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—¡Joder! Ni de coña.

Roxy dejó suspendido el vaso de papel, lleno de café, cuando se lo estaba llevando a la boca. Se inclinó para acercarse a la pantalla del ordenador convencida de que había leído mal el anuncio. Oyó que alguien carraspeaba a su lado y se dio cuenta de que había exclamado en voz alta. Y por lo visto en aquel café de Internet no les gustaban las palabrotas. Se había pasado allí las últimas horas después de haberse recorrido, durante toda la noche, diferentes cafeterías y restaurantes abiertos las veinticuatro horas. Seguía sin tener un apartamento donde pasar la noche y se negaba a sacar la bandera blanca y regresar a Jersey. La falta de sueño le debía de estar pasando factura, porque aquello le pareció una visión:

Habitación disponible en un apartamento compartido por tres chicas. Chelsea. Solo chicas, por favor. No soy sexista. Lo que pasa es que no quiero sentirme cohibida en mi propia casa. ¿Comprendes? Si eres un hombre y todavía estás leyendo este anuncio, quiero que sepas que no es nada personal. Solo quiero poder colgar mi sujetador en la ducha sin tener que preocuparme de que vayas a juzgar el tamaño de mi copa. Tengo una 85B, así que les pongo relleno. Bueno. Esto ha sido muy terapéutico. Voy a aceptar todas las solicitudes que lleguen durante la próxima hora. Vivo en el 110 de la Novena Avenida, apartamento 4D. El alquiler son 200 dólares al mes.

La última parte. El precio. Ahí era donde Roxy se quedaba enredada. El precio del alquiler por una habitación en Chelsea era muy raro. Era como un cuento de hadas de los que se contaban de noche por los bares, y solo entre amigos íntimos. Era el unicornio de los apartamentos. En Chelsea podían pedir hasta 700 dólares al mes por una habitación del tamaño de un armario y con rejas en las ventanas. Tenía que haber algún error tipográfico. O se acababa de tropezar con el santo grial del alquiler de apartamentos, que solo se conocía gracias al boca oreja. Nunca se leían ofertas como esa en los anuncios clasificados. Basándose en lo mucho que había divagado la persona que había redactado el anuncio, supuso que quienquiera que fuera quien alquilara la habitación, debía de estar demasiado loca como para conseguir un inquilino que pagara bien. Y si ese era el motivo, era el día de suerte de la Casera Loca, porque ella estaba desesperada. Incluso había empezado a plantearse vivir con una familia de actores de circo convenciéndose de que podría estudiar la psicología de cada miembro de la familia.

La primera semana que había pasado en la Gran Manzana fue como un sueño hecho realidad. Bordó su primera audición y protagonizó un anuncio televisivo que se emitía a nivel nacional para SunChips. La intención era darle un enfoque muy juvenil a la campaña, y querían que ella se comiera una patata mientras saltaba en la cama del dormitorio de la facultad, y que luego suspirara de alegría mirando a cámara. El dinero que ganó le permitió vivir con holgura durante un tiempo. Después ya conseguiría otro papel, ¿verdad? Pues no. Nadie pareció muy impresionado con su interpretación de princesa de SunChips, en especial cuando sus competidoras tenían unos currículos que hacían que el suyo pareciera la lista de la compra. Dejaron de emitir el anuncio después de un tiempo, y se quedó sin cobrar derechos de imagen.

Pero su verdadero problema era que ella no era la única aspirante a actriz desesperada de la ciudad. Cosa que sabía muy bien gracias a la multitud de chicas ansiosas que se presentaban a leer los mismos papeles que ella. Chicas agotadas que se vestían con prendas de ropa glamurosa que encontraban en tiendas de gangas. Estaba segura de que en ese preciso momento había cientos, no, miles de artistas muertas de hambre corriendo en dirección al número 110 de la Novena Avenida. Cerró su sesión de Internet a toda prisa con la sangre acelerada y se echó la mochila al hombro. Estaba a diez manzanas de distancia y hacía tres minutos que habían colgado el anuncio. Si se daba prisa quizá tuviera una pequeña oportunidad de conseguirlo. Mientras tiraba la taza de café a la basura, una chica que llevaba un pañuelo rosa atado a la cabeza se detuvo junto al ordenador a su lado. Se miraron a los ojos.

—¿Tú también lo has visto? —le preguntó Roxy como quien no quiere la cosa.

—Es posible.

Las dos salieron corriendo hacia la puerta ignorando la indignación del dependiente. Por lo visto en aquel café de Internet no les gustaba que los clientes no pagaran por conectarse. Pero no tenía tiempo para cumplir las normas. Y menos en ese momento, cuando tenía en el punto de mira la mejor oferta inmobiliaria de la historia. Ahora que había conseguido un humillante trabajo medio fijo, se podría permitir vivir en aquel lugar. Qué diablos, tendría dinero de sobra por primera vez en su vida. Las clases de interpretación dejarían de ser un sueño inalcanzable y se convertirían en una realidad.

Zigzagueó por entre un grupo de mensajeros que descargaban cajas de un camión y luego saltó por encima de un caniche que estaba haciendo sus necesidades. La chica del pañuelo rosa corría a su lado entre jadeos.

—Seguro que ya lo han alquilado —dijo—. No lo conseguiremos.

—Habla por ti. —Y después de decir eso, Roxy empujó con la cadera a su competidora y la lanzó contra unos arbustos—. ¡No es nada personal!

—¡Zorra!

A ella no le importó que la insultara, se limitó a correr y siguió repicando con sus inseparables tacones contra la acera. Le faltaban solo tres manzanas. Cruzó corriendo una calle y luego se detuvo en el semáforo. «No.» Cámaras, camiones blancos y focos gigantes por todas partes. Le echó una rápida ojeada al edificio y enseguida se dio cuenta de que estaban filmando una película. Aquella situación le resultaba tan familiar que siempre la relajaba, le gustaba ver a los asistentes de producción hablando por sus auriculares, pero en ese momento solo era algo que boicoteaba las probabilidades que tenía de encontrar un sitio donde dormir. Aquella misma noche podría haberse convertido en una vagabunda, y lo único que se interponía entre ella y el número 110 de la Novena Avenida era aquella grabación de una película con… ¿Ese era Liam Neeson? «Vaya. Pues sí que es alto.»

Se quedó mirando a un grupo de extras. Una asistente de producción los estaba conteniendo con un walkie-talkie pegado a la boca. Por el lenguaje corporal del grupo, dedujo que se estaban preparando para salir a escena. Solo estaban esperando la señal. Se apartó el pelo de la cara y se metió en el cruce entre las dos calles. Cuando la asistente de producción se dio media vuelta, se escabulló entre el grupo de extras y sonrió con alegría en cuanto uno de ellos la miró con curiosidad.

—¿Cuándo nos dan de comer? —susurró—. Me muero de hambre.

—¿Ah, sí? Acabamos de comer.

—Cierra el pico.

La asistente de producción les hizo un gesto con la mano:

—Acción.

Los extras empezaron a gritar y a agacharse mientras avanzaban por la acera. Vaya, tendría que haber imaginado que si salía Liam Neeson sería una película de acción. No vaciló ni un instante, y con un desparpajo propio de una alumna aventajada en improvisación, dio un grito ensordecedor y se tiró del pelo mientras se desplazaba junto al resto de actores, incluso tropezó para darle más énfasis a la actuación. Aunque ella no se detuvo cuando lo hicieron los demás, y en cuanto acabó la toma, siguió corriendo hasta salir de escena. Corrió directa al número 110 de la Novena Avenida.

Cruzó otra manzana y lo vio. El edificio estaba en una esquina, cosa que hizo aumentar las probabilidades de que la habitación tuviera una ventana. Aceleró a fondo ignorando las ampollas que tenía en las plantas de los pies. Tres universitarias llegaron a las escaleras del edificio justo al mismo tiempo que ella. Por un momento se planteó empujarlas a ellas también para deshacerse de la competencia, pero decidió que solo se podía permitir una agresión física al día.

Se limitó a bloquearles el paso en la escalera, señaló al otro lado de la calle y exclamó:

—¡Oh, Dios mío! ¡Mirad! Es James Franco.

Se volvieron todas. Pero ella no malgastó ni un segundo en reírse, subió los últimos escalones y llamó al timbre del apartamento 4D. Un segundo después un diminuto sonido se adueñó del vestíbulo y abrió la puerta dando un pequeño grito victorioso. Una de las admiradoras de James Franco intentó agarrar la puerta antes de que se cerrara, pero Roxy la cerró justo a tiempo.

—¡Zorra!

—Sí, hoy esa opinión es más popular de lo habitual —le gritó al cristal mientras se volvía en dirección a las escaleras—. Aunque, con suerte, seré una zorra que paga un alquiler de doscientos dólares al mes. Deséame suerte.

Cuando llegó al cuarto piso vio que la puerta del apartamento 4D estaba un poco entreabierta. Se le encogió ligeramente el estómago al oír voces femeninas procedentes del interior. Demasiado tarde. Había llegado demasiado tarde. A menos que pudiera convencer a la Casera Loca de que era mejor candidata que la persona que había llegado antes que ella. Era poco probable, y menos si necesitaba un certificado de solvencia. O un depósito. «Mierda», solo había pensado en llegar hasta allí, ¿no? El billete de veinte dólares que le había arrebatado a Louis McNally Segundo el día anterior era todo el dinero que llevaba en el bolsillo. En realidad eso era todo cuanto tenía a su nombre. Roxy ignoró la ola de calor que se alojó en su estómago cuando pensó en el besuqueador descamisado del siglo, y entró en el apartamento esbozando la mejor de sus sonrisas.

Las dos chicas que había dentro dejaron de hablar y se volvieron hacia ella. Había una rubia muy guapa junto a una mesa de comedor antigua, calzaba unas Converse y llevaba una falda vaquera hecha jirones. Al otro lado de la mesa aguardaba una morena que la miraba con cara de cordero degollado. Llevaba un traje azul marino que probablemente costara más que todo su guardarropa junto. Esa tenía que ser la Casera Loca. Apostaría… veinte dólares.

—Buenas tardes, chicas.

—Hola —la saludó la chica de las Converse con un marcado acento sureño.

—Buenas tardes —respondió la Casera Loca—. Supongo que has venido a interesarte por una de las habitaciones.

—¿Habitaciones? —Roxy levantó tanto las cejas que le llegaron al nacimiento del pelo—. ¿En plural?

—Dos. Hay dos. —La Casera Loca cruzó el salón para mirar por una enorme ventana con vistas a la novena avenida. Empezó a retorcerse las manos, probablemente porque habría visto la multitud que se había reunido en la puerta del edificio. Justo en ese momento el interfono del apartamento sonó tres veces—. Ahora que lo pienso creo que no tendría que haber incluido mi dirección en el anuncio. Debería haber puesto alguna especie de filtro. Es que… Es que nunca había hecho nada por el estilo.

Roxy examinó el apartamento con discreción. Cielos, según los estándares de Manhattan, aquel sitio era un auténtico palacio: tenía una zona común muy amplia, una cocina reformada con impecables electrodomésticos de acero. La decoración era tipo industrial moderna con un toque hogareño. Habría apostado… veinte pavos a que lo había decorado un profesional. Allí no había ni un solo mueble de IKEA. Por lo menos hasta que ella se mudara allí con sus harapientas posesiones. ¿Qué pensarían aquellas chicas cuando vieran las pocas cosas que tenía? Ignoró aquella preocupación y decidió que haría lo que fuera para poder vivir en aquel lugar. Ya se sentía como en casa. No era un sitio donde pasar la noche, como había sentido que eran los lugares en los que había vivido durante los últimos dos años.

—Bueno. —Se metió la mano en el bolsillo delantero de la mochila y sacó la chequera—. Ya no hace falta seguir buscando. Aquí hay dos chicas y hay dos habitaciones disponibles. Las mates no son lo mío, pero parece que todo cuadra.

Cuando la chica de las Converse le siguió el rollo, Roxy enseguida decidió que la rubia le caía bien.

—¿Aceptas efectivo? Porque yo tengo un montón.

O puede que no.

—Lo primero que deberíamos hacer es quitar el anuncio —sugirió Roxy—. Antes de que vengan los antidisturbios.

—Ya lo he hecho —espetó la Casera Loca—. Solo ha estado colgado durante cinco minutos. Pero no deja de llegar gente.

Roxy se dirigió a la ventana. Cuando pasó junto a la impecable morena le guiñó el ojo.

—Deja que yo me ocupe de ellas. —Abrió la ventana y sacó la cabeza. Dios, aquello parecía un episodio de The Walking Dead. Aunque lo cierto es que tenía el presentimiento de que algunas de esas chicas se comerían el brazo de otra persona a cambio de poder acceder a aquel alquiler ridículamente bajo—. Oíd —gritó—. No habéis sido lo bastante rápidas. La habitación ya está alquilada. Superadlo.

La cerró y a sus espaldas oyó un coro de insultos en su honor. La verdad era que si la volvían a llamar zorra quizá acabara tomándoselo en serio. Aunque no era muy probable.

—Gracias —dijo la Casera Loca; suspiró y se dejó caer en una de las sillas del comedor—. El portero ya me odia bastante porque llevo dos semanas llamándolo por un nombre equivocado.

—¿Cómo se llama? —preguntó la chica de las Converse.

—Rodrigo.

—¿Y cómo le llamabas?

—Mark.

La chica de las Converse dejó escapar un sonido cargado de comprensión.

—Es un error comprensible.

Madre mía. Quizá hubiera dos locas en aquella habitación. Roxy se propuso recuperar la sensatez y le tendió una mano a la morena.

—Bueno, yo me llamo Roxy Cumberland. Si te equivocas con mi nombre prometo no tardar dos semanas en decírtelo.

—Yo me llamo Abigail. Puedes llamarme Abby. —Se dieron la mano—. Vivo aquí.

Cuando sonrió dejó ver los dos dientes más blancos que Roxy había visto en su vida. Y era mucho decir, porque las actrices se blanqueaban los dientes de forma regular.

—Honey Perribow. Encantada.

—Lo mismo digo —murmuró Roxy antes de volverse de nuevo hacia Abby—. Si no te importa que te lo pregunte, ¿qué les pasó a tus anteriores compañeras de piso?

—Nunca he compartido piso. —Abby contempló el apartamento como si lo estuviera viendo por primera vez—. Llevo viviendo aquí sola cinco meses.

«Está completamente colocada.»

—¿En serio?

—Sí. Bueno, sin contar el fantasma.

—¿El fantasma? —espetó Honey.

Abby sonrió.

—Es broma.

A Roxy le sorprendió que se le escapara una sonrisa. Puede que la situación no fuera tan mala después de todo. Solo tenía que garantizarse su sitio en el apartamento y luego ya encontraría la forma de solucionar su situación económica. Recordó el trozo de papel que llevaba en el bolsillo donde tenía apuntado el dinero que ganaría por cada estriptis.

Antes de que pudiera abrir la boca, Honey se llevó una mano al pecho como si fuera a jurar lealtad, y dijo:

—¿Sabes? Me siento obligada a decirte que estas habitaciones se podrían alquilar por muchísimo más de doscientos dólares.

Roxy fulminó a la rubia con la mirada.

—La buena compañía no tiene precio.

Abby levantó la mano.

—Soy muy consciente de lo que valen las habitaciones. Trabajo en el sector financiero. Además de ser obvio.

—¿Y entonces de qué va todo esto? —preguntó Roxy con mucha curiosidad. Y también con cierta suspicacia—. ¿Es que hay algún problema con el piso? ¿Ratas, problemas con la fontanería, vecinos con rifles y un problema con la juventud americana?

—No, no hay nada de todo eso. —Abby alzó una ceja—. ¿Dónde has estado viviendo?

—Hay una jungla ahí fuera.

—Amén, hermana —terció Honey—. Esta mañana he ido a ver tres apartamentos. Uno de ellos era de un viejo verde que me ha ofrecido vivir allí gratis a cambio de hacerle de pornochacha. Apenas cabía en las otras dos habitaciones que he visto. Estoy convencida de que una de ellas era un cuarto para las cosas de la limpieza.

Abby se levantó y empezó a pasear por la alfombra persa que cubría el suelo. A juzgar por el parche desgastado que había justo en el centro, Roxy dedujo que aquella chica debía pasearse por el piso a menudo.

—Podría haberles ofrecido las habitaciones a algunas de mis colegas. O haberlas ofertado a un precio más alto. Pero mis colegas son… bueno, son imbéciles. Ya tengo bastante con verlas en el trabajo. —Suspiró con pesadez—. Estoy aburrida, ¿vale? Estoy aburrida y sola, y no tengo amigas.

Roxy se meció sobre los tacones, por fin lo entendía todo.

—¿Y pensaste que podrías comprarte un par de amigas que te entretuvieran?

—Pues no es lo más raro que me ha pasado hoy —murmuró Honey.

—Si lo dices así, suena fatal. —Abby se encogió de hombros—. Vale, es un poco horrible. Pero básicamente es una petición de ayuda. Estoy empezando a hablar sola. Ahora estoy manteniendo una conversación a dos bandas. Sería agradable poder pedirle a alguien que no sea el fantasma que me pase el zumo de naranja.

Honey parecía nerviosa.

—Necesito que dejes de hacer chistes de fantasmas ahora mismo.

Abby reprimió una sonrisa.

—¿Qué me decís? ¿Os quedáis o no? Paso de ser precavida. No necesitaré que me entreguéis ningún certificado de solvencia porque la verdad es que no necesito tanto el dinero. Las dos parecéis relativamente normales y creo que podré convivir con vosotras sin temer por mi vida. ¿Os instaláis hoy?

Roxy se dio un golpecito en el muslo con la chequera. Hacía solo un minuto se había mostrado dispuesta a hacer cualquier cosa para vivir en aquel apartamento. Pero ya no estaba tan segura. Abby había pedido lo único que a ella le incomodaba ofrecer: amistad. Y no es que no tuviera amigas propiamente dichas, pero básicamente eran chicas con las que se encontraba en audiciones y que solo disponían de cinco minutos para charlar antes de lanzarse a por su siguiente misión en el mundo del espectáculo. La única forma de comunicación que había tenido con sus antiguas compañeras de piso, ocurría cuando le tendían la palma de la mano para pedirle el escurridizo cheque con el dinero del alquiler. ¿Pero eso? Eso sería distinto. Allí esperarían que se relacionara. Que controlara su carácter. Llevaba mucho tiempo sin hacerlo. Especialmente desde que estaba sola. Cuando iba al instituto había llevado el significado de la palabra antisocial a un nuevo nivel, y después de haberse enfrentado a tantos contratiempos en Nueva York, cada vez estaba más cómoda escondida tras la coraza que se había puesto para luchar ella sola contra el mundo.

Por mucho que Abby se esforzara por afirmar lo contrario, para ella la situación estaba muy clara: era una niña rica que quería rebelarse. Quería compañía, alguien con quien hablar, incluso en quien confiar. Roxy nunca había tenido confidentes. Sintió una punzada de simpatía por Abby en contra de su voluntad. Le había caído bien enseguida. Pero ella no era lo que estaba buscando. A ella no le iban las charlas de chicas. Ella no compartía cuencos llenos de palomitas mientras veía con sus amigas un maratón de New Girl. Ella llevaba dos años viviendo por su cuenta. Y algo le decía que si extendía ese cheque —ese cheque sin fondos—, todo aquello cambiaría. ¿Estaba preparada?

A la mierda. ¿Qué alternativa tenía? Sacó un bolígrafo de la mochila, extendió un cheque por valor de doscientos dólares y se lo entregó a Abby.

—¿Te importaría esperar un par de días para cobrarlo?

Abby la observó con atención, con demasiada atención, antes de asentir.

—Claro.

Honey se acercó por la izquierda con la mano llena de billetes de veinte dólares.

—Yo también me apunto.

—Bien. —Abby se metió el efectivo y el cheque en el bolsillo delantero de la chaqueta—. ¿Me encargo yo esta noche de preparar la cena para las tres?

—No hace falta —respondió Roxy justo cuando Honey contestaba:

—Yo me encargo de la ensalada.

Roxy se fue hacia la puerta negando con la cabeza.

—Os veo luego, chicas. No me esperéis levantadas.

Cuando cerró la puerta, se quedó un momento en el silencio del pasillo antes de sacarse el teléfono móvil del bolsillo lateral de la mochila. Maldijo entre dientes y marcó el número que tenía anotado en el papel, el que estaba justo debajo de las cantidades que cobraría por el estriptis. No tenía ninguna otra forma de conseguir doscientos dólares antes de que Abby fuera a cobrar el cheque. Suponía que podría encontrar algún trabajo de camarera, pero ya sabía, por experiencia, que los restaurantes solían pedir a sus empleados nuevos que pasaran por un periodo de formación sin cobrar antes de dejar que se llevaran las propinas. Y ella nunca había trabajado de camarera. No, ese era el único recurso del que disponía en tan poco tiempo.

Al final tendría que utilizar la propina de veinte dólares que le había dado Louis McNally Segundo para pagarse una depilación barata con cera.