¿Qué hace propiamente el hombre que se decide a creer en Dios Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra? Quizá se entienda mejor el contenido de esta decisión mencionando primero dos errores corrientes, en los que se desconoce el núcleo mismo de lo que tal fe significa. Consiste uno de los errores en considerar la cuestión de Dios como un problema puramente teórico, que no cambia, en definitiva, el curso del mundo y de nuestra vida. La filosofía positivista sostiene que de tales cuestiones no puede decirse que sean ni verdaderas ni falsas; es decir, que no existe posibilidad de mostrar su verdad o falsedad, lo cual prueba precisamente su intrascendencia. En efecto, si algo prácticamente indemostrable no puede refutarse tampoco, prueba que nada cambia en la vida porque sea verdadero o falso; podemos dejar tales cuestiones tranquilamente a un lado1. Vemos, pues, que la irrefutabilidad teórica se convierte en signo de intrascendencia práctica; lo que no tropieza con nada, no significa nada. El que observa hoy los aspectos antitéticos de la evolución del cristianismo, cómo después de haber servido a la concepción monárquica y a la nacionalista se presenta ahora como ingrediente del pensamiento marxista, podría sentirse tentado a concebir la fe cristiana como una especie de medicamento neutro, que puede emplearse a placer por carecer de verdadero contenido.
Frente a ésta, se alza la concepción exactamente opuesta, para la cual la fe en Dios es simple medio de una determinada praxis social, a la cual se reduce enteramente y que desaparece juntamente con ella. Se la habría inventado para consolidar el poder y para mantener a los hombres sumisos a las autoridades constituidas. En cuanto a los que ven en el Dios de Israel un principio revolucionario, en el fondo coinciden con este enfoque; sólo que equiparan la idea de Dios con la praxis que ellos tienen por justa.
De hecho, el que lee la Biblia no puede dudar del carácter práctico de la confesión del Dios omnipotente. Para la Biblia está claro que un mundo sometido a la palabra de Dios es completamente distinto de un mundo sin Dios; más todavía, que nada permanece igual si se quita a Dios, o, viceversa, que todo cambia cuando un hombre se convierte a Dios. Así, por ejemplo, en la primera carta a los Tesalonicenses (4,3 y ss.) se dice a los maridos de una manera enteramente incidental que la relación con sus mujeres ha de caracterizarse por un respeto sagrado, y «no por afecto libidinoso como los gentiles, que no conocen a Dios». Según esto, el cambio que opera la aparición de Dios en el contexto de una vida alcanza a lo más íntimo de las relaciones humanas. El desconocimiento de Dios, el ateísmo, se manifiesta concretamente en la ausencia de respeto del hombre al hombre, mientras que conocer a Dios significa ver a los hombres con ojos nuevos. Así lo confirman también otros textos, en los que Pablo habla del ateísmo. En la carta a los Gálatas considera como efecto característico del desconocimiento de Dios la esclavitud bajo los «elementos del mundo», frente a los cuales el hombre aparece en una especie de relación de adoración, pero que, en realidad, se convierte en esclavitud, puesto que se basa en la mentira. El cristiano puede burlarse de los elementos como «flacos» y «pobres», porque él conoce la verdad y ha sido liberado de semejante tiranía (4,8 y s.). En la carta a los Romanos, Pablo desarrolla más esta idea. Afirma, a propósito de la filosofía pagana y de su relación a las religiones de entonces, que los pueblos de la cuenca del Mediterráneo habían reducido el conocimiento de Dios a algo meramente teórico y que por esta perversión habían sucumbido ellos mismos a la perversidad; al excluir de su praxis, a sabiendas, al fundamento de todas las cosas, que conocían muy bien, habían invertido la realidad, quedándose desorientados, sin criterio e incapaces de distinguir lo bajo y miserable de lo grande y noble, permaneciendo así prácticamente a merced de toda perversidad (1,18-32), razonamiento este al que ciertamente no se le puede negar una actualidad palpitante. Si, para concluir, consideramos el texto central veterotestamentario sobre la fe en Dios, vemos ratificado esto mismo: la revelación del nombre de Dios (Ex 3) es, a la vez, la revelación de la voluntad de Dios; por ella cambia todo no sólo en la vida de Moisés, sino también en la vida de su pueblo y, por tanto, en la historia del mundo. Es característico que aquí no se elabora un concepto de Dios, sino que se revela un nombre; es decir, no llega a una determinada culminación una cadena de reflexiones teóricas, sino que surge una relación comparable a la que existe entre personas, pero que la trasciende porque cambia el fondo de la vida como tal, o, más exactamente, porque ilumina el fondo de la vida oculto hasta entonces y lo despierta con su llamada. Por eso el israelita designa a la confesión de fe repetida diariamente como aceptación del yugo de la soberanía de Dios; la recitación del credo es el acto por el cual ocupa su puesto en la realidad. Hay que observar todavía otra cosa, que seguramente es lo más chocante para una mentalidad que desee permanecer neutral. Ya Pablo lo destaca acertadamente en el mencionado pasaje de la carta a los Gálatas donde les recuerda a sus destinatarios su pasado ateo, añadiendo: Pero ahora habéis conocido a Dios, para corregirse al punto: Más bien, habéis sido conocidos de Dios (4,9). Aquí se expresa una experiencia constante: el conocimiento y la confesión de Dios es un proceso activo-pasivo; no es una construcción del pensamiento, ya sea de tipo teórico o práctico; es un acto en el que nos sentimos afectados, al cual responde luego el pensamiento y la acción, pero que, naturalmente, también puede rechazar.
Sólo desde aquí puede comprenderse lo que significa la relación de Dios como «persona» y la palabra «revelación»: en el conocimiento de Dios tiene lugar algo también, e incluso en primer lugar, desde la otra orilla; Dios no es un principio inerte, sino el principio activo de nuestro ser, que toma la iniciativa, que llama al centro más íntimo de nuestro ser, pero que puede ser desoído precisamente porque el hombre vive tan fácilmente lejos de su centro, de sí mismo. Este elemento pasivo que hemos descubierto en el conocimiento de Dios, es al mismo tiempo la raíz de las dos incomprensiones de que hablábamos al principio; ambas se fundan exclusivamente en un tipo de conocimiento en el que el hombre es él mismo activo. No conocen otro sujeto activo en el mundo que el hombre, y contemplan la realidad total meramente como un sistema de objetos muertos que el hombre manipula. Pues bien, precisamente en este punto les contradice la fe; sólo aquí se comienza a entender la postura de la fe.
Mas, no vayamos demasiado deprisa. Antes de seguir adelante, intentemos recapacitar sobre lo que hemos visto hasta ahora. Ha quedado claro que la fórmula «Creo en Dios Padre todopoderoso» no es una fórmula teórica carente de consecuencias. Que sea o no cierta, cambia el mundo de raíz. La interpretación que Werner Heisenberg ha dado de esta idea en sus diálogos sobre la ciencia y la religión nos permite dar un paso más. Hoy incluso presenta resonancias proféticas, cuando leemos lo que, según su relato, le manifestó el físico Wolfgang Pauli en 1927. Temía Pauli que el derrumbamiento de las convicciones religiosas acarreara también en corto plazo el de la ética vigente, «y ocurrirán cosas tan terribles, que ni siquiera podemos hacernos ahora idea de ellas»2.
Nadie podía entonces sospechar que ya poco después el escarnio del Dios de Jesucristo en cuanto invención judía había de alcanzar dimensiones desconocidas anteriormente. En ese mismo diálogo, Heisenberg aborda también con gran energía la cuestión que hemos dejado pendiente de respuesta en nuestras reflexiones: ¿No es «Dios», quizá, mera función de una praxis determinada? Refiere Heisenberg que, en cierta ocasión, preguntó al gran físico danés Niels Bohr si no debería considerarse a Dios en el mismo orden de realidad que determinados números imaginarios en el campo de las matemáticas, los cuales, si bien no existen en cuanto números naturales, de hecho en ellos se basan ramas enteras de las matemáticas, de suerte que «ciertamente existen a posteriori... ¿Se podría... entender también en religión la palabra ‘existe’ como instalación en un peldaño superior de abstracción? Esta instalación únicamente nos permitiría comprender con más facilidad las conexiones del mundo»3.
¿Es Dios una especie de ficción moral para representarnos relaciones espirituales de una manera abstracta y suprasensible? Tal es la cuestión que aquí se plantea, Heisenberg aborda en este contexto otro aspecto del mismo problema; una concepción de la religión como la defendida por Marx Planck. Este gran sabio, siguiendo una manera de pensar del siglo XIX, distinguía estrictamente entre el aspecto objetivo y el subjetivo del mundo. El aspecto objetivo se investiga con los métodos exactos de las ciencias naturales, mientras que la esfera subjetiva descansa en decisiones personales, que caen fuera del marco de lo verdadero y lo falso; entre estas decisiones subjetivas, cuya responsabilidad compete exclusivamente a cada uno, se cuenta para él el ámbito de la religión, la cual puede experimentarse mediante una convicción personal, sin entrar en el mundo objetivo de la ciencia. Heisenberg estima, como se puso de manifiesto en el diálogo entre él y Wolfgang Pauli, que una separación tan tajante entre saber y fe «seguramente sólo puede ser un expediente para un tiempo muy limitado»4.
Separar la fe en Dios, la religión, de la verdad objetiva significa desconocer su esencia más íntima. «En la religión se expresa una verdad objetiva», habría respondido Niels Bohr a la pregunta de Heisenberg; y habría añadido: «Pero la división en un aspecto objetivo y otro subjetivo del mundo me resulta demasiado violenta»5.
No es preciso para nuestro propósito considerar cómo Bohr en el diálogo con Heisenberg, partiendo de las ciencias naturales, supera la distinción entre objetivo y subjetivo y se sitúa en el centro de ambos aspectos. En cualquier caso, la cuestión medular que aquí nos ocupa queda clara: la fe en Dios no nos brinda una síntesis ficticia y abstracta de diversos esquemas de acción; pretende ser más que una convicción del sujeto, que subsiste junto a una objetividad vacía de Dios. Aspira a descubrir justamente el núcleo, la raíz de lo objetivo; a destacar plenamente la pretensión de la realidad objetiva. Y esto lo realiza conduciendo hasta aquel origen que enlaza objeto y sujeto y que es el único capaz de aclarar la relación entre ambos. Einstein ha señalado a este propósito que precisamente la relación entre objeto y sujeto es el mayor de todos los enigmas; o, expresado más exactamente, el hecho de que nuestro pensamiento y nuestros mundos matemáticos concebidos en la pura conciencia se ajusten a la realidad, de que nuestra conciencia esté estructurada lo mismo que la realidad, y viceversa, constituye el supuesto previo en el que descansa toda la ciencia de la naturaleza6.
Ésta procede entonces como si todo fuera algo natural; pero no existe nada menos natural que esto. Significa, en efecto, que la totalidad del ser posee la modalidad de la conciencia; que en el pensamiento humano, en la subjetividad del hombre, se manifiesta lo que mueve objetivamente el mundo. El mundo lleva en sí la modalidad de la conciencia. El sujeto no es algo extraño a la realidad objetiva, sino que ésta es ella misma como un sujeto. Lo subjetivo es objetivo, y viceversa. Ello se traduce incluso en el lenguaje de las ciencias naturales, el cual, por la fuerza de las cosas, lo manifiesta más claramente de lo que con frecuencia lo advierten quienes lo emplean. Demos un ejemplo tomado de un campo enteramente distinto. Incluso los más rabiosos neodarwinistas, empeñados en excluir cualquier factor finalista o teleológico de la evolución a fin de no incurrir en la sospecha de metafísica o incluso de fe en Dios, hablan continuamente con la mayor naturalidad de lo que hace «la naturaleza», para descubrir en cada momento las mejores posibilidades de realización. Si examinamos la manera corriente de hablar, veremos que se concibe constantemente a la naturaleza revestida de predicados divinos; o, con más exactitud, que ha ocupado precisamente el puesto que en el Antiguo Testamento se atribuía a la Sabiduría. Es una realidad que actúa de manera consciente y eminentemente racional. Naturalmente, si se les preguntara, los científicos del caso aclararían que la palabra «naturaleza» no es aquí más que un esquema abstracto de múltiples elementos particulares; algo así como un número imaginario que sirve para simplificar la formación de teorías y para captarlas mejor. No obstante, hemos de preguntarnos seriamente si subsistiría aún algo de toda esa teoría, suponiendo que excluyéramos estrictamente tal ficción y urgiéramos su eliminación consiguiente. En realidad, no subsistiría ya ningún nexo lógico.
Josef Pieper ha ilustrado este mismo estado de cosas desde otro ángulo. Recuerda que, según Sartre, no puede existir una naturaleza de las cosas y del hombre, porque entonces, prosigue Sartre, debería existir Dios. Si la realidad no procede ella misma de una conciencia creadora, si no es realización de un proyecto, de una idea, entonces sólo puede ser un producto sin contornos netos, que se presta a cualquier uso; pero si hay en ella formas con sentido anteriores al hombre, existe entonces también un sentido que explica esto. Para Sartre, la primera certeza indiscutible es que no existe Dios; por tanto, no puede existir una naturaleza; lo cual significa que el hombre está condenado a una pavorosa libertad: debe encontrar por sí mismo, sin criterio alguno, lo que quiere hacer de sí y del mundo7.
Ahora se va aclarando paulatinamente cuál es la alternativa ante la cual le coloca al hombre el primer artículo de la fe. Se trata de si el hombre acepta la realidad como algo puramente material o como expresión de un sentido que le concierne; de si debe inventar o descubrir valores. Según los casos, tenemos dos libertades completamente distintas, dos orientaciones básicas de la vida absolutamente diferentes.
Quizá a alguno le parezca obvio objetar a propósito de todas estas objeciones, que todo lo dicho hasta aquí no es, en definitiva, más que una estéril especulación sobre el Dios de los filósofos, pero que no tiene nada que ver con el Dios vivo de Abraham, Isaac y Jacob, y con el Padre de Jesucristo. La Biblia no habla para nada de un orden central (como Heisenberg8), de naturaleza y ser (como la filosofía antigua); que esto es un diluir la fe, en la cual se trata del Padre, de Jesucristo, de yo y tú, de la relación personal del que ora con el Dios de amor. Tales objeciones manifiestan un espíritu devoto, pero se quedan cortas y desconocen la realidad a que se orienta la fe. Es cierto que a Dios no se le puede comprobar como un objeto cualquiera mensurable. Obviamente, no existiría medida alguna sin la relación espiritual del ser, y, por tanto, sin el fundamento intelectual que une al que mide con lo medido. Mas, precisamente por esto, no se mide el fundamento como tal, sino que precede a toda medida. Esto lo expresó la filosofía griega como sigue: los fundamentos últimos de toda demostración, en los cuales descansa el pensamiento, no se demuestran jamás, sino que se los intuye. Mas todos sabemos que la intuición es cuestión personal. No se la puede separar de la posición espiritual que un hombre ha adoptado en su vida. Las percepciones más profundas del hombre necesitan de todo el hombre. Es claro, pues, que este conocimiento tiene una manera que le es propia. No se puede comprobar la realidad de Dios lo mismo que cualquier cosa mensurable. Aquí es preciso un acto de humildad; no de una humildad moralista y mezquina, sino una humildad, por así decirlo, ontológica: acoger la llamada de la razón eterna en la propia razón. Frente a esto se alza el afán de una autonomía, que se limita a inventar el mundo y que opone a la humildad cristiana del reconocimiento del ser la curiosa humildad de su desprecio: en sí mismo, el hombre no es nada; un animal incompleto, pero quizá podamos hacer algo de él...
El que separa demasiado al Dios de la fe y al Dios de los filósofos priva a la fe de su objetividad, con lo cual desgarra al objeto y al sujeto en dos mundos distintos. Se puede llegar al Dios único por muy diversos caminos. Los diálogos con los amigos redactados por Heisenberg muestran cómo el que busca honestamente encuentra en la naturaleza, por medio del Espíritu, un orden central que no sólo existe, sino que exige y, en virtud de esa exigencia, posee la fuerza de la presencia, comparable al alma. El orden central puede hacerse presente como el centro de un hombre a otro hombre. Puede salirnos al encuentro9. Para el que se ha criado dentro de la tradición cristiana, el camino comienza en el tú de la oración; sabe que puede dirigirse al Señor; que este Jesús no es una personalidad histórica del pasado, sino contemporáneo de todas las épocas. Sabe que en el Señor, con Él y por Él puede hablar al que Jesús llama «Padre». En cierto modo, ve en Jesús al Padre. Ve, en efecto, que este Jesús vive desde otra parte, que su existencia entera es intercambio con el otro, procedencia de Él y vuelta a Él. Ve que este Jesús es en toda su existencia «hijo», alguien que se recibe en lo más profundo de otro y que vive como recibido. En él existe el fundamento escondido; en los actos, las palabras, la vida y los sufrimientos del que es verdaderamente hijo se hace perceptible, audible y accesible este desconocido. El fundamento ignorado del ser se revela como Padre10. La omnipotencia es como un Padre. Dios no aparece ya como ser supremo o como el ser, sino como persona. Y, sin embargo, la relación personal que aquí nace no es semejante a las simples relaciones entre hombres. En este sentido, es una ingenuidad hablar de la relación de Dios únicamente según el esquema de la relación yo-tú. Dios no es un interlocutor como cualquier otro, que se sitúa frente a mí como otro tú, sino un encuentro con el fundamento de mi propio ser, sin el cual yo no existiría; y este fundamento de mi ser es idéntico al fundamento del ser en general; es, incluso, el ser sin el cual nada existe.
Lo fascinante es que este fundamento absoluto es, a la vez, relación; no menor que yo, que conozco, pienso, siento y amo, sino más que yo; hasta el punto de que sólo puedo conocer porque soy conocido, sólo puedo amar porque soy ya primero amado.
Así pues, el primer artículo de la fe significa al mismo tiempo un conocimiento sumamente personal y sumamente objetivo. Un conocimiento sumamente personal: el encuentro de un tú que me da sentido, en el que puedo confiar absolutamente. Por eso no se lo formula como un enunciado neutro, sino como oración, como invocación. Creo en Dios, creo en ti, confío en ti. Conocer realmente a Dios no es algo de lo que se puede hablar como de números imaginarios o naturales, sino un tú con, el cual se habla porque somos interpelados por él. Sin embargo, puedo confiar absolutamente en él porque es absoluto, porque su persona es el fundamento objetivo de todo lo real. Fiarse, confiar, en general, es posible en este mundo como realidad fundada, porque el fundamento del ser es digno de confianza; de no ser así, todo acto de confianza sería, en definitiva, una pura farsa o una trágica ironía.
Después de todas estas reflexiones, hemos de volver una vez más a las cuestiones iniciales, en las cuales late la objeción del marxismo que hoy nos acosa por todas partes, de que Dios no es otra cosa en cierto modo que la cifra imaginaria de los que dominan, en la cual compendian su poder de manera tangible; que una concepción del mundo que se define con los conceptos de «padre» y de «omnipotencia» y que reclama la adoración del padre y de la omnipotencia, se presenta como el credo de la opresión; que sólo la emancipación radical del Padre y de la omnipotencia puede conseguir la libertad. Propiamente deberíamos rehacer todo el proceso mental nuevamente desde esta perspectiva; pero quizá sea suficiente, después de cuanto llevamos dicho, recordar en lugar de ello, a modo de conclusión, una escena de Augusto XIV, de Solzhenitsyn, que se refiere precisamente a estas cuestiones. Dos estudiantes rusos, imbuidos de ideas sociales revolucionarias, como casi todos los de su generación, en la situación excepcional de la insurrección patriótica al comienzo de la guerra de 1914, entablan una conversación con un sabio extraño, al que han dado el apodo de «el astrólogo». Éste intenta cautelosamente librarlos del fantasma de un orden social científicamente planeado, y hacerles ver la quimera de una transformación del mundo por medio de una razón revolucionaria: «¿Quién puede atreverse a afirmar que está en condiciones de IMAGINARSE situaciones ideales?... La presunción es señal de poco desarrollo mental. El que está poco desarrollado mentalmente es presuntuoso; el que posee un alto desarrollo mental es humilde». Al final, después de mucho disputar, preguntan los jóvenes: «¿Es que la justicia no es un principio suficiente de ordenación social?». La respuesta es: «¡Ciertamente! ... Pero no la nuestra, tal como nos la imaginamos para nuestro cómodo paraíso terreno, sino aquella justicia cuyo espíritu existe antes que nosotros, sin nosotros y por sí misma. Y nosotros debemos corresponder a ella»11. Solzhenitsyn ha querido destacar, distinguiéndolos cuidadosamente en la impresión, los dos conceptos antitéticos «imaginar» y «corresponder»; la palabra «imaginar», por así decirlo, en arrogantes mayúsculas; la palabra «corresponder» en humildes minúsculas.
Lo último no es imaginar, sino corresponder. Sin nombrar la palabra Dios, por respeto a aquel que desde lejos debe conducir al centro («él hablaba y miraba a ambos; ¿no había ido demasiado lejos?»), formula aquí el poeta con gran precisión lo que significa adoración, lo que quiere decir el primer artículo de la fe. Lo último para el hombre no es imaginar, sino responder, escuchar la justicia del Creador y la verdad de la creación misma. Solamente esto garantiza la libertad, pues sólo eso asegura aquel respeto intangible del hombre al hombre, a la criatura de Dios, que, según Pablo, es la característica del que conoce a Dios. Esta correspondencia, esta aceptación de la verdad del Creador en su creación es adoración. A esto nos referimos al decir: Creo en Dios Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra.