De los directores de sociedades anónimas, sin embargo, al ser gestores del dinero ajeno y no del propio, no puede esperarse razonablemente que velen por el mismo con la misma vigilancia inquieta que sus propietarios... Por tanto, cuando se gestionan los asuntos de una empresa de este tipo siempre prevalecerá, más o menos, la negligencia.
Adam Smith
No estoy preparado para jugar al fútbol, no estoy preparado para tocar el violín. Da la casualidad de que trabajo en algo que se paga extraordinariamente bien en la sociedad actual… Si hubiera nacido en una época anterior habría acabado devorado por algún animal.
Warren Buffett
A principios de la década de 1960, después de haber dedicado con éxito la mejor parte de veinte años de su vida a seleccionar acciones, Warren Buffett concibió una visión de su futuro rol —como director y gestor de un proyecto— que fue única entonces y lo sigue siendo hoy en día.
La visión era la siguiente: actuar como propietario en la dirección y gestión de esta empresa.
Para poder hacerlo, Buffett definiría su rol como el de alguien que escogería, de entre el universo de oportunidades que se presentaban dentro del ámbito de su competencia esencial, la aplicación de capital que obtuviera el máximo rendimiento y que al mismo tiempo conllevara el mínimo riesgo, al igual que sin duda harían sus inversores si el dinero estuviera en sus manos. Si no era posible, es decir, si no podía lograr un rendimiento superior al que los accionistas podían obtener en otra parte, les devolvería el dinero.
Eso quería decir que no podía calificarse a sí mismo, como hacen la mayoría de directores generales, de fabricante de productos textiles, caramelos, pólizas de seguro, artefactos o lo que fuera. De ahí en adelante, sería responsable de asignar capital.
No podía ser de otra manera. A partir de entonces, también tendría que garantizar que los ejecutivos que trabajaban para él en las compañías filiales de Berkshire Hathaway aceptaban esta filosofía.
Parece sencillo, pero no lo es.
Es sencillo, porque en Berkshire Hathaway es a la vez propietario y ejecutivo, lo cual significa que sus intereses en uno de los roles están perfectamente en línea con los del otro.
No es sencillo, sin embargo, en el sentido de que Buffett trata a todos los accionistas de Berkshire, incluso al menos importante, como socios iguales de la empresa. Por tanto, gestiona la compañía tanto en nombre de ellos como en el suyo propio.
Tampoco es tan sencillo porque, aunque Buffett posee las empresas filiales de Berkshire, concede a sus directivos una enorme autonomía. Por tanto, se encuentra con relación a ellos al igual que lo están sus accionistas con respecto a él —gestionan las empresas en nombre de Buffett.
Sin embargo, y en primer lugar, no es tan sencillo porque desde la Revolución Industrial, cuando se separó la propiedad que tenían de las empresas accionistas dispares del control de las mismas por parte de sus directivos, una pregunta se ha quedado sin respuesta: ¿cómo se puede lograr que los directivos actúen como propietarios?
Adam Smith ya resumió la cuestión en 1776. Dadas las deficiencias de la naturaleza humana, era fatalista en cuanto a creer que alguna vez podría resolverse el problema de alineación de los intereses de las dos partes y estaba firmemente convencido de que los directivos atenderían sus intereses con mayor diligencia que los de los propietarios en cuyo nombre trabajaban.
Tenía razón.
Nada indica que el problema se haya resuelto en la era moderna del buen gobierno corporativo. Al menos, no se ha resuelto en la mayoría de las empresas. Ni tampoco lo resolvió Warren Buffett hasta que aprendió unas cuantas lecciones acerca de la naturaleza humana. La determinación de Buffett de actuar como propietario se quebró en cuanto se puso el manto de directivo. De esa guisa se tropezó con lo que él denomina su «descubrimiento más sorprendente», una fuerza que hasta entonces había sido invisible para él y que calificó como «el imperativo institucional».
Churchill dijo una vez: «Ustedes dan forma a sus hogares y luego éstos los moldean a ustedes».
Warren Buffett
A modo de ejemplo, Buffett describía el funcionamiento del imperativo institucional de la siguiente forma:
1) Al igual que si estuviera gobernada por el Principio de Inercia o Primera Ley de Newton, una institución se opondrá a cualquier cambio en su dirección actual. 2) Del mismo modo que el trabajo se amplía hasta ocupar todo el tiempo disponible, los proyectos o adquisiciones corporativos se llevarán a cabo para absorber los fondos adicionales disponibles. 3) Cualquier antojo del líder, por estúpido que sea, será rápidamente apoyado por una tasa de rendimiento pormenorizada y por unos estudios estratégicos preparados por sus subordinados. 4) Se imitará absurdamente el comportamiento de empresas similares, tanto si se amplían, efectúan adquisiciones, establecen retribuciones especiales para sus ejecutivos o cualquier otra cosa.
Y añade:
En la escuela de negocios donde estudié no se me dio idea alguna de la existencia del imperativo, ni yo tampoco lo capté intuitivamente cuando hice mi entrada en el mundo de los negocios. Yo creía entonces que los ejecutivos respetables, inteligentes y con experiencia tomaban decisiones racionales de forma automática. Pero con el paso del tiempo fui aprendiendo que esto no es así. En cambio, la racionalidad se debilita con frecuencia cuando el imperativo institucional entra en juego.
Buffett llegó a una conclusión tan trascendental para su dirección futura de Berkshire Hathaway como lo fue el objetivo de Jack Welch en GE, que consistía en hacer llegar la empresa al puesto primero o segundo en cada uno de los sectores en que participaba activamente. «La dinámica institucional», decía Buffett, «y no la estupidez, llevan a las empresas por estos rumbos, que con excesiva frecuencia son equivocados».
Que el imperativo institucional sorprendiera a Buffett puede explicarse por el hecho de que, aunque había sido un seleccionador de acciones con gran éxito, durante este período había prestado escasa atención a los fundamentos del negocio en los que podría haberse esperado que se manifestase el imperativo. Llevaba muy poco tiempo en su rol de ejecutivo de empresa.
Buffett se dio cuenta de que tenía que cambiar su planteamiento si quería retener su ventaja competitiva y seguir superando a sus competidores. Pero esto no sería tan sencillo como decidir la dominación de los sectores en los que Berkshire participaba. El imperativo no respetaba el tamaño ni la posición en el mercado.
Para conquistar una ventaja sostenible, tendría que reconocer el imperativo en sí mismo. Tendría que darse cuenta de que el arrendamiento de valores (frente a la adquisición de empresas) únicamente agravaba el problema del imperativo. Tendría que abrir los ojos al concepto de creación de valor sobre una base permanente y darse cuenta de que el imperativo era un problema para ello: en la empresa que dirigía, en las que adquiría y en aquellas en las que invertía. Y tendría que tener esto en cuenta en todas esas actividades.
Buffett gozó de una ventaja en sus primeros años antes de llegar a ser directivo, pero teniendo en cuenta lo que había aprendido, no era una ventaja sostenible. Tenía que descubrir algo más duradero.
Y lo consiguió. Reconoció el imperativo. Especificó su mecanismo como un problema de la naturaleza humana. Y al final se colocó en una posición donde pudo tender un puente sobre el vacío existente entre el directivo de una empresa y su propietario y actuar como el profesional responsable de la asignación de capital que todos los propietarios quieren ver en sus directivos.
En su juventud, Buffett fue atraído por el mundo de la inversión en una época en que el mercado de valores era el hábitat de los especialistas. Los movimientos de las cotizaciones se manipulaban a menudo.
Sin embargo, cuando Benjamin Graham empezó a exponer la teoría de la valoración y selección de valores a finales de la década de 1920 y principios de la de 1930 —estableciendo sólidamente el concepto matemático de valor—, esto empezó a cambiar.
En 1950 se matriculó en un curso en la Universidad de Columbia en el que Graham enseñaba análisis fundamental del mercado de valores. Buffett adoptó rápidamente a Graham como su héroe y, tras ser contratado por la propia firma de inversiones de Graham, también como su mentor. Años más tarde comentaba: «Ben ha influido en mí más que cualquier otra persona, con la excepción de mi padre».
En una época donde pocos se interesaban por el análisis de valoración, ésta fue una era dorada para los que sí lo hicieron. Entrenado en los principios que Graham le había enseñado, Buffett escudriñaba con voracidad los datos disponibles de las compañías.
Su peculiar capacidad numérica le hacía destacar en este aspecto. Sus amigos de la infancia Bob Russell y Don Danley recuerdan cómo le disparaban series de cifras de dos dígitos para que las multiplicase y listas de ciudades para las que tenía que dar la cifra de su población. Buffett devolvía las respuestas casi con la misma rapidez que le preguntaban. En Graham-Newman, donde el propio Ben Graham era legendario por su capacidad mental para procesar datos, Buffett asombró a sus colegas por ser aún mejor y más rápido.
Su increíble memoria de hechos y cifras le permitía memorizar el perfil estadístico de toda compañía que analizaba. La velocidad de su cerebro le capacitaba para analizarlas todas. Una tarea imposible para cualquier otro, que le permitía seguir diligentemente los valores, rastrear sus valoraciones apropiadas y abalanzarse sobre ellas cuando se abarataban—mientras aún eran baratas.
La formación recibida por Buffett con Graham como mentor sacó provecho de esta ventaja natural, y pronto obtuvo recompensa. Entre 1951, cuando se graduó en el curso de Graham, y 1956, cuando volvió a su casa de Omaha después de haber trabajado en la sociedad de Graham, la fortuna personal de Graham pasó de 9.800 dólares a 140.000 dólares, una tasa de crecimiento anual acumulativo de alrededor del setenta por ciento.
Lo consiguió mediante la compra de valores que la mayoría de la gente consideraba difíciles. De hecho, durante una breve estancia en la sociedad de bolsa de su padre, Buffett-Falk and Co., el joven Buffett se encontró con una enorme resistencia a sus ideas.
A menudo estas acciones eran tan tremendamente baratas que la gente creía que debía de haber algo en ellas que no estaba bien. Incluso Buffett pensó a veces que las valoraciones eran demasiado buenas para ser ciertas. Y sin embargo, continuó adelante a pesar de todo.
La combinación de la resuelta confianza de Buffett en sí mismo y su cerebro calculador era irresistible. Antes de leer a Graham y estudiar bajo su magisterio, el historial de Buffett, tal como él mismo admite, era normal y corriente. Sin embargo, ahora parecía que había nacido para las inversiones. «Pienso que estaba en sus genes», comentaba su hermana menor, Roberta.
A partir de entonces, con la atracción de inversores, consecuencia de su creciente reputación, y la utilización del dinero que había acumulado, Buffett creó los tres fondos que más adelante se fusionarían en Buffett Partnership (BP). Era director único, con plena libertad de decisión. Era el año 1956 y Buffett tenía tan sólo veintiséis años. Ése fue el primer paso que dio en el camino que iba a transformarle.
En 1961 Buffett adquirió una participación mayoritaria en Dempster Millls Manufacturing para BP. Desde el punto de vista estadístico era un valor barato, coherente con el manual de Graham. Fue también una compañía de la que finalmente Buffett se nombró presidente. Aunque Ben Graham no había estado en contra de tener un papel influyente en las compañías que adquiría, éste era un paso revolucionario para el gestor de un fondo de inversión. Excepto en que Warren Buffett no se concebía a sí mismo como gerente de un fondo. En Dempsey vio una empresa que estaba invirtiendo demasiado en negocios de bajo rendimiento. Si él era capaz de remediar esto como presidente, podría liberar parte del dinero destinado a la fabricación de herramientas y bienes de equipo agrícolas. Luego podría canalizar estos fondos hacia inversiones alternativas que produjeran unos rendimientos más elevados, activos que los propietarios de la empresa habrían seleccionado si hubieran conseguido que sus directivos les retornasen su capital.
Había nacido un profesional de la inversión; el modo en que Buffett se tropezó con esta nueva perspectiva se trata en el capítulo siguiente. Pero esta extraña e híbrida criatura nació prácticamente estrangulada. La incursión inicial de Buffett en el nuevo rol no funcionó como esperaba.
Buffett obtuvo un espléndido rendimiento de su inversión, pero sólo después de haber contratado un nuevo director para que lidiara con problemas que eran «demasiado difíciles» de solucionar para Buffett, es decir, apretar las tuercas al personal para que cumpliera los objetivos establecidos por él, su propietario y presidente, en lugar de perseguir su propio bienestar como directivo de la empresa. Los intentos de hacerlo él mismo durante sus visitas periódicas a la empresa no lograron la necesaria reducción de gastos generales y existencias en una empresa cuya línea de fabricación no tenía en cuenta los costes innecesarios.
Éste fue el primer y breve roce (vendió su participación en 1963) que Buffett tuvo con el imperativo institucional, y lo que descubrió fue que tener la visión es una cosa, pero que había una enorme diferencia entre ser un inversor a largo plazo y un directivo cuyo propósito es actuar como lo haría un propietario. Buffett descubrió que el tendido de un puente sobre el abismo que hay entre la propiedad y la gestión —motivar a los directivos para que actúen como propietarios— era un elemento esencial en su nueva situación. Alinear los intereses de los ejecutivos con el suyo no fue tarea fácil, de ahí la venta de su participación en la compañía.
Un año antes había empezado a comprar acciones de otra compañía para Buffett Partnership: Berkshire Hathaway, una empresa fabricante de productos textiles con sede en Nueva Inglaterra. Hacia 1965 la había hecho crecer a un tamaño suficiente que justificó que se hiciera cargo de sus operaciones (más adelante llegó a ser presidente de la compañía).
Había similitudes alarmantes entre Berkshire y Dempster. La inversión inicial de Buffett se basó en su bajo coste. Además, ambas tenían dificultades en sectores de bajo rendimiento. A partir de entonces su estatus de inversor interesado evolucionó al de propietario activo (el primer indicio de la caída en la trampa que el imperativo institucional tenía en reserva). No obstante, había una diferencia de peso entre ambas.
En Berkshire, Buffett tuvo mucho cuidado en conservar un director general de operaciones que estaba hecho de la pasta adecuada, es decir, que poseía las cualidades personales para poder colaborar con Buffett y no era un individuo al que tuviera que dirigir. Ese hombre era Ken Chace. Buffett admiraba a Chance. Confiaba en la motivación esencial de Chace: el cumplimiento de los objetivos establecidos para la organización. La asociación con este hombre íntegro fue la precursora del diseño motivacional para todas las asociaciones posteriores con los gerentes de sus múltiples compañías filiales. Al timón, sin embargo, de otra compañía cuya dirección había actuado previamente por propio interés en detrimento del de sus accionistas. Buffett decidió no agravar el problema de operar en un sector difícil a través de entrar más a fondo en el mismo. En lugar de reinvertir en sus actividades textiles, solamente hizo lo suficiente para que fueran tirando —a una tasa de rendimiento que le permitiera cosechar una liquidez que luego invertiría en otras actividades que le produjeran rendimientos más elevados—. Ahora, con el diligente Chace a su lado, el modelo de actuación como propietario elaborado por Buffett se encontraba en una posición mucho mejor. Una vez más, estaba asignando capital.
En su papel de gerente de empresa, determinaba la suma de capital a retener para la fabricación de artículos textiles. En su rol de propietario, manejaba la relación de la gerencia con Chace a través de la dirección de sus actividades. Y en su papel de inversor, utilizaba la liquidez extraída de la compañía para obtener rendimientos más altos allí donde fuera posible. «Es realmente la interacción del capital empleado, el rendimiento obtenido de este capital y el futuro capital generado», afirma Buffett. Sin embargo, a pesar de lo sencillo que parece este concepto, las cosas no salieron totalmente de acuerdo con el plan.
Parecía que Buffett había solucionado el problema del hombre que dirigía la empresa. Ken Chace se ocupaba de atender sus deseos en la dirección de las operaciones. Como propietario, por tanto, era capaz de dejar hacer y, sin embargo, seguir controlando la compañía, pero lo verdaderamente crucial fue que en los otros aspectos de asignación de capital como gerente e inversor aún cometía errores.
Sabía que era un negocio difícil… Entonces era más arrogante o más inocente. Aprendimos un montón de lecciones, pero desearía que las hubiéramos aprendido en otra parte.
Warren Buffett
Desde el momento en que se hizo cargo de Berkshire Hathaway, Buffett tuvo problemas en el ámbito operacional. Simplemente no había tregua en las presiones que habían bombardeado la compañía bajo su propietario original, Seabury Stanton, quien se había aferrado tercamente al sector textil a través de la adversidad.
Buffett iba a aprender de primera mano por qué Stanton había actuado de esta manera. A pesar de su propósito, y sin tomar en consideración el rendimiento del capital invertido en la empresa, su compromiso con Berkshire Hathaway parecía crecer por voluntad propia.
Compró acciones de la compañía simplemente porque eran una ganga y estuvo a punto de venderlas en 1964, después de que Stanton le hiciera repetidas ofertas de recomprar su participación —si las rechazó fue porque pensaba que el viejo le estaba engañando en el precio—. Según Munger, «Estaban separados por tres octavos de punto» para cerrar el acuerdo, y fue totalmente casual que Berkshire se convirtiera en su instrumento de actuación». Sin embargo, veinte años más tarde, después de considerar por primera vez el cierre del negocio textil a mediados de la década de 1970 —precisamente a causa de su escaso rendimiento— Buffett estaba todavía enredado en él.
En el ínterin era evidente la amenaza a su ambición de hacer aumentar el valor de la que se convirtió en su empresa mayor. A menos que Buffett pudiera mantener la actividad textil de Berkshire en condiciones de generar, como mínimo, la tasa de rendimiento establecido o, más en serio, si ésta empezaba a consumir capital, ello obstaculizaría su ambición de acumulación de rendimientos. Si esto ocurría, estaría mucho mejor atendido por la inversión inmediata en un negocio que produjera un rendimiento más elevado y seguro.
De hecho, el problema ya era obvio en 1969, cuando advirtió a sus socios acerca de sus escasas expectativas en la empresa. Pero reaccionó con terrible lentitud para hacer algo sobre ello, y el coste de oportunidad de no hacer nada fue sustancial, tanto para Buffett como para los otros propietarios de la compañía.
En el ínterin, Buffett se disciplinó en gran medida para reducir el negocio textil. Sin embargo, aún se encontró, a pesar suyo, realizando inversiones que nunca obtuvieron la tasa de rendimiento establecida.
En 1978, por ejemplo, Buffett comunicó a sus accionistas: «Vuestro presidente tomó hace unos años la decisión de adquirir Waumbec Mills, de Manchester, New Hampshire, ampliando así nuestro compromiso con el sector textil». Aunque «según cualquier test estadístico, el precio de adquisición era una ganga extraordinaria, la compra fue un error. Aunque trabajamos a fondo, fueron surgiendo nuevos problemas con la misma rapidez con que controlábamos los viejos».
No obstante, Buffett buscó razones a su alrededor que apoyasen esta decisión. Una de dichas razones era la expectativa de sinergias. «Aunque fue un error, la adquisición de Waumbec no ha sido un desastre. Ciertas partes de la operación están demostrando que son una incorporación valiosa a nuestra línea de textiles para el hogar.»
La realidad es que fue un desastre. Las sinergias existentes no fueron suficientes.
El problema de Buffett es que ya se había comprometido con el negocio. Fue esta conclusión previa la que le hizo caer en la trampa.
Buffett descubrió que no podía mantener su punto de vista, por más que lo intentó: sembrar y cosechar en otra parte sin reinvertir en absoluto en el negocio textil. Una vez comenzado, su compromiso con el negocio se mantuvo vigente. Tal como le había sucedido a Stanton anteriormente, aunque de un modo ligeramente distinto, Warren Buffett se había convertido también en una víctima del imperativo institucional. La dinámica del imperativo le había atrapado, y había aumentado inexorablemente su compromiso con el sector textil y colocado obstáculos a su retirada cuando intentaba emprenderla.
Mientras que el compromiso de Stanton con Berkshire Hathaway estaba enraizado en el concepto que tenía de sí mismo como «hombre del textil» cuya tarea consistía en hacer crecer el negocio —no es una definición inusual de uno mismo para un gerente—, Buffett se veía a sí mismo como un hombre de negocios compasivo que se preocupaba profundamente y valoraba extraordinariamente las relaciones personales que este estatus conllevaba. Era el tipo de persona que deseaba corresponder al esfuerzo y fidelidad que le mostraban sus gerentes y otros empleados, quienes satisfacían sus deseos como propietario de la firma de la que se encargaban. Una vez en el negocio, sin embargo, el camino de menor resistencia era permanecer y tener éxito en ello.
No obstante, en 1985, cuando los resultados acumulados fueron tan malos y el panorama tan claro que ya no pudo seguir engañándose por más tiempo de lo contrario, Buffett se vio obligado a explicar a sus accionistas el motivo de haber tomado la dolorosa decisión de echar el cierre a sus operaciones textiles. Por entonces había pasado alrededor de un tercio de su vida en el negocio. Escribió lo siguiente:
Debo hacer hincapié en que Ken y Gary [el equipo de dirección] han aportado iniciativa, energía e imaginación a sus esfuerzos para lograr que nuestras actividades textiles tuvieran éxito. Reestructuraron las líneas de productos, la configuración del equipo y la organización de la distribución en sus intentos de lograr una rentabilidad sostenible.
Reconocía que, en efecto, había estado engañándose a sí mismo:
Al final nada funcionaba y yo debería haber sido culpado de no haber abandonado antes. Doscientas cincuenta fábricas textiles han cerrado desde 1980. Sus propietarios tenían la misma información que yo tenía; simplemente la procesaron más objetivamente. No hice caso del consejo de Comte: «El intelecto debería ser el siervo del corazón, pero no su esclavo», y creí lo que quería creer [énfasis añadido].
En el proceso de asignación de capital, cuando los compromisos adquiridos con las empresas van por mal camino, surge un peligro especial. Aquellos que cargan con un elevado grado de responsabilidad por haberlos introducido tienen tendencia a destinar más fondos a estos proyectos en las sucesivas rondas presupuestarias que aquellos que no tienen que cargar con la responsabilidad del error y que no forman parte de la dinámica negativa.
Mientras las escobas nuevas barren y limpian, los que están dentro se meten más a fondo. Deciden intensificar su compromiso con un juego que aún podría ofrecer una posibilidad de mantener su error, un indulto del castigo de mentirse a sí mismos. Afirma Charlie Munger:
Usted se ha comprometido con algo a fondo; ha invertido esfuerzo y dinero en ello. Y cuanto más invierte, más le hace pensar el principio de uniformidad o coherencia: «Ahora tiene que funcionar. Si tan sólo invirtiera un poco más, entonces funcionaría». La gente se arruina de esta forma porque no puede permitirse parar, reconsiderar ni decir: «No tengo que perseguir esto como una obsesión».
En el caso de Stanton, el principio de uniformidad o coherencia le instaba a obtener un rendimiento de sus inversiones. En el caso de Buffett, se trataba de preservar la percepción de sí mismo. A esto se le llama caer en la trampa.
Ambas reacciones son instintivas cuando se dirige y gestiona a nivel empresarial. Son también lo que distingue a la gestión empresarial de la asignación de capital. Utilizando el caso de Burlington Industries como ejemplo, Buffett presentó en 1985 (la fecha no es casual, puesto que fue el año en que cerró el negocio textil) un excelente análisis de las consecuencias:
En 1964 Burlington obtuvo unas ventas de 1.200 millones de dólares […] tomó la decisión de seguir fiel al negocio textil. A lo largo del período 1964-1985 realizó inversiones de capital por unos tres mil millones de dólares, más de doscientos dólares por acción sobre este valor de sesenta dólares. Una parte muy importante de estos desembolsos, estoy seguro de que se dedicó a reducir costes y a la expansión. Teniendo en cuenta el compromiso básico de Burlington de permanecer en el sector textil, yo también diría que las decisiones de la empresa en este aspecto fueron bastante racionales.
No obstante, Burlington ha disminuido su cifra de ventas en dólares reales y su rendimiento sobre ventas y patrimonio neto ha sido bastante más bajo ahora que hace veinte años. La acción se vende ahora por un poco más de los sesenta dólares a que cotizaba en 1964. Mientras tanto el IPC se ha más que triplicado. Por tanto, cada acción tiene un tercio de la capacidad de compra que tenía a finales de 1964. Estas desastrosas consecuencias para los accionistas indican lo que puede ocurrir cuando se aplica mucho esfuerzo mental y muchas energías a una hipótesis incorrecta.
Warren Buffett fue capaz de identificar con tanta claridad dónde se había equivocado la dirección de Burlington porque, para entonces, finalmente había llegado a reconocer dónde se había equivocado con Berkshire Hathaway. Él había estado actuando del mismo modo, aunque en un grado bastante menor. Se vio obligado a hacerlo, pues la dinámica de la situación le había sobrepasado.
Evidentemente, desde el punto de vista de sus propietarios, el compromiso de Burlington con el sector textil fue un error. Igualmente evidente, ese compromiso ponía de manifiesto la dinámica del imperativo institucional. Lo hacía del mismo modo en que había atrapado a Warren Buffett. Aunque la lógica indicaba lo contrario, Buffett tuvo miedo de reconocer el fallo de su estrategia, tuvo miedo de no ser coherente con un compromiso previo (que llegó a formar parte de la definición de sí mismo) y tuvo miedo de enfrentarse al engaño a sí mismo.
Para Buffett la señal de alerta fue ésta: una fuerza oculta, el imperativo institucional absorbía energías de aquellos que se encontraban a su alrededor, aprovechándose de la naturaleza humana básica para actuar así.
Una colilla de cigarro puro encontrada en la calle a la que sólo le queda una última pipada es posible que no ofrezca mucho humo, pero la ganga que ha representado su compra hará que toda la pipada sean ganancias.
Warren Buffett
Buffett señala que fue la arrogancia o la inocencia lo que no le dejó ver la existencia del imperativo. Para un observador externo, parece que la causa más probable fue esta última. Antes de adquirir Berkshire Hathaway, en lugar de de comprar y mantener valores para el largo plazo, Buffett los había alquilado.Y si el problema con las actividades textiles fue que, en lugar de enfrentarse a su miedo decidió huir del mismo —pasando sin miramientos por encima de la lógica—, este problema se agravó por el hecho de que había seguido siendo fiel a las enseñanzas de Ben Graham durante demasiado tiempo.
Aunque Graham respetaba el papel desempeñado en su evaluación bursátil por la capacidad de una empresa de generar ganancias en el futuro, valoraba bastante más las compañías con relación a la evaluación de los activos de su balance que por su capacidad para crear valor sobre una base permanente. La carrera profesional de Buffett se basó al principio en esta técnica: identificación de empresas que fueran baratas con relación al valor de sus activos tangibles y cuyas cotizaciones aumentarían, en cuanto otros inversores cayeran en la cuenta de esta discrepancia. Él lo llamaba «la inversión en colillas de cigarros puros».
Sin embargo, el problema con este tipo de inversión es que era prácticamente intrascendente para el juego en que Buffett estaba involucrado que los directores de las empresas subyacentes que alquilaba actuasen o no como responsables de asignar capital. Él compraba valores cuando estaban infravalorados y se habían abaratado en exceso. Entonces esperaba simplemente a que los demás se dieran cuenta de ello. Cuando esto ocurría y los precios aumentaban hasta alcanzar su valor justo, se despedía de ellos sin prestar la más mínima atención a cualquier dinámica que pudiera tener lugar en el interior de dichos valores.
La inversión en colillas de cigarro puro dependía de la capacidad de Warren Buffett para analizar una foto fija de la valoración. A diferencia de ello, la gestión empresarial precisa de la capacidad de producir, dirigir y actuar ante una película en movimiento, una cuyo guión es interpretado por otros, actores humanos que desempeñan roles animados en escenas de tomas de decisiones estratégicas, enfrentándose a los retos de comportamiento que éstas presentaban y a las que Buffett se estaba enfrentando y se había enfrentado en Dempster Mills.
Evidentemente, la inversión en colillas de cigarro puro no preparó a Buffett para la tarea de prever el imperativo y/o gestionarlo. Le predispuso a intensificar su compromiso a través de la decisión de poseer y dirigir estas empresas en lugar de simplemente alquilar sus acciones. Ésta es una descripción típica de caída en la trampa.
Años más tarde, en 1977, Buffett ejemplificaba las desventajas de su enfoque incompleto del análisis de inversiones:
Berkshire Fine Spinning Associates y Hathaway Manufacturing se fusionaron en 1955 para constituir Berkshire Hathaway Inc. En 1948 obtuvieron unas ganancias después de impuestos del orden de dieciocho millones de dólares y emplearon a diez mil personas. En el mundo de los negocios de aquella época eran una potencia económica […]. Pero en la década que se inició en 1955 las ventas acumuladas de la compañía fusionada de 595 millones de dólares ocasionaron unas pérdidas acumuladas para Berkshire Hathaway de diez millones de dólares. En 1964 la actividad se había reducido a dos fábricas, y su patrimonio neto se había encogido hasta los veintidós millones de dólares desde los cincuenta y tres millones de dólares en el momento de la fusión. Y ya es suficiente esta sola instantánea como representación apropiada de la marcha de un negocio.
Con el tiempo llegó a reconocer ante sus accionistas el error de su forma de actuar:
Debe señalarse que a vuestro presidente, una persona que siempre ha aprendido con rapidez, sólo le hicieron falta veinte años para reconocer lo importante que era adquirir buenos negocios. En el ínterin, busqué «gangas» —y tuve la desgracia de encontrarme con algunas—. Mi castigo fue la formación adquirida en la economía de los fabricantes de maquinaria agrícola, grandes almacenes de tercer orden y empresas textiles de Nueva Inglaterra.
Siguió diciendo:
Keynes detectó cuál era mi problema: «La dificultad no reside en las nuevas ideas sino en escapar de las viejas ideas de siempre». La huida se pospuso durante mucho tiempo, debido en parte a que la mayoría de las cosas que me había enseñado el mismo maestro habían sido (y siguen siendo) extraordinariamente valiosas.
Habría sido enorme el fastidio de tener que admitir la disonancia en el hecho de que las enseñanzas de su héroe no eran completas y que tanto Graham como él habían sido en todo caso ingenuos en su evaluación del valor: lo suficiente para distraer a Buffett del reconocimiento de que la creación de valor puede ser un proceso continuo y duradero que podía encontrarse en empresas que no eran necesariamente baratas.
Evidentemente, cuando en 1977 explicó la historia de la foto fija, Buffett estaba todavía aprendiendo. Pero aún no había aprendido bastante. El imperativo institucional que sin darse cuenta había descrito con precisión era aún invisible para él, y su mecanismo —de preferir lo que él prefería creer y ser incapaz de huir de esto— no estaba dentro de su ámbito de comprensión. No era el resultado de la «estupidez», como él lo denominaría, sino de la falta de conocimiento de la naturaleza humana y de tener conciencia de ello.
Ahora que era un director de empresa, Buffett tendría que reconocer la existencia de estos defectos por lo que representaban y corregirlos, si su propósito era mantener el mismo rendimiento del que disfrutaba como inversor.
Eso no quiere decir que Berkshire Hathaway, la empresa mayor, tuviera problemas; no era así. Los mayores errores cometidos por Buffett durante este período eran los que él denomina errores de omisión: no adquirir ni retener excelentes valores cuando estaban verdaderamente baratos en los grandes mercados bajistas de la década de 1970. Esto habría hecho aumentar el valor de Berkshire a una tasa sustancialmente más elevada. No obstante, él estaba canalizando la liquidez en exceso procedente de otras inversiones —básicamente National Indemnity— hacia otras acciones baratas y, a medida que éstas se iban revalorizando, el valor de Berkshire crecía con ellas. En comparación, considera que sus pecados de omisión fueron «relativamente pocos» en número y que la fidelidad al sector textil fue el principal de ellos.
Es revelador que cuando dejó atrás este período de su vida, ya no invirtió más en el tipo de valores ni poseyó el tipo de empresas por las que se había preocupado hasta entonces. Ni tampoco estaba gestionando Berkshire Hathaway de la misma forma. Algo había ocurrido que le cambió.
Buffett pasó gran parte de la década de 1970 comprando compañías de seguros e invirtiendo la reserva de liquidez en bolsa. Durante esta época ocupa tanto un rol ejecutivo como operacional, dirigiendo Berkshire Hathaway y trabajando como asegurador de sus riesgos. En 1982 traspasó el rol operacional a Mike Goldberg y anuló sus responsabilidades aseguradoras. Ahora era un director general a jornada completa de una compañía de seguros. En las cartas dirigidas a los accionistas apareció un anuncio que buscaba atraer a aquellos que tenían empresas en venta. El año siguiente Buffett publicó un Manual del Propietario que marcaba la pauta de las relaciones que deseaba establecer con los accionistas de Berkshire y los objetivos que quería que adoptaran sus gerentes. Berkshire se embarcó en una orgía de adquisiciones, entre las que se incluían sus más famosas filiales, de las que es propietaria única, la mayoría de ellas descubiertas por Buffett fuera del sector asegurador.
El conglomerado emergió. Pero no se trataba de un conglomerado común y corriente y Buffett tampoco era un líder normal y corriente. La evidencia de esta explosión de actividad y de cambio de comportamiento, raros para Buffett, es que había adquirido nueva conciencia de cómo funcionaba su cerebro. Fue capaz de determinar cuáles habían sido sus errores anteriores y proponer un proyecto original para Berkshire Hathaway, por lo que de alguna manera llegó a adquirir un notable conocimiento de sí mismo.
Tal vez había indicios a lo largo del proceso de que poseía esta capacidad en su interior y que simplemente estaba esperando la presencia de un catalizador. La prueba de ello la encontramos en la liquidación de Buffett Partnership en 1969.
Entre 1956 y 1969 el valor de los activos de Buffett Partnership había aumentado a una tasa anual acumulada del 29,5% en comparación con el 7,4% del índice Dow Jones. Sin embargo, los últimos años de la década de 1960 fueron una época de grandes especulaciones en el mercado bursátil. Se había descubierto el disparo de las cotizaciones hasta cotas elevadísimas y los gestores de inversiones amarraron sus fortunas a ellas.
Buffett sabía que no podría superar el índice cada año, entre otras razones porque el comportamiento del mismo no siempre es lógico, y ahora este riesgo estaba más presente que nunca. Con ello en mente, redujo su objetivo de batir anualmente el índice Dow Jones de diez puntos porcentuales a cinco puntos (o haciendo crecer el valor de los activos existentes bajo gestión en un nueve por ciento al año; de los dos el que ofreciera el valor más elevado).
A medida que la «locura» avanzaba, Buffett se fue sintiendo cada vez más incómodo, porque la presión de sus socios se estaba haciendo palpable. Estas personas se habían acostumbrado a que Buffett superara cómodamente tanto al índice como a otros gestores de fondos. Aún obtenían buenos resultados en términos absolutos, pero existía la sensación de que estaban perdiendo dinero. Fue esta aversión a las pérdidas lo que les llevó al intento de persuadir a Buffett de que se arrimara a los inversores especulativos. No obstante, recurriendo a la determinación que le había definido como inversor, Buffett les respondió:
No abandonaré un planteamiento previo cuya lógica conozco y entiendo, aunque pueda significar la renuncia a beneficios importantes y aparentemente fáciles, para adoptar un planteamiento que no entiendo del todo, que no he practicado con éxito y que, posiblemente, pueda llevar a una pérdida sustancial y permanente de capital.
Así se liquidó Buffett Partnership —un paso sorprendente para un hombre que dominaba el mercado de valores como un coloso—. Sin embargo, actuar en manada y utilizar una metodología que le era extraña y, lo que es más importante, carente de la lógica en que había confiado, eran demasiadas cosas a considerar. Al enfrentarse a ello —escuchando la voz de la lógica y asumiendo las consecuencias— lo descartó.
Lo que es crucial es que Buffett ya estaba examinando su propio comportamiento, reconociera o no su disonancia interna como un hecho natural que podía distorsionar las lentes a través de las cuales veía la realidad.
Un autoanálisis elemental me indica que haré el máximo esfuerzo para lograr un objetivo públicamente anunciado para las personas que me han confiado su capital.
Hay una insinuación aquí de que Buffett, aunque no pudo mencionarlo explícitamente, era consciente de la fuerza psicológica de los compromisos previos. Él ya había rebajado su meta, reduciendo su compromiso. Pero aún sabía que, para poder seguir siendo fiel a sus socios y a sí mismo, tendría que intentar por todos los medios mantenerse al nivel del mercado y de sus colegas si seguía en el juego. Forzosamente, en un mercado bursátil en el que las valoraciones se habían desanclado de lo que él percibía como valor, esto sería peligroso. Por tanto, abandonó.
Charlie me empujó en la dirección adecuada, es decir, no sólo a comprar gangas, tal como me había enseñado Graham... Hizo falta una fuerza poderosa, como lo fue la fuerza mental de Munger, para apartarme de los puntos de vista limitantes de Graham.
Warren Buffett
No entraña riesgo afirmar que Warren Buffett tenía una propensión a la introspección que arroja luz sobre el funcionamiento de su mente y los factores que impulsan su comportamiento en ciertos aspectos de su actividad, incluso en esta fase de su carrera. Sin embargo, no aclaraba el todo.
Él podía darse cuenta de los peligros de seguir con Buffett Partnership, pero no podía utilizar esta percepción para que le informara de los escollos, psicológicamente similares, de la fidelidad a Berkshire Hathaway y/o a la inversión en colillas de cigarro puro, o del mecanismo del imperativo institucional. Esto se debe a que a Buffett carecía de un marco conceptual para su introspección —un sistema de análisis que vinculara uno al otro, que diera sentido a la totalidad de su comportamiento.
Introduzcamos al hombre con este marco conceptual: Charles T. Munger.
Ocho años mayor que Warren Buffett, Charlie Munger tiene una personalidad igualmente extraordinaria. Su aportación al éxito de Berkshire Hathaway ha sido inconmensurable. Para algunos, Munger da la impresión de ser un individuo brusco: testarudo, pretencioso y arrogante. De su decisión de trasladarse de Omaha a California, dice que probablemente le habría ido mejor económicamente si se hubiera quedado y conectado antes con lumbreras como Buffett y Peter Kievit, pero añade: «A ellos también les podría haber ido mejor». Su amigo Rick Guerin afirma: «Tiene la costumbre de decir: “Yo tengo razón y tú eres bastante listo para resolverlo más pronto o más tarde”… y la realidad es que casi siempre tiene razón».
Sin embargo, el grado de confianza en sí mismo fue lo que permitió a Munger despegar a Buffett de su compromiso con Graham. Buffett y Munger se encontraron por primera vez en 1959 y poco después entablaron una relación de trabajo informal. Así pues, mientras Buffett forcejeaba con Berkshire Hathaway y trataba de «huir» de Graham, las enseñanzas de su amigo, «el filósofo de la Costa Oeste» trabajaban sin parar.
Actualmente, Buffett ha abandonado por completo el método de valoración de acciones de su mentor, con la excepción del principio de exigir un margen de seguridad en la valoración de una empresa antes de invertir en ella. En su lugar, busca valor en franquicias (empresas generadoras de riqueza de forma segura y creciente) duraderas, por ejemplo, a través de inventiva, servicio, marca, marketing, competencia directiva, rentabilidad intrínseca y capacidad para aprovechar las oportunidades de crecimiento. Sobre todo, busca valor en su capacidad para actuar como propietario, todo lo cual exige la consulta del capital de sus balances, aunque los productos no puedan necesariamente adivinarse a través de ello.
Buffett no cree que fuera Munger quien llevara a cabo esta completa transformación dentro de él. Munger disponía de muy poco tiempo para las ideas de Graham. Quería invertir en buenos negocios, y definía el término «bueno» refiriéndose a la breve lista de características citadas más arriba.
A medida que el mercado bursátil era cada vez más eficiente, las colillas de cigarro puro de Buffett y Graham fueron cada vez más raras. Al aumentar la dimensión de Berkshire, las que fueron lanzadas a la calle no ofrecían suficientes pipadas para marcar la diferencia en el rendimiento global de la compañía. Afortunadamente, Buffett cayó bajo la influencia de Munger en el momento oportuno —dio la casualidad que en más de uno.
Forzosamente, el enfoque de Munger significaba analizar los factores que influían en la futura situación económica de una empresa: la orientación de la dirección con respecto a los accionistas de la compañía, su calidad y cultura corporativa, por ejemplo, y las características competitivas del sector —de hecho, la misma harina del mismo costal al que se enfrentó Buffett como gerente de empresa.
Charlie Munger tiene la costumbre de dar la vuelta a los problemas. Suele preguntar qué es lo que podría ir mal, en lugar de lo que podría ir bien, y concentra sus esfuerzos en determinar dónde se podrían cometer los errores —especialmente a causa de la mala gestión de franquicias que por lo demás son inexpugnables.
Munger contagió a Buffett la misma costumbre, lo cual produjo sus frutos a la larga. Al analizar los errores propios, reconocer los de los demás y ponerlos en relación con el reto que conlleva dirigir Berkshire Hathaway como una película continua, surgiría la explosión de conocimiento adquirido de Buffett.
El ingrediente final fue el marco conceptual de modelos mentales de Munger.
El neurofisiólogo William Calvin nos dice que «una persona especialmente inteligente suele dar la impresión de ser “rápida” y capaz de dar vueltas a muchas ideas al mismo tiempo». Éste es Charlie Munger. En su primer encuentro, Buffett quedó impresionado por la inteligencia de Munger. De hecho, más tarde iba a comentar: «Aunque no había tenido una formación especial en finanzas, Charlie las entendió instintivamente tan bien como cualquier otra persona que haya conocido».
Munger está enganchado al conocimiento, empujado a su búsqueda. «Cuando aprendo algo nuevo que creo que es importante, y tal vez hasta útil para mí y para los demás, esto es lo que realmente me interesa», afirma. Pero para Munger la sabiduría —la aplicación de conocimientos— va más allá de su mera acumulación.
Lee muchísimo de muchas disciplinas, bastante más allá de los dominios de las teorías financieras, buscando el porqué de todo. Sin embargo, no emplea para ello un enfoque tipo escopeta de caza sino que organiza su conocimiento alrededor de una estructura de modelos mentales que definen las disciplinas que estudia. Es a través del uso de estos modelos que destila la sabiduría de sus conocimientos. Afirma lo siguiente sobre el tema de la sabiduría:
La primera norma es que no puedes saber nada realmente si tan sólo recuerdas hechos aislados. Si los hechos no tienen coherencia con un enrejado teórico, no dispones de ellos en un formato utilizable.
Munger construye su enrejado de teoría a partir de modelos extraídos del campo de las matemáticas, la biología, la química, la física, la economía, la teoría de probabilidades, la teoría de la evolución y la psicología conductista, para citar unas cuantas de las principales (en total ascienden a unas cien, aunque un puñado de ellas transporta la mayor parte de la carga). Utiliza estos modelos como filtro a través del cual hace pasar sus observaciones del mundo que le rodea, y lo interpreta todo bajo su luz.
Todo problema analítico, hipótesis e información relativa a un tema, cualquier experiencia o dato, todo se disecciona para identificar las reglas, leyes, relaciones, aclaraciones o rechazos que puedan residir en uno o más de dichos modelos. Ofrecen una representación de su universo, ordenando, purificando e intensificando su cognición. Para Munger, este filtrado es el proceso que transforma el conocimiento en sabiduría.
Ésta es la razón de que tuviera ese instinto para las inversiones que se puso de manifiesto en el primer encuentro que tuvo con Buffett, aunque se trataba de un tema novedoso para él. Cuando Buffett hablaba, Munger habría estado haciendo comentarios a través de sus modelos. Principios y normas que son claves para el proceso inversor habrían surgido de forma sobresaliente: cualquier cosa en consonancia con su representación del mundo se desgajaba del ruido de la conversación. Aparte de esto, a través de la deducción de normas extraídas de su marco conceptual, Munger habría elaborado de forma improvisada una teoría financiera elemental, suficiente para impresionar a Buffett en el transcurso de una sola conversación, y eso es suficiente para ser muy impresionante.
De ahí que Buffett diga: «Charlie tiene la mejor mente en treinta segundos del mundo».
De los modelos que utiliza, Munger considera que la psicología es el más valioso. Tiene en su cabeza unos veinte principios psicológicos que cree que son importantes para entender la forma de ser de los seres humanos.
Para Munger la lección que nos enseña la psicología es:
A nuestro cerebro le falta un sistema de circuitos, entre otras cosas, y toma toda clase de pequeños atajos automáticos. Así pues, cuando las circunstancias se combinan de cierto modo y provocan una disfunción cognitiva, somos unos tontos.
En otras palabras, los seres humanos tienen conexiones que incorporan prejuicios, reglas generales y emociones a su toma de decisiones. Éstas no producen siempre buenos resultados, en especial si uno no es consciente de cómo funcionan. Así pues, Charlie Munger describe con precisión la dinámica subyacente del imperativo institucional.
El imperativo institucional surge de la existencia de una disfunción cognitiva en donde los seres humanos se adhieren a una vieja lógica que tiene que ver fundamentalmente con la supervivencia y el interés propio, pero muy poco con una asignación de capital eficiente. En el marco de esta lógica antigua está incluido el temor a ser incoherente con un compromiso previo, el temor a apartarse de una definición previa de uno mismo y la disonancia asociada al reconocimiento del error, porque en la lucha por la supervivencia, un comportamiento de este tipo nos mantiene en juego, todavía con una probabilidad de éxito en última instancia, el cual se media a través de la reproducción exacta de nuestros genes.
Una vez reconoció las limitaciones de su propio sistema cognitivo —pero sobre todo las limitaciones en los demás—, la visión de Warren Buffett de la asignación de capital estaba infundida de nuevos conocimientos. Ya tenía en su mano los hechos:
• Como directivo de empresa no se puede indicar al personal lo que tiene que hacer y esperar que lo haga. Se tiene que encontrar algún otro medio, algún otro tipo de liderazgo. El personal tiene que estar motivado personalmente para hacerlo.
• Los compromisos con las empresas ponen de manifiesto su propia dinámica, divorciados de su concepción original y unidos alrededor del propio interés.
• Las necesidades psicológicas de las personas para quien trabajan los directivos pueden amenazar el cambio de la forma en que se dirigen las empresas en su nombre.
• Las empresas de «película en movimiento» en las que Buffett invertiría en lo sucesivo afrontaban también los mismos problemas que él ya había experimentado en la gestión del responsable de la dirección, en la dinámica del interés propio y del crecimiento frente a los intereses de los propietarios y en el manejo de las expectativas de los accionistas, cuya motivación estaba sujeta a sus propios imperativos.
Sin embargo, estos hechos hablaban ahora a Buffett con una voz única. Al fin, los tenía en un formato utilizable.
Una vez dispuso del marco conceptual, la cognición de Buffett se desbordó. Aquél le transmitió una comprensión arrolladora de la naturaleza de la condición humana en la asignación de capital y arrojó luz sobre la claudicación de la lógica económica enfrentada a la lógica impuesta por dicha condición humana. Se estaba manifestando el mecanismo del imperativo institucional.
Buffett llegó a la conclusión de que no es la inteligencia la que marca la diferencia; tiene que ver con cómo se piensa, cómo se está conectado mentalmente y, por tanto, sobre qué base se está motivado para tomar decisiones en la asignación de capital. Ésta es la razón de que actualmente Buffett esté encantado de reconocer la acusación de que tiene suerte, dirigida hacia él por los defensores de la hipótesis del mercado eficiente.
Basados en el concepto de que no debería estar al alcance de un solo hombre la posibilidad de robar sistemáticamente gangas ante las narices de miles de inversores, los académicos que se fijan en el historial de Buffett llegan a la conclusión de que tiene que ser una anomalía estadística. «La razón de que sea rico», afirma Michael Lewis, autor de Liar’s Poker, resumiendo claramente el principio sobre el que basa su opinión, «es sencillamente que los juegos de azar producen grandes ganadores».
Con tantos expertos sobre el terreno, actuando durante tan largo período de tiempo, lo más probable es que alguien encadenara una secuencia de años de fábula. Da la casualidad de que esto fue lo que le ocurrió a Warren Buffett. Él tiene suerte. Fin de la historia. Y a pesar del hecho de que los académicos han cometido el mismo error de la mayoría de la gente que analiza el historial de Buffett —confundiendo su éxito como el de un simple inversor—, Warren Buffett está de acuerdo.
Sin embargo, Buffett no está de acuerdo en el mismo sentido que le dan los académicos, cuando afirma:
Tengo suerte. No voy muy deprisa, pero estoy conectado mentalmente de una forma especial que me permite prosperar en un gran sistema económico capitalista.
Buffett examinó su propio sistema cognitivo y le encontró deficiencias. Identificó los errores de sus conexiones. Y cuando investigó su actuación, descubrió los mismos errores repetidos en masa en la asignación de capital. Por tanto, detectó que si éste era el origen de unas decisiones inapropiadas, la única solución sería rehacer el sistema de conexiones de su cerebro, utilizando para ello el marco de los modelos mentales de Charlie Munger.
Este marco o estructura conceptual funciona a través de redirigir toda la información que llega a su cerebro y pasarla a través de un filtro compuesto por unos cien modelos que Buffett emplea actualmente para tener una lógica del mundo antes de actuar sobre él. La ruta normal en el interior del cerebro —que desencadena el método abreviado de análisis y adhesión al imperativo— es reprimida. En palabras de Munger, al utilizar este mecanismo de filtrado, «las cosas van encajando gradualmente y se intensifica el conocimiento adquirido». Al gobernar todas sus decisiones permanentemente, estos filtros se han convertido en las nuevas normas generales de Buffett, que le indican a qué tipo de información debe prestar atención y cómo debe procesarla.
A diferencia de la mayoría de los que se dedican a la asignación de capital, Warren Buffett se ha adaptado. Con la declaración: «soy mejor inversor porque soy un hombre de negocios, y un mejor hombre de negocios porque soy inversor», y la de que: «he evolucionado. No pasé del simio al ser humano de manera agradable y sin sobresaltos», se convirtió en una persona ajustada para esta función.
Haciéndolo así, le quedó claro que si su visión de actuar como propietario en la dirección y gestión de una empresa debía cumplirse, tendría que construir una organización en la que el imperativo institucional no lograra establecerse. Tendría que garantizar que su propia motivación y la de sus empleados clave estuviera guiada por el objetivo de medir el rendimiento del capital empleado en la empresa, compararlo con otras oportunidades disponibles y que el circuito de feedback con sus accionistas lo reforzara en lugar de invalidarlo.
Cómo lo logró es el tema del siguiente capítulo.