Parte meteorológico para hoy: tormenta de despropósitos inminente por toda la zona de Nueva York.
Los tacones altos de Roxy Cumberland repicaban en el suelo de mármol pulido y sus pasos resonaban por las suaves paredes color crema del pasillo. Cuando se vio reflejada en la inmaculada ventana con vistas a Stanton Street, torció el gesto. Ese disfraz de conejita rosa no pegaba nada con su tono de piel. Dejó escapar un suspiro de fastidio y volvió a ponerse la máscara.
Lo de cantar telegramas todavía existía. ¿Quién lo iba a decir? En realidad se había reído al leer el diminuto anuncio en la sección de ofertas de trabajo del Village Voice’s, pero sintió curiosidad y marcó el número. Dejó de reírse en cuanto se enteró de la cantidad de dinero que la gente estaba dispuesta a pagar a cambio de su humillación. Y allí estaba, un día después, preparándose para cantar delante de un completo desconocido por sesenta dólares.
Puede que sesenta dólares no parezca mucho dinero, pero cuando tu compañera de piso te acaba de echar a patadas por no pagar el alquiler —otra vez—, y no tienes adónde ir, y tu cuenta bancaria está en las últimas, las conejitas rosas hacen lo que tienen que hacer. Por lo menos su redonda y mullida colita amortiguará la caída cuando acabe con el culo en el suelo.
¿Veis? Ya le ha encontrado el lado positivo. Puede que la tormenta de despropósitos aguante después de todo.
O no. La semana anterior había ido a treinta audiciones, había recorrido la ciudad de punta a punta hasta acabar con ampollas en los pies para oír, una y otra vez, el enésimo «ya la llamaremos», y algún que otro «olvídese del papel», y eso siempre sin dejar de sonreír y de recitar textos para ejecutivos de producción aburridos. Anuncios de pasta dentífrica, papeles de figurante para telenovelas… Dios, si hasta había hecho una audición para un papel de madre en un anuncio de pañales. Todos se rieron y la echaron, a ella y a sus veintiún años.
Aunque a ella no le afectaba. Nada ni nadie podía con ella. Era una chica dura de New Jersey.
Y aunque normalmente Roxy mantenía en secreto ese detalle, no podía evitar admitir que Jersey la había preparado para el rechazo. Le había dado el coraje para decir «ellos se lo pierden» cada vez que alguien con un traje decidía que su forma de actuar no era lo bastante buena. Que ella no era lo bastante buena. Había dos palabras que la ayudaban a seguir, que conseguían que se subiera al metro para presentarse a una audición: «algún día». Algún día recordaría sus experiencias previas al estrellato y se sentiría agradecida de haberlas vivido. Se abrazaría con Ryan Seacrest en la alfombra roja y tendría una historia fantástica que contar. Aunque quizá omitiera lo del disfraz de conejita rosa.
Por desgracia, en días como ese, cuando las nubes de una tormenta de despropósitos se cernían sobre su cabeza y la seguían a todas partes, ese «algún día» parecía demasiado lejano. Los sesenta dólares que ganaría no bastarían para tapar el agujero que se había abierto en aquella nube de despropósitos, solo le servirían para comer durante las próximas semanas. Mientras su situación actual siguiera igual, tendría que pensar en algo. Y si eso significaba que tendría que coger el autobús de vuelta hasta New Jersey y colarse en su antigua habitación para pasar la noche, encajaría el golpe. A la mañana siguiente se volvería a calzar los tacones y volvería a patearse las calles sin que sus padres se enteraran de nada.
Roxy miró el pedazo de papel que llevaba en la mano a través de los agujeros de la máscara de conejita: apartamento 4D. Basándose en la canción que había memorizado por el camino y el presuntuoso interior de aquel edificio, ya imaginaba qué clase de tío le abriría la puerta. Algún imbécil de mediana edad con demasiado dinero y tan aburrido de su vida que necesitaba entretenimientos novedosos, como por ejemplo una conejita cantarina. Cuando ella acabara de cantar, él cerraría la puerta, le enviaría un mensaje cargado de emoticonos a su amante de turno para darle las gracias, y se olvidaría de aquella pequeña diversión de camino a su partido de pádel.
Roxy releyó la nota que llevaba en la mano y sintió una pequeña punzada de incomodidad en el estómago. Había conocido a su nuevo jefe en una oficina diminuta de Alphabet City y le había sorprendido averiguar que el tipo que dirigía todo aquello era un chico poco mayor que ella. Como siempre desconfiaba, le había preguntado cómo conseguía mantener a flote el negocio. No podía haber tanta demanda de telegramas cantados, ¿no? Él se rio y le explicó que las conejitas cantarinas solo le aportaban una décima parte de sus ingresos. El resto procedía de los telegramas estriptis. Roxy se había esforzado todo lo posible para parecer halagada cuando le dijo que encajaba a la perfección en ese puesto.
¿Estaría dispuesta a llegar tan lejos? Ganaría mucho más de sesenta dólares si accedía a desnudarse para desconocidos. Le resultaría muy fácil dar ese paso. Como actriz tenía la habilidad necesaria para desconectar y convertirse en otra persona. A ella no le molestaba ser el centro de atención; se había entrenado para eso. Y esa clase de ingresos le permitirían un sitio donde vivir y seguir haciendo audiciones sin tener que preocuparse por la próxima comida. ¿A qué venían tantas dudas?
Pasó el dedo por encima de las cifras que su joven jefe le había anotado en un trozo de papel. Doscientos dólares por cada estriptis de diez minutos. Dios, la seguridad que sentiría si pudiera disponer de esa cantidad de dinero. Y, sin embargo, algo le decía que si daba ese paso, que si empezaba a desnudarse para desconocidos, ya nunca podría parar. En lugar de ser un parche para su nube cargada de despropósitos, se acabaría convirtiendo en una necesidad.
«Piénsalo luego. Cuando no vayas vestida de conejita.» Entonces inspiró hondo para coger fuerzas, igual que hacía antes de cada audición. Agarró con firmeza la aldaba de latón de la puerta y llamó dos veces. Frunció el ceño cuando escuchó un gruñido molesto en el interior del apartamento. Le sonó a gruñido joven. Puede que el imbécil tuviera un hijo. Vaya, genial. Le iba a encantar tener que hacer aquello delante de alguien de su edad. Fantástico.
Su pensamiento sarcástico le explotó en la cabeza cuando se abrió la puerta y apareció un chico. Un chico que estaba como un tren. Un chico que solo llevaba puestos unos vaqueros desabrochados. Como era una descarada, enseguida le clavó los ojos en «el camino de la felicidad», aunque en el caso de ese chico Roxy pensó que debería llamarse «senda del éxtasis». Empezaba justo debajo de su ombligo, que estaba asentado bajo unos músculos abdominales muy bien definidos. Pero no eran la clase de abdominales trabajados en el gimnasio. No, eran más naturales, más bien de esos que salen cuando un chico hace unas cuantas abdominales cuando le apetece. Eran unos abdominales accesibles. De esos que se pueden lamer o sobre los que acurrucarse según el momento.
Recuperó el control de su mirada y la subió hasta encontrarse con sus ojos. Gran error. Los abdominales eran un juego de niños en comparación con su cara. Barba de tres días. Despeinado. Enormes ojos color chocolate delineados por unas pestañas negras muy oscuras. Tenía los puños plantados a ambos lados del marco de la puerta, cosa que le daba a ella un asiento de primera fila para poder observar con tranquilidad cómo se le contraían los músculos del pecho y de los brazos. Una mujer más débil habría aplaudido. Pero ella era plenamente consciente de su situación conejil, e incluso ese detalle ocupaba un segundo lugar detrás del hecho de que el señor don abdominales accesibles era tan rico que se podía permitir tener una resaca a las once de la mañana. De un jueves.
Se pasó la mano por el pelo negro despeinado.
—¿Sigo borracho o vas disfrazada de conejita?
Tenía la voz ronca. Se acababa de despertar y era muy probable que no fuera su voz habitual. Ese debió de ser el motivo de las mariposas revoloteando en su estómago.
—Voy disfrazada de conejita.
—Vale. —Ladeó la cabeza—. ¿Debería de estar borracho para esto?
—Si alguien tendría que estar borracha, esa soy yo.
—Tienes razón. —Señaló el interior de su apartamento con el pulgar—. Creo que todavía queda un poco de tequila en…
—¿Sabes qué? —«Esta es mi vida. ¿Cómo he llegado a esto?»—. Creo que estoy bien.
Él asintió una vez, como si respetara su decisión.
—¿Y ahora qué?
—¿Eres…? —Consultó el trozo de papel a través de los agujeros redondos de los ojos—. ¿Eres Louis McNally?
—Sí. —Se apoyó en el marco de la puerta y la observó—. Me pusieron el nombre por mi abuelo. Así que, técnicamente, soy Louis McNally Segundo. ¿Qué te parece?
—¿Por qué me estás contando todo esto?
—Solo te estaba dando conversación.
—¿Esta situación es típica de un jueves normal en tu vida? ¿Suelen llamar muchos animales del bosque a tu puerta?
—Tú eres la primera.
—Pues en ese caso me puedes llamar Conejita Rosa Primera. ¿Qué te parece?
Cuando él se rio ella agradeció que la máscara escondiera su sonrisa. La verdad es que aquella situación cada vez era más absurda. Y no tenía tiempo para esas cosas. A la una en punto tenía una audición para participar en una versión irónica de Lassie que dirigía una compañía de teatro. «Prioridades, Roxy.»
—Tienes voz de chica guapa. —La observó con atención, como si tratara de ver algo a través de la máscara de plástico—. ¿Escondes una chica guapa ahí debajo, conejita?
—Teniendo en cuenta que la persona que me envía para que te cante es la chica con la que te enrollaste ayer por la noche, no creo que importe lo que yo esconda debajo del disfraz —le contestó con dulzura.
—Una chica guapa puede conseguir que uno supere cualquier cosa. —Alzó una de sus cejas oscuras—. ¿De qué iba eso de cantar?
Roxy carraspeó y recordó la estúpida y horrible letra de la canción. Una letra que no había escrito ella, gracias a Dios. Cuanto antes acabara con aquello, antes podría quitarse aquel agobiante disfraz de conejita y olvidarse de todo eso. Hasta mañana. Al día siguiente tenía que disfrazarse de abejorro. Qué horror.
«Entrégate al máximo en cada actuación.»
Visualizó a Liza Minnelli, ladeó una cadera y levantó la mano opuesta.
A mi conejito bombón
Ayer por la noche salimos y lo pasamos cañón
Me llevaste a tu casa y nos saltamos la juerga
Ahora no dejo de soñar con tu perfecta ver…
—Para. —Louis negó despacio con la cabeza—. Dios, por favor, para ya.
Roxy bajó la mano.
—Espero que te estés quejando de la letra y no de mi forma de cantar.
—Yo… claro. —Echó una ojeada por el pasillo y pareció aliviado de comprobar que ninguno de sus vecinos había oído nada—. ¿Quién has dicho que te enviaba?
Ella se lo quedó mirando muy sorprendida. Aunque como llevaba la máscara puesta él no pudo darse cuenta.
—¿Te acostaste con más de una chica ayer por la noche?
—Estaba de celebración —dijo poniéndose a la defensiva—. No me digas que eres una conejita moralista. Son las peores.
—Bueno, pues yo ya he acabado. —Le dio la espalda, o la cola, para ser más exactos, y empezó a caminar en dirección al ascensor. Mientras avanzaba le dijo por encima del hombro—: Me mandó Zoe. Igual te lo quieres apuntar.
—¿Es la pelirroja? —le preguntó Louis dando voces por el pasillo. Cuando Roxy se paró en seco, él le sonrió para que ella supiera que estaba bromeando. Posiblemente—. Espera. ¿Puedes esperar aquí un momento? Debería darte algo de propina.
Roxy sonrió cuando lo vio rebuscar en los bolsillos de sus vaqueros.
—¿De qué clase de propina estamos hablando? Le acabo de cantar una oda a tu pene.
—Por favor, no me lo recuerdes. —Se sacó un billete de veinte dólares de la cartera y lo cogió entre dos dedos—. Pero tengo una petición. Primero quiero verte la cara.
Roxy sintió una punzada de irritación. ¿Qué importancia tenía su aspecto? Fuera donde fuese, cada vez que leía un papel, siempre tenía un montón de ojos críticos encima, juzgándola. Demasiado delgada. Demasiadas curvas. Demasiado alta. Demasiado baja. Nunca era lo que estaban buscando. Y justo esa misma mañana le habían dicho que tenía cuerpo de estriper. Y el hecho de que aquel fiestero cargado de billetes le estuviera ofreciendo dinero a cambio de poder juzgar su apariencia solo triplicaba su enfado.
—¿Por qué? ¿Acaso si te gusta lo que ves me vas a invitar a pasar? Todavía no te has duchado para quitarte el olor de la última chica que ha pasado por tu cama.
Él tuvo la elegancia de parecer avergonzado.
—Yo…
A Roxy le importaba un pimiento su respuesta.
—¿Acaso esperas que me sienta halagada? —Se aferró a su propio pecho con dramatismo—. Por favor, oh poseedor del pene dorado, permíteme adorar tu falo perfecto.
—Ten cuidado. —Su vergüenza se transformó en enfado—. Me está empezando a dar la sensación de que estás un poco celosa.
—¿Celosa?
Oh, aquello era el colmo. La nube cargada de despropósitos que se cernía sobre su cabeza se oscureció, de repente estaba rodeada de relámpagos. La habían echado de casa, llevaba semanas sin que la llamaran de ningún empleo y estaba a punto de aceptar ese trabajo de estriper. La había pillado en un mal día. En realidad, los días buenos empezaban a escasear y, en ese momento, solo se le ocurría una cosa que podría ayudarla: borrar esa expresión de superioridad de la cara del príncipe falo.
Se mordió los labios para hinchárselos un poco y se quitó la máscara. Se sintió muy satisfecha cuando vio que él se quedaba boquiabierto y sus ojos marrones se oscurecían. «Exacto, colega, no estoy nada mal.» Cuando empezó a acercarse a él, se enderezó y se le escapó un gruñido. Louis advirtió las intenciones de Roxy en su expresión y sabía lo que se proponía. A ella no se le pasó por alto que, a pesar de llevar un disfraz de conejita rosa muy grueso, él la estaba mirando como si luciera un biquini. Tenía que admitir que Louis McNally Segundo era un tío interesante.
—¿Celosa? —repitió antes de empujarlo para dentro y empotrarlo contra la pared que había junto a la puerta—. Cariño, yo pondría todo tu mundo patas arriba.
Sin darle la ocasión de responder, se puso de puntillas y lo besó. «¡Vaya!» Él no vaciló ni un segundo y se apoderó de sus labios con habilidad. Fue como si ella se acabara de soltar de un trapecio y él la hubiera agarrado en el aire. El beso tenía un ritmo endiablado, se besaban con la boca abierta y las lenguas peleaban por llevar el control. Louis la sujetó de la barbilla con firmeza y tiró de ella para poder ladear la cabeza y profundizar un poco más. La sorpresa explotó detrás de los ojos de Roxy y se bamboleó un poco presa de aquella oleada de calor. «Afectada.» Le estaba provocando un efecto con el que no estaba familiarizada. Había besado a muchos chicos, pero nunca había tenido miedo de parar. Louis internó la lengua más profundamente haciendo un sonido cargado de apetito que hizo vibrar toda la boca de Roxy. Ella lo repitió. Más fuerte. Dejó caer la cabeza hacia atrás y él la siguió sin dejar de besarla, como si no pudiera permitir que ella se escapara. ¿Qué estaba pasando? Estaba perdiendo el control de la situación. «Recupéralo.»
Se retiró e inspiró hondo. Él tenía la boca húmeda y separó los labios intentando respirar con cara de incredulidad.
—¿Quién narices eres tú?
Ella se tragó la extraña sensación que le trepaba por la garganta y le quitó el billete de veinte dólares de los dedos.
—Me largo.
Se marchó a toda prisa por el pasillo mientras notaba como él le clavaba los ojos. Hizo acopio de toda la dignidad que se puede tener cuando una va disfrazada de conejita rosa, pasó de largo junto al ascensor y bajó las escaleras de dos en dos.