Introducción
«Al frente de su propia casa, que somos nosotros,
si es que mantenemos la confianza y nos gloriamos en la esperanza».
San Pablo, Carta a los Hebreos
«La esperanza empieza sólo con la religión».
IMMANUEL KANT, Crítica de la razón práctica
¿Por qué deberíamos considerarnos cristianos? Hoy somos liberales y, por consiguiente, no necesitamos dirigirnos al cristianismo para justificar nuestros derechos y libertades fundamentales. Somos laicos y, en consecuencia, podemos considerar las fes religiosas como creencias privadas. Somos modernos y, por tanto, creemos que el hombre debe hacerse a sí mismo, sin necesidad de guías que no procedan de su propia razón. Somos hijos de la ciencia y, por eso, nos basta con el saber positivo, probado y demostrado.
Y esto sin contar otras cosas. En Europa estamos hoy por la unificación y, en consecuencia, debemos evitar dividirnos mencionando el cristianismo entre las raíces de la identidad europea. Están renaciendo en el mundo guerras de religión, y de ahí que debamos evitar encender otros focos. Estamos integrando en nuestra propia casa a millones de musulmanes y, por tanto, no podemos pedir conversiones en masa al cristianismo. Estamos atravesando en nuestras sociedades occidentales por la fase de la máxima expansión de los derechos y, en consecuencia, no podemos permitir que la Iglesia interfiera y ponga obstáculos al goce de los mismos. Etcétera.
Este libro pretende refutar todos estos por tanto y en consecuencia. No cabe duda de que están difundidos: los leemos en los libros y en los periódicos, los oímos en la televisión y en las aulas universitarias, los escuchamos en la voz de muchos intelectuales, los vemos actuando en la acción de muchos políticos. Nos bombardea por tantas partes esta negación de la religión, en particular esta apostasía del cristianismo, que es algo digno de admiración que alguien se oponga a ella todavía. Yo me opongo.
Me opongo, en primer lugar, por instinto: desconfío de las ideas difundidas cuando no consigo explicármelas personalmente, desconfío de la sabiduría popular cuando va en contra de mis intuiciones intelectuales y morales más arraigadas, desconfío de la euforia que pretende construirnos un «hombre nuevo» sobre las cenizas del antiguo, desconfío de los maestros cuando quieren hacerme callar o no quieren darme la palabra.
Me opongo, a continuación, por razones doctrinales. No hay ningún enunciado que siga a los por tanto y en consecuencia ya citados que no me parezca erróneo, por defecto de argumentación, por falta de pruebas, por superficialidad de reflexión, por lagunas históricas o conceptuales. Dicho de una manera sencilla: a mi modo de ver, de esas premisas, que se confiesan laicas, no se siguen las conclusiones anticristianas.
Me opongo, finalmente, por razones morales y de civilización. Me parece que si las opiniones que hoy corren en materia de cristianismo se aceptaran y se volvieran verdaderamente ideas dominantes, como querrían los que las sostienen y defienden, se seguiría de ahí una crisis seria. A mí me parece que ya estamos en medio de ella, y agitar el anticristianismo para evitarla es como usar la enfermedad para curarla. Relativismo, laicismo, cientificismo y todo lo que se ha puesto hoy en lugar de la fe son los venenos, no los antídotos, los virus que atacan al cuerpo ya enfermo, no los anticuerpos que lo defienden.
Mi posición es la del laico y liberal que se dirige al cristianismo para pedirle las razones de la esperanza. No se trata de conversiones o iluminaciones o arrepentimientos, cosas todas ellas importantes, delicadas y respetables, pero que afectan a la esfera de la conciencia personal que aquí no cuestiono y todavía menos exhibo. Se trata de cultivar una fe (no existe otra expresión adecuada) en los valores y principios que caracterizan a nuestra civilización, y de reafirmar los fundamentos de una tradición de la que somos hijos, con la que hemos crecido, y sin la cual seremos todos más pobres.
Grandes genios y autores con los que no puedo compararme, desde Kant a Croce, me han precedido en el camino que emprendo aquí. Y cada vez advierte más gente la misma necesidad de esperanza. Basta con mirar a nuestro alrededor para comprender que el mito prometeico del hombre que se hace a sí mismo, que se basta a sí mismo, que no tiene otros límites que él mismo, corre el riesgo de traernos otras calamidades después de las que nos ha provocado recientemente. El experimento que de una manera expeditiva ha recibido el nombre de Ilustración (en singular, como si no hubiera más que una sola) y que hoy está en curso sobre todo en Europa —vivir como si Dios, ningún dios, existiera— no está dando los frutos prometidos. Voy a intentar explicar aquí por qué, entrando en los tres principales laboratorios en que se está realizando el experimento.
Primero. Vivimos en regímenes liberales, y el liberalismo, en cualquiera de las muchas versiones que corren, es la doctrina que está en la base de las constituciones nacionales y cartas internacionales de los derechos de las que estamos más orgullosos. Ahora bien, precisamente la idea actual de que el liberalismo sea sólo un marco político y procedimental neutro e independiente de toda doctrina sobre el bien, en particular religiosa, no ofrece ninguna fundamentación o justificación segura de esos derechos y los deja únicamente a merced de la fuerza, incluida la fuerza del derecho positivo creado por los parlamentos. Los grandes Padres del liberalismo clásico —desde Locke a Kant y desde los Padres fundadores de América a Tocqueville— tenían claro este problema. Sabían que, sin un sentimiento religioso, ninguna sociedad, sobre todo la sociedad liberal de hombres libres e iguales, puede mostrarse estable o cohesionada, puede desarrollar un sentido de identidad y de solidaridad. Sabían también que sobre todo la sociedad liberal necesita no sólo constituciones, instituciones y procedimientos, sino también costumbres y virtudes apropiadas. Y sabían y escribían que el cristianismo —con esa idea suya del hombre creado a imagen del Dios que se hizo hombre para sufrir con ellos— es la religión que ha introducido el valor de la dignidad personal, sin el cual no hay ni libertad, ni igualdad, ni solidaridad, ni justicia. También ellos eran liberales y laicos, pero eran liberales y laicos cristianos. Hoy que se ha vuelto anticristiano, el liberalismo se ha quedado sin fundamentos y sus libertades suspendidas en el vacío. Por eso, si verdaderamente se quiere ser liberal, hay que ser cristiano.
Segundo. Europa se está convirtiendo en la tierra más descristianizada de Occidente y se jacta de ello. Piensa que el cristianismo que la promovió le es ahora un obstáculo. Sin embargo, se da cuenta a renglón seguido de que necesita una identidad. «Necesitamos un alma», se lamentan hoy algunos europeístas de la segunda generación, repitiendo las mismas palabras que los de la primera. «Los tratados políticos no bastan», «la unificación económica es sólo un paso». Sin embargo, los nuevos políticos europeístas no han conseguido dar ese otro paso, el decisivo. Al rechazar la naturaleza cristiana del alma europea, han rechazado asimismo la historia europea. Lo han hecho pensando que Europa será más abierta, inclusiva, tolerante y pacífica sin identidad cristiana. Es verdad lo contrario. Europa, sin la conciencia de la identidad cristiana, se separa de América y divide el Occidente, pierde el sentido de sus propios límites y se convierte en un contenedor indistinto, no consigue integrar a los inmigrantes, es más: los mete en guetos o se rinde a su cultura, no está en condiciones de vencer al fundamentalismo islámico, incluso favorece el martirio de los cristianos en muchas partes del mundo y hasta en su propia casa. Esta Europa, tan rica y tan frágil, poderosa y asustada, está hoy en condiciones de reunir cada vez a más gente en los supermercados, en los bancos, en los estadios deportivos, en las discotecas, en los lugares de entretenimiento y de vacaciones. Ahora bien, si quiere ir más allá y unificarse verdaderamente, entonces esta Europa debe recuperar su propia identidad y volver a coger la bandera cristiana.
Tercero. La cultura moderna interpreta la autonomía liberal como una libertad concedida a cada individuo y grupo para elegir y perseguir su propia concepción del bien. Es su triunfo sobre los viejos vínculos y límites, y parece una posición razonable. ¿Por qué habríamos de imponer nuestros puntos de vista? ¿Acaso son mejores que otros? ¿Por qué habríamos de negar derechos especiales a los grupos que los piden? ¿Acaso no consiste la libertad en dar carta de ciudadanía a todas las libertades? ¿Por qué habríamos de pedir a los otros que acepten la cultura cristiana? ¿Acaso no es un obstáculo para el diálogo? La democracia —se dice— es relativista, no tiene religión, es religión por sí misma. Sin embargo, se descubre después algo que ya había visto muy bien Platón: que esta democracia relativista es autofágica, se come a sí misma. Porque si ya no hay verdad, sino la simple suma de muchas creencias parciales, si ya no existe la ley moral que obliga a todos, sino sólo las tradiciones que plasman los grupos particulares, si ya no existe un vínculo ético común, sino sólo la máxima libertad de elección de cada uno, entonces no queda más remedio que someter el bien moral a votación, y ésta, fijémonos en nuestras legislaciones en materia bioética, puede decidir que está bien cualquier cosa. El Estado liberal que, para los Padres del liberalismo, embebidos del cristianismo, tenía la función de garante y custodio del respeto a los derechos humanos fundamentales, sagrados, inviolables, innegociables, basados en valores igualmente sagrados, se ha convertido en nuestros días en el adversario más insidioso de estos mismos valores. Si no queremos que degenere ulteriormente, debemos restituirle el sentido de sus fundamentos cristianos.
Liberalismo sin fundamentos, Europa sin identidad, ética sin verdad: estos tres puntos principales, a los que he dedicado un capítulo a cada uno de ellos, son objeto de experiencia cotidiana de millones de personas. Y constituyen materia de debate político. Sin embargo, no entraré en este debate. Más aún, este libro prepara en sentido estricto mi despedida de la vida política, con la gratitud que debo a una experiencia de la que he aprendido mucho. Más que la militancia, me interesan las doctrinas, los fundamentos conceptuales, los presupuestos teóricos y también las visiones: exactamente lo que la política no ofrece o evita hoy. Aquel que invitó a los que necesitan visiones del mundo a que fueran al cine no podía imaginar el daño en que habría de incurrir el que se tomara al pie de la letra su infeliz ocurrencia. Sirve, sin embargo, a la política elaborar diseños y reflexionar sobre las mejores razones de la propia función. Sólo en este sentido, menos ocasional y contingente, se puede considerar la mía como una contribución política.
He escrito para hacerme comprender por un público lo más amplio posible, ese que ya tiene una respuesta a mi problema, el que no la tiene, pero desea tenerla, el que simplemente está interesado en hacerse una opinión. Y, naturalmente, he escrito también para aquellos que tienen ideas distintas y pretenden someterlas seriamente a una confrontación. Lamentablemente, una buena parte de la literatura sobre el tema del cristianismo, de la laicidad, del liberalismo, de Europa, de la bioética, es en nuestros días militante, polémica y agresiva. En particular, en muchas intervenciones de la prensa de actualidad y de la literatura relevante europea, y también de la americana, la religión se ha convertido en signo de irrisión, denigración, conmiseración y desdeñosa consideración. A mí me parece un triste estrechamiento del horizonte del pensamiento y una degradación de los usos intelectuales.
Aquí y allá, a lo largo de este trabajo, le pediré al lector no especialista un esfuerzo filosófico. Será cuando hable de Benedetto Croce y de su célebre y precioso ensayo en el que tuvo el coraje de confrontarse con el cristianismo y poner en peligro su inmanentismo liberal. También cuando presente el patriotismo constitucional de Jürgen Habermas y discuta la laguna ética que deja al descubierto. Cuando remita a los clásicos del liberalismo, sobre todo a Kant, que es el que reserva (al menos a mí me las ha reservado) las mayores sorpresas. Cuando debata con otras figuras del liberalismo contemporáneo dotadas de autoridad, como John Rawls. No creo que se trate de esfuerzos que el lector normal al que me dirijo no pueda realizar. He intentado ayudarle usando el lenguaje más sencillo y reservando para las notas, que pueden estar muy bien al final del libro, lo que puede servirle más adelante. Si no lo he conseguido, le pido disculpas.
Este libro —del que he dado tantas pruebas públicas en escritos, intervenciones y discursos a ambos lados del Océano— intenta dar un orden sistemático, a mi modo de ver, a los problemas que trata. Al cambiar de campo de investigación respecto al de la epistemología, la historia, el método y la historia de la ciencia, al que me he dedicado durante mucho tiempo, he descubierto que los principales instrumentos analíticos que me formé entonces me han ayudado ahora también en este nuevo campo. La vida intelectual reserva sorpresas y estoy contento de que la actividad política no me haya quitado, sino que incluso haya hecho crecer en mí, el gusto por la investigación.
Este libro está dedicado a la memoria de Francesco Barone, verdadero maestro, verdadero laico, verdadero liberal, al que debo mucho más que mi formación intelectual. Que continúe sirviéndome de ayuda lo considero otro signo, triste pero afortunado, de la esperanza.
Algunos amigos y estudiosos de cuyo juicio me fío y a los que les quedo agradecido han leído una versión incompleta del primer capítulo y debatido conmigo el proyecto del libro. Sin embargo, ninguno de ellos lo ha visto enteramente. Sólo Uno lo ha hecho y ha tenido la generosidad de hacerme conocer Sus opiniones. Con Su permiso las reproduzco aquí con emoción. Benedicto XVI es el Papa de la esperanza cristiana al que se dirigen millones de personas de todo el mundo y al que la historia ha cargado sobre sus hombros enormes responsabilidades. Es la figura que más sacude nuestras conciencias y requiere nuestra atención. Mi gratitud personal e intelectual hacia él va mucho más allá de lo que podría expresar con cualquier palabra. Sólo puedo decir que, a pesar de todos mis requerimientos interiores, este trabajo no se habría realizado si Él no hubiera escrito y hablado, y no hubiera dado testimonio de aquello que escribe y habla.