EL CASO DE CHARLES DEXTER WARD*
Las Sales Esenciales de Animales pueden ser tanto preparadas como conservadas, de forma que un hombre ingenioso puede tener una completa arca de Noé en su propio estudio y extraer a placer, a partir de sus cenizas, la forma completa de un animal; y por el mismo método, de las Sales Esenciales del polvo humano, un filósofo puede, sin que medie ninguna nigromancia criminal, convocar a cualquier antepasado muerto, a partir del polvo que resta tras la incineración de su cuerpo.
BORELLUS
I. UN RESULTADO Y UN PRÓLOGO
1
De una clínica privada para enfermos mentales, cercana a Providence, Rhode Island, desapareció hace poco un personaje de lo más singular. Respondía al nombre de Charles Dexter Ward y había sido internado, a disgusto, por su apenado padre, que había observado cómo su perturbación mental iba pasando de una simple excentricidad a una oscura manía que involucraba la posibilidad de tendencias homicidas, así como un profundo y peculiar cambio en los contenidos aparentes de su mente. Los médicos se confiesan de lo más desorientados ante este caso, ya que mostraba anomalías de tipo tanto fisiológico como psicológico.
En primer lugar, extrañamente, el enfermo parecía tener bastante más de los veintiséis años que en realidad contaba. Es cierto que los problemas mentales suelen envejecer con rapidez a la gente; pero el rostro de este joven había adquirido un aspec to que sólo suele verse en gente de mucha edad. En segundo término, sus procesos orgánicos mostraban una serie de anomalías sin parangón en los archivos de la medicina. La respiración y la función cardiaca carecían de coordinación; había casi perdido la voz, por lo que sólo podía articular susurros; la digestión estaba increíblemente prolongada y minimizada, y las reacciones neurales a los estímulos comunes no guardaban relación con nada registrado, tanto normal como patológico. La piel mostraba una frialdad y sequedad de lo más malsanas, y la estructura celular de los tejidos parecía sumamente tosca y de escasa co hesión. Incluso una gran marca olivácea de nacimiento, en la cadera derecha, había desaparecido, mientras que en su pecho se había formado un lunar o mancha negra de lo más curioso, y del que no había trazas con anterioridad. En general, todos los médicos coinciden en que los procesos metabólicos de Ward se habían ralentizado hasta un nivel sin precedentes.
Psicológicamente, además, Charles Ward era único. Su locura no guardaba relación con ninguna de las categorías registradas, ni siquiera en los últimos y más exhaustivos tratados, y estaba unida a una capacidad mental que podría haberle convertido en un genio, o en un líder, de no haber estado perturbada en forma extraña y grotesca. El doctor Willett, que fuera médico de la familia Ward, afirma que la capacidad mental del paciente, a tenor de sus respuestas a temas que no entraban dentro de la esfera de su locura, había incluso aumentado durante el periodo de reclusión. Ward, de hecho, era un erudito y un historiador, pero incluso su primer y brillante trabajo no mostraba la prodigiosa capacidad de penetración y comprensión detectada durante el último examen que le realizaron los alienistas. Era, en efecto, un asunto difícil el conseguir mandato legal para internarlo, dado lo poderosa y lúcida que parecía la mente del joven; y sólo el testimonio de terceros, unida a la fuerza de algunas y significativas anomalías en su psique, lograron finalmente su reclusión. Fue un lector inaciable hasta el mismo momento de su desaparición, y tan buen contertulio como su poca voz le permitía; y observadores cualificados, que no podían prever su huida, afirmaban abiertamente que no habría de tardar en conseguir el alta.
Sólo el doctor Willett, que había ayudado a Charles Ward a venir al mundo y lo había visto crecer en cuerpo y mente, parecía aterrado ante la posibilidad de que lo soltasen. Había sufrido una terrible experiencia y hecho un espantoso descubrimiento que no se atrevía a confiar a sus escépticos colegas. Willett, de hecho, era un misterio añadido por su conexión con el caso. Fue el último en ver al paciente antes de la fuga, y salió de esa última conversación en un estado en el que se mezclaban el horror y el alivio; algo que algunos recordaron cuando Ward escapó tres horas más tarde. Esa fuga quedó como uno de los casos sin resolver del hospital del doctor Waite. Una ventana abierta a una altura de veinte metros no puede explicarlo; sin embargo, tras hablar con Willett, el joven se marchó. Willett mismo no tenía ninguna declaración pública que hacer, aunque parecía, extrañamente, más tranquilo que antes de la fuga. De hecho, muchos piensan que diría más, si pensase que alguien lo iba a creer. Encontró a Ward en esa habitación, pero, al poco de su salida, los celadores llamaron a la puerta en vano. Cuando abrieron, el paciente no estaba allí y todo lo que encontraron fue una ventana abierta, con una helada brisa de abril aventando una nube de polvo grisáceo que casi les atontó. Es cierto que los perros habían aullado un tiempo antes, pero fue mientras Willett estaba aún presente, y no atraparon a nadie, ni mostraron la menor alteración después. Llamaron al padre de Ward por teléfono, pero éste pareció más apenado que sorprendido. Cuando el doctor Waite lo llamó en persona, el doctor Willett ya había hablado con él y ambos negaron cualquier conocimiento o conexión con la fuga. Sólo a través de algunos amigos, muy cercanos a Willett y a Ward padre, se pudo conseguir ciertas pistas, y éstas incluso resultaban demasiado fantásticas como para darles crédito. Lo único cierto que tenemos actualmente es el hecho de que no hay rastros del loco desaparecido.
Charles Ward era amigo de lo antiguo ya desde la infancia, sin duda aficionado a ello gracias a la venerable ciudad en la que vivía, así como por los restos del pasado que colmaban cada rincón de la vieja residencia de sus padres en Prospect Street, en lo alto de la colina. Su devoción por lo antiguo aumentó con los años; así que la historia, la genealogía y el estudio de la arquitectura, el mobiliario y la artesanía colonial se impusieron a cualquier otro asunto en la esfera de sus intereses. Esos gustos son importantes de recordar a la hora de considerar su locura; ya que, aunque no son el núcleo, sí tienen relevancia con relación a sus aspectos más superficiales. Las lagunas de información que los alienistas descubrieron se referían en su totalidad a asuntos modernos, y se veían compensadas, aunque tratase de ocultarlo, por un conocimiento de antiguas materias que salía a la luz en cuanto se le interrogaba con maña; por lo que uno podría suponer que el paciente se trasladaba literalmente a una época anterior a través de alguna oscura forma de autohipnosis. Lo extraño era que Ward ya no parecía interesado en esa antigüedad que conocía tan bien. Había perdido, al parecer, su fascinación, debido a lo familiar que le resultaba, y todos sus esfuerzos estaban obviamente encaminados a conocer esas minucias del mundo moderno que habían sido tan total e inconfundiblemente extirpadas de su cerebro. Hacía todo lo posible por ocultarlo, pero estaba claro, para cuantos le observaban, que el completo programa de lectura y conversación se debía a un frenético deseo de adquirir todo el conocimiento posible acerca de su propia vida, así como de los hábitos y panorama cultural del siglo veinte; que debían haber sido los suyos en virtud de su nacimiento, en 1902, y de su educación en escuelas de su propio tiempo. Los alienistas se preguntaban cómo, dada su falta radical de datos, se las iba a componer el enfermo fugado en el complejo mundo de hoy en día; siendo la opinión mayoritaria que «está hibernando» en alguna posición modesta e indefinida, hasta que su acervo de informaciones sobre lo moderno haya alcanzado su caudal normal.
El inicio de la locura de Ward es objeto de discusión entre los alienistas. El doctor Lyman, la eminente autoridad de Boston, lo sitúa en 1919 ó 1920, durante el último año del chico en el Moses Brown School, cuando pasó, de repente, del estudio del pasado al estudio de lo oculto y rehusó acudir a la universidad, alegando que tenía investigaciones personales de mucha mayor importancia. Sostiene esta hipótesis en la alteración de los hábitos de Ward en esa época; especialmente, por su continua búsqueda, en los registros de la ciudad y en los viejos cementerios, de cierta tumba de 1771; la de un antepasado suyo llamado Joseph Curwen, algunos de cuyos papeles personales decía haber descubierto tras el artesonado de una casa muy vieja de Olney Court, en Stampers Hill, de la que se decía que había sido construida y habitada por el propio Curwen. Es opinión extendida que un gran cambio se produjo, innegablemente, en Ward durante el invierno de 1919-20; fue entonces cuando abandonó de golpe sus investigaciones sobre lo antiguo, en el amplio sentido de la palabra, y se enfrascó en desesperadas indagaciones sobre materias ocultas, tanto en casa como en ultramar; investigaciones sólo rotas por su extraña y persistente búsqueda de la tumba de su antepasado.
No obstante, el doctor Willett disiente de forma sustancial de tal opinión, basando su veredicto en su estrecho y continuo contacto con el paciente, así como en ciertas espantosas investigaciones y descubrimientos que él, en persona, realizó hacia el final del caso. Tales investigaciones y descubrimientos lo han marcado, de forma que la voz le vacila al hablar de ellos, y las manos le tiemblan cuando trata de escribirlos. Willett admite que el cambio de 1919-20 parece marcar el comienzo de una progresiva decadencia que culminó en la horrible y misteriosa locura de 1928; pero cree, por observaciones personales, que puede hacerse una sutil distinción. Garantizando abiertamente que el chico había sido siempre de temperamento poco equilibrado y propenso a ser susceptible y entusiasta, en exceso, en sus respuestas a fenómenos que ocurrían en torno suyo, se niega a aceptar que esas tempranas alteraciones marquen el tránsito de la cordura a la locura; dando crédito, en cambio, a la declaración del propio Ward, que afirmaba haber descubierto, o redescubierto, algo cuyos efectos en el pensamiento humano habían de ser profundos y maravillosos. Está convencido de que la verdadera locura llegó con un cambio posterior; tras la exhumación del retrato de Curwen y los antiguos documentos, tras viajes realizados a extraños lugares del extranjero y algunas terribles invocaciones cantadas bajo raras y secretas circunstancias; tras ciertas respuestas, inequívocas, a tales invocaciones, y una frenética carta que escribió bajo condiciones agónicas e inexplicables; tras la ola de vampirismo y rumores ominosos que sacudió a Pawtuxet. Fue después de todo eso cuando la mente del paciente comenzó a excluir imágenes contemporáneas, mientras que la voz le fallaba y su aspecto físico iba sufriendo las sutiles modificaciones que luego se vieron.
Fue sólo en esa época, apunta con énfasis Willett, cuando las cualidades de pesadilla se ligaron sin duda alguna a Ward; y el doctor está estremecedoramente seguro de que existen pruebas sólidas que pueden sostener la afirmación del joven de haber hecho un descubrimiento crucial. En primer lugar, dos obreros muy cualificados presenciaron la aparición de los antiguos documentos de Joseph Curwen. En segundo lugar, el chico mostró tales documentos en cierta ocasión al doctor Willett, así como una página del diario de Curwen, y todos los papeles tenían el aspecto de ser auténticos. El agujero donde Ward afirmaba haberlos encontrado existió durante bastante tiempo, y Willett tuvo un atisbo de tales papeles en condiciones que apenas pueden ser creídas y que nunca podrán probarse. Luego están los misterios y coincidencias de las cartas de Orne y Hutchinson, el problema de la caligrafía de Curwen y lo que los detectives descubrieron sobre el doctor Allen; todo eso, y además el terrible mensaje en minúsculas medievales que Willett encontró en su bolsillo cuando recobró el conocimiento después de su estremecedora aventura.
Y lo más significativo de todo, están los dos odiosos resultados que el doctor obtuvo, a partir de cierto par de fórmulas, durante posteriores investigaciones; resultados que virtualmente probaban la autenticidad de los documentos y de sus monstruosas implicaciones, al mismo tiempo que esos papeles eran extirpados por siempre del conocimiento humano.
2
Uno debe revisar la primera parte de la vida de Charles Ward como algo que pertenece al pasado y a las antigüedades que tanto amaba. En el otoño de 1918, y con un considerable entusiasmo por el entrenamiento militar de aquella época, comenzó su primer año en el Moses Brown School, que se encuentra cerca de su casa. El viejo edificio principal, construido en 1819, siempre había hechizado su joven sentido de anticuario; y el espacioso parque en el que se encontraba la academia prendía su acusado gusto por los paisajes. Sus actividades sociales eran pocas, y empleaba su tiempo sobre todo en casa, en paseos al azar, en sus clases e instrucción militar, así como en la búsqueda de datos anticuarios y genealógicos en el Ayuntamiento, el Parlamento Estatal, la Biblioteca Pública, el Ateneo, la Sociedad Histórica, las Bibliotecas John Carter Brown y John Hay de la Universidad Brown, y la recién abierta Biblioteca Shepley de Benefit Street. Podría describírselo tal como era por aquel entonces: alto, delgado y rubio, con ojos estudiosos y algo cargado de hombros, vestido con cierto desaliño y dando más impresión de torpeza desangelada que de aspecto atractivo.
Sus paseos eran siempre viajes a la antigüedad, durante los que se las arreglaba para captar, de la multitud de restos de la esplendorosa ciudad antigua, una imagen coherente de los siglos pasados. Su casa era una gran mansión de estilo georgiano, en lo alto de la casi vertical colina que se levanta al este del río, y desde las ventanas traseras de sus laberínticas alas podía otear, vertiginosamente, sobre los agrupados chapiteles, cúpulas, tejados y cimas de los rascacielos de la ciudad baja, hasta llegar a las colinas púrpuras del campo circundante. Allí había nacido, y a través del hermoso porche clásico de doble tabique de ladrillo, su niñera lo había sacado por primera vez en carrito; pasando la pequeña granja blanca, de dos siglos de antigüedad, que la ciudad había devorado hacía mucho tiempo, hacia los imponentes colegios situados a lo largo de la umbría y suntuosa calle, cuyas viejas mansiones de ladrillo y casitas de madera, con porches estrechos y pesadas columnas dóricas, soñaban añejas y exclusivas entre grandes patios y jardines.
Lo había paseado también a lo largo de la somnolienta Congdon Street, que se escalonaba por la empinada colina, con todas las casas de la zona oriental situadas en altas terraza. Las casitas de madera suelen ser muy viejas por esa zona, ya que fue sobre esa colina por donde se expandió la ciudad; y en esos paseos fue embebiéndose con el colorido de la pintoresca ciudad colonial. La niñera solía detenerse y sentarse en los bancos de Prospect Terrace a charlar con los policías; uno de los primeros recuerdos del niño fue el gran mar, a occidente de nebulosos tejados, cúpulas, chapiteles y lejanas colinas, que vio una tarde de invierno desde el gran terraplén con baranda, todo violeta y místico, silueteado contra un crepúsculo febril y apocalíptico de rojos, dorados, púrpuras y curiosos verdes. La inmensa cúpula de mármol del Parlamento Estatal alzaba su abultada silueta, con la estatua que la corona aureolada de forma fantástica por un claro en una de las oscuras nubes de estratos que laminaban el cielo llameante.
Al crecer, comenzaron sus famosos paseos; primero arrastrando impacientemente a su niñera y luego a solas, en soñadora meditación. Cada vez se aventuraba más lejos, bajando la empinada colina, alcanzando niveles de la antigua ciudad cada vez más bajos y pintorescos. Titubeaba con cautela al descender por la vertical Jenckes Street, con sus muros a nivel y buhardillas coloniales, hasta llegar a la sombría esquina de Benefit Street, donde había una reliquia de madera, con un par de columnas jónicas formando el portal y, a su lado, una prehistórica casa de tejado picudo, con resabios a antigua granja, y junto a ella la gran casa del Juez Durfee, con sus decadentes vestigios de grandeza georgiana. Se estaban convirtiendo en chabolas, pero los olmos titánicos arrojaban una sombra balsámica sobre el lugar, y el chico solía dar un paseo al sur, pasando las largas filas de casas anteriores a la Independencia, con sus grandes chimeneas centrales y sus portales clásicos. Se alzaban en el lado este, altas, sobre cimientos con dos tramos de escaleras de piedra y balaustradas, y el joven Charles podía imaginárselas cuando la calle era nueva, y gentes con polainas rojas y pelucas sa lían de los frontones pintados, cuyos signos de decadencia eran ahora tan visibles.
Al oeste, la colina se volvía tan empinada como arriba, bajando hasta la antigua ciudad vieja, que los fundadores habían instalado en la orilla del río en 1636. Aquí había innumerables sendas, con casas torcidas y arracimadas de inmensa antigüedad; y, fascinado como estaba, tardó en atreverse a cruzar por entre esas arcaicas construcciones, por temor a que pudiera convertirse en un sueño y una puerta a desconocidos terrores. Encontró mucho menos formidable continuar a lo largo de Benefit Stree t, pasando la verja del oculto cementerio de St. John y la parte trasera de El Parlamento Colonial de 1761 y la mole mohosa de la posada Golden Ball, donde se albergó Washington. En Meeting Street —antes Gaol Lane y King Street, dependiendo del periodo— podía mirar hacia el este y ver los curvados tramos de escalones en los que se resolvía la calle para trepar por la ladera, y abajo, al oeste, entrever la vieja escuela colonial de ladrillos, que sonríe, cruzando la calle, al viejo local con el letrero del busto de Shakespeare, donde la Providence Gazette y el Country-Journal se imprimieron antes de la Independencia. Luego venía la exquisita iglesia First Baptist de 1775, espléndida e inigualable con el chapitel de estilo Gibbs, y los techos georgianos y las cúpulas que se ciernen sobre ella. A partir de este punto, y hacia el sur, la vecindad se vuelve mejor, floreciendo al final de todo en un maravilloso grupo de mansiones nuevas; pero, de todas formas, las viejas callejuelas llevan abajo, al precipicio del oeste, espectrales con el arcaísmo de sus múltiples buhardillas, sumiéndose en una maraña de iridiscente decadencia, en la que el viejo y sórdido barrio portuario recuerda los viejos días de comercio con las Indias Orientales, entre vicios políglotas y mugrientos y podridos muelles, y legañosas tiendas de efectos navales, con callejones, que aún sobreviven, de nombres tales como Paquete, Lingote, Oro, Plata, Moneda, Doblón, Soberano, Florín, Dólar, Cuarto y Centavo.
A veces, al hacerse mayor y más aventurero, el joven Ward se adentraba en el interior de ese remolino de casas desvencijadas, dinteles rotos, peldaños sueltos, balaustradas torcidas, rostros cetrinos y olores indescriptibles; serpenteando desde South Main a South Water, escrutando los muelles, allá donde la bahía y los sonidos de los vapores aún resuenan, regresando hacia el norte hacia ese nivel bajo, pasando los almacenes de tejados inclinados, de 1816, y la gran plaza en el gran Puente, donde el mercado de 1773 aún sigue firme sobre sus viejos arcos. En esa plaza se detenía a beber de la desconcertante belleza de la ciudad vieja, que se alza en la escarpa este, adornada con dos chapiteles georgianos y coronada por la inmensa cúpula de la Christian Science, al igual que Londres está coronada por St. Paul. Gustaba sobre todo de alcanzar este punto a última hora de la tarde, cuando el sesgado crepúsculo toca con oro el Mercado y los antiguos tejados y campanarios de la colina, y esparce magia en torno a los soñadores muelles en que los indianos de Providence solían echar el ancla. Tras echar un largo vistazo podía sentirse como mareado, con el amor de un poeta por esa visión, y luego escalar por la ladera, de vuelta a casa en la oscuridad, pasando la vieja iglesia blanca, remontando los empinados y angostos caminos donde los resplandores amarillos comienzan a parpadear en ventanas de vidriera, bajo las luces de las farolas que alumbran dobles tramos de escalera con curiosas barandillas de hierro forjado.
Otras veces, en años posteriores, buscaba los vívidos contrastes, empleando la mitad de un paseo en los desvencijados barrios coloniales al norte de su casa, donde la colina cae hasta el cerro bajo de Stamper Hill, con su gueto y su barrio negro agolpándose en torno a la plaza desde la que la diligencia de Boston solía salir antes de la Independencia, y la otra mitad la pasaba en el gracioso barrio sureño sobre las calles George, Benevolent, Power y William, donde la vieja ladera alberga intactas las finas estatuas y los tramos de muros vallados, así como empinadas sendas verdes, que tantas memorias fragantes guardan. Esos vagabundeos, unidos a los diligentes estudios que les acompañaron, contribuyeron sin duda a reunir un inmenso acervo de saber sobre lo antiguo, que terminó imponiéndose al mundo moderno en el cerebro de Ward, y es ilustrativo del terreno mental en el que cayeron, ese fatídico invierno de 1919-20, las semillas de las que brotó tan extraña y terrible cosecha.
El doctor Willett está convencido de que, hasta ese invierno cargado de malos presagios en que se produjo el primer cambio, el gusto por lo antiguo de Charles estaba libre de cualquier traza de insania. Los cementerios no le causaban especial atracción, más allá de su pintoresquismo y su valor histórico, y era por completo ajeno a cosas tales como violencia o instinto salvaje. Entonces, gradual e insidiosamente, comenzó a desarro llarse la secuela de uno de sus triunfos en el campo de la genea logía, del año anterior, cuando descubrió entre sus antepasados maternos a un hombre, sumamente longevo, llamado Joseph Curwen, que había llegado de Salem en 1692, y sobre el que corrían una serie de rumores de la naturaleza más peculiar e inquietante.
Un antepasado de Ward, Welcome Potter, se había casado en 1785 con una tal «Ann Tillinghast, hija de la señora Eliza, hija del capitán James Tillinghast», de cuya paternidad nada sabía la familia. Posteriormente, en 1918, mientras estudiaba un volumen de registros originales de la ciudad, en manuscrito, el joven genealogista encontró una entrada que informaba de un cambio legal de nombre, por el que, en 1772, una tal señorita Eliza Curwen, viuda de Joseph Curwen, decidía, junto con su hija de siete años, Ann, reasumir su nombre de soltera de Tillinghast, alegando que el nombre de su marido se había convertido en motivo de escarnio público, debido a lo que se había sabido tras su muerte y que confirma un antiguo y extendido rumor, al que una esposa leal no podía dar crédito hasta ser completamente probado, más allá de cualquier duda. Esa entrada salió a la luz por accidente, debido a la separación accidental de dos hojas que habían sido pegadas cuidadosamente y convertidas en una sola mediante una laboriosa repaginación del libro.
Charles Ward, en el acto, comprendió que había descubierto a su desconocido antepasado. El descubrimiento lo excitó doblemente, porque había oído ya vagos rumores y encontrado dispersas alusiones a este personaje, sobre quien quedaban muy pocos registros disponibles, además de lo que se hizo público sólo en tiempos modernos, casi como si hubiera una conspiración para borrar cualquier recuerdo de todo aquello. Lo que quedaba, por otra parte, era de una naturaleza tan singular y provocadora que uno no podía por menos que sentirse curioso sobre lo que aquellos escribanos coloniales estaban tan ansiosos de ocultar y olvidar; o de sospechar si no habría razones demasiado convincentes para proceder a esas eliminaciones.
Antes de eso, Ward se había contentado con dejar su interés por el viejo Joseph Curwen en un estado de letargo; pero habiendo descubierto su propia relación con ese, al parecer, «personaje silenciado», procedió a buscar, tan sistemáticamente como le fue posible, cuantos datos hubiera sobre él. En su excitada búsqueda, de hecho, llegó mucho más lejos de lo que esperaba; ya que viejas cartas, diarios y fajos de documentos, de memorias sin publicar, almacenadas en buhardillas llenas de telarañas, dieron muchos y muy esclarecedores pasajes, que sus autores no se habían molestado en destruir. Una luz importante llegó desde un punto tan lejano como es Nueva York, donde cierta correspondencia colonial con Rhode Island estaba guardada en el museo de la Taberna Fraunces. El hecho cierto y crucial, empero, y que en opinión del doctor Willett selló la suerte final de la dolencia de Ward, fue el hallazgo, en agosto de 1919, hecho tras el artesonado de la decrépita casa de Olney Court. Fue esto, fuera de toda duda, lo que abrió aquellas negras perspectivas cuyo fondo era más profundo que el de una sima.
II. UN ANTECEDENTE Y UN HORROR
1
Joseph Curwen, según revelaron las confusas leyendas que Carter había escuchado y encontrado, se trataba de un individuo desconcertante, enigmático y oscuramente horrible. Había huido de Salem a Providence —ese paraíso universal de lo extraño, lo libre y lo disidente— al comienzo de la gran caza de brujas, teniendo miedo de ser acusado por culpa de sus hábi tos solitarios y de sus extraños experimentos químicos o alquímicos. Era un desconocido personaje de unos treinta años, y pronto se cualificaría para ser ciudadano de Providence, comprando al poco un terreno, al norte del de Gregory Dexter, más o menos al pie de Olney Street. Construyó su casa en Stamper Hill, al oeste de Town Street, en lo que más tarde sería Olney Court, y en 1761 la sustituyó por una mayor, en el mismo lugar, que aún está en pie.
Lo primero extraño, acerca de Joseph Curwen, era que no parecía envejecer gran cosa. Se metió en negocios marítimos, comprando un muelle cerca de Mile-End Cove, ayudando a reconstruir el Gran Puente en 1713, y en 1723 fue uno de los fundadores de la Iglesia Congregacionista de la colina; pero siempre tuvo un aspecto, no descrito, de hombre de no más de treinta o treinta y cinco años. Según pasaban las décadas, esta singular cualidad comenzó a provocar cada vez más rumores; pero Curwen lo explicaba diciendo que procedía de antepasados saludables y practicaba una vida austera que no le provocaba desgaste. Pero la gente de la ciudad no tenía claro cómo podía conjugarse esa supuesta austeridad con las inexplicables idas y venidas del misterioso comerciante, así como con el extraño resplandor que brillaba en sus ventanas a cualquier hora de la noche; y se sentían inclinados a atribuir a otras causas su continuada juventud y su longevidad. Para muchos, estaba claro que el incesante mezclar y hervir de Curwen tenía mucho que ver en el asunto. Los rumores hablaban de las extrañas sustancias importadas de Londres y las Indias en sus buques, o compradas en Newport, Boston y Nueva York; y cuando el viejo doctor Jabez Bowen llegó de Rehoboth y abrió su botica, cruzando el Gran Puente, con un cartel de Unicornio y Mortero, hubo incesantes habladurías acerca de las drogas, ácidos y metales que el taciturno recluso compraba o encargaba sin descanso. En la presunción de que Curwen poseía una portentosa y secreta habilidad médica, muchos enfermos, de distinta posición social, acudieron a él en busca de ayuda; pero aunque él parecía alentar de forma solapada tal creencia y les daba extrañas pociones coloreadas, en respuesta a sus peticiones, se observó que apenas producían efectos beneficiosos. Al cabo, cuando ya habían pasado cincuenta años desde la llegada del extraño, sin producir más que un cambio aparente de unos cinco años en su rostro y psique, la gente comenzó a propalar rumores más oscuros y a compartir, más que a medias, ese deseo de aislamiento que él siempre había mostrado.
Cartas privadas y diarios de esa época dan cuenta, también, de una multitud de razones por las que Joseph Curwen despertaba el asombro y el miedo, y por qué fue finalmente rehuido como una plaga. Su pasión por los cementerios, en los que se le veía a todas horas y bajo toda clase de condiciones, era notoria, aunque nadie había presenciado hecho alguno del que pudieran colegirse tendencias gulescas. En la carretera de Pawtuxet había una granja, en la que normalmente residía durante el verano y donde, con frecuencia, se le veía cabalgar a las horas más peregrinas del día o la noche. Aquí sus únicos sirvientes, granjeros y porteros eran un sombrío par de ancianos indios narragansett; el marido, mudo y de rostro curiosamente marcado, y la esposa de un continente de lo más repulsivo, probablemente debido a la mezcla con sangre negra. En el cobertizo de la casa se hallaba el laboratorio en donde realizaba la mayor parte de los experimentos. Los más curiosos entre los porteadores y transportistas, que entregaban botellas, sacas o cajas en la puerta trasera, hablaban de los fantásticos matraces, crisoles, alambiques y hornos que vieron en la baja estancia, llena de estantes, y profetizaban en voz baja que el taciturno químico —lo que para ellos quería decir alquimista— encontraría a no mucho tardar la Piedra Filosofal. Los vecinos más próximos a esta granja —los Fenner, como a medio kilómetro— tenían cosas aún más extrañas que contar, acerca de ciertos sonidos que según ellos procedían de la granja de Curwen durante la noche. Había gritos, decían, y aullidos sostenidos, y no les gustaba el gran número de cabezas de ganado que se agolpaban en sus pastos, dado que no se necesitaba tanto para abastecer de comida, leche y lana a un hombre viejo y solo y a tan pocos sirvientes. La clase de ganado parecía cambiar de semana en semana, según adquiría nuevas remesas a los granjeros de Kingstown. Además, había algo maligno en cierto gran edificio de piedra, con angostas y altas troneras a modo de ventanas.
Los desocupados del puerto, asimismo, tenían mucho que decir acerca de la casa de Curwen, en Olney Court; no tanto de la mansión que construyó en 1761, cuando debía tener cerca de cien años, sino de la primera, con tejado picudo y bajo, con ático sin ventana y paredes de tablazón, cuyos maderos había tenido la particular cautela de quemar tras la demolición. Aquí había menos misterio, es cierto; pero las horas a las que se veía luces, el secreto de los dos atezados extranjeros que formaban la única servidumbre, el odioso e ininteligible balbuceo de la increíblemente vieja ama de llaves, la gran cantidad de alimento que pasaba por esa puerta, aunque sólo cuatro personas vivían allí, y la cualidad de ciertas voces oídas a menudo en sorda conversación, a las horas más intempestivas, combinado con lo que se sabía de la granja de Pawtuxet, se conjugaba para dar al lugar mala fama.
En círculos más selectos, también, la casa de Curwen era objeto de habladurías; ya que, según el recién llegado se integraba poco a poco en la iglesia y la vida comercial de la ciudad, iba haciendo, naturalmente, relaciones de la mejor clase, en cuya compañía y conversación no desentonaba, dada su educación. Se decía que era de buena cuna, que los Curwen o Corwin de Salem no necesitaban carta de presentación en Nueva Inglaterra. Se decía que Joseph Curwen había viajado mucho en su temprana juventud, viviendo durante algún tiempo en Inglaterra y habiendo realizado al menos dos viajes a Oriente; y su habla, cuando se dignaba a usarla, era la de un inglés culto e instruido. Pero, por uno u otro motivo, a Curwen no le atraía la vida social. Aunque nunca desairaba a un visitante, alzaba tal muro de reserva que pocos podían pensar en hablar con él de algo que no sonase a necio.
Parecía albergar, en sus maneras, cierta arrogancia críptica y sardónica, como si hubiera llegado a encontrar todos los asuntos humanos banales, luego de haberse codeado con entidades más poderosas y extrañas. Cuando el doctor Checkley, el famoso predicador, llegó de Boston en 1738 para convertirse en rector de King’s Church, no dudó en entrevistarse con alguien del que tanto había oído hablar; pero se marchó sin tardanza, ya que detectó en las palabras de su anfitrión una oculta vena siniestra. Charles Ward comentó a su padre, una tarde de invierno que hablaron acerca de Curwen, que había mucho que aprender en lo que el misterioso anciano le había dicho al enérgico clérigo, pero todos los diarios estaban de acuerdo en la renuencia que mostraba el doctor Checkley a la hora de repetir lo que había oído. El buen hombre quedó desagradablemente impresionado y nunca pudo recordar a Joseph Curwen sin una pérdida visible de esa alegre cortesía que tan famoso le había hecho.
Más definida, en cambio, fue la razón por la que otro hombre de clase y gusto rehuía al engreído ermitaño. En 1746, el señor John Merritt, un anciano caballero inglés de erudición científica y literaria, llegó de Newport a esa ciudad que tan rápido crecía y construyó una elegante mansión en el Neck, en lo que ahora es el corazón del mejor barrio residencial. Vivía con notable estilo y comodidad, siendo los suyos el primer carruaje y los criados de librea de la ciudad, y mostrándose de lo más orgulloso de su telescopio, su microscopio y su bien surtida biblioteca de libros ingleses y latinos. Habiendo oído hablar de que Curwen tenía la mejor biblioteca de Providence, el señor Merritt no tardó en hacerle una visita y fue recibido más cordialmente que otros visitantes. Su admiración por las abarrotadas estanterías del anfitrión, en las que, junto a clásicos griegos, latinos e ingleses, había un considerable repertorio de tratados filosóficos, matemáticos y científicos, que englobaban trabajos de Paracelso, Agrícola, Van Helmont, Sylvius, Glauber, Boyle, Boerhaave, Becher y Stahl, fue lo que movió a Curwen a insinuar la posibilidad de que visitase la granja y el laboratorio, adonde nadie había sido invitado antes; y los dos acudieron allí al punto en el carruaje del señor Merritt.
El señor Merritt siempre admitió no haber visto nada realmente horrible en la granja, aunque sostiene que los títulos de la biblioteca temática, acerca de asuntos taumatúrgicos, alquímicos y teológicos, situada por Curwen en una habitación delantera, eran suficientes para inspirarle un temor duradero. Quizá, no obstante, la expresión del rostro de su dueño, al mostrárselo, contribuyó en gran parte a esta impresión. La estrafalaria colección, junto a un conjunto de trabajos vulgares, que el señor Merritt no tuvo reparo en envidiar, reunía a casi todos los cabalistas, demonólogos y magos conocidos por el hombre; y era una isla del tesoro del saber en los dudosos territorios de la alquimia y la astrología. Los Turba Philosophorum de Hermes Trismegisto en la edición de Mesnard, el Liber Investigationis de Geber y la Llave de la Sabiduría de Artephius, estaban allí; junto con el cabalístico Zohar; la recopilación de Peter Jammy sobre Alberto Magno, el Ars Magna et Ultima de Raimundo Lulio en la edición de Zetsner, el Thesaurus Chemicus de Roger Bacon, la Clavis Alchimiae de Fludd y el De Lapide Philosophico coronándolo todo. Judíos y árabes medievales estaban representados con profusión, y el señor Merritt empalideció al coger un elegante volumen conspicuamente etiquetado como Qanoon-e-Islam y descubrir que se trataba en realidad del prohibido Necronomicón del árabe loco Abdul Alhazred*, del que había oído susurrar cosas monstruosas unos años atrás, tras descubrirse ciertos ritos indescriptibles en el extraño pueblecito de Kingsport, en la provincia de Massachusetts-Bay.
Pero lo más extraño es que aquel respetablemente caballero se sintió de lo más inquieto por un detalle simple y sin importancia. En la enorme mesa de caoba se encontraba, boca arriba, una maltratada copia de Borerlus, con multitud de anotaciones al margen e interlineaciones, obra de Curwen. El libro estaba abierto por la mitad, y un párrafo en concreto mostraba unos subrayados, hechos con pluma, tan gruesos y trémulos bajo las místicas letras góticas, que el visitante no pudo resistir la tentación de echarle un vistazo. Si fue la naturaleza de la anotación en el pasaje, o la febril pesadez de los trazos, el visitante no sabría decir; pero algo en la combinación de ambos le afectaron en forma muy negativa y singular. Lo recordó hasta el final de sus días, transcribiéndolo de memoria en su diario, y una vez intentó recitárselo a su íntimo amigo, el doctor Checkley, hasta que vio de qué forma perturbaba al educado rector. La cita rezaba:
Las Sales Esenciales de Animales pueden ser tanto preparadas como conservadas, de forma que un hombre ingenioso puede tener todo un arca de Noé en su propio estudio y extraer a placer, a partir de sus cenizas, la forma completa de un animal; y por el mismo método, de las Sales Esenciales del polvo humano, un filósofo puede, sin que medie ninguna nigromancia criminal, convocar a cualquier antepasado muerto, a partir del polvo que resta tras la incineración de su cuerpo.
Sin embargo, era cerca de los muelles, a lo largo de la parte sur de Town Street, en donde se murmuraban los peores chismes acerca de Joseph Curwen. Los marinos son gente supersticiosa, y aquellos hombres curtidos que tripulaban innumerables balandros cargados de ron, esclavos y melaza, o los rápidos buques corsarios y los grandes bergantines de los Brown, Crawford y Tillinghast, todos ellos, hacían extraños y furtivos signos supersticiosos cuando veían la delgada e inquietantemente juvenil figura de pelo rubio, ligeramente cargada de hombros, entrando en el almacén de Curwen, en la calle Doblón, o hablando con capitanes y sobrecargos en el largo muelle desde el que zarpaban sus buques sin descanso. Los mismos empleados y oficinistas de Curwen lo odiaban y temían, y todos sus marineros eran chusma mestiza de Martinica, San Eustaquio, La Habana o Port Royal. Era, en cierta forma, la frecuencia con que tales marineros eran reemplazados, lo que inspiraba la parte más aguda y tangible del miedo que se tenía al anciano. Una tripulación podía ir de permiso a la ciudad o bajar a tierra, y a alguno de sus miembros se le encargaba uno u otro recado; y, cuando se reunían de nuevo, era casi seguro que faltaba uno o dos. Como la mayoría de los recados tenían que ver con la granja de la carretera de Pawtuxet y pocos de los marineros habían sido vistos regresar de ese sitio, la cosa se recortó; así que, con el paso del tiempo, a Curwen le resultó sumamente difícil reunir sus variopintas tripulaciones. Casi invariablemente, algunos desertaban apenas conocer los rumores que corrían por los muelles de Providence, y al comerciante cada vez le suponía un problema mayor el sustituirlos.
En 1760, Joseph Curwen era virtualmente un marginado, sospechoso de vagos horrores y alianzas demoniacas que parecían aún más amenazadoras por el hecho de que no podían describirse, entenderse o siquiera demostrar su existencia. La gota que colmó el vaso pudo deberse a los soldados perdidos en 1758, ya que en marzo y abril de ese año dos regimientos reales camino de Nueva Francia fueron estacionados en Providence y se vieron diezmados en una proporción que las habituales deserciones no podían explicar. Los rumores incidían en la frecuencia con que Curwen había sido visto hablando con los forasteros casacas rojas, y, cuando algunos de ellos comenzaron a desaparecer, la gente empezó a pensar en lo que ocurría con sus marinos. Nadie sabe lo que habría podido ocurrir de no haber recibido los regimientos órdenes de marchar.
Mientras tanto, los negocios mundanos del comerciante prosperaban. Tenía el virtual monopolio del comercio, con la ciudad, de sal mineral, pimienta negra y canela, y era, de lejos, el líder respecto a los otros establecimientos de ultramarinos, excepto los de Brown, en cuanto a latonería, añil, algodón, lana, sal, aparejos, hierro, papel y manufacturas inglesas, de la clase que fueran. Tenderos como James Green, con el letrero del Elefante, en Cheapside; los Russell, con el letrero del Águila Dorada, cruzando el puente; o Clark y Nightingale, con la Sartén y el Pescado, cerca del New Coffee House, dependían casi completamente de él para conseguir géneros; y sus contratos con los destiladores locales, los dueños de vaquerías y los criadores de caballos de Narragansett, así como los fabricantes de velas de Newport, le convertían en uno de los primeros exportadores de la colonia.
Aunque condenado al ostracismo, no descuidó sus actos cívicos. Cuando ardió el Parlamento Colonial, contribuyó con generosidad a las loterías que se organizaron para financiar uno nuevo, de ladrillo —que aún se alza orgulloso en la vieja calle mayor—, que fue construido en 1761. Ese mismo año ayudó a reconstruir el Gran Puente, tras el temporal de octubre. Repuso muchos de los libros de la biblioteca pública, quemados en el incendio del Parlamento Colonial, y compró gran parte de la lotería que permitió que el lodoso Market Parade y Town Street, llena siempre de rodadas de carro, fueran cubiertos con un pavimento de grandes piedras redondas, con un paseo o calzada de ladrillo en el centro. Por aquel entonces, también, edificó la nueva casa, sencilla, aunque de primera calidad, con un pórtico que es aún todo un triunfo de los tallistas. Cuando los partidarios de Whiterfield se marcharon de la iglesia de la colina del doctor Cotton en 1743 para fundar la iglesia del diácono Snow cruzando el puente, Curwen se fue con ellos. Ahora, sin embargo, cultivaba de nuevo la piedad, como si tratase de despejar las sombras que le habían enviado al aislamiento y que pronto comenzarían a dañar su fortuna mercantil, de no tomar serias medidas.
2
La imagen de ese hombre pálido y extraño, bien entrado en la mediana edad, a juzgar por su aspecto, aunque no tendría menos de sus buenos cien años, tratando de emerger de una nube de miedo y rechazo demasiado vago para poder ser captado o analizado, resultaba a la vez patética, dramática y despreciable. Tal es el poder de la posición y los gestos superficiales que, sin embargo, se produjo un pequeño alivio en la aversión hacia él; sobre todo, después de que las rápidas desapariciones de sus marineros cesaran de golpe. Asimismo, debió comenzar a realizar sus expediciones a cementerios con extremo cuidado y secreto, ya que nunca más fue visto en esos vagabundeos; al tiempo que los rumores acerca de sonidos y movimientos extraordinarios en su granja de Pawtuxet disminuyeron considerablemente.
La cantidad de alimento consumido y ganado reemplazado se mantuvo anormalmente alta; pero hasta tiempos modernos, cuando Charles Ward examinó un fajo de registros y facturas suyas, no se le ocurrió a persona alguna —excepto quizá a un joven amargado— hacer oscuras comparaciones entre el gran número de negros de Guinea que importó hasta 1766 y el perturbadoramente pequeño número de ellos que vendió a los esclavistas del Gran Puente o los plantadores del condado de Narragansett. Desde luego, la astucia e ingenio de ese horrendo sujeto era extraordinariamente profunda, dado que la necesidad de estas cualidades para lo que estaba haciendo se le habían grabado profundamente en el carácter.
Pero, por supuesto, los efectos de todo este arrepentimiento tardío fueron por fuerza reducidos. Curwen siguió siendo evitado y rechazado, como no podía menos que causar su aire juvenil a una edad tan avanzada, y pudo ver que, al final, su fortuna iba a resentirse. Sus sofisticados estudios y experimentos, cualesquiera que fuesen, necesitaban al parecer fuertes sumas para mantenerse; y dado que un cambio de ambiente le privaría de las ventajas comerciales que había conseguido, no tenía sentido intentar comenzar en otro lugar. El sentido común exigía que encauzase sus relaciones con la gente de Providence, para que su presencia no siguiera siendo una señal para murmullos, alejamientos con cualquier excusa y una atmósfera general de incomodidad y desasosiego. Sus empleados, que ahora eran los vagos y los indigentes a los que nadie quería dar trabajo, le causaban muchos quebraderos de cabeza; y si aún tenía capitanes y oficiales, era sólo porque se las había ingeniado para tener algún tipo de poder sobre ellos: una hipoteca, una nota incómoda, o alguna información de lo más comprometedora. En algún caso, según los diarios relatan con cierto espanto, Curwen mostraba casi la capacidad de un mago a la hora de exhumar secretos de familia para usos dudosos. Durante los últimos cinco años de su vida pareció como si sólo una conversación con los muertos pudiera haberle podido proveer de alguno de los datos que tan listo tenía siempre en la punta de la lengua.
En esa época, el hábil erudito hizo un último y desesperado intento de abrirse un hueco en la comunidad. Hasta ese instante había sido un ermitaño, pero de repente decidió contraer matrimonio ventajoso, tomando por esposa a alguna dama cuya incuestionable posición pudiera hacer imposible el ostracismo de su casa. Debía tener otras razones, más profundas, para desear un enlace; razones tan lejanas a nuestra esfera cósmica que sólo documentos hallados un siglo y medio después de su muerte permitieron conjeturar el motivo; pero de todo esto nunca se podrá conocer nada con certeza. Por supuesto, sabía el horror e indignación con que iba a ser recibida cualquier petición de mano, así que buscó una candidata aceptable y sobre cuyos padres pudiera ejercer la necesaria presión. No era fácil encontrar candidatas así, tal como descubrió, ya que él tenía precisos requisitos en lo tocante a belleza, talento y posición social. Al final, su búsqueda le llevó al hogar de uno de sus mejores y más viejos capitanes, un viudo de buena cuna y posición intachable llamado Dutee Tillinghast, cuya única hija, Eliza, parecía reunir todas las ventajas, excepto la de perspectivas de futuro y dote. El capitán Tillinghast estaba totalmente bajo el poder de Curwen, y consintió, tras una terrible entrevista en su casa abovedada en la colina de Power’s Lane, en sancionar el blasfemo enlace.
Eliza Tillinghast tenía en esa época dieciocho años y se había educado tan bien como los modestos recursos de su padre lo permitían. Había ido a la escuela Stephen Jackson, frente al Court-House Parade, y había sido bien educada por su madre en todas las artes y refinamientos de la vida doméstica, antes de la muerte de esta última, de viruela, en 1757. Una muestra de éstos, realizada en 1753, a los nueve años, puede ser vista en las salas de la Sociedad Histórica de Rhode Island. Tras la muerte de su madre se ocupó de la casa, ayudada tan sólo por una vieja negra. La discusión con su padre acerca de la petición de mano de Curwen debió ser sin duda de lo más penosa, pero no hay registro escrito de todo eso. Lo cierto es que sus relaciones con el joven Ezra Weeden, segundo oficial del paquebote Enterprise, hubo de romperse, y su unión con Joseph Curwen tuvo lugar el 17 de marzo de 1763 en la iglesia baptista, en presencia de la más distinguida asamblea de ciudadanos de la que la ciudad podía alardear, siendo oficiada la ceremonia por Samuel Winsor. La Gazette menciona muy brevemente el asunto y, en la mayoría de las copias supervivientes, el artículo en cuestión ha sido cortado o arrancado. Ward encontró un ejemplar intacto, tras mucha búsqueda, en los archivos de un coleccionista privado, observando con diversión la trasnochada cortesía del lenguaje.
El pasado lunes por la tarde, el señor Joseph Curwen, comerciante de esta localidad, desposó a la señorita Eliza Tillinghast, hija del capitán Dutee Tillinghast, una joven dama de muchas prendas, además de bella mujer, lo que adornará su estado marital y perpetuará su felicidad.
La colección de cartas de Durfee-Arnold, descubierta por Charles Ward muy poco antes de dar los primeros síntomas de locura, en la colección privada de Melville St. Peters, Esquire, de Georges Street, y que cubren un periodo algo anterior, arrojan gran luz sobre el ultraje que supuso para el sentimiento público este enfermizo evento. La influencia social de Tillinghast, no obstante, no puede negarse; así que, una vez más, Joseph Curwen vio su casa frecuentada por personas a las que de ninguna otra manera habría podido obligar a cruzar su puerta. Esta aceptación no llegó a ser completa, y su esposa fue la que sufrió socialmente de su forzado enlace; pero, a todos los efectos, el muro de ostracismo al que le sometían se derrumbó. El trato que daba el extraño marido a su esposa la asombró tanto a ella como al resto de la comunidad, puesto que mostraba una extrema galantería y consideración. La nueva casa de Olney Court se hallaba completamente limpia de manifestaciones perturbadoras, y aunque Curwen se hallaba ausente muchas veces, en esa granja de Pawtuxet que su esposa nunca visitaba, éste se comportaba como un ciudadano normal, al menos más que en ninguna otra época de sus largos años de residente. Sólo una persona le guardaba abierta enemistad; el joven oficial cuyo compromiso con Eliza Tillinghast había sido roto de forma tan abrupta. Ezra Weeden había jurado en público vengarse, y aunque era de talante tranquilo y ordinariamente suave, se veía ahora preso de un sentimiento rencoroso y obstinado que no auguraba nada bueno para el usurpador.
El 17 de mayo de 1765 nació el único hijo de Curwen, Ann, y fue bautizada por el reverendo John Graves, de King’s Church, una iglesia que tanto marido como mujer habían comenzado a frecuentar al poco de su boda, a modo de compromiso entre sus respectivas adscripciones congregacionista y baptista. El registro de tal nacimiento, al igual que el de la boda que tuvo lugar dos años antes, había sido arrancado de la mayoría de las copias de los archivos de la iglesia y el municipio, y Charles Ward pudo localizarlos sólo con la mayor de las dificultades, luego de descubrir el cambio de nombre de la viuda, que fue lo que le llamó la atención, por su propio parentesco, y despertó ese febril interés que acabaría culminando en la locura. La acotación de tal nacimiento, de hecho, se encontró de una forma muy curiosa, a través de la correspondencia del lega lista doctor Graves, que se llevó un duplicado de los archivos, cuando dejó su cargo, al estallar la guerra de Independencia. Ward había buscado allí porque sabía que su antepasada Ann Tillinghast Potter había sido episcopaliana.
Poco después del nacimiento de su hija —un suceso que pareció recibir con fervor enorme, pese a su habitual frialdad—, Curwen decidió hacerse un retrato. Fue encomendado al talento de un escocés llamado Cosmo Alexander, entonces residente de Newport y más tarde famoso por ser el primer maestro de Gilbert Stuart. Se decía que lo había pintado sobre un panel de la biblioteca, en la casa de Olney Court, pero ninguno de los dos viejos diarios mencionan o dan pista alguna sobre qué sucedió luego con él. En esa época, el errático erudito mostró signos de un insólito ensimismamiento y empleó todo el tiempo posible en su granja de la carretera de Pawtuxet. Parecía estar, según se leía, en un estado de mal contenida espera o excitación, como si aguardase un suceso fenomenal, o se hallase al borde de algún extraño descubrimiento. La química, o la alquimia, parecían tener mucho que ver en el asunto, ya que se llevó a la granja casi todos los volúmenes relacionados con estas materias.
Su interés por los asuntos cívicos no había disminuido y no perdió la ocasión de ayudar a líderes como Stephen Hopkins, Joseph Brown y Benjamín West en sus esfuerzos por hacer subir el tono cultural de la ciudad, que se hallaba entonces muy por debajo del nivel de Newport, en lo tocante al mecenazgo de las artes liberales. Había ayudado a Daniel Jenckes a fundar su biblioteca en 1763, y a partir de ese momento fue su mejor cliente, haciendo extensiva su ayuda a la combativa Gazette, que aparecía cada miércoles en el local con el letrero de la cabeza de Shakespeare. En política apoyó sin reservas al gobernador Hopkins contra el partido de Ward, que tenía su mayor fuerza en Newport, y su discurso, realmente elocuente, en Hacher’s Hall en 1765 contra la creación de North Providence como ciudad segregada, que proponía el partido de Ward, hizo más que cualquier otra cosa para disipar los prejuicios que existían en contra suya. Pero Erza Weeden, que lo espiaba de cerca, sonreía cínicamente ante tanta actividad pública y no se recataba de afirmar abiertamente que todo aquello no era más que una fachada, tras la que se ocultaba algún indescriptible negocio con los más negros abismos del Tártaro. El vengativo joven comenzó una sistemática investigación acerca del hombre y sus asuntos cada vez que estaba en puerto, empleando horas de la noche en rondar por los muelles, siempre presto al ver las luces en los almacenes de Curwen, y siguiendo su pequeño bote cuando a veces surcaba sigilosamente la bahía. También mantenía una vigilancia lo más estrecha posible sobre la granja de Pawtuxet, y una vez sufrió graves mordeduras cuando la pareja de viejos indios azuzó a sus perros contra él.
3
En 1766 tuvo lugar el último cambio en Joseph Curwen. Fue muy repentino y tuvo una amplia repercusión entre sus curiosos conciudadanos, ya que el aire de espera y expectación se desplomó como una capa vieja, dando paso a una mal escondida exaltación de triunfo total. Curwen parecía ser casi incapaz de alardear en público de lo que había descubierto o aprendido o realizado; pero, al parecer, la necesidad del secreto era aún mayor que los deseos de mostrar su regocijo, puesto que nunca dio explicaciones de nada. Fue después de esa transición, que parece tuvo lugar a comienzos de julio, cuando el siniestro erudito comenzó a asombrar a la gente con datos que sólo sus antepasados muertos podían haberle suministrado.
Pero la febril actividad secreta de Curwen no cesó con tal cambio. Antes al contrario, tendió a hacerse aún mayor, por lo que, cada vez más, dejaba sus negocios navieros en manos de los capitanes, que estaban ahora atados a él por lazos de miedo tan poderosos como lo fueran los del temor a la bancarrota. También abandonó el tráfico de esclavos, alegando que sus beneficios eran cada vez menores. Pasaba cuanto tiempo podía en la granja de Pawtuxet, aunque había rumores aquí y allá de su presencia en lugares que, aunque ya no eran cementerios, te nían tal conexión con ellos que la gente prudente se preguntó hasta qué punto era real el cambio de hábitos del viejo comerciante. Ezra Weeden, aunque sus periodos de espionaje eran necesariamente cortos e intermitentes, debido a sus viajes marítimos, tenía una vengativa tenacidad de la que la mayoría de los prácticos ciudadanos y granjeros carecían, y sometía los negocios de Curwen a un espionaje más cerrado que nunca.
Muchas de las curiosas maniobras de los buques del extraño comerciante se habían achacado a lo inquieto de la época, cuando todos los colonos parecían dispuestos a resistirse a las disposiciones del Acta del Azúcar, que obstaculizaban el desarrollo del comercio. El contrabando y la evasión eran la regla en la bahía Narragansett, y los desembarcos nocturnos de alijos eran algo habitual. Pero Weeden, que seguía noche tras noche a las barcazas y pequeños balandros que zarpaban de los almacenes de Curwen, en los muelles de Town Street, enseguida se convenció de que no eran sólo los buques de Su Majestad Británica a los que el siniestro merodeador estaba ansioso de evitar. Hasta 1766, esos buques tenían como carga principal a los negros, que eran llevados abajo, cruzando la bahía, para desembarcar en algún punto indeterminado de la orilla, al norte de Pawtuxet; siendo luego conducidos arriba, por los acantilados, y campo traviesa hasta la granja de Curwen, donde eran encerrados en ese enorme depósito de piedra que tenía sólo angostas troneras por ventanas. Tras ese cambio, no obstante, todo el programa se alteró. La importación de esclavos cesó de golpe y, durante algún tiempo, Curwen abandonó sus singladuras nocturnas. Luego, hacia la primavera de 1767, adoptó una táctica nueva. Otra vez las barcazas zarparon desde los negros y silenciosos embarcaderos, en esta ocasión bajando por la bahía hasta quizá tan lejos como Namquit Point, donde se reunían y recibían carga de extraños buques, de tamaño considerable y toda clase de formas. Los marineros de Curwen depositaban esa carga en el punto habitual de la playa, y lo llevaban por tierra hasta la granja, encerrándola en el mismo y críptico edificio de piedra que antes albergara a los negros. La carga consistía casi completamente en cajas y cajones, de los que muchos eran ovalados y pesados, y de una forma inquietantemente parecida a la de los ataúdes.
Weeden espiaba la granja con una asiduidad infatigable, visitándola cada noche durante largo tiempo y no dejando apenas pasar una semana sin echarle un vistazo, excepto cuando el suelo se cubría de nieve, que le hubiera delatado por sus pisadas. Aun entonces, se acercaba a menudo tanto como fuera posible, a través de la carretera o por el hielo del vecino río, para buscar las huellas que hubieran podido dejar otros. Como su vigilancia se veía interrumpida por su profesión naval, contrató a un amigo de la taberna, de nombre Eleazar Smith, para continuar la vigilancia en su ausencia, y entre los dos podrían haber contado algunas cosas verdaderamente extraordinarias. Si no lo hicieron, fue simplemente porque sabían que los efectos de esto hubieran sido levantar la presa, haciendo imposible futuros progresos. De hecho, deseaban saber algo más definido antes de entrar en acción. Ward se lamentó mucho, delante de sus padres, de que Weeden hubiera quemado más tarde sus notas. Todo cuanto pudo decir de sus descubrimientos es lo que Eleazar Smith anotó en su diario, nada coherente, y lo que otros redactores de diarios y epistolistas repitieron tímidamente sobre lo que al final del caso se contó; y según esto, la granja era sólo el caparazón exterior de alguna inmensa y estremecedora amenaza, de un alcance y profundidad demasiado desconcertantes e intangibles para permitir otra cosa que una brumosa comprensión.
Se supone que Weeden y Smith llegaron pronto a la conclusión de que bajo la granja había una gran extensión de túneles y catacumbas, habitadas, además de por el viejo indio y su mujer, por un número muy considerable de personas. La casa era una vieja reliquia de tejado picudo, de mitades del siglo XVII, con una chimenea inmensa y ventanas con cristales romboidales, siendo el laboratorio un añadido al ala norte, donde el techo bajaba casi hasta el suelo. Este edificio no tenía adjunto ningún otro; aunque, a juzgar por las diferentes voces que se oían a las horas más intempestivas en su interior, debía haber sido accesible a través de pasajes secretos subterráneos. Esas voces, antes de 1766, eran simples murmullos y susurros de negros, así como gritos frenéticos, superpuestos a curiosos cánticos e invocaciones. Después de esa fecha, sin embargo, se convirtieron en algo muy singular y terrible, cuando se ampliaron con zumbidos de turbio asentimiento y estallidos de frenético pánico o furia, borborismos de conversación, quejidos de súplica, jadeos de rabia y gritos de protesta. Parecían ser en diferentes lenguajes, todos conocidos por Curwen, cuyos roncos acentos tenían frecuentemente matices de réplica, censura o amenaza. A veces parecía haber varias personas en la casa; Curwen, algunos prisioneros y los guardias de estos presos. Había voces de una clase que ni Weeden ni Smith habían oído nunca antes, pese a su amplio conocimiento de lugares extranjeros, y a muchos de ellos no les podían asignar una nacionalidad definida. La naturaleza de la conversación parecía ser siempre de interrogatorio, como si Curwen estuviera arrancando algún tipo de información a prisioneros aterrorizados o rebeldes.
Weeden tenía muchos informes textuales de fragmentos sueltos en sus notas, en inglés, francés y español, idioma que él conocía y que se usaban con frecuencia; pero nada de todo eso ha sobrevivido. No obstante, comentó que, junto a unos pocos diálogos propios de gules, en los que se trataban pasados asuntos de las familias de Providence, casi todas las preguntas y respuestas que pudo captar eran sobre temas históricos o científicos, en ocasiones tocantes a lugares y fechas muy remotas. Una vez, por ejemplo, una figura alternativamente rabiosa y sombría fue interrogada, en francés, sobre la masacre realizada por el príncipe Negro en Limoges en 1370, como si hubiera algún oculto motivo que el otro debiera conocer. Curwen le preguntó al prisionero —si es que de veras era tal— si la orden de la matanza fue dada por culpa del Signo de la Cabra, hallado en la antigua cripta romana bajo la catedral, o porque el Hombre Oscuro de la Cueva de la Alta Viena había pronunciado las tres palabras. No habiendo encontrado respuestas, al parecer, el inquisidor recurrió a métodos extremos, ya que hubo un grito aterrador, seguido de silencio y murmullos, y el sonido de un cuerpo al desplomarse.
Ninguno de estos diálogos tuvo testigos presenciales, dado que las ventanas estaban cubiertas siempre con pesados cortinajes. Una vez, empero, durante una conversación en lengua desconocida, se vio, contra la cortina, una sombra que sobresaltó de forma extraordinaria a Weed en, recordándole una de las marionetas que había visto en 1764 en Hacher’s Hall, donde un hombre de Germantown, Pensilvania, había dado un habilidoso espectáculo mecánico titulado «Estampas de la Famosa Ciudad de Jerusalén, en la que se representan Jerusalén, el Templo de Salomón, Su Trono Real, las Famosas Torres y Colinas, así como el Sufrimiento de Nuestro Salvador, del Jardín de Gethsemaní a la Cruz en la Colina del Gólgota; una Artística Pieza de Estatuaria, Digna de ser Vista por los Curiosos». Fue en esa ocasión cuando el oyente, que había reptado hasta la ventana de la habitación frontal, en donde tenía lugar la conversación, se llevó un susto al despertar a la pareja de viejos indios, que le echaron los perros. Luego de eso no se escucharon más conversaciones en la casa, y Weeden y Smith llegaron a la conclusión de que Curwen había trasladado su centro de operaciones a alguna habitación subterránea.
Que tales estancias existían de veras, quedaba patente por multitud de motivos. Gritos débiles e inconfundibles gemidos surgían a veces de lo que parecía ser sólida tierra, en lugares alejados de cualquier estructura; al tiempo que, perdido entre los arbustos a lo largo de la orilla del río, en la parte trasera, donde el terreno alto bajaba abruptamente hacia el valle del Pawtuxet, se encontró una curvada puerta de roble, encastrada en un marco de pesada albañilería, que era obviamente el acceso a cavernas bajo la colina. Cuándo o cómo se construyeron tales catacumbas, no lo pudo decir Weeden, pero a menudo apuntaba a cuán fácil podría deberse a grupos de trabajadores, que habrían entrado por el río sin ser vistos. ¡Joseph Curwen sacaba rentabilidad a sus marineros mestizos! Durante las grandes lluvias de la primavera de 1769, los dos observadores no quitaron ojo de la empinada ribera, por si acaso alguno de los secretos subterráneos quedaba al aire, y se vieron recompensados con el descubrimiento de numerosos huesos humanos y animales allí donde la lluvia excavó profundas cárcavas en las orillas. Naturalmente, podía haber multitud de explicaciones para algo así en un lugar que estaba en la parte trasera de una granja y donde los viejos cementerios indios eran comunes, pero Weeden y Smith sacaron sus propias conclusiones.
Fue en enero de 1770, mientras Weeden y Smith aún discutían en vano sobre qué hacer o pensar respecto a ese desconcertante asunto, cuando tuvo lugar el asunto del Fortaleza. Exasperado por el incendio del buque fiscal Lyberty en Newport durante el verano anterior, la flota aduanera del almirante Wallace había estrechado su vigilancia sobre los buques extraños; y en esta ocasión, la Cynet, goleta armada de Su Majestad al mando del capitán Charles Leslie, capturó, tras una breve persecución, al Fortaleza, de Barcelona, al mando del capitán Manuel Arruga, que procedente, según su diario, del Gran Cairo, Egipto, se dirigía a Providence. Cuando registraron el barco en busca de contrabando, quedó patente el asombroso hecho de que su carga consistía exclusivamente en momias egipcias, enviadas a «Sailor A. B. C.», que debía acudir a recogerlas en una gabarra a la boca de Namquit Point, y cuya identidad el capitán se vio obligado, por su honor, a guardar en el anonimato. El tribunal del Vicealmirante, en Newport, ante el dilema de que, por una parte, la carga no era contrabando, y, por otra, había entrado ilegalmente, aceptó la recomendación del Recaudador Robinson de dejarlos en libertad, aunque con la prohibición de atracar en aguas de Rhode Island. Más tarde, hubo rumores de que la habían visto en el puerto de Boston, pero nunca entró abiertamente allí.
Este extraordinario incidente tuvo amplia repercusión en Providence, sin duda alguna, y no hubo muchos que dudasen de la conexión entre esa carga de momias y el siniestro Joseph Curwen. Sus exóticos estudios y sus curiosas importaciones químicas eran un asunto de dominio público, y no se necesitaba demasiada imaginación para implicarlo en una monstruosa importación que no era concebible que hubiera sido destinada a nadie más en la ciudad. Como percatándose de tal creencia, Curwen se las ingenió para hablar casualmente, en ciertas ocasiones, del valor químico del bálsamo de las momias, pensando quizá que podría convertir el asunto en algo menos antinatural, aunque deteniéndose siempre antes de admitir que tenía que ver algo con el tema. Weeden y Smith, por supuesto, no tuvieron duda alguna sobre lo que significaba aquello y acariciaron las más estrafalarias teorías acerca de Curwen y su monstruosa labor.
La primavera siguiente, como la del año anterior, hubo grandes lluvias, y los observadores sometieron a estrecha vigilancia la ribera que había tras la granja de Curwen. Grandes secciones fueron arrastradas, y cierto número de huesos quedó al descubierto, aunque no lograron ningún atisbo de túnel o estancia subterránea. Algo se rumoreó, no obstante, en el pueblo de Pawtuxet, a algo más de un kilómetro río abajo, donde este formaba cascada sobre una terraza rocosa, para desembocar en la plácida enseñada interior. Allí, donde las pintorescas casitas viejas suben por la colina hacia el rústico puente y los queches anclan a su somnoliento embarcadero, hubo vagos rumores sobre cosas que flotaban río abajo y eran visibles por un minuto antes de caer por las cascadas. Por supuesto que el Pawtuxet es un río largo, que fluye a través de muchas regiones pobladas, abundantes en cementerios, y que las lluvias de primavera habían sido verdaderamente torrenciales; pero a los pescadores del puente no les gustó la forma salvaje en que una de las cosas los miró mientras el agua las arrastraba, o cómo otra medio gritó, aunque sus características se alejaban sobremanera de la de las cosas que normalmente gritan. El rumor hizo que Smith —ya que Weeden estaba entonces embarcado— corriera hacia la orilla, tras la granja, donde seguramente debía haber evidencias de una gran excavación. Pero no había ningún resto en aquella margen empinada, ya que la avalancha en miniatura había dejado detrás de él un sólido muro de tierra y arbustos desarraigados. Smith intentó cavar un poco, pero tuvo que desistir debido al curso de los sucesos... o quizá por temor a posibles acontecimientos. Es interesante especular sobre lo que el tenaz y vengativo Weeden hubiera hecho de estar en tierra entonces.
4
En otoño de 1770, Weeden decidió que ya era hora de contar a otros sus descubrimientos; porque había un gran número de cabos que atar, así como un segundo testigo que podía rebatir la posible acusación de que los celos y el afán de venganza habían alimentado su imaginación. El primer confidente que eligió fue el capitán James Mathewson, del Enterprise, que lo conocía lo bastante como para no dudar de su veracidad, además de tener suficiente influencia en la ciudad como para ser escuchado con respeto. La conversación tuvo lugar en una habitación, en la parte de arriba de la taberna de Sabin, cerca de los muelles, con Smith presente para corroborar cualquier extremo, y resultó patente que el capitán Mathewson quedó de lo más impresionado. Como casi cualquier otro en la ciudad, tenía negras sospechas acerca de Joseph Curwen, por lo que necesitaba sólo una confirmación y ampliación de los datos para convencerse por completo. Al final de la conferencia, su semblante era grave y exigió a los dos jóvenes un silencio absoluto. Él, dijo, transmitiría la información, por separado, a una decena de los más cultos y prominentes ciudadanos de Providence, averiguando su parecer y siguiendo cualquier consejo que quisieran darle. Sin duda, el secreto era de todo punto esencial, ya que no era cuestión de que los alguaciles del municipio o la milicia tomasen cartas en el asunto; y, sobre todo, había que mantener a la excitable multitud en la ignorancia, para evitar una repetición de aquel espantoso pánico que azotó a Salem hacía menos de un siglo, y que era lo que había hecho huir a Curwen.
Había que hablar, creía, con el doctor Benjamín West, cuyo opúsculo sobre el último tránsito de Venus probaba que era un erudito y un agudo pensador; el reverendo James Manning, presidente de la Universidad, que acababa de reemplazar a Warren y se albergaba temporalmente en el nuevo rectorado de King Street, esperando que acabasen su casa en la colina, sobre Presbiterian-Lane; el ex gobernador Stephen Hopkins, que había sido miembro de la sociedad filosófica de Newport y que era hombre de amplias miras; John Carter, editor de la Gazette; los cuatro hermanos Brown, John, Joseph, Nicholas y Moses, que eran conocidos magnates locales, y, de entre los cuales, Joseph era científico aficionado en sus ratos libres; el viejo doctor Jabez Bowen, cuya erudición era considerable, además de poseer conocimiento de primera mano acerca de las extrañas compras de Curwen, y el capitán Abraham Whipple, un corsario de fenomenal audacia y energía, con el que podía contarse para capitanear cualquier medida directa que fuese necesaria. Tales hombres, de aceptar, podían reunirse en un consejo de emergencia y sobre ellos recaería la responsabilidad de informar o no al gobernador de la colonia, Joseph Wanton, en Newport, antes de entrar en acción.
La misión del capitán Mathewson fue un éxito más allá de todo lo esperado, ya que, aunque uno o dos de los elegidos se mostraron algo escépticos sobre el posible lado fantasmal de la historia de Weeden, no hubo ninguno que no pensase que no era necesario llevar a cabo algún tipo de acción secreta y coordinada. Estaba claro que Curwen era una amenaza vaga y potencial para el bienestar de la ciudad y la colonia, y debía ser eliminado a toda costa. En diciembre de 1770, un grupo de eminentes ciudadanos se reunión en casa de Stephen Hopkins y discutió las medidas a tomar. Las notas de Weeden, que había entregado al capitán Mathewson, fueron leídas cuidadosamente, y tanto a él como a Smith se les pidió que dieran ulteriores detalles. Todo el grupo quedó en un estado muy parecido al de temor tras la reunión, aunque unida a ese miedo se hallaba la hosca determinación que el capitán Whipple, con su mundanidad fanfarrona y resonante, fue el que mejor la expresó. No debían recurrir al gobernador, ya que tenían que tomar medidas que iban más allá de un procedimiento legal. Con los ocultos poderes, de indeterminado alcance, de los que disponía Curwen, no era éste un hombre al que se le pudiera conminar, por las buenas, a abandonar la ciudad. Podían producirse indescriptibles represalias, y aún si la siniestra criatura aceptase la expulsión, eso no haría sino pasar la sucia carga de un lugar a otro. Era una época sin ley, y los hombres que habían burlado durante años a los aduaneros del rey no eran de la clase de los que retrocedían cuando se necesitaba su intervención. Había que sorprender a Curwen en su granja de Pawtuxet, con un gran grupo incursor de corsarios, y permitirle una oportunidad de explicarse. Si se veía que era un loco que se divertía con gritos e imaginarias conversaciones a varias voces, lo que había que hacer era encerrarlo. Si surgía algo más grave, debía perecer con todo lo suyo. Había que hacerlo discretamente, y ni siquiera la viuda o el padre de ésta necesitaban enterarse de cómo había sucedido.
Mientras se discutían estas drásticas medidas, tuvo lugar en la ciudad un incidente tan terrible e inexplicable que, en poco tiempo, fue la comidilla en muchos kilómetros a la redonda. En medio de una noche de enero, iluminada por la luna y con mucha nieve, resonó sobre el río y la colina una estremecedora serie de gritos que hizo asomarse a los durmientes a todas las ventanas, mientras la gente de la zona de Weybosset Point veía a un gran ser blanco que avanzaba frenéticamente a lo largo del mal iluminado espacio frente a la posada de La Cabeza del Turco. Hubo un ladrar de perros en la distancia, pero esto quedó en segundo plano cuando el clamor de los despertados se hizo audible. Partidas de hombres con linternas y mosquetes corrieron a ver qué sucedía, pero no encontraron nada. A la mañana siguiente, no obstante, apareció un cuerpo gigante y musculoso, completamente desnudo, entre los montones de trozos de hielo, en los amarraderos al sur del Gran Puente, donde el Muelle Largo se continúa pasando a la destilería de Abbott, y la identidad del ser se convirtió en tema de interminables especulaciones y murmuraciones. No eran tanto los jóvenes como los viejos quienes susurraban, ya que sólo en los ancianos esa faz rígida, con ojos desorbitados por el horror, tensaba las cuerdas de la memoria. Ellos, estremecidos como estaban, cambiaban furtivos susurros de asombro y miedo, ya que esas rígidas y odiosas facciones se parecían tanto que casi podían pertenecer... a cierto hombre muerto hacía sus buenos cincuenta años.
Ezra Weeden estaba presente en el momento del descubrimiento, y, recordando los aullidos de la noche anterior, anduvo a lo largo de Weybosset Street y cruzó el Puente Muddy Dock, que era por donde había sonado el ruido. Albergaba una curiosa esperanza, y no se sorprendió cuando, al llegar al límite del distrito habitado, donde la calle desemboca en la carretera de Pawtuxet, encontró unas huellas sumamente curiosas en la nieve. El gigante desnudo había sido perseguido por perros y algunos hombres con botas, y era fácil seguir las huellas de regreso de sabuesos y amos. Habían renunciado a la cacería al llegar demasiado cerca de la ciudad. Weeden sonrió sombríamente y, grosso modo, fue siguiendo las pisadas hasta su fuente. Se trataba de la granja de Joseph Curwen, en Pawtuxet, tal como ya sabía que iba a ser, y podría haber deducido mucho más de no estar el patio tan pisoteado. Sin embargo, no se atrevió a parecer demasiado interesado a plena luz del día. El doctor Bowen, a quien Weeden fue enseguida a entregar su informe, realizó la autopsia del extraño cadáver, y descubrió particularidades que le desconcertaron completamente. El tracto digestivo del gigante parecía no haber sido usado nunca, mientras que la piel mostraba una tosquedad y una textura laxa imposible de describir. Impresionado por lo que los ancianos murmuraban acerca del parecido de ese cuerpo con el herrero Daniel Green, muerto mucho tiempo atrás, y cuyo tataranieto Aaron Hoppin era sobrecargo al servicio de Curwen, Weeden estuvo haciendo preguntas casuales hasta descubrir dónde había sido enterrado Green. Esa noche, una partida de diez hombres visitó el viejo Cementerio Norte, frente a Herrenden’s Lane, y abrieron una tumba. Descubrieron que estaba vacía, tal y como habían esperado.
Mientras tanto, se habían tomado medidas con los correos montados para interceptar la correspondencia de Joseph Curwen, y poco después del incidente del cuerpo desnudo se encontró una carta de un tal Jedediah Orne, de Salem, que hizo reflexionar mucho al grupo de conjurados. Una parte de ésta, copiada y conservada en los archivos de la familia Smith, donde los encontró Charles Ward, dice lo siguiente:
Me place que continúe en el estudio de las viejas artes a vuestro modo, y no creo que el señor Hutchinson, de la ciudad de Salem, pudiera hacerlo mejor. En verdad, no había sino espanto en aquello a lo que Hutchinson hizo levantar a partir de lo que sólo pudo conseguir en parte. No pude conseguir nada de lo que usted me envió, quizá debido a que faltaba una parte o a que no pronuncié bien las palabras, o a que usted no las copió bien. Hallándome solo, me encuentro perdido. No tengo sus dotes de químico para seguir a Borellus, y me veo confundido ante el VII libro del Necronomicón, que usted me recomendó. Pero quiero pedirle que tenga en consideración aquello que se dijo acerca de ser cuidadoso con lo que se convoca, ya que usted es consciente de lo que Mather escribió en su Magnalia... y puede juzgar cuán horrorosos seres, en verdad, describe. Se lo digo de nuevo, no convoque a nada que no pueda dominar; esto es, nada que pueda a su vez invocar contra usted algo contra lo que sus artes más poderosas sean inútiles. Pregunte a los Menores, no sea que los Mayores no quieran responder y puedan más que usted. Me espanté cuando leí que sabía lo que Ben Zariatnatmik puso en su caja de ébano, ya que soy consciente de quién debió decírselo a usted. Y de nuevo le recuerdo que me escriba a nombre de Jedediah y no Simón. En esta comunidad un hombre no puede vivir largo tiempo, y usted sabe de mi plan, por el que regresé haciéndome pasar por mi hijo Simón. Anhelo que me informe sobre lo que el Hombre Negro aprendió de Sylvanus Cocidius en su cripta, bajo los muros de Roma, y le quedaré agradecido de que me envíe el manuscrito del que tanto me habla.
Otra carta sin firmar, procedente de Filadelfia, provocó iguales conclusiones, sobre todo debido al siguiente pasaje.
Haré como dice, de sólo mandarle informes mediante sus buques, aunque no siempre sé cuándo esperarlos. En el asunto del que hablamos, sólo le pido una cosa más, pero quisiera estar seguro de que sé exactamente lo que desea. Según me dice, no debe perderse parte alguna para conseguir un efecto depurado; pero usted sabe cuán difícil es eso. Me parece tan arduo y azaroso sacar toda la caja, y de la ciudad (esto es, de los cementerios de St. Peter, St. Paul, St. Mary o Christ Church), que apenas creo que pueda hacerse. Pero bien sé las imperfecciones que tenía uno que levanté el pasado octubre, y cuántos especímenes vivientes me he visto obligado a emplear antes de dar con el método correcto en 1766, así que acataré cuanto me diga. Estoy impaciente por ver llegar a su bergantín y pregunto todos los días en el muelle del señor Biddle.
Una tercera carta, no menos sospechosa, estaba en un idioma desconocido; incluso el alfabeto lo era. En el diario de Smith, descubierto por Charles Ward, hay torpemente reproducidos una combinación múltiple de caracteres, y los expertos de la Brown University han dictaminado que se trata de alfabeto amarico o abisinio, aunque no reconocen las palabras. Ninguna de esas epístolas llegaron nunca a Curwen, aunque el hecho de que Jedediah Orne desapareciera poco después de Salem demuestra que los hombres de Providence dieron algunos pasos en tal sentido. La Sociedad Histórica de Providence tiene también algunas curiosas cartas, recibidas por el doctor Shippen, donde se le comenta acerca de la presencia de un desagradable individuo en Filadelfia. Pero los pasos más decisivos estaban aún por tomar, y es a esa asamblea —formada por marinos jurados y probos, así como por viejos y valientes corsarios—, reunida en el almacén de Brown, a la que debemos mirar como responsable de las acciones tomadas a raíz de los descubrimientos de Weeden. Lenta y firmemente fue cuajando un plan de acción que no dejaría rastro alguno de los nocivos misterios de Joseph Curwen.
Curwen, a pesar de todas las precauciones tomadas, parece ser que presentía algo, ya que solía mostrar un aspecto de insólita preocupación. Su carruaje era visible a cualquier hora, tanto en la ciudad como en la carretera de Pawtuxet, y él mismo fue abandonando poco a poco el aire de forzada cordialidad que en los últimos tiempos había adoptado para aplacar los prejuicios de la ciudad. Los vecinos más próximos a su granja, los Fenner, descubrieron una noche un gran haz de luz que subía al cielo desde alguna abertura en el techo de ese críptico edificio de piedra con ventanas altas y excesivamente estrechas; algo que comunicaron con rapidez a John Brown, de Providence. El señor Brown se había convertido en el jefe efectivo del selecto grupo empeñado en la erradicación de Curwen y había informado a los Fenner de que se iba a llevar a cabo una acción. Esto se creyó necesario porque no era posible que no presenciaran la incursión final, y Brown se lo justificó aduciendo que Curwen era un probado espía de los aduaneros de Newport, contra los que cada armador, mercader y granjero estaba abierta y clandestinamente en contra. Si los vecinos, que tantas cosas extrañas habían visto, se lo creyeron o no, es algo que no se sabe; pero, de todas formas, los Fenner estaban dispuestos a admitir cualquier maldad de un hombre de tan extraños hábitos. El señor Brown les había encomendado la misión de observar la granja de Curwen y de informar al punto sobre cualquier incidente que tuviera lugar.
5
La probabilidad de que Curwen estuviera alerta e intentase algo inaudito, como sugería el extraño haz de luz, desencadenó a la postre la acción tan cuidadosamente preparada por la banda de probos ciudadanos. Según el diario de Smith, una compañía de unos cien hombres se reunió a las diez de la noche, el viernes 12 de abril de 1771, en la gran sala de la taberna de Thurston, la del cartel del León Dorado, en Weybosset Point, cruzando el puente. En el grupo rector de hombres prominentes, además del jefe John Brown, se hallaban allí el doctor Bowen con su maletín quirúrgico, el presidente Manning sin la gran peluca (la mayor de todas las colonias) por la que era conocido; el gobernador Hopkins, ataviado con una capa oscura y en compañía de su hermano el marino Esek, que se les había unido en el último momento con el consentimiento de los demás; John Carter, el capitán Mathewson y el capitán Whipple, que era el que conducía el grupo de incursión. Esos jefes conferenciaron a solas en una estancia trasera; luego, el capitán Whipple salió a la gran sala y dio a los marinos congregados sus últimas consignas e instrucciones. Eleazar Smith estuvo con los jefes cuando se sentaron en la sala zaguera, esperando la llegada de Ezra Weeden, cuya obligación era seguir a Curwen e informar de la partida de su carruaje hacia la granja.
Hacia las diez y media, se oyó un pesado retumbar en el Gran Puente, seguido del sonido de un carruaje en la calle, y a esas horas no hacía falta esperar a que llegase Weeden para saber que el condenado había salido para lo que sería su última noche de impía hechicería. Un instante más tarde, mientras el coche traqueteaba débilmente, alejándose, sobre el Puente Muddy Dock, apareció Weeden y los invasores formaron silenciosamente en orden militar en la calle, echándose al hombro los mosquetes, las escopetas y los arpones de ballenero. Weeden y Smith estaban en el grupo y, de los que habían deliberado, también estaban allí el capitán Whipple, que era el jefe; el capitán Esek Hopkins, John Carter, el presidente Manning, el capitán Mathewson y el doctor Bowen, además de Moses Browen, que había llegado a las once y se había perdido la sesión preliminar de la taberna. Todos esos distinguidos ciudadanos y sus cien marineros emprendieron sin demora la larga marcha, hoscos y un poco aprensivos al dejar atrás el Muddy Dock y remontar la suave cuesta de la Calle Mayor rumbo a la carretera de Pawtuxet. Al pasar junto a la iglesia de Eder Snow alguno de los hombres se volvieron para echar una última ojeada a Providence, que se desplegaba a sus ojos bajo las primeras estrellas de primavera. Chapiteles y buhardillas se alzaban oscuras y perfiladas, y las brisas salinas soplaban débilmente de la cala al norte del Puente. Vega se alzaba sobre la gran colina más allá del agua, y la cresta de árboles se rompía con los tejados del inacabado edificio de la Universidad. Al pie de esa colina, a lo largo de las estrechas sendas que subían por ese lado, dormía la ciudad vieja; la vieja Providence, de cuya seguridad y cordura iban a extirpar tal colosal y monstruosa blasfemia.
Los invasores llegaron una hora y cuarto más tarde, tal como habían previsto, a la granja de Fenner, donde escucharon un informe final acerca de la víctima señalada. Había llegado a la granja hacía como media hora y, poco después, se había proyectado la extraña luz hacia el cielo, aunque no había luces en ninguna de las ventanas visibles. Siempre sucedía así. Mientras les informaban, otro gran resplandor se alzó hacia el sur, y el grupo comprendió que, en efecto, habían llegado a un lugar de espantosos y antinaturales prodigios. El capitán Whipple ordenó entonces a su fuerza dividirse en tres grupos; uno de veinte hombres que, guiado por Eleazar Smith, iría al atracadero a guardar la orilla contra posibles refuerzos a su enemigo, atraídos por algún mensajero desesperado; un segundo grupo, de otros veinte, al mando del capitán Esek Hopkins, se introduciría en el valle del río tras la granja de Curwen y destruiría mediante hachas o pólvora la puerta de roble de la orilla alta y escarpada; el tercer grupo entraría en la casa y edificios adyacentes. De éstos, un tercio, guiado por el capitán Mathewson, iría al críptico y pétreo edificio de ventanas altas y estrechas, otro tercio seguiría al mismísimo capitán Whipple a la casa principal y el resto formaría un círculo en torno a todo el conjunto de edificios hasta recibir una señal de fin de emergencia.
El grupo del río debía derribar la puerta de la colina al oír un toque de silbato, después había de aguardar, capturando a cualquiera que pudiera salir de las profundidades. Al oír dos toques de silbato, avanzaría a través de la abertura para enfrentarse al enemigo o unirse al resto de invasores. El grupo del edificio de piedra debía acatar las señales de igual manera, forzando la entrada al primer toque y, al segundo, descendiendo por cualquier pasadizo que pudieran descubrir para unirse al combate general o local que, se esperaba, habría de tener lugar en el interior de las cuevas. Una tercera señal de tres toques de emergencia convocaría a la reserva desde su labor de guardia, sus veinte hombres divididos a partes iguales, para entrar en las desconocidas profundidades a través de la casa y el edificio de piedra. El capitán Whipple estaba convencido de la existencia de catacumbas y no tuvo otras alternativas en consideración a la hora de hacer sus planes. Tenía consigo un silbato de gran alcance y estridencia, y no tenía miedo de que no se oyesen o malentendiesen sus señales. La reserva final en el atracadero estaba fuera del alcance del silbato, por supuesto, así que se enviaría un mensajero en caso de que se necesitase su ayuda. Moses Brown y John Carter fueron con el capitán Hopkins a la ribera, mientras que el presidente Manning acompañó al capitán Mathewson al edificio de piedra. El doctor Bowen, con Erza Weeden, se quedó con el grupo del capitán Whipple, encargado de asaltar la propia casa. El ataque comenzaría tan pronto como un mensajero del capitán Hopkins llegase al capitán Whipple y le comunicase que el grupo del río estaba dispuesto. El jefe podía entonces hacer sonar el primer toque, y los varios grupos habrían de comenzar su ataque simultáneo por tres puntos. Poco después de la una de la madrugada, las tres divisiones dejaron la granja de Fenner; una para guardar la ribera, otra en busca del valle fluvial y la puerta de la ladera, y la tercera para dividirse y asaltar los edificios de la granja Curwen.
Eleazar Smith, que acompañaba al grupo encargado de guardar la orilla, consigna en su diario una marcha sin incidentes y una larga espera en el acantilado de la bahía; roto una vez por lo que pareció ser el lejano sonido de un silbato y otra por una mezcla, peculiarmente amortiguada, de clamores y gritos y un estampido de pólvora, proveniente todo, al parecer, de la misma dirección. Más tarde, un hombre creyó oír lejanos disparos y, aún después, el mismo Smith sintió un rumor de titánicas y atronadoras palabras resonado en los aires. Fue justo antes del alba cuando un solo y ojeroso mensajero llegó, con ojos enloquecidos y un olor odioso y desconocido en las ropas, para decir al destacamento que volvieran tranquilamente a sus casas y nunca más pensasen o hablasen de los sucesos de esa noche o del que había sido Joseph Curwen. Algo en el aspecto del mensajero transmitía una convicción que no hubieran logrado sólo las palabras, ya que, aunque era un marinero de todos conocido, su alma había ganado o perdido, de alguna forma oscura, algo que le hacía un ser aparte para siempre. Lo mismo sucedía con todos sus antiguos compañeros que habían entrado en la zona de horror. La mayoría de ellos había perdido o ganado algo imponderable e indescifrable. Habían visto u oído o sentido algo que no era para seres humanos y no podían olvidarlo. Nunca lograron arrancarles ni un barrunto, ya que incluso el más común de los instintos mortales puede sufrir trabas terribles. Y el grupo de la orilla, en aquel sencillo mensajero, captó un indescriptible terror que casi selló sus propios labios. Muy pocos son los rumores que nacieron en ninguno de ellos, y el diario de Eleazar Smith es el único registro escrito que ha quedado de toda la expedición que salió de la posada del León Dorado a la luz de las estrellas.
Charles Ward, sin embargo, descubrió otra vaga pista co-lateral en alguna correspondencia de Fenner, que encontró en Nueva Londres, al enterarse de que otra rama de la familia había vivido allí. Al parecer, los Fenner, desde cuya casa era visible la granja condenada, habían observado las columnas de incursores en marcha y oído muy claramente el furioso ladrar de los perros de Curwen, seguido del primer toque de silbato desencadenante del ataque. Ese toque había sido seguido de una repetición del gran haz de luz desde el edificio de piedra, y un instante después, tras sonar con rapidez el segundo toque, que ordenaba la invasión general, había llegado una apagada descarga de mosquetes, seguida de un horrible grito rugiente que el corresponsal Luke Fenner había representado en su epístola como «Waaaahrrrrr... R’waaahrrr». Este grito, empero, poseía una cualidad que ninguna escritura puede representar, y el corresponsal menciona que su madre se desmayó al oírlo. Más tarde se repitió, más bajo, y otra vez, casi apagado por los disparos, al sonar una gran explosión de pólvora en la parte del río. Una hora más tarde los perros comenzaron a ladrar de forma espantosa y hubo un ligero temblor de tierra, marcado por el hecho de que los candelabros vibraron sobre la repisa de la chimenea. Se percibió un fuerte hedor a azufre, y el padre de Luke Fenner dijo haber escuchado un tercer toque de silbato, el de emergencia, aunque los demás no lo oyeron. Sonaban de nuevo apagados tiros de mosquete, y fueron seguidos de un profundo grito, menos penetrante pero aún más horrible que los precedentes; una especie de tos o gorgoteo gutural y desagradablemente plástico, cuya cualidad como grito venía dada más por su continuidad y su significado psicológico que por su verdadero valor acústico.
Entonces apareció el ser llameante en un punto donde debía estar la granja de Curwen, y se oyeron los gritos humanos de hombres desesperados y espantados. Los mosquetes llamearon y rugieron, y el ser llameante cayó a tierra. Apareció un segundo ser en llamas y se escuchó un grito de origen humano claramente audible. Fenner escribió que pudo captar unas cuantas palabras barbotadas y llenas de pánico: «¡Altísimo, protege a tu cordero!». Luego hubo más disparos y el ser llameante se desplomó. Tras eso vino un silencio que duró de tres cuartos a una hora, y después el pequeño Arthur Fenner, hermano de Luke, exclamó que había visto «una niebla roja» ascendiendo hacia las estrellas desde la granja condenada. Nadie sino el chico puede dar fe de esto, pero Luke admite la significativa coincidencia con el espasmo de pánico casi convulsivo que hizo en ese mismo momento arquear los lomos y erizar el pelaje a los tres gatos que estaban en la habitación.
Un viento helado se levantó cinco minutos después y el aire se inundó de un hedor tan intolerable que sólo la fuerte frescura del mar pudo impedir que llegase hasta el grupo de la orilla o la gente aún levantada del pueblo de Pawtuxet. Ese hedor no se parecía a nada que los Fenner hubieran olido antes y producía una especie de miedo atenazante y amorfo, más allá del que produce el de la tumba o el osario. Luego les llegó esa espantosa voz que ninguno de sus indefensos oyentes pudo nunca olvidar. Retumbó sobre el cielo como una condena, y las ventanas vibraron mientras sus ecos se desvanecían. Era profunda y musical, poderosa como bajo de órgano y maligna como los prohibidos libros de los árabes. Lo que dijo ningún hombre lo sabe, ya que fue pronunciada en lengua desconocida, pero esta es la transcripción que Luke Fenner realizó de las demoniacas entonaciones: DEESMEESJESHET-BONE-DOSEFE DUVEMA-ENITEMOSS. Hasta el año 1919 nadie relacionó esa cruda transcripción con nada de lo que se conociera; pero Charles Ward palideció al reconocer en ella lo que Mirandola había denunciado, estremecido, como el supremo horror entre los encantamientos que usan los magos negros.
Un grito, o profundo alarido a coro, inconfundiblemente humano pareció responder al maligno prodigio desde la granja de Curwen, tras lo cual el desconocido hedor se complementó con un segundo, igualmente intolerable. Un gemido, del todo diferente al grito, se alzó y comenzó a ulular en modulados paroxismos, subiendo y bajando. A veces se hacía casi articulado, pero ningún oyente pudo captar palabras definidas y, en cierto momento, pareció rayar los límites de una risa histérica y diabólica. Entonces, de montones de almas humanas, surgió un aullido de supremo y postrer miedo y extrema locura... un aullido que llegó alto y claro a pesar de las profundidades desde las que debía haber sido lanzado; luego, la oscuridad y el silencio cayeron sobre todo. Espirales de humo acre se elevaron para ocultar las estrellas, aunque no hubo llamas ni se vio que ningún edificio estuviera dañado o derruido al día siguiente.
Al alba, dos espantados mensajeros, con monstruosos e indefinibles olores impregnando sus ropajes, llamaron a la puerta de Fenner y pidieron un barrilete de ron, por el que, por cierto, pagaron muy bien. Uno de ellos le dijo a la familia que el asunto de Joseph Curwen estaba concluido y que los sucesos de la noche anterior no debían ser mencionados de nuevo. Altanera como parecía la orden, el aspecto de quien la dio apagaba cualquier resquemor y la proveía de un aire de espantosa autoridad; por tanto, sólo esas furtivas cartas de Luke Fenner, que urgía a su pariente de Connecticut a destruir, quedaron para reseñar lo que se vio y escuchó. La falta de ese pariente, que hizo que esas cartas se salvaran al cabo, es lo único que evitó que todo el asunto cayese en un misericordioso olvido. Charles Ward tenía un detalle que añadir como resultado de un trabajo de campo entre los residentes de Pawtuxet en busca de sus ancestrales tradiciones. El viejo Charles Slocum, de ese pueblo, dijo que sabía por su abuelo de un extraño rumor acerca de un cuerpo deforme y calcinado, encontrado en los campos una semana después de que se anunciase la muerte de Joseph Curwen. Lo que hacía que ese rumor perviviera era la idea de que tal cuerpo, hasta donde pudo verse, bajo su quemada y rota condición, no era completamente humano ni del todo asimilable a cualquier animal que la gente de Pawtuxet hubiera nunca visto o sobre el que hubiera leído.
6
Ninguno de los hombres que participaron en esa terrible incursión pudo nunca ser inducido a soltar prenda al respecto, y cada fragmento de los difusos datos supervivientes proceden de aquellos que no participaron en el grupo de lucha final. Hay algo espantoso en el cuidado con que esos incursores destruyeron todas las pistas que contuvieran la más mínima alusión al tema. Ocho marineros murieron, pero sus cuerpos no fueron entregados a las familias, a las que se dijo que se había producido un enfrentamiento con los aduaneros. Eso mismo valió para los numerosos casos de heridas, cubiertas con abundancia de vendas y tratadas en exclusiva por el doctor Jabez Bowen, que había acompañado al grupo. Más arduo de explicar fue el indescriptible olor que se había pegado a los incursores y sobre el que se habló durante semanas. De los jefes ciudadanos, el capitán Whipple y Moses Brown eran los más gravemente heridos, y hay cartas de sus esposas que dan fe del desconcierto que les producía su reticencia y su negativa a quitarse los vendajes. Psicológicamente, cada participante había envejecido, sus caracteres se habían vuelto graves y sus nervios perjudicados. Afortunadamente todos eran hombres fuertes, de acción, además de ser de una religiosidad simple y ortodoxa, ya que una mayor introspección y complejidad mental les hubiera, de hecho, afectado bastante. El presidente Manning era el más perjudicado, pero incluso él superó la más negra sombra y apagó los recuerdos con oraciones. Cada uno de aquellos líderes tenía una conmovedora parte que jugar en los sucesos de años posteriores, y quizá fue afortunado que sucediese así. Un año después el capitán Whipple lideró el tumulto que incendió la nave aduanera Gaspee, y en ese acto audaz puede uno ver un peldaño más en la expulsión de imágenes malsanas.
Se entregó a la viuda de Joseph Curwen un ataúd de curioso diseño, sellado y de plomo, obviamente encontrado ya listo en el lugar necesario, y se le dijo que allí dentro estaba el cadáver de su esposo. Según le explicaron, había muerto en una refriega con aduaneros sobre la que no convenía dar detalles. Pero, aparte de eso, nadie habló nunca del fin de Joseph Curwen, y Charles Ward tuvo sólo un simple indicio para construir una teoría. Ese indicio era un simple hilo... un inseguro subrayado de un pasaje en la carta de Jedediah Orne a Curwen, tal como aparece parcialmente copiada en el manuscrito de Ezra Weeden. La copia fue descubierta en posesión de los descendientes de Smith y queda a nuestra elección si Weeden se la entregó a sus compañeros luego del final, como una muda pista a la anormalidad ocurrida, o, lo que es más probable, Smith la consiguió antes y añadió él mismo el subrayado, tocante a lo que consiguió sonsacar a su amigo tras indagar e interrogar con astucia. El pasaje subrayado es sencillamente éste:
Se lo digo de nuevo, no convoque a nada que no pueda dominar; esto es, nada que pueda a su vez invocar contra usted algo contra lo que sus artes más poderosas sean inútiles. Pregunte a los Menores, no sea que los Mayores no quieran responder y puedan más que usted.
A la luz de este pasaje, y pensando a qué últimos e inmencionables aliados puede tratar de recurrir un hombre en peligro para salir de ese serio apuro, Charles Ward pudo muy bien preguntarse si, de hecho, había sido algún ciudadano de Providence el que había dado muerte a Joseph Curwen.
La deliberada eliminación de cada rastro de la vida y registros de Providence fue inmensamente facilitada por la influencia de los jefes de la incursión. Al principio no pensaban hacerlo tan completamente, y habían permitido a la viuda, al padre de ésta y a su hija permanecer ignorantes de la verdad; pero el capitán Tillinghast era un hombre astuto y pronto conoció los suficientes rumores como para horrorizarse y hacerle pedir que su hija y nieta cambiasen de nombre, quemaran la biblioteca y todos los papeles supervivientes, y borraran la inscripción de la lápida sobre la tumba de Joseph Curwen. Conocía bien al capitán Whipple, y probablemente sacó más datos que nadie a ese marino fanfarrón acerca del final del maldito brujo.
Desde ese momento, la erradicación de los rastros de Curwen comenzó a hacerse más exhaustiva, extendiéndose al final, por consentimiento común, incluso a los registros municipales y archivos de la Gazette. Tan sólo puede compararse con el silencio que cayó sobre el nombre de Oscar Wilde, una década después de su desgracia, y alcanza sólo al sino de aquel pecador rey de Runazar del cuento de lord Dunsany, sobre quien los dioses decidieron que no solamente dejaría de ser, sino que dejaría incluso de haber sido.
La señora Tillinghast, como comenzó a ser conocida la viuda a partir de 1772, vendió la casa de Olney Court y se fue a vivir con su padre a Power’s Lane hasta su muerte en 1817. La granja de Pawtuxet, rehuida por todo bicho viviente, se enmoheció durante años y parece ser que se derrumbó con increíble rapidez. En 1780 sólo quedaban en pie la piedra y el ladrillo, y en 1800 aun eso se había visto reducido a un montón de escombros. Nadie se atrevió a romper los enmarañados arbustos de la ribera, tras los que había estado la puerta de la colina, y nadie intentó pintar una imagen definitiva de las escenas que tuvieron lugar cuando Joseph Curwen expiró entre los horrores que había convocado.
Sólo al robusto y viejo capitán Whipple se le escuchó, al menos los oyentes atentos, murmurar una vez para sí mismo: «La peste se lo lleve..., pero no tenía motivos para reír mientras gritaba. Era como si el muy maldito... guardara algo en la manga. Por el canto de una moneda no quemé su... casa».