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1. La narración

No es nada fácil definir el concepto de narración de una forma clara y concisa, puesto que el término está afectado de una polisemia notable. Narración es, por ejemplo, la forma específica que adopta un modo literario, que se distingue del modo dramático y del modo lírico. También se entiende como una forma concreta de escritura, definida por oposición a la descripción.

Aquí entenderemos el término narración en su acepción más amplia en la teoría: como proceso y resultado de la enunciación narrativa, es decir, como una forma de organización de un texto narrativo.

Contemplada como acto y proceso de producción del discurso narrativo, la narración incluye forzosamente la figura del narrador como responsable de este proceso. También implica la referencia a los diferentes aspectos del acto narrativo, como el tiempo y el espacio en el que surge o las circunstancias específicas que afectan a ese espacio y la ordenación del tiempo. Asimismo, hay que tener en cuenta la relación del narrador con la historia narrada, la relación entre las diferentes partes de esa historia y con el narratario al que se dirige.

No obstante, la narración debe ser contemplada como un fenómeno mucho más complejo. A lo largo del desarrollo de la cultura humana, se ha hecho evidente que los seres humanos damos sentido al mundo que nos rodea mediante la construcción y el intercambio de historias posibles. Incluso los epistemólogos de la ciencia histórica han demostrado ampliamente que la explicación de los hechos históricos no sigue de una manera estricta la lógica de la causalidad científica, sino la lógica de la narración: comprender cualquier acontecimiento histórico es entender una narración que muestra de qué manera un hecho ha conducido a otro.

Tal como señala Jonathan Culler (1999), el estudioso de la narración Frank Kermode hace notar que, cuando decimos que un reloj hace tictac, otorgamos al ruido una estructura ficcional que distingue dos sonidos que en la realidad física son iguales, de forma que tic es un principio y tac, un final.

«El tictac del reloj me parece ser un modelo de los que llamamos trama, una estructuración que da forma al tiempo y así lo humaniza.»

Frank Kermode, citado en Jonathan Culler (2000). Breve introducción a la teoría literaria. Barcelona: Crítica.

La teoría de la narración (o narratología) ha sido una disciplina muy activa en la teoría literaria y el estudio de la literatura ha acabado usando de forma habitual sus conceptos y terminología: la noción de trama, los tipos de narrador o lo que podríamos denominar las diferentes técnicas narrativas. La poética de la narración, convertida ya en uno de los focos metodológicos más fructíferos del estudio literario, trata de comprender los componentes de la narración de una manera general, al mismo tiempo que analiza cómo produce sus efectos una narración concreta.

Sin embargo, la narración es mucho más que un tema académico; es un asunto que abarca toda la cultura porque existe un impulso fundamental en el ser humano de escuchar y explicar historias. Podríamos decir que la cultura nace en el entorno de una hoguera y en forma de historias con principio, desarrollo y final, en forma de narraciones que desprenden conocimiento. Un ejemplo de este impulso natural es la facilidad con la que los niños desarrollan desde muy pequeños una competencia narrativa notable, que les lleva a exigir historias, lo que demuestra un cierto criterio de selección entre lo conocido y lo innovador, y que les lleva también a detectar cuando los narradores adultos hacen trampa en forma de atajos para ahorrarse esfuerzos y llegar antes al final.

1.1. ¿Qué es una trama?

Aristóteles afirmaba que el componente más importante de la narración es la trama, que las buenas historias deben tener un principio, un medio y un fin, y que causan placer por el ritmo de su estructuración. La teoría ha propuesto varias explicaciones a la pregunta de cómo consiguen las historias este equilibrio entre las partes.

En principio, y en esto todos los teóricos están de acuerdo, una trama implica una transformación. Es necesario que haya una situación inicial y que se produzca un cambio, algún tipo de alteración, cuya importancia se verá en la resolución final.

Algunas teorías sostienen que una trama satisfactoria responde a determinadas formas paralelísticas, como por ejemplo el cambio de una relación entre personajes a la relación contraria, o de un temor o predicción a su desempeño o inversión, de un problema a su solución o de una acusación falsa o una representación errónea a su rectificación.

En todos los casos, vemos que se asocia un desarrollo en el plano de los acontecimientos con una transformación en el plano del significado.

Una simple sucesión de acontecimientos no genera una historia. Es necesario un final que se relacione con el principio, un final que muestre qué ha sucedido con el deseo que originó los acontecimientos narrados en la historia.

La teoría de la narración postula la existencia de un nivel estructural –denominado generalmente trama– que no depende de ningún lenguaje en particular ni de ningún medio de representación. Tal como explica Culler, «a diferencia de la poesía, que se pierde en la traducción, la trama se conserva en la traducción de una lengua o medio a otra lengua o medio: una película muda o una tira cómica pueden tener la misma trama que una narración corta».

No obstante, encontramos que hay dos conceptos de trama. Por una parte, la trama es una manera de dar forma a los acontecimientos para convertirlos en una narración genuina: los autores, al igual de los lectores, estructuran los acontecimientos en una trama cuando quieren dar sentido a algo. Desde otro punto de vista, la trama es lo que resulta conformado por las narraciones, ya que pueden presentar la misma historia de maneras diferentes.

«Una secuencia de acontecimientos protagonizada por tres personajes puede tomar la forma (dada por los escritores o lectores) de una trama elemental de amor heterosexual, en la que un joven quiere casarse con una joven y encuentra la oposición del padre, pero un cambio en la acción permite que los dos jóvenes se unan. Esta trama con tres personajes puede ser representada, en la narración final, desde el punto de vista de la paciente heroína, del colérico padre o del joven, o de un observador externo atraído por esos sucesos, o de un narrador omnisciente que tiene el poder de describir los sentimientos más íntimos de todos los personajes, o de un narrador que se distancia de los acontecimientos…»

Jonathan Culler (2000). Breve introducción a la teoría literaria. Barcelona: Crítica.

De todo lo que hemos dicho hasta ahora, se infiere la discusión sobre tres niveles –los acontecimientos narrados, la trama (que podríamos denominar argumento) y el texto acabado–, que funcionan como dos oposiciones. Una primera relación se produce entre los acontecimientos y la trama y la otra, entre el argumento y el texto final.

La trama o el argumento son el material que se presenta al lector, ordenado por el discurso conforme a un punto de vista determinado (diferentes versiones del mismo argumento). Pero la trama en sí misma ya es una estructuración de los acontecimientos. En la trama, una boda puede ser el final feliz de una historia, su comienzo o un momento de cambio durante el desarrollo de la narración. Aun así, el lector se encuentra ante un discurso en forma de texto: la trama es algo que el lector infiere del texto y la idea de que existen acontecimientos elementales a partir de los cuales se ha conformado una trama es igualmente una inferencia, una construcción del lector.

Los orígenes de la diferenciación entre historia y trama –entre los acontecimientos y su organización– adquiere una importancia notable como distinción metodológica en la teoría literaria del siglo XX, a pesar de que los orígenes se remontan hasta la Poética de Aristóteles.

En la obra del filósofo griego, la distinción se produce entre mimesis y mythos, entre la representación o imitación de una acción y la disposición concreta de esa representación en forma narrativa. Los formalistas rusos, ya en el siglo XX, convierten esta distinción en la relación entre historia y trama.

Tinianov (1923), al investigar el proceso de construcción de la obra narrativa, estableció la distinción entre el material de base y la forma que se le imprime. Para este autor, la historia representa el momento en el que el material no ha recibido todavía una configuración dentro del texto narrativo. En la historia, los motivos –que son las unidades narrativas mínimas– se organizan según un patrón lógico y cronológico.

Por el contrario, la trama alude a la etapa en la que el material se encuentra textualmente configurado, es decir, provisto de una forma.

La distinción entre historia y trama permite al estudioso de la narración valorar en su medida la manipulación ejercida por el narrador sobre el material y, en definitiva, su nivel artístico.

En paralelo, la crítica anglosajona acuñó los términos story y plot para aludir a esta diferenciación establecida por los formalistas. Pero fueron los teóricos franceses, y en especial Gérard Genette, quienes más profundizaron en la diferencia entre el material y su disposición textual, al llegar incluso a añadir un tercer nivel teórico.

Para Genette, hay que distinguir entre la historia (el significado), el relato (el significante o texto en sí mismo) y la narración (proceso mediante el cual el material recibe una forma determinada en el marco textual). El tercer componente de este modelo teórico es precisamente el que permite valorar el trabajo del narrador.

Pero volvamos a los formalistas rusos para aclarar las claves de esta distinción. Esta escuela teórica consolida el concepto de fábula para referirse al conjunto de acontecimientos comunicados por el texto narrativo, representado por sus relaciones cronológicas y causales. En el formalismo, fábula (fabula) se opone a intriga (syuzet). Este segundo concepto hace referencia a la representación de los acontecimientos según determinados procesos de construcción estética, mientras que el primero se refiere al material preliterario que será elaborado y transformado en intriga, estructura compositiva ya específicamente literaria.

La fábula es un nivel de descripción del texto narrativo constituido por los materiales antropológicos, temas y motivos que determinadas estrategias de construcción y montaje transforman en intriga.

Aunque no exactamente, la fábula equivale al mythos de Aristóteles. Tal como afirman Reis y Lopes (2002, pág. 95), «es posible organizar una tipología de textos narrativos en función de la mayor o menor importancia que la fábula asume: a modo de ejemplo, se puede afirmar que la novela de acción privilegia en absoluto el nivel de la fábula, al contrario que la novela de espacio (social o psicológico), que le confiere una importancia reducida».

Por otro lado, los formalistas rusos definieron la intriga, por oposición a la fábula, como el plano de organización macroestructural del texto narrativo, caracterizado por la presentación de los acontecimientos según determinadas estrategias discursivas literarias. Según esta idea, se puede decir que la intriga comporta motivos libres, que adoptan la forma de digresiones que tienen que ver con la progresión de la historia y que requieren la cooperación interpretativa del lector. En esta elaboración estética de los elementos de la fábula, la intriga provoca la desfamiliarización o extrañamiento del lector y llama su atención hacia la percepción de una forma. En el nivel de la intriga es donde se producen las modificaciones de orden temporal y en general las estrategias discursivas del narrador.

La dicotomía conceptual fábula frente a intriga ha sido fundamental para la teoría literaria, que ha mantenido las distinciones operativas de ambos niveles.

Además de la situación temporal de los hechos, la intriga implica la necesidad de presentar los acontecimientos encadenadamente, de forma que provoque y mantenga la curiosidad del lector. Además, implica el hecho de que estos sucesos se encaminen hacia un desenlace que hace imposible la continuación de la intriga tal como se ha planteado. Toda intriga tiene un final.

E. M. Forster (1973) elaboró una distinción entre story y plot que, a pesar de que no coincide punto por punto con la distinción entre fábula e intriga de los formalistas rusos, sí mantiene algunas afinidades con ella. Forster parte de un concepto poco elaborado de historia (story), entendida como la secuencia de acontecimientos ordenados temporalmente y que suscitan en el lector/oyente el deseo de saber lo que irá pasando y define plot, poniendo un énfasis especial en la ordenación causal de los hechos narrados, como la configuración lógico-intelectual de la historia.

Reis y Lopes recuperan el ejemplo de Forster para explicar el concepto de plot. Imaginemos la secuencia siguiente: «El rey murió y a continuación murió la reina»; esto es una historia. En cambio, «El rey murió y a continuación murió la reina de disgusto» es un plot. En el segundo caso, se unen los parámetros de tiempo y causalidad para generar misterio y tristeza, y para desencadenar la participación inteligente del receptor. El efecto estético del texto narrativo se produce de manera paralela a esta participación inteligente, que se consigue de un modo general mediante técnicas de composición y montaje.

2. La construcción del texto narrativo

Como hemos visto con detalle, la distinción fundamental en las diferentes teorías de la narración es la que separa trama y presentación real, argumento y discurso. A continuación, vamos a ver las alternativas de construcción efectiva de esta distinción.

Cuando se encuentra ante un texto, el lector le da sentido identificando y comprendiendo el argumento, por un lado, y concibiendo el texto como una representación particular de esta historia, por el otro. Al identificar «lo que sucede», somos capaces como lectores, oyentes o espectadores de entender el material utilizado o expuesto como una manera concreta y válida de explicar lo que pasa.

Toda comprensión de una serie de acontecimientos por parte del lector implica una aceptación de la manera concreta que el autor ha elegido para exponerlos.

Es evidente que existe un número virtualmente infinito de elección del método de presentación y ordenación de los acontecimientos y cada una de las alternativas es determinante en el efecto final de la narración. Gran parte de la teoría de la narración se ocupa de analizar las diferentes maneras de concebir estas alternativas.

Como resumen sistemático, Jonathan Culler recoge algunas preguntas que sirven para identificar las variaciones más significativas.

¿Quién habla?

¿Quién habla a quién?

¿Quién habla y cuándo?

¿Quién habla y qué lenguaje?

¿Quién habla y con qué autoridad?

2.1. El narrador

Las preguntas básicas mencionadas implican la figura de un narrador, de alguien que organiza y explica los acontecimientos de la historia. Tal como dicen Reis y Lopes, la definición del narrador tiene que partir de la distinción inequívoca con relación al concepto de autor, con frecuencia susceptible de ser confundido con el narrador, pero realmente dotado de un estatuto ontológico y funcional diferente.

Si el autor corresponde a una entidad real y empírica, el narrador será entendido como autor textual, como una entidad que en el escenario de la ficción enuncia el discurso como protagonista de la comunicación narrativa.

Por lo tanto, el narrador es una construcción del autor y en él se pueden proyectar actitudes ideológicas, éticas, culturales y de cualquier otro tipo, en una serie de relaciones autor/narrador que se resuelven en un marco muy amplio de opciones técnico-literarias. Las funciones del narrador no se agotan en el acto de construcción que se le atribuye. Como protagonista de la narración, el narrador tiene una voz que se puede observar en el enunciado por medio de intrusiones, actas de subjetividad que destilan las opciones ideológicas mencionadas.

La voz del narrador se traduce en varias opciones de situación narrativa, cada una de las cuales tiene efectos notables en la construcción del enunciado narrativo.

El narrador construye y se sitúa en el seno de la diégesis, término utilizado en principio por Genette como sinónimo de historia, a pesar de que posteriormente consideró preferible reservar el término para designar el universo espacio-temporal en el que se desarrolla la historia.

De manera general, entenderemos diégesis como el universo del significado, el mundo posible en el que se desarrolla la historia.

2.1.1. El narrador autodiegético

El narrador autodiegético es aquel que relata sus propias experiencias como personaje central de la historia, en una situación que comporta importantes consecuencias semánticas y pragmáticas.

Ejemplo de narrador autodiegético

En Las aventuras de Arthur Gordon Pym, de Edgar Allan Poe, encontramos un ejemplo de narrador autodiegético. La novela empieza así:

«Me llamo Arthur Gordon Pym. Mi padre era un comerciante respetable, proveedor de Marina, de Nantucket, donde yo nací. Mi abuelo era abogado de profesión y disponía de una numerosa y distinguida clientela. Afortunado en todas sus empresas, hizo varias especulaciones exitosas sobre los fondos de Edgarton New Bank, en la época en la que fue creado. Por estos medios y otros llegó a reunir una fortuna bastante considerable. No existía en el mundo una persona que pudiera disputarme con ventaja su afecto puro; por eso, con razón concebía la esperanza de que, a su muerte, yo heredaría la mayor parte de sus bienes […]»

Más adelante, pasada ya la primera mitad de la novela, el personaje principal sigue narrando la peripecia así:

«Corrimos hacia popa cuando, de repente, el viento lo empujó cinco o seis cuartas fuera del rumbo que llevaba y, al pasar a una distancia de veinte pies de nuestra popa, vimos completamente la cubierta. Nunca olvidaré el trágico horror de aquel espectáculo: veinticinco o treinta cuerpos humanos, entre ellos algunas mujeres, yacían diseminados por todas partes, entre la popa y la cocina, en absoluto estado de putrefacción. ¡No había alma viviente en aquella nave maldita! ¡Habíamos estado llamando a todos aquellos muertos en nuestro auxilio! Sí, en la agonía del momento, habíamos rogado a aquellos cadáveres silenciosos que se detuvieran, que nos dejaran llegar a ser lo que eran ellos y que se dignaran a recibirnos en su triste compañía…»

Aunque las opciones gramaticales son muy variadas, habitualmente la situación narrativa del narrador autodiegético se resuelve con el recurso a la primera persona gramatical y no es de extrañar que en el aspecto temporal se produzca una completa superposición entre el tiempo en el que se encuentra el narrador y el tiempo en el que se encuentra el protagonista. Es, por ejemplo, lo que se observa en el caso del monólogo interior.

2.1.2. El narrador heterodiegético

Nos encontramos aquí ante el caso de un narrador que explica una historia a la que es ajeno, puesto que no se integra ni se ha integrado como personaje en el universo diegético en cuestión.

Ejemplo de narrador heterodiegético

En la novela Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carroll, encontramos un ejemplo de narrador heterodiegético. Los dos primeros párrafos de la obra dicen así:

«Alicia ya empezaba a cansarse de estar sentada con su hermana al lado del río sin hacer nada: se había centrado una o dos veces en el libro que leía su hermana, pero no tenía ni dibujos ni diálogos y ¿de qué sirve un libro si no tiene dibujos o diálogos? se preguntaba Alicia.

»Así pues, empezó a considerar (con un cierto esfuerzo, porque con el calor que hacía aquel día se sentía adormilada y torpe) si el placer de tejer una cadena de margaritas le valía la pena levantarse para ir a recogerlas, cuando de repente saltó corriendo cerca de ella un conejo blanco de ojos rosados.»

El narrador no está integrado en los acontecimientos narrados; es decir, se sitúa fuera de la acción, como un testigo. Así pues, no es extraño que este narrador se sitúe en una posición temporal posterior con relación a la historia.

2.1.3. El narrador homodiegético

El narrador homodiegético explica lo que ha vivido como sujeto activo de los hechos narrados y a partir de sus conocimientos directos, aunque no sea el protagonista principal de la historia.

Ejemplo de narrador homodiegético

Un ejemplo de narrador homodiegético es el narrador de las conocidas aventuras de Sherlock Holmes, que no es otro que el doctor Watson, testigo y partícipe de las gestas del detective, a pesar de que no es el protagonista principal.

El comienzo de La liga de los pelirrojos es el siguiente:

«Un día de otoño del año pasado me acerqué a visitar a mi amigo, el señor Sherlock Holmes, y lo encontré enfrascado en una conversación con un caballero de edad madura, muy corpulento, de rostro colorado y cabellos rojos como el fuego. Pidiendo disculpas por mi intromisión, me disponía a retirarme cuando Holmes me hizo entrar bruscamente de un tirón y cerró la puerta detrás de mí.

— No podría haber llegado en mejor momento, querido Watson —dijo cordialmente. — Temía que estuviera ocupado.

— Lo estoy, y mucho.

— Entonces puedo esperar en la habitación de al lado.

— De ningún modo. Señor Wilson, este caballero ha sido mi compañero y colaborador en muchos de mis casos más afortunados, y no dudo de que me será de la mayor ayuda en el suyo.»

2.2. La focalización

Hemos visto las claves de la construcción de una comunicación narrativa en forma de preguntas. Aun así, nos queda una última, quizás de las más importantes, que es: ¿quién ve?, pregunta que pone sobre la mesa uno de los problemas teóricos esenciales de la teoría de la narración: la focalización. Algunos teóricos hablan con frecuencia del punto de vista desde el que se explica una historia, pero este uso del término punto de vista confunde dos preguntas diferentes, como son ¿quién habla? y ¿a quién corresponde la visión que se representa? La pregunta sobre quién habla, por lo tanto, se tiene que distinguir de la pregunta sobre quién ve. ¿Desde qué perspectiva se enfocan los acontecimientos y quién los presenta?

El concepto de focalización fue propuesto por Genette para referirse a las posibilidades de activación de la perspectiva narrativa. A diferencia de términos como perspectiva o punto de vista, que son utilizados también en artes plásticas, la focalización nació como una formulación exclusiva de la teoría literaria para describir por medio de quién se contempla lo narrado, explicitando la información que se encuentra al alcance de un determinado campo de conciencia, ya sea un personaje de la historia, ya sea un narrador que se encuentra dentro de la historia y participa en ella.

La focalización condiciona la cantidad de información vehiculada y su calidad con la intención de transmitir cierta posición afectiva, ideológica o ética; por eso, debe ser considerada un procedimiento crucial de las estrategias de representación.

2.2.1. Variables de la focalización

Las opciones de la focalización permiten múltiples combinaciones sintácticas, que pueden ser utilizadas de una manera muy productiva para confrontar varias visiones del mundo.

La focalización puede tener como variable el tiempo, puesto que la narración puede focalizar los acontecimientos en el momento en el que suceden, algo más tarde o en un momento muy posterior. Puede focalizar lo que el personaje sabía o pensaba en la época de los hechos o sus ideas posteriores, ya con la perspectiva del tiempo. Por ejemplo, cuando una narradora explica lo que le ocurrió de pequeña, puede elegir entre focalizar los hechos por medio de la conciencia de la niña que fue (restringir la explicación a lo que veía y pensaba en aquella época) o por medio del conocimiento y comprensión de los hechos que posee en el momento de la narración.

Naturalmente, la narración también puede combinar ambas perspectivas y alternar lo que sabía o sentía entonces y lo que reconoce en el presente. Cuando la narración en tercera persona focaliza los acontecimientos mediante un personaje concreto, puede recurrir a variaciones similares, explicando cómo le parecían las cosas al personaje en aquellos días o cómo las percibe más tarde. La opción por un modo u otro de focalización tiene enormes consecuencias en el efecto de la narración. Una novela de detectives, por ejemplo, narra solo lo que el localizador sabe en cada momento de la investigación y se reserva el conocimiento pleno para la culminación.

Otras operaciones pueden tener como variables la distancia y la frecuencia. La historia se puede mirar con un microscopio, por decirlo de alguna manera, o con un telescopio, es decir, proceder lentamente y con gran detalle o correr a decirnos qué sucedió. Paralelamente a la distancia, encontraremos diferencias de frecuencia: se nos puede explicar lo que pasó en una ocasión concreta o lo que acontecía todos los martes.

Una tercera categoría tiene que ver con lo que Culler denomina limitaciones del conocimiento. Imaginemos una alternativa extrema, en la que la narración focalizara la historia mediante una perspectiva muy limitada —lo que se ve a través de un agujero en el techo o lo que ve una mosca sobre en la pared— y nos explicara las acciones sin permitirnos el acceso a los pensamientos de los personajes. Incluso en este caso, encontraremos grandes diferencias según el grado de comprensión de los hechos implicado por las descripciones objetivas o externas. En el otro extremo, se encontraría la llamada narración omnisciente, en la que el narrador, a la manera de un dios, tiene acceso a los pensamientos íntimos y motivos ocultos de los personajes.

2.2.2. Formas de focalización

De una manera más concreta, la teoría de la narración ha identificado tres fórmulas: la focalización externa, la focalización interna y la focalización omnisciente.

Focalización externa

La focalización externa está constituida por la representación estricta de las características superficiales y materialmente observables de un personaje, de un espacio o de ciertas acciones.

Esta forma de focalización se entiende normalmente como un intento del narrador de referirse de un modo objetivo y desapasionado a los acontecimientos y personajes que integran la historia.

Focalización interna

Erigido en sujeto de la focalización, este personaje recibe el nombre de focalizador y tiene la función de filtro cuantitativo y cualitativo que rige la representación.

Como define Genette, la focalización interna puede ser fija, múltiple y variable:

Focalización fija: un único personaje centra la acción;

Focalización múltiple: se aprovecha la capacidad de conocimiento de un grupo de personajes de la historia;

Focalización variable: la focalización se distribuye de manera discrecional entre varios personajes.

Focalización omnisciente

El narrador explica la historia desde un punto de vista externo, no es un observador especialmente privilegiado y solo ve lo que vería un espectador hipotético.

La focalización interna corresponde a la institución del punto de vista de un personaje que participa en la ficción.

Por focalización omnisciente se entiende aquella situación narrativa en la que el narrador hace uso de una capacidad de conocimiento ilimitada de todo lo que acontece en la historia.

Generalmente, se asocia a una situación temporal posterior, puesto que implica el conocimiento completo de una historia como un todo acabado. Genette, influido probablemente por los ataques de muchos escritores y pensadores a la omnisciencia narrativa –que la veían abusiva, totalitaria y manipuladora–, es reticente a admitir el término focalización omnisciente y propone como alternativa el concepto de focalización cero o narrativa no focalizada. Esto ocurre porque este tipo de narración propone un reparto de puntos de vista tan extenso que es preferible considerarlo como una no focalización

2.2.3. Los efectos de la focalización

Las diversas alternativas de narración y focalización tienen un gran papel en la determinación final de los efectos de la narración. Una historia con un narrador omnisciente, que detalla los sentimientos y las motivaciones secretas de los protagonistas y manifiesta un conocimiento de cómo se tienen que desarrollar los acontecimientos, puede transmitir al lector la sensación de que el mundo es comprensible. En cambio, una historia narrada desde el punto de vista restringido de un protagonista individual puede resaltar la pura impredictibilidad de los acontecimientos. Dado que no sabemos qué piensan los demás personajes o qué otras cosas pasan en aquel momento, todo lo que suceda puede ser una sorpresa. Las complicaciones de la narración aumentan si tenemos en cuenta el engaste de historias dentro de historias, de forma que el acto de narrar una historia se convierte en un acontecimiento dentro de la narración, un acontecimiento cuyas consecuencias e importancia supondrán una cuestión clave.

2.3. El narratario

Al plantear la pregunta ¿quién habla y a quién?, hemos visto que los lectores leen el texto que el autor ha creado e infieren un narrador, una voz que habla. La relación autor-lector se resuelve en el ámbito textual en la relación narrador-narratario; es decir, el receptor del narrador lo denominamos narratario.

La dificultad de su localización surge precisamente por la visibilidad variable de los dos conceptos: mientras que el narrador manifiesta siempre su presencia, aunque solo sea por el enunciado que produce, el narratario es a menudo implícito, cosa que no quita que a veces pueda aparecer citado de una manera explícita en la superficie del texto.

Como afirman Reis y Lopes, la pertenencia funcional del narratario se evidencia sobre todo en relatos que tienen un narrador autodiegético u homodiegético cuando el sujeto que enuncia convoca expresamente la atención del destinatario. La diversidad de situaciones que suscitan su curiosidad está conectada con las diferentes funciones que le pueden competer, dado que, como señala Prince (1973), «constituye una anilla de unión entre narrador y lector, ayuda a precisar la colocación de la narración, sirve para caracterizar el narrador; destaca ciertos temas, hace avanzar la intriga, se hace portavoz de la moral de la obra».

Se puede entender que el narratario es quien determina la estrategia narrativa adoptada por el narrador, una vez que la ejecución de esta estrategia intenta en primera instancia lograr un destinatario y actuar sobre él. El narratario es un ser de papel con existencia puramente textual y depende de otro ser de papel, que es quien lo configura.

(Ser de papel: Expresión utilizada por Roland Barthes, 1966).

3. La diégesis y los ejes de la narración

3.1. El espacio

La teoría ha establecido que la creación de un universo diegético, es decir, un mundo posible en el que se desarrolla la narración, responde a la configuración de tres ejes: espacio, tiempo y personajes.

Para que exista una narración, es imprescindible crear un espacio en el que se desarrolle, crear una dinámica temporal que permita a los acontecimientos del relato avanzar en un sentido o en otro y crear uno o más personajes que sufran o sean testigos de los hechos.

Basta con que desaparezca uno de los ejes de la narración para que se produzca una ruptura diegética y el discurso deje de ser narrativo.

El espacio constituye una de las categorías más importantes de la narrativa, no solo por las articulaciones que establece con las demás categorías, sino también por la importancia semántica que caracterizan sus manipulaciones. En primer lugar, el espacio integra los componentes físicos que sirven de escenario para la acción y el movimiento de los personajes; en segundo lugar, el concepto de espacio puede ser entendido en un sentido figurado como las esferas social y psicológica del relato

Las implicaciones filosóficas del concepto de espacio son notables y más cuando se tiene en cuenta su relación indisoluble con el tiempo. Fue Kant, como señala Garrido Domínguez (1996, pág. 208), el primer pensador que estableció una relación apriorística e intuitiva de estas dos formas de los fenómenos que son el espacio y el tiempo, como también la precedencia del tiempo sobre el espacio en cuanto forma del sentido interno. «El espacio funciona como condición subjetiva de la intuición externa (de la percepción externa) y constituye, junto con el tiempo, una de las fuentes de conocimiento.» Del concepto filosófico del espacio-tiempo –y no entraremos aquí en las profundidades de la física teórica–, surge el concepto metafórico de cronotopo, desarrollado por Bajtín y convertido desde entonces en una categoría fundamental del estudio literario.

En el cronotopo «el tiempo se condensa, se vuelve compacto, visible para todo arte, mientras que el espacio se intensifica, se precipita en el movimiento del tiempo, de la trama, de la historia. Los índices del tiempo se descubren en el espacio, que es percibido y medido después del tiempo» (Bajtín, 1978).

Además de ser importante como forma de conocimiento sensorial, el cronotopo se constituye, en el ámbito literario, en un principio rector de los géneros narrativos. Por ejemplo, el cronotopo del camino determina la estructura de la novela de caballerías o de aventuras, mientras que el cronotopo del castillo se encuentra en la base de la novela gótica. Así, el cronotopo se puede convertir en la base de un estudio histórico de los géneros y las estructuras narrativas. El espacio deja de ser un mero escenario para convertirse en el auténtico propulsor de la acción.

El espacio contiene los personajes, pero también, y con mucha frecuencia, se constituye en signo de valores y relaciones muy diversas.

Dentro del espacio de la narración, se pueden distinguir varios tipos. En un acto narrativo, el espacio puede ser único o plural, puede estar presentado de manera vaga o con detalle, puede ser contemplado o imaginario, protector o agresivo, simbólico, espacio del personaje o del argumento, entre otros.

En cuanto al espacio de la trama, hay que destacar que, como el material global del relato, se ve sometido a focalización y, por consiguiente, su percepción depende del punto de observación elegido por el sujeto que lo observa (ya sea el narrador o un personaje). El mayor o menor protagonismo del espacio da lugar a espacios marco, que sirven fundamentalmente como apoyo de la acción, y a espacios que determinan la configuración de la trama. Respecto a los personajes, el espacio puede funcionar como metonimia o metáfora: en determinados momentos el espacio refleja o aclara el estado anímico de los personajes.

«El espacio literario es una realidad limitada que alberga en su interior un objeto ilimitado: el universo exterior y ajeno, en principio, a la obra literaria. El texto consigue representar este espacio infinito, bien a través de la mención sucesiva o simultánea de diferentes lugares, o bien por medio de la superposición de espacios contrapuestos: el que en este momento cobija o presiona al personaje y el que en un pasado más o menos lejano fue testigo o causante de su infortunio o felicidad, el espacio que agobia al personaje en el presente y el soñado por este como promesa de una felicidad futura o, simplemente, para olvidar los rigores del contexto inmediato.»

Antonio Garrido Domínguez (1996). El texto narrativo (pág. 213). Madrid: Síntesis.

3.1.1. El discurso del espacio

Descripción o, más acertadamente, topografía es la denominación convencional del discurso del espacio. Por medio de la descripción se dota el relato de una geografía, una localización para la acción narrativa y, como señala Garrido Domínguez, «una justificación indirecta para la conducta del personaje, a cuya caracterización el espacio contribuye de una manera decisiva en no pocos casos».

Como en el caso de la narración (narratio), la descripción es deudora de la tradición retórica y de esa tradición nacen también todos los prejuicios históricos que han pesado sobre esta forma de discurso. Entre estos prejuicios se encuentran, por ejemplo, la consideración de puro ornamento, el interés excesivo por el detalle, el carácter impersonal, además del hecho de introducir una ruptura en el discurso narrativo en el que se inserta.

Las aportaciones teóricas sobre el papel y la especificidad de la descripción son numerosas. Para algunos teóricos, narración y descripción tienen una vinculación tan estrecha que se pueden asimilar. Para otros, narración y descripción se oponen en aquello que tienen de cambiante (personas, situaciones y circunstancias) frente a los elementos que no sufren transformación (ya sean acontecimientos u objetos). Un tercer grupo considera que narración y descripción se oponen, dado que en el primer caso estamos ante una sucesión de acontecimientos y en el segundo, ante una yuxtaposición de objetos (aunque ambos impliquen una sucesión verbal).

El teórico Tzvetan Todorov señaló que aunque, en efecto, en ambas se produce una sucesión verbal, la descripción se presenta como un dominio regido por la continuidad y la duración, mientras que la narración tiene como característica esencial la transformación de estados y situaciones y, por lo tanto, la discontinuidad. Narración y descripción son dos formas específicas de representación del universo narrativo, pero por encima de todo son dos modalidades de la ficción.

«La narración insiste en la dimensión temporal y dramática del relato; su contenido está formado por acciones o acontecimientos vistos como procesos; en cambio, la descripción implica el estancamiento del tiempo por medio del realce del espacio y de la presentación de los procesos como auténticos espectáculos. Se trata pues de operaciones parecidas, cuyos mecanismos discursivos son también idénticos; difieren únicamente en cuanto al contenido. En suma, a falta de una delimitación más precisa, la descripción puede ser vista como un aspecto de la narración»

Tzvetan Todorov

La constitución del texto descriptivo plantea las mismas cuestiones que el discurso narrativo general. Es pertinente, por ejemplo, establecer la distinción entre quien ve (el focalizador, ya sea personaje o narrador) y quien habla (el narrador o personaje descriptivo). Los diferentes modos de representación del espacio se originan en el tipo de relación que se establece entre las focalizaciones del narrador y de los personajes.

Vamos a abordar ahora la cuestión de las funciones de la descripción en el seno del texto narrativo. A pesar de que la más antigua de estas funciones es la que le asignó la tradición retórica, en la que la descripción no solo adornaba el discurso sino que creaba el decorado de la acción, la clave del discurso descriptivo se encuentra en la gran capacidad simbolizadora y explicativa de la descripción espacial respecto de la psicología de un personaje (esta tendencia logra su máximo en la tradición realista naturalista).

En general, se puede decir que la presentación del espacio tiene un papel muy importante en la organización de la estructura narrativa. En primer lugar, contribuye definitivamente a su articulación; en segundo lugar, crea una memoria activa de gran importancia para el desarrollo de la acción, y, finalmente, influye en la estructura del relato desde el momento que lo suspende, al introducir modificaciones en el ritmo.

Un último cometido de vital importancia es crear vínculos emocionales con el lector, puesto que le hace ver el espacio en el que se desarrollan los acontecimientos y así le ayuda en el proceso de comprensión e interpretación del texto narrativo.

3.2. El tiempo

El tiempo es otro de los ejes fundamentales del universo diegético. Antes de entrar en las formulaciones temporales respecto del discurso narrativo, conviene reflexionar sobre una categoría tan compleja. Cuando hablamos de tiempo en una narración, no nos referimos al tiempo de la naturaleza ni a un tiempo estrictamente lingüístico, sino a una representación que los incluye a ambos.

Para empezar a reflexionar sobre los diferentes tipos de tiempos, puede ser una buena idea recurrir a algunas propuestas teóricas que se escapan del dominio de la teoría de la narración para adentrarse en el terreno de la filosofía. E. Benveniste (1974) ha propuesto que el tiempo que rige las diferentes concepciones es el tiempo físico o tiempo de la experiencia, que se puede ver como resultado de la comprensión humana de las leyes de la naturaleza. Sobre esta forma de tiempo, tampoco hay un acuerdo de opiniones. Aristóteles, en su Física, alude a él afirmando que implica cambio y lo define como la medida del movimiento según el antes y el después. Entre las teorías posteriores, hay que destacar dos puntos de vista: por una parte, el representado por Newton, que ve el tiempo como una realidad independiente de las cosas, y por la otra el de Leibniz y los más relativistas, que consideran que el tiempo no se puede concebir al margen de las cosas que se ven afectadas.

En un plano superior, podemos situar el tiempo crónico o convencional, un tiempo que ha sido creado sometiendo el tiempo físico a una serie de divisiones con la intención de domesticarlo: es el tiempo del reloj.

Más importante que este tiempo, a los efectos que aquí nos interesan, es el tiempo psicológico, es decir, el tiempo experimentado. La vivencia del tiempo varía de un individuo a otro y de un estado emocional a otro. El tiempo psicológico expande o concentra el tiempo físico, lo dota de espesor o lo diluye.

Este tiempo de la conciencia es un objeto que la filosofía ha estudiado como la verdadera medida del tiempo, puesto que, aunque el ser humano se adapte en sus intercambios comunicacionales al tiempo convencional, vive en el tiempo de la conciencia: cada individuo vive y organiza el tiempo de una manera completamente peculiar. Y este tiempo tiene como expresión el código lingüístico.

En el terreno del acto narrativo, es posible distinguir una doble dimensión del tiempo: su existencia como componente de la historia y su manifestación en el ámbito del discurso. Mientras que la lingüística expone la distinción entre enunciación y enunciado, con sus tiempos respectivos, la narratología se hace eco de esta distinción y la vincula, a través del formalismo ruso, a la que ya en su día estableció Aristóteles.

Como ya hemos señalado, para el autor de la Poética, hay una diferencia entre los hechos que son objetos de la mimesis y su organización en la fábula. Esta diferencia implica una distinción de tiempo: la mimesis tiene su lógica –presumiblemente la de la vida ordinaria–, que se modifica a partir de su estructuración en la fábula. Mientras que el tiempo de la mimesis se rige por el fatum o la necesidad, el tiempo de la fábula se rige por los criterios de la causalidad y la verosimilitud.

Los narratólogos franceses sintetizan las ideas de Aristóteles, la teoría de la enunciación de Benveniste y la distinción entre tiempo narrante y tiempo narrado de Muller, y elevan a tres el número de aspectos relacionados con el tiempo narrativo.

Todorov especifica tres tiempos: el tiempo del relato (o de los personajes), el tiempo de la escritura (enunciación) y el tiempo de la lectura (recepción).

Por su parte, Genette propone un modelo más simplificado, al configurar una diferenciación entre el tiempo de la historia, es decir, del material o significado, el tiempo del relato, esto es, el del significante o historia configurada formalmente en forma de texto, y el tiempo de la narración, es decir, el de la enunciación o el proceso que permite el paso de la historia al relato.

3.2.1. El tiempo de la narración

Las diversas posibilidades de colocación temporal de la narración con relación a la historia han sido sistematizadas en cuatro modalidades.

Narración ulterior

Se entiende por narración ulterior el acto narrativo que se sitúa en una posición de posterioridad con relación a la historia. Esta historia se considera acabada y resuelta en cuanto a las acciones que la integran; solo entonces el narrador, colocándose ante este universo diegético cerrado, inicia el relato, en una situación que es la de quien conoce los acontecimientos que narra en su totalidad. De ahí surge la posibilidad de manipulación calculada de los procedimientos de los personajes, de los incidentes de la acción, incluso de la anticipación de aquellos que el narrador sabe que pasarán. La narración ulterior se adecua en especial a dos situaciones narrativas: la que es regida por un narrador heterodiegético, muchas veces con focalización omnisciente y que se comporta como entidad demiúrgica que controla el universo diegético, y la que es protagonizada por un narrador autodiegético, sobre todo cuando es inspirado por intenciones de evocación autobiográfica o memorial.

Ejemplo de Narración ulterior

En la novela El señor de Ballantrae, de Robert Louis Stevenson, encontramos un ejemplo evidente de narración ulterior. En el primer capítulo, el narrador nos avisa de que nos va a explicar una historia de la que conoce todos los detalles y con esto reclama su autoridad.

El señor de Ballantrae

Robert Louis Stevenson (capítulo 1)

«Desde hace mucho tiempo se ha aspirado a conocer lo que de auténticamente cierto haya en tan singulares acontecimientos, por lo tanto, la curiosidad pública tiene que concederle una magnífica acogida a este relato. Yo, que estuve íntimamente ligado a la historia de esta casa en sus últimos años, soy quien se halla en situación más ventajosa para relatar fielmente cuanto aconteció y quien con más imparcialidad puede juzgar los diferentes aspectos secretos de su vida y tengo en mi poder fragmentos de sus memorias auténticas; en su último viaje fui casi su único acompañante; formé parte de aquella angustiosa expedición invernal de la que tanto se ha hablado; en fin: presencié su muerte. En cuanto al difunto Lord Durrisdeer, a quien serví fielmente y con cariño durante más de treinta años, a medida que le conocí más íntimamente, más creció mi afecto por él. En resumen: no quiero que tantos testimonios desaparezcan; debo contar la verdad acerca de Milord. Y de esta manera, pagada mi deuda, espero que mis postreros años se deslizarán más tranquilos y mi canosa cabeza descansará con más sosiego sobre la almohada»

Narración anterior

Se denomina narración anterior el acto narrativo que antecede la ocurrencia de los acontecimientos a la que se refiere. Es, como se puede suponer, un procedimiento narrativo relativamente extraño, dado que se da cuando se enuncia un relato de tipo predictivo, que anticipa acontecimientos proyectados en el futuro de los personajes de la historia y del narrador.

Ejemplo de Narración anterior

En los párrafos que cierran la novela Plataforma, de Michel Houellebecq (Anagrama, 2002), encontramos este ejemplo de una aplicación relativamente común de la narración anterior, cuando el protagonista explica su propia muerte:

Plataforma

Michel Houellebecq

«Algún tailandés me encontrará al cabo de unos días, seguro que pocos; en estos climas, los cadáveres apestan enseguida. No sabrán qué hacer conmigo, y probablemente llamarán a la embajada francesa. Como estoy lejos de ser un indigente, la cosa será fácil de arreglar. De hecho, quedará bastante dinero en mi cuenta bancaria; no sé quien lo heredará; probablemente el Estado, o algún pariente lejano.

»Al contrario que otros pueblos asiáticos, los tailandesas no creen en los fantasmas, y les interesa poco el destino de los cadáveres; la mayor parte va directamente a la fosa común. Como no dejaré instrucciones, correré la misma suerte. Alguien firmará el certificado de defunción, y muy lejos de aquí, en Francia, alguien marcará una casilla en un fichero de estado civil. Algunos vendedores ambulantes, acostumbrados a verme por el barrio, menearán la cabeza. Alquilarán mi apartamento a un nuevo inquilino. Me olvidarán. Me olvidarán enseguida.»

Narración intercalada

Se entiende por narración intercalada aquel acto narrativo que, sin esperar la conclusión de la historia, resulta de la fragmentación de la narración en varias etapas interpuestas a lo largo de la historia.

Ejemplo de Narración intercalada

En la novela Las reglas de la atracción (Anagrama, 2000), el novelista norteamericano Bret Easton Ellis propone un caleidoscopio narrativo en el que se da voz a varios narradores que ejecutan una narración intercalada, en la que se dan cita acontecimientos del presente y del pasado sin un aparente orden concreto.

Narración simultánea

La narración simultánea está constituida por aquel acto narrativo que coincide temporalmente con el desarrollo de la historia. Se trata de una superposición precisa que, por el rigor que presenta, se distingue de la imprecisión que normalmente caracteriza la distancia temporal de la narración ulterior o de la narración anterior con relación al acontecimiento de la historia.

Narración simultánea

En la novela Ampliación del campo de batalla, de Michel Houellebecq (Anagrama, 1999), encontramos un ejemplo de narración simultánea:

Ampliación del campo de batalla

Michel Houellebecq

«Ahora hay seis personas en torno a una mesa oval bastante bonita, probablemente de imitación caoba. Las cortinas, verde oscuro, están corridas; se diría que estamos en un saloncito. De repente, presiento que la reunión va a durar toda la mañana.

»El primer representante del Ministerio de Agricultura tiene los ojos azules. Es joven, lleva gafas pequeñas y redondas, aún debía de ser estudiante hace muy poco. A pesar de su juventud, produce una notable impresión de seriedad. Toma notas durante toda la mañana, a veces en los momentos más inesperados. Es, obviamente, un director, o al menos un futuro director.

»El segundo representante del Ministerio es un hombre de mediana edad, con sotabarba, como los severos preceptores de El Club de los Cinco. Parece tener gran ascendiente sobre Catherine Lechardoy, que está sentada a su lado. Es un teórico. Todas sus intervenciones son otras tantas llamadas al orden sobre la importancia de la metodología y, más en general, de una reflexión previa a la acción. En este caso no veo la necesidad: ya han comprado el programa, no tiene que pensárselo, pero me abstengo de decirle algo. He notado de inmediato que no le gusto. ¿Cómo ganármelo? Decido apoyar sus intervenciones repetidas veces durante la sesión con una cara de admiración un poco idiota, como si acabara de revelarme de súbito asombrosas perspectivas llenas de alcance y sensatez. Lo más normal es que concluyese que soy un chico lleno de buena voluntad, dispuesto a marchar a sus órdenes en la justa dirección.»

3.2.2. El orden temporal

Estudiar el orden temporal de un relato es confrontar el orden de disposición de los acontecimientos o segmentos temporales en el discurso narrativo con el orden de sucesión de estos mismos acontecimientos o segmentos temporales en la historia. La redistribución a la que el discurso narrativo sujeta los hechos que integran la historia se puede representar diagramáticamente de la siguiente manera:

001

Si identificamos los varios momentos de la historia (de A a G) con secuencias que componen la narración, comprobamos que su disposición cronológica en la historia ha sido alterada por anacronías en el discurso, que han determinado un nuevo orden temporal. Así, la secuencia A, inicialmente omitida, solo ha sido recuperada en un momento en el que el relato se encontraba ya en una fase relativamente avanzada, para lo que el narrador habrá sido obligado a un movimiento retrospectivo (analepsis); la secuencia F ha sido anticipada (prolepsis).

Las reordenaciones frecuentes de la historia en el nivel del discurso en la narrativa literaria contrastan con lo que sucede en otro tipo de relato, el historiográfico, fuertemente marcado por preocupaciones de rigor y cientifismo y que, por eso mismo, tiende a una presentación escrupulosa de los acontecimientos.

3.2.3. Anacronías

El término anacronía designa todo tipo de alteración del orden de los acontecimientos de la historia cuando son representados por el discurso.

Nos encontramos ante anacronías cuando un acontecimiento que, en el desarrollo cronológico de la historia, se sitúa al final de la acción, es relatado anticipadamente por el narrador; o cuando la comprensión de los hechos del presente de la acción puede requerir la recuperación de sus antecedentes remotos.

G. Genette, responsable de la consolidación del término, ha apuntado que la anacronía es un recurso utilizado con frecuencia, tanto en la forma de anticipación (prolepsis) como en la forma de retraso (analepsis).

Analepsis

Además de corresponder genéricamente al concepto designado también por el término flashback, la analepsis es todo movimiento temporal destinado a relacionar acontecimientos anteriores al presente de la acción e incluso en algunos casos a su inicio.

La analepsis es un recurso narrativo de amplia utilización y ejerce funciones muy diversas en la orgánica del relato; puede, por ejemplo, ilustrar el pasado de un personaje relevante o recuperar acontecimientos cuyo conocimiento sea necesario para dotar la historia de coherencia interna.

Las analepsis son externas cuando su alcance se remonta a un momento anterior al del punto de partida del relato primero. Las internas, en cambio, sitúan su alcance dentro del relato primero y, a diferencia de las externas, corren un riesgo permanente de entrar en conflicto. Finalmente, las analepsis mixtas tienen su alcance en un momento anterior al principio del relato principal, mientras que su amplitud cubre un periodo de tiempo que finaliza dentro del relato primero.

Clasificación de las analepsis

La narratología ha propuesto toda una clasificación de las analepsis en función de su localización temporal respecto del relato principal:

1)Analepsis internas heterodiegéticas: el contenido de la analepsis no se identifica temáticamente con el momento de la acción del relato primero.

2)Analepsis internas homodiegéticas: el contenido de la analepsis coincide con el del relato base.

3)Analepsis internas homodiegéticas completivas: se usan para llenar vacíos del relato cuya narración se omitió en el momento oportuno y después se han recuperado para proporcionar información importante.

4)Analepsis internas homodiegéticas iterativas: no tienen como objetivo la recuperación de un hecho singular, sino que remiten a acontecimientos o segmentos temporales parecidos a otros ya contenidos en el relato.

5)Analepsis internas homodiegéticas repetitivas: el relato vuelve sobre sí mismo de una manera explícita y alude a su propio pasado.

Prolepsis

El concepto de prolepsis corresponde a todo movimiento de anticipación por el discurso de acontecimientos cuya ocurrencia en la historia es posterior al presente de la acción. La prolepsis puede ser interna, cuando se traduce en la anticipación de informaciones inscritas en el cuerpo de la propia narrativa, o externa, cuando se proyecta más allá del cierre de la acción. En este último caso, no se tiene que confundir con el epílogo. Como señala Genette, «la narrativa en primera persona es más apta que cualquier otra para la anticipación, por su declarado carácter retrospectivo, que autoriza el narrador a alusiones al futuro y particularmente a su situación presente» (Genette, 1972).

Clasificación de las prolepsis

La clasificación de las prolepsis se desarrolla en los mismos términos que las analepsis:

1)Prolepsis internas heterodiegéticas: el contenido de la prolepsis no se identifica temáticamente con el momento de la acción del relato primero.

2)Prolepsis internas homodiegéticas: el contenido de la prolepsis coincide con el del relato base.

3)Prolepsis internas homodiegéticas completivas: avanzan un acontecimiento que se producirá en un momento posterior.

4)Prolepsis internas homodiegéticas iterativas: mencionan de manera única y globalizadora acciones que se repetirán en un momento posterior de la trama narrativa.

5)Prolepsis internas homodiegéticas repetitivas: aluden más de una vez a un determinado acontecimiento futuro.

Duración y frecuencia

Si bien el concepto de duración fue empleado por Genette en sus investigaciones sobre la narración, muy pronto cayó en desuso y fue sustituido por el de velocidad: «la velocidad de una narrativa se tiene que definir por la relación entre una duración, la de la historia, y una extensión, la del texto» (Genette, 1972). En general, el término duración incluye una serie de procedimientos cuya función es acelerar o retrasar la velocidad o tempo del relato.

Los cinco movimientos que regulan el ritmo narrativo reciben los nombres de elipsis, sumario, escena, pausa y digresión reflexiva:

1)La elipsis consiste en silenciar un determinado material diegético de la historia, que no pasa al relato. Se trata, pues, de una figura de aceleramiento y puede ser determinada o indeterminada según se indique o no la duración de la elipsis. Desde un punto de vista formal, las elipsis pueden ser explícitas, cuando se tienen signos en el texto; implícitas, cuando no existen indicios textuales y el lector tiene que inferir la presencia, e hipotéticas, cuando solo son localizables a posteriori a partir de una analepsis.

2)El sumario es otra figura de aceleración en la que, a diferencia de la elipsis, el material de la historia sí pasa al relato. Lo característico del sumario es la síntesis, es decir, la concentración de grandes materiales diegéticos en un momento limitado del relato.

3)La escena encarna la igualdad o isocronía entre la duración de la historia y el relato. Es el caso del diálogo, en el que el tiempo de la historia y el del relato coinciden aparentemente.

4)La pausa es el procedimiento privilegiado para la ralentización del relato. La manera básica de establecer una pausa es romper la diégesis con un fragmento descriptivo.

5)La digresión reflexiva constituye el segundo procedimiento para la ralentización de la acción. En este caso se introduce una modalidad de discurso diferente, un discurso valorativo o abstracto que puntualiza el material diegético del relato.

Otra dimensión temporal que hay que tener en cuenta en las relaciones entre historia y relato es la frecuencia, centrada en el criterio del número de veces que un acontecimiento de la historia es mencionado en el relato. En el análisis de la frecuencia, puede haber tres posibilidades:

a)El relato singulativo se da cuando se produce el ajuste pleno entre historia y relato en cuanto al número de veces que se produce. Estamos ante el caso de un enunciado narrativo que explica una vez lo que ha pasado una vez o reproduce n veces lo que ha pasado n veces.

b)El relato iterativo se produce cuando se mencionan en el relato una sola vez acontecimientos que se han producido varias veces en la historia. En tanto que recurso globalizador de hechos singulares, el relato iterativo supone la mediación de una subjetividad, habitualmente la del narrador, que reelabora el material de la historia, al concentrarlo e imprimirle una visión peculiar.

c)El relato repetitivo es aquel que reproduce un número variable de veces un acontecimiento que ha sucedido una sola vez en la historia. Este tipo de relato denota una cierta obsesión del narrador por un acontecimiento anterior que ha dejado una impronta profunda, probablemente por su valor iniciático.

3.3. Los personajes

El personaje es la tercera categoría esencial en la formulación de la diégesis. No obstante, la cuestión del personaje sigue siendo enormemente problemática en el estudio de la narración, fundamentalmente por dos causas: la gran complejidad del propio concepto de personaje y la diversidad que en la práctica adopta esta figura. Aun así, es posible, y necesario, plantearse el estudio del personaje como una de las claves del texto narrativo.

Cualquier aproximación a la figura del personaje pasa por la formulación de tres preguntas básicas: ¿qué es un personaje? ¿de qué está hecho o cuáles son los ingredientes? y, finalmente, ¿para qué sirve un personaje?

La primera cuestión plantea a su vez una reflexión en forma de pregunta: ¿cuál es la diferencia entre un personaje literario y una persona?

«La gran paradoja del personaje —al igual que la de otros tantos aspectos del sistema literario— es que se desenvuelve en el ámbito del relato con la soltura de una persona sin que jamás pueda identificarse con ninguna. El personaje come, duerme, habla, se encoleriza o ríe, opina sobre el tiempo que le ha tocado vivir y, sin embargo, las claves de su comprensión no residen ni en la biología, la psicología, la epistemología o la ideología, sino en las convenciones literarias que han hecho de él un ejemplo tan perfecto de la realidad objetiva que el lector tiende inevitablemente a situarlo dentro del mundo real (aunque sea mentalmente). Por si fuera poco, bastantes personajes tienen una gran trascendencia social y el lenguaje los incorpora para aludir a ciertos tipos de personas que coinciden con los rasgos característicos de aquel: Quijotes y Sanchos, Dr. Fausto, Emma Bovary o la Regenta, Tenorios, Leopold Bloom…».

Antonio Garrido Domínguez (1996). El texto narrativo (pág. 68). Madrid: Síntesis.

Muchos de los problemas asociados al personaje se originan con frecuencia en el olvido del hecho de que este personaje constituye una realidad sometida a códigos artísticos.

El realismo o la verosimilitud de un personaje es una mera ilusión; por lo tanto, no tiene sentido buscar las claves del comportamiento y la personalidad en la vida real.

Sobre el personaje recaen en primera instancia las imposiciones de cada periodo artístico y las normas propias del género correspondiente. Además, el personaje responde a las exigencias de otros códigos, como el político, el económico, el social, el ético o los religiosos, vigentes en la época de su creación. Podemos decir que cada personaje es hijo de su tiempo. En la presencia y la intervención de códigos tan diferentes, encontramos una de las claves de la complejidad de la categoría de personaje.

3.3.1. Definición del personaje

Para Aristóteles, el personaje es un agente de la acción y en el ámbito de la acción es donde se manifiestan sus cualidades constitutivas, es decir, su carácter. Los caracteres surgen en el curso de la acción y por imperativos de la acción; el personaje se revela como carácter en la medida en que, como protagonista de la acción, tiene que tomar decisiones e inscribirse así en un ámbito de comportamiento.

En los planteamientos posteriores al autor de la Poética, las posiciones respecto del personaje se diversifican. Hay teóricos que lo contemplan como una plasmación de las preocupaciones del hombre de la calle, como la expresión de conflictos internos característicos del ser humano de la época o el reflejo de la visión del mundo de un autor o de un grupo social. Para otros, el personaje es sobre todo un elemento funcional de la estructura narrativa o, usando una terminología semiótica, un signo en el marco de un sistema.

El primer enfoque citado considera al personaje como un fenómeno literario, pero formado por elementos tomados del mundo real y nacido de la observación de otros seres humanos y del mismo autor. Para algunos teóricos, la psicología tiene mucho que decir en la definición de personajes, mientras que para otros es la ideología, es decir, las estructuras mentales de un determinado grupo social, la piedra de toque de la construcción del personaje. Para Lukácks, por ejemplo, tiene gran importancia la idea de un héroe problemático, un personaje en relación dialéctica permanente con el mundo. Las dos ideas, la psicocrítica y la sociocrítica, tienden a una anulación del personaje a favor del autor.

Para los partidarios del segundo enfoque, la reducción del personaje a psicología o ideología resulta incorrecta. Para ellos, con Todorov al frente, lo psicológico no se encuentra en el personaje ni en sus cualidades o acciones; lo psicológico es una impresión que el lector extrae a partir del reconocimiento de ciertas relaciones entre las proposiciones del texto.

Entender al personaje como signo implica acentuar su naturaleza de unidad discreta, susceptible de delimitación en el plan sintagmático y de integración en una red de relaciones paradigmáticas. A esto ha contribuido la existencia de procesos de manifestación que permiten localizar e identificar al personaje: el nombre propio, la caracterización y el discurso del personaje son algunos de estos procesos que conducen a la presentación de sentidos fundamentales capaces de configurar una semántica del personaje.

Caracterización

Se entiende por caracterización cualquier proceso descriptivo que tiene como objetivo la atribución de propiedades distintivas a los elementos que integran una historia, principalmente sus elementos humanos o entidades de propensión antropomórficas; en este sentido, podemos decir que es la caracterización de los personajes lo que los convierte en unidades discretas identificables en el universo diegético en el que se mueven y relacionables entre sí y con otros componentes diegéticos.

En cuanto a las modalidades de caracterización, se habla de caracterización directa, que consiste en la descripción estática de los atributos de un personaje, bien sea por el mismo personaje (autocaracterización) o por otra entidad, que puede ser otro personaje o el narrador (heterocaracterización); o de caracterización indirecta, que constituye un proceso dinámico que se realiza de forma dispersa a partir de los discursos del personaje o de sus actos.

3.3.2. El discurso del personaje

Como señalan Reis y Lopes, «las virtualidades semánticas y estéticas del texto narrativo dependen en gran medida de la manera como se combinan, se superponen o se entrelazan el discurso del narrador y los discursos de los personajes». En el texto, se entrecruzan varias voces y justamente en esa alternancia es donde se construye la productividad semántica del texto.

El discurso de los personajes puede ser analizado teniendo en cuenta el mayor o menor grado de autonomía con relación al discurso del narrador. Genette distingue tres modos de representación del discurso de los personajes (récit de paroles) tomando como criterio el grado de mimesis que preside su reproducción:

1)En primer lugar, encontramos el discurso citado (en discurso directo) de las palabras supuestamente pronunciadas por el personaje.

2)En segundo lugar, tenemos el discurso transpuesto, por medio del cual el narrador transmite lo que dijo el personaje sin darle una voz autónoma (es el discurso indirecto).

3)En tercer lugar, encontramos el discurso narrativizado, en el que las palabras de los personajes aparecen como acontecimiento diegético entre otros.

Como aclaración, quizás conviene recordar que en el discurso directo el personaje es autónomo y asume el estatuto de sujeto de la enunciación, mientras que en el discurso indirecto el narrador selecciona, resume o interpreta el habla y los pensamientos del personaje.

4. La narración audiovisual

Los estudios de la narración audiovisual empiezan mucho antes de que el término narratología sea de uso común. Jost y Gaudreault señalan que el teórico Albert Laffay se erige en un precursor.

Este autor fundamenta sus ideas sobre la narración cinematográfica en cuatro principios:

1)Al contrario que el mundo, que no tiene ni comienzo ni final, el relato se ordena según un determinismo riguroso.

2)Todo relato cinematográfico tiene una trama lógica, es una especie de discurso.

3)Es ordenado por un mostrador de imágenes, un gran imaginador.

4)El cine narra y al mismo tiempo representa, no como el mundo, que simplemente es.

De una manera general, podemos considerar, como hace Jesús García Jiménez (1993, pág. 13), varias definiciones del concepto narrativa audiovisual.

En primer lugar, la narrativa audiovisual sería la facultad o capacidad de la que disponen las imágenes visuales y acústicas para explicar historias, es decir, para articularse con otras imágenes y elementos portadores de significación hasta configurar discursos constructivos de textos. La narrativa audiovisual es también la acción misma que se propone esta tarea y, en consecuencia, equivale a la narración en sí misma o a cualquiera de sus recursos y procedimientos. Narrativa audiovisual es un término genérico que incluye sus especies concretas, como narrativa fílmica, radiofónica o televisiva. Cada una de estas acepciones remite a un sistema semiótico particular que impone condiciones para el análisis y la construcción de textos. En su dimensión específica, cada una de las acepciones equivale al universo, temas y géneros que ha configurado la actividad narrativa de estos medios a lo largo de su historia (García Jiménez, 1993).

En el momento de plantear los rudimentos de un análisis de la narrativa audiovisual, conviene recurrir a las formas de representación definidas por Percy Lubbock como telling y showing, formas que en principio se distinguen por el grado de implicación o de presencia del narrador. El showing (que podríamos traducir como «mostrar») es la pura representación dramática que comporta una presencia muy limitada, mientras que el telling (que se debería traducir por «narrar») implica una presencia activa del narrador, que manipula la historia mediante los diversos procesos de la narración en general. Esta doble naturaleza no se puede eludir en el estudio de los medios audiovisuales como instrumentos narrativos.

4.1. El lenguaje audiovisual

La cuestión del lenguaje audiovisual ha suscitado numerosas controversias teóricas. En general, se asume que, en rigor, el lenguaje audiovisual no existe, puesto que en cada uno de los sistemas semióticos que participan en el universo de la comunicación audiovisual se dan cita signos específicos. Esta naturaleza heterogénea haría que, en principio, no se pudiera decir que la combinación de estos signos constituye un lenguaje, dado que su articulación no está sometida a una gramática concreta.

Hay voces autorizadas en el campo de la teoría que insisten en el hecho de que la expresión lenguaje audiovisual es utilizada en un sentido metafórico, puesto que la imposibilidad de una gramática configurada de una manera concreta y definida provoca en realidad que haya tantos lenguajes como expresiones. No obstante, hay aportaciones muy notables que refutan esta idea; es decir, que afirman que, efectivamente, el concepto lenguaje audiovisual está cargado de sentido desde un punto de vista teórico y metodológico.

Después del impulso generalizado de los trabajos elaborados por Claude Lévi-Strauss, que fundamentaron la antropología estructural, un amplio espectro de campos en principio no lingüísticos pasaron a formar parte de la esfera de influencia de la lingüística estructural.

Las décadas de 1960 y 1970 se pueden considerar como las décadas del apogeo de la semiótica. Y como el objeto de la investigación de la semiótica podía ser cualquier elemento susceptible de interpretación en cuanto sistema de signos organizados de acuerdo con códigos culturales o procesos de significado, el análisis semiótico se podía aplicar a áreas consideradas hasta entonces claramente no lingüísticas –como la moda y la cocina– o que tradicionalmente habían sido consideradas menores en referencia a los estudios literarios o culturales, como el cómic, la fotonovela, las novelas populares o las películas comerciales de entretenimiento.

La aplicación de los modelos teóricos semióticos al cine tenía que dar como resultado un proyecto filmolingüístico complejo y articulado, cuyo interés principal era definir el estatus del cine en cuanto lenguaje.

La filmolingüística explora cuestiones como las siguientes (Stam, 2001: 132):

¿Es el cine un sistema lingüístico, es decir, una lengua (langue) o meramente un lenguaje artístico (langage)?

¿Es legítimo emplear la lingüística para estudiar un medio icónico como el cine? Si lo es, ¿existe en el cine algún equivalente del signo lingüístico? Si existe un signo cinematográfico, ¿la relación entre significante y significado es motivada o bien arbitraria, como pasa con el signo lingüístico?

¿Cuál es la materia de la expresión del cine? ¿El signo cinematográfico es, empleando la terminología de Peirce, icónico, simbólico, indexical o alguna combinación de los tres?

¿Ofrece el cine algún equivalente de la doble articulación de la lengua (es decir, la que existe entre los fonemas como unidades mínimas de sonido y los morfemas como unidades mínimas de sentido)?

¿Qué analogías existen respecto de oposiciones saussureanas como la de paradigma y sintagma?

¿Existe una gramática normativa del cine?

¿Cuáles son los equivalentes de los modificadores y otras marcas de enunciación? ¿Cuál es el equivalente de la puntuación en el cine?

¿Cómo producen significado los filmes? ¿Cómo se entienden los filmes?

4.1.1. El cine-lengua

El cineasta y pensador Pier Paolo Pasolini contestó algunas de estas preguntas en su intento de gramatizar y liberalizar el cine, entendido como cine-lengua o «momento escrito de la lengua natural y total de la acción» con el que se expresa la realidad.

Pasolini apuntó que el cine, en cuanto lengua, no tenía la necesidad de respetar el modelo de la doble articulación de la lengua verbal. El cine se limitaría a registrar una lengua ya existente: la de la acción.

Según Pasolini, la lengua del cine se articula en monemas (unidades de significación que equivalen a los encuadres) y en cines (los objetos y actos de la realidad en cuanto portadores de significado).

Las ideas de Pasolini están basadas en el hecho de que, a diferencia de la escritura, en el cine no existe un sistema cerrado de signos ni hay algo parecido a un diccionario de imágenes. Lo que se pone a disposición del cineasta es el caos de la realidad, caos que se puede estructurar en discurso de una manera necesariamente irracional. Por lo tanto, el cine no es un lenguaje sino una lengua: la lengua escrita de la realidad.

Esto implica que es la realidad misma la que acaba siendo contemplada como un sistema complejo de signos que se entiende mediante imágenes.

Para Pasolini, las técnicas audiovisuales crean una lengua en la que la separación entre lengua y realidad ya no es posible: no existe una separación entre los objetos y el mundo.

La teoría de Pasolini fue muy criticada desde la ortodoxia semiótica, puesto que justamente en el momento en el que los conceptos de realidad y verdad estaban siendo cuestionados, el cineasta italiano pretendía naturalizar el lenguaje y equipararlo a la realidad. Más adelante, las aportaciones de Pasolini fueron consideradas como un loable intento de establecer una filosofía particular del hecho cinematográfico, claramente superada en muchos aspectos por la evolución misma de la imagen fílmica, progresivamente desatada de un referente real.

4.1.2. El audiovisual no es un lenguaje

Uno de los principales críticos de la teoría del cine como lengua de Pasolini fue Umberto Eco, para quien Pasolini cometía dos errores graves desde la perspectiva de una semiótica rigurosa. El primero de los errores es que las acciones humanas no son un producto natural, sino convenciones culturales. El segundo es que los presuntos signos del cine (las imágenes) no son signos, sino enunciados.

Para poder hablar de un lenguaje, es necesario considerar tres condiciones: disponer de un conjunto finito de signos, que estos signos sean susceptibles de ser integrados en un repertorio léxico y que pueda ser diseñado un sistema de reglas al que se tiene que atener cualquier configuración discursiva. Las imágenes no cumplen ninguna de estas reglas, así que, en rigor, no forman un lenguaje.

4.1.3. La gran sintagmática de Christian Metz

El objetivo principal de Christian Metz, tal como él mismo explica en sus ensayos, era «llegar al fondo de la metáfora lingüística» en el cine, contrastándola con los conceptos más avanzados de la lingüística contemporánea. Metz buscaba la contrapartida, en la teoría cinematográfica, del papel conceptual que en la teoría de Saussure tiene la langue. Metz llegó a la conclusión de que el objeto de la semiología del cine era separar de la heterogeneidad de significados del cine los procedimientos significantes básicos, las reglas combinatorias, para comprobar hasta qué punto esas reglas mantienen parecidos con los sistemas articulados de las lenguas naturales.

Para Metz, el cine es la institución cinematográfica entendida en su sentido más amplio como hecho sociocultural multidimensional que incluye acontecimientos anteriores al filme (infraestructura económica, sistema de estudios, tecnología), exteriores al filme (distribución, exhibición e impacto social o político del filme) y realidades lejanas al filme (el espacio de la sala de proyección, el ritual social de asistir a la proyección).

Por su parte, el filme es un discurso localizable, un texto, no el objeto físico contenido en una lata, sino el texto significante. En ese sentido, lo cinematográfico representa no la industria, sino la totalidad de filmes. Para Metz, el filme es al cine lo que una novela es a la literatura, un cuadro a la pintura o una estatua a la escultura. El primer término hace referencia al texto cinematográfico en concreto, mientras que el segundo remite a un conjunto ideal, la totalidad de filmes y sus características.

Así, Metz delimita el objeto de la semiótica cinematográfica: el estudio de discursos, textos, en vez del estudio del cine en un sentido institucional amplio, una entidad con demasiadas facetas para constituir el auténtico objeto de la ciencia filmolingüística, del mismo modo que el habla era para Saussure un objeto demasiado multiforme para constituir el verdadero objeto de la ciencia lingüística.

La pregunta que guió las investigaciones iniciales de Metz fue si el cine era lengua o lenguaje. El primer paso para responderla es desterrar la imprecisa concepción de lenguaje cinematográfico que había predominado hasta aquel momento.

Metz explora la comparación, habitual desde los primeros tiempos de la teoría cinematográfica, entre plano y palabra y entre secuencia y frase, y señala diferencias notables.

Diferencias entre el plano y la palabra:

a)Los planos son infinitos en número, a diferencia de las palabras (dado que el léxico es en principio finito), pero esto los hace parecidos a los enunciados, que pueden ser construidos en número infinito partiendo de un número limitado de palabras.

b)Los planos son creados por el cineasta, a diferencia de las palabras (que ya existen previamente en el léxico). Esto los hace, de nuevo, enunciados.

c)El plano ofrece una enorme cantidad de información y riqueza semiótica.

d)El plano es una unidad tangible, a diferencia de la palabra, que es puramente una unidad léxica virtual que el hablante usa a voluntad.

e)Los planos, a diferencia de las palabras, no adquieren significado mediante el contraste paradigmático con otros planos que podrían haber ocupado su lugar en la cadena sintagmática. En el cine, los planos forman parte de un paradigma tan abierto que carece de sentido.

Si para Pasolini la lengua del cine era una articulación de los objetos del mundo real, Metz plantea su teoría del cine basándose en el supuesto de que una de las claves del cine es precisamente la impresión de realidad. Por lo tanto, el problema se desplaza: de una imposibilidad ontológica de separación entre cine y realidad, pasamos a una refutación de la realidad, algo que, de hecho, ya estaba haciendo la semiótica ortodoxa.

Para Metz, todo el cine, incluso el que se basa en la más pura fantasía, crea una impresión de realidad. La primera clave de esta impresión de realidad es el movimiento de las imágenes cinematográficas.

Citando al teórico Edgar Morin, Metz afirma que la conjunción propia del cine entre la realidad del movimiento y la apariencia de las formas comporta la sensación de vida concreta y la percepción de la realidad objetiva. El movimiento aporta un índice suplementario de realidad y revela la corporeidad de los objetos, pero también contribuye a la impresión de realidad de una manera directa, puesto que el movimiento que se percibe es siempre percibido como real.

Paradójicamente, otra de las claves de la impresión de realidad es el débil grado de existencia de las criaturas fantasmáticas, que se convocan en la pantalla cinematográfica. A diferencia del teatro, donde el aparato de la puesta en escena es tan obviamente real que impide que el espectador confunda la representación con la realidad, el cine ofrece un espectáculo completamente irreal, que se desarrolla en otro mundo. En el cine, el mundo real no interfiere con la ficción para desmentir constantemente sus pretensiones de constituirse en mundo, como sí pasa con el teatro, donde la presencia física de los actores y del decorado convierte la impresión de realidad en el fruto de una pura convención.

«Entre todos estos problemas de teoría cinematográfica, uno de los más importantes es el de la impresión de realidad que el espectador experimenta ante el filme. Más que la novela, más que la obra de teatro, más que el cuadro del pintor figurativo, el filme nos produce la sensación de asistir directamente a un espectáculo casi real […]. Existe una modalidad fílmica de la presencia altamente creíble.»

Christian Metz (2002). Ensayos sobre la significación en el cine (1964-1968) (vol. 1, pág. 32). Barcelona: Paidós.

«En suma, el secreto del cine consiste en conseguir muchos índices de realidad dentro de las imágenes, que, así enriquecidas, seguirán siendo percibidas pese a todo como imágenes. Las imágenes pobres no alimentan lo bastante lo imaginario como para que este adquiera realidad. Inversamente, la simulación de una fábula con medios tan ricos como lo real –caso del teatro– corre siempre el riesgo de aparecer simplemente como una simulación demasiado real de un imaginario sin realidad.»

Christian Metz (2002). Ensayos sobre la significación en el cine (1964-1968) (vol. 1, pág. 40). Barcelona: Paidós.

En cuanto a las cualidades narrativas del cine, Metz apunta que la tradición narrativa del medio es resultado de una demanda muy concreta, la de un público que ha asumido como natural el hecho narrativo. La fórmula de base, que ha tenido muy pocas variantes desde la institución del cine como medio de masas, es la que consiste en denominar filme a una gran unidad que nos explica una historia e ir al cine es ir a ver esa historia.

Para Metz, el cine se presta admirablemente a la fórmula narrativa: «su mecanismo semiológico íntimo tiene una narratividad muy ligada al cuerpo».

Según Metz, el cine se convierte en discurso al organizarse a sí mismo como narración, lo que genera un corpus de procedimientos significantes. La arbitrariedad de la relación entre significante y significado –clave en la semiótica de Saussure– se traslada a otro registro: no se trata de la arbitrariedad de la imagen aislada, sino de la arbitrariedad de una trama, el esquema secuencial impuesto sobre los acontecimientos en bruto.

Para Metz, la verdadera analogía entre cine y lenguaje consiste en su naturaleza sintagmática común. Al pasar de una imagen a dos, el cine se convierte en lenguaje. Tanto el lenguaje como el cine producen discurso mediante operaciones paradigmáticas y sintagmáticas. El lenguaje selecciona y combina fonemas y morfemas para formar frases; el cine selecciona y combina imágenes y sueños para formar sintagmas, es decir, unidades de autonomía narrativa donde los elementos interactúan semánticamente. Mientras que ninguna imagen se asemeja totalmente a otra, la mayoría de los filmes narrativos se asemejan entre sí en sus principales figuras sintagmáticas, en sus ordenaciones de relaciones espaciales y temporales.

La narratividad fílmica se estabilizó por convención y repetición en innumerables películas, se introdujo en moldes más o menos fijos que, por supuesto, no son inmutables, pero que necesitarían unas condiciones muy específicas de evolución positiva para cambiar.

Por lo tanto, en el cine no existe este código rector que impone unas unidades mínimas. Al contrario, las películas ofrecen una superficie textual muy compleja, temporal y espacial al mismo tiempo, en la que intervienen códigos múltiples. Lo que es realmente necesario es aislar los principales códigos y subcódigos, y analizar después las unidades mínimas que corresponden a cada uno de ellos.

Lo que se denominó gran sintagmática es el intento de Metz de aislar las principales figuras sintagmáticas o las ordenaciones espaciotemporales del cine narrativo. Metz la propuso como respuesta a la pregunta ¿cómo se constituye un filme a sí mismo en cuanto discurso narrativo?

La gran sintagmática constituye una tipología de las diferentes maneras como el tiempo y el espacio se pueden ordenar mediante el montaje dentro de los segmentos de un filme narrativo. Con la ayuda de un método binario de conmutación (las pruebas de conmutación permiten descubrir si un cambio en el nivel de significante comporta un cambio en el nivel de significado), Metz generó un total de seis tipos de sintagma (en la versión publicada en Communications en 1966), posteriormente incrementados a ocho (en la versión incluida en Ensayos sobre la significación en el cine de 1968).

La gran sintagmática del cine narrativo puede cambiar, pero una sola persona no la puede cambiar por decisión propia.

Los ocho sintagmas del modelo de Metz son los siguientes:

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1)El plano autónomo (un sintagma compuesto por un solo plano), dividido a su vez en a) la secuencia en un solo plano y b) cuatro clases de insertos: el inserto no diegético (un solo plano que presenta objetos exteriores en el mundo ficticio de la acción); el inserto diegético desplazado (imágenes diegéticas reales, pero temporal o espacialmente fuera de contexto); el inserto subjetivo (recuerdos, temores), y el inserto explicativo (planos únicos que aclaran acontecimientos al espectador).

2)El sintagma paralelo: dos motivos alternantes sin una relación espacial o temporal clara.

3)El sintagma paréntesis: escenas breves que se ofrecen como ejemplos típicos de un cierto orden de realidad pero sin secuenciación temporal, organizadas con frecuencia en torno a un concepto.

4)El sintagma descriptivo: objetos mostrados sucesivamente que sugieren coexistencia espacial; utilizados por ejemplo para situar la acción.

5)El sintagma alternante: montaje narrativo paralelo que sugiere simultaneidad temporal, como una persecución en la que se alternan los planos del perseguidor y del perseguido.

6)La escena: continuidad espacio-temporal percibida sin distorsiones ni rupturas, en la que el significado (la diégesis implícita) es continuo como sucede en la escena teatral, mientras que el significante está fragmentado en diferentes planos.

7)La secuencia episódica: resumen simbólico de las diferentes etapas de un desarrollo cronológico implícito, que generalmente comporta una comprensión del tiempo.

8)La secuencia ordinaria: acción tratada elípticamente con el fin de eliminar los detalles irrelevantes, en los que los saltos en el tiempo y en el espacio se ven escondidos por el montaje en continuidad.

«El diálogo entre el teórico del cine y el semiólogo no puede establecerse más que desde un punto situado muy por encima de […] especificaciones idiomáticas o […] prescripciones conscientemente obligatorias. Lo que se necesita comprender es el hecho de que los filmes se comprendan. La analogía icónica no podría dar cuenta por sí sola de esta inteligibilidad de las co-ocurrencias en el discurso cinematográfico. Esta es la tarea de una gran sintagmática»

Christian Metz (2002). Ensayos sobre la significación en el cine (1964-1968) (vol. 1, pág. 166). Barcelona: Paidós.

4.2. La cuestión del realismo

Para Metz, una de las claves estéticas del cine era la impresión de realidad del filme. Desde los comienzos de la teoría cinematográfica, la cuestión del realismo cinematográfico ha sido objeto de reflexión permanente. Teóricos como Siegfried Kracauer o André Bazin hicieron del supuesto realismo intrínseco de la imagen cinematográfica la piedra de toque de una estética cinematográfica con vocación democrática e igualitaria.

Para estos teóricos, el medio mecánico de reproducción fotográfica aseguraba la objetividad esencial del cine. Aquí hay una idea opuesta a la de Arnheim. Para Arnheim, los defectos del cine (la carencia de una tercera dimensión, por ejemplo) eran la base sobre la que edificar la excelencia artística potencial del medio, pero lo que para Arnheim tenía que ser superado –la reproducción mecánica del cine de las apariencias fenoménicas– era para Bazin y Kracauer la clave absoluta del poder del cine.

El cine combina la mimesis de la fotografía estática con la reproducción del tiempo: «Así, la imagen de las cosas es la imagen de su duración, modificadas, momificadas, por decirlo de alguna manera». Para Bazin, la valorización del realismo tiene una dimensión ontológica: el realismo era la realización en el medio de lo que él había denominado mito del cine total. Este mito había inspirado a los inventores del medio, que según él habían imaginado en el cine una representación total y completa de la realidad, la posibilidad de la reconstrucción de una ilusión perfecta del mundo exterior. Por eso, el cine mudo en blanco y negro dio paso al cine sonoro y en color, en una progresión tecnológica inexorable hacia un realismo cada vez más convincente.

Bazin distinguió entre los cineastas que ponían su fe en la imagen y los que la ponían en la realidad. Los cineastas de la imagen, especialmente los expresionistas alemanes y los cineastas soviéticos desarrolladores del montaje, diseccionaban la integridad del continuo espacio-temporal del mundo, al seccionarlo en fragmentos. Por su parte, los directores realistas empleaban la duración del plano secuencia en conjunción con una puesta en escena en profundidad para crear la sensación de planos múltiples de una realidad en relieve.

Kracauer es considerado otro teórico del realismo gracias a su fundamental obra Teoría del cine, publicada originalmente en 1960, que tenía que asentar las bases de su estética materialista. Kracauer hablaba del medio cinematográfico a partir de su preferencia por la naturaleza en estado puro y su vocación natural por el realismo. Para Kracauer, el cine está dotado de la capacidad de registrar lo que él denominaba de manera indistinta realidad material, realidad visible, naturaleza física o simplemente naturaleza.

«Para Kracauer, el cine escenifica la cita con lo contingente, con el flujo impredecible y abierto de la experiencia cotidiana. No en vano Kracauer cita al otro gran teórico del realismo democrático, Erich Auerbach, quien habla de la novela moderna y su registro del “momento azaroso, independiente hasta cierto punto de los órdenes controvertidos e inestables a cuyo alrededor luchan y se desesperan los hombres; un momento que permanece intacto, como la vida diaria”. Quizá como rechazo visceral de las certezas autoritarias y las jerarquías monumentalistas de la estética fascista, Kracauer pone el énfasis, como Auerbach, en esa “ocupación ordinaria del vivir”. La vocación del cineasta, desde este punto de vista, sería iniciar al espectador en el conocimiento apasionado de la existencia cotidiana y en el amor crítico por esta.»

Robert Stam (2001). Teorías del cine (pág. 102). Barcelona: Paidós.

En suma, el realismo está generado por una serie de estrategias destinadas a negociar el pacto que se establece entre el texto y el referente, lo que minimiza la resistencia o la duda ante las promesas de transparencia o autenticidad del texto.

4.3. Las objeciones a la gran sintagmática

El teórico francés Jean Mitry, en La semiología en tela de juicio (1990), apunta varias objeciones a la gran sintagmática de Metz, sin negar por ello el valor del trabajo. Para Mitry, la organización relacional de los planes no está sometida a ninguna regla comparable a las que rigen las relaciones de la palabra. Es más bien similar a la articulación de las frases, cuyo orden surge de la lógica del relato; además, el plano, que es el menor segmento cinematográfico, corresponde a varias frases.

Otro problema derivado de la gran sintagmática es que un mismo tipo de sintagma puede obtener resultados o interpretaciones diferentes, dictadas por razones lógicas, psicológicas o de otra naturaleza

Para Mitry, el término montaje sería inadecuado para definir el carácter de las estructuras significantes. La estructura no es solo consecuencia del ajuste entre plano y plano, sino más bien del lugar o momento preciso en el que se hace el corte para que la unión de planos tenga sentido. Mitry propone hablar de corte significante en vez de usar el concepto de montaje.

El lenguaje cinematográfico no se puede teorizar porque el ordenamiento sintagmático no está controlado por reglas, sino por la lógica del relato. La inteligibilidad de los tipos sintagmáticos está en función de la verosimilitud de los hechos ante una lógica propia del género escogido.

Las imágenes solo se convierten en signos por inducción. No contienen nunca nada más de los que muestran y solo significan en relación con un contexto que las implica.

El problema de las aproximaciones lingüísticas al hecho fílmico es que implica, ciertamente, moverse en unas categorías de pensamiento que limitan enormemente el potencial estético y narrativo de la imagen en movimiento. Si cada relato cinematográfico impone su propia lógica regida por las imágenes con relación a lo que hay en ellas y lo que las contextualiza, parece claro que la clave de la narratividad no está solo en la sucesión más o menos reglada de unas unidades discretas.

4.4. Aportaciones de la narratología al cine

Hechas estas observaciones pertinentes y una vez ha quedado claro que las prácticas significantes del cine se encuentran no solo en los acontecimientos que reflejan sus imágenes, sino en una multiplicidad de signos representacionales y signos no representacionales imbricados en la red que constituye la mise en scène, la puesta en forma o la puesta en imágenes, podemos abordar de nuevo la narratología desde la perspectiva de sus aportaciones al cine.

Conviene dejar claro que lo que hemos denominado filmolingüística, representada por ejemplo en la gran sintagmática de Metz, mantiene conexiones muy evidentes con los conceptos tradicionales de la narratología general. No es difícil encontrar conexiones entre los sintagmas tal como los formula Metz y los movimientos que regulan el ritmo narrativo según el análisis narratológico. Por ejemplo, la secuencia episódica implica el uso del sumario, mientras que un sintagma paréntesis puede implicar lo que la narratología denomina una digresión reflexiva.

El análisis narratológico del cine ha prestado atención a los conceptos desarrollados por la narratología general. Así, la diferencia entre «trama» e «historia» ha sido un territorio fértil para analizar la construcción del relato cinematográfico y su puesta en contacto con el concepto de estilo.

«Los formalistas mantenían dos concepciones diferentes del syuzhet. Algunos autores defendían que el syuzhet estaba íntegramente relacionado con la fábula, al nivel de las acciones de la historia, mientras que la otra aproximación mantenía que el syuzhet era en gran medida responsable de, y controlado por el estilo, las características estilísticas exclusivas del medio.»

Robert Stam; Robert Burgoyne; Sandy Flittterman-Lewis (1999). Nuevos conceptos de la teoría del cine. Barcelona: Paidós.

Por su parte, el análisis estructural del relato ha ofrecido también perspectivas interesantes a algunos teóricos del cine, que han visto en los métodos de Lévi-Strauss o Greimas la posibilidad de analizar corpus textuales a partir de sus estructuras profundas. Son un ejemplo los análisis de los géneros cinematográficos como traslaciones de formas míticas.

Otros métodos, como el análisis textual, se revelan especialmente adecuados para el texto cinematográfico. Para llevarlos a cabo, habrá que tener en cuenta que la clave del análisis textual no está en lo que pasa, sino en lo que se ve. El análisis textual de un filme se tendrá que hacer atendiendo a la trama, pero también, y fundamentalmente, a la mise en scène.

El problema narratológico que se ha trasladado al ámbito cinematográfico con mayor fortuna ha sido el problema del punto de vista. La subjetividad inherente al medio cinematográfico –subjetividad del autor, narrador, personaje y lector– pone en primer término la cuestión teórica del punto de vista y de la focalización.

5. La narración cinematográfica

Ya sabemos que no hay relato sin instancia relatora; también sabemos que el cine y, por extensión, los medios audiovisuales tienen un funcionamiento específico en cuanto a la disposición narrativa, puesto que pueden mostrar las acciones sin necesidad de decirlas; o todavía mejor, dicen las cosas por el simple hecho de mostrarlas. Por lo tanto, el espectador de los medios audiovisuales podría tener la sensación de que en un filme los acontecimientos se explican por sí mismos, sin la mediación de una instancia relatora. Las lecturas apresuradas de ciertas aportaciones teóricas podrían incluso llegar a favorecer esta sensación. Falsa, por supuesto.

5.1. ¿Dónde está la instancia relatora en el cine?

Jost (1995) ha recogido las soluciones metodológicas que la narratología fílmica ha propuesto para analizar la comunicación narrativa que se produce en el relato cinematográfico.

La solución ascendente

La primera es la solución ascendente, que consiste en tomar como punto de partida del análisis lo que se muestra finalmente al espectador. Esta aproximación metodológica debe tener en cuenta los modos concretos en los que la presencia de un gran imaginador, o un meganarrador, puede evidenciarse de manera más o menos visible como responsable de la enunciación fílmica.

En el cine, como en cualquier otro medio narrativo, siempre hay una instancia que enuncia, cuya presencia es más o menos evidente en el texto.

Para Jost, hay casos en los que la subjetividad de la imagen evidencia la presencia de un enunciador, casos en los que se pueden rastrear en el cine estrategias equivalentes a los deícticos que se usan en el lenguaje verbal para subrayar la presencia de una instancia enunciadora (los adverbios aquí y ahora, el pronombre yo, el tiempo presente).

Estas estrategias específicamente cinematográficas son las siguientes:

El subrayado del primer plano, por proximidad o por articulación fondo-figura (por ejemplo, usando el contraste entre enfoque y desenfoque).

El descenso del punto de vista por debajo del nivel de los ojos (por ejemplo, en los planos contrapicados).

La representación de una parte del cuerpo en plano cercano.

La presencia de la sombra de un personaje.

La materialización de la imagen en un visor o cualquier objeto que remita a la mirada.

El temblor o movimiento entrecortado que sugiere la existencia de un aparato que filma.

La mirada a cámara.

La percepción de las marcas de enunciación varía en función del contexto audiovisual que lo acoge y de la sensibilidad del espectador. Históricamente, el cine ha ido educando la mirada del espectador con el fin de ocultar las marcas de enunciación, en una aspiración continua para naturalizar lo artificial o, dicho de otro modo, para conseguir que la historia se explicara por sí misma. Por lo tanto, la educación del espectador en el consumo de los medios audiovisuales es un aspecto que hay que tener en cuenta en estos análisis, como también otras condiciones del espectador: la edad, el origen social y, por encima de todo, el periodo histórico en el que vive.

Un ejemplo evidente es la mirada a cámara, que era un procedimiento generalizado en los inicios del cine y que después fue proscrito de la representación cinematográfica. En los inicios, una película reproducía las condiciones de los espectáculos ya conocidos, como el music hall o las variedades, y presuponía la existencia de un artista en escena frente a un público. Más tarde, el cine desarrolló historias lineales que implicaban la creación de un universo diegético autónomo a las condiciones de recepción, de forma que la mirada a cámara fue desapareciendo. Otro aspecto que se debe tener en cuenta en este tipo de análisis es la transemiotización, es decir, la manera como un relato verbal se muestra en el seno de un discurso construido mediante imágenes.

Aun así, y a diferencia de las marcas de la lengua, estos signos no ejercen siempre un mismo efecto en el espectador que pueda ser previsto con antelación, puesto que dependen en enorme medida del tipo de discurso en el que se utilizan.

Imaginemos un filme en el que un personaje narra por medio de una grabación magnetofónica un testimonio, mientras las imágenes nos muestran algo con mayor o menor relación con lo narrado. En un caso como este, se presupone la existencia de una entidad enunciadora y podrían darse dos situaciones que evidenciarían el mecanismo de enunciación:

1)La evidencia de divergencias entre lo que se supone que ha visto el personaje y lo que vemos.

2)La evidencia de divergencias entre lo que relata el personaje y lo que vemos.

La solución descendente

La segunda forma de análisis es la solución descendente, que sitúa las instancias narrativas fílmicas a priori como punto de partida para entender el orden en sí mismo de las cosas y prescinde de la impresión del espectador.

En esta solución, hay que tener en cuenta principalmente los recursos de subnarración o narración delegada que se evidencian en el texto fílmico. Los subnarradores son los vehículos que el narrador en primer orden coloca en el interior del texto para desplegar la narración en toda su complejidad. En estas circunstancias, de nuevo adquiere una importancia notable el tema del punto de vista.

Una cuestión fundamental en el análisis de la disposición de estas subnarraciones es la existencia de las diferentes materias de la expresión utilizadas para modularlas. Tal como explica Jost, André Gardies (1987) divide en tres subgrupos las responsabilidades narrativas de este director de orquesta que sería el enunciador fílmico, quien modularía la voz de tres subenunciadores, cada uno de ellos responsable respectivamente de lo icónico, lo verbal y lo musical.

Para Jost, en la medida en que el proceso fílmico implica una cierta forma de articulación de varias operaciones de significación (la puesta en escena, el encuadre, el montaje), también es posible forjar un sistema del relato que tenga en cuenta lo que se ha denominado el proceso de discursivización fílmica.

La idea del proceso de discursivización fílmica se basa en la distinción de las dos capas superpuestas de narratividad que se ha denominado mostrar (showing) y narrar (telling), y en la consideración que cada una de ellas se apoya en una serie de articulaciones, procedimientos técnicos y momentos concretos de producción.

La mostración se articula fotograma a fotograma y se realiza en el momento del rodaje. La narración se articula plano a plano y se realiza en el montaje. La primera implica un mostrador, que es la instancia responsable en el momento del rodaje del acabado de una multitud de microrrelatos que son los planos. La segunda implica un narrador, que sería quien dispondría estos microrrelatos y los ordenaría en un recorrido de lectura determinado. La combinación de las dos, mostración y narración, conformaría el relato fílmico.

Otras aproximaciones

Roger Odin (1988) ha propuesto una aproximación semiopragmática, una formulación teórica en la que las reacciones del espectador son tomadas en consideración antes de cualquier otra cosa. Para Odin, el consumidor de un relato de ficción, que él denomina actante lector, es instado a llevar a cabo siete operaciones:

la figurativización: reconocimiento de signos analógicos en el texto;

la diegetización: construcción de un mundo;

la narrativización: producción de un relato;

la mostración: designación como real del mundo mostrado;

la creencia: corolario de la mostración;

el escalonamiento: homogeneización de la narración gracias a la colusión de las diversas instancias;

la fictivización: reconocimiento del estado ficcionalizante del enunciador.

Por otro lado, Francesco Casetti ha recuperado de la teoría de Greimas el concepto de desembrague, que es la operación por la que la instancia de la enunciación proyecta las categorías de tiempos, espacio y sujeto fuera de sí misma. Siguiendo este esquema, Casetti identifica la instancia enunciadora como yo, el enunciatario como tú y el propio enunciado como él.

Las posibles relaciones entre estas instancias dan como resultado cuatro configuraciones discursivas:

1)Configuración objetiva: formada por los planos que presentan una comprensión inmediata de los hechos, sin poner en evidencia ni al enunciador ni al enunciatario. El él predomina sobre el yo y sobre el tú.

2)Configuración del mensaje: cuando el personaje actúa como si fuera el que ofrece y da a ver la película e interpela a aquel a quien va dirigida la película, al enunciatario-espectador, por ejemplo, con una mirada a cámara. El yo se introduce en el él para interpelar al tú.

3)Configuración subjetiva: cuando se hace coincidir la actividad observadora del personaje con la del espectador. Es el caso del conocido plano subjetivo. El él se funde con el tú y comparte lo que ha mostrado el yo.

4)Configuración objetiva irreal: cuando la cámara manifiesta ostensiblemente su omnipotencia. El yo se afirma como tal y reafirma ante el tú el poder que tiene sobre el él.

5.2. Focalización y punto de vista en el relato cinematográfico

En el modelo de Casetti, adquiere una gran importancia la articulación del punto de vista o de la focalización cinematográfica, puesto que demuestra que cualquier postura enunciativa equivale a imponer una mirada a la narración.

En narratología, el concepto de focalización hace referencia al hecho de quien ve en el relato. El concepto nace aplicado a la literatura, donde este ver solo se puede entender de una manera metafórica, puesto que no hay nadie que pueda ver, ya que estamos tratando con seres de papel. Aun así, en el cine el ver se constituye en la actividad esencial, puesto que el relato cinematográfico es, por encima de todo, visto. Así, la focalización es un concepto esencial a la hora de abordar la narración en el cine. No obstante, conviene recordar que la existencia en el cine de varios canales simultáneos de información y varias sustancias expresivas hace posible variaciones notorias de las formas de focalización.

La focalización es, en definitiva, la manera como se hace perceptible un texto narrativo. El lector o espectador percibe su contenido mediante otra instancia que percibiendo hace perceptible. Como ya explicamos, el concepto tiene que ser planteado en sus relaciones con el de punto de vista, tanto en sus diferencias como en sus puntos de contacto.

Por punto de vista, entendemos tanto la percepción de objetos materiales y visibles –y aquí entran tanto la percepción objetiva como la subjetiva–, como la mirada racional o moral que se impone sobre ellos.

La focalización sugiere sobre todo un enfoque cognitivo, es decir, intenta explicar la manera como el focalizador comprende lo que ve y el modo como el espectador comprende a su vez lo que el focalizador comprende.

Para describir la diferencia entre el punto de vista cognitivo y el puramente visual, Jost ha planteado la diferencia entre focalización y ocularización, en la que el segundo concepto hace referencia a la relación entre lo que la cámara muestra y el personaje supuestamente ve. Jost plantea la existencia de dos formas de ocularización:

1)Ocularización interna, cuando un plano está anclado en la mirada de una instancia interna a la diégesis, es decir, cuando la mirada corresponde a un personaje. Esta ocularización interna puede ser primaria, cuando se establece la sugestión de una mirada o se muestra una huella que permite que el espectador establezca un vínculo directo entre lo que ve y el instrumento de filmación, mediante la construcción de una analogía elaborada por su propia percepción, como en el caso del llamado plano subjetivo. Y puede ser secundaria, cuando la subjetividad de la imagen está construida por los raccords (la continuidad) del montaje, como en el caso del plano-contraplano.

2)Ocularización cero, cuando el plano no remite a la mirada de un personaje concreto, sino a la de un gran imaginador cuya presencia puede ser evidenciada o no. La cámara puede estar al margen de todos los personajes, puede subrayar la autonomía del narrador en relación con los personajes de la diégesis o puede remitir a una elección estilística más allá de su función narrativa.

Jost plantea ampliar el esquema al registro de lo audible, puesto que el cine comunica y produce significado por medio de la imagen y del sonido. Por simetría con el concepto de ocularización, Jost habla de auricularización para referirse a la relación del sonido con lo oído en el relato cinematográfico.

El estudio de la auricularización debe tener en cuenta la localización de los sonidos, la individualización de la escucha o la inteligibilidad de los diálogos y se puede articular en categorías simétricas a las de la ocularización.

1)Auricularización interna, que puede ser primaria, cuando ciertas deformaciones construyen una escucha particular –por ejemplo, en el caso de un personaje que escucha bajo el agua–; o secundaria, cuando la restricción de lo oído a lo escuchado está construida por el montaje o la representación visual.

2)Auricularización cero, cuando el sonido no está retransmitido por ninguna instancia diegética.

El estudio de la ocularización y la auricularización nos llevará a determinar las circunstancias concretas de las focalizaciones construidas en el relato.

5.3. Espacio y tiempo en el relato audiovisual

El espacio

Los espacios del relato producen sentidos denotados, pero sobre todo connotados, a partir de su relación con el narrador o el personaje que ve y así hacen ver un narratario y el espectador. La relación entre espacio y narrador y personajes del mundo de la narración, y entre estos y el narratario, viene determinada por dos elementos: la posición espacial y la movilidad espacial.

La posición espacial hace referencia al lugar que ocupa el espectador respecto del que ocupa el narrador. En la narración heterodiegética, espectador y narrador adoptan el mismo espacio, que se vuelve consecuencia de la orientación de la cámara. Por otro lado, en la narración homodiegética, un mismo personaje desarrolla una doble función del yo narrante y el yo narrado; así, el plano espacial está determinado por la posición del personaje-narrador o del personajeactor.

El concepto de movilidad espacial obviamente hace referencia a la posibilidad de desarrollar diferentes puntos de vista y de alternarlos a voluntad del gran imaginador o del narrador. En la narración heterodiegética, cuando el narrador no ocupa un lugar en la diégesis, se produce una movilidad ilimitada. El narrador, detrás de la cámara, tiene el don de la ubicuidad y puede relatar lo que pasa en cualquier espacio, por más variado y distante que sea. En la narración homodiegética, la movilidad se limita a la que puede desarrollar el personaje-narrador.

Definición de los espacios de la representación

En el cine, el espacio se define por medio de tres estrategias:

1)En primer lugar, el cine representa el espacio mediante el registro de la imagen.

2)En segundo lugar, el cine hace sensible el espacio mediante los movimientos de cámara.

3)En tercer lugar, el cine construye el espacio mediante la fragmentación, la yuxtaposición y la sucesión, que son las características de su discurso.

Estas estrategias, y en particular las dos últimas, implican que el discurso del cine se basa en el establecimiento de un diálogo entre dos espacios, uno representado y el otro no mostrado, a pesar de que a veces es sugerido.

Pero el diálogo empieza antes, en el mismo momento de la producción, cuando el espacio profílmico (todo lo que se encuentra ante la cámara e impresiona la película), que queda delimitado por el encuadre, se relaciona por exclusión con el espacio del rodaje (el espacio que ocupa lo que filma). Esta articulación de espacios es simétrica respecto de los espacios del consumo audiovisual, que son la superficie de la pantalla en cuanto espacio significante y el espacio real que lo rodea, ya sea una sala de cine, ya sea el espacio alrededor del monitor de vídeo o televisor.

El cine es un arte narrativo en el que el espacio no representado, no mostrado, tiene tanta importancia como el espacio de la representación.

Encuadrar es admitir en el campo y descartar en el fuera de campo; no es extraño pues que el espacio fuera de campo tenga una importancia enorme en la narración cinematográfica, aunque sea por exclusión.

«Puede ser útil, para comprender la naturaleza del espacio en el cine, considerar que se compone de hecho de dos espacios: el que está comprendido en el campo y el que está fuera de campo. Para las necesidades de esta discusión, la definición del espacio del campo es extremadamente simple: está constituido por todo lo que el ojo divisa en la pantalla. El espacio fuera-de-campo es, a nivel de este análisis, de naturaleza más compleja. Se divide en seis segmentos: los confines inmediatos de los cuatro primeros segmentos están determinados por los cuatro bordes del encuadre: son las proyecciones imaginarias en el espacio ambiente de las cuatro caras de una pirámide (aunque esto sea evidentemente una simplificación). El quinto elemento no puede ser definido con la misma (falsa) precisión geométrica, y sin embargo nadie pondrá en duda la existencia de un espacio fuera-de-campo detrás de la cámara, distinto de los segmentos de espacio alrededor del encuadre, incluso si los personajes lo alcanzan generalmente pasando justo por la derecha o la izquierda de la cámara. Por fin, el sexto segmento comprende todo lo que se encuentra detrás del decorado (o detrás de un elemento del decorado): se llega a él saliendo por una puerta, doblando una esquina, escondiéndose detrás de una columna…o detrás de otro personaje. En el límite extremo, este segmento de espacio se encuentra más allá del horizonte.»

Noël Burch (1985). Praxis del cine. Madrid: Fundamentos.

La articulación de espacios en la narración cinematográfica está estrechamente ligada a la articulación de tiempo debido al carácter secuencial del medio. La función de todo espacio ausente es convertirse, con el tiempo, en presente. El campo y el fuera-de-campo se actualizan mediante una dinámica temporal; una secuencia de un filme es el producto de una rearticulación constante del campo y del fuera de campo. El aquí y ahora del plano en curso no es sino el allí del plano anterior, mientras que el allí del plano en curso se convertirá pronto en un aquí y ahora. Por lo tanto, las articulaciones del aquí y allí dependen estrechamente de un ahora-después. Evidentemente, esto no excluye que el montaje pueda crear un entretanto sin necesidad de hacer explícito un marcador verbal, es decir, sin necesidad de recurrir a la palabra en forma de letrero o de voz en off.

En la relación de la cámara cinematográfica con el espacio y en sus consecuencias narrativas, la movilización es de una importancia capital. En la movilización, hay que distinguir el desplazamiento de la cámara entre los planos y el movimiento mismo de la cámara en el interior del plano.

Tanto la movilización del punto de vista como la secuencialidad de la imagen tienen su base en el tiempo. Con la famosa ubicuidad de la cámara, fundamento de la forma de narración institucionalizada en el cine clásico, fluye una forma de diversidad espacial que plantea al espectador la relación que se debe establecer entre dos espacios y dos tiempos mostrados mediante dos planos que se siguen el uno al otro.

Análisis de la ubicuidad de la cámara

André Gaudreault propone un ejemplo del análisis de la ubicuidad de la cámara en la obra de uno de los creadores que fundaron esta estrategia y la llevaron a las más perfectas consecuencias: Griffith.

«Tomemos como ejemplo una secuencia de salvamento en el último minuto […] la de Salvada por el telégrafo (The Lonedale Operator, 1911). El filme narra la historia de una joven que, habiendo sustituido a su padre de improviso en su cargo de telegrafista de una pequeña y aislada estación, sufre el ataque de dos malhechores que quieren apoderarse de los valores que ella guarda en su despacho. Como en la mayor parte de las películas del género, Griffith enfrenta a los tres actantes que mantienen varios tipos de relaciones espaciales entre ellos. El primero, el actanteamenazado, es la clave del drama. Aquí es la joven telegrafista la que desempeña ese papel. Su integridad se ve amenazada por un segundo actante al que llamaremos, por estas mismas razones, el actante-amenazador. Lo representan los dos atacantes. Un tercer actante, el actante-salvador, está constituido por personajes llamados al rescate del actante-amenazado, entiéndase el amigo del alma de la telegrafista y su compañero.

»En una situación de salvamento en el último minuto, a menudo el actante-amenazado no puede, al menos durante un tiempo, ejecutar su amenaza, por razones de orden estrictamente espacial. […] El programa narrativo del actante-amenazador no es otro que el de llegar a ocupar el mismo espacio que el actante-amenazado, condición sine qua non para la ejecución de su amenaza.

»El acceso a ese espacio ocupado por el actante-amenazado constituye también, de un modo absolutamente simétrico, el programa narrativo del tercer actante […]. El desafío es de envergadura puesto que, si no franquea la distancia en el tiempo requerido, su misión habrá fracasado…De modo que hay que reconocer que un filme como Salvada por el telégrafo es, en toda lógica, un drama espacial tanto como temporal.»

André Gaudreault; François Jost (1995). El relato cinematográfico. Barcelona: Paidós.

Para analizar la articulación de significados espaciales que se produce en el discurso cinematográfico, es útil recurrir al concepto de raccord como figura expresiva de la relación entre dos espacios mostrados.

El más simple de los raccords es aquel que articula dos segmentos espaciales encabalgando parcialmente un plano sobre otro. Este raccord es una figura de lo que Gaudreault denomina identidad espacial. Su caso más evidente es lo que en inglés se denomina cut-in, un raccord en el que en el paso de un plano a otro se repite una porción del segmento espacial ya mostrado. Por ejemplo, es el caso del paso de un primer plano a un plano medio del mismo espacio o al revés; la panorámica o el travelling pertenecen también a esta categoría.

Otros raccords constituyen una relación de alteridad espacial, que se puede concretar en relaciones de contigüidad o de disyunción. Un raccord establece una relación de contigüidad entre dos segmentos espaciales, por ejemplo en la figura de montaje del campo-contracampo, en la que el ligero desplazamiento de la mirada de un personaje designa un espacio adyacente que a continuación se muestra.

Por otra parte, la disyunción se manifiesta cuando la cámara muestra sucesivamente dos espacios y supera un obstáculo físico, que puede ser la distancia. Aquí el montaje aproxima espacios que no son contiguos. En la diégesis, estos espacios se tendrán que ver como alejados pero a la vez cercanos o, más bien, comunicantes. Para inferir esta proximidad tendrían que ser suficientes los datos que la propia construcción de la diégesis pone a disposición del espectador.

El tiempo

El raccord implica una dinámica temporal; de hecho, es una articulación del espacio-tiempo. De una manera general y siguiendo a Noël Burch (1985, pág. 14), se pueden distinguir cinco tipos de relaciones posibles entre el tiempo de un plano A y el de otro plano B.

1)Los dos planos pueden ser rigurosamente continuos. Es el caso del paso de un personaje que habla a un personaje que escucha, mientras la palabra prosigue ininterrumpidamente; es lo que se produce en el campo-contracampo. En esta categoría, se incluye también el llamado raccord directo –a pesar de que esta sea una figura de articulación del espacio–, por ejemplo, en el caso de una acción que empieza en el plano A y que acaba o continúa en el plano B.

2)Puede haber hiato entre las continuidades temporales que constituyen los dos planos. Es lo que se ha denominado elipsis, que consiste en la supresión de una parte de la acción con el fin de podarla de elementos superfluos. La presencia y la amplitud de la elipsis se tienen que señalar de manera más o menos explícita por la ruptura de una continuidad virtual, sea visual o sonora.

3)Un tercer tipo de raccord en el tiempo es lo que Burch denomina elipsis indefinida, que consiste en un avance temporal, que correspondería con el concepto de prolepsis estudiado en el módulo dedicado a la teoría de la narración en general. Para medir el salto temporal que implica una elipsis indefinida, el espectador necesitará algún tipo de guía más o menos explícita contenida en la imagen o en el discurso verbal que se le asocia.

4)Puede existir también un retroceso. Imaginemos que un plano A muestra un personaje que se acerca a una puerta, la abre y traspasa el umbral; a continuación, se muestra un plano B en el que se ve el momento en el que se abre la puerta, repitiendo la acción de una manera deliberadamente artificial. Este pequeño retroceso supone una violencia demasiado explícita sobre el tiempo de la narración como para ser utilizado con profusión. Por lo tanto, su rastro se puede encontrar más en el terreno de la vanguardia que no en el del cine institucionalizado.

5)Más habitual es lo que Burch denomina retroceso indefinido, que aparece casi siempre en forma de flashback.

Estas relaciones, y muy especialmente las de mayor amplitud, tienen una importancia capital en el estudio de la relación entre el tiempo de la historia y el tiempo del relato en el medio cinematográfico.

Las configuraciones temporales estudiadas en el apartado dedicado al tiempo hacían referencia a la relación entre el tiempo de la historia y el tiempo del relato. Hay algunas que son ampliamente utilizadas en el territorio audiovisual.

Hay casos en los que los sucesivos flashbacks van construyendo la narración como si fuera un rompecabezas mediante la inclusión calculada de determinados acontecimientos pasados en una historia que transcurre en presente.

El uso de flashbacks sucesivos

Es el conocido caso de Ciudadano Kane, en el que el relato está configurado a partir de la inclusión a la diégesis del testimonio de varios personajes que había conocido Kane y que evocan, relatando verbalmente ciertos episodios de su vida, episodios que son visualizados; después de cada una de estas analepsis, la narración vuelve al presente.

Un largo flashback hasta el presente

En Sunset Boulevard (El crepúsculo de los dioses), vemos en un largo flashback los acontecimientos que llevaron al protagonista hacia la muerte: en el filme de Wilder se da la paradoja de que el narrador está muerto. Otro ejemplo igualmente paradójico es el de Sospechosos habituales (The Usual Suspects), en el que el personaje narrador explica mediante flashbacks los acontecimientos que llevaron a la muerte al personaje protagonista, que en este caso funciona como personaje focalizador; aquí, la paradoja es que al final se revela que lo que explica el protagonista es una mentira improvisada sobre la marcha.

En general, las analepsis tienen la función de completar una carencia u omisión de importancia en la historia, a pesar de que también pueden cumplir la función de suspender la historia para retrasar el conocimiento de ciertos acontecimientos.

Por su parte, la prolepsis o flashforward es un fenómeno mucho menos frecuente en el cine, a pesar de que no está en absoluto descartado.

En general, casi todo lo que hemos dicho en el apartado dedicado al tiempo es válido para el cine; es el caso del orden, la duración o velocidad y la frecuencia.

El flashback, que es la analepsis, por ejemplo, adopta en cine una combinación de un retorno atrás del nivel verbal con una representación visual de los acontecimientos que nos explica el narrador.

5.4. Narrador, ¿autor?

En el campo teórico de la comunicación narrativa en el medio cinematográfico, tenemos que recordar la relación virtual entre autor y lector como derivación de la relación textual entre narrador y narratario, con la excepción de que, si en el texto literario existe la certeza de un autor real, un ser de carne y hueso más allá del ser de papel que se manifiesta en el texto con mayor o menor grado de estrategias de enunciación, en el cine la localización de la figura del autor es problemática, al ser la película fruto de un cúmulo de procesos técnicos de gran complejidad.

La cuestión del autor real y su traducción en el cuerpo textual del filme ha sido crucial en buena parte de los estudios cinematográficos.

El novelista y cineasta Alexandre Astruc abonó el terreno de la reflexión teórica en el entorno del autor cinematográfico con su ensayo de 1948 «Nacimiento de una nueva vanguardia: la Cámera-stylo», en el que sostenía que el cine se estaba convirtiendo en un medio de expresión de una validez análoga a la pintura o a la novela. Astruc privilegiaba por encima de cualquiera otro aspecto el acto de dirigir películas: el director no podía ser considerado como un mero servidor de un texto preexistente (por ejemplo, de una novela o una obra de teatro adaptada), sino un artista creativo por derecho propio.

«La puesta en escena ya no es un medio de ilustrar o presentar una escena, sino una auténtica escritura. El autor escribe con su cámara de la misma manera que el escritor escribe con una estilográfica. ¿Cómo es posible que en este arte donde una cinta visual y sonora se despliega desarrollando con ella una cierta anécdota (o ninguna, eso carece de importancia), se siga estableciendo una diferencia entre la persona que ha concebido esa obra y la que la ha escrito? ¿Cabe imaginar una novela de Faulkner escrita por otra persona que Faulkner? ¿Y Ciudadano Kane tendría algún sentido en otra forma que la que le dio Orson Welles?»

Alexandre Astruc (1993). «Nacimiento de una nueva una nueva vanguardia: la Cámera-stylo». En: Joaquín Romaguera (ed.). Textos y manifiestos del cine. Madrid: Cátedra.

Lo que se ha denominado históricamente teoría del autor ha ejercido un papel fundamental en el avance de los estudios sobre cine, a pesar de que después se haya visto casi marginada debido a la vulgarización de su lectura por parte de un cierto sector de la crítica.

La articulación de una idea validada por la teoría del que tenía que ser el autor cinematográfico se encuentra de manera definitiva en el manifiesto-ensayo «Una cierta tendencia del cine francés» publicado por François Truffaut en la revista Cahiers du Cinéma, en el que Truffaut se oponía al modelo tradicional de cine francés prestigiado entonces por la crítica al valorar positivamente, al contrario, un cierto tipo de cine norteamericano que sin dejar de ser popular era al mismo tiempo radical e inconformista, el cine cultivado por directores como Nicholas Ray y Orson Welles. Para Truffaut, un cine realmente vivo debía tener forzosamente la impronta de la persona que lo hiciera y no por la presencia de un contenido autobiográfico explícito, sino por medio del estilo, que tenía que impregnar el filme con la personalidad del autor.

Los críticos nacidos bajo la influencia de aquellos textos fundacionales del Cahiers du Cinéma –el de Truffaut solo fue uno de los primeros en asentar las bases de la teoría del autor, pero al debate se sumaron Eric Rohmer, Claude Chabrol y André Bazin– empezaron a distinguir dos tipos de cineastas: los metteurs en scène (concepto que otras escuelas críticas, como por ejemplo la española, tradujeron como artesanos), es decir, aquellos que sometían su trabajo a la ilustración técnicamente impecable de las convenciones dominantes en el cine, y los auteurs, es decir, aquellos que usaban la puesta en escena en el seno de un entorno industrial para hacer explícita su expresión personal.

El crítico Andrew Sarris introdujo la teoría del autor en los Estados Unidos al observar la relación entre la manera como un filme se presentaba y progresaba y la manera como un director pensaba y sentía. Para Sarris, el estilo de un autor establecía la coherencia entre qué se dice en una película y cómo se dice, es decir, entre la expresión y el contenido.

Por lo tanto, un autor era aquel cineasta que pudiera reflejar la aventura de una puesta en escena (mise en scène) particular y meditada, incluso en el marco restrictivo de una industria como la de Hollywood.

Sarris propuso tres criterios para reconocer a un autor: la competencia técnica, una personalidad identificable y un significado interno surgido de la tensión entre la personalidad y el material.

Lejos de generar un consenso en la teoría norteamericana, esta lectura del concepto de autor ocasionó nuevas polémicas. La prestigiosa crítica de cine Pauline Kael entró en una discusión abierta con Sarris al apuntar que las condiciones que Sarris señalaba estaban lejos de ser relevantes. Kael afirmó, por ejemplo, que la competencia técnica no era un criterio válido, dado que los cineastas realmente excelentes mostraban algo que iba mucho más allá de una competencia técnica. Por otro lado, un concepto tan vago como el de personalidad identificable favorecía a directores repetitivos cuyos estilos podían ser identificables pero que no intentaban nada nuevo en ninguno de sus trabajos; finalmente, el significado interno era también un concepto vacío, puesto que se podía aplicar a directores mediocres que «van encajando como pueden el estilo en las rendijas de la trama».

El debate sobre la existencia del autor cinematográfico no nos tiene que alejar del hecho cierto de que un director de cine forma parte de un entramado de personalidades que dan forma definitiva a un proceso técnico de gran complejidad como es el acabado de una película.

«Es con la figura del director cinematográfico que la concepción del autor tradicional sufre mayores y más radicales transformaciones. En el cine, al autor deja de ser el prototípico sujeto aislado, capaz de efectuar por sí solo un acto de creación individual que reafirma su personalidad, y se convierte en una situación estructural en el interior de un sistema creativo. El autor se despersonaliza a favor de una posición de poder creativo ligada a la técnica. La industria cinematográfica pone en marcha una serie de dispositivos técnicos y humanos que se convierten en una maquinaria capaz de gestionar todos aquellos elementos que han sido característicos del Arte (y de las distintas artes) hasta ese momento. Y en el centro de este entramado existe una posición susceptible de ser ocupada por un único individuo o un conjunto de ellos, posición desde la que es posible gestionar todos los dispositivos que se han puesto al alcance de esa plataforma y que de hecho son los que con sus diversas características configuran las cualidades de esa posición, a la vez gestora y creativa.»

Josep Maria Català (2001). La puesta en imágenes. Conceptos de dirección cinematográfica (pág. 43). Barcelona: Paidós.

La consolidación de los análisis de orientación estructuralista aplicados al cine tenía que alejar al autor de su lugar central en la configuración del texto. Y con las aproximaciones llamadas postestructuralistas, el papel del autor se tenía que ver sometido a un debate todavía más encendido. La aplicación del pensamiento postestructuralista al objeto de estudio cine se propuso dejar bien claro que una teoría monolítica del autor no podía rendir cuentas de la totalidad de las prácticas diferentes que configuraban el cine.

«Como consecuencia del ataque postestructuralista lanzado sobre el sujeto originario, el autor de cine pasó de ser fuente generadora del texto a ser un mero término en el proceso de lectura y espectatorial, un espacio de intersección entre discursos, una configuración cambiante producida por la intersección de un grupo de películas con formas históricamente constituidas de lectura y espectatorialidad. En esta visión antihumanista, el autor se disolvía en instancia teóricas más abstractas tales como “enunciación”, “sujetivización”, “écriture” e “intertextualidad”.»

Robert Stam (2001) Teorías del cine (pág. 151). Barcelona: Paidós.

5.5. Narratario, ¿espectador?

Aunque tenemos que apelar de nuevo a la recuperación de lo que ya hemos dicho sobre las relaciones entre el narratario o el enunciatario del texto y el lector real, no podemos pasar por alto en este apartado que la cuestión del espectador ha estado siempre presente en mayor o menor medida en la teoría del cine.

El psicoanálisis ha sido un terreno metodológico especialmente fructífero en el estudio de las situaciones comunicativas generadas por el cine. Tras sus aportaciones, llegaron analistas interesados en las formas socialmente diferenciadas del consumo cinematográfico. Recuperando las ideas desarrolladas en las llamadas teoría de la respuesta y teoría de la recepción, y yendo un paso más allá de los modelos de orientación semiótico-enunciacional, el espectador cinematográfico pasó a ser considerado un sujeto activo y crítico; no el objeto pasivo de una interpelación por parte del texto, sino un sujeto que constituye el texto y a su vez es constituido por este.

Una aportación fundamental al estudio de las diferentes lecturas de los mensajes de los medios de comunicación de masas se encuentra en el artículo «Encoding and decoding» (1980) de Stuart Hall, en el que se afirma que los textos de los medios de masas no tienen un significado unívoco, sino que pueden ser leídos de maneras diferentes por lectores diferentes.

Hall plantea tres estrategias generales de lectura respecto de la ideología dominante realizadas por los lectores (o espectadores) en función de su propia ideología, como también de su situación social y de sus eventuales deseos:

1)La primera es la llamada lectura dominante, producida por un espectador cuya situación es la de quien acepta la ideología dominante y la subjetividad que esta ideología produce.

2)La segunda es la lectura negociada, que se produce en el espectador que en gran medida acepta la ideología dominante, pero cuya situación en la vida real provoca inflexiones críticas específicas.

3)La tercera es la lectura resistente, producida por aquellos espectadores cuya situación y conciencia social los sitúa en una relación de oposición directa respecto de la ideología dominante.

Las teorías culturales del espectador han servido para dejar fijado que ni el texto ni el espectador son entidades estáticas y preconstituidas; y que los espectadores configuran la experiencia cinematográfica y son configurados por esta experiencia en un proceso dialógico sin fin.

El deseo cinematográfico no es solo intrapsíquico; también es social e ideológico.

Toda etnografía verdaderamente exhaustiva del espectador tendría que distinguir varios registros:

a)En primer lugar, hay que tener en cuenta el espectador configurado por el texto (mediante la focalización, las convenciones del punto de vista, la estructuración narrativa, la puesta en escena).

b)En segundo lugar, el espectador configurado por los dispositivos técnicos, múltiples y en evolución. El consumo en multisalas, IMAX o en vídeo y DVD tiene consecuencias evidentes en la recepción.

c)Un tercer aspecto que hay que tener en cuenta sería el espectador configurado por los contextos institucionales de la espectatorialidad (el ritual social de ir al cine, el análisis escolar o académico, las filmotecas).

d)También hay que tener en cuenta un espectador constituido por los discursos y las ideologías de su entorno.

e)Finalmente, hay que tener en cuenta el espectador en sí, personificado, definido por la raza, género y situación histórica.

«Al mismo tiempo, no existe un espectador esencial circunscrito desde un punto de vista racial, cultural o incluso ideológico (el espectador blanco, el espectador negro, el espectador latino, el espectador resistente) […]. Los espectadores participan de múltiplos identidades (e identificaciones) relacionadas con el género, la raza, la preferencia sexual, la región, la religión, la ideología, la clase y la generación. Además, las identidades epidérmicas socialmente impuestas no determinan estrictamente las identificaciones personales y las filiaciones políticas. No se trata únicamente de quiénes somos o de dónde venimos, sino también de qué deseamos ser, dónde queremos ir y con quién queremos ir hasta allí. En una compleja combinatoria de actitudes, los miembros de un grupo oprimido pueden identificarse con el grupo que les oprime (los niños nativos americanos que se identifican con los cow-boys en lucha con los «indios»; los africanos que se identifican con Tarzán; los árabes que hacen lo propio con Indiana Jones), del mismo modo que los miembros de grupos privilegiados pueden identificarse con las luchas de los grupos oprimidos. El posicionamiento del espectador es relacional: las comunidades pueden identificarse entre sí en función de una proximidad compartida o por tener un antagonista en común. Las posiciones del espectador son multiformes, presentan fisuras, esquizofrenias, se desarrollan de manera desigual, son discontinuas en lo cultural, en lo discursivo y en lo político, y forman parte de un territorio cambiante de diferencias y contradicciones que se ramifican.»

Robert Stam (2001). Teorías del cine (pág. 271). Barcelona: Paidós.

En su estudio Perverse Spectators. The practices of film perception (2000), Janet Staiger plantea tres esquemas que recogen lo que denomina las historias especulativas de la recepción.

Historias especulativas de la recepción

Los tres esquemas siguientes corresponden a los establecidos por los estudios de Tom Gunning, Miriam Hansen y Timothy Corrigan.

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La recepción cinematográfica está históricamente construida y en esta construcción intervienen factores de índole muy diversa.

En La narración en el cine de ficción (1996), David Bordwell ofrece una alternativa cognitiva a la semiótica para explicar de qué manera entienden los espectadores el cine. Para Bordwell, la narración es un proceso mediante el cual las películas ofrecen indicaciones a los espectadores, que usan esquemas interpretativos con el fin de construir historias ordenadas e inteligibles en sus mentes.

Desde el punto de vista de la recepción, los espectadores consideran, elaboran y en ocasiones suspenden y modifican sus hipótesis sobre las imágenes y los sonidos de la pantalla.

Desde el punto de vista del filme, este opera en dos ámbitos ya estudiados: la trama, o lo que los formalistas rusos denominaban syuzhet, es decir, la manera como se explican los acontecimientos, por fragmentados o desordenados que estén, instancia que guía la actividad narrativa del espectador y le ofrece varias formas de información pertinente vinculadas a la causalidad y las relaciones espacio-temporales; y la fábula, es decir, la historia ideal que el filme sugiere y que el espectador reconoce partiendo de las indicaciones que la misma película le ofrece. Esta segunda instancia es un fenómeno puramente formal caracterizado por la unidad y la coherencia.

«Generalmente, el espectador llega a la película ya dispuesto, preparado para canalizar energías hacia la construcción de la historia y aplicar conjuntos de esquemas derivados del contexto y de experiencias previas. Este esfuerzo hacia el significado implica un esfuerzo hacia la unidad. Comprender una narración requiere asignarle cierta coherencia. En el nivel local, el espectador puede captar las relaciones de los personajes, las frases del diálogo, relaciones entre los planos, etc. Más ampliamente, el espectador debe comprobar la información narrativa en busca de la coherencia: ¿se mantiene unida de forma que podamos identificarla? Por ejemplo, ¿encajan los gestos, palabras y manipulaciones de objetos con la acción de la secuencia que conocemos como “Comprar una barra de pan”? El observador encuentra también la unidad buscando la relevancia, comprobando cada acontecimiento por su pertenencia a la acción que la película (o la escena, o la acción del personaje) parece exponer básicamente. Este criterio general dirige la actividad perceptual a través de anticipaciones e hipótesis, que a su vez se modifican por los datos suministrados por la película.»

David Bordwell (1996). La narración en el cine de ficción (pág. 34). Barcelona: Paidós.

5.6. Géneros y narración

No hay una definición clara de género de orden estético o narratológico. En rigor, el género no es más que un contenedor pragmático de historias, un conjunto de formas expresivas diseñadas por la industria convertidas en modelos culturales.

El concepto de género ha sido negado repetidamente por muchos teóricos de la estética del cine. Muchos han afirmado que el género no existe y que, cuando un espectador va a ver una película de ficción, siempre se encuentra simultáneamente con la misma película y con una película diferente. Por un lado, todas las películas explican la misma historia con apariencias y peripecias diversas: la historia del enfrentamiento del deseo y la ley y su dialéctica de sorpresas esperadas. Por otro lado, toda película de acción que se precie tiene que dar la impresión de un desarrollo regulado y de una aparición fruto del azar. De este modo, se produce la paradoja del espectador: poder y no poder ver, prever lo que puede suceder sin llegar a tener la certeza de su ocurrencia.

Roland Barthes vio en esta paradoja el avance de toda historia, que estaría modulada por dos códigos: la intriga de predestinación y la frase hermenéutica. La intriga de predestinación consiste en dar durante los primeros minutos del filme lo esencial de su intriga y su resolución (este código no solo no anula la intriga sino que la refuerza, como lo demuestran en gran medida algunas películas de intriga en las que desde el comienzo se sabe quién es el causante del desorden). La frase hermenéutica consiste en un conjunto de recursos dramáticos que frenan la resolución de la intriga. La relación dialéctica entre intriga de predestinación y frase hermenéutica hace avanzar la historia y crea la paradoja esencial del texto.

Para hablar de géneros cinematográficos, parece útil acercarse a las primeras formas de ficción conocidas, que se encuentran en la literatura. La noción de que existen varias formas literarias fue expuesta por Aristóteles en la Poética. El filósofo griego divide la literatura en varios géneros (tragedia, épica, lírica), define cada uno de ellos y acaba concluyendo que la tragedia es la más alta de las formas poéticas.

Aristóteles habló de géneros literarios en dos sentidos:

1)Como un determinado número de convenciones formadas a lo largo de la historia y desarrolladas en formas expresivas muy concretas, es decir, muy codificadas.

2)Como una distinción de las formas literarias basada en las diferencias que se establecen en la relación entre creador, obra y público.

El género no solo implica la utilización inexcusable de un número concreto de formas expresivas, sino también una relación muy concreta entre autor, obra y público. Por decirlo de otro modo, cada género ha inventado a lo largo de la historia una determinada relación entre estos tres agentes. Lo que define el género es la práctica y, para hablar de género, hay que recurrir a la fuerza a la historia, que es lo que nos explica esta práctica.

Los géneros literarios han vivido momentos difíciles en el terreno teórico. El impacto de las teorías de la revolución romántica y después el impacto mucho mayor de las teorías estéticas de las vanguardias históricas han relegado el género al papel de muro de contención de la creatividad. En el contexto de las revoluciones estéticas, el género ha sido el enemigo que hay que batir en nombre de la libertad del artista.

Tal como explica Robert Stam, el análisis de los géneros está lleno de problemas. El primero es la cuestión de la extensión. Algunas etiquetas genéricas, como la comedia, son demasiado amplias para ser útiles, mientras que otras, como por ejemplo biopics sobre Sigmund Freud o películas de catástrofes que incluyen terremotos, son demasiado reducidas. Otro peligro es lo que Stam denomina normativismo, es decir, imponer una idea preconcebida de lo que tiene que hacer una película de género, en vez de considerar el género como plataforma para la creatividad y la innovación. Un tercer problema es la concepción del género como entidad monolítica, como si las películas solo pudieran pertenecer a un género. Otro es la contaminación de la crítica de los géneros por el biologismo. Las raíces etimológicas de la palabra género en metáforas de biología y nacimiento promueven un tipo de esencialismo.

Otro problema es que gran parte de la crítica de los géneros sufre de Hollywood-centrismo, un provincianismo que lleva a los analistas a restringir su atención al musical de Hollywood, por ejemplo, dejando de lado la chanchada brasileña, los musicales de Bombay (Bollywood), las películas mexicanas de cabareteras, las películas argentinas sobre el tango y los musicales egipcios de Leila Mourad. Una teoría sobre el género debe tener en cuenta el hecho de que los géneros pueden estar sumergidos, como cuando una película parece pertenecer a un género en su superficie y, no obstante, en un estrato más profundo pertenece a otro. Por otro lado, debe tener en cuenta los significantes fílmicos y los códigos específicamente cinematográficos, como el papel de la iluminación en el cine negro, el del color en los musicales o el del movimiento de la cámara en el western.

Y debe tener en cuenta también el estimulante instrumento de exploración social que puede constituir un género. Tal como pregunta Stam, «¿qué descubrimos cuando consideramos Taxi driver como un western, o Espartaco (Spartacus, 1960) como una alegoría de la lucha por los derechos civiles? […] Quizás la manera más útil de emplear el género sea entenderlo como un conjunto de recursos discursivos, una plataforma para la creatividad que el director puede utilizar para elevar un género inferior, para vulgarizar uno noble, para inyectar energías nuevas en uno agotado, para llenar de contenido nuevo y progresista uno conservador o para parodiar uno que merece ser ridiculizado. Pasamos pues de una taxonomía estática a un movimiento activo de transformación» (Stam, 2001: 156).

Para el espectador, el género tiene la función primordial de reducir el caos general del mercado. Gracias al género, ningún espectador va al cine sin tener ni idea de lo que va a ver. Si un espectador decide ver Solo ante el peligro porque es un western, lo hace porque sabe que encontrará a un sheriff abnegado, un saloon, una civilización incipiente en situación de peligro por el desorden; probablemente sospeche también que verá indios y praderas, aunque no se sentirá decepcionado si uno de estos elementos no aparece, siempre que aparezcan algunos de los demás. Si el espectador decide ir a ver una película de gánsteres, lo hará porque desea ver una historia de gente deshonesta que lucha contra el orden en un contexto urbano…

No se trata que el público tenga la certeza de cuál es la historia que va a ver, sino que encuentre determinados objetos, ambientes, decorados y personajes. A sabiendas del género al que pertenece una película, el espectador se crea un horizonte de expectativas que normalmente serán satisfechas por el producto. El género determina así el valor simbólico de los espacios, personajes y objetos que aparecen en la película.

Cuando hablamos de esta función de creación de un horizonte de expectativas, podemos ampliar el concepto de género. Cuando se trata de generar expectativas, la figura de un actor de renombre, como el caso de Arnold Schwarzenegger o de Silvester Stallone, actúa creando un horizonte de expectativas similar al del género. En el caso de una película protagonizada por estos actores, el espectador espera ver acción, explosiones y muertos. Estamos ante una variación del star system clásico: estamos ante el actor-género.

Los géneros canónicos no son nada más que artefactos dentro del gran artefacto que es el cine. Y son, además, artefactos especialmente perversos, puesto que nacen de la necesidad mundana de la explotación comercial y de la racionalización de la producción, dos factores esenciales en la historia industrial del cine. Los géneros son producto de un sistema de producción perfeccionado, que se dio fundamentalmente entre 1930 y 1949, conocido como el sistema de estudios. Para ampliar conocimientos sobre el sistema de estudios, consultar: Gomery (1991).

6. Otras formas de narración audiovisual

6.1. La narración televisiva

Del mismo modo que hizo con el cine, la investigación semiótica desarrolló intentos constantes de establecer la existencia de un lenguaje específico de la televisión. Y nuevamente se encontró con la evidencia de un sistema heterogéneo y cambiante que, por lo tanto, no se podía homologar con un sistema de signos cerrados como el lenguaje verbal. La conclusión de las primeras investigaciones semióticas sobre la televisión fue, por lo tanto, que no tenía sentido estudiar lo específico televisivo si no era como el análisis de las combinaciones concretas de códigos, siempre heterogéneos e inespecíficos, que se han ido desarrollando en el tiempo.

Así pues, para emprender un análisis específico del hecho televisivo sigue siendo necesario, como afirma González Requena (1995), centrar la investigación en el fenómeno de la programación, puesto que en ella es donde se encuentra lo específico del discurso de la televisión. Algunos podrían pensar que en un momento como el actual en que el consumo de televisión por parte de diversos públicos ha cambiado de forma muy notable respecto al que se ha hecho históricamente, lo cierto es que la programación sigue siendo la forma privilegiada de producir televisión. Es decir: aunque el consumo ya no sigue los dictados de la programación, esta sí que guía las estrategias de producción. Por ello sigue siendo relevante su estudio.

La programación es la unidad sistemática y organizada, la estructura superior del lenguaje televisivo.

A partir de esa idea, parece claro que el discurso televisivo es un discurso fragmentado. Los programas televisivos están constantemente fragmentados, principalmente por la introducción en su seno de mensajes como spots publicitarios, informaciones de última hora o advertencias sobre programas futuros. Además, los programas están divididos generalmente en capítulos o entregas emitidos periódicamente y, a menudo dentro de estas entregas, hay también subdivisiones que pueden prolongarse en otros momentos en diferentes programas. Por otro lado, existen programas carentes de autonomía desde el momento en el que remiten a la cadena misma, como también segmentos cuya única función es establecer la continuidad de la propia programación.

Otra característica es que combinan géneros, formatos. La relación entre la fragmentación del discurso televisivo y su necesaria presentación en continuidad produce como resultado una combinación muy diversificada de géneros. Esto no se traduce en una crisis de los géneros tradicionales, que se mantienen perfectamente identificables, sino en un aumento de su multiplicación y presentación fragmentaria, lo que origina la aparición de nuevos tipos genéricos de programas denominados técnicamente formatos, que se caracterizan precisamente por la búsqueda de una perfecta adecuación de la mezcla de géneros en su seno.

Una tercera característica es la carencia de clausura. Tal como explica G. Requena (1995), «quizás el aspecto más sorprendente del discurso televisivo es su tendencia a negar toda forma de clausura y, por lo tanto, a prolongarse ininterrumpidamente hacia el infinito». En esta ausencia de clausura, se sustenta la paradoja fundamental de la televisión, la negación del sentido, ya que el sentido de todo discurso nace precisamente, según la teoría de la comunicación, de su clausura.

De esta lectura del discurso televisivo se deriva que las dos condiciones que sustentan el funcionamiento simbólico de la narratividad –la clausura del relato y la demora de su resolución– hacen incompatible en la teoría el discurso televisivo y la narración.

6.1.1. Televisión y relato

Con todo, la televisión explica cosas y lo hace construyendo historias. No obstante, estas historias –por ejemplo, los reportajes informativos– no tienen fin, no toleran ninguna demora y están sometidas a una tensión espectacular constante, traducida normalmente en el bombardeo de estímulos escópicos; una tensión que se impone al mismo desarrollo narrativo.

Así, muchos teóricos han observado que la lógica del discurso televisivo se ha ido desplazando de manera progresiva e inexorable hacia la fórmula docudramática, una fórmula que supedita toda dimensión semántica al gesto mismo de escenificación. En la forma narrativa que se ha impuesto en televisión, es más importante el sometimiento del actante al deseo del espectador que el reconocimiento del sentido que se deriva de la articulación narrativa.

La introducción progresiva de elementos de ficción que se mezclan con la narración de la realidad, la conversión de la información en espectáculo, el carácter necesariamente serial de los formatos y su supeditación a las necesidades publicitarias son las características esenciales de la televisión contemporánea.

En busca de esta mayor eficacia comunicativa, los formatos televisivos parten de un esquema heredado de la narración clásica, si bien este esquema aparece sometido a los mecanismos propios del medio. La narración televisiva predominante es:

«[…] El culebrón, como el propio discurso televisivo, proclama su voluntad de no terminar nunca, de prolongarse indefinidamente: se enrosca sobre el deseo del espectador y, mientras lo tiene atrapado, se reproduce indefinidamente enroscándose a su vez sobre sí mismo, sobre sus personajes, sobre sus anécdotas narrativas.»

Jesús González Requena (1995). El discurso televisivo: espectáculo de la posmodernidad (pág. 121). Madrid: Cátedra.

El formato del culebrón encarna el proyecto mismo de la televisión: reproducirse indefinidamente y a la vez mantener el deseo del espectador constantemente atrapado.

6.1.2. El telefilme como modelo narrativo

Nacido a comienzos de la década de 1940, el telefilme como forma narrativa surgió como una depuración rentable y operativa del cine de género de Hollywood. En el artículo «En alas de la danza: Miami Vice y el relato terminal», Vicente Sánchez-Biosca (1989) explica que «como la fórmula a la forma, así se comportó el telefilme durante sus primeros años de vida respecto del cine clásico». El telefilme extrajo del cine clásico las líneas maestras, tanto en cuanto a la lógica narrativa como a la concepción de la puesta en escena, y a continuación les imprimió un ritmo acelerado más propio de los tiempos que corrían y más adecuado a las necesidades del medio de comunicación para el que se fabricaba.

La relación entre filme clásico y telefilme viene marcada por dos características:

1)En primer lugar, como producto netamente empresarial y siguiendo los esquemas típicos de la producción de bienes materiales, el telefilme se presenta como un relato serial, es decir, se esfuerza por depurar su técnica compositiva hasta lograr el modelo ideal –el prototipo– y a partir de él se reproduce según un esquema repetitivo. En este sentido, el telefilme sería una obra estandarizada.

2)En segundo lugar, el telefilme de los orígenes simplifica las estructuras narrativas del cine clásico con la intención principal de generar un ritmo vertiginoso propio del nuevo medio. Eso comporta efectos secundarios notables como la ausencia de historia y el debilitamiento de la biografía de los personajes, que pasan a encarnar estrictamente una función actancial, la sucesión de secuencias de escasísima duración o la estructura ordenada en torno a las pausas publicitarias.

Estas dos características, estandarización y simplificación de las estructuras narrativas, no son exclusivas del relato televisivo porque el cine clásico ya participaba en gran parte de ellas. Efectivamente, la inmensa mayoría de la producción del Hollywood clásico responde a una lógica industrial de estandarización, a la vez que supone una simplificación de las estructuras narrativas de su modelo anterior: la novela realista. Las diferencias entre el relato fílmico y el relato televisivo son fundamentalmente de grado.

6.2. Los límites de la narración: cine del exceso y videoclip

6.2.1. La narración en el cine del exceso

A pesar de que el cine narrativo siempre ha abundado en momentos en los que el virtuosismo técnico de la imagen ha tenido el efecto de detener y alterar el carácter de la narración –véase el ejemplo, muy citado, de las películas musicales, donde la narración se disuelve en números coreográficos, complejos y elaborados acompañados de canciones–, hasta la irrupción masiva de las técnicas digitales de composición y creación de imágenes los públicos no asisten a una nueva y definitiva puesta en cuestión de la narración enfrentada a una superabundancia de imágenes tan espectaculares como autorreferenciales e hiperconscientes.

Varios teóricos han puesto como ejemplo muy válido del nuevo estatuto de la narración las películas de efectos especiales. Tal como explica Darley, en esas películas «la pericia técnica funciona para producir precisamente tanto el espectáculo como el reconocimiento del artificio mismo». La naturaleza extraordinaria de las imágenes en el cine de efectos especiales, por muy invisibles y técnicamente opacas que sean, atrae la atención sobre las mismas imágenes y sobre el lugar que ocupan en el seno de un sistema estético específico: «se trata de una naturaleza sorprendente tanto por lo que muestra como por la manera como lo hace».

Las películas en las que predominan los efectos especiales son películas de emoción tecnológica, en las que la concepción de que el cine es igual a narración, preponderante como se ha visto en la época clásica, parece haber sido superada. Los efectos visuales y de acción que hacen posibles las técnicas digitales se han convertido actualmente en el rasgo estético predominante de este tipo de filmes, han dejado de ser digresiones y estallidos de virtuosismo aislados e intermitentes. Estas películas siguen siendo narrativas, pero la narración que desarrollan ya no es la razón principal para ir a verlas.

Los públicos buscan y encuentran en las películas en las que predominan los efectos especiales, no el placer de la narración o el conocimiento que se desprende, sino la emoción tecnológica y el placer generado por un nuevo ilusionismo que pone constantemente en cuestión las posibilidades de las tecnologías de la imagen en los ámbitos de la representación y la simulación. Los críticos y estudiosos que siguen juzgando estas películas a partir de criterios y valores narrativos tradicionales están negando los nuevos valores de uso de estos textos.

«El placer y la gratificación implican ahora una actitud diferente, una fascinación consciente provocada por el juego de referencias intertextuales y –en paralelo con la entrega a los sensacionales deleites de la imagen y la acción– por la perfección analógica y la aplicación espectacular de las propias imágenes, desligadas de sus vínculos referenciales. Imágenes que, pese a su imperceptibilidad y su ilusionismo perfectos, se ofrecen no obstante a una especie de juego perceptivo en torno a su propia materialidad y al artificio que se oculta detrás de su fabricación. Aquí se concede al propio significante tanta importancia como al significado.»

Andrew Darley (2002). Cultura visual digital (pág. 179). Barcelona: Paidós.

Darley considera adecuado estudiar este nuevo cine a partir de la noción de desmesura o exceso. Kristin Thompson introduce la noción de exceso para explicar una dimensión de la textualidad cinematográfica que existe en todas las películas y que reside tanto en la naturaleza física como en el carácter fabricado de todos los filmes. El exceso radica en la multiplicidad de elementos presentes en una película que se escapan del control de sus estructuras unificadoras, como también en componentes estilísticos inmotivados. En definitiva, el exceso es todo aquello que resulta suplementario para la función narrativa en el plano visual (y en el sonoro). No obstante, para aplicar la noción de exceso lo tendríamos que desproveer de cualquier connotación negativa. El exceso no es aquello que sobra, ni lo superfluo, sino lo complementario.

En el ámbito de la imagen, la película narrativa clásica se ha esforzado casi siempre por alejar la atención del espectador de este tipo de aspectos complementarios, precisamente mediante maneras de apelación o de lectura que privilegian la concentración del espectador en diégesis absolutamente motivadas. Estos aspectos del texto cinemático sobre los que Barthes reclama nuestra atención están relacionados con lo aparentemente superfluo, con el azar, con lo que es fortuito; es decir, precisamente con las acciones y las apariencias no motivadas. Si bien todos estos elementos se encuentran presentes en el Hollywood clásico, aun así tienden a escaparse de nuestra atención –como mucho, solo la rozan, de manera seductora y fugaz– por la coerción de la motivación que implica la forma particular de narración clásica. Cuando las narraciones se debilitan y aparecen en toda su magnitud estos elementos complementarios es cuando podemos hablar de cine del exceso.

6.2.2. La imagen de síntesis, paradigma del exceso

Las imágenes de síntesis, que han ido invadiendo de manera progresiva e inexorable el medio cinematográfico y se han ido apoderando de su forma de representación característica, suponen un importante punto de inflexión en el estudio de la estética del cine, pero también en el análisis de la narración. Si el estudio de la narración, tanto escrita como audiovisual, ha sido asociado tradicionalmente a la idea de una visión del mundo, la irrupción de nuevas formas de ver el mundo, o incluso la creación de nuevos mundos visuales, obliga a los analistas a formular nuevas incógnitas sobre los planteamientos y efectos de una narración basada en estas nuevas maneras.

En The language of new media, Lev Manovich afirma que «la imagen de síntesis generada por ordenador no es una representación inferior de nuestra realidad, sino una representación realista de una nueva realidad». A una nueva realidad, sin duda, le corresponden nuevas maneras de narrar.

Para Michel Larouche (1998), la principal apuesta de las imágenes de síntesis no consiste tanto en «[…] la paradoja de la simulación [que] es poder simular la representación», como en el carácter virtual ligado a la tercera dimensión inscrita en el programa de ordenador: el aspecto interactivo o dialógico. El espectador puede interactuar casi inmediatamente con estas imágenes y volverse espectactor (espectador-actor). Las imágenes de síntesis ponen en el primer nivel del consumo audiovisual la relación del espectador con la imagen misma, más que su relación con la historia narrada.

Sobre esta naturaleza interactiva del medio en relación con estas nuevas imágenes, Larouche comenta que «evidentemente ya podemos avanzar que la imagen cinematográfica, dada su impresión sobre la película, no puede ser interactiva» y añade «pero la interactividad actúa en otro nivel». El hecho de que las imágenes de síntesis supongan un cambio radical de paradigma –a la lógica de la representación óptica sucede la lógica de la simulación digital–, implica a su vez un cambio radical de relación con las imágenes, en la que tiene más importancia la dinámica que anima las imágenes de síntesis que su resultado concreto.

Edmon Couchot afirmaba que «el tiempo de la síntesis no reenvía más a los acontecimientos sino a las eventualidades, a un transcurrir posible del cálculo, que depende del transcurrir mismo de la imagen, de los programas que la generan y de las reacciones del espectador». Para ambos teóricos, los filmes que combinan imágenes analógicas e imágenes digitales enfrentan continuamente al espectador con las elecciones efectuadas y por consiguiente con las potencialidades suscitadas. Crean una verdadera interactividad.

En el fondo, aquí se habla de lo mismo que apuntaba Darley respecto de la marcada autorreferencialidad del cine de espectáculo contemporáneo. Lo fundamental para el espectador no es tanto vivir la historia, como dialogar con el prodigio técnico de las imágenes.

El teórico Roger Odin ha calificado esta forma de consumo como modo energético y la define como «hacer vibrar al ritmo de las imágenes y los sonidos/ver un filme para vibrar al ritmo de las imágenes y los sonidos». En relación con la ficcionalización, esta energetización se caracteriza por el hecho de que la relación instaurada entre el filme y el espectador no es una relación entre la diégesis, el relato y el espectador, sino entre las imágenes y los sonidos y el espectador; imágenes y sueños que tienen desde este momento una autonomía. Este tipo energético es el que funciona en los clips, en ciertas producciones de videoarte, en numerosas realizaciones en imágenes de síntesis, así como también en la televisión, en los créditos o en ciertos interludios no diegéticos, pero también cada vez que nos abandonamos ante la televisión como ante un simple flujo que funciona a intensidades variables.

Para Larouche, «el modo energético traduce la autonomía, en relación con la diégesis, de imágenes y de sueños y su relación directa con el espectador. Esta independencia de las imágenes y de los sonidos resulta de una modificación de su estatuto. Las imágenes se escapan de la referencia que les estaba asociada. La imagen se descubre como una imagen y ya no aparece como una síntesis espaciotemporal efectuada por el productor imaginario de una identificación, sino según una concepción plástica de un cuadro compuesto de coordenadas verticales-horizontales y de límites impuestos a la vista. Se convierte por encima de todo en acto, elección que se interroga, juego.» Desde este momento, el espectador es interpelado como espectador y el filme adquiere una dimensión performativa.

6.2.3. El vídeo musical: espectáculo y (no)narración

«El vídeo musical aúna y combina música, actuación musical, y, de muy diversas maneras, gran cantidad de otras formas, estilos, géneros y recursos audiovisuales procedentes del teatro, el cine, el baile, la moda, la televisión y la publicidad. Algunas de ellas siempre han estado relacionadas directa o indirectamente con el pop, mientras que otras lo han comenzado a estar más recientemente. No obstante, con el vídeo musical estos elementos parecen combinarse con la música grabada y la actuación musical de un modo nuevo y característico. En este sentido, los vídeos musicales constituyen una de las formas más consumadas de esa dimensión de la cultura visual contemporánea que se basa en una estética de intertextualidad exhibida.»

Andrew Darley (2002). Cultura visual digital (pág. 184). Barcelona: Paidós.

En 1987, E. Ann Kaplan dedicó su libro Rocking around the clock: music, television, postmodernism and popular culture a esta forma característica de la imagen contemporánea. En su estudio, Kaplan divide los videoclips en cinco tipos (románticos, de preocupaciones sociales, nihilistas, clásicos y posmodernos) y atribuye a cada uno de ellos características formales y narrativas específicas.

Los vídeos románticos son aquellos que se basan en la narración de temas de pérdida y reencuentro, así como en la proyección de relaciones sexuales normalizadas; los nihilistas son antinarrativos y subrayan estéticas sadomasoquistas, homoeróticas o andróginas; los clásicos usan la estructura de mirada (masculina) característica del Hollywood clásico o citan directamente sus géneros; por otro lado, los posmodernos son todos aquellos que no se pueden encajar en los compartimentos anteriores y están marcados, según la autora, por una negativa de las imágenes a tomar una posición clara, a comunicar un significado evidente.

Años después del estudio de Kaplan, podemos decir que lo posmoderno se ha convertido en la forma privilegiada del videoclip, puesto que tal como apunta Dick Hebdige «se han convertido en una forma diseñada para explicar una imagen más que una historia»; los contenidos narrativos del videoclip han ido dejando lugar a espacios no narrativos, a espacios de sugestiones visuales no realistas ni modernas que no aportan ninguna identificación ni reflexión crítica y que se refieren esencialmente a la imagen misma, en vez de referirse a un mundo exterior a ella.

Para Darley, la clara naturaleza híbrida del vídeo musical resulta patente, en el plano del texto individual, en la continua apropiación e incorporación de imágenes, estilos y convenciones propios de otros tipos y formas de imagen que ocurren en sus cintas. El vídeo musical está implicado en un proceso de mutación que supone el derribo y la redefinición de las fronteras convencionales.

Un factor importante que ha hecho posible este proceso ha sido la producción digital de imágenes. Efectivamente, desde los primeros años de la década de 1980 se han empleado diferentes técnicas de producción de imágenes por ordenador en el campo de la producción del vídeo musical y su uso e importancia han aumentado enormemente dentro del género desde entonces y se han convertido en elemento fundamental del impulso hacia la producción de cintas construidas sobre la intensificación de modos de combinación o montaje de diferentes clases, estilos y formas de imágenes.

El resultado de este proceso ha sido una estética que, a pesar de que prolonga el culto de la imagen, de la superficie y de la sensación característica de la cultura visual contemporánea, ha producido su propia miscelánea característica de agrupaciones libres, de modelos y de ejemplares. Según la opinión de Darley, lo que tienen en común en su mayoría estas agrupaciones es la propensión a frustrar cualquier intento de categorización que se pretenda realizar siguiendo fórmulas tradicionales. «Así pues, preguntarse si una cinta determinada es ilusoria o antiilusoria, realista o antirrealista, tiende a resultar absurdo, sobre todo por el grado tan elevado de autorreferencialidad que poseen los textos. En cuanto a su referencia primaria la conforman modelos audiovisuales ya existentes, formas de imágenes, la personalidad de las estrellas en auge, etc., se escapan en gran medida de una lógica referencial o figurativa. Además, los vídeos musicales intentan poco, o nada, ocultar su dependencia respecto de otras formas, su eclecticismo, su saturación.»

Así, resulta claro y manifiesto que los videoclips musicales tratan de la imagen en sí, intentan crear una imagen para un sonido, para un artista o artistas y (la mitad de las veces) para una actuación musical.

No obstante, la autorreflexividad de los vídeos musicales contrasta con la del cine de espectáculo. En ellos, la narración resulta todavía menos importante en su composición, mientras que el descubrimiento de su artefacto ya no constituye una consecuencia indirecta del interés fetichista por la fabricación de precisión de las superficies, sino más bien un principio de producción.

Para Darley, en términos estéticos, «los vídeos musicales ejemplifican el afán ecléctico combinatorio e intertextual, una modalidad ornamental del neoespectáculo, basado siempre en la forma». Se detecta una preponderancia de lo visual y una pérdida de importancia del significado figurativo tal como se entiende tradicionalmente (es decir, en el sentido del realismo, de la narración). Por lo tanto, no es el significado, entendido en términos de una lógica figurativa o narrativa, sino la diversión producida por los significantes lo que constituye el rasgo estético predominante y quizás determinante de este subgénero.

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