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Debo comenzar a anotar el material de la próxima novela. Aún no la veo; no la veré sino de pronto, en la medida en que comience a trabajar. Tiene, parece, el mismo clima que El cantar del profeta y el bandido, pero será más rica en acontecimientos, un gran fresco del mundo y de la vida en este país del Norte. Debo, tal vez, empezar con la epopeya de la guerra gaucha, del éxodo, pero no vista desde arriba, sino desde abajo, desde el punto de vista de quien la sufrió y la hizo, sin perspectiva histórica. Pero todo eso estará detrás, latente o inexpresado; yo busco otra atmósfera, sencilla y épica, como los cantares del príncipe Igor, ¿será posible?
Pienso en la historia de la anciana dama —doña Gap— que presidió las bodas de su bisnieta, moribunda y senil, sentada en una gran silla virreinal, enguantada hasta los codos, empolvada, sostenida por inyecciones de pantopon. Todos los invitados, antes de entrar en el salón le presentaban sus saludos. Después los dueños volvieron a guardar a la vieja. A los dos días murió, de muerte natural, como si se desintegrara.
Hace mucho tiempo que no escribo. Me levanto, miro el cielo, torvo a esa hora, bello y neutral; luego escribo notas para el Suplemento, o cartas a los amigos. Pero no escribo más. He leído anoche una “Carta a un joven escritor”, de Ray Bradbury, que me ha hecho mal. Allí se dice lo que sé, desde Jack London: “sólo escribiendo se logra escribir”. Pero, ¿podría meterme dentro de un frasco...?
Comienzo sin saber exactamente cuál será la estructura final de la novela. Pienso que tendrá tres ciclos —los tres actuando concéntricamente dentro de la estructura general—: el primero se desarrolla desde fines del siglo XVII hasta comienzos del XIX, el segundo comienza con el éxodo jujeño y se extiende hasta donde llega Fuego en Casabindo y El cantar del profeta y el bandido, y el tercero hasta la llegada del ferrocarril a la frontera. Quiero que dentro de la obra quede registrado todo: el hombre y su historia, con sus pormenores, pecados y epopeyas, dentro de este mundo cerrado, que es el mundo. No es poca cosa, y sé que la intención no basta.
Ya he arrancado y sigo escribiendo, sólo en las mañanas, dos o tres horas, hasta que llega alguien. Antes y después no puedo. Pero ando con todo a cuestas.
Vísperas de viaje a Europa y África. Por culpa de África, una serie de vacunas molestas y trámites fastidiosos. Cólera, tifus, fiebre amarilla, viruelas. ¿No es todo este trámite preventivo, el temor científicamente irracional ante lo desconocido, es decir, ante lo que no es —afortunadamente, del todo, hasta ahora— semejante a nosotros?
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Sigo garabateando la novela, sé que se bifurca, crece, se abre como una pasión confusa. Escribo obstinadamente en los momentos que puedo. Temo que se me seque la pintura al cabo de un silencio o de una inactividad demasiado prolongada. Europa está lejos y el regreso siempre es aventurado, vidrioso. ¿Regresaré? ¿Quedaré muerto, de alguna manera, en el camino? Siempre es otro el que regresa, y ese otro, ¿amará, se apasionará por esta historia que estoy contando? El novelista es voluble con sus criaturas, las abandona de pronto, y se va con otras. El novelista manosea la vida.
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Cuando comienzo a escribir sólo tengo en cuenta dos, tres, cuatro personajes; una idea nebulosa, confusa, excitante y muy general. A medida que voy avanzando en el relato, improviso (aunque, pensándolo bien, creo que nada se improvisa porque improvisar es sacar de pronto algo del subconsciente) y de repente uno o algunos de los personajes se convierten en los principales de la narración y a menudo ocurre que los que de antemano se creían principales y dominantes no pasan de ser sino figurones secundarios. La verdadera labor de creación es improvisada, o, al menos, improvisada en la superficie de la conciencia.
Luego de estos meses en Europa y África, el regreso. En la casa han entrado ladrones y llueve todos los días. Releo la novela que dejé inconclusa, como si fuese de otro. Lo que siento más mío son sus fallas. La ausencia me ha sacado de este río, me ha sumergido en otro distinto y ahora estoy seco y ajeno. Ya soy otro, no tengo la misma fiebre, pero tampoco sueño otros sueños. No puedo vivir así, pero me doy ánimos pensando que de pronto, o poco a poco, al contacto con este mundo, inesperadamente, tal vez, con una palabra, un giro, el reacostumbramiento, la necesidad de no morirme un atardecer o un amanecer, la fiebre volverá a renacer y el entusiasmo, la inocencia imprescindible para escribir, que es la misma necesaria para enamorarse, matar o suicidarse.
Amanece. Comienzo a escribir alumbrado por tres velas (han cortado una vez más la corriente eléctrica). Anoche he dormido sólo alrededor de tres horas, pero me siento descansado. Hoy, luego del mediodía, vuelo a Buenos Aires. No me entusiasma.
Poco a poco voy logrando escribir. Creo que he retomado el hilo de la novela.
Anoche regresamos de Buenos Aires y enseguida viajaremos a Tilcara, con los chicos.
Las galeras del Cantar ya están listas, ¿qué pasará ahora? Ahora estoy en otro entrevero y ya no me importa. Este entrevero es caótico y alucinante. Por lo demás, sigue lloviendo.
F. adecenta y adorna la casa. Le ayudo y busco un lugar donde sentarme con el mamotreto.
Al atardecer, gran alboroto. El pueblo se ha reunido en asamblea para protestar y ver qué se hace ante la actitud del esclavo de la Virgen de Punta Corral, que ha resuelto alzarse con ella y la llevó a Tumbaya. Todo el mundo opina, indignado. El planteo es el siguiente: la Virgen es una cosa y entonces su esclavo es, a la vez, su dueño absoluto (¿no hay una subconsciente relación erótica en esto?). O la Virgen es patrimonio del pueblo y entonces el esclavo es su mero tenedor. En este problema el gobierno y el obispo se lavan las manos: no desean malquistarse con la clientela. Yo me niego, también, a opinar, pero por distintas razones: si lo hago me habré metido en una danza distinta de la que ahora es la mía.
Mientras tanto —afirman— la Virgen crece, o se agranda a razón de un centímetro por año.
Creo que la novela, sin nombre, 250 páginas, llega a su fin. Quizá todo el esquema inicial ha sido alterado mientras escribía. Unos personajes se despintaron y crecieron otros. De muchas maneras me he proyectado yo mismo en el jiboso y en su mujer. Pero me siento menos seguro que nunca. Tal vez tenga que tirarla al fuego, como a otras dos o tres que ya desaparecieron. Se me pudren las raíces, quizá, o las tengo al aire y quiero irme pero cada día que pasa sé menos adónde.
Trato de comenzar a anotar frases, descripciones o imágenes, posibles nombres, gestos y actitudes de personajes para El centinela y la aurora, una novela que irá a continuación de la que acabo de terminar con el título de Sota de bastos, caballo de espadas. La guerra se ha encendido por el Norte. Tengo una idea general, demasiado vaga, desarticulada; algo así como la visión de un paisaje cubierto de neblina en movimiento, que poco a poco comenzara a desvelarse, descubriéndose parcialmente en un lado y en otro. Pero siento que no puedo esperar más y que debo arrancar en serio, con lo que tenga, y que así, a medida que trabaje, una cosa aparejará la otra y sucesivamente.
Alguien nos ha mandado un casal de patos, de regalo. El macho tiene un airón de plumas suaves en la nuca y, como sucede con casi toda especie animal, es más bello que la hembra. Los ponemos en un lugar, a buen recaudo de los perros, que, por ahora, los odian. Me paso largo tiempo observándolos.
El día está brumoso pero nada frío. Ninguno de nuestros hijos ha dormido en casa; el uno acampó a un costado del río y el otro no sé dónde. Escribo desde temprano, apenas suena el riel llamando a los peones de la cuadrilla ferroviaria. Acompañado sólo por el perro, preparo un café amargo y comienzo, ¿comienzo? He hecho a un lado el cuaderno (ahora escribo en cuadernos, para no traspapelar las hojas) y anoto aquí. Ya he fumado cinco cigarrillos. Pasa el tren al Norte.
Trabajo en El centinela y la aurora. Es el primer trabajo que comienzo con el título puesto, lo he sacado del Viejo Testamento, pero ahora no recuerdo de qué parte. El trabajo se atasca a poco de comenzar, acumula fuerzas y avanza un trecho, luego vuelve a detenerse y se hace caótico, como esta misma guerra que trato de describir. ¿Servirá para algo?
Interrumpo porque el gaucho Ochoa me llama para decirme que vaya a ver cómo tumba la gran morera que está talando en los fondos. En un descanso me dice que hay muchos en Yala que me creen “medio loco”, y agrega: “Dicho sea con todo respeto. Porque, eso sí, lo respetan mucho”. Y esta opinión no deja de asombrarme puesto que soy de Libra.
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Leo el tercer tomo de la Historia del general Martín Güemes y de la provincia de Salta, o sea [sic] de la Independencia argentina, del doctor Bernardo Frías, obviamente, salteño. Esta historia está escrita en la forma narrativa de los abuelos memoriosos, pero lo más válido que hallo —además de la información sobre cuestiones de entrecasa— es el apasionamiento localista. Frías no deja pasar oportunidad para atacar a Jujuy y a los jujeños, y en eso encuentra su réplica en el doctor Joaquín Carrillo, autor de la benemérita Historia civil de Jujuy (en un tomo). Ambos historiadores se tiran con todo. Y esa polémica apasionada, por momentos insensata, tiene un antiguo sabor homérico. Sólo faltó aquí que un salteño raptara y violara a una jujeña, o al revés, para que se desatara la tragedia clásica.
En estos momentos recuerdo nítidamente la imagen del doctor Joaquín Carrillo; yo debía haber sido muy niño entonces: un venerable anciano, flaco y elegante, en una silla de ruedas, y a su esposa doña Carolina, una viejecita muy dulce. Me dijeron luego que las planchuelas de hierro que hasta hoy cubren los durmientes entre los rieles del puente ferroviario sobre el río de Yala, las pusieron precisamente para que la silla de ruedas de don Joaquín se deslizara por ellas. Don Joaquín vivía, o venía a vivir por unos meses, por entonces, en la antigua casona de la banda de Yala, donde yo cumplí luego mi primera comunión, y que todavía existe. De alguna manera, esa gran casa o partes de ella, idealizadas, me han servido como punto de apoyo para la casa de doña Teotilde en Sota de bastos. Alguna vez hablaré de esta gran casa, de ese viejo pino, de los trojes para el maíz, de aquel olor venerable, de la imagen de alguien que, después lo supe, nunca existió; una especie de muy temprano súcubo.
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No es que haya perdido las ganas de escribir. Creo que terminando El centinela debo escribir la otra, una especie de Almas muertas, pero con otro sentido, el advenimiento del ferrocarril, y unos cuentos, unos relatos, para mostrar cómo una imagen del país, este país autofagocitante, ha muerto, se devoró a la otra. Éste me causa un malestar no espectacular ni tremendo, sino pacífico, triste, desolador. Noto que estoy bebiendo demasiado y que comienza a hacerme daño. Después, creo, no quisiera escribir más nada, o, tal vez, un libro de viajes imaginarios-realistas por la quebrada y la puna recónditas, y el libro de Yala, con imágenes, música y estadísticas. Después quisiera ser ya muy viejo. Ya no quiero ser agricultor. Me gustaría terminar mis días mirando el mar.
En mucho de lo que vi y sentí estando ahora en el campamento de la Mina Pirquitas he reconocido escenas, situaciones, ambientes y personajes de El mundo, una vieja caja de música que tiene que cantar, escrito en 1962, cuando aún no conocía esta mina.
Estos juegos del tiempo: el futuro, que es el pasado y que de pronto es lo que está sucediendo ahora, me asaltan a menudo y me causan estupor. A Manuel de Urbata, el jiboso de Sota de bastos, que vivió en el siglo XVIII/XIX y que yo creí haber inventado, lo he visto hace poco tiempo: tenía los ojos negros, brillantes, sentado a las puertas de una tienda improvisada en las ferias de Abra Pampa, y también lo he vuelto a ver, exactamente como yo lo había pensando, encarnando a Cristo muerto en brazos de la Virgen en una vieja tela arrumbada. Esta experiencia, sobrecogedora, he relatado en Buenos Aires, en un reportaje por tevé, cuando me preguntaron de dónde sacaba mis personajes, y entonces de pronto lo recordé.
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Vagabundeando por la puna.
Vuelvo a sentir, otra vez, aquel silencio henchido, aquella soledad viva, en la noche, echado en un camastro, vestido, tapado hasta los ojos con un poncho, leyendo a la luz de una vela los Comentarios de la guerra de las Galias, en Yoscaba; y los perros negros de la puna, bajo las estrellas increíblemente numerosas, ladrando frenética y desesperadamente a las centurias que avanzan con sus tambores apagados, los viejos rostros fríos de los soldados por el páramo, a los pies del Esmoraca.
Intento reanudar las tareas, volver a escribir. Empiezo por releer un cúmulo de notas desordenadas. Por momentos creo saber cómo debo avanzar, pero al instante ya no estoy seguro. Ahora estoy más convencido que nunca de que escribir es un duro y constante machacar sobre el mismo clavo. Estos intervalos lo enfrían a uno, lo indisciplinan y le llenan la cabeza y el corazón de nubes.
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Plan. En estos días escribo casi regularmente. En un gran papel (40 X 50 cm) adherido sobre un cartón grueso, anoto los nudos primordiales, el desenvolvimiento de la trama de la novela. Los personajes aparecen, desaparecen, mueren, sus vidas son recordadas, surgen los colaterales, los ascendientes y descendientes; amigos, sus gentes odiadas; otros hombres.
Como en el ajedrez, anoto allí, en el gran plano, cada jugada o cada movimiento. Al día siguiente, en que puedo continuar escribiendo, estudio el “tablero”, compruebo previamente las jugadas y muevo la pieza, la rama, la variante de la historia que entonces se me ocurre, o para la que entonces estoy predispuesto, y así la historia crece.
El gran “plano” está, a esta altura, tan lleno de variantes, flechas, corchetes, advertencias encerradas en pequeños redondeles o cuadritos, interpolaciones y ramificaciones, que debo utilizar lápices de colores para agrupar aquello que entre sí tiene relación directa, indirecta o remota.
Llevo escritas unas 150 páginas de El centinela. Casi no corrijo ni reescribo (en realidad, nunca lo he hecho tampoco). Los personajes comienzan a vivir —ya se los nota vivos— pero aún son esquivos, alucinantes por momentos, secretos. La cara de la guerra es espantosa, sobria, serena. La semana pasada, el coronel Balderrama, derrotado en Chorrillos, donde ha perdido una mano, luego del combate pretendió ahorcarse colgándose de un cebil. Una muerte indigna para un guerrero.
Siguen siendo muy borrosas estas historias. Sólo a medida que avanzo las conozco, como cuando avanza el amanecer, se aventan las brumas y el mundo y las gentes se ponen en evidencia. A veces descubro, de pronto, cosas asombrosas, junto a las cuales, sin saberlo, había estado durmiendo. Juan el adobero es un campesino humilde pero no tonto, aunque más bien parece un poco tonto hasta ahora. Dentro de pocos días se enganchará de soldado y casi de inmediato entrará en combate, junto al coronel Balderrama, creo, de quien posiblemente se convierta en asistente.
Estuve ayer hachando leña y ahora me duele la mano derecha y me cuesta manejar el lápiz. Pero a máquina no puedo escribir, porque escribo en un cuaderno y porque despertaría a todo el mundo.
Sobre mi mesa se amontonan algunos cuadernos, pequeñas libretas y trocitos sueltos de papeles con anotaciones. Es la materia prima, la salsa, los ingredientes; a veces son croquis y dibujitos en los cuales me apoyo para escribir en medio de un considerable desorden. Una vez utilizados, los boto; así como cuando uno termina de cocinar y tira los desperdicios.
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200 páginas de El centinela manuscritas y aún no tengo una idea acabada del libro. A medida que avanzo va surgiendo la historia. Leo que a Raymond Chandler le pasaba lo mismo; grave riesgo en él, puesto que era un escritor de novelas aparentemente policiales.
La historia principal —el tronco de la historia— de Sota quiere volver a cada rato y meterse en El centinela; esto es a causa, seguramente, de que no la he rematado, por incapacidad y/o por deliberación subconsciente. Ya no cabe un papel más en mi mesa de trabajo, pero aún manejo este desorden. Hay tipos que escriben a máquina y hacen un trabajo limpio, dicen. Yo no puedo. He colgado el plan de trabajo en la pared, cerca de mi vista. Pero igualmente me evado, no lo respeto, y me arrepiento. ¿Cómo comprondrían antes? Homero, por ejemplo. Me parece que cada capítulo, cada canto o como se llame, de la Odisea y la Ilíada es autónomo, unidos o relacionados entre sí por un objetivo, una idea general y generalizadora.
Hay ciertas arquitecturas apabullantes, al menos para mí. La de La montaña mágica, por ejemplo. He leído que Thomas Mann dijo que esa obra era “un complejo de relaciones musicales”. No lo creo; es decir, no creo que ésa haya sido su propuesta de trabajo; creo que es un juicio a posteriori, una conclusión. Por más alemán que uno sea, es imposible ser tan apolíneo, organizado y arquitectónico. El viejo Goethe era un pillo lleno de concupiscencia. Mann dice de La montaña: la novela “como arquitectura de las ideas”, y eso resulta peor todavía: algo así como hacer el amor con un prospecto o recetario de la fornicación en la mano.
Pero tampoco creo en el mero espontaneísmo. Esto en ninguna actividad (en política, en box, en economía, en literatura) conduce a nada permanente y acabado. Ni siquiera en la caza, que es la actividad humana con mayor dosis de espontaneidad.
Me siento mucho mejor escribiendo en los días brumosos. Los días de sol me sacan hacia afuera, siento que me hacen perder esa intimidad imprescindible, ese aislamiento necesario. Tal vez me esté convirtiendo en una especie de maniático lleno de tics. También, para trabajar, prefiero el invierno o el otoño al verano. La melancolía, en la creación literaria resulta un fuerte motor, como el fanatismo en la militancia.
Comienzan los días secos de viento norte. Pronto empezarán los incendios en las laderas de los cerros; esos que se ven en las noches, rojos, resplandecientes e inmóviles y que aterran a las serpientes, a los conejos, pero no seguramente a los zorros ni a los pájaros.
Momento crítico en la construcción de El centinela —300 páginas manuscritas— y debo comenzar a recoger, imperceptible y paulatinamente, la red y a atar los cabos. Mientras la novela se expande, todo es fácil (sacar las fieras de la jaula), lo difícil es —luego del espectáculo— volverlas a meter con gracia, con orden y armonía, sin que se note, sin matar forzosamente a ninguna. Escribir una novela es retornar siempre al punto de partida, después de haber descrito la parábola. Creo que existen dos grandes peligros en este oficio: la divagación y el apresuramiento.
Ilustración: un mago llega a la plaza, comienza a hablar, a expandir sus objetos mágicos, la mercadería que ofrece, por el suelo, a su alrededor. La gente se agolpa, el mago relata. A partir de cierto momento —la culminación— comienza a recoger todo, poco a poco, paulatinamente, sin que la gente se dé cuenta de ello, pendiente como debe estar de las palabras del mago. Al cabo, en el momento justo —no antes ni después— el mago lo ha recogido todo, ha concluido y desaparece. Si es un mero charlatán, la gente, aburrida, lo abandonará, unos antes, otros después; si es un chapucero, la gente se dará cuenta y tampoco habrá logrado el milagro. Todo esto se ve con nitidez analizando o re-construyendo alerta y cuidadosamente una novela policial, una buena novela policial, no una de aquellas hechas con el molde de la budinera. También la Odisea. He oído hablar, a gente seria inclusive, de novela abierta y novela cerrada. No entiendo eso. También de procedimientos de collages, del montaje “cinematográfico”, etcétera. Respeto y admito que cada quien puede hacer lo que le dé la gana: mato —no alevosa ni premeditadamente, sino gratuitamente— a un personaje (porque no puedo con él, no se doblega, rompe el coro y me sobra), hago el pegote de una crónica periodística, o fabrico un racconto. Pero otra cosa es escribir novelas.
Ah, pero también existe la novela puchero, sabrosa, llena de cosas, nutritiva y rica, que cuando es genuina es buena. El gran ejemplo obvio: Las aventuras de Gargantúa y Pantagruel (también en cierto modo el Quijote, con el perdón de Dios).
Otro recurso para rematar es el epílogo. Un recurso justo, cuando es necesario, es decir cuando no encubre la chambonería, es decir la incapacidad del autor para recoger la fábula.
Carta de EG pidiéndome un cuento para Crisis. Dejo a un lado momentáneamente El centinela —360 páginas— y me pongo a escribir un cuento en base a una idea comenzada a trabajar unos meses atrás. Lo termino y se llama Historia olvidada, pero no acaba de convencerme; le falta la tensión necesaria; tal vez le sobren algunas cosas, y le falte algún matiz. No lo mando.
Durmiendo la siesta —el calor es fuerte— sueño el desenlace de la novela. Medio atontado por el sueño alcanzo a levantarme y corro a anotarlo antes de que se me olvide.
Regresamos de Córdoba.
Continúo pasando a máquina El centinela; tarea fastidiosa y cansadora. Hay tres propuestas para editarla. Todavía no he resuelto el problema de si irá esta novela unida en un solo volumen con Sota, o irán separadas. Necesito leerlas una detrás de otra, en paz y de un tirón. ¿Cuándo podrá ser?
En abril he terminado El centinela; qué alivio y qué vacío, semejante a la nostalgia y la pena.
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El fin de El centinela, su estructura, me ha hecho pensar otra vez en la novela como la imagen o la proyección de un fragmento del mundo, o de la realidad; pero hallo de nuevo ardua y ociosa esta cuestión. El centinela es un libro confuso y fragmentario, tal vez. Pero ¿y la realidad? La realidad es única y fragmentaria, cada momento es único y fugaz y permanente. Algunos creen o pretenden que existe principio y entremedio y fin. Eso no existe; el principio es el fin, el fin es el principio y lo que comienza y termina sólo es una mera pretensión de la lógica o del razonamiento.
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Sota, releída por primera vez, peca casi escandalosamente de incoherencia, su arquitectura, si tiene alguna, es “antiestructural”, parcialmente caprichosa. Dickens, Pérez Galdós, Balzac, la hubieran vuelto a escribir, diez, quince veces; yo no puedo. En realidad yo no soy un novelista sino un narrador de momentos, de evocaciones. Pero en realidad, ¿qué es la novela sino algunas imágenes, algunos gestos, unos cuantos momentos perdurables?
Firmo el contrato de edición de Sota de bastos, caballo de espadas. No quiero hablar más de esto. Viajamos al Norte; además, la casa está llena de albañiles.
Ramiro trae a Yala el correo. Dentro de un sobre certificado, el primer ejemplar de Sota de bastos, caballo de espadas, 406 páginas. Tomamos de inmediato un trago en la galería que da al Naciente, para festejar. ¿Festejar qué?