Sin demora, una vez jurada la Constitución y formado su gabinete —uno de los más notables de nuestra historia por sus integrantes—, José emprendió viaje a Madrid. La primera gran batalla librada por ejércitos regulares en la guerra en sus compases iniciales, la de Medina de Rioseco —14 de junio—, dejaba expedito el camino hacia la capital al tiempo que descubría ya algunos de los rasgos más destacados de la contienda que se iniciaba1. En campo abierto, la superioridad gala no admitía réplica del lado de un ejército que encontraría siempre su talón de Aquiles allí donde el enemigo mostraba su principal instrumento de victoria: la caballería. Cuando ésta no podía emplearse a fondo —fenómeno frecuente, dado lo abrupto del suelo peninsular—, las fuerzas estuvieron más equilibradas y el triunfo tardaba más en decantarse... a favor de los uniformes azules napoleónicos. Así sucedió en Bailén. En su marcha hacia Cádiz —objetivo estratégico de primer orden para un Napoleón, que a toda costa deseaba recuperar la escuadra del almirante Rosilly surta en la bahía gaditana después de Trafalgar—, las aguerridas pero indisciplinadas tropas de Pierre Dupont —el saqueo de Córdoba, 7-9 de junio, fue memorable por la sevicia de un ejército convertido en horda asiática2—, carentes de caballería, no pudieron contrarrestar una ofensiva basada especialmente en el hábil empleo por Castaños y su lugarteniente suizo Reding de dicha arma, reforzada por el más del centenar de los célebres garrochistas utreranos y de las marismas del Guadalquivir3.
Como invariablemente ocurre con la primera derrota de un poderoso ejército hasta entonces imbatible, la victoria de Bailén halló un eco quizá algo desproporcionado con su importancia, con ser, desde luego, ésta mucha. Todo un cuerpo de ejército de fuerzas sobre cuya condición de veteranas o bisoñas no acaban de ponerse de acuerdo los especialistas, aunque no así sobre su número —unos 20.000 hombres—, se rindió a un enemigo no muy reputado entre los estados mayores europeos de la época, desbaratando el plan de operaciones de lo que se había concebido en la mente de Napoleón como apenas una simple operación de limpieza. Pero aunque, en conjunto, los invasores debieron repasar la línea del Ebro con el abandono —frustrado primer sitio de Zaragoza, rechazo de los 8.000 hombres del mariscal Moncey en su doble intento de conquista de Valencia, tras las victorias del Puente de Pajazo y las Cabrillas— o estancamiento de sus proyectos originarios, nada fue irreparable, quedando meramente aplazada la difícil conquista de un país en pie de guerra, paisaje, sí, por entero novedoso para el emperador y su Grande Armée. Y aquí radicó singularmente la insólita trascendencia de la batalla en las estribaciones de Despeñaperros. Contra toda esperanza, un pueblo al borde de los mayores peligros para su supervivencia catalizaba una fuerza emocional destructora de desconocida magnitud. La Nation en armes, los ejércitos populares dejaban de ser exclusividad de la Francia revolucionaria. Su modelo, transmutados completamente dos de sus puntos de apoyo —abrogación de la monarquía, exterminio de la Iglesia—, pasaba a una nación bronca, sacrificada y cruel, sin que nadie pudiera predecir si su ejemplo sería imitado en algún otro territorio de los muchos por los que se extendían las águilas napoleónicas4.
Pues si, en verdad y al margen de una leyenda nada folklórica, sino interesada, en la mayor parte de las ocasiones, acerca del protagonismo decisivo de los mencionados garrochistas, Bailén fue una victoria del cuerpo de ejército del Campo de Gibraltar, no es menos cierto que el concurso de las Juntas de Sevilla y Granada en el apresto de toda clase de medios y conformación de una moral de triunfo se reveló crucial. Muy lejos de la guerra profesional del siglo XVIII, vuelta a retomar tras las campañas de Italia de finales de la centuria ilustrada, la «guerra de España» daba un giro inesperado desde sus primeros tractos al convertirse en una lucha por la liberación, en la que ninguna capa de la población quedaba sin movilizar. Las Juntas de Asturias, Cataluña, León, Valencia, Aragón... que, conforme al más típico more hispánico, reasumieron la soberanía tras las pesarosas abdicaciones de Bayona, contemplaron desde su instauración un horizonte de guerra total; y en esa mentalidad encuadraron hombres y recursos para una contienda sobre cuya duración y dureza no se concebía ninguna esperanza5.
Bailén vino a confirmarlas en su estrategia y concepción, abriendo, de otro lado, el definitivo camino hacia un mando y dirección únicos en el plano político y militar. Con toda exactitud, cabe afirmar que la formación en Aranjuez —25 de setiembre— de la Junta Central, Suprema y Gubernativa del Reino fue la consecuencia más importante de la victoria de las tropas de Castaños. Lo cual, bien se entiende, no debe preterir su trascendencia en otra vertiente de no menos valor en aquella coyuntura. Bailén desbrozó todos los recelos ingleses para comprometerse a fondo en la Peninsular War, reconociendo al mismo tiempo la legitimidad de una Junta en la que el anglófilo Gaspar Melchor de Jovellanos semejaba ocupar el liderazgo político, a despecho de que su presidencia recayese en el gran ministro carlotercista José Moñino, conde de Floridablanca. El círculo abierto con la creación espontánea de las populares y ancestrales Juntas parecía así cerrarse, desembocando en un terreno particularmente abonado por el genio inglés: tradición y progreso, al servicio de un proceso evolutivo de las capacidades de la nación6.
La alianza con el Reino Unido será otra de las realidades básicas de la contemporaneidad hispana alumbradas por un conflicto que, como se recordara más atrás, remeció de raíz la estructura íntima del país. Recibida casi con zalagarda en toda la fachada marítima —la zona más a salvaguarda de la invasión a lo largo de toda la contienda—, la burguesía mercantil de Santander, Gijón, A Coruña, Vigo, Cádiz, Málaga, Alicante y Valencia depositó en ella el pronto restablecimiento del tráfico ultramarino después de una década de su práctica desaparición; sentimiento, claro es, compartido por la que desde la otra orilla del Atlántico creía que aún era prematuro romper los vínculos con una metrópoli galvanizada por el desafío de la invasión. El nuevo y revolucionario contexto que significaba el término de una rivalidad de casi trescientos años —dato mayor e invariante de la política nacional e internacional de la Monarquía Católica, salvo muy escasos y cortos paréntesis—, bien podía entrañar, a los ojos del criollismo prohispano, la apertura de un escenario lleno de promesas para el Imperio español, cuanto más cuando que dicha situación parecía acomodarse al orden natural de las cosas por la inclusión en la alianza de Portugal, vinculada en todo internacionalmente a Inglaterra desde el tratado de Methuen en los comienzos mismos del siglo XVIII —27, diciembre, 1701—. Impelida otra vez España, como ya ocurriera un siglo antes, bien que por razones diferentes, a recobrar su vocación náutica, podía ocupar un espacio central en el imponente friso económico, político y militar de un frente marítimo cara a las grandes potencias terrestres. Incluso en medio de la superioridad adquirida por Gran Bretaña en el despliegue de la revolución industrial, dicho planteamiento poco tenía de utópico en las coordenadas palintocráticas que enmarcaban la visión del futuro por parte de los sectores burgueses del bando «patriótico». Elemento de reafirmación identitaria frente al ideario de la burguesía profesional adherida a Napoleón, dicha postura, desbordado el interés de clase, sirvió grandemente para estimular y favorecer la posición anglófila de los medios intelectuales más influyentes en la España fernandina. Pese a que en los orígenes de la implantación del liberalismo hispano el núcleo duro de los ideólogos y políticos con conocimiento directo de la sociedad británica —Agustín Argüelles, el conde de Toreno, Martínez de la Rosa...— actuasen conforme a los postulados clásicos de la fase primera de la Revolución Francesa —la más permeable, según es harto sabido, a las fórmulas del otro lado del Canal de la Mancha—, la evolución ulterior de casi la totalidad de sus integrantes —Argüelles será acaso la salvedad más descollante— se encarrilará por roderas de ascendencia y prosapia britanizantes7.
Mas todo esto, conforme resulta fácil imaginar, en los meses iniciales de una guerra sin cuartel pertenecía al mundo de los ensueños y esperanzas. Pero incluso en el de las crudas y perentorias realidades de aquélla, iba a ponerse de manifiesto de inmediato la mudanza revolucionaria comportada por la implicación inglesa en la lucha de los españoles contra su más formidable enemigo desde Felipe II. Justamente, el jefe del cuerpo expedicionario de 8.000 hombres preparado a finales de 1807 en el sur de Inglaterra con destino a renovar, según ciertos autores, los frustrados desembarcos del mismo año y del anterior en Buenos Aires o, conforme a la opinión más extendida, a hacerlo en Venezuela, donde Francisco Miranda contemplaba una insurrección antiespañola, recibía la orden de dirigirse a Portugal para dar el golpe de gracia a las tropas del general Junot, cuya desairada posición desde el levantamiento español se había acentuado tras Bailén.
Los tiempos de vino y de rosas del colaboracionista, más que colaborador, Consejo de Regencia, establecido por el príncipe Joao para facilitar la ocupación francesa —que llegó a contar incluso con el apoyo más o menos reservado del clero—, se trocaron por entero a partir de febrero de 1808, cuando el duque de Abrantes rompió, brusca y unilateralmente, tan original compromiso, provocando unos alzamientos muy estimulados por los españoles. Vencedor Arthur Wellesley de Delaborde en Rolisa —17 de agosto— y de Junot en Vimeiro —21—, su mal entendimiento con los generales Sir Hew Dalrymple y Sir H. Burrard, sus superiores, propició la favorable capitulación gala y aun el más favorable Convenio de Cintra —30 de agosto— por el que los sorprendidos franceses conseguían su traslado al «Hexágono» en los propios navíos de la Royal Navy, con todo el gran botín apresado en tierras portuguesas, cuyos habitantes, tenidos completamente al margen por los británicos, no ocultaron tampoco su asombro ante la increíble negociación. Pero si la primera incursión peninsular dejó un sabor acedo en el futuro vencedor de Napoleón, la segunda permitió a su idolatrada patria el desquite de Yorktown, al forjar en España los más sólidos eslabones de la cadena que terminó en Waterloo, en algunos aspectos, una batalla más de la Peninsular War por sus actores y desarrollo8.
Se ha escrito mucho, y se seguirá haciéndolo por dilatado tiempo, en torno a si la expulsión y derrota de los franceses en ésta fue, en realidad, un triunfo británico. Será difícil que tan bizantina cuestión se dirima de modo concluyente en foros y tribunas de solvencia historiográfica. Hasta la llegada de la feliz ocasión y sin perjuicio de retomar más adelante el asunto, sólo es dable resaltar, con pintura la más refulgente, la importancia del protagonismo de Wellington y sus ejércitos. Admirablemente entrenados, con medios de transporte que aseguraban en todo momento el avituallamiento y una perfecta coordinación entre las diferentes armas, imbuidos de modo casi permanente de una moral de triunfo, se demostraron invencibles ante la Grande Armée —y así se revalidaría en Waterloo en presencia de media Europa— en su envidiable táctica de conjunción defensa-ofensiva. Si en la maniobra —secreto en innumerables coyunturas del éxito napoleónico— las tropas francesas eran muy superiores, en el atrincheramiento elástico las inglesas no tenían rival.
Acerca de su general en jefe, de su talento militar, talante y postura frente a nuestros compatriotas, la discusión en España siempre fue ardida: desde los días de la Junta Central y las Cortes gaditanas hasta el presente. De capacidades quizá limitadas pero intensas, el resultado de la contienda confirmó la bondad de su estrategia y táctica, basadas de ordinario en el abandono de la iniciativa al enemigo con el fin de desgastarlo y aprovecharse de sus errores, para luego, mediante una dosificada acumulación de medios y efectivos, derrotarlo merced a una ofensiva contundente a la vez que bastante circunscrita —en muy escasas ocasiones las tropas inglesas llevarían a cabo una adecuada explotación del éxito—. Concepción acaso no demasiado brillante del arte de la guerra, reprobada y hasta menospreciada repetidamente por Napoleón, pero de la que la piedra de toque de la realidad confirmó el acierto. Preguntado reiteradamente en la ancianidad por la causa principal de sus éxitos militares, el «Duque de Hierro» contestaba de modo invariable que aquélla estribaba en su permanente costumbre de «mirar al otro lado de la colina»; esto es, de imaginar y estudiar con detalle cuáles serían las disposiciones del enemigo, frase que viene a compendiar el planteamiento bélico y su idea de la conducción de la guerra ya glosada9.
En cuanto al segundo de los aspectos señalados anteriormente, su comprensión y relaciones con los españoles, si, como quiere la leyenda, no entendió a Goya, mandó o permitió —según ya testimonios más fidedignos— la destrucción de muchas fuentes de riqueza y mostró tendencias aurívoras, en su descargo habría de decirse que no despreció —pese a ciertas expresiones en contrario— el esfuerzo de los guerrilleros; apreció a dos grandes soldados caídos en la actualidad en el más pesaroso de los olvidos: Miguel Álava, del que se hiciera uno de sus allegados más íntimos, y Pedro Agustín Girón, del que valoró sus grandes cualidades castrenses y humanas. Y en la tercera de las acusaciones, se tendría que recordar que más que inspirador, fue el ejecutor de una política trazada con meticulosidad y algo de alevosía —quizá— por el Foreing Office y la City, sin que, finalmente, su afán tesaurador le llevara nunca a la cleptomanía. De graníticas convicciones conservadoras, maniático del orden y racionalista a ultranza, no era, ciertamente, el «Duque» la persona más adecuada para sintonizar con un país regido en sus esferas oficiales a partir de 1810 por corrientes progresistas, y en el que el clima romántico haría por entonces grandes adelantos en el ideario y sensibilidad de sus elites. Por lo demás, las numerosas referencias que todavía habrán de hacerse en las presentes páginas a su decisiva participación en la Peninsular War, servirán para precisar algo más su etopeya humana y militar10.
En las a menudo tensas relaciones de Wellington con sus colegas hispanos representó un papel preponderante la ausencia de interlocutores válidos, habida cuenta de la acefalia y descoordinación que corroyeron normalmente la actuación de los ejércitos regulares «patriotas». En el preámbulo de la obra se aludió ya a la desastrada situación que presentaban las fuerzas armadas del país en las postrimerías del reinado de Carlos IV. Desde el punto de vista numérico, las exigencias de una primera potencia en una Europa convulsa y en permanente pie de guerra por la inestabilidad provocada por las apetencias insaciables de la Francia napoleónica parecían satisfechas con más de cien mil hombres, encuadrados en los regimientos de línea y en las Milicias provinciales, compuestas en general por soldados veteranos. Pero ni instrucción, bagajes y moral podían compararse con los de otras grandes monarquías y aún menos, claro está, con los franceses. Con excepciones como la recordada más arriba del general Solano, marqués del Socorro, gobernador militar de Cádiz, sus altos mandos, de elevada edad por lo común, propendían a la rutina y al arcaísmo en sus formulaciones, poco impregnadas por los revolucionarios métodos que «El Capitán del Siglo» había impreso a la conducción de la guerra. Por contera, las tropas de elite comandadas por el marqués de La Romana, posible levadura de un «nuevo» ejército, estaban todavía auxiliando a los franceses en la campaña danesa cuando comenzara la española. Se explica, pues, que ante tan desolador panorama la actitud del que habría de acabar siendo su jefe supremo fuese habitualmente despectiva en su trato con unos camaradas de armas, por lo demás, altivos y recelosos frente a unos aliados a los que tardarían en reconocer sus cualidades y superioridad y por los que se sentían con frecuencia injustamente menospreciados.
Pues, efectivamente, hay un punto en la Peninsular War que nunca se enfatizará bastante. Pese a sus múltiples infirmidades y carencias, el Ejército español no cejó en instante alguno en su defensa del país, ofreciendo una sorprendente facultad de resistencia, jamás quebrada. A prueba de reveses y contratiempos, su capacidad de reagrupamiento y recomposición se mantuvo intacta y firme en las fases más duras de la contienda. Estimulado en ello por un sentimiento popular no menos encendido, no obstante la elevada cifra de desertores y prófugos, sirvió también de ejemplo y aliento al más importante jefe de la guerra «patriótica»: el general «No importa»...11.
Esta caracterización global y, por ende, deformadora, oculta facetas sustanciales en la dinámica castrense del período, tanto sociales como propiamente militares. La guerra fue una formidable escuela y la mejor academia para una nueva generación de cuadros, rejuvenecidos por entero en su final por la promoción de jóvenes oficiales y antiguos subalternos y la masiva incorporación a los mandos intermedios de estudiantes superiores y eclesiásticos, que abandonaron las aulas universitarias y los seminarios al impulso de una vibración patriótica, en la que muchas veces fuera difícil establecer su frontera con el deseo de aventura y riesgo. Los anales castrenses de la época están repletos de sus ejemplos. Las vidas en parte paralelas de dos grandes jefes gallegos ilustran con patencia la gran transformación operada en el seno de la institución militar por la guerra. En las carreras del soldado analfabeto Pablo Morillo —grumete en Trafalgar, sargento en Bailén, general en 1811, mariscal de campo en 1813— y del alumno de Derecho del Alma Mater compostelana en 1808 José Ramón Rodil —capitán en 1814—, sus vicisitudes quedaron grabadas a fuego, decidiendo un destino crucial en la historia posterior del país al contribuir de modo principal en el consolidamiento del régimen liberal. Mas, por encima de la peripecia personal y la anécdota individual, el ensanchamiento de la base social del organismo castrense lo conectó con todos los sectores de la nación, revistiéndolo de unos caracteres menos estamentales que en la centuria dieciochesca. Que ello llegara incluso a la división entre un «nuevo» y «viejo» Ejército es juicio muy atrevido para el que no se puede acopiar la necesaria documentación. Como tema importante, a él habrá de volverse a la hora de las recapitulaciones, pues ésta es tan sólo la de las presentaciones. Nación y Ejército, pueblo y fuerzas armadas adunados por lazos de identidad patriótica constituyen, según es bien conocido, el binomio desiderativo de los teóricos demócratas de la naturaleza y funciones de la institución militar en las sociedades modernas. En el caso español, las raíces de esta unión cabe buscarlas en la guerra de la Independencia.
Un fenómeno social y bélico casi inédito hasta su desencadenamiento sirvió de puente y ligamen entre pueblo y ejército. Objeto de numerosos estudios y en la perspectiva de su aumento exponencial durante la conmemoración bicentenaria del conflicto, el análisis del significado de la guerrilla abarca casi todas las tendencias del ancho abanico ideológico del contemporaneísmo español. Por diversas razones, conservadores y progresistas, marxistas e integristas acotan en ella el símbolo de sus respectivas posiciones, haciéndola nacer del fondo ancestral del país y situándola como directo precedente del vanguardismo revolucionario intemacionalista12. De Viriato a Mao Tse Tsung, con paradas intermedias en la Yugoeslavia de Tito, la Bolivia del Che, la Colombia del cura Camilo Torres o el Méjico del comandante Marcos, la guerrilla es traída y llevada en revistas especializadas y en todas las palestras mediáticas como expresión genuina del temperamento hispano en la defensa militar de unos valores singulares o como la manifestación más representativa e idónea del pueblo armado en su lucha inacabable contra el opresor de turno13. Copiada e imitada mil veces en los escenarios de cuatro continentes en los combates antifascistas, antiimperialistas y anticapitalistas, la guerrilla de «El Empecinado», Espoz y Mina, el cura Merino y tantos otros de sus compañeros de armas contra los soldados de la Grande Armée ha sido estudiada con atención en las Academias militares y en los lugares más diversos de la clandestinidad y la subversión. Herencia sin duda singular y poderosa de la contienda antinapoleónica, las repercusiones ulteriores del fenómeno corren el peligro de desfigurar sus rasgos específicos, el aquí y el ahora del momento en que surgiera14.
Acordada a su elementalidad —conocimiento del terreno, apoyo de la población, capacidad de movimientos, sencillez de medios—, la tipología de la guerrilla responderá a un esquema bien simple: pequeño o mediano grupo —diez, quince, veinte individuos— de gentes heridas en sus sentimientos e intereses por la brutalidad de la ocupación francesa; liderazgo indiscutible de alguien por encima de sus huestes por conocimientos o autoridad social o institucional. Jefes de guerrillas fueron así soldados profesionales desligados de las unidades orgánicas por diversidad de motivos —Romerales, Villalcampo, Durán, Sarsfield, Llauder...—, curas y frailes de gran ascendiente entre sus feligreses, profesionales de acreditado prestigio y caudillos brotados de la entraña popular, en ocasiones —pocas— incluso analfabetos. Entre éstos, se reclutaba la inmensa mayoría de los capitanes de partidas de bandoleros y contrabandistas, abundantes en todo el país al comenzar las hostilidades —en especial, en la Penibética, al calor de las apetitosas mercancías gibraltareñas—, cuya normal reconversión en guerrilleros sirve de ordinario para plantear, en los foros especializados, discusiones nunca acabadas acerca de la auténtica identidad del fenómeno en cuestión. Las tropelías y desmanes cometidos en multitud de ocasiones por las guerrillas entre la población civil, el rechazo que no pocas veces provocaron con su reprobable conducta entre los habitantes de los campos y vecindarios pequeños, las ínfulas y prerrogativas reclamadas por una porción nada desdeñable de sus jefes e integrantes despiertan en buen número de casos serias dudas sobre el verdadero espíritu que alentaba su actuación, que, a partir de 1812, a las veces, se ejerció en una retaguardia desprovista casi por entero de franceses, cuando no lisa y llanamente sobre la población civil, trocadas sus miras patrióticas en revanchismo inconfesable o afán depredador15.
Naturalmente, no es éste el marco para pretender dilucidar siquiera algún extremo del mencionado asunto. Habrá de indicarse, empero, que el comportamiento turbio o condenable por entero de ciertas figuras guerrilleras en manera alguna cabe esgrimirlo, según a las veces se intenta, para deslegitimar o desnaturalizar la resistencia antifrancesa. Su corriente fue tan ancha y decidida que algunas aguas cenagosas, como, entre otras, parte de las aportadas por las guerrillas que afluyeron a su caudal, de ningún modo cambiaron su curso y tonalidad. Aparte de las clásicas como la de campo-ciudad, las líneas de división en la sociedad española de la época eran escasas, mostrando ésta todavía una notable cohesión, sin que la guerrilla implicase alguna fragmentación importante. Por supuesto que, de ninguna forma, ello equivale a renunciar al análisis detenido de una modalidad de la guerrilla como fermento y precedente del bandolerismo decimonónico y de la exclusión y marginalidad sociales en su expresión ochocentistas, a la manera de como también movimientos del mismo tenor en el Mezzogiorno forjaron algunos de sus caracteres en la lucha antinapoleónica16. Pero el acotamiento temático y la definición de objetivos son en el asunto que ahora nos ocupa imprescindibles, como en todos los de cierta complejidad, y el de la guerrilla lo es, sin duda.
Aunque resulta difícil aquilatar cronológicamente su aparición, a finales de 1808 gran parte de la geografía norteña era ya escenario de su actividad. Bien que ésta abarcara toda la Península —existió también en Portugal—, fue al norte del Duero y del Ebro donde se registró, desde todos los ángulos, su mayor importancia. Tanto por el volumen —verdaderos ejércitos en las postrimerías de la contienda como el comandado por un Espoz y Mina, convertido en mariscal de campo por la tercera Regencia gaditana— como por la estrategia —colapsar la red arterial de las comunicaciones enemigas—, en dichos territorios se desplegó lo esencial de la acción guerrillera. Importante por sí misma, lo fue más si cabe por el aliento que prestó a la causa patriota en momentos cruciales de la guerra, al contribuir a mantener viva la llama de una resistencia numantina en la población civil, que, a las veces, otorgó la consideración de héroes a sus jefes. Algo menos estima evidenciarían los estratos dirigentes civiles y militares, deseosos de encuadrar sus actividades. Diversos reglamentos oficiales de la Junta Central y las Regencias intentaron así fijar su carácter y misión para que todo quedara bien atado, conforme a los usos castrenses, en un movimiento proclive a un espontaneísmo de derivas imprevisibles —«Reglamento de Partidas y Cuadrillas», 28-diciembre-1808, muy detallado (34 artículos); «Instrucción para el corso terrestre», 19-abril-1809; «Reglamento para las partidas de guerrilla», 11-julio-1812—.
Si en su ancho caudal —las guerrillas fueron por lo común en sus orígenes, como acaba de recordarse, reducidas, mas la suma de todos sus integrantes se ofrece muy copiosa— anidó la semilla de un pensamiento crítico y reivindicativo social y políticamente, es un extremo sometido todavía más que a la jurisdicción de Clío, a la de voluntarismos y apriorismos ideológicos. Sea cuál sea su papel en el revisionismo que cobró cuerpo en el transcurso de la guerra, las guerrillas «civiles», esto es, las constituidas por elementos sin la condición castrense, no fueron nunca del agrado del estamento militar, obligado a hacer de la necesidad virtud en sus relaciones con ellas, no sólo por celotipia y corporativismo, sino también por considerarlas causantes del radicalismo de la represión francesa con la población civil17. Sin embargo, como ya quedó observado, Wellington dio a veces ejemplo de cómo aprovecharse de su fuerza dentro de la más encumbrada estrategia, antes y después de su nombramiento, en el otoño de 1812, como generalísimo de todos los ejércitos aliados. Los hombres del labrador salmantino D. Julián Sánchez, muy activos desde los días de comienzos de la invasión francesa de Portugal en 1810, constituyeron pieza fundamental en la más importante batalla de la guerra —la de los Arapiles—, siendo ellos y su jefe valorados en todo momento por el «Duque de Hierro», que continuó empleando de modo muy eficaz hasta el final de la contienda a las guerrillas principales. Antes de Arapiles le encomendó al «Empecinado» que hostigara con insistencia a los territorios cercanos a Madrid para retrasar los refuerzos del rey José a Marmont, y después de la conquista de Madrid a mediados de agosto del mismo año, ordenó al famoso Juan Díez la toma de Guadalajara; y por su decisión expresa a Espoz y Mina le correspondería en la preparación de su ofensiva final la ocupación de Tafalla —11 de febrero de 1813, primera e impactante capitulación de una guarnición francesa de primer orden ante unidades guerrilleras—, aparte de otras misiones importantes en la «campaña de los Pirineos».
La índole tan singular de la guerra de la Independencia, su impronta determinante en la formación de la España contemporánea, crecientemente considerada por historiadores y amplios sectores dirigentes como la horma misma de la nacionalidad hispana, hacen, según se ha repetido en estas páginas, que con frecuencia se postergue el análisis de sus factores bélicos en beneficio injustificado de los políticos o sociales. Todas las expensas exegéticas consagradas a la guerrilla serán insuficientes si no tienen como objetivo preferente el abordaje de su valor militar, de su aportación real a la lucha antinapoleónica18. Pero incluso tal cuestión está muy impregnada de ideología. El clima historiográfico configurado en la España de la segunda mitad del novecientos por el rechazo de sus dos dictaduras castrenses y la pérdida en él de la importante escuela de tratadistas militares de las centurias anteriores, influye decisivamente a la hora de medir la contribución de la guerrilla a la derrota de la Grande Armée en España.
Por lo común, dicha aportación resulta alzaprimada hasta el exceso. La atmósfera de tensión e incluso de pánico que su actividad provocó en los soldados más bisoños de los uniformes azules —l’enfer d’Espagne—, el entorpecimiento que causó en el diseño de los planes de los estados mayores de ciertas divisiones o el desvío de algunas de éstas de sus primitivas metas para aplastar el movimiento guerrillero, así como el gran número de bajas causadas a los franceses —en torno a unas quince mil—, no cambiaron realmente el curso de los acontecimientos bélicos. En puridad, la estrategia pensada por el propio emperador no se vio sustancialmente alterada en ninguno de sus vectores básicos por la acción de la guerrilla. Ni el fracaso del más poderoso de los ejércitos galos que operaron en la Península —el comandado por Masséna, primero, y Marmont después— se debió en medida relevante a la actividad guerrillera, ni la ocupación efectiva de las zonas con auténtica trascendencia para el control del país pudo tampoco neutralizarse e impedirse por el quehacer esforzado cuando no heroico de los hombres de D. Antonio Manso, el barón de Eroles, Joan Clarós, Narcis Gay, el canónigo Rovira, Echeverría, Paralea, José Romeu, Longa, Jáuregui, Miláns del Boch, «Dos Pelos», «El Mantequero», «Camisilla», «El Molinero», «El Balsero» o «El Caracol»..., entre los muchos caudillos que, a lo largo y ancho de la Península, los dirigieron. Los argumentos de que su constante presión sobre las tropas francesas y sus principales nudos de comunicaciones retuvieron en España a contingentes muy necesarios a Napoleón para el triunfo de la campaña rusa —argumento expuesto de sólito por los apologetas de la guerrilla— o de que la cifra de sus víctimas pudo impedir el triunfo francés en acciones decisivas como la de los Arapiles, aun sin restarles valor, resultan igualmente de imposible verificación, y, en todo caso, fueron otros los motivos primordiales de los reveses del emperador ante el zar Alejandro y de su antiguo y apreciado compañero Marmont frente a Wellington19.
Protagonista oscuro y frecuentemente relegado de aquélla fue el ejército portugués, muy poco inclinado a panderetear su aportación, invariablemente abnegada y silenciosa. Debido a que las fuerzas regulares españolas alinearan a contingentes considerables de extranjeros como irlandeses, suizos o alemanes y a que polacos, flamencos, italianos o belgas estuvieran encuadrados en elevado número en los regimientos de la Grande Armée combatientes en la Península, la densa presencia lusitana en el ejército de Wellington no suscita de ordinario la atención merecida. Razones de muy antigua y variada conformación figuran en el origen de dicha relegación en la bibliografía española. Ninguna, empero, justifica tan lamentable postergación. Llegado a la erupción de la crisis del Antiguo Régimen en una tesitura aún más desastrada que el español y con un campesinado sin la tradición militar del hispano y, por ende, más refractario al servicio obligatorio de las armas, fue sobre todo el esfuerzo inglés el que estuvo en el origen de su formación contemporánea, asociándose el hecho con alguna razón al mariscal de campo británico William Beresford, invariablemente respaldado en su difícil quehacer por Wellington.
Su afán por conseguir una mínima mentalidad castrense en un pueblo poco acostumbrado a la conscripción fue sin duda altamente notable y fructífero, no obstante la continua e intensa hemorragia de la deserción, aun en el campo de batalla, espectáculo que en mayor o menor medida pudo contemplarse, por lo demás, en todos los ejércitos que combatieron en la Península20. Sobre la base de ciertos cuerpos tradicionales, el encuadramiento e instrucción de las nuevas fuerzas armadas correspondieron casi por entero a suboficiales y oficiales británicos, que en muy elevado número, aunque sin llegar a un monopolio que hubiese sido poco estimulante para la moral popular, también formaron sus cuadros de mando superior. Con el comienzo de las campañas españolas del Iron Duke, el estado embrionario del ejército portugués daría ya paso si no a una máquina de guerra cuando menos a un instrumento útil en manos de un jefe por el que, en los momentos decisivos, mostró completa confianza y cierta simpatía, poco correspondida en general. Antes de Arapiles —donde sus soldados constituyeron el grueso de las bajas aliadas— las unidades portuguesas conformaban un firme puntal del dispositivo británico, manteniendo este papel hasta el término mismo de la campaña antinapoleónica en las murallas de Bayona y Toulouse, en abril de 1814. Por último, convendrá quizá recordar que, al igual que en España en la que algunas de las varias unidades de afrancesados constituidas por el Estado josefino combatieron en Rusia, la Legión Extranjera Portuguesa —creada por Junot y enviada por éste a Francia en los comienzos de 1808—, al mando de Pedro Portugal, marqués de Alorna, luchó en las campañas peninsulares, incluidas desde luego las propiamente lusitanas —verbi gratia: la importante batalla del Coia, 24 de julio de 1810—21.
La capacidad organizativa así como la atracción ejercida sobre algunos estratos de la población por la monarquía josefina en sus mejores momentos se pondrán también de relieve en el plano militar. Los regimientos de «juramentados» acabados de mencionar a propósito de su intervención en la campaña de Rusia tuvieron un reclutamiento muy variado, cuyo abanico englobaba desde desertores y prisioneros hasta voluntarios y algunos miembros —jefes y oficiales incluidos— de las fuerzas regulares existentes en 1808. Por razones preponderantemente propagandísticas fueron muy bien tratados por la administración josefina, de la que formaron parte figuras tan descollantes e integérrimas como el ministro de Marina José Mazarredo y Gonzalo O’Farril, muy preocupado desde su cartera de la Guerra por constituir un ejército josefino.
Sus nombres, empero, no deben amparar una situación que distó de ser brillante. Aunque la polémica sobre la cifra y espíritu de los «juramentados» se levantó a raíz misma de la terminación del conflicto, en conjunto, la calidad y fidelidad de las unidades que integraron —cuatro regimientos de infantería, uno de cazadores de caballería y un escuadrón de artillería, amén de los regimientos Real Extranjero y Real Irlandés— fueron escasas, como sin duda ocurrió también con otras de la misma naturaleza formadas por los aliados. Como siempre, los números son de una llamativa elocuencia. Menos de un millar constituyó el contingente militar de los afrancesados exiliados al término del conflicto, aunque para matizar el análisis de un tema complejo, tampoco ha de olvidarse que en la batalla de Vitoria combatió con denuedo la división josefina del marqués de Casapalacio, compuesta por unos dos mil quinientos hombres, infantes y jinetes22.
Una caracterización general, por ligera que sea como la presente, de las fuerzas enfrentadas en la guerra de la Independencia requeriría siquiera una alusión a la Grande Armée23. Empero, la índole de apretada síntesis de este libro así como lo muy conocido de la máquina de guerra napoleónica —posiblemente, el Ejército más enriquecido por una mayor y acribiosa bibliografía de todos cuantos han existido— nos hacen pasar por alto un intento condenado de antemano al fracaso. España fue el país de orografía más montuosa de los que sirvieran de escenario a sus hazañas y actuaciones, desplegadas todas en llanos o altiplanicies. Tal circunstancia señaló quizá la singularidad más peraltada de su lucha en «la guerra de España».
El segundo rasgo de su presencia en la Península Ibérica estribó en lo prolongado de su cronología, sin comparación tampoco con ninguna otra en las que intervinieran los uniformes azules. Paradójicamente, España, la nación alzada con más vigor contra un imperio heredero de los principios revolucionarios, fue la única que, en su resistencia ante la agresión napoleónica, siguió el modelo del levantamiento general y del pueblo en armas frente al enemigo exterior. De ahí, por consiguiente, que ninguna victoria por aplastante que fuese pudiera marcar el punto final de un conflicto que no se limitaba a una disputa entre fuerzas regulares, sino entre una población decidida, en su conjunto, a inmolarse y un ejército multinacional. Desde luego, éste se empleó a fondo en una geografía física y política por entero desconocida a sus estrategas y soldados. Ninguno de sus regimientos y unidades careció en sus anales de la experiencia peninsular ni ninguno de sus 32 mariscales —con la salvedad de Bernadotte— dejó de poseer en su interminable hoja de servicios el mando en España. En muy pocos ejemplos se ofreció abrillantado, cavando la tumba del aura de varios de entre ellos, a la manera de Masséna o Augereau24.
La índole plurinacional de la Grande Armée impone una última pincelada en una panorámica tan reduccionista y grosera como la ahora pergeñada sobre uno de los más grandes ejércitos de la historia. Árabes, eslavos, germanos y latinos fueron víctimas en l’enfer d’Espagne de la enfermedad, la mutilación o la muerte. De credo católico en su mayoría, rara vez dieron muestras de respeto hacia la cultura y el patrimonio religioso de los españoles, distinguiéndose en no pocos casos como sus más celosos destructores. Así, iglesias, conventos, ermitas y hasta catedrales tuvieron de ordinario en las tropas polacas a sus más meticulosos pirómanos y depredadores25. Si, como se recordará sin esfuerzo, sólo de manera aislada y menguada algunos de sus connacionales lucharon en España un siglo más tarde en la guerra civil, de forma colectiva, en uno y otro bando, lo harían los italianos. Intemacionalistas y fascistas conservaron el buen nombre dejado por sus compatriotas en la guerra de la Independencia, cuando, en conjunto, sobresalieron del resto de los combatientes por su humanitarismo frente a heridos y prisioneros, con la peraltada excepción de la toma de Tarragona en 1811. Solidaridad, sentimiento de la ajeneidad, que pueden cerrar con cierto optimismo unos renglones consagrados a la manifestación más cruel del conflicto en su expresión más radical y salvaje26.
Entre los muchos aspectos que el análisis de las fuerzas enfrentadas en el umbral de la contemporaneidad española y la descripción de los principales jalones de la trayectoria bélica en el sexenio 1808-1814 han forzosamente de contemplar, se encuentra, obviamente, el contenido en el apartado que en la mayor parte de la bibliografía figura bajo el epígrafe de «política militar» o conjunto de las actitudes de las elites gobernantes frente a la marcha de la contienda. La de los dos imperios que en ella dirimieron su supremacía es harto conocida e investigada, en ciertos extremos, hasta casi la saciedad por la historiografía de entrambos países, al paso que el estudio de la española plantea aún interrogantes de calado y se ofrece en barbecho en varias parcelas de indudable interés. No en balde en esa etapa del pasado hispano se forjó buena parte de las posturas y se definieron los estereotipos de nuestra política de defensa en las dos últimas centurias.
Teniendo en las instituciones legislativas un dócil instrumento de sus actos y en el ministro de la Guerra un mero ejecutor de sus decisiones, a Napoleón corresponde la responsabilidad exclusiva de la doctrina aplicada en España por sus mariscales y soldados. Únicamente Talleyrand en las horas previas a la invasión y su hermano José una vez ésta efectuada disonaron del coro halagador que públicamente rodeó las decisiones del emperador cara a lo que, en privado, pronto comenzaría a llamarse l’enfer d’Espagne27. Por lo demás, las voces opositoras señaladas pronto serían acalladas por su destinatario, quien acusaría al príncipe de Benevento de haberle inducido a adoptar una postura apresurada frente a la crisis dinástica española y no manifestaría sino en muy rara ocasión su asentimiento a las múltiples propuestas hechas por su hermano mayor sobre la conducción de la guerra. Ésta no tenía otra meta en la mente del emperador que «arrojar al leopardo al mar» y reafirmar así de modo irrefragable el dominio continental francés. Pese a las variantes introducidas en los esquemas de su política internacional por un conflicto del todo inédito en su génesis y desarrollo, Napoleón no modificó en nada su ejercicio solitario del poder, sin consultar ni dejar que nadie le aconsejase en una coyuntura por entero nueva28.
En el duelo por la hegemonía mundial, tan monolítica o más tenía que ser la posición del rival ante un enemigo cuya indiscutible superioridad castrense sólo podía vencerse con una voluntad inflexible de lucha sin cuartel. Las instituciones representativas y la libertad de prensa de que gozaba el Reino Unido hacían, como es natural, más dificultosos el empeño de unidad social y el mantenimiento de una línea de conducta invariable ante la presencia en la Península de un cuerpo expedicionario destinado, primordialmente, a la preservación del país europeo con mayores lazos de relación y amistad con la Corona inglesa desde la Baja Edad Media, mediante una guerra de usura y desgaste que, dada la nueva y un tanto sorprendente alianza de Gran Bretaña con España, significaba igualmente la apertura y probable consolidación de un segundo frente, de incalculable trascendencia en un eventual conflicto entre el Imperio francés y los nunca completamente doblegados ruso y austríaco. El prolongado usufructo del poder por el partido tory después del que no fuera más que un ensayo de alternativa whig estrepitosamente fracasado, facilitó, sin embargo, de modo muy considerable la persistencia en los objetivos exteriores de los gabinetes de Lord Portland, Spencer Perceval y Lord Liverpool, bajo los que, según es bien sabido, se dirigió Inglaterra durante la guerra de la Independencia. El peligro que para su política podía entrañar el nombramiento, en 1811, como regente del príncipe Jorge, de tendencias o, más bien, veleidades whigs, se disipó por ensalmo ante las realidades profundas de una nación cuyo compromiso con las libertades y la defensa de su identidad constituyen una de las notas vertebradoras de la historia moderna. A despecho de fuertes campañas críticas de la prensa afín al partido de la oposición y de los mítines y discursos de sus más renombrados oradores y líderes como Sheridan y Fox, así como de desfallecimientos pasajeros de la opinión pública, el rumbo de los gobiernos tories continuó inalterable, en el sexenio 1808-14, en su ardida lucha contra el imperio napoleónico y en el respaldo a los dos únicos pueblos que en el Viejo Continente no se sometieron a sus águilas29.
Habida cuenta del absoluto asentimiento de la Regencia portuguesa a las directrices británicas y la práctica inexistencia de una política exterior y militar que no fuera la de su aliado tradicional, el único interlocutor peninsular a tales efectos fue el representado por los diversos poderes que se sucedieron en la gobernación de la España fernandina o «patriota», desde las Juntas provinciales a las Cortes y Regencias gaditanas pasando por la Junta Central. Conscientes de la necesidad de la ayuda inglesa para defenderse del hasta entonces invencible ejército napoleónico, ninguno dejó por ello de renunciar a la autonomía de su política militar. Común denominador de todos fue una indisimulable prevención frente al protagonismo castrense, alimentada sin duda en un primer instante por la actitud pasiva cuando no obsecuente hacia los invasores seguida por gran parte del generalato y la oficialidad superior30.
Pasada la efervescencia juntera y establecido en Aranjuez un organismo único como representante supremo y legítimo de la soberanía nacional, a la espera de la restauración de Fernando VII, la política militar, atomizada y dispersa hasta entonces, debía ganar en cohesión y claridad. Pronto, sin embargo, se dibujaron en el seno de la Junta Central dos posiciones ante la línea que en la materia habría de seguirse. Una, favorable a robustecer la unidad interna del Ejército, con el objetivo prioritario de paliar las precariedades e insuficiencias derivadas de la fragmentación de los frentes y la desorganización de sus unidades y hacerlo así una máquina apta para el combate contra un enemigo muy superior; y otra, más inclinada a compatibilizar reforma y guerra, ya que ésta había puesto al descubierto los fallos que en todos los terrenos paralizaban su normal funcionamiento. De este modo, mientras la primera se mostraba partidaria de diferir para tiempos más bonancibles la reestructuración de unas fuerzas armadas, en las que cualquier medida renovadora no podía tener otro plazo que el inmediato, la segunda abogaba por acometerla en aras justamente de acrecentar sus posibilidades de éxito en los campos de batalla. En consonancia con la situación por entero novedosa traída por la guerra a la sociedad española, dos ideologías políticas subyacían en la formulación del tema, con abandono de la neutralidad y objetividad que habían de adoptarse frente a una cuestión de Estado e interés nacional. Entre los adictos a la primera se encontraban los miembros del sector conservador de la Junta, alineados en la tradición dieciochesca, al tiempo que en los incardinados en la segunda postura se hallaban figuras tales como Lorenzo Calvo de Rozas o el conde de Tilly, afectos al pensamiento innovador o radical. En dicho disentimiento frente —importa repetir— a un asunto de interés patrio y, por su esencia, suprapartidista anidará ya un germen de diferencia y contraste con las naciones tenidas como modelo por las elites decimonónicas, en las que el tema del Ejército, asumido como un elemento de vertebración patriótica, no suscitara más discusión que la normal en regímenes de convivencia pluralista. La cruzada antinapoleónica fraguó en Gran Bretaña este elemento de cohesión política y social; y muy poco tiempo después el fracaso de la primera restauración de Luis XVIII, debido en buena parte a la incomprensión del asunto aludido, dio paso en Francia a una posición semejante, punto de encuentro de conservadores y progresistas, de derechas e izquierdas. La politización que, en el umbral de la contemporaneidad, se apoderó del tema en nuestro país gravitaría pesarosa y prolongadamente sobre todo su destino ulterior, contribuyendo a sus «anomalías» y rezagos respecto de los pueblos más avanzados de su entorno.
La inestabilidad de la situación determinó el aplazamiento de una resuelta decisión sobre el asunto que nos ha ocupado, al igual que ocurriera con otros de prioritario tratamiento; lográndose en alguna ocasión soluciones de compromiso de escasa existencia y vitalidad, como la creación de una Junta Militar, de muchas campanillas por los generales y figuras que la integraban sobre el papel, pero desertores en potencia o acto de la elevada y urgente misión de regenerar la institución castrense31. Sin embargo, la anarquía introducida por el movimiento de las Juntas en la materia comentada, con contradictorias directrices en la conducción de la guerra, y su caótica política de nombramientos y ascensos impulsaron a la Junta Central a adoptar medidas cuando menos de simple administración para no empeorar más una situación agravada a partir de noviembre de 1808, al comenzar la ofensiva capitaneada en persona por el emperador francés. En su trimestre madrileño y en su año sevillano, la Junta trabajó de firme para no agravar la crisis de un Ejército al borde de la inoperatividad y amenazado del taifismo si no de la disolución misma. En particular, su hiperactivo secretario Martín de Garay, hombre impregnado de las corrientes que informaban el ideario de su generación, pero formado en el surco de los grandes servidores del Estado ilustrado, echó sobre sus hombros una tarea ciclópea para poner coto a la fragmentación e individualismo que esterilizaban toda medida racional y hacer de las fuerzas armadas fernandinas un instrumento válido en el campo de batalla y mantener una mínima esperanza en el resultado final de la guerra.
Tal vez hablar de una «política militar» en un poder como el de la Junta, recibido con aprehensión del lado de los organismos a los que sustituyera y criticado ya sin reservas a poco de constituirse por el torpe lenguaje de sus manifestaciones públicas, equivalga a una deformación de la realidad; pero no así la constatación de un esfuerzo que no se limitó a la mera improvisación, intentando dar respuesta a los innumerables e incesables puntos de fricción surgidos entre los propios generales. Acusada muchas veces de reaccionarismo y debilidad, la actitud de la Junta Central frente a los altos cuadros castrenses fue, sin embargo, de una firmeza no exenta de arbitrariedad. El estado de confusión e indisciplina generalizadas reinante a menudo en las filas del Ejército y al que tanto contribuyeron el individualismo y los celos entre sus altos miembros, procuró atajarse por aquélla con medidas draconianas respecto a prófugos y desertores —muy abundantes siempre a lo largo de la contienda— y, sobre todo, con la destitución fulminante de los generales derrotados o desfallecientes en su voluntad de triunfo. Ninguna supeditación existió aquí de la autoridad civil a la militar, coincidiendo en ello conservadores y progresistas. Como tampoco la hubo respecto a las presiones que, desde el inicio de las relaciones con los británicos, ejercieron éstos cara al nombramiento de un general en jefe de su simpatía y confianza, a la manera del duque de Alburquerque. Consciente igualmente de su imperiosidad para reforzar las virtualidades de la resistencia, la Junta no se decidió, empero, nunca a adoptar una medida en tal sentido, a causa del recelo que entre sus integrantes existía sobre la facilidad que ello hubiera supuesto para la formación de una dictadura, a la que, según numerosas voces y escritos, aspiraban varios generales, entre ellos, el igualmente bienquisto por los británicos —cuya lengua hablaba— marqués de La Romana, virtuoso en el arte del enfrentamiento con las Juntas, según demostrara con la supresión manu militari de la del Principado asturiano...
Fracasada en este punto esencial y diluidos sus logros en terrenos como la potenciación del espíritu de resistencia o la regulación —tan difícil y más teórica que prácticamente— del movimiento guerrillero, la corta vigencia de la Junta no daría lugar, en definitiva, a la implementación de una verdadera política militar, dejada como labor insoslayable al poder que la sustituyera.
Sino que, en el marco del Cádiz de las Cortes, la tarea se evidenciaría aún más difícil por la ambigüedad real de la división de poderes constituidos ahora en la España fernandina —permanente injerencia del legislativo en el ejecutivo, al que llegaría a considerar como apendicular y completamente subordinado— y la pésima relación existente entre las cuatro Regencias y la Asamblea gaditana, en una coyuntura en la que una prensa adicta en su inmensa mayoría al ideario progresista iba a representar un papel de primer orden. Con perfecta conjunción de esfuerzos, los líderes de opinión, esto es, los principales redactores de los grandes periódicos de la ciudad bloqueada y los diputados más jóvenes y dinámicos —a las veces, unos y otros los mismos— elaboraron el discurso de lo políticamente correcto, en el que la cuestión militar —prioritaria sobre todas en un país al borde de la desaparición y en el que ganar la guerra se había convertido, lógicamente, en angustia existencial— se abordaba desde planteamientos filosóficos radicales, desfasados por entero de los que informaban la actividad de la práctica totalidad de sus compatriotas. La utopía y el doctrinarismo se erigían así en la argamasa de la visión que del tema difundieron, con buena pluma y mejor retórica, los defensores en la España del momento del pensamiento racionalista de la Ilustración, con su acerada crítica de los ejércitos permanentes y ansias de paz universal entre pueblos y naciones. En circunstancias bien distintas a las atravesadas entonces por el país, hubieren sido teorías, como es obvio, irreprochables. Pero en las fechas —1810-1812— cuando más próximo estuvo quizá Napoleón de materializar su proyecto peninsular, las bases éticas de la empresa resultaban discutibles, proveyendo de algún alimento a lo que coetáneamente ciertos críticos de la obra gaditana denominaron, con absoluto error e injusticia, la «traición de los hombres de Cádiz».
Entre los cuales, curiosamente, figuraban, tanto en el poder legislativo como en el ejecutivo, numerosos militares. En las cuatro Regencias y los tres gabinetes que constituyeron el último, la presencia castrense es relevante y, a las veces, la más nutrida —v. gr., la segunda Regencia—. Por razones bien comprensibles en una tesitura bélica, soldados y marinos de prestigio o popularidad parecían reforzar la autoridad del Estado ante una opinión pública anhelosa de referencias firmes en la gestión gobernante; y, aunque dada su profesión, no fueran proclives a la mentalidad progresista, tampoco lo serían, en conjunto, al conservadurismo puro y duro, aunque otra cosa les pareciera a los redactores de El Tribuno del Pueblo, El Conciso o El Redactor de Cádiz. Del lado de la Cámara, sabido es el elevado porcentaje de militares que ocuparon escaños en la Asamblea constituyente, entre los que no faltaron los adictos al liberalismo más vanguardista.
No obstante el entendimiento entre ambos poderes que semejaba presagiar este fondo común doctrinal de buena parte de sus integrantes, fue de todo punto imposible echar las bases de una política militar con proyección de futuro y eficacia hacia el presente. El pragmatismo brilló por su ausencia; y, más allá de discursos y discusiones de notable temperatura y dialéctica, la historia de ambos poderes para poner en marcha unas medidas que asegurasen la capacidad de lucha de los combatientes y abrieran el horizonte a reformas estructurales, constituyó un tejer y destejer permanente. En medio de una constante tensión en el microcosmos gaditano nacida de la influyente embajada inglesa, afanosa por colocar sus peones e imponer el presente sobre el futuro con la designación de un «generalísimo», y de unos círculos sociales y políticos muy temerosos ante el propósito atribuido a los ingleses de hacer de Cádiz un segundo Gibraltar, el único punto coincidente de las miras de la Asamblea y el gobierno radicaría —y no siempre, por la versátil actitud de la elite parlamentaria progresista— en la defensa a ultranza de la independencia nacional, frontalmente opuesta a cualquier pretensión de un protectorado del Reino Unido, por velado que fuere. Aparte del orgullo patriótico, América, la única esperanza firme para un futuro renacimiento, entraba fuertemente en esta toma de posiciones, inflexible en el núcleo de la burguesía gaditana, sostén moral y financiero del liberalismo avanzado32.
Depuesta en parte dicha actitud, como ya se registró, a raíz del compromiso ilimitado de Gran Bretaña en la liberación de España tras los Arapiles y la retirada napoleónica de Rusia, las Cortes, la Regencia y el gobierno dieron a Wellington una restringida carta en blanco para mandar en solitario los ejércitos españoles. Aun así, la polémica levantada por la improrrogable decisión fue estruendosa. En Cádiz y en la Andalucía acabada de abandonar por Soult, la publicística adversa al nombramiento fue copiosa y el ya afamado general Ballesteros —único entre sus compañeros que desacató la resolución de las Cortes, siendo enviado de cuartel a Ceuta por la Regencia— alcanzó la máxima popularidad en la prensa y opinión, como también, con menor eco, lo consiguiera la dimisión —14 de enero de 1813—, por igual motivo, del ministro de Gobernación del Reino para la Península e Islas Adyacentes, José García de León y Pizarro33. Ulcerado por una reluctancia que jamás llegó a decrecer en la España fernandina, el generalísimo renunció a su cargo en las mismas horas en que los aliados se adentraban en territorio francés, aunque no por ello dejara de ejercer su poderoso valimiento en los asuntos militares de la nación que tan grande deuda contrajese con sus servicios castrenses. Probablemente a él debiera Fernando VII la restauración del absolutismo, cuando, por su indicación, los jefes del II y IV Ejércitos —el príncipe de Anglona y Morillo, respectivamente— secundaran la actitud de Elio, en tanto que el I, al mando del tornasolado y tortuoso Enrique O’Donnell, se mostraba expectante.
En una etapa como la referida que asiste en España al nacimiento del periodismo moderno, no es posible dejar de preguntarse sobre la reacción que en la prensa y la bibliografía despertara el asunto glosado. Éste fue en diversas ocasiones el tema estrella de la influyente prensa gaditana, con innumerables artículos de corte demagógico, a las veces, y, por lo común, sin porte doctrinal de algún calado. Convencidos de que el Ejército no iba a ser el instrumento revolucionario que deseaban, los tribunos radicales predicaron desde sus páginas soflamas encendidas contra una institución que, convertida en árbitro de la política del país, amenazaría a una «España de ciudadanos libres». Abstracción hecha de posturas maximalistas, la cuantificación del fenómeno —empresa relativamente hacedera y, desde luego, deseable— arrojaría una literatura de espesor si no ideológico sí numérico, palpable reflejo de que los constituyentes no trabajaban en el vacío. Hecho que viene corroborado por la copiosa folletería provocada igualmente por la cuestión.
Con la grafomanía que fuese una de las señas de identidad de la España de Cádiz y en vena del típico arbitrismo hispano, múltiples opúsculos de autoría y paternidad variada —anónima, falsa o auténtica— exponían el punto de vista de sus redactores acerca del método infalible de ganar la guerra o sobre las reformas que habrían de acometerse con la finalidad de hacer del Ejército patriótico un adalid de la nueva sociedad; al paso que otros no menos numerosos desgranaban los padecimientos de los soldados, daban rienda suelta al honor ofendido de ciertos oficiales en sus relaciones con los ingleses o manifestaban la reivindicación de algunos de los innumerables generales destituidos ab irato de sus funciones. Así en la Asamblea —según más adelante se analizará— como en la prensa y publicística menor de toda la España fernandina, el enconado asunto de las quintas cobrará nuevo vuelo, acentuándose sus perfiles sociales al criticarse vivamente la exención de las clases privilegiadas y acaudaladas. Tema de permanente y tensionada actualidad a lo largo de la segunda mitad del XVIII, los aires de transformación traídos por la desarticulación del Antiguo Régimen harán de la «contribución de sangre» y sus características uno de los temas relacionados con la política y literatura militares más intensa y apasionadamente tratados en la España de la guerra de la Independencia, que mostrará con ello otra de sus múltiples líneas de continuidad, no obstante los cambios y mudanzas, con la de la Ilustración34.
Todo este alud bibliográfico revelaba indudablemente un vivo interés por una institución —el Ejército— cuyo peso en la marcha del país se intuía creciente y decisivo, con protagonismo desconocido hasta entonces. Como acaba de referirse, no pocos de los liberales más ardientes comprendían los peligros que tal deriva podía comportar un día sobre el sistema constitucional, basado en la omnímoda primacía del poder civil; pero dicha eventualidad no dio paso ni a la autocrítica ni a la mesura demandada por un régimen desasistido de firmes apoyos, obligado por ello a no provocar recelos en una institución en la que, pese a su gran componente nobiliario, no suscitó su advenimiento prevenciones mayores35.
Así, sin timoneles respetados ni hoja de ruta clara y bien definida transcurrió la política militar en el crucial sexenio 1808-14. En su dimensión más concreta —la adopción de unas medidas conducentes a la formación de unas fuerzas armadas capaces de garantizar la independencia del territorio nacional—, la España fernandina no logró formularla ni aplicarla con eficacia, con un permanente intercambio de reproches mutuos entre las elites civiles y militares sobre la responsabilidad de la frustración; desencuentro que originaría una recíproca desconfianza nunca realmente desaparecida y cuya gestación en la España de Cádiz cabe atribuirla primordialmente a los estratos políticos e intelectuales36.
En un plano más general, el contenido en lo que habría de conocerse al otro cabo de la centuria como «la cuestión militar», sin desmerecer los afanes de las Cortes por suprimir lastres y agilizar el funcionamiento de la institución castrense y de los que más adelante se harán cumplida mención, se constata los pocos frutos de una tarea alicorta y sin vigor, debido a su enfoque parcial e ideologizado. Mal que bien, constreñida por el ambiente, según declarara uno de los primates de liberalismo avanzado, Agustín de Argüelles, el Parlamento gaditano dio un marco dilatado y acertó a encarrilar sin mayores polémicas —hasta las Cortes de 1869 no se confesaría ateo ningún representante del pueblo español— las siempre difíciles relaciones de la Iglesia y el Estado. Sin embargo, la cuestión militar, no menos vital para una organización del poder y convivencia modernos, quedó de facto aplazada sine die. El pronunciamiento de Riego y la identificación del Ejército con la causa liberal a partir de la primera guerra carlista pospusieron durante largo tiempo —en realidad, hasta la Segunda República— el enfrentamiento del tema preterido en Cádiz: la incardinación de las instituciones castrenses en un Estado de Derecho, sin violencia legal ni vejación institucional, como reflejo de una cultura ciudadana de cordial entendimiento de la naturaleza suprapartidista de unas fuerzas armadas, indispensables en un contexto internacional, en el que la guerra sería, desgraciadamente, por mucho tiempo la ultima ratio...
Fatalmente para los destinos de la nación, los legisladores gaditanos convirtieron al elemento castrense en chivo expiatorio de errores y reveses colectivos. Debido a una actitud en algún punto comprensible, el primer régimen constitucional acusó al Ejército y a la Marina de la situación de impotencia a que estuvo reducida la España fernandina en el bienio crucial 1810-12, en el que las Cortes llegaron a simbolizar la pervivencia del espíritu nacional. Sin tradición alguna de pretorianismo en una monarquía como la borbónica, en la que las fuerzas armadas no desbordaron jamás las fronteras estrictas de su función, las veleidades cesaristas de algunos pocos generales, las maquinaciones anticivilistas de otros, también en muy escaso número, y los desmanes despóticos de dos o tres altos mandos justificaron a los ojos de la vanguardia liberal un antimilitarismo primario, reflejo de un prejuicio doctrinal y un fácil método de defensa, declinando sobre el Ejército responsabilidades colectivas.
Proceso, pues, como se decía, de pesarosa concatenación en la forja de la España contemporánea. Lo que en Alemania se erigió en fundente y elemento identificador de la nacionalidad, en Inglaterra —la Flota—, símbolo de exaltación de los valores de la misión histórica de su pueblo, y en Francia, pasado el cabo de las tormentas de la III República, en garantía de los destinos del país, en España llegó a ser piedra de división37.
Sin una política medianamente definida y aplicada y con unas fuerzas armadas en permanente trance de reordenamiento, es natural recalar una y otra vez en la cuestión que ocupa, conforme ya quedó apuntado, un lugar privilegiado a la hora de enjuiciar el resultado final de la guerra de la Independencia. La organización, el método, la disciplina y la constancia corrieron fundamentalmente a cargo de los ingleses, a los que, en buena lógica, cabe atribuir gran parte si no la exclusividad de la victoria contra los franceses, contando Wellington como auxiliares poderosos a los guerrilleros. Versión heterodoxa en los círculos más extensos del país —canónica, en muy reducidos ámbitos del pasado y, sobre todo, del ayer reciente—, la de más ancha y prolongada circulación por los espacios culturales de España contemporánea semeja ajustarse, pese a todo, más a la realidad. Bernardo López fue sin duda un poeta prosaico, pero acertó a encarnar la conciencia profunda de una nación reencontrada consigo misma en la honda crisis de 1808. La repristinización de algunas de las fuentes de su asombrosa vitalidad en aquel trance y en decenios posteriores sólo puede explicarse a dicha luz. Por encima de las cifras llamativas de prófugos y desertores, del inflexible repudio de ciertas regiones —el Principado catalán en cabeza38— al servicio militar obligatorio o regular, del caos en el que se debatieron en no pocas ocasiones el mando militar y la organización castrense, de la desesperanza y el escepticismo sembrados a manos llenas por los profesionales del catastrofismo, aliados muchas veces con la cruda realidad de los hechos, el pueblo español no cejó de nutrir, más de grado que por fuerza, las unidades de un Ejército regular que en ningún momento se dio por vencido al sentirse eco y portavoz en los campos de batalla de una vieja nación para la que la independencia era el valor supremo. El que, conforme acaba de apuntarse, en la región en que más ahincado estaba el rechazo al servicio militar fuesen sus milicias tradicionales de miqueletes y somatenes las más nutridas y acaso también las más combativas entre las de su género, descubre con nitidez cómo el espíritu del pueblo animó por encima de cualquier otro impulso la resistencia española contra el francés.
Notas
1 Para el análisis del primer gran encuentro de la contienda librado por unidades regulares, vid. un planteamiento actual en M. A. Camino, J. J. Sañudo y L. Stampa, «La batalla de Medina de Rioseco, 1808», Researching & Dragona, 1 (1996), pp. 27-47.
2 Vid. J. M. Cuenca Toribio, Historia de Córdoba, Córdoba 2002. Execrable tal comportamiento, debemos precavernos en su juicio y en el de otros muchos actos similares de una visión en exceso nacionalista. La actitud repudiable de los soldados franceses pareció motivarse por el asesinato de uno de sus oficiales a manos de un francotirador. Algo semejante había ocurrido en Andújar pocos días antes: «Las fuerzas francesas atravesaron Despeñaperros encontrando alguna resistencia. El pueblo de Andújar se amotinó y consiguió desarmar un destacamento perteneciente al cuerpo de ejército de Dupont, matando a su comandante y a tres soldados que salieron en su defensa. Más tarde, la ciudad fue ocupada por estas tropas y saqueada». E. Gómez Martínez, Aproximación a la historia de Andújar (s. a., 1989), p. 71.
3 «Nuestros soldados se abrazaban con júbilo. Confundíanse los diversos Regimientos y los paisanos advenedizos con la tropa. Las gentes del vecino pueblo de Bailén acudían con cántaros y botijos de agua. Agrupábanse hombres y mujeres junto a los heridos para recogerlos. Los caballos recorrían orgullosos la carretera, y los Generales, confundidos con la gente de tropa, demostraban su alegría con tanta llaneza como ésta. Los gritos de ¡Viva España! ¡Viva Fernando Séptimo! parecían sublime concierto que llenaba el espacio, como antes el ruido del cañón; y el mundo todo se estremecía con el júbilo de nuestra victoria y con el desastre de la Francia, primera vacilación del orgulloso Imperio». B. Pérez Galdós, Bailén. Episodios Nacionales..., I, p. 545. A la vista del siguiente juicio, inserto en una obra de carácter que pudiera considerarse oficial —juicio de tenor muy semejante al de los emitidos por casi todos los autores españoles respecto de los hechos más significativos de la contienda—, es lícito plantearse si se adecua a la realidad la acusación de chovinismo atribuida por la moderna historiografía anglosajona a aquéllos: «Cabría pensar así, en cierto modo, que a la victoria española de Bailén contribuyeron en mayor medida los errores de los generales enemigos que los aciertos de los nuestros». J. Priego López, Guerra de la Independencia. 1808-1814. Primera campaña de 1808, Madrid, Servicio Histórico Militar,1972, II, p. 255.
4 Una aproximación al eco del hecho de armas en los ámbitos francés e hispano en J. de Haro Malpesa, «El impacto de la Batalla de Bailén en Francia. La historiografía francesa», en La batalla de Bailén: actas de las «Primeras Jornadas sobre la batalla de Bailén y la España Contemporánea», Jaén 1999, pp. 155-201; y «La campaña de Andalucía y la batalla de Bailén y la historiografía española de los siglos XIX y XX», en Bailén y la guerra contra Napoleón: actas de las «Segundas Jornadas...», Jaén 2001, pp. 61-129. Con el empleo de algunos datos curiosos extraídos del análisis de su correspondencia inédita, I. Cervelló Burañés, «Algo nuevo sobre Bailén», Revista de Historia Militar, 87 (1999), pp. 131-48. De mucho interés es el número extraordinario consagrado por dicha publicación en el 2005 a la fase inicial de la contienda: Entre el Dos de Mayo y Napoleón Chamartín. Los avatares de la Guerra Peninsular y la Intervención Británica.
5 Sobre la encarnizada oposición antinapoleónica, C. Almuiña Fernández, «Formas de resistencia frente a los franceses. El concepto de guerra total», en E. de Diego García (coord.), Repercusiones de la Revolución Francesa en España. Actas del congreso internacional celebrado en Madrid, 17-30 de noviembre de 1989, Madrid 1990, pp. 453-71.
6 A. Martínez de Velasco, La formación de la Junta Central, Pamplona 1972, muy importante tesis doctoral en la que nuestro antiguo alumno mostraba ya el rigor y alquitarada erudición que habrían de caracterizar su trabajo de historiador. De producción muy sosegada y acribiosa, veinte años más tarde volvería sobre el tema, reiterando lo esencial del libro: «Orígenes de la Junta Central», apud L. M. Enciso (coord.), Actas del Congreso Internacional El Dos de Mayo y sus Precedentes. Madrid, 20-22 de mayo del 1992, Madrid 1992, pp. 583-86
7 «Los orígenes del liberalismo español se han buscado en los principios ‘liberales’ de la Ilustración española y en la influencia ideológica ejercida por Francia en los años en torno a la Revolución. Y aunque la clave está todavía por desvelar porque, por ejemplo, la influencia inglesa es mayor de lo que se había creído, la nueva coyuntura histórica que España vive con intensidad extraordinaria a partir de 1808 resultará decisiva tanto en su formulación como en su posterior afirmación. De cualquier forma, resulta cada vez más evidente que el proceso de formación inicial del liberalismo español es el resultado de la transformación de la misma sociedad española en el tránsito del Antiguo al Nuevo Régimen, pero también de unas influencias indiscutibles, algunas de ellas extranjeras y particularmente inglesas. [...] El proceso de formación del liberalismo español es de una gran complejidad, que no puede ser explicado por tesis simplistas. Pero lo que desde luego es evidente a la luz de una documentación incontestable [...] es que en este proceso el famoso Lord Holland, el gran amigo de España, junto con sus amigos españoles, tiene mucho que decir». M. Moreno Alonso, La forja del liberalismo en España. Los amigos españoles de Lord Holland, 1793-1840, Madrid 1997, pp. 21-2.
8 «Antes de cumplirse la tercera semana del desembarco de Wellington en Portugal, el ejército del general Junot compuesto por 26.000 hombres se rendía tras la batalla de Vimeiro el 21 de agosto. El ejército británico contribuyó, en alguna medida, a que Napoleón no concediese mucha importancia a Wellington por su gran victoria, pues diez días más tarde, el mando británico —incluido Wellington— firmaba un tratado de alto el fuego con los franceses en su cuartel general de Cintra. No sin cierta justificación, Napoleón creía que el tratado hacía del hombre al que seguía llamando en sus despachos «el general inglés», alguien del que se reiría Europa. [...] Posteriormente Wellington denunció la Convención como ‘un extraordinario documento’ y se quejaba del ‘tono’ ante sus oficiales inferiores, culpando del contenido a Dalrymple, su oficial superior, que firmó a pesar de todo. La investigación que tuvo lugar en el Gran Hall del Hospital Real en Chelsea pudo acabar con la carrera militar de Wellington allí y entonces. [...] El exprimer ministro lord Sidmouth denunció el tratado como ‘una de las mayores desgracias que jamás nos acontecieron’, y sólo habló de Wellington en términos elogiosos una vez que la investigación le absolvió de cualquier sospecha de negligencia». A. Roberts, Napoleón y Wellington, Granada 2003, pp. 47-9. El autor extrae buena parte de sus datos sobre este particular de M. Glover, Britannia sickens: Sir Arthur Wellesley and the Convention of Cintra, Londres 1970, pp. 137-9.
9 «Cuenta Croker en su obra Correspondencia y Diario que, durante un viaje que hizo en compañía de Wellington, el duque y él se entretenían en adivinar qué país habría detrás de las distintas colinas que iban encontrando y que, como Croker manifestara su sorpresa al ver que el duque siempre acertaba, este último le dijo: «No le extrañe; me he pasado la vida intentando averiguar lo que había al otro lado de la colina».
Esta observación de Wellington fue generalizada posteriormente para definir las facultades imaginativas que debe tener todo general a fin de adivinar lo que ocurre «al otro lado de la colina», es decir, detrás del frente de los ejércitos enemigos y en el cerebro de sus jefes, e, igualmente, para resumir las funciones del Servicio de Información». B. N. Liddell Hart, El otro lado de la colina, Madrid 1993, p. 23. Más vaga a la vez que más concreta es la siguiente versión del mismo hecho: «La frase ‘el (sic) otro lado de la colina’, deriva de una expresión atribuida a Wellington. Puesto que pasaba largo tiempo meditando sólo (sic) mientras miraba hacia la dirección en la que se encontraba el enemigo, respondía cuando le preguntaban sobre el objetivo de sus reflexiones ‘... Pienso en lo que hay al otro lado de la colina’, frase que se emplea para referirse al intento de conocer y comprender los planes del enemigo». (Nota del asesor) (Francisco Gracia Alonso de la traducción de la importante monografía de R. Muir, Salamanca 1812. El triunfo de Wellington, Barcelona 2003, p. 206.
10 Con la finura psicológica y descriptiva de los cronistas del otoño medieval que caracterizase a su incomparable pluma, J. Mª de Areilza lo dibujaría así: «Wellington era autoritario, altanero, propenso a la cólera, hombre seco y rudo en su lenguaje [...] era un general astuto, calculador, frío y conservador. Desde Torres Vedras hasta Vitoria tarda en llegar cuatro años, quebrantando la moral del ejército napoleónico en repetidas batallas de desgaste, hasta que pasa el Bidasoa y llega a Burdeos y Tolosa. En Waterloo triunfa de un Bonaparte desesperado y a la defensiva, con la impasible voluntad de hierro que lo hizo duque legendario». Figuras y Paisajes, Madrid 1973, pp. 469-70.
11 El autor de unos recuerdos que por numerosos títulos deben figurar a la cabeza de toda nuestra literatura memoriográfica, y soldado al mismo tiempo entre los más apreciables de los que combatieron en la guerra de la Independencia, analizará con sagacidad la situación del Ejército español frente al napoleónico: «Militarmente mirada, era grave para nosotros aquella ocasión: tropas que nunca habían visto al enemigo marchaban a pelear con los soldados más aguerridos de la Europa, dirigidos por oficiales de diez campañas, y mandados por generales acostumbrados a la victoria; pero el amor a la independencia y gloria de la Patria que tan vivamente se despertó en los pechos españoles, borró toda otra consideración, y, desde el primer Jefe al último soldado, todos marchamos contentos a medir nuestras armas con los vencedores de Austerlitz y de Jena. ¡Lucha harto desigual a los ojos del guerrero, pero de un éxito final seguro, a los de todo español!». P. A. Girón, Recuerdos (1778-1837), Pamplona 1978, I, p. 204.
12 En un tempo muy significativo en el contexto nacional e internacional M. Artola Gallego renovaría el planteamiento del tema, estancado en España en la bibliografía de los años treinta, viendo en la guerrilla el directo antecedente de la guerra revolucionaria propugnada y teorizada por Lenin, Mao —cuya obra Problemas estratégicos de la guerra revolucionaria en China, aparecida en 1936, glosaba extensamente— y el Che Guevara —a cuyo libro La guerra de guerrillas, publicado en 1960, hacía ligera alusión—, aunque con buen tino precisaba: «La primera realización moderna de lo que hoy se conoce como guerra revolucionaria es, sin duda alguna, la guerra de guerrillas española, ejemplo demasiado remoto en el tiempo y en el espacio para que llegase al conocimiento de Lenin o Mao, ejemplo de otra parte que por su carácter enteramente práctico no había conducido a la elaboración doctrinal que requería, razones por las que tan brillante lección bélica ha quedado oscurecida tras la epidermis heroica de la resistencia española al invasor». «La guerra de guerrillas. Planteamientos estratégicos en la Guerra de la Independencia», Revista de Occidente, 10 (1964), p. 18 de un artículo inspirador de las páginas consagradas por dicho autor al tema en La España de Fernando VII, Madrid 1999, versión mínimamente abreviada de su contribución a la Historia de España de Menéndez Pidal en la misma editorial Espasa-Calpe, tomo XXVI, Madrid 1968.
13 Nada menos que en De Gaulle y Churchill, por una vez contestes, se encontrará el mismo pensamiento: «[...] A Churchill, por su parte —confiesa el fundador de la Francia Libre—, no le habría enojado que Hitler entrara en España, ya que ello hubiere disgustado a la Wehrmacht y provocado una guerra de partisanos como la que arruinó a Napoleón». A. Peyrefitte, C’était de Gaulle, París 2000, III, p. 267. Vid. también P. de Gaulle, De Gaulle, mon père. Entretiens avec Michel Tauriac, París 2005, II, p. 652.
14 El halo de popularidad que ha envuelto su figura a lo largo del proceso de construcción de la España contemporánea penetrará incluso las páginas notariales y comedidas de nuestra más difundida Enciclopedia: «La aparición de los guerrilleros fue saludada con júbilo en todo el país y pronto fueron el terror de los imperiales. Sin embargo, existía el precedente de Juan Martín el Empecinado, que ya antes del 2 de Mayo realizó frecuentes y mortíferas correrías por tierras de Castilla. Después fueron innumerables [...] y no hubo región ni comarca que no los tuviese en abundancia, llevando a cabo tales hazañas que aparecerían increíbles si no hubiese tantos testimonios fehacientes de sus hechos. Su eficacia fue enorme, pues mientras en las batallas campales éramos muchas veces derrotados, debido a la desproporción numérica y a la mala organización de las tropas, ellos mantenían el ánimo de las poblaciones y tenían en jaque a los más brillantes ejércitos». Enciclopedia Universal Ilustrada Europeo-Americana, Madrid 1967, XXI, pp. 1021-2. Vid. etiam el en otro tiempo muy difundido libro de E. Rodríguez-Solís, Los guerrilleros de 1808: historia popular de la guerra de la Independencia, Madrid 1887, 2 vols. De entre los últimos estudios realizados sobre el fenómeno, citaremos insoslayablemente los de Ch. Esdaile, Fighting Napoleon: guerrillas, bandits and adventurers in Spain, 1808-1814, New Haven 2004; A. Moliner de Prada, La Guerrilla en la Guerra de la Independencia, Madrid 2004; y muy especialmente F. L. Díaz Torrejón, Guerrilla, contraguerrilla y delincuencia en la Andalucía napoleónica (1810-1812), Jauja 2004-5, 3 vols. Etiam J. L. Tone, La guerrilla española y la derrota de Napoleón, Madrid 1999, circunscrito, no obstante su título en castellano, al más reducido ámbito navarro, y de escritura siempre apodíctica y rotunda.
15 En el tramo de sus memorias dedicado a la contienda, Francisco Espoz y Mina insiste en citar repetidas veces la labor que su sobrino y él realizaron para contener y desarticular aquellas bandas armadas de delincuentes que se hacían pasar por guerrilleros: «Con el auxilio de estos valientes, sin abandonar la parte que reclamaba su atención sobre los franceses, trató de limpiar, y efectivamente limpió, el país de otra clase de enemigos, peores que aquéllos; y eran algunas cuadrillas de ladrones y facinerosos que so color de patriotas, sacrificaban a sus vicios y rapiña cuanto se les presentaba; entre otros fusiló al llamado Carretero de Leire con todos los de su partida, que tenían aterrada a la provincia con sus atrocidades». Memorias del general don Francisco Espoz y Mina, Madrid, BAE, 1962, p. 11.
16 Cf. la esclarecedora y atópica aportación de F. Pappalardo, «El brigantaggio», en J. Veríssimo Serräo y A. Bullón de Mendoza, La Contrarrevolución Legitimista (1688-1876), Madrid 1995, pp. 239-54.
17 En los recuerdos de otro de los más descollantes memoriógrafos de nuestra literatura política, el burgalés Ramón de Santillán, se hallará una vívida y extensa pintura de la guerrilla del cura Merino, con una asordinada, pero no menos terebrante descripción de las crueldades cometidas con los prisioneros franceses: Memorias (1808-1856), Madrid 1996 (2ª ed.), pp. 49-88. Reproducimos dos de entre éstas: «Debo aquí recordar, aunque con estremecimiento, la crueldad con que nos veíamos obligados a hacer aquella guerra. Los enemigos no sólo nos la hacían sin cuartel, sino que se complacían en llevar a Burgos o a otros pueblos importantes los prisioneros que nos cogían y allí los ahorcaban, o cuanto menos los colgaban a la pública expectación después de fusilados. Por represalias, nosotros, y también por la casi imposibilidad de conducir a los suyos a punto seguro, fusilábamos a cuantos cogíamos. Horribles eran estas escenas sangrientas, de las cuales sólo presencié la primera que hubo después de mi entrada a servir, habiéndome excusado de asistir a todas las demás, así por la violenta repugnancia que me causaban, como porque mi opinión fue siempre que empezáramos nosotros a dar cuartel, persuadido como estaba de que los enemigos nos imitarían, a vista de la enorme diferencia que había en el número de los que ellos y nosotros sacrificábamos. [...] Pero no había llegado entre nosotros la época de la templanza: los pueblos mismos excusaban, y no pocas veces ayudaban a aquellas carnicerías; y fue preciso, para hacerlas cesar, que nuestra fuerza adquiriese una organización regular y que los pueblos mismos se convencieran de que una guerra a muerte les traía males mucho mayores que los de la que se hiciese con la humanidad propia de las naciones civilizadas». Pp. 52-3.
18 Dos ilustres generales que estuvieron al mando de un cuerpo de ejército —el IV, llamado también de Galicia, en el que se integraron al final de la contienda algunos de los más célebres guerrilleros como Longa o Porlier—, P. A. Girón y Manuel Freyre —tan necesitado de una biografía para la comprensión profunda del reinado fernandino, según ya viera uno de sus mejores conocedores, O. Gil Munilla—, emitirían un juicio muy diferente sobre el valor de la guerrilla, devaluada por el primero, como hiciera su admirado Wellington, y notablemente valorada por el segundo, según relata R. de Santillán, Memorias..., p. 88.
19 «Reproduzco estas palabras (de M. Artola) porque confirman mi idea de que la Guerra de la Independencia no fue sólo una contienda en la que la victoria final se debió a las guerrillas y a los ingleses, sino que el Ejército español tuvo un papel muy importante, tanto como el de los factores que acabo de citar [...] Creo que es cierto que sin la constante acción de los guerrilleros no habría podido llegarse a las grandes victorias de los ejércitos regulares en las batallas de los Arapiles y de Vitoria. Pero creo también que quien acabó ganando la guerra fue ese ejército regular, que nunca dejó de existir y de luchar. Sin la acción militar organizada, la militarización de los guerrilleros y sin las operaciones de las grandes unidades anglo-hispano-portuguesas, la Guerra de la Independencia, con sólo las guerrillas, habría sido el cuento de nunca acabar». J. A. Vaca de Osma, La Guerra de la Independencia, Madrid 2002, pp. 152 y 226. «Pese a las derrotas en el campo de batalla, el ejército regular español nunca se rindió». A. Roberts, Napoleón y Wellington..., p. 84. Un buen planteamiento y resumen en P. Pascual, «Las guerrillas de la Guerra de la Independencia. Gobierno y Parlamento regularon su actividad», Cuadernos de Investigación Histórica, 19 (2001), pp. 135-48, y un excelente análisis biográfico en A. J. Carrasco Álvarez, «Colaboración y conflicto en la España antinapoleónica (18081814)», Spagna contemporanea, 9 (1996), pp. 7-43.
20 «La deserción afectó también al ejército napoleónico, principalmente por su composición muy heterogénea, en sus filas figuraban suizos, belgas, polacos, irlandeses, alemanes, napolitanos, etc. La irregularidad en el pago de los sueldos a la tropa, la escasez de recursos, el mismo problema de supervivencia y la disciplina militar en tiempos de guerra incrementó el número de soldados desertores en el ejército español, muchos de los cuales se refugiaron entre los guerrilleros, contrabandistas o personas que vivían fuera de la legalidad». A. Moliner de Prada, «Pueblo y ejército en la guerra de la Independencia...», p. 935. Cf. también E. Canales Gili, «La deserción en España durante la Guerra de la Independencia», en El Jacobinisme. Reacció i revolució a Catalunya i a Espanya (1789-1837). Colloqui internacional 4-5 maig 1989, Barcelona 1990, pp. 219-20.
21 Cf. el sólido trabajo de A. Pedro Vicente, incluido en su libro O tempo de Napoleao em Portugal. Estudos históricos, Lisboa 2000.
22 A falta de estudios más amplios sobre la cuestión, consúltese el libro clásico, de antigüedad ya centenaria, de P. Boppé, Los españoles en el ejército napoleónico, Málaga 1995 (reedición), sobre el regimiento José Napoleón (1809-13); así como las recientes aproximaciones de L. Sorando Muzás, «El primer regimiento de lanceros españoles, 1811-1813», Researching & Dragona, 4 (1997), pp. 48-54; Id., «Aragoneses al servicio del Imperio», en J. A. Armillas Vicente (coord.), La Guerra de la Independencia..., II, pp. 1235-80, y asimismo J. Mª Minguet Melián, «Catalanes y vascos al servicio de Napoleón», Ibídem, pp. 989-94. Respecto del número del contigente expatriado con José I, J. Vigón afirma que no soprepasaba los 830, según un empadronamiento realizado en Francia a finales de 1813, del que no da detalles. «Lealtad, discrepancia y traición», en Cien años en la vida del Ejército español, Madrid 1956, p. 163, reproducido ad integrum en un folleto publicado el mismo año con idéntico título, núm. 105 de la colección del Ateneo de Madrid «O crece o muere», p. 24.
23 Una breve y muy visual síntesis general del ejército napoleónico es la de M. A. Martín Mas, La Grande Armée. Introducción al Ejército de Napoleón, Madrid 2005.
24 «Mientras tanto, la guerra entre franceses y españoles se hace interminable [...] se vuelve cada vez más encarnizada [...]. Los mariscales se tienen envidia, se niegan a entenderse para emprender una acción común y comprometen una fama ganada en los campos de batalla. Mientras tanto en Aragón, el General de División Suchet, al frente del III Cuerpo de Ejército gana su bastón de mariscal, el único concedido en la Guerra de España». J. L. Reynaud, «Contraguerrilla en España: el mariscal Suchet, duque de la Albufera», Revista de historia militar, 66 (1989), p. 124. Vid. etiam la excelente obra, modelo en su género, de A. G. Macdonell, Napoleon and his marshals, London 1999, 2ª ed.
25 Vid. W. F. Fijalkowski, La intervención de las tropas polacas en los Sitios de Zaragoza de 1808 y 1809, Zaragoza 1997. Cf. con los pasajes correspondientes sobre los asedios a la capital aragonesa y la batalla de Somosierra de la famosa novela de S. Zeromski, Cendres, París 1930. «A pesar de la hostilidad hacia el reclutamiento forzoso, la carrera militar [en la Grande Armée] se había convertido en un símbolo de prestigio, en un canal de ascenso social, e incluso para los italianos y los polacos, en una garantía para sus aspiraciones nacionales. Los españoles fueron los únicos que rechazaron esa estrecha asociación entre el honor y el ejército napoleónico; relacionaban el honor más bien con la propia independencia». S. Woolf, La Europa napoleónica, Barcelona 1992, p. 222; etiam pp. 225-7.
26 En cuanto a la participación cuantitativa de estos últimos, aparte de los directamente incorporados bajo la bandera del ejército francés (Piamonte, Liguria, Toscana, etc.), podemos citar la de las tropas enviadas desde el Reino de Italia: «Se trataba de unos treinta mil hombres, que integraron las tres divisiones, enviadas a España en momentos sucesivos (febrero y octubre de 1808, y agosto de 1811). De esta imponente masa de tropas, que participó activamente en la guerra, sobre todo en Cataluña, volvieron a Italia menos de nueve mil soldados, casi todos enfermos o heridos. Lo mismo ocurre para los documentos que atañen a los cuerpos del Reino de Nápoles. El reino, con su nuevo soberano desde el 1º de agosto de 1808, Joaquín Murat, cuñado del Emperador, envió tropas a pelear en todas las guerras imperiales, y en consecuencia también a España. Faltan datos numéricos ciertos, pero los especialistas están de acuerdo en que fueron no menos de nueve mil los hombres que del reino marcharon a la península en varias expediciones. Volvieron menos de un batallón, pocas centenas de hombres, y otros pocos heridos y mutilados». V. Scotti Douglas, «Los italianos de la Guerra de la Independencia: una primera aproximación», en Conflicto civil en la España Napoleónica: actas de las «Quintas Jornadas sobre la batalla de Bailén y la España Contemporánea», Jaén 2004, pp. 53-4.
27 «El 18 de octubre, Napoleón vuelve a Saint-Cloud, y el 19, reemprende sin ganas, desanimado, el camino de los Pirineos. España le fastidia; todo en ella se ha vuelto contra sus cálculos; se le ha atravesado en sus proyectos; le ha costado su primer revés, su primer disgusto, desde San Juan de Acre. Es una espina que llevará dentro en adelante, y que él llamará un «chancro». Por anticipado, esta campaña le repele, si bien la prepara metódicamente, con el mismo esmero que las otras. Batirse contra bandas de campesinos en un país de fanáticos, donde se esconde un enemigo detrás de cada piedra, pero donde no existe ya ni gobierno ni Estado, donde, por consiguiente, es imposible acabar por unas cuantas marchas fulminantes, es una faena, que le irrita. A Josefina, que le pregunta: «¿No terminarás de hacer la guerra?», le contesta de mal humor: «¿Crees tú, acaso, que me divierte? Sé hacer otras cosas que la guerra, pero me debo a la necesidad, y no soy yo quien dispone de los acontecimientos: no hago más que obedecerlos». J. Bainville, Napoleón, Madrid 1952, pp. 302-3.
28 «Embriagado por la alianza rusa, Napoleón franquea un último escalón, el de la pura conquista, sin otra razón que la de hacer crecer su empresa en nombre de la ley del más fuerte. España y Portugal se convierten en sus primeras víctimas en 1808, provocando la indignación de Europa [...] Condenan (Fouché) juntos esta expedición de España que, sin embargo, fue aconsejada por Talleyrand [...] Todos denuncian sus pocos escrúpulos a la hora de aplicar los tratados [...] El verdadero viraje decisivo se remonta al ‘golpe de Estado de Bayona’ cuando para apoderarse de la corona de España en provecho de su hermano José en 1808, el Emperador atrajo a los Borbones a una emboscada. Se encuentra desde entonces relegado al rango de un vulgar usurpador, conquistador insaciable e incapaz de mantener la palabra». D. de Villepin, Los cien días o el espíritu de sacrificio, Barcelona 2005, pp. 362-3 y 365.
29 «Pero por encima de todo, en un momento en el que la hostilidad personal oscurecía y a veces sobrepasaba el acuerdo político, fue la camaradería en una gran empresa, llevada adelante hacia el mayor éxito, lo que produjo una consolidación real de las lealtades. En el asunto principal de cómo ganar la guerra, los ministros nunca llegaron a serios enfrentamientos, y pronto mostraron que tenían un talento administrativo y diplomático a la altura de las circunstancias; Wellington, de cuyo pequeño ejército inglés tanto dependían, fue apoyado por todos los ministros, mientras Castlereagh consiguió rehacer con éxito la Gran Coalición. Las consecuencias del fracaso hubieran podido ser las mismas que las de North y Newcastle. Liverpool y sus colegas ministros sabían bien que su deber al servicio del rey significaba particularmente combatir en la guerra, y en el caso de una sucesión de derrotas la confianza en ellos les sería retirada, posiblemente en medio de un clima general antibélico. [...] La victoria en la guerra tuvo a la vez el efecto positivo de promover la unidad del Gabinete y el negativo de refrenar los esfuerzos de sus enemigos». J. E. Cookson, Lord Liverpool’s administration. The crucial years 1815-1822, Edimburgo-Londres 1975, pp. 2-3.
30 «Puesto que la guerra no fue aquel grito unánime contra el francés, excepto en los primeros momentos, posiciones que, como las defendidas por Cabanes y compartidas por otros muchos militares, insistía en la necesidad de centrar el esfuerzo bélico en el ejército regular y dotar a sus jefes y oficiales de las máximas competencias, estaban destinadas al fracaso. Aunque resultasen convincentes en teoría, sobre todo si, como hacía Cabanes, se acompañaban de la reflexión y flexibilidad suficientes para razonar el comportamiento defensivo de este ejército en una lucha contra un enemigo superior y para aceptar la conveniencia de una guerra de partidas, siempre y cuando éstas estuvieran dirigidas y coordinadas por militares de profesión. Porque no sólo era exigir supeditación a las autoridades civiles, sino también exigir demasiado a una población a la que ni siquiera era capaz de proteger aquel ejército». E. Canales, «Militares y civiles en la conducción de la Guerra de la Independencia: la visión de Francisco Javier Cabanes», en J. A. Armillas Vicente (coord.), La Guerra de la Independencia..., II, p. 987.
31 La breve cata de E. La Parra López en un organismo de más corta vida aún prueba el voluntarismo de sus propósitos pese al denodado trabajo del gran marino Gabriel Ciscar y Ciscar: «En los Papeles de la Junta Central no he hallado actas de posteriores sesiones de la Junta Militar (aparte de la inicial, el 30 de setiembre de 1808). Parece, no obstante, que algunas llegaron a celebrarse, pero todo induce a pensar que, a medida que fueron transcurriendo los meses, la Junta fue a su vez perdiendo eficacia». «La Central y la formación de un nuevo ejército: la Junta Militar (1808-1809)», en P. Fernández Albadalejo y M. Ortega López (eds.), Antiguo Régimen y liberalismo. Homenaje a Miguel Artola. 3. Política y cultura, Madrid 1995, p. 281.
32 Vid. J. Pradells, «La diplomacia española ante la Guerra de la Independencia», II Seminario Internacional sobre la Guerra de la Independencia (Madrid, 24-26 de octubre de 1994), Madrid 1996, pp. 81-124
33 «‘¡La guerra, la guerra!’, gritaban todos; y para esto se sacrificaba el honor nacional, y se renunciaba a los laureles propios para aumentar el influjo y gloria de Inglaterra a costa nuestra». J. García de León y Pizarro, Memorias, Madrid 1998, p. 188.
34 Sorprendentemente, el tema sólo merece la siguiente reflexión a su estudiosa más reciente, aplicable más que a la España de Cádiz, a la del constitucionalismo consolidado: «Sistema (el electoral censitario) cuya filosofía —participar en la vida ciudadana— va a permitir tempranas matizaciones: los varones tienen el derecho y la obligación de defender a la Patria, pero, en buena lógica de la época, aquellos que tengan dinero podrán eximirse mediante un canon económico. Los que no dispongan de tal posibilidad económica pagarán con aportación directa, personal. Será lo que muy gráficamente se denominará la contribución, el tributo o el impuesto de sangre». V. Fernández Vargas, Sangre o dinero. El mito del Ejército nacional, Madrid 2005, p. 17; en las pp. 19-20 se hará la segunda y última alusión al asunto indicado, mediante la reproducción de un texto de un diputado gaditano, Martínez de Tejada. Por desgracia, el buido artículo de R. Morodo y E. Díaz, «Tendencias políticas y grupos políticos en las Cortes de Cádiz y en las de 1820», resulta muy opaco y menesteroso en todo lo concerniente al mundo castrense, Cuadernos Hispanoamericanos, 201 (1966).
35 «¿Hasta qué punto se hizo efectivo el alistamiento popular ordenado por las Juntas? Aunque al principio éstas cuentan con el entusiasmo y la euforia popular y parecía que los alistados se encuadrarían voluntariamente en el ejército, tuvieron que recurrir al sistema de quintas (por ejemplo, en Cataluña, Galicia, Asturias, Extremadura), incluso en fechas posteriores (dic. de 1809 y nov. de 1810), lo que provocó una militarización creciente de la población y a su vez un cierto rechazo a este sistema, expresado en el retraso en la incorporación al ejército o en las frecuentes exenciones fraudulentas que se producían». A. Moliner de Prada, Pueblo y ejército en la guerra de la Independencia..., p. 35.
36 «La subordinación del poder militar, es decir, del mando supremo castrense al poder civil, quedó simbolizada en el constitucionalismo gaditano [...], en la cláusula que reconocía al Rey, al titular del poder ejecutivo del Estado, el mando de los ejércitos y armadas. De igual forma, los distintos textos reglamentarios que regularon con carácter provisional a todo lo largo de 1810-1814 el funcionamiento, acciones y relaciones con otros poderes del ejecutivo —el Consejo de Regencia—, recogían aun a pesar de sus diferencias en este ámbito [...], ese mismo principio de sometimiento de la cúpula militar a las autoridades civiles. [...] Pero si esta subordinación político-administrativa adquirió consagración jurídica sin que en torno a la misma se suscitasen mayores controversias, no ocurrió lo mismo con la sujeción del mando militar a los órganos civiles en el ámbito más estricto de la dirección técnico-militar de la defensa y de la guerra. De ello da buena cuenta el proceso de creación provisional y definitiva consolidación legal del Estado Mayor General como órgano supremo directivo militar». R. L. Blanco Valdés, Rey, Cortes y fuerza armada..., pp. 253-4.
37 Provocando las iras de Azaña y de algunos de sus modernos escoliastas —Juan Goytisolo, ad exemplum—, Galdós, con sus cantos epinicios al Ejército decimonónico como heraldo de las libertades, popularizó entre la opinión de su tiempo la imagen de unas fuerzas armadas íntegramente comprometidas con el progreso de la nación. Cf. J. M. Cuenca Toribio, Historia y Literatura, Madrid 2004.
38 «Les relacions entre el poble i l’exèrcit es varen deteriorar como a conseqüencia dels abusos comesos al camp pels soldats, sometents i miquelets. La població catalana es va resistir a integra-se dins l’exèrcit regular comha demostren els pasquins contre eles quintes i les continues desercions dels soldats [...] Miquelets i sometens, d’arrelament tan pregon en la tradició i la història de Catalunya, van ser lárma de xoc enfront de les tropes franceses des del primer moment. Es tractava d'un sistema diferent a les quintes, tan odiat pel poble català». A. Moliner Prada, La Catalunya resistent a la dominació francesa: la Junta Superior de Catalunya (1808-1812), Barcelona 1989, pp. 10 y 57. Otro relevante investigador no catalán pero muy incardinado, como el anterior, en los círculos historiográficos del Principado, afanoso, con ingenio y erudición envidiables, en demostrar lo indemostrable y acercarse, como dirá otro contemporaneísta de la misma generación de los susomentados, E. Canales, a una «visió més real de la Guerra del Francés», nos dirá aquí con pertinencia: «Y, sobre todo, las Partidas patrióticas garantizaban a sus componentes la permanencia de sus individuos en el territorio donde se habían formado. Esta cuestión, que, como sabemos, pudo ser esencial para la movilización popular contra Napoleón, lo había sido y seguía siéndolo para la aceptación de cualquier forma que estableciera —aunque subrepticiamente— la militarización de la población civil. En efecto, cuando en 1811 circuló en Cataluña el rumor de que los Tercios de Partidas Patrióticas iban a ser destinados fuera del Principado, sus individuos comenzaron a abandonarlas precipitadamente». L. Roura, «Guerra pequeña y formas de movilización armada en la guerra de la Independencia: ¿tradición o innovación?», Trienio, 36 (2000), p. 87.