Si tuviera que destacar la principal aportación de Nueva izquierda y cristianismo, es el acierto que han tenido sus autores a la hora de enfocar cuál es el mayor reto al que se enfrenta en la actualidad el modelo social sobre el que se sustentan las democracias occidentales.
Vivimos tiempos de crisis global. Pero la acumulación de crisis que están atravesando las sociedades de nuestro entorno —económica, política, social, institucional— puede llevarnos a perder la auténtica perspectiva sobre el diagnóstico de lo que está ocurriendo. Porque esa acumulación de crisis no es una mera suma de fenómenos independientes entre sí. Son, en realidad, diferentes manifestaciones de una única crisis, que es causa y origen de todas ellas: la profunda crisis de valores en que se ha sumido el modelo social occidental.
Por ello, el principal debate al que deben enfrentarse los intelectuales, los políticos y los sociólogos no es uno meramente económico o político. Es un debate cultural. Porque la única manera de afrontar esta crisis global a partir de un correcto diagnóstico es entendiendo que nos enfrentamos a un pulso entre dos modelos sociales contrapuestos: el modelo basado en la cultura del relativismo, asentado en esa doctrina del «todo vale» conforme a la cual la sociedad debe construirse a partir de una malentendida exaltación de la libertad basada en la supresión de obligaciones y responsabilidades, y el modelo basado en la defensa de un sistema de principios y valores morales como pilar fundamental para la solidez de cualquier proyecto de convivencia.
Ése es el auténtico debate que se plantea en nuestros días. Y esta obra aporta al mismo una reflexión fundamental, por su certero diagnóstico, su solidez intelectual y su claridad a la hora de poner en evidencia los rasgos de dicho debate y las razones y procesos que han llevado a esa crisis de modelo de la que son consecuencia las múltiples manifestaciones de crisis que estamos viviendo en nuestros días.
A lo largo de los últimos años, las sociedades occidentales han sido testigos impasibles de cómo se han ido debilitando sus propios dogmas y referencias, debido fundamentalmente a la aparición de una nueva corriente de pensamiento basada en el rechazo a los valores que daban identidad a dichas sociedades.
La evolución de Europa en estos años es un claro ejemplo de esa realidad. Durante décadas, la izquierda política europea, bajo el paraguas del progresismo y el socialismo, quiso modificar nuestro orden social y económico. Quiso imponer un supuesto modelo alternativo. Y fracasó allá donde gobernó. Y, ante ese fracaso, asumió una nueva estrategia: ya no se trataba de imponer un modelo alternativo. Se trataba, simplemente, de instalarse en la «nada», en el relativismo.
Tras el fracaso de su modelo, la izquierda europea puso en pie una nueva concepción de la democracia. Decidió que no hay nada más democrático que no creer en nada, que relativizarlo todo, convirtiendo ese vacuo relativismo en la máxima expresión de la libertad. De acuerdo con esa tramposa concepción moral, se parte de un falso principio: para que una persona sea auténticamente libre, lo más importante es que no crea en nada o casi nada. Las creencias, los principios, los sistemas morales, las convicciones no son más que límites y obstáculos a nuestra libertad.
De este modo, a partir del fracaso de sus viejos postulados y la transformación de éstos en la defensa de la «nada», la izquierda europea se convierte en la gran promotora del relativismo moral.
El relativismo es un auténtico movimiento de «ingeniería social» que busca crear un nuevo tipo de ciudadanos. Ya no se trata de buscar viejos y fallidos postulados de la izquierda que buscaban «liberar al hombre de las ataduras de unas estructuras económicas opresoras». Ahora se adopta como objetivo el liberar al hombre de ataduras más profundas, ligadas a la misma esencia de la naturaleza humana. Es lo que el Papa Benedicto XVI ha denominado «tiranía del relativismo»: una dictadura del relativismo que ha venido a sustituir al fracasado objetivo de la dictadura del proletariado.
Y este proyecto de extensión y contagio de la «nada», del relativismo, que sin duda vive Europa, es aún más peligroso que el comunismo y el autoritarismo. De esos males, por el momento, ya estamos vacunados. De la contagiosa plaga del relativismo, todavía no.
La doctrina del relativismo se asienta además en una serie de características que la hacen particularmente atractiva.
En primer lugar, la defensa del relativismo se viste con un seductor disfraz de exaltación de la libertad. Las obligaciones no existen. La eliminación de las obligaciones y las responsabilidades se presentan en un bonito envoltorio, como si se tratara de la ampliación o la creación de nuevos derechos.
En segundo lugar, esa creación de falsos derechos se adorna más aún gracias a una manipuladora utilización del lenguaje. Así, ya no hablamos de aborto sino de «salud reproductiva» y «derecho de las madres a decidir». Ya no hablamos de eutanasia, sino del «derecho a morir dignamente». Ya no hablamos de adoctrinamiento, sino de «educación para la ciudadanía». Suprimimos obligaciones y responsabilidades. Creamos supuestos nuevos derechos. Y ponemos bellas palabras al servicio de esa estrategia.
Y la tercera característica de la doctrina del relativismo es su transversalidad. Es una doctrina que, en su capacidad de contagio, se extiende por todos los países europeos y supera y traspasa las ideologías. En ese sentido, tanto desde el punto de vista territorial como ideológico, el éxito del relativismo radica en que nunca sabemos dónde tiene sus líneas fronterizas. Es evanescente en su enorme capacidad de expansión y contagio. Nos alcanza a todos, se confunde a menudo con nuestras lógicas y normales limitaciones, y nos hace dudar en numerosas ocasiones.
Ésa es la doctrina que impera en la Europa de nuestros días. Una doctrina nacida de una izquierda que quedó desorientada, que perdió su rumbo y sus objetivos tras la caída del Muro de Berlín.
Pero, a fin de ser justos y objetivos en el diagnóstico, hay que añadir que el éxito de esta doctrina no es exclusivo de esa izquierda redefinida. El relativismo ha encontrado su caldo de cultivo en dos realidades indiscutibles.
La primera es la indolencia, la comodidad de nuestra sociedad. Durante años, hemos vivido por encima de nuestras posibilidades, nos hemos creído que nuestro bienestar era algo que merecíamos de manera natural y sin tener que hacer ningún esfuerzo por merecerlo y mantenerlo. Nos hemos dedicado más a engordar que a crecer. Y eso, a la postre, conduce a una sociedad débil, aletargada y acomodaticia, en la que una doctrina basada en el «todo vale» encuentra su mejor escenario para expandirse.
La segunda realidad es que no hemos sido capaces de presentar resistencia frente a los defensores del relativismo. Quienes propugnan ese relativismo han sabido hacer creer a la sociedad que aquéllos que defienden valores y principios no son, en realidad, buenos demócratas, sino tan sólo «dogmáticos», «radicales» y «fundamentalistas».
Y los defensores del relativismo han sabido utilizar en beneficio propio ambos elementos. Han sabido instrumentalizarnos para imponer su modelo, para expandirlo con inusitada fuerza, especialmente en aquellos países en que, como es el caso de España, el relativismo no es sólo una corriente cultural sino que se ha convertido en un proyecto político impulsado por los recientes gobiernos socialistas.
En mi opinión, la confrontación de modelos —progresista y conservador, como se definen en esta obra, o relativista y defensor de los valores, si se prefiere— puede visualizarse de manera muy clara si sintetizamos el debate en el valor más esencial de todos, el valor que constituye el punto de partida de cualquier sistema moral: el valor de la verdad.
El relativismo se basa en el abandono de la verdad. Las diferentes manifestaciones de la crisis de valores tienen su origen en la renuncia a la verdad, en el abandono de la verdad en la economía y en la política. La falsa máxima que podría calificarse como un auténtico eslogan de la cultura del relativismo es «la libertad os hará verdaderos». Una gran mentira.
La exaltación extrema de la libertad no te lleva necesariamente a la verdad. No te hace verdadero. Por el contrario, te puede llegar a esclavizar, te puede tiranizar, te puede alejar de la verdad o, cuando menos, con seguridad, te hace cómodo, indolente, porque te aleja de cualquier referente moral.
Hacer lo que uno quiere cuando le da la gana y como le da la gana en cada momento, te vuelve egoísta, hedonista, relativista, pero no verdadero. En ese camino no hay certezas ni certidumbres ni referencias y al final te transformas en un único y falso dios.
Desde esa tramposa y manipuladora concepción moral, una persona que tenga convicciones, principios y referencias morales sería peor ciudadano, sería peor demócrata, sería menos libre que aquel que no tiene referencias, ni límites, ni condicionamientos morales.
Frente a ello, es preciso recordar una cita evangélica: «la verdad os hará libres». Es a través de la verdad —en la economía, en la política, en todos los ámbitos de la vida— como alcanzamos la auténtica libertad, una libertad basada tanto en derechos como en obligaciones, una libertad construida a partir del compromiso y la responsabilidad, y no exclusivamente desde el egoísmo individual y colectivo de creer que todo nos está permitido sin ninguna exigencia a cambio.
Por ello, en este debate que tenemos planteado, el punto de partida fundamental para desmontar las mentiras del relativismo es, precisamente, la recuperación del valor de la verdad. Y, a partir del mismo, la construcción y confrontación frente a la cultura relativista de un auténtico proyecto de regeneración y rectificación moral de nuestra sociedad.
Y ese proyecto debe partir de una serie de elementos fundamentales. Debe partir de una profunda vocación humanista, que ponga a la persona en toda su dimensión —desde su primer derecho, que es el derecho a la vida, hasta el momento final de sus días— en el centro de la reflexión, buscando en todo momento el reconocimiento y la defensa de su dignidad.
Debe partir de devolver su fortaleza a las instituciones vertebradoras de un modelo social con auténtica identidad moral: la familia, como pilar indispensable de cualquier proyecto de convivencia; la nación, entendida como una auténtica comunidad de valores y no como una mera suma de intereses egoístas; la educación, como instrumento orientado no al adoctrinamiento sino a la creación de oportunidades y la supresión de desigualdades; y, como sustrato común a todo ello, el respeto a las diferentes creencias sin imposiciones sectarias.
En este último sentido, es fundamental hacer una referencia al protagonismo que las convicciones religiosas tienen en este debate cultural. No cabe duda, de una parte, que un elemento definidor de la cultura del relativismo es su agresivo laicismo radical. Las creencias religiosas son, sin duda, el mayor enemigo, el principal obstáculo para quienes quieren vaciar de contenido cualquier sistema moral. Y, de otra parte, es igualmente irrefutable que el sistema de valores que el relativismo pretende destruir tiene su origen cultural e histórico en el trasfondo judeo-cristiano que impregna la personalidad de las sociedades occidentales. Por ello, el elemento religioso forma parte inescindible del debate que se plantea.
Pero, a la vez, la defensa de los valores no debe considerarse un patrimonio exclusivo de quienes tenemos una visión cristiana de la vida. Sin duda, en buena medida ese proyecto de regeneración moral que demanda nuestra sociedad coincide en sus objetivos con el sistema de valores cristiano, pero no son objetivos exclusivos del mismo, del mismo modo que la defensa de los derechos humanos o el concepto de dignidad e integridad de la persona o la lucha contra la pobreza y la desigualdad no son patrimonio exclusivo del cristianismo, por más que sin el cristianismo no se habrían alcanzado en todos esos terrenos las metas que ha alcanzado nuestra sociedad.
Pero el objetivo de regeneración moral no debe considerarse como un objetivo exclusivo de quienes tenemos una fe cristiana. Lo que debemos asumir los cristianos como un compromiso y una responsabilidad es la defensa activa de ese objetivo, su defensa desde nuestras convicciones, desde la verdad y cooperar —con quienes pueden no compartir nuestras creencias pero sí pueden compartir objetivos comunes— en la regeneración moral de nuestra sociedad a partir de una «laicidad positiva», es decir, de una suma de esfuerzos entre quienes compartimos valores más allá de nuestras creencias religiosas, en sustitución de ese «laicismo radical», que sólo busca la confrontación y la exclusión.
Sin duda, el debate entre estas dos concepciones del modelo social es un debate complejo y de múltiples matices. Por ello, en definitiva, las aportaciones intelectuales al mismo, como las contenidas en este libro, resultan absolutamente enriquecedoras para, de una parte, entender cuál es la auténtica naturaleza y dimensión de dicho debate y, de otra parte, reflexionar y definir los argumentos que confirman la necesidad de afrontar esa regeneración moral de nuestra sociedad que aporte fortaleza a la hora de superar esta crisis de múltiples manifestaciones que estamos viviendo.
Francisco José Contreras y Diego Poole hacen en esta obra una aportación indispensable a este debate. Desde el rigor académico pero también desde una valiente y decidida toma de posición a la hora de construir un pensamiento sustentado por una sólida argumentación histórica, sociológica e intelectual. Leer estas páginas, llenas de verdad, es no sólo un recomendable ejercicio de reflexión y aprendizaje, sino también una necesidad si se desea comprender cuál es la auténtica realidad del tiempo que vivimos y los retos que tenemos planteados como individuos y como sociedad.
Jaime Mayor Oreja