LA CASA MALDITA*

I

Incluso en el mayor de los horrores rara vez se encuentra ausente la ironía. Unas veces es parte integrante de la composición de sucesos, mientras que otras lo es por su fortuita posición entre personas y lugares. La última de estas clases se encuentra espléndidamente ejemplificada por una casa en la antigua ciudad de Providence, en la que, en los años cuarenta del siglo pasado, Edgar Allan Poe solía habitar durante su infructuoso galanteo en torno a la excelente poetisa Mrs. Whitman. Por lo general, Poe se albergaba en Mansion House, en Benefit Street —nuevo nombre de la posada Golden Ball, bajo cuyo techo se hospedaron Washington, Jefferson y Lafayette—, y su paseo favorito llevaba al norte, a lo largo de la misma calle, hasta la casa de Mrs. Whitman y cementerio de St. John, en la vecina colina, cuya recóndita extensión de lápidas del siglo XVIII ejercían sobre él una peculiar fascinación.

Pero la ironía del caso reside en esto. A lo largo de su paseo, tantas veces repetido, el mayor de los genios del mundo en lo tocante a lo terrible y extravagante se veía precisado a pasar frente a una casa en concreto, situada en el lado este de la calle; una estructura sombría y anticuada que pende de la ladera que se alza abruptamente, con un gran patio descuidado, procedente del tiempo en que la región era en parte un descampado. Parece ser que no habló ni escribió sobre la casa, ni tampoco hay prueba de que reparara en ella jamás. Y, sin embargo, tal casa, para las dos personas que poseen cierta información, iguala o sobrepasa en horror a las más temibles fantasías del genio con el que tan a menudo se cruzaba sin fijarse, y ahí sigue acechando impasible, como símbolo de todo lo que es absolutamente aterrador.

La casa era, y aún es, de esa clase que llama la atención de los curiosos. Originariamente se trataba de una granja, o algo parecido a una granja, y sigue el diseño tipo de la Nueva Inglaterra colonial o de mediados del siglo XVIII: el techo tremendamente picudo, dos pisos y ático sin buhardillas, con pórtico georgiano y revestimientos interiores acordes con el progreso dictado por el gusto de la época. Se encuentra orientada al sur, con una fachada enterrada en la pendiente del este y la contraria expuesta hasta los cimientos en el lado de la calle. Su construcción, hace aproximadamente siglo y medio, ha seguido el nivelado y rectificación de esa vecindad en concreto, ya que Benefit Street —antes llamada Back Street— fue trazada como una serpenteante rúa entre los enterramientos de los primeros colonos, y solo se convirtió en calle recta cuando la remoción y envío de cuerpos al Cementerio Norte hizo decentemente posible poder atravesar a través de los viejos terrenos familiares.

Al principio, el muro oeste había estado como a unos siete metros de la carretera, sobre un terreno empinado y cubierto de césped, pero un ensanche de la calle, más o menos en el tiempo de la independencia, hizo desaparecer la mayor parte de este terreno interpuesto, exponiendo al aire los cimientos, por lo que hubo que levantar un muro de ladrillo en la bodega, dando al profundo sótano una fachada a la calle con puerta y dos ventanas, cerca del nuevo trazado de la vía pública. Cuando la calle se amplió aún más, un siglo después, lo que quedaba de espacio intermedio fue también retirado, y Poe, en sus paseos, lo único que debió ver fue una pared de ladrillo gris, de un tono apagado, pegada a la calle y coronada a partir de unos tres metros por la antigua mole de guijarro de la propia casa.

Los terrenos de labor llegaban muy atrás en la colina, casi hasta Wheaton Street. El sur de la finca, colindante con Benefit Street, era de hecho más ancho sobre el lado que daba a la calle nivelada, formando una terraza limitada por un gran muro rayano de roca descolorida y musgosa, hendido por una escalera de piedra, de angostos peldaños, que llevaba al interior, entre paredes, como un cañón, hasta el terreno de césped tiñoso, rezumantes muros de ladrillos y abandonados jardines cuyas arruinadas urnas de cemento, ollas herrumbrosas, desprendidas de los trípodes de palos nudosos, y toda la demás parafernalia, a juego con la deteriorada puerta frontal, con sus fanales caídos, podridas columnas jónicas y agusanado friso triangular.

Lo que yo escuché en mi juventud acerca de la casa maldita era simplemente que allí la gente se moría en un número alarmantemente grande. Esto fue, según me dijeron, lo que llevó a los primeros propietarios a mudarse unos veinte años después de construido el lugar. Era del todo insalubre, quizá por culpa de la humedad y la invasión de hongos que sufría el sótano, el hedor totalmente repugnante, la profundidad de los vestíbulos o la calidad del agua del pozo y la bomba. Todo esto era lo suficientemente malo, y a ello atribuían las muertes la mayoría de la gente por mí conocida. Solo los cuadernos de mi tío anticuario, el doctor Elihu Whipple, me revelaron finalmente las más oscuras y vagas conjeturas que forman la oculta tradición que corría entre los servidores y el pueblo llano de antaño; conjeturas que nunca llegaron a extenderse, y que habían sido totalmente olvidadas cuando Providence se convirtió en una metrópolis con una población moderna siempre en movimiento.

La realidad es que esa casa no fue nunca considerada por la parte sensata de la comunidad como un verdadero caso de encantamiento. No había historias ampliamente extendidas acerca de cadenas resonando, corrientes frías de aire, luces que se apagan o rostros en las ventanas. Los más extremistas afirmaban a veces que la casa era «gafe»; pero eso es lo más lejos que se llegaba. Lo que de verdad se encontraba más allá de cualquier discusión era la espantosa cantidad de gente que moría allí; o, más bien, había muerto allí, ya que, tras algunos sucesos muy peculiares acontecidos hacía unos sesenta años, el edificio había sido abandonado en vista de la completa imposibilidad de alquilarlo. Aquellas personas no habían muerto todas de golpe, por distintas causas, sino que parecía como si la vitalidad le fuera insidiosamente agotada, y cada cual moría según la fortaleza física que la naturaleza les hubiera dado. Y aquellos que no murieron mostraban, en diferentes grados, anemia o tuberculosis, y algunos presentaban una merma de facultades mentales que, por sí sola, hablaba de la insalubridad del edificio. Las casas vecinas, he de añadir, parecían totalmente libres de la nociva cualidad.

Eso es cuanto sabía, antes de que mi insistente interrogatorio llevase a mi tío a mostrarme las notas que, por último, nos embarcarían a ambos en nuestra espantosa investigación. En mi infancia, la casa maldita se encontraba vacía, con terribles árboles viejos, pelados y nudosos; hierba larga y de una palidez extraña, y matorrales deformes hasta la pesadilla en el elevado patio aterrazado donde nunca se demoraban mucho los pájaros. Los chicos solían recorrer el sitio, y aún puedo recordar mis terrores juveniles, no solo por la morbosa rareza de esa siniestra vegetación, sino por la atmósfera fantasmal y el hedor procedente de la decadente casa, cuyas puertas abiertas traspasábamos a menudo en busca de emociones. Las ventanas de pequeños cuadrados estaban rotas desde hacía mucho, y un indescriptible aire de desolación colgaba sobre los destartalados artesonados, batientes contraventanas interiores, papel de paredes colgante, yeso caído, escaleras desvencijadas y restos de muebles destrozados. El polvo y las telarañas añadían su toque de espanto y, en verdad, valiente era el chico que voluntariamente subía por la escalera hasta el ático, un gran espacio de vigas al descubierto, iluminado solo por los ventanucos al final del alero y atestado por un amontonamiento de restos de baúles, sillas y ruecas que infinitos años de almacenamientos habían envuelto y adornado con monstruosas e infernales formas.

Pero, después de todo, el ático no era la parte más terrible de la casa. Era el húmedo y malsano sótano el que, de alguna forma, provocaba la mayor de las repulsiones en todos nosotros, aun a pesar de que estaba completamente por encima del nivel de la calle, con tan solo una débil puerta y un muro de ladrillo con ventanas separándolo de la ajetreada acera. Nosotros apenas éramos conscientes de qué era más fuerte: si lo que nos atraía con espectral fascinación o lo que nos repelía por el bien de nuestras almas y nuestra cordura. Ya que algo, el mal olor de la casa, resultaba más fuerte, allí y, por otra parte, no nos gustaban los blancos acúmulos fungosos que ocasionalmente brotaban con el tiempo lluvioso del verano del duro suelo de tierra. Tales hongos, grotescos como la vegetación del patio de atrás, eran de formas verdaderamente horribles, detestables parodias de hongos venenosos y saprofitas como nunca antes viéramos. Se pudrían con rapidez, y entonces resultaban levemente fosforescentes, por lo que los viandantes nocturnos a veces hablaban de fuegos fatuos rebrillando más allá de los cristales rotos de los hediondos agujeros que eran las ventanas.

Nosotros nunca —ni siquiera llevados de las mayores extravagancias de la noche de Halloween— visitábamos de noche ese sótano, pero en algunas de nuestras excursiones diurnas pudimos detectar la fosforescencia, especialmente si el día era húmedo y oscuro. Había algo muy tenue que también creíamos detectar a veces: algo muy extraño que, no obstante, no pasaba de ser una sugestión. Me refiero a una especie de mancha nebulosa en el sucio suelo, un cambiante depósito de moho o salitre que a veces creíamos distinguir entre las dispersas colonias de moho, cerca de la inmensa chimenea, en la cocina del sótano. De cuando en cuando, nos parecía que esta mancha tenía una estrafalaria semejanza con una figura humana, doblada sobre sí misma; aunque generalmente no encontrábamos tal parecido, y a menudo dicho depósito blanquecino no tenía siquiera existencia. Cierta tarde lluviosa, cuando tal ilusión me resultó extraordinariamente fuerte, y cuando, además, creí entrever una especie de débil exhalación, trémula y amarillenta, hablé a mi tío del asunto. Sonrió ante esta extraña idea, pero me pareció que su sonrisa estaba matizada por el recuerdo. Más tarde me enteré de que algo parecido formaba parte de las extrañas y antiguas habladurías de la gente llana; algo parecido que aludía a la necrófila y lobuna forma que tomaba el humo de la gran chimenea, y los extraños contornos que asumían las sinuosas raíces de los árboles que se abrían paso a través de las rotas piedras de los cimientos.

II

Hasta que llegué a adulto, mi tío no puso delante de mí las notas y datos tocantes a la casa maldita, que había ido recogiendo. El doctor Whipple era un médico de la vieja escuela, cuerdo y conservador, y todo su interés por la casa no se debía a un ansia de dirigir los pensamientos de un joven hacia lo anómalo. Su propio punto de vista, que postulaba simplemente que la construcción y la localización de la casa era totalmente contraria a la sanidad, no tenía punto de contacto alguno con lo anormal; pero él comprendía también que lo pintoresco del caso, que había despertado su propio interés, podía formar en la imaginativa mente de un chico toda clase de brutales asociaciones fantásticas.

El doctor era soltero; un caballero a la antigua usanza, de cabellos blancos y mejillas rasuradas, además de un notable historiador local que había roto a menudo una lanza con aquellos polemistas guardianes de la tradición del tipo de Sidney S. Rider y Thomas W. Bicknell. Vivía con un mayordomo en una residencia georgiana de aldaba y escalera guarnecida por baranda, en temible equilibrio sobre una escarpada cuesta de North Court Street, junto al antiguo tribunal de ladrillo y edificio colonial donde su abuelo —primo del renombrado corsario, el capitán Whipple que prendió fuego a la artillada goleta Gaspee de su Majestad en 1772— había votado en la legislatura del 4 de mayo de 1776 por la independencia de la colonia de Rhode-Island. En torno suyo, en la húmeda biblioteca de techo bajo con los mohosos artesonados blancos, repisa de chimenea pesadamente tallada y las ventanas de pequeños cristales teñidos, estaban los recuerdos y anotaciones de su vieja familia, entre los que había muchas ambiguas alusiones a la casa maldita de Benefit Street. Ese apestado lugar no quedaba lejos, ya que Benefit corre justo sobre el tribunal, a lo largo de la escarpada colina en la que se encuentra el primer lugar.

Cuando, por fin, gracias a mi insistencia y los años adquiridos, pude arrancar el saber acumulado que le requería, tuve delante de mí una crónica bastante extraña. Prolija, estadística y horrenda resultaba la materia, corriendo a lo largo de una línea de tortuoso y tenaz horror, y preternatural malevolencia, que me impresionaron más de lo que habían logrado con el buen doctor. Sucesos separados encajaban de una forma extraordinaria, y sucesos aparentemente intrascendentes mostraban filones de espantosas posibilidades. Una nueva y ardiente curiosidad fue apoderándose de mí, comparada con la cual mi infantil curiosidad era débil e incompleta. La primera de las revelaciones me condujo a una búsqueda exhaustiva, y finalmente a esa estremecedora empresa que tan desastrosa resultó tanto para mí como para los míos. Porque al final mi tío insistió en unirse a la búsqueda que yo había comenzado y, luego de cierta noche en esa casa, no regresó conmigo. Me encuentro solo sin ese espíritu amable cuyos largos años solo rebosaban de honor, virtud, buen gusto, benevolencia y erudición. He levantado una urna de mármol a su memoria en el camposanto de St. John —el lugar bienamado de Poe—, oculto tras la inmensa arboleda de gigantescos sauces en la colina, donde las tumbas y lápidas se agolpan sosegadamente entre la mole antigua de la iglesia y las casas y muros riberos de Benefit Street.

La historia de la casa, abriéndose paso a través de un laberinto de datos, no da atisbos de nada siniestro ni en su construcción ni en la próspera y honorable familia que la edificó. Y, sin embargo, del primer asomo de calamidad, pronto crecido a una significancia material, se colige alguna relación. La cuidada recopilación de datos de mi tío comienza con la construcción de la estructura en 1763, y abunda sobre el tema con una insólita acumulación de detalles. La casa maldita, según parece, fue primeramente habitada por William Harris y su esposa Rhoby Dexter, junto con sus hijos Elkanah, nacido en 1755; Abigail, en 1757; William Jr., en 1759, y Ruth, en 1761. Harris era un próspero comerciante y marino, empeñado en el negocio de las Indias Occidentales, relacionado con la empresa de Obadiah Brown y sus sobrinos. A la muerte de Brown en 1761, la nueva compañía de Nicholas Brown & Co. le hizo capitán del bergantín Prudence, construido en Providence, de 120 toneladas, lo que le permitió construirse el nuevo hogar que había soñado desde el momento de su matrimonio.

El emplazamiento elegido —una parte recién rectificada de la nueva y elegante Back Street, que corría al borde de la colina, sobre el poblado de Cheapside— tenía cuanto él deseaba, y el edificio hizo honor al lugar. Era lo mejor que una moderada fortuna podía conseguir, y Harris se apresuró a mudarse antes del nacimiento del quinto hijo, ya en camino. Este hijo, un chico, llegó en diciembre; pero nació muerto. Ningún niño nacería vivo en esa casa durante siglo y medio.

Una enfermedad se declaró el siguiente mes de abril entre los chicos, y Abigail y Ruth murieron antes de fin de mes. El doctor Job Ives diagnosticó que el mal era algún tipo de fiebre infantil, aunque otros llegaron a la conclusión de que se trataba más bien de un agotamiento o decaimiento. Parecía, en todo caso, ser contagioso, ya que Hannah Bowen, una de los dos criados, murió el junio siguiente. Eli Liddeason, el otro criado, se quejaba constantemente de cansancio, y hubiera regresado a la granja de su padre en Rehoboth de no mediar un repentino afecto hacia Mehitabel Pierce, que había sido contratada para sustituir a Hanna. Murió al año siguiente; un año triste de veras, ya que estuvo marcado por la muerte del propio William Harris, enfermo de fiebres, provocadas por el clima de Martinica, adonde su trabajo lo había llevado durante prolongados periodos en la década anterior.

La viuda Rhoby Harris nunca se recuperó de la pérdida de su marido, y la muerte de su primogénito Elkanah, dos años después, le hizo perder finalmente la razón. En 1768 fue víctima de una especie de locura benigna, y en adelante quedó confinada en la parte superior de la casa; la mayor de sus hermanas solteras, Mercy Dexter, se mudó para hacerse cargo de la familia. Mercy era una mujer sencilla y huesuda de gran fortaleza, pero su salud empeoró visiblemente desde su llegada. Había querido mucho a su infortunada hermana, y sentía especial afecto por el único superviviente, su sobrino William, que de un chiquillo recio se había tornado en un joven enfermizo y delgaducho. Ese año murió la criada Mehitabel, y el otro sirviente, Preserved Smith, se marchó sin dar mayores explicaciones; o al menos, ninguna, excepto historias extrañas y la queja de que le disgustaba el olor del lugar. Durante algún tiempo Mercy no pudo encontrar ayuda, ya que las siete muertes y el caso de locura, todos habidos en el plazo de cinco años, habían comenzado a gestar los chismorreos que tan extravagantes se volvieron después. Por fin, no obstante, obtuvo nuevos criados fuera de la ciudad: Ann White, una hosca mujer de la parte de Nort Kingston, ahora conocido como el puerto de Exeter, y un competente varón de Boston llamado Zenas Low.

Fue Ann White quien primero dio su forma definitiva a los siniestros rumores. Mercy debiera haber tenido más sentido común y no contratar a nadie oriundo del condado de Nooseneck Hill, ya que ese remoto pozo de incultura era entonces, como ahora, solar de las más desagradables supersticiones. Tan tardíamente como el año 1892, una comunidad de Exeter exhumó un cadáver y lo quemó ceremoniosamente para prevenir ciertas visitas a conocidos del muerto; visitas dañinas para la salud y la paz públicas, y uno puede imaginarse las ideas de gente así en el año 1768. La lengua de Ann era perniciosamente activa y a los pocos meses Mercy la despidió, cubriendo su vacante con una piadosa y amigable amazona de Newport, María Robbins.

Entretanto, la pobre Rhoby Harris, en su locura, ponía voz a sueños y fantasías de la clase más espantosa. A veces sus gritos resultaban insoportables, y durante largos periodos vociferaba acerca de horrores tales que hubo que enviar por un tiempo a su hijo con su tía Peleg Harris, en Presbiterian Lane, cerca de la Universidad. El chico pareció mejorar con tales visitas, y de haber sido tan inteligente como bienintencionada, Mercy le hubiera dejado viviendo permanentemente con Peleg. La tradición varía en lo tocante a qué gritaba Mrs. Harris durante sus estallidos de violencia; o, más bien, existen informes tan extravagantes que se descalifican a sí mismos por su propio y completo absurdo. Desde luego, es ridículo que digan que una mujer, educada en los rudimentos de francés, pudiera prorrumpir a menudo, durante horas, en ordinarieces y giros complejos de esa lengua; o que esa misma persona, sola y vigilada, pudiera quejarse de forma extraña acerca de un ser acechante que la mordía y roía. En 1772 murió el criado Zenas, y Mrs. Harris, al conocer la noticia, se rio con alegría estremecedora, completamente impropia de ella. Ella misma murió al año siguiente, siendo entregada al reposo eterno en el Cementerio Norte, junto a su marido.

Al estallar las hostilidades con Gran Bretaña, en 1775, William Harris, a pesar de sus escasos dieciséis años y su débil constitución, se las apañó para alistarse en la Flota de Observación y, desde ese instante, ganó sin cesar salud y prestigio. En 1780, siendo capitán de Rhode Island en Nueva Jersey, bajo el mando del coronel Angell, conoció y acabó desposando a Phebe Hetfield de Elizabethtown, a la que llevó a Providence al ser honorablemente licenciado al año siguiente.

No todo fue felicidad en el regreso del joven soldado. La casa, es cierto, aún seguía en buen estado, y la calle había sido ensanchada, cambiando su nombre de Back Street por el de Benefit Street. Pero la otrora robusta Mercy Dexter había sufrido una curiosa y triste decadencia, por lo que ahora era una figura inválida y patética, de voz profunda y palidez desconcertante, cualidades compartidas hasta un grado singular por la única criada que quedaba, María. El otoño de 1782, Phebe Harris dio a luz a una niña muerta y, el 15 del mayo siguiente, Mercy Dexter llegó al final de una vida provechosa, austera y virtuosa.

William Harris, completamente convencido por fin de la total insalubridad de la morada, dio los pasos necesarios para abandonarla y cerrarla para siempre. Buscó alojamiento temporal para su esposa y para sí mismo en la recién inaugurada posada Golden Ball, haciéndose construir una casa nueva y más pequeña en Westmister Street, en la parte nueva de la ciudad, cruzando del Gran Puente. Allí, en 1785, nació su hijo Dutee, y allí vivió la familia hasta que la invasión del comercio les hizo regresar cruzando el río y la colina hasta Angell Street, en el renovado distrito residencial de East Side, donde el finado Archer Harris construyó su suntuosa pero horripilante mansión de techo francés en 1876. Tanto William como Phebe sucumbieron durante la epidemia de fiebre amarilla de 1797, pero Dutee fue criado por su primo Rathbone Harris, hijo de Peleg.

Rathbone era un hombre práctico y alquiló la casa de Benefit Street a pesar de que William deseaba mantenerla vacía. Se consideraba en la obligación, como custodio, de sacar el mayor rendimiento a las propiedades del muchacho, sin importarle las muertes y enfermedades que tantos cambios de inquilino causaban, así como la cada vez mayor aversión con que se miraba a la casa. Es de suponer que se sintiera ante todo ofendido cuando, en 1804 el ayuntamiento le ordenó fumigar el sitio con azufre, brea y alcanfor tras las muy comentadas muertes de cuatro personas, presumiblemente por culpa de la fiebre epidémica de decaimiento. Se decía que un hedor febril procedía de la casa.

Dutee mismo pensaba poco en la casa, ya que oficiaba de corsario, y sirvió con distinción en el Vigilant, al mando del capitán Cahoone en la guerra de 1812. Volvió sano y salvo, se casó en 1812 y fue padre la memorable noche del 23 de septiembre de 1815, cuando un tremendo temporal lanzó las aguas de la bahía sobre media ciudad y arrastró un gran balandro por Westminster Street, de forma que sus mástiles casi golpearon contra las ventanas de Harris, en simbólica afirmación de que el chico, Welcome, era hijo de marino.

Welcome no sobrevivió a su padre, pero vivió para morir gloriosamente en Fredericksburg, en 1862. Ni él ni su hijo Archer tuvieron a la casa por otra cosa que una molestia casi imposible de alquilar, quizá debido a los informes sobre moho y enfermizo olor de malsana vetustez. Realmente, nunca fue alquilada tras una serie de muertes que culminaron en 1861, cuando la agitación de la guerra tendió a oscurecerlas. Carrington Harris, el último de la línea masculina, la conoció solo como un vacío y algo pintoresco centro de leyendas, hasta que le conté mi experiencia. Había pensado demolerla y construir en su lugar un edificio de apartamentos, pero tras lo que le dije decidió dejarla tal como está, instalar fontanería y alquilarla. Hasta ahora no ha tenido dificultad alguna para conseguir inquilinos. El horror ya no está.

III

Bien puede imaginarse cuán poderosamente me afectó la historia de los Harris. En todo este registro continuo creí detectar una persistente malicia, diferente a nada de lo que yo hubiera encontrado en la naturaleza; una maldad conectada con la casa y no con la familia. Esta impresión se veía confirmada por la menos sistemática recopilación de distintos datos realizada por mi tío: cuentos creados por los chismorreos de sirvientes, recortes de periódicos, copias de los certificados de defunción, emitidos por otros médicos, y cosas por el estilo. No me es posible reproducir todo este material, ya que mi tío era un coleccionista incansable y estaba profundamente interesado en lo tocante a la casa maldita; pero debo hacer referencia a ciertos puntos principales que lo son más por cuanto que se repiten a lo largo de muchos informes, de fuentes muy diversas. Por ejemplo, las habladurías de criados eran prácticamente unánimes al atribuir al fungoso y maloliente sótano una inmensa importancia en la maligna influencia. Fueron los criados —sobre todo Ann White— los que se negaban a usar la cocina del sótano, y al menos tres historias bien definidas tratan de los diabólicos y casi humanos perfiles que asumían las raíces de árboles y los parches de moho en aquel lugar. Este último tipo de historias me interesaba en grado sumo, en consonancia con lo que yo había visto en mi juventud, aunque sentía que lo más relevante había sido en cada caso ampliamente oscurecido por la adición de toda la parafernalia común del folclore local sobre fantasmas.

Ann White, con sus supersticiones de Exeter, había hecho correr las patrañas más consistentes y más extravagantes a un tiempo, aduciendo que debía haber enterrado en la casa uno de esos vampiros —los muertos que retienen su forma corporal y que se alimentan de la sangre y el aliento de los vivos— cuyas odiosas legiones mandan sus cuerpos parásitos o sus espíritus a rondar durante la noche. Para destruir a un vampiro, según las viejas, hay que exhumarlo y quemar su corazón, o al menos clavar una estaca en tal órgano, y la insistencia desmedida de Ann en lo tocante a buscar bajo el sótano tuvo mucho que ver con su despido.

Sus habladurías, no obstante, gozaron de amplia aceptación y, fueron más fácilmente aceptados por cuanto que la casa se levantaba de hecho sobre un terreno que una vez fuera usado como lugar de enterramiento. Para mí, el interés dependía menos de esta circunstancia que de la forma tan peculiar y apropiada con se ajusta a otras: el comentario, al marcharse, del criado Preserved Smith, que había precedido a Ann y que nunca tuvo contacto con ella, acerca de que algo «chupaba su aliento» durante la noche; los certificados de defunción de las víctimas de la fiebre de 1804, firmados por el doctor Chad Hopkins e informando de que los cuatro muertos mostraban una inexplicable falta de sangre, así como los oscuros raptos de locura de la pobre Rhoby Harris en los que hablaba sobre los dientes afilados de una entidad de ojos vidriosos, visible solo a medias.

Estando, como estoy, libre de supersticiones tontas, tales hechos me produjeron una extraña sensación, aumentada por un par de recortes de periódico, muy separados en el tiempo, referentes a muertes habidas en la casa maldita —uno procedente de la Providence Gazette and Country Journal, del 12 de abril de 1815, y otro del Daily Transcript y Chronicle, del 27 de octubre de 1845—, en las que se detallaba una espantosa y terrible circunstancia cuya duplicación es de reseñar. Parece ser que, en ambos casos, los fallecidos, una amable anciana llamada Stafford, en 1815, y un maestro de escuela, de mediana edad, llamado Eleazar Durfee, en 1845, se transformaron horriblemente, mirando vidriosamente y tratando de morder la garganta del médico que les atendía. Y aún más desconcertante, creo, era el último caso, el que puso fin al alquiler de la casa; una serie de muertes por anemia, precedidas de progresiva locura durante la cual los pacientes atentaban insidiosamente contra la vida de sus allegados mediante incisiones en la garganta o las muñecas.

Eso fue en 1860 y 1861, justo cuando mi tío acababa de comenzar a ejercer la medicina, y, antes de partir para el frente, oyó hablar bastante del caso a sus colegas más viejos. Lo verdaderamente inexplicable del caso era la forma en que las víctimas —gente inculta, ya que la casa, maloliente y universalmente tenida por maldita, no podía ser alquilada a otros— balbuceaban maldiciones en francés, un idioma que seguramente no habían estudiado previamente en forma alguna. Repetían cosas como las que decía la pobre Rhoby Harris casi un siglo antes, y esto es lo que llevó a mi tío a reunir datos históricos sobre la casa, cuando se enteró, luego de su regreso de la guerra, de primera mano gracias a los doctores Chase y Whitmarsh. De hecho, era visible que mi tío había reflexionado con profundidad sobre el tema y que le agradaba mi propio interés; un interés abierto de mente y bien dispuesto, que le permitía discutir conmigo asuntos de los que otros simplemente se hubieran reído. Su imaginación no había llegado tan lejos como la mía, pero sentía que aquel lugar era raro en potencia y resultaba digno de ser tenido en cuenta como una inspiración en el campo de lo grotesco y lo macabro.

Por mi parte, estaba dispuesto a abordar todo aquel asunto con la mayor seriedad y, a mi vez, comencé no solo a revisar los datos, sino a acumular cuantos podía. Hablé con el anciano Archer Harris, entonces propietario de la casa, muchas veces, con anterioridad a su muerte en 1916, y obtuve de él y de su hija Alice, que aún vive, una verdadera colaboración en lo que respecta a todos los datos sobre su familia reunidos por mi tío. Sin embargo, cuando les pregunté sobre las conexiones que con Francia o con su idioma pudiera haber tenido la casa, se confesaron abiertamente tan desconcertados e ignorantes como yo mismo. Archer no sabía nada, y todo lo que Miss Harris pudo contarme fue una vieja alusión escuchada a su abuelo Dutee Harris y que podía arrojar algo de luz. El viejo marino, que había sobrevivido dos años a la muerte de su hijo Welcome en batalla, no había conocido de primera mano la leyenda, pero recordaba que su primera aya, la vieja María Robbins, parecía a medias consciente de algo que podía arrojar un extraño significado a los delirios en francés de Rhoby Harris, ya que ella había presenciado bastante de los últimos días de la infortunada mujer. María había estado en la casa maldita desde 1769 hasta la mudanza de la familia en 1783, y había visto a Mercy Dexter morir. Una vez había hecho al joven Dutee una insinuación sobre una peculiar circunstancia de los postreros momentos de Mercy, pero él pronto había olvidado todo salvo que era algo muy curioso. La nieta, a su vez, lo recordaba con gran dificultad. Ella y su hermano no estaban tan interesados en la casa como el hijo de Archer, Carrington, el actual heredero, con el que hablé tras mi aventura.

Habiendo obtenido de la familia Harris cuanta información pudo suministrar, volví mi atención sobre los registros y escrituras más tempranos de la ciudad, empleándome con un celo aún mayor que el mostrado por mi tío en sus ocasionales incursiones en tal campo. Lo que deseaba era una historia total del terreno, desde su poblamiento real en 1636, o aun antes, si es que las leyendas de los indios narragansett podían ser exhumadas en busca de datos. Encontré que, al principio, la tierra había sido parte de una gran franja de terrenos originalmente concedida a John Throckmorton, una de las muchas similiares, y que comenzaba en Town Street, junto al río, para extenderse colina arria a lo largo de una línea que, a grandes rasgos, se correspondía con la moderna Hope Street. El lote de Throckmorton, más tarde, por supuesto, fue ampliamente subdividido, y me acostumbré a rastrear esa sección por la que posteriormente había pasado Back o Benefit Street. Existía de hecho un rumor según el cual aquello había sido el cementerio de los Throckmorton; pero, examinando cuidadosamente los registros, descubrí que las tumbas habían sido trasladadas en fecha temprana al Cementerio Norte, en la carretera Pawtucket Oeste.

Entonces encontré de repente —por un extraño golpe de suerte, ya que no estaba en el grupo principal de datos y podía haberse perdido con facilidad— algo que despertó mi interés en grado sumo, dado que encajaba con algunos de los puntos más oscuros de todo aquel asunto. Era el contrato de arriendo, en 1697, de una pequeña porción de terreno a Etienne Roulet y su esposa. Por fin surgía un elemento francés —aparte de que este nombre conjuró, desde los más oscuros recovecos de mis extrañas y dispares lecturas, otros elementos más profundos de horror— y febrilmente estudié los planos de la localidad, tal como había sido antes de acortar y parcialmente enderezar Back Street, entre 1747 y 1758. Descubrí lo que ya esperaba a medias: que donde ahora se alza la casa maldita habían sido enterrados los Roulet, junto a una granja de una planta y ático, y que no existía ningún informe sobre el traslado de los cadáveres. El documento, de hecho, finalizaba con gran confusión y me vi obligado a rebuscar tanto en la Sociedad Histórica de Rhode Island como en la Biblioteca Shepley, antes de encontrar algún registro local que consignase el nombre de Etienne Roulet. Finalmente encontré algo; algo de la más vaga y monstruosa importancia que me empujó a examinar con nuevo y excitado detenimiento el sótano de la casa maldita.

Los Roulet, al parecer, habían llegado en 1696 de East Greenwich, en la orilla oeste de la bahía Narragansett. Eran hugonotes de Caude, y encontraron una tremenda oposición antes de que los ediles de Providence les permitieran instalarse en la ciudad. La impopularidad los había acosado en East Greenwich, a la que habían llegado tras la revocación del edicto de Nantes, y los rumores decían que el rechazo iba más allá de prejuicios raciales o nacionales, o las disputas por tierra que involucraron a otros colonos franceses con los ingleses y que ni siquiera el gobernador Andros pudo aplacar. Pero su ardiente protestantismo —demasiado ardiente, según algunos—, así como su evidente dolor por haber sido virtualmente expulsados del pueblo de la bahía, les granjearon la simpatía de los padres de la ciudad. Aquí se ofreció a los extranjeros un refugio, y el moreno Etienne Roulet, menos ducho en agricultura que en leer extraños libros y trazar raros diagramas, obtuvo un puesto administrativo en el almacén de Pardon Tillinghast, en el muelle, bastante al sur de Town Street. Había habido, no obstante, un motín de algún tipo más tarde —puede que unos cuarenta años, después de la muerte de Roulet— y nadie parece haber oído hablar de la familia con posterioridad a esa fecha.

Durante un siglo o más, al parecer, se había recordado perfectamente a los Roulet, y con frecuencia se hablaba de ellos con un importante incidente en la tranquila vida de un puerto de Nueva Inglaterra. El hijo de Etienne, Paul, un hosco personaje cuya vida irregular sin duda había provocado el tumulto que expulsó a la familia, era en particular fuente de muchas especulaciones y, aunque Providence nunca sufrió el pánico a las brujas que se apoderó de sus vecinos puritanos, las viejas solían contar que sus plegarias nunca se pronunciaban en el momento adecuado ni dirigidas a quien debían. Todo esto, sin duda, era parte de la leyenda conocida por la vieja María Robbins. Qué relación pudiera tener todo esto con los arrebatos en francés de Rhoby Harris y otros habitantes de la casa maldita, solo la imaginación o futuros descubrimientos podrían determinarlo. Me preguntaba cuántos de aquellos que habían conocido las leyendas comprendían como yo la relación de todo esto con lo terrible, puesto que mis vastas lecturas me habían llevado a ese ominoso capítulo en los anales del horror morboso que hablan del engendro llamado Jacques Roulet, de Caude, que fue condenado a muerte en 1598 acusado de endemoniado, pero que se salvó de la hoguera por intervención del Parlamento de París, siendo encerrado en una casa de locos. Fue encontrado cubierto de sangre y jirones de carne en un bosque, poco después de la muerte y despedazamiento de un chico por un par de lobos. Uno de los lobos fue visto alejándose, sin que pudiera ser cazado. Seguramente era un buen cuento de viejas, con un extraño significado en lo tocante al nombre y lugar, pero llegué a la conclusión de que los chismes de Providence no tenían ninguna relación con esto. De haberlo tenido, la coincidencia de nombre hubiera provocado alguna acción drástica y espantosa... de hecho, ¿no sería una versión de tal chisme lo que habría precipitado el tumulto final que expulsó a los Roulet de la ciudad?

Luego visité el lugar maldito, cada vez con mayor frecuencia, estudiando la malsana vegetación del jardín, examinando los muros del edificio y escudriñando cada centímetro del suelo de tierra del sótano. Por último, con el permiso de Carrington Harris, me hice con una llave de la abandonada puerta del sótano que daba a Benefit Street, para lograr un acceso más inmediato al mundo exterior del que suministraban las oscuras escaleras, el vestíbulo con suelo de tierra y la puerta del frente. Allí, donde lo morboso acechaba con mayor claridad, busqué y hurgué durante largas tardes, mientras la luz del sol se filtraba por las ventanas, llegando al suelo cubierto de telarañas, sintiéndome seguro gracias a la puerta abierta que me dejaba a escasos metros de la plácida acera exterior. Nada nuevo recompensó mi esfuerzo —solo el mismo enmohecimiento depresivo y esa débil sugerencia de malsanos olores y salitrosos perfiles sobre el suelo— mientras yo me imaginaba que muchos peatones debían haberme mirado con curiosidad a través de los vidrios rotos.

Al fin, por sugerencia de mi tío, decidí examinar el sitio en la oscuridad, y una noche de tormenta dejé correr los rayos de una linterna sobre el suelo mohoso, con sus extrañas formas y sus hongos deformes y medio fosforescentes. El lugar me había desazonado de forma curiosa esa tarde y me encontraba casi preparado cuando vi —o creí ver— entre los depósitos blancuzcos una «forma acurrucada» particularmente bien definida, tal como había sospechado en mi infancia. Estaba tan bien perfilada que resultaba impactante y sin precedentes, y, mientras observaba, me pareció ver de nuevo la exhalación débil, amarillenta y reluciente que me había sobresaltado aquella tarde lluviosa, tantos años atrás.

Se alzaba sobre el antropomórfico parche de moho, junto a la chimenea; un vapor casi luminoso, insinuado, enfermizo, que pendía temblando en la humedad, pareciendo desarrollar vagas y estremecedoras sugerencias de forma, pasando gradualmente a nebuloso decaimiento e introduciéndose en la negrura de la gran chimenea, dejando a su paso un hedor. Era en verdad horrible, y aún más por lo que yo sabía sobre aquel sitio. Resistiéndome a huir, la observé desvanecerse y, mientras contemplaba, sentí cómo se giraba a mirarme con avidez, con ojos más imaginables que visibles. Cuando se lo conté a mi tío, sufrió una tremenda agitación, y tras una hora de tensa reflexión tomó una decisión definiva y contundente. Sopesando en su interior la importancia del asunto y lo significativo de nuestra relación con él, insistió en que debíamos comprobar, y a ser posible destruir, el horror de la casa, pasando juntos noche o noches de agresiva vigilancia en ese sótano mohoso y maldito por los hongos.

IV

El miércoles 25 de junio de 1919, tras informar adecuadamente a Carrington Harris, sin darle indicios de lo que esperábamos encontrar, mi tío y yo llevamos a la casa maldita dos sillas portátiles y un camastro plegable, además de algunos ingenios científicos de gran peso y complejidad. Los instalamos en el sótano durante el día, tapando las ventanas con papel y planeando regresar por la tarde para efectuar nuestra primera vigilancia. Habíamos cerrado la puerta que iba del sótano al primer piso y, teniendo una llave de la puerta exterior de aquel, estábamos dispuestos a dejar nuestros caros y delicados aparatos —que habíamos obtenido secretamente, con gran gasto— cuantos días necesitase nuestra vigilancia. Habíamos decidido que nos sentaríamos juntos hasta altas horas de la noche y luego vigilar uno hasta el alba, en turno de dos horas, primero yo y después mi acompañante, y que el que no hiciese guardia descansase en el camastro.

La forma natural en que mi tío obtuvo los instrumentos de los laboratorios de la Universidad Brown y la Armería de Cranston Street, así como el que instintivamente asumiera la dirección de nuestra aventura, resulta maravillosamente ilustrativa de la vitalidad potencial y la resistencia de un hombre de ochenta y un años. Elihu Whipple había vivido según las normas higiénicas que prescribiera como médico y, de no mediar lo que entonces sucedió, aún hoy seguiría en toda su plenitud. Solo dos personas supieron lo que ocurrió: Carrington Harris y yo mismo. Tuve que contárselo a Harris porque era el dueño de la casa y tenía que saber qué era lo que había desaparecido de allí. Entonces, además, ya le habíamos hablado sobre los avances de nuestras investigaciones y supuse que, tras la pérdida de mi tío, podría entender y ayudarme a dar alguna explicación pública y vitalmente necesaria. Se puso muy pálido, pero aceptó ayudarme y decidió que ya era libre de alquilar la casa.

Decir que no estábamos nerviosos esa lluviosa noche de espera sería una tosca y ridícula exageración. No éramos, como ya he dicho, en absoluto infantilmente supersticiosos, pero los estudios y reflexiones científicas nos habían enseñado que el universo conocido de tres dimensiones comprende la más simple de las fracciones de todo el cosmos de materia y energía. En este caso, una alucinante preponderancia de evidencias de fuentes numerosas y auténticas apuntaban a la tenaz existencia de ciertas fuerzas de gran poder y, por lo que respecta al punto de vista humano, de especial malignidad. Decir que ya creíamos en vampiros u hombres lobo sería una afirmación descuidada. Más bien debiera decirse que no estábamos dispuestos a negar la posibilidad de que ciertas modificaciones, poco familiares e inclasificables, de las fuerzas vitales y la materia atenuada; modificaciones que tienen lugar muy infrecuentemente en el espacio tridimensional, ya que está más íntimamente conectado con otras áreas espaciales, aunque lo bastante cerca del límite de nuestro propio mundo como para darnos ocasionales manifestaciones que nosotros, a falta de una adecuada visión panorámica, nunca podremos esperar comprender.

Resumiendo, nos parecía a mi tío y a mí que un incontrovertible cúmulo de hechos señalaba a alguna influencia persistente en la casa maldita; rastreable hasta uno u otro de los infortunados colonos franceses de hacía dos siglos, y aún actuante a través de leyes extrañas y desconocidas del movimiento atómico y electrónico. Que la familia de Roulet había tenido una anormal afinidad con otros círculos de existencia —oscuras esferas hacia las que la gente común no guarda sino repulsión y terror— parece probado por su historia escrita. ¿No habría, entonces, el tumulto del pasado siglo XVII, provocado ciertas pautas cinéticas en el malsano cerebro de uno o más de ellos —sobre todo el siniestro Paul Roulet— que de alguna forma oscura sobrevivió a los cuerpos muertos y enterrados por el populacho, y seguía actuando aún en algún espacio multidimensional, a lo largo de las originarias líneas de fuerza, determinadas por un odio frenético hacia la comunidad que le había atacado?

Esto, seguro que no era imposible física o bioquímicamente, a la luz de la nueva ciencia que incluye las teorías de la relatividad y la acción intraatómica. Uno podía imaginarse fácilmente un núcleo extraño de sustancia o energía, informe o no, mantenido con vida mediante la sustracción imperceptible o inmaterial de fuerzas vitales o tejidos corporales y fluidos de otros y más sustanciales seres vivos, en los que penetraba y con cuyos tejidos a veces se mezclaba por completo. Podía ser positivamente hostil o estar movido por las ciegas tendencias de la autoconservación. En cualquier caso, un monstruo así debía ser, en nuestro esquema de las cosas, necesariamente anómalo e intruso, y su extirpación era una tarea primordial para cualquier hombre que no fuera enemigo de la vida humana, la salubridad y la cordura.

Lo que nos despistaba era nuestra total ignorancia sobre el aspecto en que podríamos encontrar al ser. Ninguna persona cuerda lo había visto, y pocos lo habían sentido nunca definidamente. Podía tratarse de energía pura —una forma etérea y fuera de los dominios de la materia—, o podía ser parcialmente material, alguna masa desconocida y equívoca de plasticidad, capaz de cambiar voluntariamente a nebulosas aproximaciones de los estados sólido, líquido, gaseoso o de nube de partículas. La forma antropomórfica del moho en el suelo, las formas del amarillento vapor y las curvaturas de las raíces de árbol en algunas de las viejas historias, apuntaba en conjunto y al final a una remota y reminiscente conexión con la forma humana; pero cuán representativa o permanente pudiera ser tal similitud, nadie podía decirlo con certeza.

Contábamos con dos armas para luchar contra él; un tubo crookes * grande y especialmente equipado, alimentado por una batería de gran capacidad y provisto de particulares pantallas y reflectores, para el caso que demostrase ser intangible y solo pudiera ser combatido mediante radiaciones vigorosamente destructivas, y un par de lanzallamas militares de la clase utilizada en la guerra mundial, para el caso de que fuera parcialmente material y susceptible de destrucción mecánica; ya que, como los paletos supersticiosos de Exeter, estábamos dispuestos a quemar el corazón del ser, en caso de que tuviera alguno que pudiera quemarse. Metimos todo este despliegue guerrero en el sótano, en disposición cuidadosamente medida respecto al catre y las sillas, así como al lugar, situado ante la chimenea, en el que el moho tomaba formas extrañas. Esta sugestiva zona, desde luego, era solo débilmente visible al instalar nuestros muebles e instrumental, así como también cuando volvimos esa tarde para la vigilancia. Por un momento, yo casi había dudado que hubiera siquiera visto la más mínima forma; pero luego, pensé en las leyendas.

La vigilancia del sótano comenzó a las diez de la noche, la luz del día ahorrándonos más tiempo, y mientras la realizábamos no tuvimos atisbos de que fuera a suceder nada. Se filtraba un débil resplandor, procedente de las farolas callejeras del exterior, azotadas por la lluvia, y una tenue fosforescencia de los detestables hongos interiores mostraba las rezumantes piedras del muro, de las que todo vestigio de revoque había desaparecido; el húmedo y fétido suelo de tierra dura, comido por mohos y obscenos hongos; los restos podridos de lo que debieron ser taburetes, sillas y mesas, así como otros muebles menos identificables; los pesados tablazones y las grandes vigas de la planta baja sobre nuestras cabezas; la decrépita puerta de tablones que llevaba a alacenas y estancias bajo otras partes de la casa; la destartalada escalera de piedra con su rota barandilla de madera, y la tosca y cavernosa chimenea de ladrillos en la que se oxidaban fragmentos de ganchos, morillos, asador, soportes y una puerta del horno holandés... todo eso iluminaba, aparte de nuestros austeros camastro y sillas plegables, y la pesada y destructiva maquinaria que habíamos llevado con nosotros.

Habíamos dejado, de acuerdo con mis primeras exploraciones, sin cerrar la puerta de la calle, obteniendo así una forma de escape rápida y directa que pudiera estar franca en caso de producirse manifestaciones que no pudiéramos controlar. Suponíamos que nuestra continua presencia nocturna despertaría a cualquier entidad maligna que se ocultase allí y que, estando preparados, podríamos acabar con el ser, mediante uno u otro de los medios de los que nos habíamos provisto, tan pronto como le hubiéramos reconocido y observado lo suficiente. No sabíamos cuánto tiempo podría llevar el convocar y aniquilar al ser. Se nos ocurrió, además, que nuestra aventura podía resultar arriesgada, ya que no podíamos calcular con cuánta fuerza aparecería el ser. Pero creíamos que el riesgo valía la pena y nos embarcamos en la aventura, solos y sin dudar, sabedores de que la búsqueda de ayuda exterior podía exponernos al ridículo y quizá dar al traste con todos nuestros planes. Tales eran nuestros pensamientos mientras hablábamos, ya bien entrada la noche, hasta que la cada vez mayor somnolencia de mi tío me movió a recordarle que tenía que tumbarse para pasar sus dos horas de sueño.

Sentí el estremecimiento de algo parecido al miedo mientras me sentaba a solas, en esas horas de la madrugada; y digo solo, porque uno que se sienta acompañado de un durmiente está solo; quizá más solo de lo que quiere creer. Mi tío respiraba pesadamente, acompasando sus hondas inspiraciones y espiraciones a la lluvia de fuera, puntuada por el enervante sonido del agua goteando, ya que la casa era repulsivamente húmeda incluso en tiempo seco y, sin duda, aquella tormenta la empaparía. Estudié la desmoronada y antigua albañilería de los muros a la luz de los hongos y los débiles rayos que se colaban de la calle a través de las tapadas ventanas; una vez, cuando la asfixiante atmósfera del lugar pareció casi enfermarme, abrí la puerta y observé arriba y abajo por la calle, alegrándome los ojos con las imágenes familiares y el olfato con el aire puro. Nada vino a recompensar mi espera y yo bostezaba repetidamente, la fatiga imponiéndose a la mayor de las aprensiones.

En ese momento, la agitación de mi tío entre sueños me llamó la atención. Se había girado varias veces en el catre, inquieto, en la última mitad de la primera hora, pero ahora respiraba con una irregularidad insólita, lanzando ocasionalmente un suspiro que tenía más que un poco de gemido sofocado. Enfoqué mi luz sobre él y vi que tenía el rostro vuelto, por lo que me levanté y fui al otro lado del jergón, alumbrando de nuevo para averiguar si sufría de algo. Lo que vi me sobresaltó de una forma harto sorprendente, habida cuenta de su relativa banalidad. Debió tratarse simplemente de la asociación de una extraña circunstancia con la siniestra naturaleza de nuestro emplazamiento y misión, porque desde luego no se trataba de nada que, por sí mismo, fuera espantoso o antinatural. Fue solo que la expresión facial de mi tío, perturbada sin duda por el extraño sueño que el emplazamiento propiciaba, traslucía una considerable agitación y no parecía del todo suyo. Su expresión normal era una de amabilidad y calma cortés, en tanto que en esos momentos parecía debatirse en su interior toda una variedad de emociones. Creo, en el fondo, que fue esa variedad lo que me sobresaltó tanto. Mi tío, mientras boqueaba y se debatía con creciente turbación, con los ojos ahora abiertos, parecía, no uno, sino muchos hombres, y sugería una extraña sensación de algo ajeno en él.

Entonces comenzó a musitar y no me gustó el aspecto de su boca y sus dientes mientras hablaba. Al principio las palabras eran ininteligibles, pero luego —con tremendo sobresalto— reconocí algo en ella que me colmó de un gélido terror, hasta que recordé lo enorme de la educación de mi tío, así como la interminable traducción que hizo de artículos antropológicos y arqueológicos de la Revue de Deux Mondes. Porque el venerable Elihu Whipple estaba murmurando en francés, y las pocas frases que pude distinguir parecían conectadas con los más oscuros de los mitos que él adaptara de esa famosa revista de París.

Repentinamente, el sudor cubrió la frente del durmiente y se incorporó de golpe, medio despierto. El balbuceo en francés se trocó por un grito en inglés y, con voz ronca, prorrumpió excitadamente: «¡Mi aliento, mi aliento!». Luego despertó por completo y, asumiendo la expresión facial que era su normal estado, mi tío me tomó de la mano y comenzó a contarme un sueño ante cuyo más profundo significado yo solo pude sumirme en una especie de terror.

Había, dijo, estado flotando a través de una serie sumamente extraordinaria de sueños-imágenes en una escena cuya extrañeza no era consignada en nada de lo que él hubiera leído. Pertenecía y no pertenecía a la vez a este mundo; era una sombría confusión geométrica en la que pudo ver elementos de cosas familiares en combinaciones de lo más extrañas y perturbadoras. Había una insinuación de imágenes extrañamente desordenadas, superpuestas unas sobre otras, un arreglo en el que lo esencial, tanto del tiempo como del espacio, parecía disolverse y mezclarse de la forma más ilógica. En este calidoscopio vórtice de fantasmales imágenes había esporádicas instantáneas, si uno puede usar ese término, de singular claridad, pero indescriptiblemente heterogéneas.

En cierta ocasión mi tío creyó yacer en un pozo cavado de mala manera, con una multitud de rostros furiosos enmarcados por pelambreras desordenadas y sombreros de tres picos, que lo miraban con el ceño fruncido. De nuevo creyó estar en el interior de una casa —una casa vieja, al parecer—, pero los detalles e inquilinos cambiaban constantemente y no pudo nunca estar seguro de cuáles eran los rostros o lo muebles, o siquiera cuál era la habitación misma, ya que, de hecho, puertas y ventanas parecían cambiar de estado tan rápido como objetos presumiblemente más móviles. Sonaba extraño —condenadamente extraño— y mi tío hablaba casi tímidamente, como si medio esperase no ser creído, al decir que muchos de los extraños rostros tenían facciones que, inconfundiblemente, eran de la familia Harris. Y que durante todo el rato había sentido una sensación de ahogo, como si alguna omnipresente entidad hubiera fluido a su interior e intentase apoderarse del mismo o de sus procesos vitales. Me estremecí al pensar en tales procesos vitales, gastados como estaban por ochenta y un años de continuo trabajo, luchando con desconocidas fuerzas ante las que organismos más jóvenes y fuertes harían bien en atemorizarse; pero al instante siguiente me dije que los sueños son solo sueños, y que tales visiones desagradables podían deberse, después de todo, más que nada a la reacción de mi tío ante las investigaciones y expectativas que en los últimos tiempos habían colmado nuestras mentes, hasta el punto de excluir de ellas cualquier otra cosa.

Además, la conversación pronto tendió a disipar mi sentido de extrañeza y, al cabo, comencé a bostezar y fue mi turno de echarme a dormir. Mi tío parecía ahora bien despierto y dio la bienvenida a ese periodo de observación, aun cuando la pesadilla le había despertado bastante antes de sus dos horas asignadas. El sueño me vino pronto y, a mi vez, me vi acosado por sueños de la clase más perturbadora. En mis visiones, sentí una soledad cósmica y abismal, con la hostilidad surgiendo de todas partes, en alguna prisión en la que me encontraba confinado. Creí estar atado y amordazado, y sufriendo el escarnio de resonantes aullidos producto de distantes multitudes que pedían mi sangre. El rostro de mi tío me produjo asociaciones menos placenteras que en las horas de vigilia, y recuerdo haber hecho muchos y fútiles intentos de debatirme y luchar. No fue un sueño placentero, y durante un segundo no me percaté del grito penetrante que traspasó las barreras oníricas y que me provocó un áspero y sobresaltado despertar, en el que cada objeto era visible con mayor claridad y definición de lo que era natural.

V

Había estado tumbado con el rostro vuelto hacia el lado contrario al de la silla de mi tío, por lo que, en el súbito despertar, no vi más que la puerta de la calle, la ventana situada más al norte, y el muro, suelo y techo más septentrionales de la estancia, todo como fotografiado con morbosa claridad en mi cerebro, por obra de una luz más brillante que el resplandor de los hongos o el fulgor de las farolas callejeras. No era muy fuerte, ni siquiera bastante fuerte; desde luego, no lo suficiente como para leer un libro de tipo normal. Pero sí lo bastante como para arrojar una sombra, tanto de mí mismo como del catre, sobre el suelo, y tenía una fuerza amarilla y penetrante que la distinguía con claridad de la luminosidad anterior. Todo eso lo percibí con malsana claridad a pesar del hecho de que mis otros sentidos eran violentamente estremecidos. En mis oídos resonaban las reverberaciones de aquel estremecedor grito, mientras mi olfato se revelaba ante el aroma que impregnaba el lugar. Mi mente, tan alerta como mis sentidos, reconoció lo gravemente insólito que era todo aquello y, casi automáticamente, me incorporé, dando la vuelta alrededor del catre para echar mano de los instrumentos destructivos que habíamos dejado dispuestos ante la mohosa porción delante de la chimenea. Al dar la vuelta, me estremecí pensando en lo que iba a ver, ya que el grito procedía de mi tío, y no sabía contra qué amenaza debía defendernos, tanto a él como a mí mismo.

Sin embargo, al cabo, la visión fue aún peor de lo que me temía. Existen horrores más allá de los horrores, y este era uno de esos núcleos de onírico espanto que el cosmos se reserva para golpear y maldecir a unos pocos infortunados. De la tierra fungosa brotaba un cuerpo de luz vaporoso, amarillo y enfermizo que burbujeaba y se retorcía a gran altura, tomando vagos perfiles semihumanos y semimostruosos, a través de los cuales yo podía ver la chimenea y el fogón de detrás. Era totalmente ojos —lobunos y burlones— y esa cabeza insectoide y rugosa desvaneciéndose al final de una delgada corriente de bruma que se rizaba pútridamente en torno a la chimenea, para desvanecerse finalmente en su interior. Digo que vi a aquel ser, pero es solo mediante el pensamiento retrospectivo como puedo de verdad atribuirle una condenada aproximación a la forma. En aquel momento no era para mí más que una hirviente y débilmente fosforescente nube de fungoso espanto, envolviendo y disolviendo en horrenda plasticidad a algo sobre lo que entonces se fijó mi atención. Porque tal objeto era mi tío —el venerable Elihu Whipple— que me miraba con facciones ennegrecidas y decaídas, balbuceándome algo, y tendiendo garras para lacerarme con la furia de ese horror que se había posesionado de él.

Fue el poder de la rutina lo que me salvó de enloquecer. Me había castigado preparándome para el momento crucial, y fue ese ciego entrenamiento el que me salvó. Reconociendo al hirviente demonio como algo hecho de una sustancia invulnerable a la materia o la química, y, por tanto, ignorando el lanzallamas dispuesto a mi izquierda, conecté el aparato crookes y enfoqué hacia esa escena de inmortal blasfemia las más poderosas radiaciones etéreas que la técnica humana ha logrado extraer de los espacios y fluidos de la Naturaleza. Hubo una bruma azulada y un chisporroteo frenético, y la fosforescencia amarillenta menguó visiblemente. Pero comprendí que aquella disminución era solo por contraste y que las ondas de la máquina no hacían efecto alguno.

Entonces, entre las brumas de aquel espectáculo demoniaco, presencié un nuevo horror que arrancó gritos de mis labios y me lanzó manoteando y trastabillando hacia la desatrancada puerta de la calle, descuidando de cualquier anormal espanto que pudiera dejar suelto por el mundo o de cualquier juicio que la humanidad pudiera hacer recaer sobre mi cabeza. En esa débil mezcla de azul y amarillo, el cuerpo de mi tío había comenzado una nauseabunda licuación cuya esencia elude toda descripción y en la que, en torno a su rostro, se produjeron tales cambios de identidad como solo la locura puede concebir. Era un demonio y una multitud, un osario y un desfile. Iluminado por los rayos entremezclados e indistintos, el rostro gelatinoso asumió una docena... una veintena... un centenar... de aspectos; sonriendo mientras se hundía en el suelo hacia un cuerpo en el que se fundía como sebo, en caricaturesca similitud con legiones extrañas y no tan extrañas.

Vi los rasgos de la familia Harris, masculinos y femeninos, adultos e infantiles, y otras facciones viejas y jóvenes, rudas y refinadas, familiares y desconocidas. Por un segundo relampagueó una degradada imitación de una miniatura de la pobre loca Rhoby Harris que viera en el Museo de la Escuela de Dibujo, y en otra ocasión pensé descubrir la huesuda imagen de Mercy Dexter, tal como la recordaba de una pintura en casa de Carrington Harris. Me sentía espantado más allá de cualquier concepción; hacia el final, cuando una curiosa amalgama de sirviente y niño se dejó entrever cerca del suelo, donde fluía un estanque de grasa verdosa, pareció como si las mutables facciones luchasen entre sí, esforzándose para asumir contornos como los del amistoso rostro de mi tío. Quiero pensar que existió tal momento, y que trató de transmitirme su despedida. Creo que yo también farfullé una despedida con mi propia garganta enronquecida mientras me tambaleaba hacia la calle, con un débil arroyo de grasa siguiéndome a través de la puerta hasta la acera mojada por la lluvia.

El resto es sombrío y monstruoso. No había nadie en la calle empapada y en todo el mundo no había nadie a quien me atreviera a contárselo. Anduve sin rumbo fijo hacia el sur, pasado College Hill y el Ateneo, bajando por Hopkins Street y atravesando el puente hacia la zona comercial, donde los altos edificios parecían ampararme, porque las cosas modernas y materiales guardan al mundo de prodigios antiguos y malignos. Entonces, el alba gris se desplegó húmedo al este, silueteando la arcaica colina y sus venerables chapiteles, y me reclamó hacia el lugar en el que mi terrible trabajo había quedado inacabado. Al cabo acudí a la luz de la mañana, mojado, sin sombrero y desconcertado, y crucé esa espantosa puerta de Benefit Street que yo había dejado abierta y que aún batía misteriosamente a la vista de los más madrugadores de los vecinos, con los que no me atreví a hablar.

La grasa había desaparecido, ya que el suelo mohoso era poroso. Y en frente de la chimenea no había vestigios de la forma gigante de salitre doblada sobre sí misma. Observé el catre, las sillas, los instrumentos, mi abandonado sombrero y el amarillento, de paja, de mi tío. Mi desconcierto era completo, y apenas recuerdo qué fue sueño y qué realidad. Entonces el pensamiento se encauzó y supe que había cosas reales más horribles que las que había soñado. Sentándome, traté de conjeturar, hasta donde podía permitirme la cordura, qué había sucedido y cómo podría poner fin al horror, si es que en efecto había sido real. Aquel ser no parecía ser éter ni nada concebible por la mente humana. ¿Qué era entonces sino alguna exótica emanación, algún vapor vampírico como el que los incultos de Exeter decían que acechaba sobre ciertos cementerios? Yo presentía que ahí estaba la pista, y otra vez registré el suelo, ante el hogar, donde el moho y el salitre habían tomado extrañas formas. En diez minutos estaba resuelto y, tomando mi sombrero, volví a casa, donde me bañé, comí y, por teléfono, encargué una alcotana, una pala, una máscara antigás y seis bombonas de ácido sulfúrico, todo a dejar a la mañana siguiente a la puerta del sótano, en la casa maldita de Benefit Street. Luego traté de dormir y, no pudiendo, pasé las horas leyendo y componiendo versos simplones para atemperar mi humor.

A las once del día siguiente comencé a cavar. El día era soleado, y yo me alegraba de esa circunstancia. En esa ocasión estaba solo, ya que, por mucho que temiese al desconocido horror que buscaba, más temía a la idea de contárselo a alguien. Se lo dije más tarde a Harris solo porque no tenía más remedio y porque él había oído extraños cuentos a los viejos, lo que le había predispuesto en cierta manera a creer. Mientras revolvía la hedionda tierra negra frente al hogar, mi pala provocó el derrame de un viscoso icor amarillo que rezumaba de los hongos blancos al romperse. Titubeaba ante las dudas de lo que podría descubrir. Algunos secretos ocultos en el seno de la tierra no son buenos para la humanidad, y este me parecía uno de ellos.

Mi mano me temblaba perceptiblemente, pero, aun así, seguía hurgando; al cabo de un momento entré en el largo agujero que había hecho. Al agrandar el hoyo, que tendría unos dos metros de lado, el maligno hedor iba aumentando y ya no tuve dudas del inminente contacto con el ser infernal cuyas emanaciones habían maldecido la casa durante siglo y medio. Me pregunté cómo sería... cuál sería su forma y sustancia, y cuán grande podría haber llegado a ser a través de largas eras de succionar vida. Al cabo salí del agujero y dispersé la tierra amontonada, antes de disponer las grandes bombonas de ácido alrededor, por dos lados, de forma que, en caso de necesidad, pudiera vaciarlas todas en el agujero en rápida sucesión. Después de eso cavé solo por los otros dos lados, trabajando más lentamente y poniéndome la máscara antigás al aumentar el olor. Me sentía sumamente enervado por la proximidad a un ser indescriptible en el fondo de un foso.

De repente, mi pala chocó con algo más blando que la tierra. Me estremecí e hice ademán de trepar fuera del agujero, que ahora me llegaba al cuello. Luego me volvió el valor y saqué más tierra a la luz de la lámpara eléctrica que llevaba conmigo. La superficie que descubrí era vítrea y fría como un pez... una especie de jalea semipútrida y congelada con una insinuación de traslúcida. Escarbé aún más y vi que tenía forma. Había una grieta donde una parte de aquella sustancia se encontraba doblada. El área expuesta era inmensa y bastamente cilíndrica; como la blanda trompa blanquiazul de un mamut, doblada en dos, con su parte más grande midiendo unos tres cuartos de metro de diámetro. Excavé aún más y luego, abruptamente, salté fuera, alejándome del agujero y de aquella sucia cosa, abriendo frenético las pesadas bombonas, inclinándolas y vertiendo su corrosivo contenido, una tras otra, sobre esa fosa de osario y sobre la impensable anormalidad cuyo titánico codo había expuesto a la luz.

Nunca se borrará de mi memoria el cegador remolino de vapor amarillo verdoso que surgió tempestuosamente de ese agujero cuando descendió la riada de ácido. A lo largo de toda la colina, la gente habla del día amarillo, cuando humaredas violentas y horribles se alzaron de los vertidos de la factoría del río Providence, pero yo sé cuán errados se encuentran respecto a la fuente. Hablan también del espantoso rugido que surgió al mismo tiempo de alguna tubería de agua o gas, atrancada, bajo tierra, pero también en eso, de atreverme, podría corregirlos. Fue, sin duda, estremecedor, y no sé cómo pude sobrevivir. Me desmayé tras vaciar la cuarta bombona, ya que tuve que trastear entre los gases que habían comenzado a penetrar a través de mi máscara; pero cuando me recobré vi que el agujero ya no emitía vapores.

Vacié las dos bombonas que quedaban sin obtener ningún resultado en particular y, luego de algún tiempo, me sentí lo bastante a salvo como para devolver la tierra al hoyo. Acabé en el crepúsculo, pero el miedo había desaparecido ya del lugar. La humedad era menos fétida y todos los extraños hongos se habían convertido en una especie de inofensivo polvo grisáceo que se desparramaba como cenizas por el suelo. Uno de los terrores más intensos del interior de la tierra había desaparecido para siempre y, si hay un infierno, había recibido por fin al espíritu demoniaco de un ser impío. Mientras arrojaba la última paletada de moho, sentí la primera de las muchas lágrimas que he rendido como sincero tributo a la memoria de mi querido tío.

La primavera siguiente no surgió más hierba pálida ni extrañas malezas en el jardín aterrazado de la casa maldita y, al poco, Carrington Harris alquiló el lugar. Aún es espectral, pero su extrañeza me fascina, y creo que encontraré un extraño pesar mezclado con mi alivio el día que la derriben para construir una tienda cursi o un vulgar edificio de apartamentos. Los viejos árboles marchitos del patio han comenzado a dar unas manzanas pequeñas y dulces y el año pasado los pájaros anidaron en sus retorcidas ramas.

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* Título original: The Shunned House (16-19 de octubre de 1924). Primera publicación: folleto de The Recluse Press, 1928 (editorial de W. Paul Cook). Se conserva la copia impresa.

* William Crookes (1832-1919), físico y químico inglés, descubridor del talio y de los rayos catódicos. (N. del T.)