
Este capítulo analiza la evolución del cerebro y sus funciones desde que apareció en los primeros animales hasta los mamíferos superiores. Y cuáles son las funciones de sus diversas partes. Cómo funciona la información entre cada uno de los cerebros y qué pasa cuando se corta el contacto. También analiza el enorme cambio de paradigma que ha supuesto la inteligencia emocional. Qué cerebro asume el mando en cada caso y cuál es su objetivo. Finaliza analizando todas las agresiones de los tres cerebros: especialmente la corrupción en el cortical, el maltrato en el emocional y el incesto, la violación y la pederastia en el instintivo.
El cerebro de cualquier animal pluricelular está compuesto siempre por un tallo encefálico; al que en ocasiones se añade un cerebro límbico; y otras veces se completa con un neocórtex; y siempre con un grado enormemente variable de complejidad.
La naturaleza busca con sus mutaciones aumentar la eficacia de sus funciones, sin parar –con mucha lentitud en el tiempo; millones de años– pero sin cesar.
Hace varios cientos de millones de años, en algún cuerpo pluricelular, se enlazaron algunas neuronas. Era el primer intento de un cerebro: células nerviosas, al final del tallo encefálico, que perseguían ya un objetivo: defender el organismo al que pertenecían y también a su especie.
Este cerebro, al final de la médula espinal, regula funciones vitales esenciales: respiración, metabolismo, movimientos automáticos... Recoge los impulsos sensoriales que le llegan del entorno.
Así han seguido mucho tiempo –millones de años después– y aún están cumpliendo esa misma función en multitud de animales actuales que conocemos bien: ranas, serpientes, lagartos, cocodrilos, peces...
No parece que este cerebro que compartimos con batracios, reptiles y peces lo haya hecho mal: por el momento han conseguido sobrevivir durante cientos o miles de millones de años. A los cocodrilos, por ejemplo, se les supone unos doscientos cincuenta millones. Y si están –recientemente– en peligro de extinción no es por su diseño, sino por la caza a que los condena la codicia humana.
Este tipo de cerebro se conoce como reptiliano. La razón es clara: lo tienen animales que suelen arrastrarse por el suelo.
¿Cuál es, por otra parte, su sentido esencial más importante?
Para el ser humano es la vista: nos permite distinguir algo (amigos, enemigos, alimentos) a cientos de metros. Pero es poco necesario para los reptiles; una piedra, una mata de vegetación a centímetros puede ocultar a un depredador o a un posible alimento. Para ellos es fundamental el oído. Por eso, se le llama también rinencéfalo (cerebro nariz).
En un principio, el centro olfativo estaba compuesto sólo por dos grupos celulares: uno registraba y clasificaba cualquier aroma – comestible, peligroso, tóxico, sexualmente disponible... – y el otro enviaba respuestas reflejas a través del sistema nervioso, ordenando las acciones a llevar a cabo: devorar una posible presa, evitar un depredador o determinados alimentos, vomitar, buscar o aceptar un compañero sexual...
Para cumplir su función de defender la vida del individuo y de su especie, este cerebro se ocupa de cosas tan importantes como su alimentación, su sed, su sueño, su temperatura, su metabolismo, los mecanismos de defensa, las reacciones instintivas, los reflejos condicionados... en definitiva, la defensa de su vida y cumplir necesidades sexuales que aseguren su descendencia2.
La sed les obliga a estar cerca de fuentes de agua. Y el sueño no puede ser muy profundo si quieren estar a salvo de posibles depredadores.
La alimentación es complicada. Le dedican, a veces, mucho tiempo; o deben comer cualquier cosa. Ver una serpiente tragarse un ratón o, a veces, incluso un ternero, descoyuntándose para poderlo ingerir, revela cómo ha sido capaz de algo tan difícil como liberarse luego de los huesos y la piel de la víctima a través de una larga digestión.
En cuanto al sexo, son miles las astucias concebidas para dar lugar a que continúe la especie, a veces a través de compensar, con miles de vástagos, la dificultad de que pasen con vida de la fase de larvas.
Su actuación es muy primitiva. Procesa muy poca información; pero, por esa misma razón, actúa de modo muy rápido... e inevitablemente impreciso.
Sin embargo, este cerebro reptiliano tiene una clara limitación: parece que la memoria de un pez es de unos tres segundos. Eso hace que, por instinto, un alevín busque su salvación escondiéndose en cualquier hueco o entre plantas para escapar al hambre de sus propios padres. No hay lazos que los liguen. No existe conciencia de eso que llamamos familia.
Este cerebro carece de lo que podríamos calificar de «disco duro» en términos informáticos. De memoria.
En consecuencia, el individuo se rige por lo que conocemos como instinto. Si el pez piloto y el tiburón se respetan es sólo porque viven de modo simbiótico; saben que reciben favores uno del otro. El pez piloto se alimenta de las sobras del tiburón; y éste le deja meterse tranquilamente en su boca porque sabe que va a liberar sus dientes de los restos de comida.
Estos comportamientos simbióticos son muy frecuentes entre parejas de especies y parecen deberse sólo al instinto, es decir, al cerebro reptiliano.
Lo que aparece como novedoso, aunque no lo es, en absoluto, es que este cerebro reptiliano también existe en el ser humano. Y que funciona plenamente, aunque no le hayamos concedido demasiada importancia.
Este cerebro, al final de la médula espinal, tiene un tallo encefálico, rinencéfalo o cerebro reptiliano, que sigue regulando funciones vitales esenciales para sobrevivir y reproducirse: la respiración, el hambre, la sed, el sueño, la circulación sanguínea, el metabolismo, los mecanismos de defensa, las reacciones instintivas, los reflejos condicionados, los movimientos automáticos, el sexo... Dirige las funciones olfativas, regula los comportamientos instintivos, gobierna el estrés, recoge los impulsos sensoriales que le llegan del entorno y actúa en consecuencia.

Es la sede de todos nuestros impulsos primitivos: agresividad, defensa del territorio, miedo, instintos de conservación y reproducción. Impulsos todos ellos destinados a asegurar la supervivencia del individuo y de la especie, sin otros refinamientos.
Si, en un momento dado, sentimos que nos falla la respiración o disturbios metabólicos, el resto de nuestras actividades pasa a un segundo grado. «La salud es lo importante». Respetar este tópico no es más que reconocer la importancia del tallo encefálico.
Dirige los estados alterados de la conciencia. Alucinaciones y percepciones extrasensoriales.
Es muy primitivo. Procesa muy poca información; pero, por esa misma razón, actúa de modo muy rápido... e inevitablemente impreciso. No acumula experiencia y es, por tanto, incapaz de aprender. Pero sigue actuando y siéndonos muy útil. En ocasiones nos puede salvar la vida.
A nosotros, hace unos miles de años, la sed nos hizo montar nuestros asentamientos al lado de los ríos: París, Londres, Viena, Roma, Nueva York son inseparables del Sena, el Támesis, el Danubio, el Tíber, el Hudson.
También el hambre condicionó nuestros asentamientos hasta que descubrimos la agricultura. Pero aún hoy, cuando la tenemos, buscamos cómo saciarla, poniéndonos de mal humor si tardamos.
Si tenemos sueño, nos acabamos durmiendo, estemos en el cine, en el Congreso, en el Europarlamento –hemos visto muchas fotos de eso– o en cualquier acto público, salvo que alguien amigo nos despierte a codazos. Un caso límite y claramente demostrativo es el de conductores que se duermen al volante a pesar de las advertencias por el serio peligro que corren y hacen correr a otros.
¿Qué quiere decir eso? No es nada nuevo: son cosas conocidas; las sabemos de siempre... pero no solemos tenerlas en cuenta. Seguimos considerando que el único cerebro que merece nuestra atención es el «racional»3, cuando ningún dato lo avala.
La verdad es que el tallo encefálico está permanentemente comunicado con las otras partes del cerebro. Todas ellas son más complejas, más precisas en sus decisiones, pero también más lentas. Y, en caso de urgencia, la rapidez de respuesta puede ser vital.
Imagina que vas por la calle. De repente oyes a tu espalda el chirrido de las ruedas de un vehículo. Saltas, antes de darte ni siquiera cuenta, y eso te libra de ser atropellado. La rapidez del rinencéfalo te ha salvado la vida.
Esa misma rapidez es la responsable de que estemos vivos. Sin ella más de uno de nuestros ancestros habría sucumbido a manos de sus depredadores.
Hay que agradecer a su rapidez –y a su simpleza– el haber llegado hasta aquí.
Todavía hoy el olfato –rinencéfalo: cerebro nariz– cubre un importante papel en el sexo... a pesar de los desodorantes. Buena parte de los cuales son poco afortunados, porque anulan o retrasan el efecto erótico de las feromonas, fundamentales en todos los animales y cada vez más descuidadas en nosotros.
En definitiva, este cerebro, tan simple, es tan importante como cualquier otro para mantenernos vivos. Funciona continuamente, aunque no lo valoremos, y dirige probablemente todos nuestros actos cotidianos.
Es importante para defender nuestra supervivencia y la continuidad de la especie. Es el receptor de la información del exterior; y el primero en reaccionar, si es preciso hacerlo.
La evolución continúa: hoy parece que los bebés abren los ojos al nacer, cosa que era muy infrecuente hace medio siglo.
En su afán de desarrollarse y crecer, la naturaleza fue ampliando este cerebro primitivo de muchas especies, el reptiliano, facilitando nuevas neuronas que permitieron nuevas funciones. Los cerebros tienen capas que, como la corteza de un árbol, registran la evolución de las especies. Fueron desarrollando órganos que permitieran registrar lo ocurrido –por ejemplo, que al rodear una piedra tuviera una incidencia positiva, encontrando un bocado sabroso– y, en consecuencia, sacar conclusiones y aprender de ello –volviendo a rodear otros días la misma piedra en busca de más pitanza–.
Sobre y alrededor del tallo encefálico se fue formando lo que ahora llamamos el cerebro límbico.
Este nuevo cerebro, el límbico, apareció en los mamíferos más antiguos; por eso se le conoce, también, como paleomamífero.
Lo que hace es registrar las experiencias positivas o negativas. Es el lugar de los mecanismos de placer/desplacer, motivación /desmotivación, recompensa/castigo.
Lo saben bien los que investigan con ratas de laboratorio o con monos. Desde mitad del siglo pasado se sabía que el estrés de las ratas o de las monas preñadas podía tener efectos a largo plazo sobre el desarrollo de sus crías.
La primera consecuencia de tener este cerebro fue facilitar, por supuesto, la expansión y la supervivencia de la especie. Y adaptar el comportamiento en función del mundo exterior y de las incidencias cotidianas.
Estos nuevos cerebros no sustituyeron a los anteriores, sino que los mejoraron, superponiéndose a ellos. Pero sin suplirlos, sin modificar sus funciones.
El desarrollo del sistema límbico aportó a los animales inferiores – reptiles, batracios...– el enorme adelanto, para ellos, de la memoria.
La memoria es una capacidad que nos sirve para registrar información, almacenarla y poderla recuperar.
Esto empezó a facilitar la experiencia, el aprendizaje. Que nos sirve para no repetir situaciones negativas e insistir en las que nos han dado mejor resultado. Si una situación era mala, el individuo moría o escapaba por pelos y habiendo aprendido algo. Si, por ejemplo, un alimento determinado provocaba una enfermedad, sería posible evitarlo en el futuro.
La función de recordar, primero, y como consecuencia aprender es propia del cerebro límbico. Aquí aparecen las emociones que suponen, en cada caso, un impulso para actuar en un sentido u otro. Cada emoción prepara al cuerpo para reaccionar de forma específica y adecuada a la situación.
Pero esta ampliación de funciones tuvo una repercusión de enorme importancia sobre el comportamiento de muchas especies. Fue muy lenta, por supuesto, sobre millones de años, y muy diferente según los casos.
El sistema límbico rige la afectividad, la comunicación con los demás. Aquí tienen su sede los sentimientos y las emociones humanas. Es el cerebro clave en nuestras relaciones con los demás. Cuando estamos atrapados por una emoción estamos bajo la influencia del sistema límbico.
El cerebro límbico es el que desempeña el papel que se atribuye tradicionalmente al corazón4.
El doctor de origen portugués Antonio Damasio fue realmente el primero en decir que los sentimientos son muy importantes a la hora de tomar una decisión o elegir algo: son los que nos dan la respuesta correcta.
La aparición del aprendizaje resulta evidente: las crías aprenden de los padres, por imitación, lo que les resulta de enorme utilidad.
Pero, como es lógico –aunque parece que luego lo hemos olvidado– el desarrollo de este cerebro límbico no impidió, en absoluto, que el rinencéfalo siguiera desempeñando sus funciones con la misma intensidad que antes: alimentarse, el sexo y la defensa de la vida siguieron siendo prioritarios.
La actuación de este cerebro es ligeramente más lenta que la del rinencéfalo porque maneja más información, pero es más precisa.
¿Qué cerebro prevalecía? Ninguno, desde luego. O, en todo caso, uno u otro, según las circunstancias, determinarán cuál de ellos era más importante para resolver la situación.
Hemos retomado la idea de que sentir es tan importante o más que pensar; que lo hacemos constantemente, aunque luego lo disfracemos como cosa racional.
Hemos tomado conciencia de todo lo que supone el sentimiento en nuestras vidas, de su enorme importancia en nuestro pensamiento, en nuestra toma de decisiones. Que no se puede pensar sin sentir. Ni sentir sin pensar.
Y hemos aceptado que somos, sobre todo, animales; muy complejos, pero animales. En los que los instintos también juegan su rol. No se piensa ni se siente bien con demasiada hambre o demasiado sueño o demasiado cansancio o...
Con la inteligencia emocional nos referimos a la capacidad de sentir, entender, controlar y modificar los estados de ánimo en uno mismo y gestionar inteligentemente la relación con los demás.
Pero la naturaleza siguió actuando. Las especies siguieron creciendo en funciones, gracias a mutaciones tan lentas como imparables. Y el cerebro siguió aumentando en capacidad, sin ceder la que tenía. Y en tamaño, en relación con el del animal. El de una ballena puede alcanzar los cinco kilos, pero debe manejar un cuerpo enorme.
Sobre el rinencéfalo y el límbico, sin restarles nada, apareció el córtex y luego el neocórtex (córtex viene del latín: significa corteza), recubriéndolos. Es el tercer cerebro, el cerebro cortical de los mamíferos superiores. De ahí lo de cerebro neomamífero.
Y así aparece otra función importante: la que nosotros llamamos pensar, que de algún modo es común a otros mamíferos modernos y al hombre.
La mayor parte de la gente está en la idea de que los mamíferos superiores no piensan. La observación de los que tenemos cerca sugiere lo contrario. Otra cosa es que demos un significado distinto a lo de pensar.
Está demostrado que los mamíferos superiores piensan. Que modifican su comportamiento a tenor de lo que perciben del exterior. Que son capaces de construir algún tipo de herramientas para conseguir alimento o para escapar.
Hemos visto en televisión cómo una vaca utilizaba su lengua para correr un cerrojo y salir de su establo. Y los experimentos con chimpancés han mostrado habilidades bastante más complejas.
Este aumento evolutivo se repite, por cierto, en cada embrión. Parece demostrado que las especies evolucionan.
Algún mono descubre que las batatas de su isla, que come directamente, saben mejor si las baña previamente en agua de la próxima playa. Los demás monos de la manada aprenden con facilidad a lavarlas también. Y, para sorpresa de los experimentadores, los monos de otras islas, aislados por distancias de miles de kilómetros, también lo aprenden, sin que se sepa cómo.
El cerebro es la interfase que hay entre cualquier animal, por primitivo que sea, y el medio ambiente externo, o interno. Recibe, a través de los sentidos, la información del exterior.

La última etapa del desarrollo humano es el neocórtex (la parte más «nueva» del cerebro, evolutivamente hablando), en donde residen los procesos voluntarios y conscientes, con la eclosión del pensamiento y la acumulación de conocimientos.
Controla la planificación, la organización, el lenguaje y el pensamiento, de un lado; y la intuición, la creatividad y la imaginación, de otro.
El neocórtex es el asiento del pensamiento y de los centros que integran y procesan los datos registrados por los sentidos. Nos permite teorizar y razonar en lo abstracto. Es el cerebro que nos sirve para inventar, decidir y actuar en favor o en contra de cada idea, sin programación establecida. Es la sede de la inteligencia conceptual y la razón, es el cerebro de la conciencia y del libre albedrío. Nos permitió la reflexión. Hizo posible el arte, las ideas, los símbolos...
El neocórtex permite un aumento de la sutileza y la complejidad de la vida emocional, como tener sentimientos sobre nuestros sentimientos.
Es el cerebro consciente. El que nos hace humanos. Una de las muestras de su evolución es que los conocimientos de la humanidad parecen duplicarse en unos quince meses.
Hace más de dos millones de años, sobrevivió el Homo hábilis, mientras que los parantropos, sus primos, no lo lograron. La razón fue el hecho de que el primero desarrolló un cerebro mayor y más eficiente.
Los paleontólogos han descubierto algo curioso: el hombre de Neandertal tenía una capacidad cerebral ligeramente superior a la de Cromañón. Era ligeramente más alto, con brazos y piernas más fuertes. Pero parece que sus necesidades energéticas eran mayores y se adaptaron peor a las hambrunas producidas por el cambio climático. Eran lo bastante sensibles como para cuidar a sus enfermos y enterrar a sus muertos.
Después de 300.000 años de campar a sus anchas por Europa, empezaron a replegarse hacia el oeste por la presión de nuestra especie; no de golpe, sino a través de 10.000 años, con ocasionales intercambios con otra especie. Y supongo que cuando los paleoantropólogos se refieren a todo tipo de intercambios, se refieren precisamente a lo que tú estás pensando.
Hace unos 30.000 años se extinguieron en Gibraltar, su último reducto.
Pero las referencias a su cerebro han dejado dudas no resueltas acerca de su evolución.
Aunque parezca imposible, el genetista de Harvard George Church y el jefe de genética del Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva de Leipzig Svante Pääbo se están planteando la posibilidad de «resucitar» a una cohorte de neandertales.
Son conscientes de las enormes dificultades, pero se apoyan en la premisa de que todo lo que se puede hacer se acaba por hacer. Es cuestión de tiempo.
Como es el centro de mando de todo el organismo, cualquier lesión, un simple golpe en la cabeza, con la consiguiente sacudida en el cerebro, o un ictus cerebral, nos priva de la conciencia, de la capacidad de actuar o de pensar. Una lesión supone, casi siempre, la muerte, o graves incapacidades. Lo rige todo, desde el movimiento a la visión, desde el pensamiento hasta el sexo.
El cerebro es la interfase que hay entre nosotros y el medio ambiente externo o interno. Pero también lo es en todos los animales, por primitivos que sean.
Controla y gestiona los instintos que seguimos, lo que sentimos, lo que pensamos, las emociones que nos inundan, las habilidades que desarrollamos, la personalidad, el sentido del humor...; el comportamiento, en suma.
Pero, al ser tan complejo y resultar tan difícil comprenderlo, es posiblemente el órgano del que obtenemos un rendimiento más pobre en relación con su capacidad potencial.
Funcionamos, en definitiva, como si tuviéramos tres cerebros en uno, especializados y reteniendo cada uno las tres funciones que fueron desarrollando en la evolución.
Ése es uno de los «descubrimientos» que facilita la inteligencia emocional: que las tres funciones son importantes y que cada cerebro puede tomar la delantera según la situación. El más sencillo es, sin embargo, el más rápido.
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Cerebro |
Función |
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cortical |
conocimiento |
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límbico |
emociones |
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rinencéfalo |
supervivencia |
Entra por los sentidos, es decir, por el rinencéfalo. La información circula siempre del rinencéfalo al límbico, y del límbico al córtex. Un estímulo llega al límbico y, si el recuerdo que le evoca es agradable, el límbico se interesa y transmite la información al córtex. Si le disgusta, lo oculta. Es decir, actúa muchas veces como filtro. Acuérdate de cómo zapeas cuando aparecen en tu tele ese político o esa cantante a los que no tragas. Porque el cerebro límbico es el filtro de las informaciones que irán al cerebro superior, el neocórtex5. Y esa idea, esa información, la rechazamos, esa actividad que no nos gusta, o que nos da miedo, la dejamos para luego. O, simplemente, la olvidamos.
Por eso se explica el fracaso de los contactos humanos con contenidos demasiado intelectuales, cuando la realidad es terca en mostrarnos que lo emotivo y lo racional pueden discurrir por cauces bien distintos, cuando no contrapuestos.
Creemos, erróneamente, que un conflicto –situación con una carga inevitablemente emocional y, por tanto, elaborada en el sistema límbico– se resuelve sentándonos a discutirlo racionalmente, actividad cortical por excelencia.
Pero lo primero que hay que hacer es actuar en el sentido adecuado. Decirle al otro, por ejemplo, «tranquilízate» no sirve de nada. La confianza o la tranquilidad se tienen que demostrar con hechos, confiando al otro una misión que implique confianza o dándole seguridad, pero no con palabras. Cuando el médico le dice al paciente: «y, sobre todo, no se preocupe», lo único que hace es aumentar su ansiedad, salvo que le aporte razonamientos emocionales que sirvan para tranquilizarlo. Que el cortical dé «razones» al límbico resulta, simplemente, estúpido.
El intercambio de información no es equilibrado, aunque el sistema límbico y el cortical estén en comunicación permanente. El sistema límbico, como si fuera más generoso, envía mucha más de la que recibe. Imagínate que hacia el sistema cortical fluye una amplia autopista, pero hacia el límbico sólo va una estrecha carreterita.
La complejidad y la rapidez actúan en sentido contrario: cuanto más complejo es un cerebro, menos rápido resulta.
Joseph LeDoux, un neurocientífico de la Universidad de Nueva York, piensa que el cerebro límbico puede actuar independientemente del cortical, sin la menor participación cognitiva consciente.
Pienso que ocurre lo mismo con el rinencéfalo, en relación con el límbico.
Imagina un conductor magrebí en una autopista española. Viene de Centroeuropa, con toda su familia. En un vehículo cargado hasta los topes. Lleva horas conduciendo. Puede que su cerebro cortical le avise: «cuidado: hay muchas muertes en carretera si vas demasiado deprisa; el cansancio es peligroso». Pero el cerebro límbico quizás lo anime: «si llegamos pronto a Algeciras y conseguimos pasar, podríamos llegar a casa de los abuelos esta noche. Verían a los nietos, les enseñaríamos los regalos y el coche que hemos comprado. Y dormiríamos con ellos». Entretanto, el cerebro reptiliano, ajeno a estos razonamientos racionales y emocionales, decide inconscientemente: «tengo sueño». El resultado: un árbol en el camino y siete muertos. Lo he visto alguna vez en mis tareas profesionales.
El reptiliano es el más rápido. Precisamente por tener menos información es el que puede decidir antes, salvo que se le dé tiempo a la información a llegar a los centros superiores del cerebro, dando lugar a una decisión conjunta. Pero es bueno que tenga la posibilidad de decidir rápidamente. En las circunstancias en que se desenvolvieron nuestros ancestros, deliberar ante una situación hubiera supuesto, con frecuencia, sucumbir.
Hoy mismo, la rapidez de respuesta a situaciones, avalada por la experiencia, da lugar con frecuencia a decisiones instintivas salvadoras. En deporte6, sin ir más lejos, es un axioma que «jugador que duda, la pifia».
Cuando el peligro nos exige una respuesta inmediata, la amígdala –cerebro límbico– da la voz de alarma por un atajo que va desde el ojo y el oído (los sentidos que pueden percibir el riesgo) hasta la amígdala. Esta rapidez resulta crucial, y es bueno que así sea. Si ha lugar, los lóbulos prefrontales –cerebro cortical– deciden, en un sentido u otro, hacer o no hacer caso.
Esto supone un ahorro vital en tiempo de reacción que se mide probablemente en milésimas de segundo.
LeDoux llama emociones precognitivas a las posibles intuiciones basadas en sentir más que en el pensar: la amígdala no busca confirmar nada, sino que dispara una respuesta apresurada. Si nos da tiempo suficiente el cerebro cognitivo elaborará una respuesta más adecuada.
Quizás no lo parezca a primera vista, pero todos estamos en riesgo de sufrir esa pérdida momentánea de control. Piensa, tú mismo, en qué ocasiones te ocurre. ¿Cuando discutes con tu pareja por un determinado tema? ¿Cuando te lleva la contraria tu cuñado o un colaborador? ¿Cuando al conducir...? Bueno será que lo tengas en cuenta para prevenir problemas.
En esos momentos el cerebro emocional rige al racional. Puede pasar por un acontecimiento muy positivo (que te toque la lotería, un buen contrato, un beneficio inesperado, un encuentro inesperado con alguien muy querido...) o por un momento muy negativo (una trifulca, una discusión, una agresión verbal o física...).
Cuando nos llega un estímulo a través de nuestros sentidos, la información del tálamo (cerebro reptiliano) pasa en su mayor parte al cerebro cortical, encargado de tomar decisiones.
Pero una pequeña parte toma un atajo y va al cerebro límbico, lo que permite que tomemos una decisión instantánea e instintiva, y actuar antes de que nuestra parte racional pueda procesar nada.
Esta relación instantánea y automática entre el rinencéfalo y la amígdala es la que origina el «secuestro emocional». El resultado es que actuamos antes de poder pensar, algunas veces para bien (la improvisación emocional puede salvarnos la vida7) y otras para mal.
Dicho de otro modo: el cerebro racional no puede ejercer control cuando se presenta una emoción importante. Lo que sí puede determinar es la intensidad y la duración de dicha emoción.
Aparte de perder el control de sí mismo, en un secuestro emocional pueden aparecer otras expresiones inhabituales, como gritos y sollozos.
Peor es que no se pueda dar el secuestro amigdalar o secuestro emocional.
El doctor Antonio Damasio es un neurólogo de origen portugués de la Facultad de Medicina de la Universidad de Iowa. Tiene un paciente, un brillante abogado –le llamaremos Elliot– al que extirparon un tumor en el córtex prefrontal: tiene lesionada la conexión entre la amígdala y el lóbulo prefrontal.
La operación fue un éxito... salvo que el cirujano seccionó inadvertidamente el nervio que conecta el lóbulo con la amígdala. Eso supone cortar el contacto entre el pensamiento y la emoción. Y los sentimientos son indispensables para la toma racional de decisiones.
Elliot era vicepresidente de una compañía. Poco tiempo después es despedido. También pierde a su mujer. Tiene otra relación, pero también la pierde. También pierde su casa.
A partir de ahí, el proceso de toma de decisiones está seriamente afectado. La consecuencia, según el doctor Damasio, es que ha perdido la memoria, el acceso a su aprendizaje emocional, porque ya no tiene acceso al «almacén» de este recurso: la amígdala.
Los análisis demuestran que su inteligencia racional está intacta: no ha variado su cociente intelectual (CI), tiene intactas la memoria y la atención. No hay ninguna deficiencia cognitiva, pero no tiene sentimientos, no puede tomar decisiones. Pero toda decisión en la que interviene la emoción, es decir, de alguna manera, la experiencia de lo ya vivido, le resulta imposible.
El doctor Damasio describe, en su libro El error de Descartes, el intento de concertar una cita profesional con un paciente que presentaba una lesión cerebral de este tipo:
Le propuse dos fechas, ambas durante el próximo mes, con sólo unos días de diferencia. El paciente sacó una agenda y comenzó a consultar su calendario.
El comportamiento que adoptó a continuación, observado por varios miembros de mi equipo, fue sorprendente. Durante casi toda la primera media hora, el paciente enumeró las razones a favor y en contra de cada una de las opciones: citas previas, proximidad de otras, posibles condiciones climáticas y prácticamente cualquier otra cosa que se pueda aventurar en relación con una simple cita. Hizo un laborioso análisis de pros y contras, una interminable e inútil comparación de opciones y consecuencias posibles.
Todos tuvimos que hacer un esfuerzo enorme para no dar muestras de impaciencia y decirle que parase.
La conclusión del doctor Damasio es que lo emocional es tan importante como lo racional, por el poso que han dejado las experiencias previas. Que los pensamientos necesitan la cooperación de los sentimientos. Sólo cuando el sistema límbico y el neocórtex cooperen adecuadamente podremos hablar de inteligencia emocional y de capacidad intelectual.
Las personas que padecen alexitimia (a, sin; lexis, palabra; thymos, emoción) tienen incapacidad para verbalizar sus propios sentimientos. Pueden tenerlos, pero no son capaces de expresarlos.
Aunque no es frecuente que las personas se atrevan a expresarlas abiertamente.
Recién nacido, el cerebro que más funciona es el tallo encefálico. Se ocupa de sus funciones vitales: comer, beber, dormir, defecar, mantener la temperatura corporal...
A los dos meses los ojos de su madre son el centro preferido de su atención. Y cuando siente algún malestar, protesta; y alguien va a atenderlo. Pero su mundo empieza a ser ya de afectos para atender sus necesidades. Es el cerebro límbico el que funciona. Su trato con la realidad es afectivo. Aparece la primera tendencia al no de cosas que desea: es una inicial tendencia a la independencia.
La seguridad de los afectos, sobre todo del de la madre, permite al niño explorar y dominar sus miedos. Al sentirse querido, se siente seguro.
Hacia el año y medio aparece ya una afectividad inteligente. Pero el desarrollo de la inteligencia sigue muy ligado a los sentimientos. Aprende a andar y a hablar. El cerebro cortical hace su aparición.
Los dos años suponen otra tendencia al no. Busca límites en todo. Busca saltarse las prohibiciones, por lo que se pone en riesgo constantemente.
Ahora cobra fuerza educativa la satisfacción ante el elogio, ante las muestras de aprobación de aquellos a quien él aprecia. Le hacen sentirse querido.
A los siete años su conciencia se ha expandido. La reflexión hace que aparezca la vergüenza.
La adolescencia es una etapa complicada y decisiva para toda persona. Los sentimientos fluyen con fuerza y variabilidad extraordinarias. No acaba de entenderse ni de controlar sus sentimientos. Es la edad de los grandes ánimos y desánimos.
Y «descubre» que es más inteligente que sus padres: esa sensación le puede durar casi dos décadas.
Nadie duda de la inteligencia de Aristóteles, ni de lo ingente de su aportación a nuestra cultura. Pero también aquí la revisión crítica se hace necesaria. Veamos algunas «perlas» que escaparon a su ingenio:
• En el futuro no serían necesarios ni ingenieros ni arquitectos; como todo estaba inventado, sólo sería necesario su mantenimiento.
• La mujer carece de alma8. (Como la Iglesia se apoyó en él, la mujer ha estado sin alma, oficialmente, hasta el Concilio de Trento, en el año 1565).
• El cerebro sólo sirve para refrigerar la sangre.
• El hombre es un ser racional. «La razón tiene que dominar y controlar a la emoción». La cabeza debe domeñar al corazón y el jinete al corcel, según las metáforas habituales.
Aquí –en este último punto– es donde la inteligencia emocional ha supuesto un impresionante cambio de paradigma9. Durante más de veintitrés siglos, desde Aristóteles al menos, pasando por Descartes, Blas Pascal, Ramon Llull, Erasmo y tantos otros, nuestra cultura ha estado apoyada en una idea: el hombre racional. La razón tenía que dominar siempre.
Pero ahora resulta que no sólo la emoción está también en la cabeza –lo que al fin y al cabo no cambia nada–, sino que no debe estar sometida a la razón.
La razón y la emoción son complementarias e indisociables.
El sentimiento es esencial para el pensamiento y viceversa. A veces debe prevalecer la una, a veces la otra.
¿Cómo has elegido a tu pareja? ¿Qué te parece más sensato o más avanzado, el sistema que se utiliza hoy en los países árabes y antes en la España de Isabel la Católica –elegir con la cabeza; o más exactamente, con la del padre de familia– o el nuestro actual?
La inteligencia emocional supone un manejo hábil y simultáneo de ambas, un uso inteligente de razón y emoción, conocer cómo funcionan una y otra, dotar de inteligencia a la emoción y tomar conciencia de los sentimientos y saber manejar una y otros.
Hoy tenemos evidencia científica de que no se puede tomar una decisión inteligente sin que la emoción participe en ella. Por mucho que los estudios avalen cifras y datos, al final será la emoción la que tome la decisión final.
Nuestra cultura empresarial valora el poder de una mente fría a la hora de dirigir o de tomar decisiones. Pero ahora sabemos que, en la mayor parte de ellas, la emoción juega un papel crucial, pero con frecuencia no percibido. Que ante una crisis, ante una situación de emergencia –¿con qué frecuencia las vives? –, es el cerebro límbico el que asume la tarea de dirigir al resto del cerebro.
Esto explica, por otra parte, la escasa influencia de los códigos penales –actividad cortical– sobre determinados comportamientos desencadenados por emociones –trifulcas, dramas pasionales... – y, por tanto, regidos por el cerebro límbico, cuando no por el tallo encefálico cuando se trate de asuntos de drogadicción bajo síndrome de abstinencia o en situaciones en las que se percibe riesgo de la propia vida.
Resolver un conflicto laboral, por ejemplo, no es posible, en la mayoría de los casos, a nivel racional. Cualquier conflicto suele ser, esencialmente, emocional.
Cuando una pareja discute acremente, ambos suelen tener en sangre un torrente de hormonas del estrés –adrenalina, noradrenalina...– que propician la agresividad. Si en esos momentos uno de ellos avanzara algo como «yo te quiero mucho» el otro reaccionaría con algo como «¡qué c... me vas a querer; si me quisieras no...».
La única solución es desaparecer durante el tiempo que tarda ese torrente en desaparecer del sistema circulatorio –una media hora, más o menos, según sea la bronca– y volver con una sonrisa. En esos momentos, un achuchón, tomarla de la mano o mirarla con cariño es más eficaz que cualquier argumento.
En una ocasión, la directora de un departamento de una empresa que yo dirigía me vino a ver porque dos personas de su grupo se habían enzarzado a golpes. ¿Qué se puede argumentar a dos adultos en esa situación?
Incapaz de otro argumento, los envié a la calle –había cinco centímetros de nieve– con el encargo de dar una vuelta cada uno a una manzana, que eran enormes. Uno por arriba y el otro, por abajo.
Con las prisas, se olvidaron del abrigo.
Cuando volvieron, suaves como un guante, y un tanto ateridos de frío, no hubo necesidad de decirles nada, ni al uno ni al otro.
Aquí es donde aparece como imprescindible la inteligencia emocional. Tiene también un papel relevante en el liderazgo, en la motivación, en la negociación, en la venta y en muchas otras funciones directivas; así como en el trato de un médico o un abogado con sus clientes, o en la política. Y en toda relación personal. En suma, en todo lo que sea comunicación con los demás.
Resulta innecesario destacar la importancia de estas consideraciones en la obligada relación interpersonal de la mayor parte de las funciones profesionales; cualquiera de ellas puede verse arruinada por una comprensión y un trato inadecuado de las emociones del otro.
Pero la primera utilidad es, sin duda, descubrir las causas del propio comportamiento, de por qué hacemos o no hacemos cosas, de por qué aceptamos sin rebelarnos situaciones que no nos benefician. Ésta será la clave para dominar nuestros hábitos y modificar aquellos que decidamos que vale la pena mejorar.
Una de las bases de la IE es la conciencia emocional. Nos permite desembarazarnos de los estados de ánimo negativos. No podemos evitar que aparezcan, pero sí podemos disminuir su intensidad, su repercusión y decidir cuánto tiempo los vamos a soportar. Puedes imaginar la repercusión de esta capacidad sobre nuestro rendimiento.
El sistema escolar y jerárquico clásico resulta tan ineficaz, entre otras razones, porque está basado en el fracaso y el castigo. Se apoya en emociones negativas, como el miedo y la culpa, cuando sabemos teóricamente que lo que de veras funciona es el refuerzo positivo, como demostró William James en los años veinte.
Si tenemos miedo a volar o al agua, ningún discurso lógico («el avión es el medio de transporte más seguro», «tranquilo, que haces pie») cambiará nada. Pero si alguien nos hace vivir una experiencia agradable en el avión o la piscina, el límbico lo registrará, deseará renovarla y enviará por tanto al córtex un mensaje de que el uno o la otra son algo bueno. Dicho de otro modo, una información no es eficaz si no pasa por el límbico como una acción positiva que este último almacena y transmite al córtex para su transformación en idea abstracta.
En síntesis, el córtex representa la inteligencia: la racional el izquierdo, la intuitiva el derecho. El límbico, entre tanto, es la sede de la emotividad: controlada y dirigida hacia la acción (el izquierdo) e impulsiva (el derecho).
Todo ello se combina en proporciones variables. Es evidente que para ser entendido por alguien que dé preferencia a su zona cortical izquierda habrá que comunicarse de un modo diferente al de otro que se centre en la zona emocional derecha. Pero no que haya que considerar a uno más o menos inteligente o hábil que al otro.
El antropocentrismo que siempre ha caracterizado al hombre le ha hecho sentirse el centro del universo y del planeta. Cada cultura descubierta, sea del África o del Amazonas, cree que ellos son «los verdaderos hombres». Como no podía ser menos, el rey se ha sentido muy superior y distinto de todos los animales.
La ciencia ha ido, con cada descubrimiento, acortando distancias cuantitativas entre el hombre y los animales.
El hombre no es el único que habla: todos tienen lenguajes, aunque sean primitivos. Cualquier animal doméstico entiende más de una docena de palabras, como sabe quien tiene uno.
El hombre no es el único que fabrica herramientas. Algunos pájaros utilizan piedras o la misma gravedad para romper huevos. También lo hacen los monos.
Muchos mamíferos respetan la jerarquía, como nosotros. También lo hacen los chimpancés, animales grupales que viven en sociedades fuertemente jerarquizadas y que son muy independientes.
En los encuentros entre grupos, hacen uso en ocasiones del chantaje, de la violencia, a veces hasta matar al adversario. Son curiosos y tienen sentido del humor, como hemos visto en determinadas grabaciones. Tienen también cuidado de las crías y de los mayores. Y se han encontrado indicios de lo que es justo o no.
Ésta es la conclusión de un trabajo hecho en el Yerkes National Primate Research Center de la Universidad de Emory (Atlanta, Estados Unidos). En la investigación se compararon los comportamientos y reacciones ante determinados juegos con premio de seis chimpancés adultos y veinte niños (de 2 a 7 años). Forzados a colaborar, los chimpancés se reparten el premio al 50 por ciento.
Frans de Waal, uno de los coautores del artículo, señala que «hemos concluido que los chimpancés no sólo tienen un sentido de la justicia muy cercano al de los seres humanos, sino que los animales toman exactamente las mismas decisiones que nuestra especie».
Nos parecemos más a los bonobos –nuestros primos más cercanos– en que ellos tienen una cierta inteligencia social. Son más tolerantes que nosotros. Son menos violentos. Cuando se reúnen, resuelven sus conflictos con sexo. A veces comparten comida, juegan, son curiosos. Son las hembras las que dominan el grupo. Ellas tienen relaciones importantes entre sí aunque no estén emparentadas.
Los adultos se comportan de manera lúdica. Tienen una característica poco común entre los animales: la neotenia, es decir, retienen características juveniles como nosotros. Juegan siempre que pueden. Se acicalan. Y cuando dos grupos se juntan, sus encuentros terminan con sexo, pero no con violencia.
Casi todas las actividades y sentimientos que estimábamos propios del ser humano aparecen también en el mundo animal.
La necesidad de colaborar es común a muchos animales, desde insectos a los más evolucionados o con mayores capacidades intelectuales, como delfines o simios.
En definitiva, las diferencias de los animales con el hombre no son tanto cualitativas sino cuantitativas. Un tigre, un delfín o un mono están mucho más cerca evolutivamente del hombre que una rana, una abeja o una mosca. Aunque cualquiera de ellos pueda haber desarrollado habilidades cerebrales que nosotros no poseemos. Una paloma, por ejemplo, detecta y se sirve del magnetismo de la tierra para dirigir su vuelo. O un murciélago utiliza una especie de radar para orientarse en la oscuridad. Las luciérnagas y muchos peces se iluminan para buscar pareja.
Nosotros necesitamos de la técnica para hacer algo parecido. Precisamente, esos descubrimientos científicos son los que nos han permitido entender esas capacidades de los animales.
Si en tantos lugares se está investigando con estos seres, desde la mosca del vinagre o ratas hasta monos, es para poder entender mejor al hombre10.
Hay quien cree que para pensar. Otros suponen ingenuamente que para buscar la verdad. La realidad es más simple: el cerebro sirve para sobrevivir, ése es su único objetivo, la clave de su diseño. Para eso ha orientado siempre su evolución, a través de millones de años.
El cerebro no busca la verdad, sino sobrevivir.
Se sirve para ello de tres funciones:
• Busca y recibe información del entorno, a través de los sentidos; mediante el sistema nervioso la conduce al cerebro.
• La procesa internamente, a través de sus propias percepciones sensoriales (imágenes, sonidos, sabores, olores, emociones...); y la contrasta con la que ya tiene.
• Decide una conducta adecuada.
En definitiva, el cerebro humano ha ido creciendo –y sigue haciéndolo–. Como el tronco de un árbol, sus distintas capas registran la evolución de nuestra especie a través de miles de siglos. Y vamos conociendo esa evolución mediante el estudio de los fósiles.
Un hemisferio cerebral actúa como un potentísimo ordenador. Eso nos ayuda a entender y desarrollar estas máquinas. Y también el ordenador nos está facilitando un mejor entendimiento de cómo funciona el cerebro. Aunque uno y otro funcionan de modo muy diferente: más rápida la máquina, más complejo y versátil el cerebro.
Se sabe que el cerebro funciona y aprende incluso durante el sueño. Las neuronas se siguen comunicando para «digerir» la información percibida durante la jornada. La memoria se codifica durante una fase del sueño. La perspicacia y la creatividad se afinan mediante los sueños.
Existe, según la ciencia, una estrecha relación entre la actividad cerebral y el sistema inmunológico, especialmente en la segunda mitad de la vida.
Su análisis está resultando cada vez más completo gracias a la posibilidad de escanearlo con el tomógrafo o la resonancia magnética; y estudiar así qué zonas específicas del cerebro entran en funcionamiento al ejecutar cada acción. Ya no se trata de especulaciones teóricas, sino de comprobaciones de carácter científico registradas en fotos o en color cada vez con más detalle.
Estos sistemas de neuroimagen estructural están permitiendo visualizar el hardware del cerebro: el tamaño y la forma de cada una de sus zonas; y su actividad al realizar determinadas tareas.
La naturaleza es muy sabia y no gasta energías en capacidades que no se utilizan. Los astronautas sometidos a situaciones de ingravidez pierden una parte importante de su masa ósea. Su esqueleto se debilita seriamente. No vale decirle: «cuando vuelva te voy a necesitar». Hasta que no lo requieran y lo ejerciten durante semanas se quedan sin recuperarlo.
Con la inteligencia ocurre otro tanto:
O la usas o no la desarrollas
Hace no demasiado tiempo algunos «científicos» se burlaban de las teorías darwinianas, rechazando que el hombre descendiera de los animales y preguntando por el «eslabón perdido» entre una especie y la otra. Hoy son miles los fósiles prehumanos y humanos que permiten acallar esas ideas con una historia irrebatible en cuanto a datos y fechas. Se conocen al detalle los antecesores del homo sapiens.
Pero esas objeciones han sido siempre componentes de nuestra historia.
Verdades incontestables han sido siempre rechazadas por apariencias:
• El sol «parece» moverse alrededor de la tierra, pero la realidad es otra.
• La tierra «parece ser» el centro del universo; pero ciertamente lo es del nuestro.
• Nuestro propio cuerpo es sólido: pero está en su mayor parte vacío, aunque la atracción de los átomos haga parecer lo contrario y lo haga impenetrable... salvo para determinadas radiaciones.
Aún hoy nos cuesta trabajo entender ciertas cosas. Todo ello debiera llevarnos a la idea de que una cosa es cierta... hasta que se descubra que lo es otra, probablemente mejor o más práctica.
Quizás valdría la pena que revisáramos los códigos de justicia a la vista de las ideas de la inteligencia emocional. Deberíamos analizar de dónde procede la agresión, si del cortical, del emocional o del instintivo.
¿Tiene sentido la pena de prisión para quien, ladrón de guante blanco, consigue robar millones a la sociedad, como un político corrupto o un banquero? Me parece que no es inteligente gastar encima un dineral anual en encarcelarlo –si es que se le condena11– y dejarlo libre «cuando haya pagado con la libertad su deuda» social. Más inteligente sería mantenerlo en prisión domiciliaria hasta que haya devuelto lo robado y satisfecho una multa proporcional.
Es terrorífico el caso de las mujeres maltratadas. La escala es: maltrato psicológico, maltrato físico y, en ocasiones, la muerte.
Por cierto, la pareja las mata bien; y se suicida (37% de los casos), pero se suicida «mal», porque su rinencéfalo se lo impide de algún modo. Es una pena que no se suiciden antes de matarlas.
Si está por medio el secuestro emocional, poco cabe, salvo la venganza, que no satisface a nadie. Y la prevención. Lo único válido, aunque tardío.
Pero la prevención tendría que haber empezado en la familia y en la escuela, dotándolas de los mismos derechos que el hombre. Y de la suficiente autoestima12.
Y hablamos de las mujeres maltratadas por ser el caso más frecuente, pero se dan también las victimas en niños, ancianos y hombres.
Es un tema que no se toca, y menos científicamente. Pero la historia y la realidad cotidiana están llenas, en todos los países y en todas las culturas, de ocasiones en que se falla en las buenas intenciones del adecuado comportamiento moral y familiar.
Al rinencéfalo le debemos la permanente preservación de la vida de cada persona: es indudable su importancia para la enorme mayoría.
Pero en ocasiones su actuación instintiva desborda la intención de perpetuar la especie.
Hay, más en concreto, tres historias cotidianas que ilustran la frecuencia con la que esta parte del cerebro toma indebidamente el mando:
• Incesto.
• Violación.
• Pederastia.
En todos los casos, el sexo se impone, apoyado por el miedo al poder y a la violencia del sujeto; y la vergüenza de la esposa, de las hijas y de los niños a aceptarlo y a confesarlo.
Los cerebros cortical (policía, justicia, cárcel...) y límbico (ética, moral, rechazo familiar y social...) resultan insuficientes para frenarlos. La obsesión instintiva gana.
Es mucho más habitual de lo que pensamos. La actriz Nastassja Kinski ha querido apoyar públicamente a su hermana Pola después de que ésta, también actriz, haya denunciado en sus memorias que el padre de ambas, Klaus Kinski, abusó de ella durante su niñez y su adolescencia. «Es un tirano», ha declarado en una entrevista.
No es demasiado extraño que ocurra en las zonas más deprimidas, donde toda la familia comparte el mismo dormitorio. Y donde las madres son las primeras en ocultarlo, por vergüenza, por celos o por cualquier otro motivo.
«Todos los padres del mundo lo hacen», confesaba cínicamente Klaus a su hija Nastassja.
Los acusados suelen presentar personalidades psicopáticas: un 30% de los internos en las cárceles de Estados Unidos tiene alguna alteración.
La teoría de los derechos humanos frena la castración de los violadores contumaces, que parece ser la única manera de evitar sus agresiones.
Pero también existen derechos humanos de miles de mujeres que no tendrían que estar aterradas por la presencia de uno de esos individuos en su ciudad.
El problema es que, aunque encarcelados, parecen no poder reprimir su obsesión sexual. Sabemos que, en la primera salida que tengan, volverán a violar.
Se plantea la discusión: por una parte han pagado, con la cárcel, su deuda con la sociedad. Pero están también los derechos de las presuntas víctimas a vivir en paz.
Mientras redacto estas líneas aparecen dos reportajes en los periódicos.
El famoso presentador de la BBC Jimmy Savile abusó durante más de cuatro décadas de niños de 10 años en numerosos hospitales, prisiones y otras instituciones, según el informe de la policía británica que hoy se hará público sobre el ‘caso Savile’.
El informe de 30 páginas, y al que ha tenido acceso el diario británico The Guardian, da voz a las víctimas y describe cómo la celebridad abusó de hasta 500 niños y jóvenes, y violó a más de 30.
John Cameron, director de la institución para la protección de la infancia, la NSPCC, que realizó la investigación junto con la policía, dijo: «Está muy claro que Savile asaltó a niños muy pequeños y que era un pedófilo prolífico. No hay duda sobre eso».
De todas las declaraciones tomadas hasta el momento, la policía ha reunido pruebas suficientes para registrar 200 delitos sexuales relacionados con Savile en todo el país. El presentador utilizaba su personalidad y su fama para engañar a un gran número de instituciones –incluyendo hospicios– para que le dieran acceso a las personas vulnerables.
Según señala el Padre Alberto Athié:
«Las conductas de abuso sexual a menores por parte de clérigos, así como el patrón de conducta encubridor por parte de las autoridades eclesiásticas, contradicen el Evangelio, vulneran la dignidad y los derechos fundamentales de la persona, y cuestionan la naturaleza misma de la misión de la Iglesia en el mundo y el papel de sus autoridades.»
Pero no siempre ha sido ésta la actuación de las autoridades eclesiásticas, más bien proclives a ocultar lo sucedido. En poco tiempo, cientos de sacerdotes han sido condenados judicialmente por cometer delitos sexuales contra menores en España, Francia, Italia, Alemania, Austria, Polonia, Gran Bretaña, Irlanda, Estados Unidos, México, Centroamérica, Costa Rica, Puerto Rico, Colombia, Argentina, Chile, Australia... en África, ni se sabe. Un buen número de obispos han cesado en sus cargos al hacerse públicas sus conductas pederastas. La Iglesia esconde y minimiza este tremendo problema.
2. Aunque sólo se plantee la satisfacción.
3. Racional no es lo mismo que cognitivo, como veremos más adelante. Éste es uno de los errores de Goleman. Es mucho más amplio lo cognitivo –incluye lo intuitivo o creativo– que lo racional.
4. Parece más romántico seguir hablando de «asuntos del corazón» que no llamarlos «asuntos límbicos».
5. Técnicamente debiéramos llamarlo así, pero lo encontrarás indistintamente como córtex en más de un libro.
6. El deporte es un estupendo espejo de la vida y de la empresa. Nos ayuda a entenderla y a manejarnos en ella.
7. Un soldado está en el segundo piso, disparando al enemigo. En un momento determinado oye gritar a su alférez: ¡Salta! Lo hace al instante. Un momento después lo hubiese destrozado un obús. (Anécdota referida por Goleman).
8. De ahí la permisividad al amor con efebos, «más inteligentes».
9. Paradigma: marco de referencia que permite interpretar un fenómeno. Por ejemplo, que la tierra es plana o que es redonda. Que es el sol el que gira alrededor de la tierra o viceversa.
10. Espero que no sea necesario añadir que al decir hombre me refiero a la especie.
11. Esta sociedad es muy tolerante, por no decir otra cosa, en este caso. Y si se le condena, está el gobierno de turno para aplicar, torticeramente, un indulto injustificable que rompe toda división de poderes y pone en tela de juicio nuestra democracia.
12. Es frecuente oírlas justificarlos: «Me pega lo justo» o «me pega porque me quiere».