Tengo una idea para escribir un best seller. Tendría lugar aquí, en Williamsburg, y su protagonista sería un asesino en serie. Cargo conmigo una libreta que compré en un almacén llamado 99 Cent Dreams, ‘Sueños de 99 centavos’. Me costó un dólar y tres centavos con el impuesto de venta. Es una libreta de Dora, la Exploradora y en ella anoto todo tipo de torturas y aberraciones sexuales. Cuando llegue el día que me siente a escribirla, quiero tener estas ocurrencias a la mano como referencia.

Se me ocurre que sería chistoso y trágico que mi libreta cayera en manos extrañas. En manos, por ejemplo, de una compañera de trabajo a quien no creo caerle bien. No me lo ha dicho con palabras, pero me da la sensación de que ella piensa que soy ridículo.

“Se te olvidó colocar la cuchara para la sopa de la mesa seis”, me dijo el otro día.

“Lo siento, tengo problemas en la casa”, le dije yo.

“¿De qué hablas?”.

Yo me encogí de hombros porque no supe explicarle que soy adicto al chiste flojo.

Su ceño estaba tan fruncido que creo que se demoró media hora en desarrugarse.

Pero yo no tengo nada contra ella. Me parece talentosa. Hace unos dibujos abstractos en tinta que parecen cortes horizontales de troncos de árbol. Son neuróticamente detallados: se demora semanas enteras terminando una obra.

Me gustaría tener un talento. Que alguien dijera: “¡Ese Alain es un putas para volar cometas!” o “Nadie le llega a los tobillos al Alain en cuestión de Súper Mario Bros.”.

Me han dicho que soy bueno para animar fiestas y dormir bebés, pero creo que solo lo dicen para hacerme sentir mejor cuando me auto-compadezco.

En mi fantasía le mandaría un par de capítulos a todas las casas editoriales gigantes y ellas se pelearían por mi manuscrito. Random House, la misma que publicó El Código Da Vinci, saldría ganando luego de darme un anticipo de cinco millones de dólares. Esa misma noche saldría con mi esposa y mi hijo a celebrar a Daniel, el mejor restaurante francés de Nueva York (o por lo menos el más caro). Pero antes iríamos de compras a Bergdorf’s porque el smoking con el que me casé tiene un roto en la manga y mi esposa siempre ha querido un par de tacones de Christian Louboutin. Gastaríamos unos cincuenta mil dólares en nuestra pinta para esa noche, incluyendo un traje confeccionado con lana asargada para mi hijo, diseñado por Tom Ford.

En el restaurante pediría una botella de Dom Pérignon Oenothèque y caviar Ossetra. Mi hijo, que tiene dos años, lo escupiría sobre el mantel blanco. Pensándolo mejor, lo dejaríamos con una niñera tibetana en una suite del hotel Gramercy.

“Hagamos un brindis”, le diría en inglés a mi esposa Amanda, porque ella es gringa.

“¿Por qué brindamos?”.

“Brindemos por nosotros que ya éramos felices sin tanta riqueza.”

“¡Chin-chín!”.

Nos tomaríamos la copa entera de un sorbo.

“¿Pero sabes qué?”, le diría yo.

“¿Qué?”.

“Siento que debo reconectarme con mis raíces bogotanas. Siento que tengo que reconectarme con lo que es real. Esto no es real, es una fantasía. Quiero que compremos una casa en Chapinero y vivamos en ella hasta que termine mi novela”.

“Está bien, pero primero pasemos unas vacaciones junto al mar”, diría ella.

Entonces pasaríamos una semana idílica en el Irotama en donde engendraríamos una hija.

*

Mi álter ego en la novela del asesino en serie, el detective Alonso Barbosa del precinto 22, investiga el asesinato de un tatuador cuyo cadáver fue encontrado dentro de la fábrica abandonada de azúcar Dominó, cuando recibe una llamada de la central.

“¿Qué? ¿Otros cadáveres?”, le grita a su celular.

Resulta que han encontrado otros dos cadáveres, el de una diseñadora de modas y el de un barista.

“¡Maldita sea!”, le gritaría a la orilla del Río del Este. “Esto es justo lo que yo necesitaba”.

Barbosa está bravo, su esposa quiere divorciarse porque él trabaja demasiado. Estos asesinatos no van a mejorar la situación.

Su compañero, el teniente Manischewitz, está interrogando al graffitero que encontró el cuerpo. Barbosa los interrumpe.

“Vamos, encontraron otros dos cuerpos en la sala de cambio del American Apparel en la calle Norte 9. Quiero ver si están conectados. Algo en mi tripa me dice que lo están”.

Manischewitz maneja las tres cuadras hacia la siguiente escena del crimen. Los patólogos forenses ya están ahí. Barbosa entra al almacén y sin preguntar se dirige a la sala de cambios. Él conoce bien este almacén. Su esposa trabajó en esta sucursal dos años antes de ser transferida a la sucursal de Soho.

*

Aquí le meto un flashback a la primera vez que Barbosa y su esposa, Fallon, hicieron el amor. Ella estaba vestida como una prostituta enjaulada del barrio Santa Fe, pero toda su ropa era de marca American Apparel: desde su balaca rosada fosforescente hasta sus calentadoras doradas. Barbosa, como yo, es alto, delgado y ligeramente panzón. Es lampiño excepto alrededor de sus pezones y su área pélvica. Su pene es un poco más grande que el mío. Todo ocurrió un día de verano durante la ola de calor de 2006 y el aire acondicionado de su apartamento estaba dañado. Su cuerpo emanaba litros de sudor que ella bebía con vehemencia.

“No hay nada que me excite más que el sudor de un hombre”, le dijo ella.

Barbosa se sintió muy feliz porque él era un sudador notorio.

A veces me excito creando estas escenas en mi cabeza y tengo que interrumpir unos minutos.

*

Hace cinco años que vivo en Williamsburg. Comparto un apartamento de una sola recámara con mi esposa Amanda y mi hijo Henry Hugh. Es en el sexto piso de un edificio viejo sin ascensor. Eso sí, tengo una buena vista del Empire State Building y de los demás rascacielos que lo rodean. También tengo los glúteos súper tonificados.

Me gusta este vecindario, es play y desde que tengo memoria he querido ser play, lo que llaman un guanabí.

¿Qué es ser play? Pues, una definición exacta me ha evadido siempre: muta con el tiempo. Lo que es play un día, es una boleta al siguiente, aunque la verdadera esencia de lo play no es play. Empezando por la palabra play que creo que ya no es usada por la juventudes bogotanas o, si se usa, es de forma sarcástica o meta-irónica. Hay muchas cosas que hago tratando de ser play, o anticipándome a lo que será play. Pero solo me estoy engañando porque ya perdí mi oportunidad de ser play, soy demasiado cucho y prefiero concentrarme en ser un buen papá.

Mi esperanza es que Henry Hugh algún día sea el más play. Lo más importante para alcanzar este fin, es que él desconozca este concepto por completo. Ustedes pensarán que la manera mas lógica de proceder sería mudándonos a Boise, Idaho, o a Fusagasugá y no permanecer en el ojo del huracán play que es Williamsburg. Yo pienso diferente, la gente acá se esfuerza día a día para no ser play. Pregúntele a cualquier persona en estas calles si es play, o un hipster o cool. Ellos le dirán que no, que ellos son nerds. Rodeado de esta gente, Henry va a crecer pensando que ser nerd es play.

*

Hace veinte años, Williamsburg no era más que un montón de bodegas y fábricas abandonadas a la orilla opuesta del río Este, frente a Manhattan. Luego llegaron unos artistas muertos de hambre a vivir dentro de ellas: los arriendos en el Lower East Side y Soho ya no se prestaban para la vida bohemia. Poco después se puso de moda y para acortar una historia larga, los artistas muertos de hambre ahora viven en Bushwick, Bedstuy y hasta en Rockaway.

Por el momento puedo permanecer en Williamsburg porque tengo un arriendo relativamente barato (US 1500) y porque no soy artista, aunque sí soy, metafóricamente, un muerto de hambre.

*

Tenía pensado que el sicópata de mi novela solo matara hipsters, pero todavía no sé cuál sea su bronca con ellos. Quizás lo rechazaron por ser un guanabí, o quizás se quedó sin vivienda a causa del proceso de aburguesamiento generado por la llegada de estos, o quizás el asesino es un hipster que quiere deshacerse de los demás hipsters, o un jasídico ofendido por las niñas que montan cicla en brassiere en el verano. Creo que se me ocurrirá en un momento inesperado y cuando esto pase tendré mi libreta lista.

*

A veces trato de imaginarme cómo sería mi vida en Bogotá si todavía estuviera allá. Seguramente sería profesor de inglés y traductor, de mesero no me alcanzaría. Me levantaría temprano para darle clase a un ejecutivo de alguna empresa gringa. Sería una clase de conversación. Trataríamos de evitar temas controvertidos, pero el alumno navegaría la conversación hacia su vida personal: a su ex-mujer que lo dejó por intransigente y por su fobia a los micos. Después de la clase me devolvería a mi apartamento en Chapinero, cerca al Carulla de la calle 63. Me desayunaría un caldo de costilla y una arepa con queso en la cafetería de abajo y luego me echaría una siesta. Al despertarme, me pondría una sudadera y me dirigiría al gimnasio BodyTech porque, gracias a una promoción, me dejarían usar sus servicios gratuitamente por un mes. En ese mes tendría la esperanza de perder mi pancita incipiente. Después de una clase de “Zumba” en la que casi perdería el conocimiento por falta de oxígeno, me devolvería a mi apartamento a bajar música ilegalmente. Mi mamá me llamaría antes del mediodía y me pediría que la acompañara al restaurante macrobiótico.

“Lo siento mami, pero estoy ocupado con los subtítulos para un documental”, le diría yo.

“Ah, bueno, lástima. Porque también quería que me acompañara al Andino a cambiar una cartera y de paso mirar si hay un par de zapatos que le gusten, que no soporto verlo con eso tenis cochinos en que anda”, me diría ella.

“No pues, más bien me trasnocho”.

“Yo le pito y usted baja”.

En el restaurante Transformación, también conocido como “el Macrobiótico”, nos sentamos en la mesa comunal con nuestro tazón de arroz integral y un plato con acelgas.

“Mijo, tiene los labios inflamados, eso quiere decir que tiene el intestino inflamado. Está comiendo mucha porquería, debería venirse a vivir conmigo a Suba. Yo le cocino y le lavo la ropita”, me diría mi mamá.

Yo me haría el que estoy masticando mi arroz las recomendadas cuarenta veces.

Mi mamá vive en una casa-quinta en el barrio Tuna Alta de Suba. Tiene un jardín precioso porque ella lo cuida maniáticamente. En el verano lo rocía dos veces y en el invierno le reza a San Silvestre para que no se le inunde demasiado.

Por la tarde, estrenaría mis tenis nuevos en otra clase de conversación, con una catana casada con un ejecutivo de la BP. Tendría unos cuarenta años y la clase consistiría en fornicar en inglés.

De vez en cuando me levantaría una borracha de un bar como In Vitro, pero la cosa no duraría porque, al salir el sol, ella sería un espanto, o se daría cuenta de que soy un muerto de hambre; que hice siete semestres de Antropología en los Andes de donde me botaron por vago, y seis de Literatura en la Javeriana, de donde me salí antes de que me botaran.

*

Soy uno de los 18 millones de meseros que laboran hoy en día en Nueva York. Creo que hay mas meseros que comensales, aunque muchos meseros también son comensales. Trabajo a seis cuadras de mi apartamento, lo cual es un lujo. No me toca esperar a que pase el tren A a las tres de la mañana.

El restaurante en el que trabajo, Marlow & Sons, es replay. La comida que se sirve está hecha con ingredientes de temporada, orgánicos y locales. Hay un pollo al ladrillo, que es un pollo que se deshuesa parcialmente y se fríe en un sartén con una pesa de hierro inmensa encima. Suena muy simple, pero queda crocantico y jugosito. El resto del menú cambia todos los días. La gente da de propina un promedio de 22% del valor total de la cuenta. Esto es así, porque si son buena gente, les regalamos un postre o un trago de Fernet Branca. No me quejo, esto me permite permanecer a flote en una ciudad tan cara. Mi esposa sí tiene un trabajo de verdad como relacionista pública para museos y entidades culturales.

Fui mesero en Bogotá, pero en mi propio restaurante: Calcutta. Era de comida india y la gente dejaba de propina un promedio de 8%, que igual nos quedábamos porque a los demás meseros se las daba un sueldo fijo. No me tramaba ser mesero en Bogotá, el comensal de allá es muy condescendiente: le agarra el brazo a uno para que le traiga una gaseosa con poquito hielo, lo llaman a uno “sardino”, así tengan menos años, le preguntan a uno cuando les toca esperar por una mesa: “¿Es que usted no sabe quién soy yo?”.

Siempre he sido un poco distraído y la embarro olvidándome de una porción de pan o de una cuchara para la sopa, pero me reivindico con mi alegre disposición. Si traigo un postre para un cumpleañero, le pongo una velita y canto a grito herido. No puedo evitar la payasada y esta es la razón más contundente por la cual nunca seré play.

A veces veía Rebelde sin causa con James Dean y me proponía ser una persona más desapegada, melancólica, plagada de demonios existenciales. Me alborotaba el pelo como Robert Smith y me vestía de negro. Agarraba un ejecutivo, me bajaba en Unicentro y recorría el centro comercial en busca de almas gemelas con quienes hacer pactos suicidas o hablar de música New Wave. Después de unas horas me metía a la Gran Piñata y compraba chucherías. Llegaba a mi casa por la noche y, sin darme cuenta, le hacía mi imitación de Cantinflas a mi mamá y a unas amigas de su costurero.

*

Además de ser un guanabí, soy un mentiroso compulsivo: tal vez ambas cosas van de la mano. No ofrezco esta información despreciando mi carácter, son rasgos que he aprendido a apreciar y fomentar.

“¿Usted es colombiano?”, me pregunta Ismael, el nuevo lavaplatos dominicano en el restaurante.

“Sí, de Bogotá”, le digo yo.

“¿Conoce a Galy Galiano?”, me pregunta.

“Sí, yo lo conozco”, le miento. “Hacíamos yoga en el mismo ashram”.

“¿Ash… qué?  ¿Qué es eso?”.

Ashram, un lugar para meditar y para practicar la yoga. Es como hacer aeróbicos pero en cámara lenta. Debería intentarlo, es muy bueno para la salud tanto espiritual como física”, le digo yo.

“Yo tengo un CD de él: ‘Me bebí tu recuerdo’, de rancheras”.

“Sí, ese lo grabó después de un panchakarma”, le digo. “Es una limpieza intestinal profunda. Uno se tiene que tomar hasta cincuenta vasos de agua con sal de mar, hasta que el agua salga igual de clara a como entra. Era antes de que se volviera completamente vegetariano. Nuestro swami le dijo que tenía que purificar su cuerpo, que había veces en las que uno se demoraba en digerir un pedazo de carne siete años y que por eso no podría ser verdaderamente vegetariano hasta hacerse esa limpieza”.

“Ismael, no le pongas atención al parcero. Él habla mucha mierda”, me interrumpió Ricardo, un cocinero mejicano.

Yo le conté a Ricardo que era gay un día en el que él se burló de unos pantalones de dril rosados que yo llevaba puestos. Le dije que él nunca sabría si era homosexual o no, hasta probarlo. Él me preguntó que cómo se sentía cuando me lo metían por detrás y yo le dije que debería probar con un dedo. Al día siguiente, mi esposa me vino a recoger con mi hijo y yo se los presenté, picándole el ojo.

“Yo no soy parcero, Ricardo”, le dije yo. “Ya te he dicho que soy de Bogotá, que soy rolo o cachaco”.

Me exaspera que para cualquier latino en Nueva York ser colombiano sea lo mismo que ser paisa.

*

Como dije antes, mi esposa es gringa. Es la primera y, me imagino, última gringa con la que tendré relaciones sexuales. Esta es una noción con la cual estoy muy cómodo. El otro día, mientras lo hacíamos sobre el sofá de la sala, discutíamos sobre con cuál color pintar las paredes de nuestro cuarto.

*

A veces, cuando me da la angustia existencial, me meto a un almacén de 99 centavos. Hay como 99 de estos almacenes en Williamsburg. Por lo general, no tengo que gastar mas de diez dólares para sentirme mejor. Con esa plata, puedo comprar líquido y aro para hacer burbujitas.

*

Hoy cumplí 38 años. Me despertó mi iPhone con el sonido de unos ladridos. El aparato es de primera generación y me lo regaló una amiga que se compró uno más nuevo. La llamada era de mi esposa, que está donde mis suegros en New Hampshire, con mi hijo. Yo no pude ir porque muchos de mis compañeros en el restaurante planearon con antelación irse de paseo ese fin de semana y me tocó quedarme.

“¡Feliz Cumpleaños!”, me dijo en inglés. “¿Skypeamos?”.

“Dame cinco minutos que me acabo de despertar”, le dije.

Me puse de pie y me rasqué las güevas. Me dirigí al baño y me resbalé sobre un charquito de vómito de gato enfrente de la habitación. Tenemos un gato obeso llamado Boris: lo odio. Hace unos meses se le trancó la uretra y tocó hacerle una operación de cambio de sexo. El chiste salió en tres mil dólares que todavía estamos pagando a cuotas. Me hubiera gustado tener las agallas en el momento para inyectarlo con amoniaco, pero no tengo el instinto asesino.

Me lavé el pie en la tina y me senté a orinar. Si estoy en mi apartamento orino sentado, por pereza o por haber vivido solo con mi mamá tantos años. Igual no sé cuál es el estigma: cuando uno hace popó también hace chichí. A menos que un macho de verdad haga del cuerpo sentado y luego se pare a orinar. Claro que esto tendría sentido si uno tuviera un falo más largo que quince pulgadas.

Desperté al computador y me conecté al Skype.

“Hola. Tienes cara de guayabo”, me dijo Amanda. “¿Qué hiciste anoche?”.

“Trabajar”, le dije. “Me tocó cerrar y salí tarde porque llegaron un par de mesas cinco minutos antes de que la cocina dejara de servir”.

Mi hijo, Henry, apareció en la pantalla apuntándole a un cuadro con patos y diciendo: “Duck! Duck!”.

“Sí, Henry, esos son patos, patos”, le dije yo.

“Duck!”, repitió.

Ha sido muy difícil para mí hablarle en español. No se por qué, quizá sea porque salió con pinta de gringuito, monito ojiazul, o quizá porque le pusimos el nombre de su abuelo en vez de Paco, como lo llamábamos antes de nacer. Hasta ahora su léxico en español consiste de un manojo de palabras: ¡Hola!, ¡Chao!, ¡Pilas!, ¡Agua!, ¡Sopa!, mientras que en inglés se sabe el nombre de treinta y dos animales, los colores y los números del uno al seis.

Lo chistoso es que si ve a alguien trapeando o recogiendo basura les dice: ¡Hola!

De resto, le dice: Hello! al primero que se le cruza; es más saludable que una Sal de Frutas Lua.

“¿Qué vas a hacer hoy?”, me preguntó Amanda. “¿Te vas a cortar el pelo?”.

“No sé. Mi mamá me decía que en el cumpleaños uno debía pasar el día pensando en los dolores de parto de la madre”, le dije. “¿Y tú?”.

“Vamos a ir a nadar al lago un rato y después creo que vamos a ir a los Outlets. ¿Quieres que te compre algo en J Crew?”.

Quise decirle que sí, pero me contuve. Tengo demasiada ropa de J Crew y a pesar de que sale barata en el Outlet y es de buena calidad, siento que tengo que esforzarme más. Después de todo, vivo en Williamsburg. Tomé una nota mental de ir a uno de los almacenes de ropa usada que hay en el sector: buscaría una prenda distintiva, así fuera de fibras sintéticas. En el restaurante no podría soportar atender a otro guanabí luciendo mi misma camisa, así fuera blanca.

“No, creo que estoy bien de ropa”, le dije. “Me hacen falta ustedes”.

“Deberías limpiar la nevera”, me dijo. “Mientras piensas en los dolores de parto de tu madre”.

Soy lo que acá llaman un pussy whipped, lo cual traduce literalmente “latigado por la cuca”. Mi esposa es mandona y yo le hago caso. Un sicólogo de quinta diría que me busqué a alguien parecido a mi mamá. No sé si ese sea el caso, porque yo no busqué a mi esposa: ella simplemente apareció. Tres meses después de conocerla borracha en una fiesta, nos casamos. Ya han pasado seis años y sigo feliz, o quizá me esté engañando y soy miserable, o quizá sea ambas cosas a la vez, o mil cosas a la vez: estúpido y brillante, rico y pobre, bueno y malo.

“¡Te amo!”.

Después de desconectarme, saqué de la nevera un concentrado de café helado. Este café proviene de la finca “El Huerto” en el Quindío, y fue importado por Stumptown. Lo diluí con agua, hielo y un poco de leche en un vaso grande de Ikea.

Me devolví al computador, abrí el Spotify y tecleé Popol Vuh, la banda alemana que compuso la música para varias películas de Herzog. Puse a sonar la de ‘Aguirre’. Le subí el volumen. Los coros sintetizados me envolvieron, cerré los ojos y me recliné en mi silla, inhalando profundamente.

Momentos después, me metí al Facebook y vi que ochenta y dos personas ya me habían felicitado por mi cumpleaños: compañeros de primaria, bachillerato, universidad, vecinos, conocidos y ex amantes. Pasé los siguientes minutos leyendo los mensajes y acordándome de esas personas que se habían acordado de mí, en gran parte, gracias a las notificaciones de Facebook. Uno de los mensajes fue un poco más que una somera descripción de sus buenos deseos para mí: era de Lucho, un compañero del Gimnasio Lady Di, el antro del cual me gradué.

“Me acuerdo cuando cumpliste dieciséis, hiciste un asado en tu casa en Suba. Jugamos con tus San Bernardos: Princesa y Pascualino. Esa noche mataron a Galán”, decía.

Este mensaje me transportó a esos días de angustia adolescente. Me acuerdo de escribirle poemas a todas las niñas del curso, de leer novelas de Irving Wallace, Og Mandino, Roberto Gómez Urdaneta o cualquier otro libro azarosamente disponible en una pequeña repisa en la sala de mi casa. Pero más que todo me acuerdo de la edición de Aguilar de la Obra Completa de Amado Nervo. Muchas veces transcribí poemas de ese libro asumiendo su autoría.

También me la pasaba soñando despierto. La casa de mi mamá, “El Néctar”, quedaba a tres kilómetros de la Avenida Suba, donde me dejaba el bus del colegio. Mis vecinos eran gente humilde, la mayoría de apellido Fetecua. Había un campo de tejo, estaba la tienda de Don Pedro y había otras quintas amuralladas que le daban al sector una apariencia de feudo. Pasaba mucho tiempo solo.

Soñaba que iba a ser un cantante famoso, o un escritor famoso. Soñaba que me moría y que el mundo entero lloraba en mi procesión. No me importaba ser rico, ni respetado por los críticos, solo quería ser famoso. Y me acuerdo que a los dieciséis, después de que el asesinato de Galán arruinara mis oportunidades de rumbearme con alguna de mis compañeras, me juré a mí mismo que, si llegaba a los 38 sin ser famoso, me suicidaría.

Pues cumplí los 38 y no soy famoso. Me sentí frustrado porque me dí bastante tiempo. Muchos con ambiciones parecidas, se dan hasta los dieciocho o veinticinco.

Abrí la ventana de mi apartamento y sin titubear me boté de cabeza.

No, en realidad, negocié otras dos décadas conmigo mismo. Si a los 58 años no soy famoso, ahí si me pegaré un tiro.

Me metí a la ducha y me lavé el pelo con Head & Shoulders. He probado champús más caros y el único que en verdad mantiene mi caspa controlada es Head & Shoulders. Boris, el gato, brincó sobre el lavamanos y yo le abrí la llave con mi mano enjabonada. Me afeité con mi cuchilla Schick Ultra Aqua o un nombre así y me lavé el cuerpo con un jabón natural de Welesda que huele a granada, la fruta.

Me sequé y con la toalla sobre mis hombros me devolví a cambiar la música. Ya no soportaba a Popol Vuh. Puse el último de The War on Drugs, una de mis bandas favoritas del momento.

Deslicé la puerta de mi closet y escogí un par de calzoncillos grises de Uniqlo. Cuando uso boxers se me irritan los muslos porque camino mucho y se me rozan contra el pantalón. Descolgué una camisa de manga corta azul que compré en Muji, me la puse y me la quité. No tenía ganas de azul. Agarré otra de manga larga rosada, mi color favorito. Me la puse con una pantaloneta gris. Ésta había sido un pantalón de H&M que le mandé a recortar a un sastre dominicano que trabaja a una cuadra de aquí. Todas las pantalonetas que venden acá van hasta debajo de la rodilla. A mí no me gusta como se ven. Representa una actitud casi puritana hacia los muslos del varón.  ¿Qué pasó con las pantalonetas de tenistas de los setenta? ¿Como las de Jimmie Connors? Si le pegara una patada karateca a alguien, ese alguien me vería las güevas detrás de mi pantaloneta gris.

El café me embaló: siempre he sido muy susceptible a la cafeína. Volví a cambiar la música, puse una compilación de los años dorados de Discos Fuentes con canciones de Afrosound, Wganda Kenya, y Michi Sarmiento.

Saqué de la nevera una refractaria con las sobras de mi almuerzo en el Grand Szechuan del día anterior. Eran unos habichuelines encurtidos con calamares en una salsa picantísima. Cogí un tenedor y de pie, frente a la nevera, me embutí tres bocados. Me concentré en el sonido de la comida al ser masticada y en el de mi respiración nasal. Sellé la refractaria y la volví a colocar en la nevera. Saqué dos rebanadas de pan integral, dos rebanadas de queso cheddar de Grafton y dos rebanadas de jamón ahumado de pavo. Con esto hice un sánduche que coloqué en el microondas durante treinta segundos. Ese fue mi desayuno.

Cambié la música nuevamente. Puse el álbum Screamadelica de Primal Scream que me acuerda de mi amigo Pizarro. Me puse a bailar solo.

Una vez, en 1994, los vimos tocar en el Limelight, en Nueva York. Esa noche conocimos a Johnny Ramone de Los Ramones, quien tomaba cerveza enlatada en el bar. Los habíamos visto tocar la semana anterior en París. Suena muy Jet-Set de nuestra parte, pero fue mi hermano, quien andaba de vacas gordas en esa época, quien nos gastó el paseo.

Yuzzy, una colombiana que nos habíamos encontrado accidentalmente en un almacén de ropa usada en Broadway, nos invitó al concierto. En esa época trabajaba para una revista de música y tenía un pase de prensa que nos entró a los tres.

“Yuzzy, vaya y lo entrevista”, le dije.

“No, marica”, me dijo. “Me da oso. No tengo nada preparado”.

“¡Vale verga, improvise algo!”, le dije. “Pues yo le voy a preguntar si me deja invitarlo a una cerveza”.

Crucé el salón colocándome mi pelo largo detrás de las orejas, en esa época me llegaba hasta los pezones.

“¡Hola, Johnny!”, le dije. “Espero no estar molestando, pero quería saludarte y decirte que soy de Colombia y soy un gran admirador”.

“Oh, cool!”, me dijo. “No sabía que teníamos fans en Colombia”.

“Hordas de admiradores”, le dije. “Llenaríamos nuestro estadio de fútbol más grande”.

“Wow!”, me dijo.

“¿Te puedo comprar una cerveza?”, le dije.

“Por supuesto”, dijo él. “Nunca rechazo una cerveza”.

Luego le presenté a Pizarro y a Yuzzy. Intercambiamos un par de frases más y luego siguió hablando con su chica.

Esa noche de verano caminamos por horas hablando de gente que conocíamos en Bogotá, de la vida, de la música y del futuro. Pizarro escribió una canción sobre ella llamada “Johnny Ramone” que toca con su banda LSCFJ, lleva varias semanas de número uno en Radiónica. En ella me menciona: supongo que es suficiente fama para posponer mi suicidio.

*

Me gusta bailar solo. Es una de las varias cosas por las que podré ser descubierto. Algún vecino busca talentos me espiaría con su telescopio y luego me buscaría ofreciéndome mi propio programa de televisión en donde bailo con estrellas y luego las entrevisto. Lo doy todo cuando bailo, no me reservo nada. Bailo siempre como si fuera la última vez.

Luego sonó el teléfono.

“¡Mijito! ¡Feliz Cumpleaños!”, me dijo mi mamá.

“¡Mami!”, le respondí.

“¿Si está pensando en los dolores de parto que tuve cuando lo tuve?”.

“Por supuesto. Me deleitan”, le digo.

“¡Muérgano! ¿Cómo está Henry?”, me pregunta.

“Está en New Hampshire con mis suegros. Yo no pude ir porque me toca trabajar”.

*

Tengo una relación de amor y odio con mi madre, supongo que como todo el mundo. Ella nació bien pobre en Duitama. Mi abuela Paulina hacía remiendos y vendía empanadas. Ella crió a mi mamá y a sus cuatro hermanos, sola. Mi abuelo Tiberio vendía una pomada milagrosa de pueblo en pueblo y tenía hijos regados por toda la región. Luego se fueron a la capital y vivieron en un inquilinato junto a la Estación de la Sabana. Mi abuela era una señora muy estricta, católica y se aseguró de que sus hijas no se fueran por malos caminos, a punta de rejo.

*

Treinta años después, mi mamá se convirtió en una señora cosmopolita que ofrecía té a las damas de la embajada inglesa y a la crema y nata de la sociedad bogotana. Mi papá era un ejecutivo para una subsidiaria de Lloyds y ambos vivieron en una quinta gigante en Suba llamada Uyumbe. Ahí nací yo. El plan inicial era que yo atendiera al Colegio Anglo Colombiano, que aprendiera a cazar perdices como mi hermano, que esquiara en el Club de los Lagartos, que me fuera a un internado en Inglaterra y luego estudiara finanzas, que me devolviera y que me casara con la hija del presidente de Seguros Bolívar, por decir algo. Pero mi papá falleció de una trombosis cuando yo tenía seis años y tocó tomar el plan B: mi mamá me mandó a vivir a Orlando con unos amigos, mientras ella reconstruía su vida. Esto duró desde mis siete años hasta los catorce. A esta edad me devolví a Bogotá, donde mi madre me impuso el budismo tibetano, la yoga, la macrobiótica y todo tipo de tendencias orientales que ella había adoptado, combinadas con cachetadas, pellizcos y rejo, porque yo era muy vago en el colegio y me la pasaba soñando despierto con la boca abierta.

“Gracias por el cheque, mami”, le dije. “Me llegó ayer por correo”.

“No, con gusto. Cómprele al niño un abrigo para el invierno de mi parte”.

Ella tiene una cuenta en dólares y de vez en cuando me manda un cheque. Me siento un poco patético recibiéndole plata a estas alturas de la vida. Cuando me vuelva millonario por mis novelas le voy a pagar a un japonés macrobiótico para que le cocine (ella le come mucho cuento a los japoneses, los dota de poderes sobrehumanos).

Después de colgar con ella me metí a http://holywarbles.blogspot.com/. Este es uno de mis blogs de música favoritos. Habían posteado un álbum de Graham Davies de rock cristiano de los setenta. Escuché una muestra en Soundcloud de una canción llamada “The Road is Hard”. Me gustó y espiché el link para bajar el álbum entero en Rapidshare.

Me dirigí hacia una pila de libros que tenía sobre la mesa del comedor. Por Internet, uno puede pedir el libro que quiera a la biblioteca publica de Brooklyn y se lo mandan a la sucursal más cercana: en este caso una que queda en frente de mi edificio. Acostumbro leer las reseñas de libros nuevos del New York Times y pedir los libros que suenan chéveres. En promedio, leo uno de cada veinte libros que saco. Acostumbro fanfarronear que me los leí todos.

Esta pila consistió de: la novela Freedom de Jonathan Franzen, una nueva traducción de Iluminaciones de Rimbaud a cargo de John Ashberry, una “nueva” biografía sobre la juventud de Gabo, un libro de cocina india que sacó Phaidon, y un libro de cuentos de Lydia Davis.

Agarré cada libro y leí su contraportada y ojeé sus índices. Los puse en orden de interés. El de comida india, encima: quizá me prepararía un curry para el almuerzo. Pero en vez de hacer esto prendí el televisor.

Acababa de comprar un Roku, que es un aparato que convierte el contenido de Netflix a mi televisor. Me aturde que uno pueda escoger entre miles y miles de películas con solo oprimir un botón en el control remoto. Me gusta añadir películas a mi queue o lista de espera. Tengo casi seiscientas películas que me gustaría ver. Entre ellas, el canon: todas las de Godard, Fellini, Kurosawa, Bergman, etc.

Pero en vez de ver una de estas, escogí Zapped, una película recula de los ochenta con Scott Baio. En esta, gracias a un accidente en el laboratorio del colegio, el protagonista puede desabrochar las blusas de las chicas tetonas telepáticamente. La primera vez que me vi esta película me tocó hacer fila dos horas en Unicentro. La fila llegaba hasta el Iserra y yo sudaba de la angustia porque tenía once años y la película era para mayores de doce.

Adelanté la película a la última escena, cuando Scott Baio pierde el control de sus poderes y empelota al colegio entero. No sentí nada. A los once años anduve parolo dos semanas a causa de esta escena. Apagué el televisor.

Tengo demasiadas distracciones en este país y mi síndrome de déficit de atención autodiagnosticado, se ha intensificado estrambóticamente. Me cuesta mucho trabajo recapitular la secuencia de eventos que me conducen, por decir algo, a afeitarme el ombligo, o a gastarme diez dólares en el almacén de 99 centavos.

Me puse mis tenis, agarré mi billetera, las llaves y el iPhone. Sentí que algo se me olvidaba, pero no lograba identificar qué. Cuando llegué al primer piso, me acordé que la basura estaba oliendo feo y tenía que sacarla. Luego pensé que a la basura le tocaría esperar, porque no me iba a trepar los seis pisos en ese momento.

En la entrada de mi edificio estaba un manojo de niños jasídicos hablando en yiddish y pintando el andén con tizas de colores. Hace tiempo dejé de intentar interactuar con estos vecinos. Al comienzo, saludaba a sus papás cuando bajaba la escalera, pero ellos hacían como si no hubieran escuchado nada, como si yo no existiera, como si fuera un fantasma.

Por otro lado, nunca se quejan cuando pongo a reventar el equipo de sonido y tienen su propia policía, lo cual hace seguro el vecindario. El único que me habla es Mr. Hirsch, el arrendador. A veces, cuando mi esposa no está, sube a fumar cigarrillos a mi apartamento, a escondidas de su esposa. Me pregunta si fumo marihuana y luego me pregunta si mi esposa alguna vez ha visto un oso polar, pues ella es de Alaska. Yo le digo que no y que sí.

Mr. Hirsch estaba regañando al súper, BL, sobre el estado de las canecas de basura. Todas estaban rebosando y el departamento de salud los podría multar. Yo los saludé con un ademán de mi dedo índice.

Mr. Hirsch siempre va vestido a la manera tradicional: traje negro de paño, camisa blanca y sombrero de fieltro. La temperatura era de 32° centígrados. Pienso que nunca me dejará de maravillar la capacidad de Mr. Hirsch para no sudar. BL lucía una camiseta blanca extra grande, bluyines sueltos y una malla en la cabeza. Él sí sudaba y yo también.

Me detuve en la esquina para decidir a cuál almacén de 99 centavos iría. El más grande queda a unas veinte cuadras, hay otro que también vende artículos más caros a diez cuadras y hay uno pequeño a tres cuadras. Se llama Loco/Crazy. Me dirigí a ese.

En el camino me detuve en una bodega, que es como le dicen a las tiendas acá. Compré un tiquete de la lotería MegaMillions que tiene el premio mayor en 85 millones. Jugaría esa misma noche y, mientras tanto, yo alimentaría mis fantasías. En Bogotá había un lotero que venía hasta el restaurante, yo le compraba chance todos los días: de a quinientos diarios. A veces compraba el Baloto. Una vez me gane un millón de pesos en el Bingo del Andino. Estaba con Marcos, el mesero. Le di la mitad y él la metió en un CDT. Un día me lo encontré en Facebook y me contó que con esa plata y otro tanto que tenía ahorrado, había puesto un almorzadero ejecutivo y le había ido tan bien, que iba a poner otro. Yo en cambio, me compré un par de pantalones de pana en Jeans & Jackets y una botella de whisky escocés Glenfiddich. Nunca me puse los pantalones.

A veces me hace falta el almuerzo ejecutivo, el ACPM, el corrientazo, la sopa y el seco. Acá no existe esa formidable institución. Tal vez en Queens, pero casi no voy por esos lados. Mi sopa favorita era la de colicero. Yo tengo una olla a presión, pero nunca aprendí a hacer sopas colombianas. Hago sopa de lentejas pero con una sensibilidad gringa. Se me ocurrió que después de ir a la tienda de 99 centavos cogería el subway a Chinatown, donde me regalaría un masaje Tui-Na y almorzaría sopa de pato con fideos y won-ton. Entre la sopa de colicero y esta, escojo la de pato.

“¡Colombia!”, me saludó el cajero del Loco/Crazy, Jaime, dominicano.

“Quiubo”, le dije. “¿Qué hay de nuevo?”.

“Nueva mercancía. Mira esta bola de hule, para el nene”.

Rebota una bola que se enciende como una discoteca.

“Guau”, le dije yo. “Me la llevo. ¿Qué más hay?”.

“Este anillo cambia de color dependiendo del estado anímico de la persona que lo lleva puesto”, me dijo colocándolo en la palma de mi mano.

Me lo puse en el dedo y cambio de color verde a negro.

“Eso quiere decir que estas ansioso”, me dijo.

“Me lo llevo también”.

Me parece chistoso que Jaime me considere merecedor del apodo “Colombia”. Como si yo fuese hincha de Millonarios, escuchara el Tour de Francia con audífonos en el tren, me supiera la letra de algún vallenato de Diomedes Díaz o alguna balada de Shakira, votara por candidatos al senado en la embajada, me viera las telenovelas de Caracol por cable, o cualquier otro rasgo característico de compatriotas más merecedores de este apodo.

Tomé el tren de la línea J que va por encima del puente de Williamsburg. Apenas arrancamos, entró al compartimiento una mona desgajada por el abuso de crack, a pedir limosna. Me dije a mí mismo: si por lo menos se canta una ranchera, o siquiera se echa un chiste, le doy una moneda. Me acuerdo de los trayectos eternos en el ejecutivo M60 de Suba a Germania: los poetas, los magos, las úlceras protuberantes, los bambucos, los mochos y los vendedores de supercocos. Si no tenía para darles, al menos les aplaudía.

Después de que nadie le dio nada, se me sentó al lado. Afortunadamente, no olía a nada. Debido a la saturación de mis sentidos en este país he perdido gran parte de mi olfato. A veces pasan semanas enteras sin que huela algo. A veces me entra una paranoia de que me tire un pedo y todos lo huelan menos yo.

Una hipster que estaba sentada enfrente apagó su lector electrónico Kindle y con cara de disgusto, se paró y se cambió de carro. Me pregunté qué libro estaría leyendo. Tenía pinta de pila, quizás estuviera leyendo Anna Karenina. Me dije a mí mismo que esa era la clase de libros que debería estar leyendo: clásicos, en vez de bestsellers. También pensé al verla alejarse, que tenía un culo bastante bien formado para ser gringa.

Lo pensé sin lujuria, ya que el olfato está intrínsecamente ligado al deseo. Con mi esposa no tengo problemas, porque me acuerdo a qué huele y supongo que por amor, pero tratar de fornicar con otra, sería como hacerlo con un maniquí.

Me metí la mano al bolsillo y saqué un billete de un dólar arrugado. Se lo di a la mona, que pidió que Dios me bendijera. ¿Quién soy yo para juzgar?

Me bajé en la calle Canal, caminé tres cuadras hasta la calle Mott y allí bajé unas escaleras que iban a dar a un sótano lleno de camillas separadas por biombos, donde masajean.

“¿Cuanto tiempo?”, me preguntó una china trozuda. Ella era una entre otras siete que estaban sentadas tejiendo y leyendo periódicos.

“Treinta minutos”, le dije.

Me quité los zapatos y me acosté boca abajo. Me puso una toalla encima de la camiseta y me empezó a sobar. Acumulo mucha tensión en los hombros cargando a Henry y también los platos en el restaurante. Ella detectó mis nudos y los empezó a amasar con fuerza herculiana. Aguanté la respiración a causa del dolor.

“Respire”, me ordenó. “¿Más suave?”.

“Un poquito”, le digo.

Ella no hizo caso y continuó. Traté de pensar en mis proyectos literarios; en el dolor que sintieron las víctimas de mi novela al ser torturadas; pero igual estaba que chillaba.

Luego le dio por masajear mis glúteos lo cual me dio cosquillas. Se sintió rico, pero me estresé un poco a medida que iba apretando el interior de mis muslos. Luego siguió con el resto de mis piernas y me tranquilicé. Por un momento pensé que me propondría un final feliz. ¿Qué habría hecho? No sé.

Después de treinta minutos sonó una alarma digital que ella había programado.

“¿Quiere otra media hora?”, me preguntó.

“No, gracias”, le dije.

Le pagué los veinticinco dólares y le di cinco dólares de propina. Me dio un vaso desechable con agua y esperó con los brazos cruzados a que me lo tomara. Le agradecí efusivamente y salí a la luz cegadora del solazo veraniego.

No sé con certeza si estos masajes que me receto irregularmente sirven para algo. Me gusta la idea de ellos, me gusta pensar que soy guerrero y que no necesito de spas elegantes con música de Enya e incienso del caro. Por esa misma razón me las daba de que mercaba en la plaza Samper Mendoza en Bogotá, de que compraba camisas en las tiendas de ropa usada de la 57, de que frecuentaba putiaderos del barrio Santa Fe. Algunos llamarían a estos impulsos falta de oficio. Yo los considero parte de mi búsqueda. ¿De qué? No sé, pero no de oficio.

Caminé una cuadra hacia el Big Wong donde acostumbro ir por sopa de pato. Esta parte de la ciudad me acuerda más o menos a San Victorino. Menos que más, puesto que las calles están llenas de turistas de todas las naciones del mundo y de chinos vendiendo mercancía chiviada. Hace un par de años me entró la fiebre de explorar todos estos rincones y me metí a un supermercado de tres pisos, escondido en un callejón: compré hongos secos en forma de vagina senil, fideos con sabor a tortuga, gaseosas con sabor a pasto y helado de anchoas. Estos productos nunca se volvieron parte de mi canasta familiar.

“¡de Bifor!”, escuché que decía una voz en la multitud. Era como me decían en el colegio, una colombianización de mi apellido. Me volteé.

“¡Quiubo marica!”, dije yo.

Era Nicolás Prieto, un viejo compañero del Gimnasio Lady Di.

“No lo puedo creer”, dijo él. “Qué chimba encontrármelo. Yo sí había visto en el Facebook que andaba por acá, pero se me había olvidado”.

Nos abrazamos como si hubiéramos sido muy buenos amigos, pero ese no había sido el caso. Nicolás siempre me la montó por lánguido. Me llamaba Alanbrito, me pegaba gatos en el brazo, me hacía ñonguis e incitaba a los demás a que me hicieran montonera. Como capitán del equipo de natación, tenía buen físico, pero también tenía la piel cubierta de granos por el cloro. Eso no lo hacía menos atractivo a las chicas del curso, a quienes invitaba a bailar a Massai en La Calera para luego desvirgarlas en el motel “Las Galaxias” de Cedritos. Yo no tenía ni carro, ni plata, ni bailaba bien. Creo que su papá trabajaba para la aduana.

“¿Qué hace por estos lados?”, le pregunté.

“Camello”, me dijo. “Tengo una fábrica de guantes de caucho y vine a reunirme con unos clientes. Ya me devuelvo mañana y estaba comprando unos regalos para la familia.  ¿Y usted en qué anda?”.

Por un instante deseé haberme vestido de otra manera. Me sentí vulnerable ante su camisa escocesa Polo y sus jeans A/X. Pero recapacité y saqué pecho.

“Iba a almorzar una sopa de pato aquí a la vuelta. Mi esposa está con mi hijo en New Hampshire, entonces ando desparchado”.

“¡Güevón! Acompáñeme a comprarle un par de camisetas a mis sardinos y luego lo invito a almorzar a Balthazar”, me dijo él.

Me agarró de sorpresa su invitación. Me hubiera gustado haberle dicho: “No, marica. Es que iba a almorzar de carrera porque después tengo cita en el dentista”. Pero en vez de eso le dije:

“Eh, listo, del putas”.

Paramos en un puesto de chucherías y ofrecí cargar sus bolsas mientras el regateaba media docena de camisetas con él: I (símbolo de corazón) NY. Eran bolsas de The Gap, Bloomingdale’s, Victoria’s Secret y el Apple Store. Una vez satisfecho con el precio, pagó y caminamos las seis cuadras que nos separaban del famoso restaurante.

“…Pero acá un mesero gana buen billete”.

“Sí, pero también todo es más caro”, le dije. “Bueno, no me estoy quejando. Estoy feliz con mi familia y quizás algún día abra mi propio chuzo”.

“Haga como el Leo Katz y se monta un par de chuzos inspirados en los que hay acá, pero en Bogotá. Se tapa en billete”.

Llegamos a Balthazar, uno de los supuestos chuzos chiviados por Katz. Había fila para llegar al podio del maître. Cuando llegó nuestro turno, el maître nos dijo que había que esperar una hora. Nicolás, sutilmente le deslizó un billete de veinte, diciéndole que no importaba, que esperaríamos. A los cinco minutos una versión enana de Angelina Jolie nos guío hacia una mesa cerca a la estación de mariscos.

“Me da mucha alegría habérmelo encontrado”, me dijo. “Odio ir a restaurantes solo”.

Noté que en la mesa de al lado estaba el actor Kevin Bacon. Hacía rato que no lo veía en cartelera. Creo que la última película en que lo vi fue The Woodsman, en la que hacía de pedófilo. Me acordé de cómo lo idolatraba en Footloose y aún hoy, cuando bailo solo, me ilusiona pensar que me veo como él en la escena de la fábrica. Los años no le han pasado en vano y Nicolás no lo reconoció.

“¿Bueno marica, de qué tiene ganas?”, me preguntó Nicolás. “Yo me voy a pedir el Steak Frites”.

“No sé todavía. Voy a esperar a que nos digan los especiales. Una Bouillabaise no me caería mal”.

Me abstuve de decirle a Nicolás que trabajé en Pastis por tres años. Ese era otro restaurante del mismo dueño. Ganaba más propinas en ese entonces, pero era mucho más agotador y el horario no me permitía cuidar a mi hijo. No consideré que esta información enriquecería nuestro encuentro.

“El otro día me encontré con el Checho en Andrés (Carne de Res). El guevón no ha cambiado un culo. Me dijo que tiene un par de puestos en San Andresito, de tenis, pero yo creo que el man esta haciendo algo torcido porque estaba tomando Sello Azul con un par de hembritas. ¿Si se acuerda de Checho?”, me preguntó.

“Claro”.

Checho también había estado en nuestro curso, jugaba de defensa en el equipo de fútbol. Me acuerdo que llegaba con escolta al colegio y que se reía como Beto “El Boticario” en La Carabina de Ambrosio. Con él fue que probé el perico por primera vez, en Barbie. Él me llevaba porque pensaba que yo era alternativo.

La mesera llegó a nuestra mesa y nos preguntó si queríamos algo de tomar. Yo pedí una copa de Cabernet Franc.

“Pues pidamos la botella entera”, me dijo Nicolás.

“Es que tengo que trabajar esta noche y no quiero llegar enguayabado”, le dije.

“¡No sea roscón!”, me dijo y se la pidió a la mesera picándole el ojo.

“Bueno, está bien”, le dije. “Oiga, ¿qué hacía el cucho de Checho que le tocaba andar con escolta?”.

“¿No sabía?”, me preguntó. “Al man le decían “El Coco” y era del cartel de Cali. Lo que hacía era asegurar los envíos. El Checho tenía una finca en el Guamo, el doble del tamaño de la Hacienda Nápoles, pero después de que se entregaron los Rodríguez Orejuela él se volvió paramilitar y se lo bajaron en combate con las FARC”.

“Uish”, dije yo. “Qué cagada”.

“Sí, guerrilleros hijueputas”, dijo él. “¡Eeeeeh! No marica, estoy mamando gallo. Digo, sobre el comentario de los guerrilleros, lo demás si es cierto”.

La mesera volvió con la botella y mientras la descorchaba Nicolás le preguntó todo sobre su vida. Que era lituana fue toda la información que logró extraerle. Después nos contó los especiales, pero terminamos ambos pidiendo el Steak Frites. El de Nicolás tres cuartos y el mío, un cuarto.

“Oiga de Bifor”, dijo Nicolás. “Yo sé que en el colegio se la tenía montada y pues me alegra encontrármelo, porque quería pedirle disculpas, güevón”.

“Fresco, Nicolás”, dije yo. “Igual yo daba un resto de papaya”.

“No, yo fui un patán. Creo que lo envidiaba y por eso se la montaba”.

Hice un gesto de incredulidad con mis labios.

“No, a lo bien”, me insistió. “Cuando usted se ponía a bailar en las izadas de bandera, el colegio entero se juagaba de la risa. Yo creo que todos pensamos que usted iba a ser famoso. Me acuerdo de una vez que se disfrazó de león para el Campeonato Nacional de Porristas. El disfraz le quedaba chiquito pero igual usted salió brincando y la gente pasó de reírse a bailar con usted, el Coliseo El Campín entero siguiéndole la cuerda”.

“No me acordaba de eso”.

A nuestro lado, Kevin Bacon pagó su cuenta y se fue. Llegaron nuestros filetes y, mientras comíamos, Nicolás me contó sobre sus hijos, sobre su finca en Chinauta, sobre los tres celulares que le habían robado en el último mes, sobre el estado de las vías en Bogotá, y sobre su esposa, que andaba metida en el rollo de la comida cruda.

“Estoy acaparando la conversación”, me dijo. “ Cuénteme en qué anda, hermano”.

“ No, pues de mesero como le conté”.

“¿Pero qué? ¿Cuáles son sus planes? ¿Va a abrir un chuzo?”, me preguntó.

“Sí, tengo un socio con capital y estamos buscando un local para abrir un restaurante de comida india en Williamsburg. La idea sería usar ingredientes locales y de temporada”, le mentí.

“¡Del putas!”, me dijo.

“También estoy escribiendo una novela sobre un asesino en serie”.

“¡Guau!”, me dijo.

Nos despedimos con un abrazo frente al restaurante. Caminé de vuelta a mi apartamento, por encima del puente de Williamsburg. Todo el trayecto fantaseé con la novela que no había escrito. Saqué mi iPhone y le mandé un mensaje de texto a mi jefe. Le dije que tenía churrias por haber comido en Chinatown y que no podría trabajar esa noche.

Me eché un pique las ultimas cuadras y llegué con bazo a mi apartamento. Boris estaba maullando, le puse comida y me senté frente al computador. ¿Por dónde empezar?, me pregunté. ¡Ajá, mi libreta! Mandé la mano a mi bolsillo trasero y estaba vacío. Me entró una sensación de pánico, pero respiré profundamente, cerré los ojos y traté de acordarme de la última vez que la había visto. La noche anterior había anotado un par de ideas para una escena de tortura en una estación del subway abandonada, estaba en mi cama. Desbaraté mi habitación pero no encontré rastro de ella. Sentí que mi mundo entero se desplomaba.

Prendí el televisor y el Roku. Me desplome sobre el sofá y empecé ocho películas, pero ninguna engranaba. Me volví a sentar frente al computador y empecé a escribir este texto. Interrumpí un par de veces para escoger la música para esta tarea y para mirar por mi ventana.

Ahora son las cuatro de la mañana y ya no sé si quiero que aparezca la libreta de Dora, la Exploradora. Tengo miedo de lo que vaya a encontrar escrito en ella. Quizá sea mejor no hacer grandes planes en la vida. Quizá sea mejor improvisar y dejar que los sueños baratos sean solo eso, sueños.

Después de terminar esta frase, llamé a mi esposa para desearle una feliz noche. No contestó. Le dejé un mensaje. Sentí unas ganas inmensas de emborracharme, pero lo único que había para tomar era una botella de aguardiente Néctar. Detesto el aguardiente desde mis primeras veinte guasqueadas cuando fui adolescente. Alguien me la había regalado de navidad pensando que la apreciaría. Sin titubear, desenrosqué la tapa y tomé un sorbo largo y amargo. Miré por mi ventana la silueta de la ciudad mas play del mundo y eructé.