Según la teoría clásica, se entiende por comunicación el hecho de transmitir una información o un mensaje desde una fuente emisora a otra receptora.
El proceso de comunicación, según esta teoría, supone:
— un emisor: una fuente que envía el mensaje;
— un receptor: un destino que recibe el mensaje;
— un medio: palabras, imágenes, sonidos, etc.;
— un código: el significado del mensaje;
— el proceso de descodificación: la interpretación del mensaje, es decir, lo que se quiere transmitir.
Una buena comunicación presupone la capacidad de expresarse de un modo claro, comprensible y, en la medida de lo posible, con claridad de lenguaje.
Paul Watzlawick, investigador del Mental Research Institute de Palo Alto, California, ha introducido una nueva variable en el proceso de la comunicación: la recíproca influencia.
Según esta nueva perspectiva, la comunicación es un proceso de intercambio de informaciones y de mutua influencia.
En el acto de la comunicación tiene su importancia, además del contenido (lo que se dice), la forma, es decir, el cómo se dice.
Pensemos, por ejemplo, en la obra teatral Seis personajes en busca de autor, de Luigi Pirandello. Esta pieza, puesta en escena por una compañía determinada, apasiona, interesa, estimula la reflexión y agrada; representada, sin embargo, por otra compañía aburre, desilusiona e, incluso, puede llegar a irritar.
Sin embargo, el texto y las escenas son los mismos.
El mismo ejemplo nos sirve si pensamos en los chistes. El mismo chascarrillo contado por distintas personas puede hacer reír, divertir o dejar indiferentes o, incluso, crear situaciones molestas. Si en la comunicación lo único importante fuese el contenido, «lo que se dice», no se daría esta pluralidad de situaciones. Sin embargo, se dan. Y se dan porque en el proceso de comunicación tiene una gran importancia también el «cómo se dice».
Un presupuesto fundamental de la comunicación, según Watzlawick, es que no se puede no comunicar.
Tanto las palabras como el silencio tienen valor de mensaje. Si queremos iniciar una relación con una persona y le dirigimos la palabra, dicha persona podría no respondernos o, incluso, ni siquiera dignarse a mirarnos. Tal persona nos está «comunicando» con esta actitud que no quiere entrar en relación con nosotros. El silencio, en este caso, tiene un valor de mensaje tan fuerte como la palabra. Dejemos por ahora la teoría de Watzlawick para considerar el concepto que da título a este capítulo: «el valor sugerente de la palabra».
Si la comunicación es un intercambio de informaciones con una influencia recíproca, es por tanto fundamental ser conscientes del poder que posee la palabra. «Lo que se expresa impresiona».
En el momento mismo en que pronunciamos una palabra, creamos en nuestra mente y en la de nuestros interlocutores la imagen semántica del contenido de la palabra.
Imaginemos, por ejemplo, que un directivo dice a uno de sus colaboradores: «Señor García, le he mandado llamar porque la situación de su departamento no va como debiera. Los objetivos que nos hemos propuesto todavía no se han alcanzado».
El apelado puede reaccionar ante estas palabras con desilusión, frustración y, quizá, con rencor por la falta de reconocimiento de lo que ha conseguido, al margen de que luego pudiera conseguirse más.
Su disposición mental se ve orientada de forma negativa y, lógicamente, sus reacciones psicosomáticas serán negativas.
Supongamos ahora que otro directivo se dirige al mismo colaborador y se expresa de la siguiente forma: «Señor García, le he mandado llamar para discutir juntos y encontrar las posibles soluciones que nos permitan conseguir los objetivos que nos hemos propuesto para su departamento».
El contenido que se expresa es el mismo: las cosas no van bien en este departamento.
En la primera de estas dos intervenciones se resaltan los aspectos negativos de la realidad del problema y, por consiguiente, la incapacidad del responsable de dicho departamento que, necesariamente, se sentirá minusvalorado en su profesionalidad.
En el segundo caso, sin embargo, se evidencian las posibilidades de solución de las dificultades y no se discute sobre las cualidades del responsable, sino que, al contrario, se le reconoce la capacidad de saber encontrar la solución más adecuada para resolver los problemas. El colaborador, al no sentirse minusvalorado ni experimentar que se duda de sus capacidades profesionales, estará más predispuesto al estímulo para trabajar de forma constructiva y satisfactoria.
Cada vez que pronunciamos una palabra damos origen, inconscientemente, a una determinada sugerencia. Para darnos cuenta de ello basta pensar, por ejemplo, en la gran cantidad de personas que reaccionan ante la simple representación verbal de un mecanismo fisiológico como el vómito. Pueden incluso llegar a sentir náuseas sólo con oír hablar sobre el tema.
Existen personas más sugestionables que otras, naturalmente, pero todos somos sensibles al poder de las palabras.
La palabra evoca representaciones mentales, y las imágenes mentales dan origen a sensaciones y emociones.
Intentemos no pensar en un elefante...
En el mismo momento en que alguien nos propone no pensar en un elefante, toma cuerpo en nuestra mente la imagen del elefante. En el mismo momento en que se pronuncia la palabra elefante, nuestra mente «crea» la imagen del elefante.
Un discurso rico en palabras como dificultad, esfuerzo, problema, necesidad, sacrificio, etc., creará después de un cierto tiempo una sensación de malestar, inseguridad y sugerencias negativas.
Es fácil suponer en qué estado de ánimo se encontrarán los participantes después de algunas horas de trabajo. Cundirá el desánimo, y observarán el futuro iluminado por una luz gris y opaca, con una perspectiva de sacrificios, esfuerzos e inseguridades.
Sin embargo, el ponente puede comenzar la reunión con las siguientes palabras: «El estado actual de la situación nos permite mejorar. Nos empeñaremos con todas nuestras fuerzas para conseguir crear espacios útiles para nuestro crecimiento profesional».
La realidad descrita en ambos discursos es la misma, pero en el primer caso se subraya la dimensión negativa de la realidad.
Son palabras que nos hacen comenzar mal nuestra comunicación.
«Le robo sólo un minuto»: el término robar crea el sentimiento de pérdida de tiempo, y nos coloca en una situación de inferioridad. Sólo quien no es importante nos hace perder el tiempo. Sólo los «pelmazos» nos «roban el tiempo».
Tan pronto como se pronuncia una expresión de este tipo, nuestro interlocutor percibirá inconscientemente una sugerencia muy negativa.
«No le aburriré»: cuando nos expresamos de esta forma, existe, en realidad, dentro de nosotros la sospecha de que lo que tenemos que decir es poco interesante, y paradójicamente, esta preocupación se transmite en la propia comunicación por medio del valor sugerente negativo que evoca en la «escena mental» de nuestro interlocutor el aburrimiento que, precisamente, queríamos evitar.
«No quisiera molestar»: también en este caso evocamos en nuestro interlocutor el sentimiento de molestia que no deseábamos.
«¿Tiene unos minutos para dedicarme?»: en este caso nos situamos, de nuevo, en una posición psicológica de inferioridad, considerando nuestro mensaje poco importante y que no merece el «tiempo necesario» que se precisa para comunicar algo serio.
«¿Molesto?»: si nuestra presencia está motivada y se agradece, no hay motivo para provocar molestias. Pensemos en una persona querida a la que tenemos en gran consideración y que nos telefonea en horas inoportunas. Si hay una verdadera relación afectuosa con esta persona, es difícil que nos moleste.
«No quisiera que pensase que estoy aquí para engañarle»: en este caso, el «mecanismo» es claro. A estas palabras sólo puede seguir, en el nivel de las «sensaciones», la sospecha de un posible engaño «escondido». Estamos ante una actitud defensiva, propia de quien teme un ataque.
Si las palabras con valor sugerente negativo en la apertura de la relación representan la forma de comenzar mal la comunicación, las palabras con valor sugerente negativo durante el discurso producen el efecto de continuar mal las mismas comunicaciones.
Son ejemplo de ello frases como las siguientes: «Tengo un problema», «Me encuentro en graves dificultades», «Creo no equivocarme si...», y también el uso continuado del pronombre yo.
Términos como problema, dificultad, deficiencia, sacrificios, errores, etc., usados repetidamente durante la comunicación, evocan sensaciones y sugerencias negativas y al usarlos nos covierten en personas aburridas, pesimistas, poco agradables y destructivas.
El uso continuo del pronombre yo denuncia, sin necesidad de recurrir al psicoanálisis, un ego infantil, de personalidad insegura que busca «defenderse», exaltando la propia identidad como una forma de «compensación».
Desde el punto de vista de la comunicación, el uso reiterado del pronombre yo crea una especie de «barrera invisible» que nos aleja de los otros y crea malestar, fastidio y, a veces, antipatía.
Puede darse el caso de que ante la propuesta de nuevas ideas, iniciativas o cualquier tipo de apelación, se responda impulsivamente con un «no».
Antonio Vieira escribe: «La cosa más dura que pueda darse en la vida es encontrarse en la situación de pedir algo y, después de haberlo solicitado, encontrarse con un no [...]; negar a alguien lo que pide es como darle un bofetón con las palabras. La palabra no es tan áspera, dura e injuriosa que justifica la metáfora. Es dura frente a la necesidad, ofensiva ante el honor, insoportable frente a los merecimientos.
»Y si un no es tan duro para quien lo escucha, creo que no lo es menos para quien lo ha de decir, y lo es en mayor medida cuanto más grande sea la generosidad y superioridad del espíritu de quien debe pronunciarlo» (Antonio Vieira, Prediche agli uomini di governo, Rusconi, Milán).
Interlocutor A: «Creo que este proyecto se le ha de confiar al doctor Merino, que tiene una probada experiencia en este sector».
Interlocutor B: «No, yo creo que es preferible consultar a una agencia externa a la empresa, ya que nos puede dar una visión más global de la situación».
Interlocutor A: «No creo que una agencia consultora pueda darnos mejores soluciones de las que nos pueda dar el doctor Merino».
Interlocutor B: «Sin embargo, yo pienso que…».
El «reto» ya está sobre la mesa.
En este instante, los dos interlocutores se han convertido en dos contendientes y, se lleve como se lleve la conversación, a partir de este momento, habrá ya un vencedor y un vencido que, por otra parte, no querrá perder. Está en juego la «dignidad profesional» y se encuentra en peligro el sentimiento de autoestima. Si es mejor o peor confiar el proyecto al doctor Merino o a una agencia consultora ajena a la empresa tiene ahora una importancia secundaria.
El orgullo ha asumido el protagonismo.
Revisemos la situación:
Interlocutor A: «Creo que se le ha de confiar este proyecto al doctor Merino, que ha acumulado una gran experiencia en este campo».
Interlocutor B: «No, yo creo que es mejor consultar a una agencia ajena a la empresa, ya que podría darnos una visión más global de la situación».
Interlocutor A: «En efecto, una visión global puede ofrecernos puntos de vista alternativos, pero si analizamos juntos nuestras necesidades actuales podemos llegar a comprender que, en este caso, confiar el proyecto al doctor Merino presenta ventajas más tangibles que las que, aunque interesantes, pueda ofrecer un consultor externo».
En esta situación no nos encontramos ya a dos interlocutores que se desafían mutuamente.
Se toma en consideración la propuesta del interlocutor B, y no se descarta a priori, sino que se reconoce como válida.
Se comparan dos propuestas igualmente válidas, de las cuales, evidentemente, una ofrece más ventajas que la otra.
La dignidad profesional ha quedado a salvo. El orgullo de los dos interlocutores no tiene motivos para sentirse herido.
Citemos de nuevo a Antonio Vieira: «El no es una palabra terrible: no conoce la razón ni el error, se lea como se lea, tiene siempre el mismo sonido y el mismo significado. [...] El no, se tome como se tome, es siempre como una serpiente, siempre muerde, hiere y está indefectiblemente cargado de veneno. Mata la esperanza, que es el último remedio que existe para cualquier tipo de mal. No hay correctivo capaz de moderarlo ni arte que pueda hacerlo aparecer menos duro. Ningún halago puede hacerlo más dulce».
En la experiencia del «pensamiento primario» no existe la negación, no existe el «no perro», sino la experiencia del perro. La negación existe en la experiencia del «pensamiento secundario», es decir, en el lenguaje.
La negación forma parte de los procesos lógicos. El inconsciente, sin embargo, no es capaz de «leer» el no.
Volvamos a nuestro ejemplo anterior de no pensar en un elefante.
Cuando escuchamos una expresión como esta, hemos de pasar en primer lugar por la comprensión de la palabra en sí misma, sin la partícula «no» y, después, si somos capaces, hemos de llegar a la negación de la palabra elefante.
«No creas que quiero engañarte».
También en este caso representamos antes la experiencia del engaño y, después, la negación de este.
Frases del siguiente tipo: «Espero conseguirlo», «Intentaré estar presente en la inauguración», «Quizá consigamos llegar hasta el fondo del problema», contienen términos que «debilitan» el lenguaje.
Imaginemos un entrenador de fútbol que, antes de un partido muy importante, en el que se juega, por ejemplo, el descenso de categoría, intentara animar a su equipo con la siguiente arenga: «Chicos, este es el partido decisivo. Si nos dedicamos a fondo, quizá consigamos salvarnos. Esforcémonos y puede ser que, con un poco de suerte, nos llevemos a casa los dos puntos que necesitamos».
Si, quizá, esforcémonos, puede ser, con un poco de suerte son palabras que transmiten inseguridad, duda y poca motivación.
La «moral» del equipo después de tal arenga quedará, sin duda, «por los suelos» y absolutamente desmotivada.
Sin embargo, otro entrenador dice: «Chicos, este es el partido decisivo. Nos hemos entrenado a fondo, con tenacidad, y estamos en perfecta forma. Hemos asumido el esquema de juego y entre vosotros hay un perfecto entendimiento. Con estas bases sólo podemos ganar. Todo está a nuestro favor. Daremos lo mejor que tenemos».
Con tales palabras de ánimo, la actitud psicológica del equipo está orientada positivamente y la carga emotiva de signo positivo influirá decisivamente en el rendimiento sobre el terreno de juego.
Son los verbos que denuncian incongruencias entre lo que se dice y lo que, en realidad, se quiere hacer.
Distingamos:
— uso del condicional: quisiera, podría, etc., son verbos que denuncian la presencia de riesgos;
— verbos que expresan un objetivo falso: conseguir, llegar, superar, vencer, etc.
El objetivo es «llegar a conseguir lo propuesto», y no el cumplimiento formal de un objetivo prefijado.
«Intentemos llegar a aquella cima». El objetivo no es la cima a la que se ha de llegar, sino conseguir llegar a ella.
Si nuestra meta es esta, entramos en un desafío personal con nosotros mismos. Conseguir llegar a la cima es una empresa estresante y, si no lo conseguimos, se convierte en un resultado frustrante.
Concentrarnos sólo en la cima, sin la preocupación de llegar o no, nos predispone para un trabajo más lúcido y sereno.
Afirmo que quiero llegar a la cima, pero, en realidad, como comportamiento concreto (incongruencia entre lo que se dice y lo que, realmente, se quiere hacer) deseo desafiarme a mí mismo.
Vemos cómo, sembrado nuestro lenguaje con palabras con valor sugerente negativo, la comunicación resulta poco eficiente, contraproducente y, a veces, emocionalmente desagradable.
Pero también es cierto que podemos llegar a ser unos comunicadores eficaces si aplicamos algunas reglas sencillas y fáciles y que podemos definir como «reglas áureas». Nos permitirán evitar todos los inconvenientes que hemos citado anteriormente.
«El proyecto que les presentaré...» debe convertirse en: «El proyecto que veremos juntos...».
En el primer caso propongo algo mío, que los otros han de aceptar y puede ser que soportar.
En el segundo caso, propongo algo que pertenece a todos, y en cuanto tal, despertará un interés mayor, tanto en el nivel emotivo como en el racional.
Si observamos el lenguaje que emplean nuestros amigos o nuestros familiares, podremos darnos fácilmente cuenta de que, cuando existe una buena relación, se tiende a usar de forma espontánea el nosotros, mientras que, por el contrario, cuando existe tensión y puntos de discordia, intolerancia o, en general, malas relaciones, se tiende, instintivamente, al uso del tú y del yo.
El uso del tú y del yo crea inmediatamente un ambiente favorable al conflicto y preparan, de forma clara, un campo con «dos frentes de batalla» y, evidentemente, se siguen las consecuencias propias en las que las tensiones emotivas de carácter negativo no tardarán en hacer acto de presencia.
Es casi divertido observar, por ejemplo, que cuando el marido y la mujer discuten a causa de las malas notas del hijo, uno de los dos tiende espontáneamente a expresarse de la siguiente forma: «Tu hijo no entiende nada...», o bien: «Tu hijo es un testarudo que se parece en todo a tu madre...».
Por el contrario, cuando en la pareja reina la armonía y además el hijo tiene éxito en sus estudios, es muy probable que oigamos que tanto la mujer como el marido hablan de la siguiente forma: «Nuestro hijo parece, realmente, un genio...».
El nosotros crea un clima de pertenencia, de espíritu de grupo y de solidaridad. Pensemos, por ejemplo, en los seguidores de un equipo de fútbol, cuando se reconocen unidos por la misma «fe deportiva» y se sienten miembros de un grupo común, utilizan inmediatamente el nosotros: nosotros, los del Barça; nosotros, los madridistas; nosotros, los del Atlético; etc.
Evidentemente, el nosotros se ha de utilizar cuando la estructura del lenguaje, gramatical y sintácticamente, lo permite.
Se trata de palabras que presuponen la existencia de una posible solución. Es importante reconocer que siempre existe una solución y que el objetivo consiste, precisamente, en saber encontrarla.
Alguien ha dicho: «Si no formas parte de la solución, es muy probable que formes parte del problema».
Ejemplos de palabras con valor sugerente positivo son:
— crecimiento;
— oportunidad;
— desarrollo;
— objetivos comunes;
— siempre;
— seguramente;
— solución positiva.
Todas estas palabras influyen positivamente en el estado de ánimo de quien las escucha y predisponen a asumir actitudes constructivas.
Por la regla física de los vasos comunicantes, si nos valemos conscientemente de palabras con valor sugerente positivo, nos motivamos a nosotros mismos e inducimos a nuestros oyentes a asumir actitudes positivas y beneficiosamente productivas. El problema se convierte en una posible solución; las carencias se transforman en una oportunidad de crecimiento, etc.
Si el contenido de la comunicación lo permite, es preferible conjugar los verbos en presente y en futuro.
Una frase como: «Mañana te llevaría el regalo», se convierte en: «Mañana te llevaré el regalo».
Si estimamos este regalo y no vemos llegar la hora de recibirlo, nos sentimos más seguros cuando escuchamos «Mañana te lo llevaré» que al oír «Te lo llevaría mañana». El uso del condicional nos mantiene en la posibilidad de no recibir lo que estamos esperando con verdadero deseo.
Todos tendemos en nuestra forma de hablar al uso de «palabras clave», es decir, términos o locuciones repetidas.
Siempre, en un momento u otro, hemos utilizado expresiones heredadas quizá de nuestros padres, abuelos o de alguien a quien queremos. Estas palabras influyen sobre el nivel emotivo, ya que se encuentran fuertemente «cargadas de connotaciones afectivas».
Si en nuestro lenguaje se dan expresiones, modismos y fórmulas que pertenecen tanto a nuestra propia realidad como a la de nuestro interlocutor, su uso consigue un satisfactorio sentido de pertenencia a un mismo ámbito afectivo compartido por ambos interlocutores.
Veamos ahora algunos ejemplos de transformación del lenguaje de valor sugerente negativo en un lenguaje con valor positivo.
Estimados señores de la empresa «X»:
Con la presente queremos referirnos a su último envio de material, que nos ha llegado con retraso y, consecuentemente, ha creado considerables problemas con nuestros clientes.
Por otra parte, el citado material ha venido con defectos de embalaje y de calidad.
No comprendemos estas continuas negligencias debidas a ustedes.
A pesar de estas experiencias negativas, queremos darles todavía una oportunidad más, manteniendo en pie nuestro último pedido.
Atentamente,
La versión del mismo mensaje con valor positivo transformaría la carta de la siguiente manera:
Estimados señores:
Con la finalidad de mejorar continuamente nuestras relaciones comerciales, les rogamos que tomen nota de cuanto sigue, relativo a su último envío:
1. Se ha producido un retraso de cinco días respecto a los tiempos medios de treinta días.
2. Esta irregularidad ha afectado a diez clientes nuestros, a los que hemos tenido que compensar con 500 € en concepto de bonificación.
3. En los últimos envíos, hemos detectado defectos en un nivel superior al 2 % en la calidad del producto, y superior al 5 % en su embalaje.
Aprovechamos la ocasión para comunicarles que este nivel de deficiencias son, en conjunto, un 20 % superior a la media que se da entre nuestros proveedores habituales.
Los resultados del análisis de nuestros controles de calidad muestran que los defectos no sólo se refieren a la manufactura, sino también a las materias primas utilizadas.
Antes de los próximos envíos, les proponemos una entrevista con nuestros expertos de calidad, para verificar los procesos que ustedes realizan y con el fin de conseguir una colaboración más eficaz.
Al mismo tiempo les confirmamos el envío a ustedes de una nota de deuda por el importe de 500 €, según está previsto para estos casos, en el contrato que tenemos conjuntamente firmado.
Acabamos de exponer un ejemplo que, si bien representa una situación límite, sirve para comprender cómo el mismo mensaje —en este caso, una reclamación— puede presentarse de formas diferentes.
Un lenguaje que propone la colaboración, como el utilizado en el segundo caso, puede predisponer más fácilmente para realizar un contrato más sereno y eficaz, evitando crisis o rupturas en las relaciones comerciales.
Examinemos ahora otro ejemplo:
Buenos días, señor Director, no quisiera molestar, pero he de transmitirle algunos problemas que han aparecido en el departamento.
Se los resumo brevemente para no hacerle perder tiempo.
El encargo del cliente «X», no recuerdo bien si tenía que entregarse antes del ... Pero, a pesar de que yo me he sacrificado personalmente para buscar ayuda y colaboración en los empleados, su pedido no estará desgraciadamente preparado en la fecha prevista.
Por esto, me he permitido molestarle a fin de que usted me indique lo que debemos hacer.
Veamos ahora la misma versión con un lenguaje de valor sugerente positivo:
Buenos días, señor Director: le comunico las situaciones que se han dado en nuestro departamento, resumiéndolas brevemente.
El encargo del cliente «X» podrá ser entregado el día ..., con un ligero retraso sobre la fecha prevista.
He seguido personalmente las fases de trabajo, y he podido constatar que los empleados colaboran entre sí y, por ello, los eventuales retrasos en la entrega se deben a ciertos momentos de sobrecarga de trabajo, consecuencia del éxito que han obtenido nuestros productos.
Me gustaría acordar con usted los posibles contactos de negocios con nuestros clientes.
La expresión con valor sugerente negativo: no quisiera molestarle, desaparece en la segunda versión, con valor sugerente positivo.
El término problemas queda sustituido por el de «situaciones».
Se eliminan las palabras no quisiera hacerle perder tiempo y la expresión no recuerdo bien si, que evocan inseguridad y una escasa competencia profesional.
La expresión me he sacrificado para buscar ayuda, se transforma ahora en «he seguido personalmente las fases de producción».
El retraso en la entrega se expresa positivamente con la frase «momentos de sobrecarga de trabajo, consecuencia del éxito que han obtenido nuestros productos».
Me permito molestarle se transforma en me gustaría acordar con usted los posibles contactos de negocios con nuestros clientes.
El lenguaje tiene, en sí mismo, una fuerza impetuosa que pone en movimiento las energías psíquicas a través de unos mecanismos no siempre conocidos de forma absoluta.
Para mostrarlo he preparado un sencillo experimento para analizar si el contenido de las palabras puede traspasar los límites de la comprensión lógica de los términos. La hipótesis básica de trabajo es que el sonido de la palabra es capaz de ejercer una influencia subliminal sobre la producción de imágenes mentales.
En su forma original, de hecho, ha de ser el sonido y el ritmo de la palabra lo que provoque la imagen.
Desde los orígenes de la vida, el hombre ha sentido siempre la fascinación de las palabras, atribuyéndoles incluso valores mágicos.
Frecuentemente, la palabra y el lenguaje se situaban en una relación estrechísima con la religión.
Los griegos, por ejemplo, estaban convencidos de que las primeras articulaciones vocales y los sonidos de la voz eran un regalo directo de los dioses a los hombres.
En la Biblia encontramos: «En el inicio existía la Palabra» y el evangelio de San Juan comienza con la siguiente frase: «Al inicio ya existía la Palabra, la Palabra se dirigía a Dios, y la Palabra era Dios».
Entre los uitoto, una tribu de cultura arcaica de la selva suramericana, se tiene una expresión religiosa que dice: «En los comienzos, la Palabra dio origen al Padre».
Si volvemos al Evangelio, podemos leer: «La lengua mata más que la espada».
En la filosofía veda, los dioses y el mundo se encuentran incluidos en la palabra.
En varias culturas arcaicas, el sonido se entiende como la sustancia que origina todo.
Todo lo que era sonido tenía el mismo valor, y aunque los objetos y cosas que representaban eran distintas, estas se encontraban ligadas por la esencia de su nombre. Así, la esencia originaria representaba diferentes tendencias de una idéntica raíz sonora.
Teniendo en cuenta estas premisas mítico-culturales, he realizado el experimento que expongo a continuación con cuatro personas que tenían una probada experiencia de entrenamiento autógeno.
Les pedí que llegaran por sí mismas a un estado de profunda relajación con la técnica que poseían del entrenamiento autógeno.
Tal relajación les permitió adquirir autónomamente un estado de conciencia tal que no permitiera interferencias lógico-racionales.
A los cuatro voluntarios se les leyó repetidamente, durante diez veces, las poesías griegas cuyo texto original y traducción escribimos a continuación.
Es importante señalar que los cuatro sujetos del experimento no conocían en absoluto el griego clásico.
Después de repetir diez veces consecutivas la lectura de estos poemas, se invitó a los sujetos a visualizar libremente lo que más les había agradado.
Por mi parte, las expectativas eran que hubiesen producido, gracias a este peculiar estado de conciencia, imágenes que tuviesen referencias directas o analogías, en sus contenidos o en sus símbolos, al contenido mismo de las poesías escuchadas.
El primero de ellos, licenciado en Derecho, ha visualizado una multitud en marcha por un paseo rocoso y frío (referencia a la poesía «Plenilunio»).
El segundo, perito técnico, ha imaginado un paseo con árboles, agua y figuras de mujer (referencia «En la desembocadura del Ebro»).
El tercero, ingeniero, visualiza un prado con flores blancas, agua, figuras de mujer y un alternarse de estaciones (¿puede hacer referencia el blanco de las flores al blanco de la luna? ¿Y el alternarse de las estaciones puede referirse a los ciclos lunares de la poesía «Plenilunio»?).
Dejando de lado los aspectos hipotéticos, queda el dato seguro de las figuras femeninas de la poesía «En la desembocadura del Ebro».
Finalmente, el cuarto, perito técnico, imagina animales salvajes e inmensos parajes (referencias a la poesía «En la desembocadura del Ebro»).
Ebro, el río más bello
que con vigoroso sonido recorre
tierras famosas por sus caballos,
desciende al mar purpúreo, junto al
silencioso Aino.

Y allí muchas jovencitas se mueven
suavemente sobre sus piernas: con
la clara agua en las manos, a modo
de aceite,
endulzan su piel.

Los astros que rodean a la hermosa luna
esconden su luminoso rostro,
cuando llena y esplendorosa, y blanca,
se alza sobre la tierra.
He citado los títulos académicos de los cuatro voluntarios para confirmar, posteriormente, el hecho de que el significado simbólico del sonido trasciende los eventuales condicionamientos culturales que pudieran influir en las personas, según el tipo de formación académica que se tenga.
Naturalmente, es fácil darse cuenta de que para conseguir un significado estadístico más preciso, es necesario que este experimento se lleve a cabo con un número mayor de voluntarios.
Sin embargo, lo que hemos expuesto nos sirve ya para sensibilizarnos sobre la importancia que tiene el valor de la palabra y sobre el fuerte impacto emocional que produce.