras dicen una cosa, los gestos pueden decir otra diferente. El cuerpo se expresa con su vocabulario, su sintaxis, su puntuación e, incluso, sus errores. Un ejemplo: el rostro crispado, los pies plantados en una posición, los brazos cruzados...; la actitud señala encierro, pero las palabras dicen: «Te escucho». Un diálogo normal se compone de un tercio de mensajes verbales y dos tercios de mensajes gestuales (deben de existir un millón de códigos y de señales corporales). El famoso etólogo Desmond Morris establece las principales señales de seducción en los siguientes gestos: miradas insistentes, el roce de la mano, cabeceos vigorosos de aprobación, sonrisa con los labios abiertos, cuerpo exhibido sin barreras de protección, miradas rápidas lanzadas al otro para comprobar sus reacciones, ojos muy abiertos y cejas levantadas, juegos activos con la lengua y labios humedecidos más de lo normal.
Estos gestos, conscientes o no, son perfectamente captados, aunque no sean siempre bien interpretados. Esta pequeña experiencia, llevada a cabo hace ya algunos años en el Instituto Max Planck de Múnich, puso en evidencia los posibles malentendidos que pueden producirse. La psicolingüista Christiane Tramitz, especialista en el estudio de la seducción, mostró una película a un grupo de hombres y de mujeres. Se trataba de una encantadora actriz que, en un bar, se dirige al espectador haciéndole movimientos sugerentes. Hacia el final de la secuencia cambia de actitud y desvía marcadamente la mirada. Los espectadores tenían que pulsar un botón cuando detectasen una «invitación» y se sintiesen preparados para el «abordaje». Resultado: los que estaban acostumbrados a salir de noche a bares respondieron rápido a las primeras insinuaciones seductoras, pero casi no repararon en el cambio de actitud. Los tímidos actuaron más despacio, pero en la misma línea: interpretaron los diferentes detalles provocadores, como la posición oblicua y lánguida del cuello, o el hecho de arreglarse la ropa; sin embargo, tampoco se dieron cuenta del giro de 180 grados que daba la actriz. Por el contrario, el grupo de control femenino que también había visto la secuencia no captó especialmente que esta hiciera alguna insinuación. Para Christiane Tramitz, las mujeres son más sensibles que los hombres a los signos negativos o de rechazo. Esta sorprendente diferencia de percepción explica, según ella, el malentendido fundamental que se produce entre hombres y mujeres acerca del lenguaje corporal. Los «machos» ven lo que tienen ganas de ver y en numerosas ocasiones están dispuestos a pensar que los deseos son realidad...