Presentación

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Recuerdo que en los veranos de mis once o doce años, cuando íbamos a visitar a mi abuela, una gallega rolliza, me repetía constantemente:

—¡Rapaza, come, come o pan, e así te crecerá o peito!—

Yo no le hacía caso porque no quería engordar; lo que quería era parecerme a Jo, de «Los Cinco», mi heroína, y sentirme ágil y enérgica para subirme a los árboles con mis hermanos. ¡Cómo recuerdo aquellas largas tardes de verano!

Al igual que la mayoría de los niños de entonces, y a pesar de la obsesión de mi abuela —que había sufrido el hambre de la posguerra— para que comiera en abundancia, comía a horas regulares alimentos frescos y locales, cocinados de forma tradicional. En aquella época de mi vida no paraba de correr y saltar jugando en la calle y hacía mucho deporte.

Los años pasaron con rapidez y hoy, con dos extraordinarios hijos —Guille y Andrea— a los que debo agradecer de corazón todas las satisfacciones y el cariño que me han regalado a pesar de la dedicación que les he robado, tengo poco tiempo para cocinar; soy más sedentaria. Las prisas y el estrés forman parte de mi día a día. A diferencia de cuando era niña, necesito hacer esfuerzos para mantenerme en un peso saludable, aun sabiendo cómo debo hacerlo ya que desde hace más de veinte años doy la mano a mis pacientes para ayudarlos a perder peso y mejorar su salud.

Mi vocación por la Nutrición empezó a los trece años, cuando descubrí en la biblioteca de mi padre, donde se encerraba a estudiar todas las tardes, un libro que marcó mi vida: El régimen lo hace todo, del doctor Gayelord Hauser, editado en 1955, diez años antes de que yo naciera. Con él descubrí que somos los máximos responsables de nuestra propia salud y que ésta depende, en gran medida, de lo que comemos. Desde aquel momento me puse a devorar todos los libros sobre nutrición que caían en mis manos. Mis padres —Nico (†) e Inma— tuvieron la paciencia de aguantar estoicamente mis juicios y recomendaciones sobre su dieta durante mis años adolescentes, cuando los términos medios parecen no existir y se carece de la sabiduría de la experiencia. Con el tiempo, descubrí que no solo comemos para saciar el hambre: lo hacemos también por placer o para compartir momentos agradables en buena compañía e incluso, en ocasiones, para calmar emociones como la ansiedad o el estrés.

En 1989, tras finalizar mis estudios de Medicina, estaba plenamente convencida de que la clave de la salud y de la calidad de vida no reside en recurrir a grandes avances terapéuticos cuando caemos enfermos, sino en la prevención y tratamiento de las enfermedades mediante una adecuada nutrición y estilo de vida. Ante tal convicción, decidí dedicarme profesionalmente a la investigación, docencia y práctica clínica de la Nutrición. En el verano de 1992, tuve el privilegio de conocer al profesor Walter Willett, director del departamento de Nutrición de la School of Public Health, Harvard University. En aquel primer encuentro en su departamento, descubrí el carácter humilde y entrañable de uno de los investigadores más brillantes y lúcidos que he conocido. Durante el verano siguiente conseguí realizar una estancia en su departamento. En aquel entonces me habían encargado diseñar el protocolo de la evaluación bioquímica del estado nutricional de la población catalana, que formaba parte de un gran estudio financiado por la Generalitat de Catalunya, y pude descubrir la accesibilidad y la excelencia de los consejos y recomendaciones del profesor Willett para realizar mi trabajo. Al volver a Barcelona, recorrí con Marta Olmos —excelente nutricionista y ejemplo de superación y humanidad— un sinfín de pueblos y ciudades de Cataluña para realizar el trabajo de campo de aquel estudio. Aparte de compartir anécdotas inolvidables que nos convirtieron en amigas del alma, pudimos detectar la elevada proporción de personas de nuestro entorno con exceso de colesterol y deficiencias de vitaminas y minerales, a pesar de vivir, paradójicamente, en un país que tradicionalmente ha disfrutado de una saludable dieta mediterránea. Los hábitos alimentarios estaban ya cambiando entre nosotros, y desde entonces muchos estudios lo han corroborado en toda España.

Tras leer mi tesis doctoral en la Universidad de Barcelona, pude realizar un Máster de epidemiología en la Universidad de Harvard. Aquella experiencia reforzó mi vocación por la Nutrición. El profesor Willett y otros excelentes profesores como Alberto Ascherio, Eric Rimm y Dimitrios Trichopoulos consiguieron transmitirme su entusiasmo y sus conocimientos sobre las evidencias de los efectos de los componentes de la dieta en la obesidad, la diabetes, el colesterol, las enfermedades cardiovasculares y el cáncer. Durante aquel año, en un entorno académico de excelencia, me transmitieron sólidos principios sobre metodología de investigación, de modo magistral y con la claridad y la simplicidad que solo algunos grandes docentes consigue. Tomé entonces conciencia de la importancia de la interpretación rigurosa de la evidencia científica. Aquel año compartí alegrías y dificultades con mi compañera de apartamento, mi hermana Montse, y con Guille, que apenas contaba con tres años. Gracias a su apoyo y a sus consejos como estudiante ya veterana en la Escuela de Salud Pública, disfruté de una experiencia única e irrepetible, una de las más apasionantes de mi vida y que con más cariño permanecen en mi memoria.

Durante dos décadas de práctica clínica he constatado que, a pesar de que muchos pacientes se muestran interesados en comer adecuadamente, existe una falta de conocimientos básicos sobre Nutrición y bastantes creencias erróneas debido a la información confusa, contradictoria y raramente contrastada, que ofrecen los medios de comunicación y algunos medios de divulgación, sobre un tema que atrae mucho la atención y que preocupa a la gente. Es lógico: en nuestro país, la educación nutricional en la escuela empezó a introducirse, con timidez, hace relativamente poco tiempo. Además, en las facultades de Medicina no se ha impartido clase alguna de Nutrición ni de Epidemiología Nutricional, es decir, de cómo la dieta influye en el riesgo y prevención de enfermar, hasta la década de 1990, por lo que ni médicos ni pacientes han podido tener acceso a una formación sólida y basada en información veraz, y menos aún basada en la evidencia científica.

Durante todos mis años de labor asistencial, he tenido la oportunidad de aprender mucho de mis pacientes, he escuchado sus inquietudes, sus problemas y dificultades. He constatado que un porcentaje muy elevado del éxito en la pérdida de peso es el contacto frecuente con los pacientes, la empatía, el saber escucharlos y entenderlos, y el realizar una atención y tratamiento personalizados, pues cada ser humano tiene unos antecedentes y circunstancias personales peculiares que requieren ser considerados de modo individualizado. La Medicina es, en esencia, una ciencia que debe tratar al ser humano en su totalidad: cuerpo, mente y espíritu.

He comprobado cómo la aplicación de la evidencia científica en la práctica clínica diaria proporciona los mejores y más efectivos resultados en la pérdida de peso, el mantenimiento del peso perdido, la mejora del aspecto físico y de la salud y la prevención de la enfermedad.

Y aunque amante del rigor y por ende de la evidencia científica, es también obligado decir que el factor humano ha significado mucho para mí y mi propio desafío a las adversidades. Gracias a personas entrañables como Elvira, Marta, Verónica o Carmen he aprendido que no solo el conocimiento, sino la perseverancia, el esfuerzo, la motivación y el no perder nunca la esperanza, son básicos para lograr con éxito todo lo que nos propongamos, por muy difícil que resulte.

Sin olvidar, claro está, el máximo agradecimiento a mi abuela Montserrat (†), a mis padres y hermanos, a Alberto, a Àngel y a todos los que han participado en la edición de este libro. Sin ellos, esta obra nunca hubiera sido posible.