Louis miró a sus dos mejores amigos por encima del vaso de cerveza. Russell parecía impresionado con su historia. Ben, como siempre, parecía que tuviera cien preguntas. Y él no tenía ganas de contestar a ninguna. Quería superar la resaca provocándose una nueva y tratar de olvidar el beso que le había ocasionado mil erecciones, muchas gracias. Y ese era el motivo de que estuviera en el Longshoreman menos de veinticuatro horas después de haber pillado una buena en aquel mismo local. ¿Cómo rezaba ese dicho sobre regresar a la escena del crimen? ¿Decía que no era bueno hacerlo? Bueno, pues ya era demasiado tarde.
—Espera… No entiendo nada. ¿Cómo pudo coger el billete de veinte dólares con una enorme zarpa peluda?
Russell rugió.
—Solo tú podrías hacer ese tipo de pregunta, Ben. Louis se ha enrollado con una conejita. Intenta apreciar la esencia del acto en sí y olvídate de los aspectos prácticos.
—No fue un rollo —se lamentó Louis—. Fue más bien un… «ja-ja, ya te gustaría que nos estuviéramos enrollando, capullo».
—Preséntasela a tu madre. Es de las buenas.
Ben se recostó en la silla.
—¿Cómo burló al portero?
Russell se dio un cabezazo contra la mesa coja del bar haciendo repicar los vasos vacíos de cerveza.
—Ahora dirá que ni siquiera estamos en Pascua.
Louis los ignoró a ambos. Cosa que era una grosería por su parte teniendo en cuenta que sus amigos también tenían resaca y aun así estaban allí con él, haciéndole compañía.
—Mira, me sorprendió en un mal momento. Estaba durmiendo debajo de la mesita del comedor, con un posavasos pegado a la frente y, de repente, me encuentro hablando con una conejita de tamaño real. —Se masajeó el puente de la nariz—. Ni siquiera sé como se llama.
—Trixie.
—Jessica.
—Vaya par de genios que estáis hechos. —Tamborileó con los dedos sobre la mesa—. Tenía más pinta de Denise. O de Janet. La clase de nombre que tiene una chica que te transmite la sensación de que se va a convertir en tu exnovia.
Russell asintió con su cabeza afeitada.
—Si tuvieras exnovias. Cosa que no tienes.
—Exacto.
Eso era verdad. Él no solía salir con ninguna chica en exclusiva. Bueno, es que no salía con chicas. No es que tuviera ninguna regla que se lo prohibiera, pero por desgracia había sido testigo de cómo sus padres utilizaban sus relaciones extramatrimoniales para hacerse daño, y se le habían quitado las ganas desde muy pequeño. Mientras solo fuera responsable de sí mismo, no le haría daño a nadie. No se volvería un amargado rencoroso. Por desgracia, últimamente esa norma tácita lo hacía sentir mal. Bueno, solo desde aquella mañana. Cuando había dado la peor primera impresión de la historia.
—¿Estas diciendo que estás buscando una exnovia en potencia? —preguntó Ben mientras se limpiaba las gafas—. Supongo que eres consciente de que el presente de exnovia es novia.
Louis se cruzó de brazos con impaciencia.
—No sabía que estaba en una de tus clases de lengua, profesor Ben. ¿Debería tomar apuntes?
Sus amigos intercambiaron una mirada.
—Nuestro amigo está un poco irritable esta noche —dijo Russell—. Y por una chica, nada menos. Voy a tener que buscar a esa chica para invitarla a una porción de tarta de zanahoria.
—Escuchad, yo no quiero tener novia. Ni tampoco exnovia. —Louis se acabó la cerveza que le quedaba en el vaso—. Pero si se te ocurre una forma de encontrarla, estoy abierto a sugerencias. Esa chica y yo todavía no hemos acabado.
Ben suspiró mirando al techo, pero lo hizo con entusiasmo. Se había metido en la enseñanza por un motivo. Le encantaba tener todas las respuestas.
—Esto tiene fácil solución. Pregúntale a la chica que te envió el telegrama a qué agencia llamó. No puede haber tantas. Ni siquiera sabía que todavía existía eso de cantar telegramas.
—Sí, claro, ¿y cómo va a ir esa conversación? —preguntó Russell entre risas—. Ah, sí, espera: «Oye, ¿eres la chica que escribió una canción sobre mi verga? Me gustaría presentársela a otra chica. ¿Me echarías un cable?»
—Eres imbécil.
—Por favor, callaos los dos.
Louis se pasó la mano por la barba incipiente y pensó un momento en sus amigos. Eran muy distintos a él. Y tampoco se parecían entre ellos. ¿Cómo podía ser que fueran amigos? Ah, sí. Gracias al poder de la cerveza. Sus cualidades mágicas no conocían fronteras. Ben, el recién nombrado profesor de universidad a los veinticinco años, y Russell, el trabajador de la construcción, que tenía veintisiete y era el mayor, pero no el más maduro. Louis el… capullo. Dios, realmente había intentado sobornar a aquella chica con un billete de veinte dólares cuando era evidente que necesitaba dinero. Debía de haberlo enterrado bajo una etiqueta de imbécil antes de llegar a la planta baja. Pero él había sentido la desesperada necesidad de verle la cara. Necesitaba asociarla a esa voz ronca y ese afilado sentido del humor. Y por un momento se había convertido en su padre. Y todo en un solo día. Olvidó rápidamente aquel pensamiento tan inquietante.
—Bueno, agarraos fuerte, porque tengo un problema igual de grave —prosiguió Louis.
—Soy todo oídos de conejo —espetó Russell.
—Es curioso que digas eso. —Louis bajó la voz—. Cuando se marchó empecé a, bueno, ya sabéis, a pensar en ella disfrazada de conejita. Básicamente en quitarle el disfraz. La verdad es que no podía dejar de pensar en eso. Y acabé por…
—Noooo.
—Oh, Dios. Te metiste en Internet.
Louis cerró los ojos.
—Vi mucho porno del malo, tíos. Gente con colitas de algodón. Zanahorias que se metían en sitios donde nunca deberían entrar. Estoy convencido de que moriré con esas imágenes tatuadas en el cerebro.
—Nos pasa a todos. —Russell se inclinó hacia delante—. Lo único que necesitas es una buena limpieza a base de porno del bueno. Reemplazar esas imágenes por otras mejores. Pero hazlo pronto. Si dejas pasar demasiado tiempo, el mal porno acaba por infectarse.
Ben los miró indignado.
—¿De verdad necesitáis ver porno para excitaros? ¿Por qué no intentáis utilizar la imaginación?
Russell y Louis se lo quedaron mirando sorprendidos hasta que Russell rompió el silencio:
—Porno-Limpieza.
Louis asintió.
—Entendido.
Pero incluso mientras lo decía sabía que nada de eso lo ayudaría hasta que consiguiera verla sin ese disfraz de conejita. Él había utilizado todas sus armas en aquel beso y ella se había marchado. Y eso lo estaba volviendo loco. Se estaba poniendo nervioso. ¿Dónde estaría en ese momento? ¿Cuál sería el motivo de que ese pivón con tanto talento se estuviera ganando la vida cantando telegramas? Y, maldita sea, ¿es que no se daba cuenta de que plantarse en la puerta de completos desconocidos era un trabajo muy peligroso? Él había podido distinguir su estilizada figura incluso a través del disfraz de peluche. Si a alguien se le ocurría arrastrarla dentro de su casa, a ella le sería imposible evitarlo.
Le vino a la cabeza el recuerdo de cómo lo había empotrado contra la pared. Vale, no estaba completamente indefensa. Y vaya mierda, ahora volvía a estar excitado y no podía satisfacer sus necesidades. Tenía que haber una explicación para todo aquello. Las chicas desfilaban sin cesar por su vida. Él las apreciaba, las trataba bien y luego se olvidaba de ellas. Era un sistema que nunca le fallaba. Y después no pasaba ni un solo segundo pensando en ellas. Ni uno. Y, sin embargo, solo había compartido un beso de diez segundos con aquella chica y, de repente, se sentía inquieto. Ansioso.
La verdad era que le había gustado incluso antes de quitarse aquella estúpida máscara. Ella le había transmitido una mezcla de seguridad y vulnerabilidad que lo había cautivado en cuanto había empezado a hablar. Había sentido ganas de seguir hablando todo el día con ella incluso a pesar de la resaca descomunal. De conocerla. Pero entonces se había quitado la máscara y lo había destrozado. Y no de la forma que le gustaba que lo destrozaran las chicas.
Tenía unos enormes ojos verdes con manchas doradas. Unos labios tan rojos que parecía que se acabara de comer un chupa-chups de cereza. Dios, se excitaba solo de pensar en la sensación que había experimentado al tenerlos pegados a los suyos. En cómo lo había besado hasta excitarlo para retirarse después y dejarlo al borde del precipicio. Se había quedado tan sorprendido de su propia reacción, que la había dejado marchar sin decirle una sola palabra. Y eso era muy raro en él. Él siempre tenía algo que decir, siempre. Era abogado, por el amor de Dios. Lo ponía en el papel enmarcado que tenía colgado en su despacho.
Aunque ella no sabía que se ganaba tan bien la vida. Cuando abrió la puerta no llevaba camisa y estaba sin afeitar, y era la mañana de un maldito jueves. Le había ofrecido tequila antes de preguntarle su nombre. A decir verdad, se sentiría decepcionado de saber que ella no lo consideraba un payaso. En su defensa cabía recordar que la noche anterior había estado celebrando una victoria para su bufete. Era uno de los clientes a los que defendía gratis, el propietario de un pequeño negocio de Queens: había perdido el colmado de su familia por culpa del huracán que había arrasado la ciudad hacía muy poco. El hombre no había sido capaz de conseguir ayuda para reconstruir el negocio, ni financiera ni de ninguna clase, por culpa de una compañía de seguros que se negaba a cooperar y del propietario del local, que quería alquilar el espacio a alguien que lo destinara a algún negocio más lucrativo. Louis llevaba varias semanas trabajando en aquel caso, y para ello empleaba el poco tiempo que le dejaban libre los clientes que pagaban y a los que no podía olvidar. Él había conseguido que el hombre recibiera los fondos que necesitaba para reformar la tienda y el sustento de su familia seguía intacto.
Vale, puede que se sobreexcitara un poco la noche anterior y aquella mañana hubiera dormido hasta tarde. No solía hacerlo. Mucho. Maldita sea, quería encontrar a esa chica para cambiar la mala impresión que se había llevado de él aunque solo fuera por eso. Está bien, puede que también tuviera ganas de volver a besarla. Muchas ganas.
Lo podía conseguir haciendo un par de llamadas telefónicas.
—Se lo está pensando —dijo Russell colándose en sus pensamientos.
—¿Qué es lo que estoy pensando?
—En llamar a la chica que te mandó el telegrama para conseguir el nombre de la agencia —le explicó Ben.
—No. No puedo hacer eso. Zoe era una chica simpática. —Louis se devanó los sesos en busca de algún recuerdo de ella—. O eso creo.
Russell se encogió de hombros.
—Dile que te pareció un regalo genial y que le quieres enviar uno a tu madre.
—A mi madre. Que vive en el sur de Francia.
—Ella no conoce la localización geográfica de tu madre. —Russell dejó su pinta vacía en la mesa—. Venga tío. Las situaciones desesperadas requieren soluciones desesperadas.
—Qué burro eres. —Louis le hizo señas a la camarera para que les sirviera otra ronda—. Y hablando de tus camaradas de manada, resulta que estoy demasiado familiarizado con ellos después de pinchar el enlace equivocado esta mañana.
Ben y Russell se estremecieron.