Coleccionar recuerdos
¿P or qué viaja la gente? Esta es, quizás, la pregunta más shakespeariana de la industria del turismo. Es la duda filosófica que intriga desde editores de revistas de viajes y magnates hoteleros a coordinadores de paquetes turísticos. El viaje satisface una necesidad profunda y, valga la redundancia, insatisfecha. Esto, claro, es economía pura y básica: la demanda la genera la persona normal que es infectada por el virus del viaje. ¿Pero qué es lo que motiva a una persona a hacer algo tan ajeno y antinatural como emprender uno por razones frívolas o, al menos, no trascendentes?
Sin duda que no son las campañas turísticas financiadas por los ministerios correspondientes. Es algo más. Es el llamado factor humano. Algo inasible, que funciona distinto en cada persona, pero que tiene que ver, creo, con un aspecto poético.
El «viajero puro» no es aquel que más gasta ni tampoco es el que más viaja. No es fácil definir a este viajero porque viene en decenas de tallas y comulga con muchas ideologías, pero sin duda no es aquel que lo emprende por trabajo o por negocios. Este viajero llena hoteles y, los más pudientes, la parte delantera del avión. Pero ellos viajan a pesar de sí mismos. Tampoco son contabilizados aquellos que lo hacen para visitar parientes o amigos. Eso —sostienen los expertos que prologan guías y libros ad hoc— no es viajar. Asistir a un funeral o una boda, tampoco. Eso es desplazarse. Algunos expertos o fanáticos del tema sostienen que veranear tampoco lo es. Eso es descanso. Es satisfacer una necesidad básica. Viajar, argumentan, es una necesidad adquirida.
Me acuerdo de una señora que, al llegar a las cataratas del Iguazú, comentó que siempre había querido conocer esa maravilla. Conocer. Por ahí va. La mayoría de los viajeros puros quiere conocer. Eso es todo. Y no es poco. Conocer. Aplacar una curiosidad. Comprobar en carne propia. Reconocer. Coleccionar recuerdos. Juntar memorias. Articular anécdotas. Lo literario de viajar es que uno después recuerda algo parecido a un cuento o una novela donde el protagonista es uno mismo. Rara motivación pero, a la vez, gran motivación. La mejor de las motivaciones. No todos los turistas puros buscan la naturaleza virgen o paisajes épicos. Muchos desean estar donde otros estuvieron antes.

No hace mucho estuve muy, muy poco en Finlandia. Digamos, quince minutos. Bueno, no exactamente quince minutos, pero casi. Deambulé en un estado de cuasi zombi cuatro noches y menos de cinco días. Cuatro eternos días, puesto que el sol nunca tuvo la gentileza de ponerse mientras permanecí ahí.
A esas pocas horas en territorio lapón, debo sumarle el factor jet-lag, esa suerte de trip-drogo-estado hipnótico que se produce cuando uno vuela muchas horas en la dirección equivocada (de oeste a este) y llega a una hora insólita. Aterricé en Helsinki a la 1:30 am, a plena luz del día. Había más luz que cuando salí el jueves a las cinco de la tarde de Santiago. Lo raro —lo aterrador— es que salí el jueves y llegué el sábado. Al inicio del sábado, pero sábado a fin de cuentas. ¿Dónde se fue el viernes?
Lo cierto es que conocí muy poco. Era la primera vez que estaba en ese país y, a decir verdad, en eso que se llama Escandinavia o países nórdicos. ¿Puede uno conocer un país en cuatro días y fracción? ¿Qué es un país en todo caso? ¿Un país es la capital o un camping cerca de un pueblo chico? ¿Es su gente, su paisaje, su música, su comida? Aun así, cuatro días son más que cuatro horas. Y el jet-lag te enciende unos rayos de percepción curiosa. Uno se fija en ciertas cosas y desecha otras. Si bien el idioma es insólito, al parecer creado por una invasión de Marte ocurrida durante la última glaciación, pues no tiene una raíz en común con ningún otro idioma, sí me di cuenta que todos los letreros estaban en dos. Y el otro no era precisamente inglés o francés. Era sueco. ¿Sueco? ¿Por qué? La gran minoría que habita Finlandia son sus vecinos. Los suecos alguna vez invadieron el país, y al irse dejaron su idioma como recuerdo.
Estar en un pueblito lacustre perdido en un bosque de espinos no es el sitio más indicado para entender cómo funciona un país. Pero lo cierto es que siempre hay información, sobre todo en aquellos sitios donde no hay cultura. A pesar del pueblo de Nokia, los finlandeses me parecieron más desenchufados que nosotros. El vodka negro con sabor a anís me conquistó, lo mismo que unas gomitas duras que parecen de plástico que tienen el mismo sabor. Me gustaron sus cuadernos con tapas negras de una suerte de cuero negro y me llamó la atención lo fanáticos que son del heavy metal, sobre todo los campesinos.
Pero, al final, todo viaje —y acaso todo— se reduce a una imagen. Yo pensé que mi imagen iba a ser parecida a la de Al Pacino en Insomnia. Yo con antifaz a las 4 am. Pero no. El recuerdo, lo que se me grabó, fue otro. Finlandia es el paraíso para filmar durante la hora mágica. Allí el sol se esconde, pero no desaparece durante horas, tiñendo todo de una luz azul. Si me piden un recuerdo, una imagen, ésta es: la luna llena, roja, flotando sobre el lago, enfrentando el sol ardiendo que se niega a desaparecer. Qué eclipses. Esto sí que es naturaleza al borde de lo psicodélico. Volé horas y horas, pero al final ese es mi recuerdo. Un recuerdo que duró veinte minutos y que, creo, nunca se me va a olvidar.

Hojeo un extrañísimo libro de datos tipo Santiago Bizarro, de mi amigo Sergio Paz. Se llama James Dean murió aquí: hitos cumbres de la cultura pop americana. El libro no es más que páginas y páginas de trivia innecesaria que, sin embargo, te impulsan a viajar. Y, claro, si uno está en el desierto californiano, ¿es posible resistir pasar por el Café Bagdad? ¿O detenerse en Paso Robles y ver el cruce que le costó la vida a Dean? Si uno tiene poca plata y está en Los Angeles, ¿no es más divertido alojar en el Highland Hotel donde Janis Joplin murió de una sobredosis?
Una tarde me escudé dentro de una encantadora librería en la ciudad de Corrientes, en el norte argentino. Llovía como nunca había visto llover. Comencé a hablar con el librero de la novela El cónsul honorario. Cómo no. Si Corrientes es donde transcurre todo. El librero me contó que Graham Greene estuvo dos meses en la ciudad, por el año 1971, y que todas las tardes se sentaba en el bar del Hotel de Turismo, en la Costanera, mirando el Paraná. Y ahí escribió su novela. Partí al hotel. Ya no es el hotel elegante de antes. Tampoco hay una placa. Pero un viejo mozo se acuerda de un señor inglés que escribía mientras tomaba whisky. Decidí cambiarme a ése. Y, claro, no pude dejar de intentar escribir ahí en el bar. Escribí bastante. Durante horas, a veces, mientras sentía como las aspas del ventilador del techo intentaban atravesar el espeso aire caldeado. Escribí con la idea —con la certeza— que Graham Greene estaba, de alguna manera, a mi lado.
Ese es mi recuerdo de Corrientes, Argentina: escribiendo, a solas, en ese bar, mirando el Paraná. Quizás no fue la razón por la que fui, pero sin duda que esa sería la razón por la que volvería. Hay mil motivos para viajar, pero, a la larga, al menos en mi caso, uno de ellos es poder estar en aquel lugar donde sucedieron las cosas. ¿Qué cosas? Donde ciertos libros y películas y discos fueron creados-inspirados-filmados-ambientados. El verdadero arte, aquel que te salva y te aleja y te lleva de vuelta a ti mismo, es justamente ese que te hizo viajar. Que te paseó por otro mundo.
Yo no ando recorriendo el mundo mirando museos. Es más, lo admito: ya ni intento ingresar a los museos a no ser que ande detrás de un cierto pintor o quiera ver, por mí mismo, una exhibición que proponga algo nuevo. Sé que muchos viajeros consideran el mundo como un libro de historia y optan por recorridos que los depositen sobre campos de batalla o ciudades que alguna vez fueron conquistadas o sitiadas. A mí me gusta ir a sitios donde se filmaron películas que me intrigaron. Me gusta revivir lo que viví en la pantalla. A veces, esos sitios son bellos, aunque la mayoría son más bien curiosos. Lugares raros, excéntricos, cuya mayor gracia es que fueron parte de algo importante.
He peregrinado literariamente por Buenos Aires (Borges, Sábato) y Lima (el tour Vargas Llosa) y Los Angeles (los bajos fondos de Ellroy, Chandler y Bukowski). Uno de los motivos por los que he recorrido los caminos secundarios de los Estados Unidos es por el álbum Nebraska, de Bruce Springsteen. Una vez, con Iván Valenzuela, nos tomamos un tren desde Nueva York a Ashbury Park, New Jersey, un balneario tan decadente como nevado y vacío, sólo para sentirnos parte de una canción de The Boss.
No soy el único que sufre esta excentricidad. De hecho, hay miles de personas que aprovechan la oportunidad de «ser parte de», de ingresar a una locación y poder revivir lo que antes supuestamente se experimentó. Incluso hay un libro-guía para facilitar las cosas. The Worldwide Guide to Movie Locations, de Tony Reeves, informa, país por país, ciudad por ciudad, de hitos claves del imaginario pop: desde la Fontana di Trevi en Roma (La Dolce Vita) hasta Bodega Bay, en el norte de California, el pueblito que fue invadido por Los pájaros.
Para mí, Nueva York es, por cierto, Woody Allen, y creo que he realizado casi todo el recorrido que han vivido sus personajes. He tomado el ferry a Staten Island inspirado en los viajes de Melanie Griffith en Secretaria Ejecutiva y he bajado al presidio, a los pies del Golden Gate, para tomar una foto con el mismo ángulo que el que usó Hitchcock en Vértigo. Si uno lo piensa, Estados Unidos, más que un país, es un set. Todo se ha filmado y, de paso, mitificado. Miami puede ser muchas cosas (para muchos, es un gran mall), pero para mí es el set de Miami Vice, la notable y oscura y húmeda película del gran Michael Mann.
Hace poco me afectó intensamente La niña santa, el segundo largometraje de la directora argentina Lucrecia Martel. La claustrofóbica cinta transcurre en un decrépito hotel termal en el norte argentino, cerca de la ciudad de Salta. Después, vía Internet, pude averiguar el nombre del hotel (Termas de Rosario, a dos horas de Salta, en medio de la nada). Cuando necesité desconectarme de verdad, estar sin nada ni nadie, sin televisión o Internet o teléfonos, no dudé en ir a esa locación. El hotel estaba aún más abandonado de lo que salía en el filme. De hecho, no había nadie. Cientos y cientos de habitaciones vacías. Y cuando le preguntaba a los fantasmales mozos sobre la filmación, me decían: sí, aquí se filmó algo, pero nunca la vimos. Para ellos, La niña santa no existía. Para mí, era el motivo por el cual estaba ahí.
Tengo una lista de sitios que deseo conocer por motivos estrictamente cinematográficos o literarios. Deseo conocer Montana por Richard Ford y Clint Eastwood, y la ciudad de Tulsa, Oklahoma, porque ahí se filmó La ley de la calle, de Coppola. Los paisajes de la costa de Irlanda se han grabado en mi mente gracias a La hija de Ryan, de David Lean. No me interesa Tahití, pero sí las playas y la selva de las islas Salomon que Terence Mallick capturó tan poéticamente en La delgada línea roja. Hay muchos sitios cinematográficos que deseo conocer in situ. Demasiados. El mundo puede ser ancho y ajeno, pero, sobre todo para los cinéfilos, es un set. Un gran e iluminado y ventoso set.