Capítulo II
LAS FUENTES CRISTIANAS: SU VALOR HISTÓRICO

Las verdaderas fuentes sobre Jesús y los orígenes del cristianismo son los evangelios. Desde los comienzos de la crítica moderna, los estudiosos han mantenido una desconfianza fortísima respecto al valor histórico de estos libros. Su influjo se deja sentir todavía entre los exegetas actuales: hoy nadie discute el carácter de anuncio y la intención teológica de los evangelios, pero existe aún una gran resistencia a la hora de reconocer su veracidad histórica. Las publicaciones contemporáneas sobre los evangelios, por ejemplo, suelen detallar las hipótesis explicativas de su génesis (fuentes, etapas de formación, formas literarias, etc.), pero silencian o abordan con bastante premura su verdad histórica. Domina todavía hoy una posición escéptica; seguramente menos radical que la mantenida por R. Bultmann, para quien era imposible saber algo sobre la realidad histórica de Jesús, sobre cómo vivió, habló y obró. En otras palabras, no consideraba los evangelios instrumentos válidos para conocer quién fue Jesús y cómo vivió. La generación posterior matizará el juicio radical de Bultmann, como muestran estas palabras de G. Bornkamm: «Los evangelios sinópticos no son fuentes históricas ordinarias a las que puede referirse sin más el historiador que interroga a Jesús de Nazaret como una figura del pasado. Aunque su aportación a la historia es diferente de la de Juan [evangelio que considera profundamente teológico y, por tanto, de escaso valor histórico], también ellos imbrican en todo momento información sobre Jesucristo y confesión de fe, relato de los hechos y testimonio de la comunidad creyente»20. La radicalidad del maestro ha desaparecido, pero el escepticismo respecto a los relatos evangélicos permanece.

La sospecha respecto a los evangelios, típicamente moderna, hace su aparición con la publicación en 1778 de un manuscrito de H.S. Reimarus. Según este autor, el Jesús de los evangelios fue inventado por sus discípulos; estos escritos transmiten el Cristo dogmático, del que es necesario liberarse para poder acceder al Jesús histórico. La primera crítica histórica se afirma en oposición al dogma cristiano, se intenta conocer la historia pensando que de este modo aparecerá la mentira del dogma. A. Schweitzer afirma en su famoso estudio acerca de la investigación histórica sobre Jesús, publicado en 1906 con el título Von Reimarus zu Wrede: eine Geschichte der Leben-Jesu-Forschung: «La investigación histórica sobre la vida de Jesús no ha partido del puro interés histórico, sino que ha buscado el Jesús de la historia como el que podía ayudarla en la lucha para liberarse del dogma»21.

Seguramente por su prejuicio ideológico esta primera investigación histórica moderna sobre Jesús llega a unas conclusiones muy pobres. «Surgen una multitud de descripciones de la imagen de Jesús. Hoy día, al leerlas, no podemos menos de sonreír. Esas imágenes de Jesús son muy distintas. Los racionalistas describen a Jesús como el predicador moral; los idealistas, como la quintaesencia del humanismo; los estetas lo ensalzan como el amigo de los pobres y el reformador social, y los innumerables pseudocientíficos hacen de él una figura de novela. A Jesús se le moderniza. Estas «vidas de Jesús» son enteramente imágenes de la fantasía. El resultado es que cada época, cada teología, cada autor redescubre en la personalidad de Jesús el propio ideal. ¿En qué está el fallo? Los escritores, sin darse cuenta conscientemente, están sustituyendo el dogma por la psicología y la fantasía»22.

La separación radical, e incluso oposición, que establecen los estudiosos entre el Jesús de la historia y el Cristo de la fe se fundamenta en la hipótesis de que los evangelios no son testimonios de acontecimientos históricos. O sea, las afirmaciones sobre Jesús contenidas en los evangelios no están vinculadas a lo que aconteció, sino que proceden de la fe de los apóstoles. No resulta difícil encontrar en las publicaciones modernas declaraciones acerca de que la fe nada tiene que ver con la historia pasada, o que se puede seguir creyendo tranquilamente, aunque se acepte que los evangelios no tienen consistencia histórica. La fe, se dice, es una decisión subjetiva. Semejante afirmación es totalmente contraria a la fe cristiana. A diferencia de otras creencias, el cristianismo no es un sentimiento religioso ni una experiencia espiritual subjetiva, sino la adhesión a una persona que vivió hace dos mil años en Palestina y que se hace presente en el mundo entero a través de sus testigos. Por eso, la historicidad del testimonio evangélico es indispensable para dar el asentimiento de fe de un modo razonable, humano. La adhesión de la fe es a la verdad del testimonio, al acontecimiento que anuncian los testigos. El origen de la fe cristiana no coincide con lo que los apóstoles «creyeron» o imaginaron sobre Jesús, sino con los acontecimientos históricos que éstos vieron con sus ojos.

Con frecuencia suele indicarse la predicación apostólica como el verdadero nacimiento de la fe cristiana. El testimonio de dicha predicación recogido en los discursos de los Hechos de los Apóstoles y las cartas de Pablo contiene confesiones explícitas de la divinidad de Jesús, mientras que éstas parecen estar ausentes en las narraciones primitivas de los evangelios. Por ello, se dice, en esta reflexión teológica, realizada por los apóstoles y sus primeros seguidores, hay que situar el origen de la fe cristiana. Sin embargo, las afirmaciones de fe contenidas en la predicación apostólica corresponden a las pretensiones que tiene el Jesús histórico en los evangelios. En efecto, aunque escritos después de su muerte y resurrección, los evangelios transmiten noticias del Jesús histórico: discute con los fariseos, come con publicanos y pecadores, realiza prodigios, se pone por encima de la Ley y el templo, perdona los pecados, predica la llegada del Reino de Dios, es incomprendido por sus mismos discípulos y, al final, es juzgado y condenado como blasfemo por las autoridades judías. La predicación cristiana es el eco en la historia de esta pretensión de Jesús, de su conciencia de ser una novedad absoluta. Sería necesario no olvidar que en el principio no existió la predicación, sino el hecho de Jesús de Nazaret23. No es la fe la que genera el hecho, es decir, los sucesos narrados en los evangelios, sino que es el hecho el que suscita la fe de aquellos hombres en Jesús.

Hay religiones cuyo origen se remonta a las enseñanzas de un sabio o santón, sin que jueguen particular papel en ellas los acontecimientos de su vida. Otras han surgido de la unión de diferentes corrientes de pensamiento o vida espiritual. Es decir, se fundamentan sobre ideas, no sobre acontecimientos. El cristianismo, por el contrario, nace del encuentro de un grupo de personas con Jesús de Nazaret, un hombre que nació en Palestina, predicó en Galilea y Judea, fue condenado a muerte y crucificado bajo Poncio Pilato y, según el testimonio de sus seguidores, resucitó al tercer día. Por este motivo, los evangelios no pueden ser considerados literatura religiosa: escritos que, independientemente de los sucesos históricos, afirman verdades eternas o morales. Son relatos testimoniales de hechos que tuvieron lugar en un país y tiempo precisos. Lo afirman explícitamente Lucas al comienzo de su evangelio y Juan al final del suyo. Por tanto, estos escritos cristianos narran historia. Es verdad que hablan de un acontecimiento único: que Dios se hizo hombre en Jesús de Nazaret. Un acontecimiento imposible de inventar por la razón humana; incluso hoy todavía la razón se resiste a aceptarlo. Los evangelios han sido redactados por personas, o dependiendo del testimonio de personas, que fueron profundamente afectadas por la personalidad de aquel hombre llamado Jesús, por lo que dijo e hizo. Los relatos evangélicos no son otra cosa que el testimonio de los encuentros que algunos hombres tuvieron con él y del cambio que se produjo en sus vidas. Narran experiencias de salvación en la historia; sin estas experiencias históricas de salvación no habrían sido escritos. Los evangelios narran lo que algunos judíos oyeron y vieron con sus propios ojos, contemplaron y tocaron con sus propias manos.

Ciertamente con su testimonio los evangelistas quieren favorecer el encuentro salvífico con Jesús. Por eso son una Buena Nueva, como indica su mismo título: Evangelio. Escritos por creyentes para creyentes o para personas que tenían curiosidad y deseo de conocer; no son simples crónicas, sino relatos de fe. Pero esta peculiaridad de los evangelios no supone en sus autores una ausencia de interés por la historia. Ellos testimonian, repetimos, lo que vieron y oyeron, pues la fe en Cristo Jesús nació de aquellos sucesos de que fueron testigos, del encuentro con aquella persona excepcional que les fascinó. Puesto que la fe cristiana es el reconocimiento de la presencia insólita del Misterio en Jesús de Nazaret, no nace del pensamiento o de la imaginación humana —un hecho así ¿quién lo podía prever o imaginar?—, sino de la visión y la experiencia. Por eso, entre todos los aspectos implicados en el estudio exegético de los evangelios el más importante y decisivo consiste en saber si es verdad lo que anuncian, si los autores testimonian hechos o narran simplemente alegorías, relatos de ficción que intentan ilustrar una doctrina24. Justamente porque el cristianismo se identifica con Jesús de Nazaret, si se demuestra que lo que afirman los evangelios sobre él no es un hecho real, es pura ficción, no sólo el testimonio de los evangelios dejaría de tener algún interés, sino la misma fe cristiana.

En las obras de los pioneros de la crítica moderna de los evangelios aparece con claridad que estos autores se negaban a conceder un valor histórico a los relatos evangélicos por un prejuicio filosófico: la presencia de lo sobrenatural es imposible; por tanto, los relatos que lo afirman no pueden ser históricos. Durante siglos se ha negado el valor histórico de los evangelios no porque se haya mostrado su falsedad, su deseo de engañar o su falta de información sobre los sucesos narrados, sino por la presencia de lo sobrenatural en ellos. Emblemáticas son estas palabras con las que E. Renan prologaba la decimotercera edición de su famosa Vida de Jesús: «Que los milagros referidos por los Evangelios no han tenido realidad, que los Evangelios no son libros escritos con la participación de la Divinidad no son para nosotros el resultado de la exégesis; son anteriores a ella. Son fruto de la experiencia que nunca ha sido desmentida. Los milagros son de esas cosas que no ocurren nunca; sólo las gentes crédulas creen verlos; no se puede citar uno solo que haya ocurrido ante testigos capaces de comprobarlo; ninguna intervención particular de la Divinidad ni en la confección de un libro ni en ningún otro acontecimiento ha sido jamás probada. Desde el momento en que se admite lo sobrenatural, se está fuera de la ciencia, se admite una explicación que nada tiene de científica, una explicación de la que prescinden el astrónomo y el físico, el químico, el geólogo, el fisiólogo, de la que el historiador debe también prescindir. Rechazamos lo sobrenatural por la misma razón que nos hace rechazar la existencia de los centauros y los hipógrifos: esta razón es que nunca se ha visto ninguno. No es porque me haya sido previamente demostrado que los Evangelistas no merecen crédito por lo que rechazo los milagros que cuentan. Es porque cuentan milagros por lo que digo: ‘Los Evangelios son leyendas; pueden contener historia, pero ciertamente no todo en ellos es histórico’»25.

A todos aquellos que niegan a priori la historicidad de los evangelios J. Guitton les acusa de deslealtad con la realidad, pues semejante afirmación no es la conclusión de un estudio de los documentos, sino un a priori de su investigación. En el prólogo a una obra sobre la figura y el trabajo del fundador de la Escuela Bíblica de Jerusalén, M.-J. Lagrange, Guitton denuncia el prejuicio de los impugnadores del valor histórico de los evangelios con estas palabras: «No negáis en nombre de los hechos, en nombre de las excavaciones. Porque nosotros hemos demostrado que los hechos, las excavaciones, el conocimiento profundo de las lenguas y los lugares, no contradicen el testimonio. Vuestra negativa no se fundamenta en la ciencia, sino en un axioma que consideráis extraído de la razón y que consiste en prohibir por anticipado ‘el milagro’»26.

1. Las fechas de composición de los evangelios

Muchos manuales y obras de divulgación sitúan la composición de los evangelios entre los años 70-100. Ejemplo de esta opinión es la obra divulgativa de G. Theissen, publicada en 2002, titulada El Nuevo Testamento. Historia, literatura, religión. Este autor alemán propone las fechas siguientes: «El evangelio de Marcos fue escrito poco después del año 70 d. de C.», Mateo «fue escrito hacia los años 80-100», en los mismos años sitúa el evangelio de Lucas, Juan «fue compuesto en torno a los años 100-120 d. de C.»27. El principal argumento que ofrece Theissen para justificar esta datación es el siguiente: «Se presupone la destrucción del Templo, profetizada por Jesús en Mc 13,1s, como si, de hecho, ya hubiera tenido lugar»28. Dado que este acontecimiento tuvo lugar el año 70, los evangelios forzosamente tienen que ser posteriores a esta fecha. Si este autor tiene razón los evangelios no serían obras de testigos oculares, sino de cristianos de la segunda o tercera generación. Es más, su no contemporaneidad con los acontecimientos que narran introduce la posibilidad de una transmisión fragmentada y de una interpretación no correcta de lo sucedido.

Ahora bien, ¿es evidente que el discurso apocalíptico de Mc 13 fuera redactado después de la destrucción de Jerusalén? Ciertamente no. En el discurso no se puede identificar un solo rasgo o característica que permita afirmar apodícticamente que tal destrucción había sucedido antes de que se escribieran los evangelios. Como ha mostrado con claridad C.H. Dodd, las imágenes y las expresiones que este discurso utiliza para anunciar la destrucción de Jerusalén y su templo están tomadas fundamentalmente de la literatura profética del Antiguo Testamento y de la descripción esquemática de la caída de Jerusalén en manos del rey Nabucodonosor durante la guerra del año 586 a. de C.29.

Para decidir con seguridad las fechas de composición de los evangelios no son suficientes los indicios que los estudiosos creen identificar en sus relatos. Es necesario encontrar un testimonio escrito, cuya fecha sea perfectamente conocida y de la mayor antigüedad, que hable de escritos con los que en la Iglesia naciente se proclamaba el Evangelio. Hasta ahora los únicos testimonios fuera de los mismos evangelios que se han aportado son las informaciones patrísticas de los siglos II y III d. de C., que, por añadidura, no siempre son unánimes y diáfanas en sus afirmaciones. Pues bien, creemos que algunas cartas de Pablo, en concreto 1Corintios y 2Corintios, aluden a que las comunidades cristianas usaban escritos para realizar la proclamación del Evangelio. Se trata de pasajes famosos ya de antiguo por su oscuridad o extrañeza; aquí solamente citaremos los tres de 2Cor.

a) 2Cor 1,13

Una afortunada coincidencia nos hizo albergar la sospecha de que Pablo no dictó las cartas directamente en griego, sino en arameo, y luego fueron traducidas al griego por un colaborador cuya lengua materna era la griega, pero con un conocimiento imperfecto del arameo. Esto, sumado a la extrema dificultad que entrañaba el traducir textos arameos escritos casi exclusivamente con consonantes, explica la existencia en sus cartas de pasajes redactados en un griego tan difícil y extraño que los traductores y comentaristas vacilan o debaten sobre su sentido30. Así ocurre en el capítulo primero de la segunda carta a los Corintios, en un versículo donde el griego, según la versión de la edición crítica de J.M. Bover-J. O’Callaghan, dice así: «Porque no os escribimos otra cosa sino lo que leéis (οὐ γὰρ ἄλλα γράφομεν ὑμῖν ἀλλ’ ἢ ἃ ἀναγινώσκετε)» (v.13)31. A pesar de su sencillez gramatical, esta afirmación de Pablo resulta enigmática. Ciertamente, el verbo γράφομεν obliga a pensar que el Apóstol se refiere a sus cartas, aunque no especifica el motivo de por qué alude a ellas. Los esfuerzos de los estudiosos por hallar una explicación satisfactoria no han logrado eliminar la oscuridad que este verso contiene.

A nuestro juicio, la extrañeza del griego en este versículo, no por la gramática sino por el sentido, se debe a una defectuosa traducción del original arameo. En el griego, el adjetivo ἄλλα, «otras (cosas)», y el relativo ἃ funcionan como objeto directo, en acusativo naturalmente, del verbo γράφομεν, «escribimos», y esto es lo que hace el texto extraordinariamente raro. Pero en hebreo y arameo, además de lo que suele llamarse el acusativo directo, es decir, el objeto directo de un verbo transitivo, existe lo que suele llamarse acusativo indirecto, del cual se dan muchas variedades según el matiz que aporta. Entre estas variedades existe el llamado acusativo de especificación, cuyo significado debe expresarse, en la traducción a una lengua moderna, mediante las preposiciones «acerca de, de». Entendiendo así el acusativo de esta proposición paulina, viendo en ella la traducción defectuosa de un acusativo de especificación, el original arameo decía: «Porque no os escribimos sino acerca de las cosas que leéis»32. Con estas palabras Pablo quiere decir lo siguiente: lo que yo escribo en mis cartas es comentario a lo que vosotros leéis públicamente en vuestras reuniones. Alude aquí a la lectura de textos litúrgicos, cuyo contenido explica el Apóstol en sus cartas. Es decir, estos escritos tienen que ver con el anuncio del Evangelio. Pablo se siente atado a esta tradición sobre Jesús fijada por escrito. Y es interesante señalar que nada invita a pensar que aquí el Apóstol se refiere solamente a una costumbre de las iglesias creadas por él, sino a algo que existía ya antes de su conversión e incorporación a la predicación del Evangelio.

b) 2Cor 3,6-14

En el capítulo tercero de esta misma carta Pablo argumenta a favor de la excelencia del ministerio apostólico, que él ha recibido, comparándolo con el de Moisés. En ese contexto leemos: «Quien asimismo nos capacitó para ser ministros de una alianza nueva (καινῆς διαθήκης), no de letra, sino de Espíritu; porque la letra mata, mas el Espíritu vivifica... Porque hasta el día de hoy en la lectura del Antiguo Testamento (τῆς παλαιᾶς διαθήκης) perdura el mismo velo, sin removerse, porque sólo en Cristo desaparece. Mas hasta hoy siempre que es leído Moisés, un velo está puesto sobre el corazón de ellos» (v.6.14s)33. Lo primero que sorprende en este pasaje es la expresión «Antiguo Testamento», que aparece por primera vez en la literatura cristiana.

Los estudiosos suelen traducir la expresión griega por «antigua alianza», viendo en ella una referencia al pacto que Dios estableció con el pueblo de Israel en el Sinaí. Hace algunos años, al caer en la cuenta de que aquí se habla de «lectura (τῆ ἀναγνώσει) del Antiguo Testamento», J. Carmignac afirmó que Pablo no habla de la antigua alianza, sino de un texto escrito propio de la antigua alianza, es decir, el Antiguo Testamento34. Contra esta interpretación reaccionó violentamente P. Grelot: «El término διαθήκη designa siempre una ‘disposición’ tomada por Dios para realizar su designio». Por consiguiente, «es una equivocación traducir este versículo como [...] ‘cuando se lee el Antiguo Testamento’, [...] equivocación que sería más grave si se piensa que Pablo, al llamar ‘Antiguo Testamento’ al Corpus que la Iglesia ha recibido del judaísmo, demuestra conocer otro Corpus denominado ‘Nuevo Testamento’ [...]. Todo esto no nos enseña absolutamente nada sobre la constitución de un Corpus de textos que Pablo tendría ya en mano y que contendría, por ejemplo, los evangelios»35.

Pero a pesar de esta afirmación taxativa de Grelot, es imposible negar que παλαιὰ διαθήκη designe, en 2Cor 3,14, un texto escrito. Así lo afirma A. Vanhoye: «El único pasaje del NT donde se encuentra la expresión ‘la antigua διαθήκη’ es una frase de 2Cor que habla de ‘la lectura de la antigua διαθήκη’ (2Cor 3,14). La frase siguiente dice en paralelo: ‘Cuando Moisés es leído’. Esta doble mención de una lectura muestra que aquí ‘la antigua διαθήκη’ designa concretamente un texto escrito. La mención de Moisés precisa que este texto escrito es atribuido a Moisés; se trata, pues, del Pentateuco o del conjunto de escritos del AT, designado metonímicamente por su parte principal»36.

Ahora bien, si éste es el sentido que hay que otorgar al binomio «Antiguo Testamento» del v.14, será necesario preguntarse si la expresión griega καινὴ διαθήκη, «alianza nueva», del v.6 no está usada en contraposición con aquélla. Así lo cree J. Lambrecht. Después de admitir que el v.14 «alude a las Escrituras que se leen en las sinagogas», este estudioso reconoce que la expresión «Antiguo Testamento» ha sido «acuñada muy probablemente por Pablo como antítesis a la καινὴ διαθήκη del v.6»37. Por tanto, también el conjunto del v.6 hemos de entenderlo como referido a un texto escrito: el Nuevo Testamento. Sin embargo, muchos estudiosos se niegan a sacar esta conclusión por dos razones: a) no tenemos una prueba clara de la existencia de una colección de cartas paulinas antes de finales del siglo I; b) la concepción del conjunto de escrituras sagradas que llamamos Nuevo Testamento no está documentada antes de finales del siglo II. Pero estos argumentos no son definitivos. En primer lugar, para dar a καινὴ διαθήκη el sentido de Nuevo Testamento no es imprescindible que exista un corpus de las cartas de Pablo. Como ha sostenido recientemente E.E. Ellis, el hecho de que sus cartas se leyeran en las asambleas, con el mismo rango de los escritos sagrados, mucho antes de que fueran reunidas en un corpus, muestra que eran consideradas textos sagrados38. En cuanto a la segunda razón, además de los textos que estamos comentando, como veremos en un capítulo posterior, encontramos pasajes en los escritos de los cristianos de la segunda generación (finales del siglo I y primera mitad del siglo II) que reconocen claramente la existencia de estos textos sagrados cristianos.

c) 2Cor 8,18-19

Los capítulos 8 y 9 de 2Cor están dedicados a promover la colecta en favor de los santos de Jerusalén. El Apóstol escribe desde Macedonia, en el norte de Grecia, y muy probablemente desde la ciudad de Tesalónica. Los dos versículos que nos interesan están dedicados, pudiéramos decir, a hacer un breve panegírico de uno de los colaboradores que Pablo envía con Tito para activar la recaudación del dinero. Según la versión de Bover-O’Callaghan, dicen así: «Y enviamos con él al hermano cuyo renombre por la predicación del Evangelio se extiende por todas las Iglesias (οὗ ὁ ἔπαινος έν τῷ εὐαγγελίῳ διὰ πασῶν τῶν ἐκκλησιῶν); y no sólo esto, sino que fue además designado por sufragio de las Iglesias compañero de nuestro viaje al confiársenos esta limosna, administrada por nosotros a gloria del mismo Señor, y en prueba de nuestra prontitud de ánimo».

Dos son las características con que describe Pablo a este colaborador: su fama, difundida entre todas las iglesias, y el haber sido designado como compañero del mismo Apóstol para llevar el dinero de la colecta a Jerusalén. En cuanto a la fama, dada la elipsis contenida en la construcción griega, no resulta fácil de entender cuál sea su causa. En efecto, cuando se intenta ofrecer una traducción inteligible, aparece claramente la complejidad de la frase griega. La versión española citada, por ejemplo, para lograr un sentido aceptable, se ha visto obligada a introducir un verbo de movimiento no presente en el original, «extenderse», que los traductores creen exigido por la preposición griega διά, que puede expresar el lugar por donde, y han concedido al término ἐυαγγελίον el valor de «predicación del Evangelio». Pero no es el único procedimiento utilizado para lograr una inteligencia clara de esta construcción paulina. Algunos estudiosos, dando también al sustantivo «Evangelio» el significado amplio de «predicación o trabajo en la difusión del Evangelio», prefieren para la preposición διά el valor de lugar en donde se realiza la alabanza de este hermano, y naturalmente remedian la inexistencia de verbo introduciendo el que juzgan adecuado al conjunto de la frase. Ahora bien, si aquí Pablo está describiendo a este compañero de Tito como un gran predicador del Evangelio, parece difícil identificarlo. Por lo demás, la construcción paulina no obliga a entender dicha actividad como algo pasado, como si ese hermano hubiera realizado dicha predicación durante la edificación y primera consolidación de aquellas comunidades que le elogian. En realidad, Pablo parece referirse a algo que sucede en el momento presente, algo que está teniendo lugar en las iglesias en el momento en que escribe la carta.

A nuestro juicio, la extrañeza del griego se debe a que estos dos versículos contienen algunas malas traducciones del original arameo. Por lo que respecta al v.18, es necesario comenzar aclarando el significado que poseen en griego los vocablos ἔπαινος y εὐαγγέλιον. El primero propiamente significa «alabanza»; pero es usado también, metonímicamente, para designar la causa de la alabanza o el hecho que produce la alabanza39. Respecto al término εὐαγγέλιον tendremos en cuenta lo que está reconocido en todos los vocabularios del griego neotestamentario: junto al más habitual de Buena Nueva, también significa la predicación de la Iglesia primitiva. La mayor dificultad reside en la construcción ἐν τῷ εὐαγγελίῳ. Creemos que esta fórmula peculiar se ha originado por una traducción literal de una expresión semítica que pasamos a explicar. El significado más frecuente de la preposición beth es «en» y, por tanto, su más espontánea traducción al griego sería ἐν. Pero dicha preposición es calificada como beth essentiae cuando su función es indicar el predicado de una proposición nominal, o un predicativo del sujeto o del objeto directo de una proposición verbal. En el primer caso, al traducir se debe prescindir completamente de dicha preposición. En el v.18 tenemos una traducción rudamente literal de un beth essentiae arameo, que precedía al predicado de una proposición nominal. Y antes de ofrecer la traducción correcta creemos necesario señalar que la preposición διά posee el significado de causa instrumental, cuya existencia no dudan en reconocer los gramáticos40. Rectamente traducido, el original arameo decía así:

Os enviamos también con Tito al hermano cuya obra digna de alabanza es la proclamación del Evangelio por todas las iglesias41.

Dos son las conclusiones que se deducen de este texto. En primer lugar, ese colaborador que Pablo envía con Tito a Corinto está posibilitando que todas las iglesias proclamen el Evangelio. Ahora bien, esto nadie podía hacerlo personalmente; sólo era posible realizarlo habiendo escrito un libro que contuviera el Evangelio anunciado por la Iglesia. Este libro, difundido por todas las iglesias, era utilizado en sus reuniones litúrgicas. El nombre de ese colaborador de Pablo y evangelista permite deducirlo el v.19, pues afirma que las iglesias de Filipos y Tesalónica lo han elegido para que acompañe a Pablo en su viaje a Jerusalén para llevar el dinero de la colecta. El relato del regreso a Jerusalén al final del tercer viaje misionero llevando el dinero de la colecta está narrado en primera persona del plural en el libro de los Hechos de los Apóstoles; es decir, el autor de los Hechos es un colaborador de Pablo que participó en este viaje. Teniendo en cuenta que el tercer evangelio y los Hechos están escritos por el mismo autor debemos concluir que el colaborador que presenta Pablo a los Corintios es Lucas, a quien siempre la Iglesia ha atribuido la autoría de estos dos libros del Nuevo Testamento.

La fecha en que fue escrito este «evangelio» viene dada por la cronología de la segunda carta a los Corintios, cronología que en realidad podemos establecer con notable precisión. Los estudiosos oscilan al fecharla entre los años 54 y 57. Si en esta fecha dice el Apóstol que todas las iglesias están utilizando este «evangelio», es preciso deducir que su composición debió hacerse en los primeros años de la década de los cincuenta; por tanto, a poco más de veinte de distancia de los acontecimientos que narra. Ahora bien, recuérdese que los estudios de este último siglo y medio han dejado fuera de duda las fuentes que utilizó Lucas para componer su evangelio, identificadas como la fuente Q, el evangelio de Marcos y otras fuentes propias. Estas fuentes debieron existir ya en griego en la década del 40 al 50. Pero sometiendo estas fuentes a un concienzudo estudio de filología bilingüe, queda fuera de toda duda el dato de que las tres fuentes que utilizó para el ministerio público, pasión y resurrección fueron compuestas en arameo. Todas ellas, por tanto, debieron nacer para cristianos de habla aramea, es decir, de Palestina o regiones cercanas en las que ciertos moradores no habían asimilado aún la lengua griega. Por tanto, es necesario concluir que los originales semíticos de las fuentes de Lucas se escribieron en la primera década después de la muerte de Jesús, del 30 al 40.

El evangelio de Juan ha tenido una composición muy diferente a la de los tres primeros evangelios, denominados sinópticos. Se diferencia de ellos en que narra sucesos diferentes y que las palabras de Jesús, normalmente recogidas en largos discursos, contienen afirmaciones más explícitas de su preexistencia y divinidad. Por este motivo muchos estudiosos han considerado el cuarto evangelio como el testimonio de una concepción dogmática muy desarrollada y, por tanto, redactado en una fecha bastante posterior a las que se asignan a los sinópticos. Durante el siglo XIX la escuela de Tubinga situó su composición en la segunda mitad del siglo II. Pero en el siglo pasado, entre los papiros descubiertos en Egipto, se identificó uno (P52) que contiene unos versículos del capítulo 18 de Juan; los papirólogos están de acuerdo en fecharlo al inicio siglo II. Ahora bien, si existían ya copias del cuarto evangelio a comienzos del siglo II, su composición hay que situarla antes de esa fecha, al menos en torno al año 100.

El estilo narrativo de este evangelio es peculiar: construye frases simples, prescindiendo de períodos complejos. Su estructura es muy semejante a la semítica: frases unidas por la conjunción copulativa «y», ausencia de partículas de unión, tan típicas del griego, pronombres superfluos, paralelismo de la poesía semítica, etc. Estas peculiaridades llevaron a C.F. Burney a sugerir la posibilidad de que el griego de este evangelio fuera de traducción, y abogaba por un original arameo42. Esta hipótesis es muy verosímil, pues la oscuridad o incomprensión que encierran ciertas expresiones griegas de Juan desaparecen mediante el recurso al arameo43. Aunque la mayoría de los estudiosos suele resistirse a aceptar esta posibilidad, algunos reconocen con lealtad el influjo evidente de la lengua semítica en este evangelio. Así, K.H. Rengstorf sostiene que el autor del cuarto evangelio fue «un palestinense que, por sus orígenes, pensaba en arameo, leía la Biblia hebrea, y en la primera parte de su actividad enseñó sobre todo en arameo»44. Por su parte C.H. Dodd, uno de los más afamados exegetas del cuarto evangelio, considera que «son irresistibles los argumentos a favor de una lengua semítica subyacente»45. En efecto, muchas de las características de este evangelio obligan a pensar que su autor fue un palestinense. Manifiesta un perfecto conocimiento de la geografía y de la situación social, política y religiosa de la época de Jesús; refiere aspectos muy bien atestiguados en el judaísmo de ese tiempo, como la relación establecida entre Elías y el Mesías, el don profético en el sumo sacerdote, la privación del ius gladii, etc.; ofrece también los nombres locales de entonces, es decir, en hebreo-arameo (Betesda, Gólgota, Gábbata...); es el mejor informado acerca de las fiestas judías y la ciudad de Jerusalén y su templo. Todo indica que la tradición joánica tuvo su origen en Palestina y debió formarse en fecha muy temprana. Es muy probable que el cuarto evangelio se deba a un testigo ocular; como, por otra parte, él mismo afirma en varios relatos. Estas características obligan a situar la fecha de su composición alrededor del año 60.

2. Una objeción: las incoherencias y contradicciones de los evangelios

Desde el siglo XVIII muchos estudiosos han considerado los evangelios como la expresión de la fe de la comunidad cristiana primitiva, no un testimonio de lo que ocurrió realmente. A su parecer estos libros recogen la fe de los seguidores de Jesús, no los hechos y dichos de Jesús; para ellos, los evangelios son más teológicos que históricos. Por eso no nos permiten acceder a la conciencia que tenía Jesús de sí mismo, a lo que dijo e hizo. Por lo demás, la crítica moderna, al situar la redacción de los evangelios en las últimas décadas del siglo I, puede justificar fácilmente que los evangelios no sean narraciones de testigos oculares, sino reflexión de fe de la comunidad cristiana primitiva.

El problema que plantea esta interpretación es radical: los evangelios ¿son una pura invención o reflejo exacto de la pretensión del Jesús histórico? Si nos atenemos al testimonio de sus autores, estos libros nacen de una decidida voluntad de veracidad histórica (cf. Lc 1,1-4; Jn 1,14; 20,30; 21,24). Sin embargo encierran tantas inexactitudes, tantos relatos sorprendentes o legendarios, como prefieren denominarlos algunos estudiosos, que parece difícil atribuirles un valor histórico. De hecho, las incoherencias y contradicciones entre los evangelistas, las extrañezas de las mismas narraciones, han constituido desde hace más de doscientos años una fuerte objeción a la veracidad histórica de los evangelios, pues un testimonio contradictorio no puede ser fiable. De igual modo, resulta también difícil considerar informaciones verdaderas, correspondientes a hechos reales, los datos absurdos o sin sentido que a veces se leen en los evangelios.

Hace algunos años J. Carmignac, buen conocedor de las lenguas semíticas y el griego, llamaba la atención sobre una característica de la lengua griega de los evangelios: «La lengua de los evangelios me parecía cada vez más una lengua no griega expresada en términos griegos. Era la lengua a la cual estaba yo acostumbrado por mis trabajos sobre los libros de las Crónicas y los manuscritos del Mar Muerto. Pero esta lengua, en lugar de expresarse en términos hebreos, se expresaba en términos griegos. El alma invisible era semítica, el cuerpo visible era griego»46. De hecho, no es infrecuente tropezarse en el texto griego con oscuridades, anomalías o estridencias redaccionales o frases de un griego tan oscuro que se resiste a toda traducción e interpretación. A veces se tiene la impresión de que el evangelista ha escrito torpemente, como si no supiera expresarse correctamente en griego; algo inconcebible en un hombre de lengua madre griega. Pues bien, el recurso al substrato arameo logra hallar una explicación a la presencia de estas anomalías y aporta la luz necesaria para resolverlas. Téngase en cuenta que en la Palestina del siglo I la lengua principal era el arameo; es decir, en ella se expresó Jesús y fue formulada la predicación apostólica. Formulación que nada obliga a pensar que se transmitió sólo oralmente; son muchos los indicios que avalan la existencia de una redacción escrita desde los comienzos de la misión cristiana.

En el paso del arameo al griego, sin embargo, el traductor griego pudo ser demasiado servil e influir en la morfología y la sintaxis griegas, o pudo también realizar una traducción equivocada a causa de una inteligencia incorrecta del texto original, pues la escritura semítica y las copias hechas a mano favorecían la mala lectura y, consecuentemente, la comprensión inexacta del texto escrito. Téngase en cuenta que el hebreo y el arameo son lenguas de grafía casi exclusivamente consonántica; es decir, no se escribían las vocales, como sucede en nuestras lenguas occidentales. Por tanto, unas mismas consonantes podían indicar diferentes palabras. Además, la gran semejanza que existe entre algunas letras arameas y la separación no muy precisa de las palabras en la escritura manual propiciaban también los errores de lectura. Por lo demás, la polivalencia de significados, los fenómenos sintácticos y las características propias de toda lengua, que parecen decir absurdos cuando son trasladadas tal cual a otro idioma, eran otras tantas piedras de tropiezo. Estos hechos lingüísticos claramente identificables en el griego de los evangelios son huellas evidentes del paso de la tradición evangélica aramea a dicha lengua. En otras palabras, las estridencias y oscuridades del griego evangélico no se deben a la pluma del autor primitivo, sino que son resultado de la traducción literal o de la mala comprensión de un original arameo.

El único modo de confirmar que estamos ante un griego de traducción es la presencia de casos claros de traducción errónea. Se trata de un dato deductivo, no inductivo. No tiene sentido alguno apelar apriorísticamente a teorías generales sobre el original semítico de los evangelios. El trabajo que es necesario realizar consiste en identificar pacientemente los fenómenos lingüísticos extraños al griego y probar que su única explicación es el influjo de la lengua aramea. En nuestro estudio nos hemos enfrentado a numerosas anomalías del texto evangélico y el recurso al original arameo ha sido decisivo para hallar una hipótesis de explicación; más adelante tendremos ocasión de ejemplificar con detalle esta afirmación. Ahora bien, si los relatos evangélicos fueron escritos originalmente en arameo, es necesario concluir que la redacción y publicación del material evangélico se realizó en Palestina. Esta conclusión es confirmada por el conocimiento preciso de la situación de Palestina, de su geografía, de las costumbres judías, de los modos de construir y cultivar palestinenses, etc.; a todo ello aluden los evangelistas sin verse en la necesidad de dar explicaciones detalladas. Estas características muestran que tanto los autores como los primeros destinatarios de los evangelios eran personas familiarizadas con lo que estos libros narran, personas que habitaban en el lugar donde ocurrieron los hechos y, por tanto, no precisaban explicación alguna. El hecho lingüístico del trasfondo arameo de los evangelios impone dos conclusiones. Primero: estos libros cristianos, como hemos visto, se publicaron en fechas mucho más tempranas que las propuestas por la crítica exegética. Segundo: si su redacción se realizó en Palestina, donde se hablaba el arameo, en los evangelios no hay ningún influjo de las religiones helenísticas, a pesar de la insistencia de algunos estudiosos, ya que no estaban presentes en la sociedad judía de la Palestina del siglo I.

Pongamos un ejemplo sencillo para mostrar este influjo de la lengua aramea en el griego de los evangelios. Los evangelistas ofrecen a veces en sus relatos alguna información sobre la geografía. Si fueron originarios de Palestina, como afirma la tradición cristiana al menos para tres de ellos (Marcos era originario de Jerusalén, Mateo y Juan de Galilea), es lógico esperar que sus informaciones geográficas sean acertadas, correctas, como buenos conocedores de aquel país. Sin embargo, en varias ocasiones las indicaciones que leemos sobre los lugares no sólo son genéricas sino incluso contrarias a la realidad. Es fácil de comprender que este fenómeno sea motivo suficiente para que estudiosos modernos aseguren que los evangelistas no conocían Palestina y que, por tanto, los autores de los evangelios son personas diferentes a los que la Iglesia propone. En otros términos, este desconocimiento vendría a apoyar la hipótesis de que los evangelios fueron escritos por personas que no eran originarias de aquella tierra y que vivieron bastante después del período histórico en que sitúan sus relatos47.

Un vestigio de esta ignorancia geográfica tenemos en el evangelio de Mateo (19,1). Al comienzo del relato del viaje de Jesús a Jerusalén, donde sufrirá la pasión, escribe: «Acabados estos discursos, se alejó Jesús de Galilea y fue al territorio de Judea, al otro lado del Jordán (πέραν τοῦ’ Ιορδάνου)». Quien conozca un poco la geografía de Palestina inmediatamente se da cuenta de que esta información es equivocada: yendo de Galilea a Judea, ésta no se halla al otro lado del Jordán; es decir, Judea no está situada al este del río, sino al oeste. Este error es tan evidente que los traductores lo evitan introduciendo en el texto griego algo que no dice; así, por ejemplo, en la versión de Bover-O’Callaghan, leemos: «Vino a los confines de la Judea, allende el Jordán»48. Ciertamente desde el griego no hay explicación posible; pero si reconocemos que los evangelios fueron escritos originalmente en arameo, es fácil hallar una hipótesis explicativa. La preposición griega que significa «al otro lado de» puede ser traducción de una partícula aramea (‘eber), cuyo significado es ambivalente: «al otro lado de» y «al lado de». Teniendo en cuenta esta posibilidad lingüística, el original arameo de Mt 19,1 decía: «Acabados estos discursos, se alejó Jesús de Galilea y fue al territorio de Judea, al lado del Jordán». Esta información es totalmente correcta: Jesús fue a la zona de Judea que lindaba con el río, pero en su orilla occidental, es decir, donde se hallaba Jericó. La información errónea del griego se originó por la elección de un significado incorrecto. Ciertamente el evangelista no era ignorante de la geografía palestinense, como resulta evidente en su original arameo49.

3. La fiabilidad del testigo

Los evangelios transmiten el testimonio de aquellos que convivieron con Jesús de Nazaret. El testimonio no puede desvincularse del testigo, es decir, de una persona que ha sido impactada y conmovida por el suceso que testimonia. El relato del testigo, por tanto, no puede ser una narración fría y aséptica, sino la comunicación de la sorpresa o conmoción que un hecho bello o imponente ha generado. En nuestra época se identifica erróneamente la fiabilidad del testigo con indiferencia o neutralidad: cuanto más frío y aséptico sea el testigo, más fiable es su testimonio. Hace tiempo los estudios hermenéuticos han puesto de manifiesto cómo la interpretación objetiva no existe, pues siempre está implicado el sujeto y sus categorías de comprensión.

En cualquier caso, es decisivo saber si nos podemos fiar del testigo. ¿Es fiel a la realidad histórica que describe? ¿Habla de lo que ha visto y oído? ¿Su testimonio es correspondiente a lo que ha sucedido? Cuando las publicaciones sobre historia hablan sobre la fiabilidad del autor, hay que tener en cuenta que esta expresión puede referirse a dos cosas distintas, aunque relacionadas entre sí. Con ella se alude a la adecuación del relato a los hechos (fiabilidad del autor propiamente dicha); pero también a la intención del autor: si intentó transmitir una información cierta (veracidad del autor). Para discernir la fiabilidad del autor propiamente dicha sirve el estudio comparado de las fuentes. En nuestro caso, las fuentes no cristianas son de contenido escaso, pero confirman los evangelios. También la comparación entre los mismos evangelistas es útil para poder alcanzar certezas sobre lo transmitido. Respecto a la veracidad del autor es importante saber cuál fue su finalidad u objetivo al escribir. Por lo que respecta a los evangelios ya hemos señalado que Lucas y Juan afirman explícitamente que su intención era informar sobre los hechos acaecidos.

Muchos estudiosos, como hemos indicado, han cuestionado la fiabilidad de los evangelistas a causa de las contradicciones y diferencias que entrañan los relatos evangélicos, o incluso las divergencias notorias que existen entre ellos respecto a hechos y dichos de Jesús. Esta sospecha e incluso rechazo de la veracidad histórica de los evangelios son todavía más acusados cuando se admite la presencia de leyendas o relatos de ficción en ellos. Como veremos en próximos capítulos, el estudio del substrato semítico nos permite aportar luz sobre estas divergencias y supuestos relatos de ficción. El recurso al trasfondo arameo de la tradición evangélica permitirá mostrar que tales dificultades serán útiles para encontrar más garantías a favor de la historicidad de los relatos. Hace algunos años J. Carmignac escribía: «Estoy convencido de que esta cuestión del origen semítico de los evangelios es capital para demostrar su valor histórico y para salir del bultmannismo, que en Francia ha pervertido a tantos espíritus»50.