Prólogo

«E: Nos vemos en el club dentro de 10 minutos. Por favor, no te enfades.»

Volví a leer el mensaje de texto de Erica una y otra vez hasta que mi cerebro captó su significado.

«Menuda mierda.»

El club al que se refería sólo podía ser uno. Los nudillos se me pusieron blancos, como si apretar el teléfono hasta el punto de aplastarlo entre los dedos pudiera evitar que me hiciera aquello. Inspiré profundamente, aunque eso no logró calmarme en absoluto. Luego marqué su número y me puse el teléfono al oído. Escuché el zumbido sin fin mientras contenía la cadena de palabrotas que iba a soltar si descolgaba. Sabía que no contestaría.

El cálido timbre de su buzón de voz me saludó. Me escoció echar de menos a la mujer detrás del sonido, pero no podía pasar por alto el exasperante hecho de que no descolgaba el puto teléfono. Colgué y agarré las llaves. Volé escaleras abajo hacia el Tesla, y, sin perder tiempo, me abrí paso en el tráfico de la hora punta.

Le eché un vistazo al reloj, calculé el trayecto y cuánto tiempo estaría ella allí, sola y sin mí. Diez o quince minutos, con suerte. Mi mente le dio vueltas a lo que podría ir mal en ese espacio de tiempo en aquel establecimiento exclusivo y subterráneo que conocía desde hacía años como La Perle.

Ella sería una presa.

Si yo estuviera acechando en las sombras de aquel lugar, como lo había hecho más veces de las que querría admitir, eso es lo único que sería para mí. Una pequeña bomba rubia y atractiva con fuego suficiente como para que un dominante quisiera hacerla suya. Un hombre tendría que ser un puto ciego para no querer ponerla de rodillas.

Apreté el acelerador y giré el volante para esquivar un grupo de coches lentos que me iban a hacer perder un tiempo precioso. Cuando la preocupación empezó a acosarme, también lo hicieron los recuerdos no deseados del club. No había puesto un pie allí desde que conocí a Erica, hacía meses ya. No tenía ninguna razón para volver a esa vida. Apreté la mandíbula mientras pensaba en todo lo que había jugado allí, en los muchos momentos sin sentido por los que había regresado a lo largo de los años, después de dejar a Sophia. Todo lo que había en ese lugar estaba cargado con la promesa de sexo, y las posibilidades más oscuras flotaban en el aire entre cada respiración contenida y cada mirada intercambiada sin atisbo ninguno de inocencia.

Sentía una dolorosa opresión en el pecho. Tenía mucha ira. La frustración que me hacía rechinar los dientes y que sólo Erica era capaz de provocar. Pero bajo todo aquello estaba el amor. El amor a Erica que me hacía estallar de deseo. A pesar de que la quería lejos de todo aquello, mis deseos más bajos describían una fantasía en la que la encontraba en el club y yo era el hombre que la domaba, aunque sabía lo imposible de cojones que era esa tarea. A la luz del día, nunca lo puso fácil, pero bien que se sometía de maravilla por la noche.

Pisé el freno en un semáforo en rojo. Cerré los ojos, y allí estaba ella, mirándome con esos ojos azules de expresión adormilada, esos océanos interminables. Todo ese espíritu infernal templado en nombre del placer que le daría, y yo siempre le daba más de lo que podía manejar. Nunca la dejaba descansar hasta que estaba saciada. Hasta que veía el asombro en sus ojos, que sólo yo podía poner ahí, después de llevarla hasta a un lugar al que nadie más podía llevarla. Hasta que la única palabra que era capaz de pronunciar era mi nombre.

Nunca nos quedábamos cortos de pasión. No podíamos dejar de tocarnos. La adrenalina superaba la fatiga que se asentaba en mis huesos después de otra noche sin dormir. Podía follármela hasta quedar desmayado, y no sería suficiente. Me había prometido toda una vida juntos, y yo estaba totalmente decidido a amarla bien todos los días que me diera esta vida.

La palabra «amor» se quedaba corta para lo que yo sentía por Erica. Tal vez era una obsesión, una fijación que nunca menguaba por hacerla mía en todas las maneras que me había dejado. Heath lo había notado, incluso me advirtió cuando vio cómo ella me estaba cambiando. Él conocía bien las adicciones, y nadie podía negar que ella era mi vicio. La droga sin la que me negaba a vivir, sin importar cuántas veces me rechazara. Me esforcé al máximo para mantener la superioridad en nuestra relación para así protegerla, para mantenerla fuera del alcance de aquellos que le harían daño a uno para destruir al otro. No podía perder el control y arriesgarme a perder algo más importante: la única persona que había entrado en mi vida y había hecho que valiera la pena vivirla.

Sí, ella me había cambiado, tanto como un hombre con mis aficiones particulares podía cambiar. Ella me impulsó a hacerlo. Había entrado en mi vida, con su poco más de metro sesenta y cinco de independencia feroz. Su mera presencia me desafiaba, se me metía bajo la piel, me la solía poner dura hasta que podía encontrar la paz inexplicable que encontraba cuando estaba dentro de su pequeño cuerpo flexible. Incluso en un momento así, apenas era capaz de inspirar profundamente al saber que estaba fuera de mi alcance. Agarré el volante con más fuerza todavía. Noté en mis dedos exangües el hormigueo que provocaba la necesidad de sentir su cuerpo debajo de ellos, amándola, poseyéndola, sometiéndola.

«Joder.»

Me recoloqué la erección para que no me molestara. No sirvió de mucho, porque el recuerdo de la noche anterior me asaltó. Sus labios grandes y voluptuosos abriéndose para mí y sólo para mí. Sus uñas clavadas en mis muslos mientras me tomaba por entero en la dicha caliente de su boca.

Solté el volante para liberar parte de la tensión y exhalé un suspiro entrecortado. Rocé el cuero gastado de mi cinturón con uno de los pulgares, y el martilleo de mi corazón se aceleró. El semáforo se puso en verde, y me lancé a toda velocidad hacia mi destino. Un impulso de impaciencia me recorrió el cuerpo y terminó con un nuevo flujo de sangre hacia mi polla, ya dura como una piedra.

Por lo menos, disfrutaría castigándola cuando todo aquello acabase.