LA INCOMPARABLE AVENTURA DE HANS PFAALL*

Con el corazón lleno de furiosas fantasías
De las que soy el amo
Con una lanza ardiente y un caballo de aire,
Errando voy por el desierto.

(La canción de Tomás el loco)

SEGÚN las últimas noticias de Rotterdam, parece ser que esta ciudad se halla en un estado de singular efervescencia filosófica. En verdad, han sucedido allí fenómenos de índole tan inesperada, tan novedosa y en tan absoluta contradicción con las opiniones admitidas, que no me cabe la menor duda de que muy pronto t oda Europa estará alborotada, toda la física alterada, y la razón y la astronomía en abierta pugna.

Parece ser que el día... del mes de... (no recuerdo exactamente la fecha) se había reunido una inmensa multitud, con un propósito que no se especifica, en la gran plaza de la Bolsa de la agradable ciudad de Rotterdam. Era un día muy caluroso (cosa inusitada en aquella estación); apenas soplaba una ráfaga de aire, y a la multitud no le desagradaba sentirse refrescada de vez en cuando por un chaparrón benéfico, producido por las grandes masas de nubes blancas profusamente esparcidas por la bóveda azul del firmamento. Sin embargo, hacia mediodía se manifestó en la multitud una ligera aunque notable agitación, seguida del clamoreo de diez mil lenguas; un instante después, diez mil caras se volvieron hacia el cielo, diez mil pipas se retiraron simultáneamente de las diez mil bocas, y un grito prolongado, inmenso, atronador, que solo podría compararse con el rugido del Niágara, resonó a través de toda la ciudad y de los alrededores de Rotterdam.

El origen de aquel tumulto se hizo evidente muy pronto. Por detrás del enorme volumen de una de aquellas grandes masas de nubes de contornos, vagamente definidos se vio emerger, por una de las aberturas de espacio azul, pausadamente, un ser extraño, heterogéneo, de aspecto sólido, de tan singular configuración y tan fantásticamente conformado, que la multitud de aquellos robustos menestrales, que lo contemplaban desde abajo con la boca abierta, no podían comprender ni por asomo nada de lo que ocurría, sin cansarse de mirarlo. ¿Qué podría ser aquello? Por todos los diablos de Rotterdam, ¿qué presagiaría semejante aparición? Nadie lo sabía; nadie era capaz de adivinarlo; nadie, ni siquiera el burgomaestre Mynheer Superbus von Underduk, poseía el menor indicio para aclarar aquel misterio; de modo que los buenos ciudadanos, no teniendo cosa mejor que hacer, volvieron a colocar sus pipas en la boca cuidadosamente y, con la vista siempre fija en el fenómeno, lanzaron bocanadas de humo, hicieron una pausa, se contonearon de derecha a izquierda, murmuraron significativamente, hicieron otra pausa y, por último, después de gruñir de nuevo, siguieron fumando tranquilamente.

Sin embargo, se veía bajar, acercándose cada vez más a la hermosa ciudad, el objeto de tan singular curiosidad, causa de aquella considerable humareda; de modo que a los pocos minutos el objeto estuvo lo bastante cerca para que pudiera distinguirse con claridad. Parecía ser, y lo era indudablemente, una especie de globo; pero hasta entonces no se había visto nunca un globo semejante en Rotterdam; pues ¿quién —pregunto yo— ha oído hablar jamás de un globo fabricado tan solo con periódicos sucios? Nadie en Holanda, por cierto; y, sin embargo, allí, bajo las narices del pueblo, o más bien a cierta distancia y por encima de sus narices, se veía el objeto en cuestión, construido —lo sé de buena tinta— con dicho material, en el que nadie había pensado hasta entonces para semejante uso. Era un escandaloso insulto al buen sentido de los menestrales de Rotterdam.

En cuanto a la forma del fenómeno, era aún más censurable: adoptaba la figura de un gigantesco gorro de bufón vuelto hacia abajo; y esta semejanza no se desvaneció en modo alguno cuando, al observarlo más de cerca, la multitud pudo ver una gran borla colgando de la punta, y alrededor del borde superior o de la base del cono, un círculo de pequeños instrumentos, parecidos a esquilas de ovejas, que tintineaban sin cesar al son de la tonada de Betty Martin. Pero había algo más extraordinario aún: suspendido de unas cintas azules, en la extremidad de la fantástica máquina, se balanceaba, a la manera de una barquilla, un inmenso sombrero de castor gris americano, de ala desmesuradamente ancha, de copa semiesférica, con una faja negra y una hebilla de plata. Era cosa singular, sin embargo, que muchos ciudadanos de Rotterdam jurasen haber visto ya aquel sombrero, y, en realidad, la multitud parecía casi familiarizada con él, mientras que la matrona Grettel Pfaall profirió una exclamación de alegría al verlo, declarando que era el propio sombrero de su querido esposo.

Ahora bien, esta circunstancia parecía tanto más importante de observar, ya que Pfaall había desaparecido de Rotterdam, con tres compañeros suyos, hacía unos cinco años, de una manera tan repentina como inexplicable, y hasta el momento en que comienza este relato todos los esfuerzos para obtener noticias de los ausentes fueron completamente inútiles. Es cierto que se habían descubierto últimamente, en un lugar apartado de la ciudad, algunas osamentas que se creyeron humanas, mezcladas con restos de extraño aspecto, llegando a pensar algunas personas que en aquel lugar se había cometido un vil asesinato, y que Hans Pfaall y sus compañeros eran probablemente las víctimas. Pero volvamos a nuestro relato.

El globo (pues, en efecto, era un globo) había descendido ahora a unos treinta metros del suelo, y la multitud podía ver claramente al personaje que lo ocupaba. Era un ser extraño, por cierto; solo medía algo más de medio metro, pero su estatura, por pequeña que fuese, no le hubiera librado de perder el equilibrio y caer de su diminuta barquilla, a no haber tenido esta un reborde circular que llegaba hasta el pecho del singular individuo y se unía a las cuerdas del globo. El cuerpo del hombrecillo era desproporcionadamente voluminoso, dando a toda su figura un aspecto de redondez extravagante. Sus pies, naturalmente, no podían verse; sus manos eran enormes; sus cabellos, grises y recogidos por detrás en forma de coleta; la nariz, prodigiosamente larga, ganchuda y rojiza; los ojos, grandes y de penetrante mirada; su barbilla y sus mejillas, aunque llenas de arrugas por la edad, eran anchas, abultadas, dobles; pero lo más singular en aquel conjunto, era que en ninguna parte de su cabeza se veía la menor señal de orejas. Este extraño hombrecillo vestía una especie de holgado gabán de raso azul celeste, calzón ceñido, sujeto en las rodillas con hebillas de plata. Su chaleco era de una tela brillante y amarilla; una especie de gorro de tafetán blanco llevaba puesto con gracia de medio lado, y para completar este atavío, un pañuelo de seda encarnado envolvía su cuello, con un gran nudo cuyas puntas caían elegantemente sobre su pecho.

Al llegar a los treinta metros del suelo, como ya he dicho, el hombrecillo se sintió sobrecogido de repente por un temblor nervioso, y se hubiera dicho que parecía poco dispuesto a acercarse más a la terra firma. Arrojó cierta cantidad de arena, sacándola de un saco de lona que levantó con gran trabajo, y se mantuvo estacionario durante un momento. Después sacó también del bolsillo lateral de su gabán, con cierta precipitación, una gran cartera de piel; la sopesó con aire receloso, la examinó detenidamente, sorprendido al parecer por su peso; la abrió al fin, sacó de ella una gran carta sellada con lacre encarnado y atada cuidadosamente con un bramante del mismo color, y la dejó caer a los mismos pies del burgomaestre Superbus von Underduk.

Su excelencia se inclinó para recogerla; pero, el aeronauta, siempre muy inquieto y no teniendo, al parecer, otros asuntos que lo detuvieran en Rotterdam, comenzaba a prepararse ya para subir de nuevo, y como le era preciso descargar una parte de su lastre para poder ascender, media docena de sacos, arrojados uno tras otro sin tomarse la molestia de vaciarlos, fueron cayendo sobre la espalda del infeliz burgomaestre, haciéndolo rodar por tierra seis veces al menos, a la vista de todo Rotterdam. No hay que suponer por qué el gran Underduk dejó pasar impunemente esta impertinencia por parte del viejecillo. Por el contrario, se dice que durante cada uno de sus seis tumbos arrojó furiosamente no menos de media docena de bocanadas de humo de su querida pipa, que sostuvo apretada entre tanto con todas sus fuerzas, como lo hará siempre (si Dios lo permite) hasta el último día de su vida.

Mientras, el globo se elevaba como una alondra, cerniéndose sobre la ciudad, y acabó por desaparecer tranquilamente detrás de una nube parecida a aquella de donde había salido de un modo tan singular, desapareciendo ante los ojos atónitos de los buenos ciudadanos de Rotterdam. Toda la atención se dirigió entonces a la carta, cuya transmisión, con los accidentes que la siguieron, había estado a punto de ser tan fatal a la persona y a la dignidad de su excelencia Von Underduk. Pese a todo, este funcionario no se había olvidado, durante sus movimientos giratorios, de poner en seguridad el importante objeto, la carta, que, según el sobre había caído en manos legítimas, puesto que iba dirigida a su excelencia y al profesor Rubadub, en sus calidades respectivas de presidente y vicepresidente del Colegio de Astronomía de Rotterdam. Por tanto, la abrieron al punto, y hallaron dentro la siguiente comunicación, muy extraordinaria y muy seria en verdad:

A sus Excelencias Von Underduk y Rubadub, Presidente y Vicepresidente del Colegio Nacional de Astrónomos de la ciudad de Rotterdam.

Sus Excelencias se acordarán, sin duda, de un humilde artesano llamado Hans Pfaall, componedor de fuelles, que desapareció de Rotterdam hará unos cinco años, con otros tres individuos, de una manera que debió de considerarse inexplicable: yo soy el mismo Hans Pfaall, si sus excelencias no lo toman a mal, y el mismo que firma esta comunicación. Es notorio entre la mayoría de mis conciudadanos que he ocupado por espacio de cuatro años la casita de ladrillos situada en la entrada del callejón conocido con el nombre de Sauerkraut, donde vivía en el momento de mi desaparición. Mis abuelos siempre residieron allí desde tiempo inmemorial, ejerciendo invariablemente, como yo, el muy respetable y lucrativo oficio de fabricantes de fuelles; pues, a decir verdad, hasta estos últimos años, en que todos se entregan con pasión a la política, jamás se ejerció industria más fructuosa por un honrado ciudadano de Rotterdam, y nadie era más digno de ella que yo. El crédito era excelente, los parroquianos numerosos, y, por tanto, no faltaba dinero ni buena voluntad. Pero, como ya he dicho, empezamos a sentir los efectos de la libertad, de los discursos largos, del radicalismo y de todas las drogas de esa especie. Las gentes que hasta entonces habían sido los mejores parroquianos del mundo, no tuvieron ya un momento libre para pensar en nosotros; todo lo necesitaban para aprender la historia de las revoluciones y para vigilar la marcha de la inteligencia y del espíritu de la época. Si se necesitaba soplar el fuego, se hacía un fuelle con un periódico; a medida que el gobierno se debilitaba, adquiría yo la convicción de que el cuero y el hierro eran cada vez más indestructibles, y muy pronto no hubo en todo Rotterdam un solo fuelle que necesitase compostura. Semejante estado de cosas era insoportable. Pronto me quedé más pobre que una rata, y como tenía mujer e hijos, mis gastos llegaron a ser insoportables, de modo que empleaba todo mi tiempo en reflexionar sobre la manera más conveniente de poner fin a mis días. Sin embargo, mis acreedores me dejaban pocos ratos para entregarme a la meditación; sitiaban materialmente mi casa desde la mañana a la noche, y tres de ellos, en especial, me atormentaban lo indecible, acechando sin cesar mi puerta y amenazándome con la ley. Juré vengarme cruelmente de aquellos tres individuos, si alguna vez llegaba a tener la suerte de atraparlos entre mis garras, y creo que el placer de esta dulce esperanza fue lo único que me impidió realizar inmediatamente mi proyecto de suicidio, que era saltarme la tapa de los sesos de un pistoletazo. No obstante, juzgué que sería mejor disimular mi rabia y tratarlos, con promesas y buenas palabras hasta que, por algún feliz capricho de la suerte, se me presentara la ocasión de vengarme.

Cierto día que conseguí escapar de aquellos tres perros, y que me sentía más decaído que de costumbre, estuve vagando largo tiempo sin rumbo por las calles más oscuras, hasta que al fin, al doblar una esquina, me encontré junto a la tienda de un librero de viejo. Viendo a mano una silla para uso de los parroquianos, me dejé caer en ella de muy mal humor, y sin saber por qué, abrí el primer volumen que cayó bajo mis manos. Resultó ser un folleto que trataba de astronomía especulativa, escrito en colaboración por el profesor Encke, de Berlín, y por un francés de un apellido muy semejante al suyo. Como yo poseía ligeras nociones de esta ciencia, me absorbí pronto de tal manera en la lectura del folleto que lo leí dos veces de cabo a rabo, sin enterarme de lo que pasaba a mi alrededor. Mas como empezaba a anochecer, tomé el camino de mi casa. Pero la lectura de aquel tratado (coincidiendo con un descubrimiento neumático que me había comunicado recientemente como un secreto importante un primo mío de Nantes) produjo una indeleble impresión en mi espíritu, y mientras vagaba por las calles oscuras, repasé minuciosamente en mi memoria los extraños, y a veces ininteligibles, razonamientos del autor. Algunos pasajes me habían impresionado de un modo extraordinario, y cuanto más meditaba sobre ellos, más me interesaba el asunto.

Mi instrucción muy limitada, y mi completa ignorancia de los asuntos relacionados, con la filosofía natural, lejos de hacerme desconfiar de mi propia capacidad para comprender lo que había leído, o de inducirme a poner en cuarentena las nociones vagas y confusas que habían surgido como consecuencia de mi lectura, se convirtieron en aguijón para mi espíritu, y fui lo bastante vano, o tal vez lo bastante razonable, para preguntarme si las ideas descabelladas que brotan desordenadamente en los espíritus no poseen a menudo toda la fuerza, toda la realidad y las demás propiedades inherentes al instinto y a la intuición.

Era ya tarde cuando llegué a casa, y enseguida me acosté. Pero estaba tan preocupado que no pude dormir, y pasé toda la noche sumido en profundas meditaciones. Al día siguiente me levanté a primera hora, corrí a la tiendecilla del librero y gasté el poco dinero que me quedaba para comprar algunos volúmenes de mecánica y de astronomía prácticas. Los llevé a mi casa como un tesoro y dediqué todos mis ratos de ocio a leerlos con detenimiento; pronto hice los suficientes progresos para llevar a cabo cierto proyecto que me había inspirado el diablo o algún genio protector.

Durante aquel tiempo hice todos los esfuerzos posibles para apaciguar a los tres acreedores que tanto me martirizaban, y por último lo conseguí vendiendo una buena parte de mi mobiliario para satisfacer hasta cierto punto sus reclamaciones, y ofreciendo saldar la diferencia una vez que realizase un plan que tenía pensado, para el cual reclamaba su ayuda. Gracias a estos medios (pues mis acreedores eran muy ignorantes) no me costó mucho convencerlos para que secundasen mi propósito.

Una vez arregladas así las cosas, con ayuda de mi mujer y adoptando las mayores precauciones para guardar el secreto, dispuse del poco caudal que me quedaba y pedí prestado, y con diferentes pretextos, una suma considerable de dinero, sin cuidarme (lo confieso con vergüenza) de los medios para reembolsarlo. Gracias a este aumento de recursos pude comprar varias piezas de batista muy buena, de doce varas cada una, cordel, barnices, un gran cesto, de mimbre hecho de encargo, y otros varios artículos necesarios para construir un globo de extraordinarias dimensiones. Encargué a mi mujer que lo confeccionase lo antes posible y le di todas las instrucciones necesarias para proceder convenientemente en su tarea. Al mismo tiempo, construí con bramante una red de suficientes dimensiones, a la cual adapté un aro y varias cuerdas, y compré numerosos instrumentos, y las materias precisas para hacer experimentos en las más altas regiones de la atmósfera.

Cierta noche transporté prudentemente a un sitio apartado, al este de Rotterdam, cinco barricas con aros de hierro, de doscientos cincuenta litros de cabida cada una, y otra más grande; seis tubos de cobre de tres pulgadas de diámetro y de más de un metro de largo, forjados adecuadamente; cierta cantidad de una sustancia metálica especial, que no quiero nombrar, y una docena de garrafones de un ácido muy vulgar. El gas que debía resultar de esta combinación no se ha fabricado hasta ahora por nadie más que por mí, o por lo menos no se aplicó nunca a un fin semejante. Solo puedo decir aquí que es una de las partes constituyentes del ázoe, considerado durante tanto tiempo como irreducible, creyéndose que su densidad es unas 37,4 veces menor que la del hidrógeno. Es insípido, pero no inodoro; arde cuando es puro, produciendo una llama verdosa, y ataca instantáneamente la vida animal. No tengo ningún inconveniente en revelar todo el secreto, pero pertenece de derecho (como ya he indicado) a un ciudadano de Nantes, en Francia, quien me lo comunicó reservadamente. Este mismo individuo tuvo a bien confirmarme, sin estar enterado de mis intenciones, un procedimiento para fabricar los globos con la membrana de cierto animal, a través de la cual es casi imposible el escape de gas. Esto me pareció demasiado costoso y, sobre todo, no era muy seguro que la batista revestida con una capa de caucho produjese el mismo resultado. Cito esta circunstancia porque creo probable que el individuo en cuestión intentará uno de estos días una ascensión en globo con el nuevo gas y la materia de que hablo, y porque no quiero robarle la gloria de un invento muy original.

En el espacio que debía ocupar cada una de las barricas hice en secreto un pequeño agujero, de modo que todos formaron un círculo de unos siete u ocho metros de diámetro, en cuyo centro, que era el sitio destinado al barril más grande, abrí un agujero más profundo. En cada uno de los cinco pequeños agujeros deposité un bote que contenía cincuenta libras de pólvora de cañón, y en el grande un barril que contenía ciento cincuenta. Entre este barril y los cinco botes hice unos regueros de pólvora, que cubrí, y habiendo introducido en uno de los botes la punta de una mecha de algo más de un metro de larga, tapé el agujero y coloqué el barril encima, dejando que sobresaliera la otra punta de la mecha como una pulgada casi invisible. Luego tapé los otros agujeros y puse las barricas en el sitio que les estaba destinado.

Además de los artículos enumerados, transporté al dépôt y oculté allí uno de los aparatos de M. Grimm para la condensación del aire atmosférico, aunque reconocí que esta máquina necesitaba singulares modificaciones, para el uso a que yo la destinaba. Mas, gracias a un duro trabajo y a una incesante perseverancia, obtuve excelentes resultados en todos mis preparativos, y el globo quedó terminado muy pronto. Podía contener más de mil cien metros cúbicos de gas, y elevarme fácilmente, según calculé, con todos mis aparatos y unos treinta y cinco kilos de lastre, si lo manejaba bien. Le había dado tres capas de barniz, y observé que la batista sustituía muy bien a la seda, que era tan sólida como esta y que costaba mucho más barata.

Cuando estuvo preparado todo, exigí a mi mujer que me guardara el secreto de todos mis actos desde el día en que visité por primera vez la tienda del librero, y le prometí, por mi parte, volver tan pronto como las circunstancias me lo permitieran; le di el poco dinero que me quedaba y me despedí de ella. A decir verdad, no me inquietaba por ella, pues era una mujer de las que llaman «vividoras» y podía arreglárselas sin mi ayuda. Hasta creo, hablando con franqueza, que siempre me había considerado un haragán —un simple contrapeso—, bueno tan solo para hacer castillos en el aire, por lo cual no le disgustaría verse libre de mí. Era ya muy entrada la noche cuando nos despedimos, y llevando conmigo, como aides de camp, a los tres acreedores que tanto me habían perseguido, trasladé el globo, con su barquilla y demás accesorios, por un camino apartado, al lugar donde guardaba los demás objetos. Los encontré todos intactos y di principio a mi tarea.

Era el día primero de abril. La noche estaba tan oscura, según he dicho, que no se veía ni una sola estrella, y caía a intervalos una llovizna que nos molestaba mucho. Pero lo que más me inquietaba era el globo, pues, a pesar del barniz que lo protegía comenzaba a cargarse de humedad, sin contar con que la pólvora también podía estropearse. Hice trabajar de firme a mis tres acreedores, ordenándoles que amontonasen hielo alrededor de la barrica central y agitar el ácido en las otras; pero a cada momento me importunaban con sus preguntas para saber qué intentaba hacer con todo aquel aparato, manifestando su descontento por la dura tarea que les imponía. Me dijeron que no les era posible comprender qué podía resultar de bueno haciéndolos mojarse el pellejo solo para ser cómplices de tan abominable hechicería. Ya comenzaba a inquietarme un poco, y hacía los mayores esfuerzos para adelantar el trabajo, pues pensé que aquellos idiotas habían creído que yo tendría algún pacto con el diablo, y que todo cuanto hacía no era nada tranquilizador. Temiendo, pues, que me dejasen plantado, procuré calmarlos, prometiendo pagarles hasta el último céntimo tan pronto como yo hubiera llevado a cabo aquel trabajo. Naturalmente, interpretaron mis palabras como quisieron, imaginándose, sin duda, que yo iba a obtener una inmensa cantidad de dinero contante y sonante; la cuestión para ellos era que les pagase mi deuda, y con tal que así lo hiciese, dándole además una gratificación por sus servicios, estoy seguro de que les importaba poco que mi alma y mi cuerpo se perdiesen.

Al cabo, de cuatro horas y media me pareció que el globo estaba bastante lleno; colgué, pues, la barquilla y metí dentro todo mi equipo: un telescopio, un barómetro con algunas modificaciones importantes, un termómetro, un electrómetro, el compás, la brújula, el reloj con minutero, la campana, una bocina, etc., así como un globo de vidrio en el que había hecho el vacío y cerrado herméticamente, sin olvidar tampoco el condensador, un poco de cal viva, una barra de lacre y abundante provisión de agua y una gran cantidad de víveres, tales, como pemmican1, que contiene muchos elementos nutritivos en relación con su pequeño volumen. También puse en mi barquilla un par de palomas y una gata.

Estaba apuntando el día y pensé que era la mejor hora para emprender la ascensión. Dejé caer, como por casualidad, un cigarro encendido, y, al agacharme para recogerlo, prendí fuego disimuladamente a la mecha, cuya punta, como ya he dicho, sobresalía un poco del borde inferior de una de las pequeñas barricas. Esta maniobra pasó totalmente inadvertida para mis tres verdugos, y saltando a la barquilla, corté enseguida la única cuerda que me retenía en tierra y vi con toda felicidad que me elevaba con una rapidez inconcebible. El globo subía sin dificultad sus ochenta kilos de lastre de plomo, y hubiera podido soportar doble cantidad. Cuando abandoné la tierra, el barómetro marcaba setecientos cincuenta milímetros, y el termómetro centígrado, diecinueve grados.

Mas apenas había ascendido a una altura de cincuenta metros cuando llegó tras de mí, con un rugido y un estruendo espantosos, una densa tromba de fuego «de grava, de madera y de metal ardiendo» todo mezclado con miembros humanos destrozados... Mi corazón desfalleció y me arrojé al fondo de la barquilla temblando de terror. Comprendí entonces que había cargado la mina excesivamente, y que debía de sufrir aún las principales, consecuencias de la sacudida. En efecto, en menos de un segundo sentí toda mi sangre afluir a mis sienes, y, de improviso, una conmoción que no olvidaré jamás estalló a través de las tinieblas, pareciendo desgarrar en dos el firmamento. Más tarde, cuando tuve tiempo de reflexionar, no dejé de atribuir la extraordinaria violencia de la explosión, respecto a mí, a su verdadera causa: es decir, a mi posición directa sobre la mina y en la línea de su acción más poderosa. Pero en aquel momento no pensé más que en salvar mi vida. Primero el globo se aplastó, luego se dilató violentamente, después comenzó a girar con una velocidad vertiginosa, y, por último, vacilando y rodando como un borracho, me lanzó por el borde de la barquilla, dejándome colgado a una altura espantosa y cabeza abajo, de un trozo de cuerda muy delgada, de casi un metro de largo, que cruzaba casualmente por entre una abertura cerca del fondo de la barquilla, y en la que se enredó mi pie izquierdo, providencialmente, en mi caída.

Es de todo punto imposible formarse una idea exacta de mi horrible situación. Abrí la boca, jadeante, para respirar; un estremecimiento semejante a un acceso de fiebre sacudió todos los nervios y músculos de mi ser, sentí que los ojos se me saltaban de las órbitas, me dieron unas náuseas horribles y, al fin, perdí el conocimiento.

Me sería imposible decir cuánto tiempo permanecí en aquella situación; pero debieron de transcurrir algunas horas, pues cuando recobré parcialmente el uso de mis sentidos vi que estaba amaneciendo. El globo se hallaba a una altura prodigiosa sobre la inmensidad del océano, y en los límites de aquel vasto horizonte, hasta donde alcanzaba mi vista, no divisé ni rastro de tierra. Mis sensaciones, sin embargo, al recobrar el sentido, no eran tan dolorosas como esperaba. Ciertamente había mucho de locura en la contemplación plácida con que examiné al principio mi situación. Levanté las manos a la altura de los ojos y me pregunté con asombro qué accidente podía haber hinchado mis venas y ennegrecido tan horriblemente mis uñas. Luego me palpé la cabeza cuidadosamente, la moví varias veces y me aseguré de que no era, como pensara un instante con espanto, más voluminosa que el globo. Después, con la costumbre de quien sabe dónde están sus bolsillos, al tocar los de mi pantalón noté que había perdido unas tabletas y un palillero; me esforcé por darme cuenta de su desaparición y, al no conseguirlo, experimenté una pena indecible. Me pareció sentir entonces un vivo dolor en el tobillo del pie izquierdo, y una oscura conciencia de mi situación comenzó a hacerse dueña de mi espíritu. Pero ¡cosa extraña!; no sentí asombro ni terror, sino una especie de satisfacción o de alivio al pensar en la destreza que tendría que desplegar para salir de aquella singular alternativa, y no dudé un momento de mi salvación.

Durante unos minutos me sumí en profundas reflexiones, y recuerdo muy bien que me apretaba a menudo los labios, que apliqué mi índice a un lado de la nariz, y que realicé los ademanes propios de las personas que, cómodamente sentadas en un sillón, meditan sobre materias embrolladas o importantes. Cuando creí haber coordinado lo bastante mis ideas, acerqué con precaución mis manos a la espalda y desabroché la gran hebilla de hierro de la pretina de mi pantalón; la hebilla tenía tres dientes que, por estar un poco mohosos, giraban con dificultar; pero con mucha paciencia, los coloqué en ángulo recto con el cuerpo de la hebilla, y vi con alegría que permanecían firmes en aquella posición. Sujetando entre mis dientes esta especie de instrumento, comencé a desatar el nudo de mi corbata; mas antes de llevar a cabo esta maniobra me vi obligado a descansar más de una vez; pero finalmente lo conseguí. En una de las puntas de la corbata sujeté la hebilla, y para mayor seguridad até la otra alrededor de mi muñeca. Elevando luego mi cuerpo mediante un prodigioso esfuerzo muscular, conseguí lanzar la hebilla por encima de la barquilla, a la primera vez, y engancharla, como había previsto, en el reborde circular de mimbre.

Mi cuerpo formaba ahora con el costado de la barquilla un ángulo de cuarenta y cinco grados; pero no debe entenderse que por eso estuviese yo solo a cuarenta y cinco grados por debajo de la perpendicular; muy lejos de ello, me hallaba siempre en un plano casi paralelo al horizonte, pues el cambio de posición que había conseguido hizo forzosamente alejarse mucho el fondo de la barquilla de mi posición, que era, por lo tanto, de inminente peligro. Si se supone que al principio, cuando fui lanzado de la barquilla, hubiese caído de cara al globo, en vez de volverla al lado opuesto, como la tenía ahora, o, en segundo lugar, que la cuerda de que colgaba hubiese pendido por casualidad del reborde superior, en vez de pasar por una abertura del fondo de la barquilla, digo que se comprenderá muy bien que, en ambas hipótesis, me hubiera sido imposible realizar semejante milagro, perdiéndose así para siempre mis presentes relaciones. Tenía, pues, muchos motivos para bendecir mi suerte; pero me hallaba tan aturdido que no podía hacer nada, y permanecí colgado durante cosa de un cuarto de hora en aquella extraña situación, sin atreverme a intentar el más leve esfuerzo, y en un estado de singular y placentera idiotez. Pero este sentimiento se disipó al instante, siendo sustituido por un sentimiento de horror, congoja y desesperación. Pero la sangre, tan largo tiempo acumulada en los vasos de la cabeza y del cuello, y que hasta entonces me había mantenido en un estado de placentero delirio, comenzaba ahora a retirarse, y la clarividencia que iba yo recobrando, al aumentar mi conciencia del peligro, no me sirvió más que para perder la serenidad y el valor para afrontarlo. Afortunadamente para mí, este decaimiento no duró mucho; la energía de la desesperación me infundió ánimos, y profiriendo gritos y haciendo frenéticos esfuerzos, me lancé convulsivamente hacia arriba mediante una sacudida general, y al fin, asiéndome al borde tan deseado con garras como tornillos, retorcí mi cuerpo por encima de él y fui a caer de cabeza, y casi sin aliento, en el fondo de la barquilla.

Transcurrió algún tiempo antes de que me serenase lo suficiente para ocuparme del globo. Lo examiné luego con atención y vi, con gran alivio, que no había sufrido daño alguno. Todos mis instrumentos estaban intactos y, por fortuna, tampoco había perdido lastre ni provisiones. Claro que los había amarrado, tan bien que no era posible un accidente parecido. Miré mi reloj y marcaba las seis de la mañana; seguía subiendo rápidamente, y el barómetro señalaba a la sazón una altura de dos mil metros. Debajo de mí se veía en el océano un pequeño objeto negro, de forma un tanto oblonga, en apariencia del tamaño de una ficha de dominó, y que se le parecía mucho. Apunté mi telescopio hacia él, y vi claramente que era un buque inglés de noventa y cuatro cañones que navegaba de bolina, cabeceando pesadamente en el mar, con la proa hacia el este-sudoeste. Excepto este barco, no se divisaba más que agua y cielo, y el sol, que había salido mucho antes.

Ya es hora de que explique a sus excelencias el objeto de mi viaje. Sus excelencias se dignarán recordar que mi angustiosa situación en Rotterdam me había impulsado a intentar mi suicidio. No era, sin embargo, que estuviese cansado de la vida, sino porque era intolerable la miseria que me acosaba. En esta disposición de ánimo, deseando vivir y a la par cansado de la vida, el folleto que encontré en la tienda del librero y la oportuna revelación de mi primo de Nantes despertaron en mí el deseo de apelar a un nuevo recurso, y adopté, al fin, una resolución. Decidí partir, pero seguir viviendo; abandonar el mundo, pero seguir existiendo; en una palabra, suprimiendo los enigmas, decidí abrirme paso hasta la Luna, sin preocuparme de todo lo demás. Y ahora, para que no se me crea más loco de lo que soy, voy a exponer detalladamente, lo mejor que pueda, las consideraciones que me indujeron a creer que una empresa de este género, aunque fuera difícil y llena de peligros, no estaba del todo fuera de los límites de lo posible para un espíritu audaz.

La primera cosa que se debía considerar era la distancia real de la Luna a la Tierra. Ahora bien, la distancia media o aproximativa entre los centrosde ambos cuerpos es de 599.643 veces el radio ecuatorial de la Tierra, o sea, unos 540.000 kilómetros. Digo la distancia media o aproximativa, porque es fácil comprender que, al ser la forma de la órbita lunar una elipse de una excentricidad que no baja de 0,05484 milésimas de su semieje mayor, y como el centro de la Tierra ocupa el centro de esa elipse, si conseguía de alguna manera encontrar la Luna en su perigeo, la distancia antes mencionada disminuiría sensiblemente. Pero dejando a un lado esta hipótesis por ahora, era indudable que, en todo caso, debía deducir de los 450.000 kilómetros el radio de la Tierra, o sea, 6.000, y el radio de la Luna, es decir, 1.738; en total, 7.738, de modo que solo debía franquear una distancia aproximada de 442.262 kilómetros. Pensé que este espacio no era una distancia verdaderamente extraordinaria, pues repetidas veces se han hecho en la Tierra viajes a una velocidad de unos cien kilómetros por hora, y en realidad podría llegarse a una velocidad mucho mayor. Pero incluso a esa velocidad, no necesitaría más de ciento setenta y un días para alcanzar la superficie de la Luna. Sin embargo, numerosas circunstancias me inducían a creer que la velocidad aproximada de mi viaje excedería en mucho a la de cien kilómetros por hora; y como estas consideraciones produjeron en mí una profunda impresión, las explicaré más ampliamente después.

El segundo punto que se debía examinar tenía mucha importancia. Según las indicaciones del barómetro, sabemos que cuando nos elevamos sobre la superficie de la Tierra a una altura de 300 metros, dejamos debajo de nosotros como una trigésima parte de la masa atmosférica; que a los 3.200 metros llegamos aproximadamente a la tercera parte, y que a los 5.490, que es casi la altura del Cotopaxi, rebasamos la mitad de esa masa, o, en todo caso, la mitad de la parte ponderable del aire que rodea nuestro globo. Se ha calculado también que a una altura que no exceda de la centésima parte del diámetro terrestre —es decir, 120 kilómetros—, la rarefacción aumenta de tal modo que la vida animal no es posible, y además, que los medios más delicados de que disponemos para averiguar la presencia de la atmósfera resultan del todo insuficientes. Mas no dejé de observar que estos últimos cálculos se basaban únicamente en nuestro conocimiento experimental de las propiedades del aire y de las leyes mecánicas que rigen su dilatación y compresión en lo que puede llamarse, comparativamente hablando, la proximidad de la Tierra. Al mismo tiempo, se considera como cosa probada que la vida animal no sufre ni debe sufrir modificación alguna a una distancia dada, pero inaccesible, de la superficie de la Tierra. Ahora bien, todo razonamiento de este género, y conforme a tales datos, debe ser por necesidad puramente analógico. La mayor altura alcanzada por el hombre es de unos 8.000 metros, a la que llegó la expedición aeronáutica de Gay-Lussac y Biot. Es una altura mediana aun comparada con los 120 kilómetros, y yo no podía menos de pensar que el asunto daba lugar a la duda y mucho margen para las conjeturas.

Pero suponiendo una ascensión realizada a una altura dada cualquiera, la cantidad de aire ponderable atravesada en todo período ulterior del viaje no está de manera alguna en proporción con la altura adicional alcanzada (como se puede ver claramente por lo expuesto antes), sino en una razón que disminuye sin cesar. Es, por tanto, evidente que, al elevarnos a la mayor altura posible, no podemos en rigor llegar a un límite más allá del cual la atmósfera deja de existir en absoluto. Deduje, en conclusión, que debe existir, aunque pudiera ser que se hallara en un estado de rarefacción infinita.

Por otra parte, yo sabía que no faltaban argumentos para demostrar la existencia de un límite real y determinado de la atmósfera, más allá del cual no hay aire alguno en absoluto; pero se ha omitido una circunstancia por quienes sostienen la existencia de este límite, que me parecía no solo peligrosa, sino un punto digno de una seria investigación. Comparando los intervalos entre las vueltas sucesivas del cometa Encke en su perihelio, teniendo en cuenta todas las perturbaciones debidas a la atracción planetaria, vemos que los períodos disminuyen gradualmente; es decir, que el eje mayor de la elipse del cometa va reduciéndose con un lento pero muy regular decrecimiento. Ahora bien, esto es precisamente lo que debe suceder, si suponemos que el cometa sufre una resistencia por un medio etéreo sumamente raro que penetra las regiones de su órbita; porque es evidente que este medio, al retardar la velocidad del cometa, debe aumentar su fuerza centrípeta y debilitar su fuerza centrífuga. En otras palabras, la atracción del Sol llegaría a ser cada vez más poderosa, y el cometa se aproximaría más a cada revolución. Verdaderamente, no hay otro medio para explicarse la variación de que se trata.

He aquí otro hecho: se ha observado que el diámetro real de la parte nebulosa de este cometa se contrae rápidamente al acercarse al Sol, y se dilata con igual rapidez en su marcha hacia el afelio. ¿No tenía yo razón al suponer, con M. Valz, que esa aparente condensación de volumen tenía su origen en la compresión de ese medio etéreo de que acabo de hablar, y cuya densidad está en proporción con la proximidad al Sol?

El fenómeno que afecta la forma lenticular, y que llaman luz zodiacal, era también un punto digno de atención. Esta luz, tan visible en los trópicos, y que no puede confundirse con ninguna otra luz meteórica, se eleva oblicuamente desde el horizonte y sigue por lo regular la línea del ecuador del Sol. A mí me parecía evidente que dimanaba de una atmósfera especial que se extendía desde el Sol hasta más allá de la órbita de Venus; por lo menos, y en mi opinión, a mucha mayor distancia2. En realidad, no podía yo aceptar que ese medio estuviese limitado por la línea de la elipse del cometa, o confinado en la inmediata proximidad al Sol. Era fácil imaginar, por el contrario, que invadía todas las regiones de nuestro sistema planetario, condensado alrededor de los planetas en lo que llamamos atmósfera, y modificado tal vez en algunas por circunstancias puramente geológicas; es decir, modificado o variado en sus proporciones (o en su naturaleza esencial) por las materias volatilizadas que emanan de sus respectivos globos. Considerada la cuestión desde este punto de vista, no podía ya sentir ninguna vacilación. Suponiendo que en mi paso hallara una atmósfera esencialmente análoga a la que rodea la superficie de la Tierra, pensé que, por medio del muy ingenioso aparato de M. Grimm, podría condensarla fácilmente en suficiente cantidad para las necesidades de la respiración. Esto eliminaba el obstáculo principal para un viaje a la Luna. Yo había gastado mucho dinero y trabajo para adaptar el aparato al fin que me proponía, y me las prometí muy felices si podía realizar el viaje en muy corto tiempo. Esto me lleva de nuevo a hablar de la velocidad en que era posible hacer dicho viaje.

Todo el mundo sabe que los globos se elevan, en la primera etapa de sus ascensiones, con una velocidad comparativamente moderada. Ahora bien, el poder de elevación consiste tan solo en la pesadez del aire atmosférico comparado con el gas del globo; y, a primera vista, no parece nada probable ni verosímil que a medida que este va alcanzando sucesivamente las capas atmosféricas de menor densidad, que disminuyen con rapidez; no parece en absoluto razonable, repito, que en su marcha ascendente pueda acelerar su velocidad original. Por otra parte, no recordaba que en ningún informe sobre cualquier ascensión anterior se hubiese comprobado jamás una disminución aparente en la velocidad absoluta de la ascensión, aunque tal pudiera haber sucedido, a causa nada más de la fuga de gas en globos, mal confeccionados, muchas veces faltos de barniz, o defectuosos por cualquier otra razón. Me parecía, pues, que solo el efecto de esta pérdida podría compensar la rapidez adquirida por el globo a medida que se alejase del centro de gravitación. Consideré también que si en mi travesía hallaba el medio que había imaginado, con tal de que resultase esencialmente igual al que llamamos aire atmosférico, importaba poco relativamente que lo encontrase en un grado extremo de rarefacción, es decir, con relación a mi fuerza ascensional; pues el gas del globo no solo estaría sometido a una rarefacción semejante (en cuyo caso me bastaba soltar una cantidad proporcional de gas suficiente para evitar una explosión), sino que, siendo como era, debía en todo caso ser siempre específicamente más ligero que cualquier compuesto de nitrógeno puro y oxígeno. Tenía, pues, una probabilidad —bien mirado, una gran probabilidad— de no llegar en ninguna etapa de mi ascensión a un punto en que los diversos pesos reunidos de mi inmenso globo, del gas inconcebiblemente raro que encerraba, de la barquilla con su contenido, fuesen iguales al peso de la masa de atmósfera circundante desplazada; y se comprende sin dificultad que esta era la única condición que podía detener mi fuga ascensional.

Si llegaba alguna vez a este punto imaginario, me quedaba el recurso de servirme del lastre y de otros pesos, que representaban un total de unos 150 kilos. Al mismo tiempo, la fuerza de gravitación debía disminuir siempre en razón al cuadrado de las distancias, y, por tanto, llevando una velocidad prodigiosamente acelerada, debía llegar, por último, a esas lejanas regiones, en que la fuerza de atracción de la Tierra sería sustituida por la de la Luna.

Había otra dificultad que no dejaba de inquietarme. Se ha observado, que en las ascensiones en globo a considerable altura, además de la dificultad para respirar, se experimenta un gran malestar en la cabeza y en el cuerpo, acompañado a menudo de epistaxis y de otros síntomas alarmantes, malestar que se hace cada vez más insoportable a medida que el globo se eleva3. Era esta una consideración bastante sobrecogedora. ¿No podía suceder que esos síntomas aumentasen hasta terminar en la muerte misma? Tras madura reflexión, deduje que no. Había que buscar su origen en la desaparición progresiva de la presión atmosférica a que está acostumbrada la superficie de nuestro cuerpo, y en la consiguiente distensión de los vasos sanguíneos superficiales, y no en una real desorganización del sistema animal, como en el caso de la dificultad de respirar, en que la densidad atmosférica es químicamente insuficiente para la renovación regular de la sangre en un ventrículo del corazón. Salvo en el caso de que faltase esta renovación, no veía motivo para que la vida no se conservase, incluso en el vacío, pues la expansión y la compresión del pecho, vulgarmente llamada respiración, es un acto puramente muscular, y la causa y no el efecto de la respiración. En una palabra, imaginaba yo que, si el cuerpo se acostumbraba a la falta de presión atmosférica, esas sensaciones dolorosas debían disminuir poco a poco; y para soportarlas mientras durasen confiaba plenamente en mi férrea constitución.

He detallado, por si les agrada a sus excelencias, algunas —en modo alguno todas— de las consideraciones que me indujeron a idear el proyecto de un viaje a la Luna. Voy a exponerles ahora el resultado de una tentativa cuya concepción parece tan audaz, y que en todo caso no tiene igual en los anales de la humanidad.

Al llegar a la altura que dije antes —es decir, a los dos mil metros—, arrojé desde la barquilla un puñado de plumas al aire, y por ellas vi que seguía subiendo con suficiente rapidez; no había, pues, necesidad de soltar lastre. Esto me alegró mucho, pues deseaba conservarlo tanto como fuera posible, por la sencilla razón de que no poseía ningún dato real acerca de la fuerza de atracción ni de la densidad atmosférica de la Luna.

Hasta ahora no sentía ningún malestar; respiraba libremente y no tenía dolor de cabeza. La gata estaba echada, muy tranquila, sobre mi chaqueta, que me había quitado, y miraba las palomas con cierta nonchalance. Estas, atadas por una pata para impedirles volar, picaban afanosamente algunos granos de arroz esparcidos para ellas en el fondo de la barquilla.

A las seis y veinte minutos el barómetro marcaba una altura de 8.000 metros, aproximadamente La perspectiva parecía no tener límites; pero realmente me era muy fácil calcular, por medio de la geometría esférica, la gran extensión del área terrestre que abarcaba con la vista en aquel momento. La superficie convexa de cualquier segmento de esfera es, a la superficie entera de la esfera misma, como el seno verso del segmento, al diámetro de la esfera. Ahora bien, en mi caso, el seno verso —es decir, el espesor del segmento situado debajo de mí— era, como quien dice, igual a mi elevación o a la elevación del punto de mira sobre la superficie. La proporción de 8.000 a 12.000 metros podría expresar, por tanto, el área terrestre que abarcaba; en otras palabras, veía como la dieciseisava parte de la superficie total del globo. El mar aparecía bruñido como un espejo, aunque con ayuda del telescopio pude percibir que se hallaba en un estado de violenta agitación; el barco ya no se veía, sin duda por haber derivado hacia el este. Comencé entonces a experimentar un agudo dolor de cabeza, sobre todo alrededor de los oídos, aunque seguía respirando con libertad. La gata y las palomas no parecían sentir molestia alguna.

A las siete menos veinte el globo penetró en una zona de grandes y densas nubes que me entorpeció mucho, pues mi aparato condensador se deterioró y yo quedé calado hasta los huesos. Aquello era, sin duda, un singular rencontre, pues yo no podía suponer que una nube de tal naturaleza pudiera mantenerse a tan considerable altura. Pensé remediar el mal arrojando dos pedazos de lastre de unos dos kilos cada uno, quedándome aún setenta kilos; y gracias a esta operación atravesé muy pronto el obstáculo, notando enseguida un gran aumento en mi velocidad de ascensión. A los pocos segundos de haber salido de la nube, un relámpago deslumbrador la traspasó de extremo a extremo, incendiándola por completo como si fuese una masa de carbón en ignición. Recuérdese que esto sucedió en pleno día. No se podría expresar con palabras la sublimidad de semejante fenómeno, de producirse en las tinieblas de la noche. El infierno hubiera encontrado allí su propia imagen. Tal como lo vi, aquel fenómeno me erizó los cabellos, mientras paseaba a lo lejos mis miradas por la inmensidad y dejé vagar mi imaginación por extrañas y vastas bóvedas, abismos purpúreos y simas rojizas y siniestras de un fuego horrendo e insondable. Me había escapado por muy poco, en realidad. Si el globo hubiese permanecido un minuto más dentro de la nube, es decir, si el malestar que me aquejó no me hubiera inducido a arrojar el lastre, mi muerte habría sido, probablemente, el resultado de aquello. Semejantes peligros, aunque se tomen en poca consideración, son los mayores que se pueden presentar cuando se va en globo. Entre tanto, había alcanzado yo una altura bastante grande para no sentir ya la menor inquietud sobre este punto.

A partir de este momento me elevaba con rapidez, y a las siete el barómetro marcaba no menos de 15.000 metros. Comencé entonces a experimentar mucha dificultad para respirar; la cabeza también me dolía mucho; y como hacía un buen rato que sentía cierta humedad en las mejillas, descubrí al fin que era sangre que manaba abundantemente de mis oídos. Los ojos también me causaban gran inquietud; al pasar la mano por encima de ellos, me pareció que se habían salido de sus órbitas hasta cierto grado, y todos los objetos de la barquilla, y hasta el globo mismo, aparecían deformados a mi vista. Estos síntomas superaban a todo lo que yo esperaba, y me inquietaban bastante. En semejante coyuntura arrojé, imprudente e irreflexivamente, fuera de la barquilla, tres pedazos más de lastre de unos dos kilos cada uno; y entonces la velocidad acelerada de mi ascensión me llevó rápidamente, sin la suficiente gradación, a una capa de la atmósfera alta y muy rarificada, lo cual estuvo a punto de convertirse en un resultado fatal para mi expedición y para mi persona. De repente me invadió un espasmo que duró más de cinco minutos, y hasta cuando cesó en parte, solo pude respirar a grandes intervalos, de una manera convulsiva, sangrando copiosamente por nariz y oídos, y hasta ligeramente por los ojos. Las palomas parecían presa de gran agitación y pugnaban por escapar, mientras que la gata maullaba lastimeramente, y con la lengua fuera se tambaleaba de un lado para otro en la barquilla, como bajo los efectos de un veneno. Me di cuenta entonces, demasiado tarde, de la grave imprudencia que había cometido al arrojar el lastre, y mi turbación fue indecible. Preveía la muerte, y esto en pocos minutos, porque mi padecimiento físico contribuía también a impedirme que hiciera el menor esfuerzo para salvar mi vida. Apenas me quedaban fuerzas para reflexionar, y el intenso dolor de cabeza aumentaba por momentos. Me di cuenta de que iba a perder el conocimiento, y empuñaba ya una de las cuerdas de la válvula, cuando el recuerdo de la jugarreta que le había hecho a mis tres acreedores, y el temor de las consecuencias que podía tener para mí si volvía, me amilanaron por el momento y me contuve. Me tumbé en el fondo de la barquilla, esforzándome por coordinar mis ideas; cuando lo conseguí en parte, resolví apelar al recurso de una sangría. Como no tenía lanceta, me era imposible realizar bien la operación, pero la llevé a cabo abriéndome una vena en el brazo izquierdo con la hoja de un cortaplumas.

Apenas comenzó a salir la sangre experimenté un gran alivio, y cuando hube perdido como la mitad de una jofaina de tamaño corriente, los síntomas más peligrosos desaparecieron casi por completo. Mas no juzgué prudente ponerme en pie, y después de vendarme el brazo lo mejor que pude, permanecí inmóvil durante un cuarto de hora.

Al cabo de este tiempo me levanté, sintiéndome libre del malestar que me había aquejado durante la última hora y cuarto de mi ascensión. Sin embargo, la dificultad para respirar había disminuido muy poco, y pensé que muy pronto tendría que hacer uso del condensador. Al mirar hacia la gata, que se había vuelto a echar cómodamente sobre mi chaqueta, descubrí con infinita sorpresa que, durante mi indisposición, había dado a luz a cinco gatitos. Era para mí cosa inesperada este aumento de viajeros; pero el incidente me agradó, pues me proporcionaba la oportunidad de comprobar un hecho que, más que ningún otro, me había inducido a intentar aquel viaje. Yo había imaginado que la resistencia habitual a la presión atmosférica en la superficie de la Tierra era en gran parte la causa de los dolores que atacan a la vida animal a determinada distancia sobre dicha superficie. Si los gatitos sufrían malestar en el mismo grado que su madre, debía considerar que mi teoría era falsa; pero, en caso contrario, podía considerarlo como una poderosa confirmación de mi idea.

A las ocho había alcanzado ya una altura de unos 27.000 metros sobre la superficie de la Tierra. Por eso me pareció evidente que mi velocidad ascensional no solo aumentaba, sino que tal aumento debiera haber sido sensible incluso en el caso de no haber descargado el lastre, como lo había hecho. Los dolores de cabeza y de oídos volvían intermitentemente con violencia, y a ratos seguía sangrando por la nariz; pero, en general, sufría mucho menos de lo que esperaba. No obstante, a cada minuto mi respiración se hacía más difícil, y cada inhalación iba seguida de un penoso movimiento espasmódico del pecho. Desempaqueté, pues, el aparato condensador y lo preparé para que funcionase inmediatamente.

El aspecto de la tierra en aquella etapa de mi ascensión era verdaderamente magnífico: al oeste, al norte y al sur, hasta donde alcanzaba mi vista, se extendía una sabana infinita de mar, inmóvil en apariencia, que a cada momento tomaba un tono azul más intenso; y a una gran distancia hacia el este se alargaban perfectamente visibles las islas Británicas, toda la costa atlántica de Francia y España; así como una pequeña porción de la parte norte del continente africano. Era imposible distinguir la menor señal de edificios, y las orgullosas ciudades de la humanidad habían desaparecido por completo de la faz de la Tierra.

Lo que me sorprendía, sobre todo, en el aspecto de las cosas que se hallaban por debajo de mí, era la aparente concavidad de la superficie del globo. Fui lo bastante irreflexivo para esperar que su convexidad real se manifestase más claramente a medida que me elevaba; pero una breve reflexión sobre este hecho fue suficiente para explicar esta contradicción. Una línea tirada perpendicularmente desde mi posición a la Tierra hubiese constituido la perpendicular de un triángulo rectángulo cuya base se habría extendido desde el ángulo recto al horizonte, y la hipotenusa desde el horizonte al punto ocupado por mi globo; pero la altura a que me hallaba era poco o nada en comparación con la extensión de mi perspectiva. En otras palabras, la base y la hipotenusa del supuesto triángulo eran tan largas, comparadas con la perpendicular, que podían considerarse como dos líneas casi paralelas. De este modo es como el horizonte del aeronauta parece estar siempre a nivel de su barquilla. Pero como el punto situado inmediatamente debajo de él se halla, aparentemente y lo está en efecto, a inmensa distancia, es natural que le parezca también a una gran distancia por debajo del horizonte. De aquí la impresión de concavidad, impresión que durará hasta que la elevación se halle relativamente a la extensión de la perspectiva en una proporción tal que desaparezca el paralelismo aparente de la base y de la hipotenusa.

Como las palomas parecían sufrir muchísimo, decidí ponerlas en libertad. Desaté una de ellas, un soberbio pichón de color gris, y lo coloqué en el borde de la barquilla; al punto pude ver que estaba muy inquieto, miraba con ansiedad a su alrededor, aleteaba y arrullaba con fuerza, pero no se atrevía a lanzarse fuera de la barquilla. Por último, lo cogí y lo arrojé a unos seis metros de distancia del globo; pero, muy lejos de descender, como yo esperaba, hizo grandes esfuerzos para volver al globo, lanzando al mismo tiempo unos chillidos muy agudos y penetrantes. Consiguió al fin recobrar su primera posición en el borde de la barquilla; mas apenas se hubo posado, inclinó la cabeza sobre la pechuga y cayó muerto en el fondo de la barquilla.

La otra paloma no tuvo tan mala suerte. Para impedir que hiciese como su compañero y se volviera al globo, la arrojé hacia abajo con todas mis fuerzas, y vi con placer que seguía bajando con gran rapidez, haciendo uso de sus alas con facilidad, y de un modo muy natural. Al poco rato se perdió de vista, y no dudo que llegase sana y salva a buen puerto. En cuanto a la gata, que parecía bastante repuesta de su crisis, devoraba en aquel momento con evidente satisfacción el ave muerta, y luego se durmió, al parecer muy contenta. Los gatitos estaban llenos de vida y no manifestaban el más ligero síntoma de malestar.

A las ocho y cuarto, no pudiendo ya respirar sin sufrir dolores intolerables, comencé a ajustar alrededor de la barquilla el aparato perteneciente al condensador. Este aparato exige algunas explicaciones, pues sus excelencias se dignarán recordar que mi finalidad era, ante todo, encerrarme completamente en mi barquilla, preservándome de la atmósfera en extremo enrarecida, en medio de la cual vivía; y, por último, introducir dentro de aquella barricada, por medio de mi condensador, una cantidad de aquella misma atmósfera lo bastante condensada para las necesidades de la respiración. Con este objeto había yo preparado un saco muy grande de caucho, muy flexible, sólido y totalmente impermeable. La barquilla entera se hallaba en cierto modo colocada dentro de aquel saco, cuyas dimensiones habían sido calculadas para este fin. Es decir, que pasaba (el saco) por debajo del fondo de la barquilla, se desplegaba sobre sus bordes y subía por fuera a lo largo de las cuerdas hasta el cerco o aro en que estaba sujeta la red. Una vez desplegado así el saco, y después de cerrarlo herméticamente por todos los lados, había que sujetar ahora su abertura o parte alta, haciendo pasar el tejido de caucho por encima del aro o, en otras palabras, entre este y la red. Pero si desprendía la red del cerco para abrir ese paso, ¿cómo se sostendría la barquilla? Ahora bien, la red no estaba ajustada al aro sólidamente, sino solo por una serie de abrazaderas movibles o de nudos corredizos; no deshice, pues, más que un corto número de estos a la vez, y dejé la barquilla suspendida por los otros. Después de hacer pasar lo que pude de la parte superior del saco, até de nuevo los nudos, no al aro, pues la interposición de la envoltura de caucho hacía esto imposible, sino a una serie de grandes botones fijados en la envoltura misma, a eso de un metro por debajo de la abertura del saco, de modo que se correspondiesen los intervalos entre los botones con los intervalos entre los nudos corredizos. Hecho esto, desaté del aro algunos nudos más, introduje una nueva porción de la envoltura, y los nudos desatados los fijé a su vez a los botones respectivos. Por este procedimiento conseguí pasar toda la parte superior del saco entre la red y el aro.

Es evidente que el aro debía caer desde aquel momento en la barquilla, puesto que todo el peso de la barquilla y de su contenido estaba soportado tan solo por la fuerza de los botones. A primera vista, este medio no ofrecía tal vez la suficiente seguridad; pero no había razón alguna para desconfiar de él, pues no solamente los botones eran sólidos por sí mismos, sino que, además, estaban tan juntos que cada uno de ellos no soportaba en realidad más que una parte muy ligera del peso total. Aunque la barquilla con su contenido hubiera pesado tres veces más, no me habría preocupado por este particular.

Elevé el aro a lo largo de la envoltura de caucho y lo fijé a tres pértigas ligeras, preparadas al efecto. Con esto me proponía conservar en la parte superior del saco la suficiente tirantez, y mantener la parte inferior de la red en la posición deseada. Ya no me faltaba más que anudar la abertura del saco, cosa que hice con facilidad reuniendo los pliegues del caucho y oprimiéndolos fuertemente con una especie de torniquete fijo.

En los lados de la envoltura así desplegada alrededor de la barquilla había hecho yo adaptar tres hojas de vidrio, muy gruesas, pero muy transparentes, a través de las cuales podía ver en torno mío en todas las direcciones horizontales; y en la parte del saco que formaba el fondo había una cuarta ventana análoga, que se correspondía con una pequeña abertura practicada en el fondo de la barquilla misma. Esta me permitía mirar perpendicularmente por debajo de mí. Pero no me había sido posible aplicar tal invención a la parte superior, encima de mi cabeza, a causa de verme obligado a cerrar la abertura de una manera especial, y por los numerosos pliegues que en ella se formaban, teniendo que renunciar, por tanto, a ver los objetos situados en mi cenit. Esto me importaba poco, pues aunque hubiera podido colocar una ventana encima de mí, el globo mismo me hubiera impedido ver.

A unos treinta centímetros por debajo de una de las ventanas laterales había una abertura circular de aproximadamente setenta y cinco milímetros de diámetro, con un reborde de cobre, modelado interiormente para adaptarse a la espiral de un tornillo; el ancho tubo del condensador estaba atornillado en dicho reborde, hallándose el cuerpo del aparato, naturalmente, en la cámara de caucho. Al hacer el vacío en el cuerpo de la máquina, se atraía a este tubo una masa de atmósfera circundante enrarecida, que salía condensada y mezclada con el aire sutil contenido ya en la cámara. Esta operación, repetida varias veces, llenaba por fin la cámara de una atmósfera conveniente para las necesidades de la respiración; pero en un espacio tan reducido como aquel, debía viciarse necesariamente al cabo de poco tiempo, haciéndose inadecuada para la vida por su frecuente contacto con los pulmones. Era entonces expulsada por una pequeña válvula colocada en el fondo de la barquilla, precipitándose enseguida el aire denso en la atmósfera enrarecida. Para evitar en un momento dado el inconveniente de un vacío total en la cámara, esta purificación no debía practicarse nunca de una vez, sino gradualmente, manteniendo la válvula abierta solo unos segundos, volviendo a cerrarse luego, hasta que un par de golpes de la bomba del condensador hubiesen dado con qué llenar la atmósfera expulsada. Por afición a los experimentos, había metido a la gata y sus crías en un cestillo, colgándolo por fuera de la barquilla de un botón que había cerca del fondo, muy próximo a la válvula, a través de la cual podía introducirles el alimento cuando era menester. Hice esto antes de cerrar la abertura de la cámara, y no sin alguna dificultad, pues para llegar a la parte inferior de la barquilla hube de servirme de una de las pértigas, provista de un gancho. Apenas el aire condensado penetró en la cámara, el aro y las pértigas resultaron inútiles, la expansión de la atmósfera obtenida distendió poderosamente el caucho.

Cuando hube concluido todos estos arreglos y la cámara se llenó de aire condensado, eran ya las nueve menos diez minutos. Durante todo el tiempo empleado en estas operaciones había sufrido horriblemente por la dificultad de respirar, y deploré el descuido o, más bien, la increíble imprudencia de la que juzgaba culpable al aplazar para última hora un asunto de tanta importancia. Pero habiéndolo realizado, al fin, comencé a recoger, y muy pronto, los beneficios de mi invento. Respiré de nuevo con la más completa facilidad, y ciertamente no había razón para que no fuese así. También me complació sentirme aliviado de los vivos dolores que me habían aquejado hasta entonces; lo único que me molestaba era un ligero dolor de cabeza, acompañado de una sensación de plenitud en las muñecas, en los tobillos y en la garganta. Era evidente, pues, que una gran parte del malestar ocasionado por haber desaparecido la presión atmosférica se había disipado por completo, y casi todos los dolores que me acosaron durante las dos últimas horas debían atribuirse tan solo a los efectos de una respiración insuficiente.

A las nueve menos veinte —es decir, poco antes de haber cerrado la abertura de mi cámara—, el mercurio, después de alcanzar su límite extremo, volvió a caer en la cubeta del barómetro, que, como he dicho antes, era muy grande. Señalaba entonces una altura de 40.000 metros, y, por consiguiente, mi mirada abarcaba en aquel instante la trescienta veinteava parte de la superficie total de la Tierra. A las nueve había perdido de nuevo de vista a esta última por el este, pero no sin observar antes que el globo derivaba rápidamente hacia el nornoroeste. El océano seguía conservando debajo de mí su aparente concavidad, aunque a menudo me impedían verlo las masas de nubes que flotaban de un lado para otro.

A las nueve y media repetí el experimento de las plumas, arrojando un puñado a través de la válvula: no revolotearon, como me esperaba, sino que cayeron perpendiculares como una bala, en masse, y con tal velocidad, que las perdí de vista a los pocos segundos. Al pronto no supe qué pensar de aquel fenómeno extraordinario, pues no podía creer que mi velocidad ascensional hubiese aumentado tan repentina y prodigiosamente; pero enseguida reflexioné que la atmósfera estaba entonces demasiado rarificada para sostener ni siquiera unas plumas —que caían realmente, como a mí me pareció, con excesiva rapidez—, y que mi sorpresa se debía tan solo a las velocidades combinadas de su caída y de mi ascensión.

A las diez no tenía apenas nada que hacer, pues ninguna tarea exigía mi atención inmediata. Todo iba muy bien, y estaba convencido de que el globo ascendía con una velocidad cada vez mayor, aunque no tuviese medio alguno para apreciar aquel grado de aceleración. No sentía dolor ni molestia de ninguna especie, y hasta disfrutaba de un bienestar que no había conocido desde mi salida de Rotterdam. Me entretenía unas veces en inspeccionar mis instrumentos, y otras en renovar la atmósfera de la cámara; en cuanto a esto último, decidí practicar la operación cada cuarenta minutos, más para preservar mi salud que por absoluta necesidad. Sin embargo, no podía menos de hacer conjeturas, dejándome llevar de ciertas ilusiones. Mi imaginación se elevaba a las extrañas y quiméricas regiones de la Luna; mi fantasía, libre ya de toda traba, vagaba a su antojo entre las maravillas multiformes de un planeta sombrío e inestable. Unas veces creía ver bosques llenos de venerables encinas, precipicios rocosos y cascadas cayendo con estrépito en abismos sin fondo; otras, llegaba de repente a tranquilas soledades inundadas de un sol de mediodía, en que no podía penetrar viento alguno del cielo, y donde se extendían hasta perderse de vista vastas praderas cubiertas de amapolas y grandes y esbeltas flores semejantes a lirios, todas silenciosas e inmóviles para siempre. Después de viajar largo tiempo, penetraba en una comarca que no era toda ella sino un lago tenebroso, envuelto en nubes. Pero estas imágenes no eran las únicas que se adueñaban de mi cerebro. Horrores de una naturaleza más cruda y aterradora invadían con frecuencia mi espíritu y agitaban las profundidades más recónditas de mi alma a la simple hipótesis de su posibilidad. No podía permitir, sin embargo, que mi pensamiento se fijase con insistencia en estas últimas especulaciones, pues pensaba juiciosamente que los peligros reales y palpables de mi viaje bastaban para absorber toda mi atención.

A las cinco de la tarde, mientras estaba ocupado en renovar la atmósfera de la cámara, aproveché la ocasión para observar a la gata y sus crías a través de la válvula. La gata parecía sufrir mucho otra vez, y no dudé en atribuir su malestar a la dificultad para respirar; pero mi experimento, con respecto a los gatitos, había tenido un resultado de los más singulares. Como era natural, esperaba verlos manifestar una sensación de dolor, aunque en un grado menor que su madre, y esto hubiera sido suficiente para confirmar mi opinión en cuanto a la resistencia habitual a la presión atmosférica; mas no esperaba hallarlos, después de un escrupuloso examen, disfrutando de una perfecta salud, sin el menor síntoma de malestar. Esto solo podía explicarse ampliando mi teoría, y suponiendo que la atmósfera circundante, enrarecida en sumo grado, podría no ser, en contra de lo que había supuesto, químicamente insuficiente para las funciones vitales, y que a una criatura nacida en un medio semejante le sería dado, tal vez, no sentir la menor molestia respiratoria, mientras que al volver a las capas más densas, cercanas a la Tierra, sufriría sin duda dolores análogos a los que yo acababa de padecer.

Fue para mí motivo de profundo sentimiento el desgraciado accidente que me privó de mi pequeña familia de gatos y del medio, de profundizar en esta cuestión por un experimento continuado. Al pasar mi mano a través de la válvula con una taza llena de agua para la madre, la manga de mi camisa se enganchó en el aro que sostenía el cestillo, el cual, con el golpe, se desprendió del botón. Si todo el cestillo se hubiera evaporado en el aire, no habría desaparecido de mi vista de una manera más instantánea. En realidad, no transcurrió ni una décima de segundo entre el instante en que el cestillo se desprendió y aquel en que desapareció por completo con todo cuanto contenía. Mis mejores votos le acompañaron hacia la Tierra, aunque, naturalmente, no esperaba que la gata y sus gatitos sobrevivieran para contar su odisea.

A las seis de la tarde observé que una gran parte de la superficie de la Tierra, hacia el este, estaba sumida en una densa sombra, que avanzaba sin cesar con gran rapidez; a las siete menos cinco dicha superficie quedó envuelta en las tinieblas de la noche. Pero hasta unos instantes después los rayos del sol poniente no dejaron de iluminar el globo; y esta circunstancia, que ya me esperaba, no dejó de causarme un inmenso placer. Era evidente que por la mañana contemplaría el cuerpo luminoso a su salida varias horas antes que los ciudadanos de Rotterdam, aunque se hallasen situados mucho más lejos que yo hacia el este; y que de día en día, a medida que me encontrase a más altura en la atmósfera, disfrutaría de la luz solar durante un período de tiempo cada vez más largo. Decidí entonces redactar un diario de mi viaje, contando los días por veinticuatro horas consecutivas, sin tener en cuenta los intervalos de oscuridad.

A las diez me acometió el sueño, y me acosté para pasar el resto de la noche; pero de pronto se presentó una dificultad que, si bien debiera haberme saltado a la vista, me pasó inadvertida hasta el último momento. Si me echaba a dormir, según era mi intención, no podría renovar el aire de la cámara mientras tanto; respirar aquella atmósfera más de una hora era cosa de todo punto imposible, y si este tiempo se prolongaba un cuarto de hora más, podían resultar las consecuencias más deplorables. Tan cruel alternativa me inquietó mucho, y apenas se creerá que, después de los peligros que había pasado, considerase la cosa tan grave que desesperé de llevar a cabo mi designio, resignándome por último a bajar.

Pero esta vacilación solo fue momentánea. Reflexioné que el hombre es el más perfecto esclavo de la costumbre, y que mil casos de la rutina de su existencia se consideran de importancia esencial, no siendo tales sino porque ha hecho necesidades de esa rutina. Era indudable que no podía dormir; pero podía muy bien habituarme a despertarme, sin el menor inconveniente, de hora en hora, durante todo el tiempo dedicado a mi reposo. No necesitaba más de cinco minutos para renovar por completo la atmósfera, y la única dificultad verdadera se reducía a ingeniar un procedimiento para despertarme en el momento preciso. Sin embargo, confieso que era aquel un problema cuya solución me apuraba bastante.

Había oído hablar, ciertamente, del estudiante que para no dormirse sobre los libros tenía en la mano una bola de cobre, que resonando al caer en una jofaina del mismo metal colocada en el suelo junto a su silla, servía para despertarlo si le invadía el sueño. Pero mi caso era muy diferente al suyo y no daba lugar a semejante idea, pues yo no deseaba estar siempre despierto, y sí solo a intervalos regulares. Al fin imaginé un medio que, por sencillo que parezca, lo consideré, en el momento de ocurrírseme, como un invento comparable al del telescopio, las máquinas de vapor o al arte mismo de la imprenta.

Hay que observar, por lo pronto, que el globo, a pesar de la altura a que había llegado, seguía subiendo en línea recta con toda regularidad, y que la barquilla no experimentaba la menor oscilación. Esta circunstancia me favoreció mucho para llevar a cabo mi proyecto; la provisión de agua se hallaba en barriles sólidamente sujetos en el interior de la barquilla; desprendí uno de ellos, y cogiendo dos cuerdas, las até con fuerza al reborde de mimbre, de modo que cruzasen paralelamente la barquilla a una distancia de treinta centímetros una de otra; formaban así una especie de estante sobre el cual coloqué el barril, sujetándolo en posición horizontal.

A unos veinte centímetros por debajo de estas cuerdas, y a un metro aproximadamente del fondo de la barquilla, fijé otro tablero, pero hecho de una tablilla delgada, la única de que disponía, y sobre él, y justamente por debajo de uno de los bordes del barril, puse una pequeña vasija de barro. Hice entonces un agujero en el fondo del barril, de modo que correspondiese con la vasija, y apliqué a él una cuña de madera cortada en forma de tapón, introduciéndola y retirándola hasta que se ajustase de modo que el agua cayera por el agujero solo en cantidad suficiente para llenar el recipiente hasta el borde en el intervalo de sesenta minutos. Esto último me fue fácil comprobarlo en poco tiempo: no tuve más que observar hasta dónde se llenaba la vasija en un tiempo dado. Una vez dispuesto todo eso debidamente, lo demás se adivina sin dificultad.

Mi lecho estaba en el fondo de la barquilla, colocado de modo que mi cabeza, cuando me acostaba, se hallaba inmediatamente debajo de la boca de la vasija, siendo evidente que al cabo de una hora, una vez llena esta, el agua rebosaría y caería por la boca, que estaba un poco más abajo del nivel del borde, desde una altura de casi metro y medio, sobre mi rostro, lo cual me despertaría al instante, aunque durmiera con el sueño más profundo del mundo.

Eran lo menos las once cuando terminé, y me acosté acto seguido, confiando en la eficacia de mi invención. No resultaron fallidas mis esperanzas, de sesenta en sesenta minutos me despertaba con toda puntualidad mi fiel cronómetro; vaciaba entonces el contenido de la vasija por el agujero del fondo del barril, dejaba funcionando el condensador y me volvía a la cama. Aquellas interrupciones regulares de mi sueño me causaron menos fatiga incluso de lo que esperaba, y cuando al fin me levanté eran las siete y el Sol se había elevado ya muchos grados por encima de la línea del horizonte.

3 de abril.—Observé que mi globo había llegado a una altura inmensa, y que la convexidad de la Tierra se manifestaba al fin de una manera notable. Por debajo de mí, en el océano, se divisaba un semillero de puntos negros, que sin duda eran islas; sobre mi cabeza, el cielo era de un negro azabache y las estrellas visibles brillaban mucho, si bien siempre me habían parecido así desde el primer día de mi ascensión. Muy lejos, hacia el norte, divisaba en el confín del horizonte una línea o fina franja de deslumbrante blancura, y supuse al instante que sería el límite sur del mar polar. Mi curiosidad se avivó en sumo grado, pues tenía la esperanza de avanzar mucho más en aquella dirección, y encontrarme acaso en un momento dado directamente encima del polo mismo. Deploré entonces que la gran altura a la que me hallaba me impidiese realizar un examen tan exacto como hubiese querido. Sin embargo, aún podía hacer algunas buenas observaciones.

No me sucedió nada extraordinario durante aquel día. Mi aparato seguía funcionando con toda regularidad y el globo subía sin ninguna variación perceptible; pero el frío era intenso y tuve que abrigarme bien con mi paletó. Cuando las tinieblas se extendieron sobre la Tierra me acosté, aunque todavía me iluminó durante unas horas la luz del día. Mi reloj de agua funcionaba muy bien, y dormí con toda tranquilidad hasta la mañana siguiente, salvo las interrupciones periódicas.

4 de abril.—Me he levantado contento y con buena salud, causándome no poca admiración el singular cambio operado en el aspecto del mar. Ya no tenía apenas el tono azul intenso que había observado hasta entonces, sino que era de un color blanco grisáceo y de un brillo cegador. La convexidad del océano era tan evidente, que toda la masa de sus aguas lejanas parecía precipitarse furiosamente en el abismo del horizonte, y presté oído atenta e instintivamente esperando percibir los ecos de la poderosa catarata. Las islas ya no eran visibles, bien porque hubiesen quedado detrás del horizonte hacia el sudeste, o porque mi mayor elevación las hubiera dejado fuera del alcance de mi vista; no me era posible determinarlo, pero me inclinaba en favor de esta última opinión. La faja de hielo, al norte, era cada vez más visible. El frío había disminuido mucho en intensidad. No me sucedió nada nuevo, y pasé el día leyendo, pues no había olvidado los libros al emprender mi excursión.

5 de abril.—He contemplado el singular fenómeno de la salida del Sol, mientras toda la superficie visible de la Tierra estaba aún envuelta en tinieblas; pero la luz comenzó a difundirse sobre todas las cosas, y volví a ver la línea de los hielos al norte. Era ahora muy clara y parecía de un tono más oscuro que las aguas del océano. Evidentemente me acercaba a ella con la mayor rapidez. Me imaginé que divisaba aún una faja de tierra hacia el este y otra hacia el oeste: pero no pude comprobarlo. Temperatura moderada. No me sucedió nada importante este día, y me acosté muy temprano.

6 de abril.—Me ha sorprendido mucho hallar la faja de hielo a una distancia bastante moderada, llamándome la atención un inmenso campo helado que se extendía hacia el norte. Era evidente que si el globo conservaba la misma dirección, debía llegar muy pronto a la altura del océano boreal, y por tanto tenía ahora grandes esperanzas de ver el polo. Durante todo el día seguí acercándome a los hielos. A la caída de la noche, los límites de mi horizonte se agrandaron de improviso y muy sensiblemente, lo cual se debía sin duda a la forma de nuestro planeta, que es la de un esferoide aplanado, y porque llegaba sobre las regiones aplanadas en la proximidad del círculo ártico. Al fin, cuando las tinieblas me invadieron, me acosté con verdadera ansiedad, temiendo pasar sobre un lugar tan curioso sin poder observarlo bien.

7 de abril.—Me levanté temprano y contemplé con gran alegría lo que no vacilé en considerar como el mismo polo norte. Allí estaba, sin duda alguna, directamente bajo mis pies; pero, ¡ay!, me hallaba entonces a tan inmensa altura que no podía distinguir nada con claridad. A juzgar por la progresión de las cifras que indicaban mis diversas alturas en diferentes momentos, desde las seis de la mañana del 2 de abril, hasta las nueve menos veinte de esa misma mañana (instante en que el mercurio volvió a caer en la cubeta del barómetro), había motivo para suponer que el globo debía haber alcanzado en aquel momento (cuatro de la madrugada del 7 de abril) una altura de más de 11.000 kilómetros sobre el nivel del mar.

Esta elevación puede parecer enorme; pero el cálculo en que se basaba me daba, sin duda, un resultado muy inferior a la realidad. De todos modos, era evidente que tenía a la vista la totalidad del mayor diámetro terrestre; todo el hemisferio norte se extendía por debajo de mí como un inmenso mapa en relieve, y el gran círculo mismo del ecuador formaba la línea fronteriza de mi horizonte. Sus excelencias, pues, comprenderán fácilmente que las regiones inexploradas hasta ahora, y confinadas en los límites del círculo ártico, aunque situadas directamente debajo de mí, y, por tanto, vistas sin apariencia alguna de escorzo, estaban demasiado empequeñecidas y a una distancia excesivamente lejana del punto de observación para que pudiese realizar un examen minucioso.

Con todo, lo que veía era de una naturaleza singular e interesante. Al norte de la inmensa faja antes citada y que se puede definir, salvo una ligera restricción, como el límite de la exploración en esas regiones, seguía extendiéndose sin interrupción, o casi sin ella, una sabana de hielo. En su principio, la superficie de aquel mar helado se aplasta sensiblemente; más lejos se deprime hasta parecer plana; y, por último, llega a ser singularmente cóncava, terminando en el polo mismo en una cavidad ventral circular, cuyos bordes se marcaban con precisión, y cuyo diámetro aparente subtendía entonces, respecto a mi globo, un ángulo de sesenta y cinco segundos, poco más o menos. En cuanto al color, era oscuro, de intensidad variable, siempre más sombrío que ningún otro punto del hemisferio visible, llegando a veces hasta el negro profundo. Más allá era difícil distinguir cosa alguna. A mediodía, la circunferencia de aquel orificio central había disminuido a mis ojos, y a las siete de la tarde la había perdido por completo de vista; el globo pasaba al borde oeste de los hielos y avanzaba rápidamente en dirección al ecuador.

8 de abril.—He observado una sensible disminución en el diámetro aparente de la Tierra, y una alteración efectiva en su color y en su aspecto general. Toda la superficie visible presentaba entonces, en diversos grados, un tono amarillo pálido, y en ciertas partes había adquirido un brillo casi doloroso para los ojos. La densidad de la atmósfera y los montones de nubes me impedía en gran modo ver bien, y apenas si entre esas masas podía distinguir de cuando en cuando el planeta. En las últimas cuarenta y ocho horas mi observación había sido entorpecida por aquellos obstáculos; y como la altura a que me hallaba era grandísima, me confundía con aquellas masas flotantes de vapor, y el inconveniente aumentaba a medida que ascendía. Pude reconocer, sin embargo, que el globo se cernía entonces por encima del grupo de los grandes lagos de América del Norte, corriendo en derechura hacia el sur, lo cual debía llevarme hacia los trópicos. Esta circunstancia fue para mí altamente satisfactoria, y la consideré como un presagio feliz de mi éxito final. A decir verdad, la dirección que yo había tomado hasta entonces me tenía muy inquieto, pues era evidente que si la hubiera seguido mucho tiempo, no habría llegado jamás a la Luna, cuya órbita está inclinada sobre la eclíptica tan solo en un pequeño ángulo de 5º 8’ 48”. Por extraño que esto parezca, hasta este último período no comencé a comprender el gran error que había cometido al no realizar mi partida desde algún punto terrestre situado en el plano de la elipse lunar.

9 de abril.—El diámetro de la Tierra aparece hoy muy disminuido, y la superficie adquiere por momentos un tono amarillo más intenso. El globo sigue deslizándose hacia el sur, llegando a las nueve de la noche sobre la costa norte del gol fo de México.

10 de abril.—Un estruendo aterrador, un crujido terrible que no podía explicar en modo alguno, me despertó de improviso hacia las cinco de la mañana. Fue muy breve; pero mientras duró no se parecía a ninguno de los ruidos terrestres que oyera hasta entonces. Es inútil decir que me alarmó mucho, pues al pronto creí que el globo se había desgarrado; pero al examinar todo el aparejo atentamente no pude descubrir el menor desperfecto. He pasado la mayor parte del día meditando sobre tan extraordinario incidente, mas sin dar con explicación alguna satisfactoria. Me acosté muy descontento, en un estado de la mayor ansiedad y agitación.

11 de abril.—He observado una disminución sensible en el diámetro aparente de la Tierra, y un considerable aumento, por primera vez, en el de la Luna, a la que le faltaban pocos días para ser llena. Me fue precisa una penosa labor para condensar en la cámara el suficiente aire atmosférico para el mantenimiento de la vida.

12 de abril.—Se ha producido un cambio singular en la dirección del globo, y aunque ya lo esperaba, me causó el más vivo placer. En su dirección primera había llegado al vigésimo paralelo de latitud sur, poco más o menos, cuando giró bruscamente hacia el este, en ángulo agudo, siguiendo esta ruta todo el día y manteniéndose casi en el plano exacto de la elipse lunar. Lo más digno de notarse era que este cambio ocasionaba una oscilación muy sensible en la barquilla, oscilación que, en mayor o menor grado, duró varias horas.

13 de abril.—Me he sentido otra vez muy inquieto por la repetición de aquel crujido de desgarrón que me atemorizó el día 10. He meditado largo tiempo sobre ello, sin que aún pueda explicarme la causa de una manera satisfactoria. Observo notable decrecimiento en el diámetro aparente de la Tierra, que subtiende con relación al globo un ángulo de muy poco más de veinticinco grados. Me era imposible ver la Luna, porque estaba casi en mi cenit. Continuaba en el plano de la elipse, pero progresando poco hacia el este.

14 de abril.—Disminución excesivamente rápida del diámetro de la Tierra. Hoy me ha impresionado mucho la idea de que el globo avanzaba por la línea de los ápsides, remontando hacia el perigeo; o, en otros términos, que seguía en la ruta directa que debía conducirlo enseguida a la Luna en esa parte de su órbita, la más próxima a la Tierra. La Luna estaba justamente encima de mi cabeza y, por consiguiente, me era invisible. Sigo afanándome en la enojosa e indispensable labor para la condensación de la atmósfera.

15 de abril.—Ni siquiera puedo distinguir ahora con claridad en el planeta el contorno de los continentes y de los mares. Hacia mediodía me alarmó por tercera vez ese ruido espantoso que tanto me había asombrado antes; pero duró más y fue aumentando de intensidad. Poseído de asombro y de terror, esperaba temblando alguna terrible destrucción, cuando la barquilla fue sacudida con violencia inaudita, y vi pasar junto al globo, rugiendo con el fragor de mil truenos, una gigantesca y llameante masa, sin darme tiempo a ver lo que era. Cuando me recobré de mi admiración y mi espanto, supuse lógicamente que aquello debía ser algún enorme fragmento volcánico expelido de aquel mundo al que me acercaba con tanta rapidez, y sin duda un trozo de esas singulares sustancias recogidas a veces en la Tierra que se llaman aerolitos, a falta de un nombre más preciso.

16 de abril.—Al mirar hoy hacia arriba, como pude, por cada una de las dos ventanas laterales, vi con asombro una parte muy pequeña del disco lunar que sobresalía, por decirlo así, hacia todos los lados, más allá de la amplia circunferencia de mi globo. Me sentí muy agitado, pues no tenía ahora la menor duda de que iba a llegar muy pronto al final de mi peligroso viaje. Realmente el trabajo que requería ahora el condensador aumentó hasta un grado abrumador, sin darme apenas punto de reposo. Ya no había ni que pensar en dormir; sentía un malestar indecible, y todo mi ser desfallecía de extenuación. Era imposible que la naturaleza humana soportase por más tiempo aquel estado de intenso sufrimiento. Durante el intervalo, ahora muy breve, de oscuridad, un nuevo aerolito pasó cerca del globo, y la frecuencia de estos fenómenos comenzó a inquietarme.

17 de abril.—Esta mañana es memorable en mi viaje. Se recordará que el día 13 la Tierra subtendía, con relación a mí, un ángulo de 25º; el 14, este había disminuido mucho; el 15 observé un decrecimiento aún mayor, y el 16, antes de acostarme, estimé que el ángulo no era ya más que de 7º 15’. ¡Cuál no sería, pues, mi asombro, cuando al despertarme en la mañana de hoy, después de un breve y agitado sueño, vi que la superficie de la Tierra, situada debajo de mí, había aumentado de un modo tan inopinado y pasmoso, que su diámetro aparente subtendía un ángulo de, por lo menos, 39°! Me quedé estupefacto. Ninguna palabra podría expresar con exactitud el horror y el asombro que me sobrecogió, que me invadió y anonadó. Me flaquearon las piernas, me estremecí de pies a cabeza y se me erizó el cabello.

«¡El globo ha reventado! ¡Sí, el globo ha reventado, por lo visto! ¡Caeré, voy a caer con una velocidad espantosa! A juzgar por la enorme distancia que he recorrido tan rápidamente, me estrellaré contra la superficie de la Tierra dentro de diez minutos, a lo sumo! ¡Me estrellaré, quedaré destrozado!» Estas fueron las primeras ideas tumultuosas que cruzaron por mi mente; mas, por último, la reflexión vino en mi ayuda. Me serené un instante, medité y comencé a dudar. Aquello era imposible; no podía haber bajado tan rápidamente; además, aunque me acercase a la superficie situada debajo de mí, mi verdadera velocidad no estaba de ningún modo en relación con la espantosa celeridad que había imaginado al principio.

Estas reflexiones calmaron la perturbación de mis ideas, y logré al cabo considerar el fenómeno desde su real punto de vista. Era preciso que mi asombro me hubiese privado en gran manera del uso de mis sentidos para que no echase de ver la enorme diferencia que había entre el aspecto de la superficie que estaba debajo de mí y la de mi planeta natal. Este último se hallaba realmente sobre mi cabeza y totalmente oculto por el globo; mientras que la Luna —la Luna misma, en toda su gloria— se extendía por debajo de mí: la tenía a mis pies.

El estupor y la sorpresa producidos en mi espíritu por este cambio extraordinario en la situación de las cosas era tal vez, después de todo, lo más inexplicable de mi aventura. Pues el bouleversement, en sí mismo, no solo era natural e inevitable, sino que desde hacía mucho tiempo lo había previsto, como una circunstancia que debía producirse cuando llegase al punto exacto de mi viaje en que la atracción del planeta sería sustituida por la del satélite, o en otros términos, cuando la gravitación del globo hacia la Tierra fuese menos poderosa que su gravitación hacia la Luna. Es cierto que salía de un profundo sueño, con todos mis sentidos aún trastornados cuando me encontré de pronto ante un fenómeno de los más sorprendentes, un fenómeno esperado, pero no en aquel momento. La revolución misma debía haberse verificado, naturalmente, de la manera más suave y gradual, y seguramente, aunque me hubiera despertado en el momento de ocurrir no me hubiese dado cuenta de la inversión, ni hubiese sentido síntoma alguno interior del cambio de posición, es decir, una molestia, una perturbación cualquiera, ya fuera en mi persona o en mi aparato.

Es casi inútil decir que al darme cuenta de mi situación, y una vez libre del terror que había absorbido todas las facultades de mi espíritu, toda mi atención se fijó en la contemplación del aspecto general de la luna. Se extendía por debajo de mí como un inmenso mapa, y aunque se hallase todavía a considerable distancia, a mi juicio, las asperezas de su superficie se mostraban con una gran claridad, con una sorprendente e inexplicable claridad. La ausencia completa de océano, de mar y hasta de lagos, ríos o cualquier extensión de agua, me llamó la atención inmediatamente como el carácter más extraordinario de su condición geológica. Sin embargo, ¡cosa extraña!, veía vastas regiones llanas, de índole evidentemente aluvial, aunque la mayor parte del hemisferio visible estaba cubierto de innumerables montañas volcánicas de forma cónica, que más bien tenían el aspecto de protuberancias artificiales que naturales. La más alta de ellas no excedía de los 5.000 metros de elevación perpendicular; pero un mapa de las regiones volcánicas de los Campi Phlegræi daría a sus excelencias una mejor idea de sus superficies que cualquier torpe descripción que me creyese en el deber de intentar. La mayor parte de aquellas montañas se hallaban evidentemente en estado de erupción, y me daban una idea aterradora de su furiosa violencia por los repetidos y tonantes lanzamientos de los mal llamados aerolitos, que ahora venían por debajo del globo, pasando muy cerca de él con una frecuencia y velocidad espantosa.

18 de abril.—Hoy he observado un enorme aumento en el volumen aparente de la Luna, y la creciente celeridad de mi descenso comienza a inquietarme. Se recordará que, cuando al principio comencé a soñar en la posibilidad de un paso hacia la Luna, entró por mucho en mis cálculos la hipótesis de la existencia, en su proximidad, de una atmósfera densa en proporción al volumen del planeta; y esto a despecho de muchas teorías contrarias, y hasta puedo añadir de la general incredulidad en la existencia de una atmósfera lunar cualquiera. Sin embargo, además de las ideas que ya emití en relación con el cometa de Encke y con la luz zodiacal, lo que me confirmaba en mi opinión, eran ciertas observaciones de Mr. Schroeter, de Lilienthal. Este sabio observó la Luna por la noche, poco después de la puesta del Sol, antes que la parte oscura se hiciese visible, y continuó observándola hasta que esta parte se hizo visible. Los dos cuernos parecían afilarse, formando una especie de prolongación muy aguda, cuya extremidad estaba ligeramente bañada por los rayos solares, antes que ninguna parte del hemisferio oscuro fuera visible; y poco tiempo después, todo el limbo oscuro quedó iluminado. Pensé que aquella prolongación de los cuernos más allá del semicírculo se debía a la refracción de los rayos solares por la atmósfera de la Luna; calculé también que la altura de esta atmósfera (que podía refractar la suficiente luz en su hemisferio oscuro para producir un crepúsculo más luminoso que la luz reflejada por la Tierra cuando la Luna se halla a unos 32º de su plenitud) debía ser de unos 500 metros; por lo cual supuse que la mayor elevación capaz de refractar el rayo solar era de más de 1.500 metros.

Mis ideas sobre este punto también se encuentran confirmadas en un pasaje del volumen 82 de las Transacciones filosóficas, en el cual se dice que, al efectuarse una ocultación de los satélites de Júpiter, el tercero desapareció después de mantenerse confuso durante un par de segundos, y que el cuarto no pudo distinguirse al acercarse al limbo4.

Yo había basado por completo mi confianza en llegar sano y salvo en mi último descenso en la resistencia, o más exactamente, en la sustentación de una atmósfera existente en un estado de densidad hipotética. Por lo demás, si había hecho una conjetura absurda, no me quedaba nada mejor que hacer sino esperar, como final de mi viaje, quedar pulverizado contra la áspera superficie del satélite. En una palabra, tenía ahora mil razones para estar atemorizado. La distancia que me separaba de la Luna era relativamente insignificante; pero el trabajo exigido por el condensador no había disminuido en absoluto, ni veía indicio alguno de que disminuyese la rareza del aire.

19 de abril.—Esta mañana, a eso de las nueve, cuando me hallaba espantosamente cerca de la superficie lunar y mi inquietud llegaba a la exasperación, observé con gran alegría que la bomba del condensador daba señales evidentes de una alteración en la atmósfera. A las diez tuve motivos para creer que su densidad había aumentado considerablemente. A las once, el aparato requería muy poco trabajo; al mediodía me aventuré, no sin cierta vacilación, a aflojar el torniquete, y al ver que no daba ningún mal resultado, abrí con resolución la cámara de caucho y descubrí la barquilla, todo a la redonda. Como era de esperar, una violenta jaqueca, acompañada de espasmos, fue la consecuencia inmediata de un ensayo tan precipitado y lleno de peligros. Pero como estos y otros, inconvenientes para la respiración no eran aún de tal índole que pusieran en peligro mi vida, me resigné a sufrirlos, tanto más cuanto que tenía motivos para esperar que desaparecerían paulatinamente, pues a cada minuto me iba aproximando a las capas más densas de la atmósfera lunar.

Sin embargo, mi aproximación era aún sumamente impetuosa, y bien pronto me di cuenta —cosa muy alarmante para mí— de que, aunque probablemente no estuviese equivocado al contar con una atmósfera cuya densidad debía ser proporcional al volumen del satélite, me había equivocado de cabo a rabo al suponer que esa densidad, aun en la superficie, sería suficiente para soportar el gran peso contenido en la barquilla de mi globo. Tal hubiera debido ser el caso, exactamente como en la superficie de la Tierra, si suponemos que en uno y otro planeta la gravitación real de los cuerpos, está en razón de la densidad atmosférica; mas no era así, y mi precipitada caída lo demostraba suficientemente. Pero ¿por qué no lo era? Esto solo podía explicarse teniendo en cuenta esas posibles perturbaciones geológicas a las que he aludido antes. En todo caso, me hallaba ya muy cerca del planeta, y caía con la impetuosidad más terrible. Así, pues, sin perder un momento, arrojé por encima de la borda todo mi lastre, luego mis barriles de agua, mi aparato condensador, mi saco de caucho y, por último, los demás objetos contenidos en la barquilla; pero todo esto no sirvió de nada.

Seguía cayendo con espantosa rapidez, y enseguida me hallé a menos de mil metros de la superficie. Como último recurso, me despojé del paletó, del sombrero y de las botas; desprendí del globo la misma barquilla, que no pesaba poco, y, cogiéndome entonces a la red con ambas manos, apenas tuve tiempo de observar que toda la comarca, hasta donde alcanzaba mi vista, estaba llena de viviendas liliputienses. Un momento después caía como una bala en el corazón mismo de una ciudad de aspecto fantástico, y en medio de una multitud de seres pequeños, ninguno de los cuales pronunció una sola palabra ni se molestó en absoluto para auxiliarme. Permanecían todos con las manos en las caderas, gesticulando como idiotas de la manera más ridícula y mirando de reojo a mí y a mi globo.

Me aparté de ellos con profundo desdén, y alzando la vista hacia la Tierra, que había abandonado no hacía mucho, la vi bajo la forma de un enorme y sombrío escudo de bronce, de un diámetro aproximado de dos grados, fijo e inmóvil en el cielo, y mostrando en uno de sus bordes una media luna del dorado más brillante. No se descubrían indicios de mar ni de continente, y el conjunto estaba moteado de manchas variables, atravesadas por las zonas tropicales y ecuatoriales, como por otras tantas, fajas.

Así, pues, me permitiré manifestar a sus excelencias que, tras una larga serie de angustias, de peligros indecibles, llegué sano y salvo, a los diecinueve días de mi salida de Rotterdam, al término del viaje más extraordinario e importante que jamás se haya llevado a cabo, emprendido o incluso concebido por ciudadano alguno de vuestro planeta.

No me queda más que relatar mis aventuras, pues sus excelencias comprenderán fácilmente que —después de residir cinco años en un planeta que ya es bastante interesante de por sí, lo es doblemente por su íntimo parentesco, en calidad de satélite, con el mundo habitado por el hombre— puedo guardar para el Colegio Nacional Astronómico informes secretos de mucha mayor importancia que los simples detalles, por sorprendentes que sean, del viaje, llevado a cabo tan felizmente.

Tal es, en suma, la verdadera cuestión. Tengo muchas cosas que contar, y sería para mí un gran placer comunicárselas. Tengo mucho que decir del clima de este planeta, de sus asombrosas alternativas de calor y de frío, de esa claridad solar que dura quince días, implacable y brillante; de su temperatura glacial, más que polar, que se siente en la otra quincena; de esa traslación constante de humedad que se efectúa por destilación, como en el vacío, desde el punto situado debajo del Sol hasta el más alejado; de la zona variable de aguas corrientes; de la raza misma de sus habitantes; de sus usos, costumbres e instituciones políticas; de su peculiar contextura física, de su fealdad, de su falta de orejas, apéndices superfluos en una atmósfera tan singularmente modificada; de su ignorancia consiguiente del uso y de las propiedades del lenguaje, y del singular método de comunicación entre ellos, que sustituye a la palabra; de la incomprensible relación que une a cada ciudadano de la Luna con otro del globo terráqueo, relación análoga y dependiente de la que rige asimismo los movimientos del planeta y del satélite, por medio de la cual las vidas y destinos de los habitantes del uno están enlazados con las vidas y destinos de los habitantes del otro; y, sobre todo, si les place a sus excelencias, les hablaré muy especialmente de los sombríos y horribles misterios relegados a las regiones del otro hemisferio lunar, regiones que, a causa de la concordancia casi milagrosa de la rotación del satélite sobre su eje con su revolución sideral alrededor de la Tierra, no se han mostrado jamás hacia nosotros, y, gracias a Dios, no se mostrarán nunca a la curiosidad de los telescopios humanos. Todo esto, y mucho más, hubiese querido relatar muy detenidamente; pero, si he de hacerlo, reclamo mi recompensa. Aspiro a volver al seno de mi familia y de mi hogar, y como premio por mis comunicaciones ulteriores, teniendo en cuenta la luz que puedo arrojar sobre muchas ramas importantes de las ciencias, físicas y metafísicas, solicito, por mediación de su honorable corporación, se me perdone el delito de que soy culpable por la muerte de mis acreedores al abandonar la ciudad de Rotterdam. El portador de la presente, habitante de la Luna, que ha tenido a bien servirme de mensajero en la Tierra, y a quien he dado las instrucciones necesarias, esperará la contestación de sus excelencias para traerme la gracia solicitada, si hay medio de obtenerla.

Tengo el honor de quedar fiel y humilde servidor de sus excelencias.

HANS PFAALL

Al terminar la lectura de tan extraño documento, el profesor Rubadub, mudo de sorpresa, dejó caer su pipa al suelo, según dicen; mientras que Mynheer Superbus von Underduk, después de limpiar sus antiparras y guardarlas en el bolsillo, se olvidó de su dignidad hasta el punto de dar tres piruetas, lleno de estupefacción y poseído del mayor asombro. Era indudable que se lograría el perdón; por lo menos así lo prometió el buen profesor Rubadub, quien lo juró profiriendo un voto enérgico. Y tal fue decididamente la opinión del ilustre von Underduk, quien cogiendo del brazo a su colega recorrió la mayor parte del camino hacia su casa sin decir una palabra, para deliberar sobre las medidas a adoptar.

Pero una vez que llegó a la puerta del domicilio del burgomaestre, el profesor sugirió la idea de que, habiendo desaparecido el mensajero (aterrado, sin duda, por el aspecto salvaje de los ciudadanos de Rotterdam), el perdón no serviría de gran cosa, puesto que solo un habitante de la Luna podía emprender tan largo viaje. Ante una observación tan sensata, el burgomaestre asintió, y el asunto no tuvo más consecuencias; mas no pudieron evitarse los rumores y las conjeturas. Al ser publicada la carta, dio origen a una infinidad de habladurías y opiniones; algunos hombres por demás juiciosos llegaron hasta el punto de ridiculizar el asunto, presentándolo como una pura invención, como un canard, pero creo que esta palabra es, entre esa clase de gentes, un término general que aplican a todas las materias que superan a su inteligencia. Por mi parte, no puedo comprender en qué han fundado semejante acusación. Veamos lo que dicen:

 

Primero: Que algunos farsantes de Rotterdam profesan una especial antipatía a ciertos burgomaestres y astrónomos.

Segundo: Que un enano extravagante, prestidigitador de oficio, cuyas orejas habían sido cortadas en castigo de alguna fechoría, había desaparecido hacía unos días de la inmediata ciudad de Brujas.

Tercero: Que los periódicos pegados alrededor del pequeño globo eran holandeses, y, por consiguiente, no podían haber sido impresos en la Luna. Eran papeles sucios, muy grasientos, y Gluck, el impresor, juraba por la Biblia que aquellos diarios se habían tirado en Rotterdam.

Cuarto: Que habían visto, dos o tres días antes, al propio Hans Pfaall, el mísero borracho, con los tres bribones a quienes llamaba sus acreedores, en una taberna de mala fama de los arrabales, cuando volvían de una travesía marítima con los bolsillos llenos de dinero.

Y, por último, que es opinión generalmente admitida, o que debe serlo así, que el Colegio de Astrónomos de Rotterdam, así como todos los demás colegios de astrónomos de las demás partes del mundo, sin mencionar a los colegios y a los astrónomos en particular, no es, para dejar por terminado el tema, ni mejor, ni más sabio, ni más ilustrado de lo que se precisa.

NOTA.—Hablando con precisión, hay una pequeña semejanza entre la chanza que se acaba de bosquejar y la célebre Historia lunar, de Mr. Locke; mas como ambas son obras de carácter burlesco, aunque una esté escrita en tono de zumba y la otra de absoluta seriedad, y como ambas tratan del mismo tema: la Luna; como además ambas intentan ser verosímiles valiéndose de detalles científicos, el autor de Hans Pfaall se ve en la necesidad de decir, en defensa propia, que su jeu d’esprit se publicó en el Southern Literary Messenger, aproximadamente tres semanas antes de comenzar su publicación el de Mr. Locke en el New york Sun. Imaginando un parecido que tal vez no existe, algunos periódicos de Nueva York reprodujeron Hans Pfaall, cotejándolo con dicha burlesca Historia lunar, a fin de descubrir al autor de una el autor de la otra.

Como muchas personas, actualmente equivocadas por esa burlesca Historia lunar, desean conocer la verdad, esta puede proporcionarles alguna diversión al demostrarles que nadie quedará defraudado e indicarles los detalles del relato que serían suficientes para establecer su veracidad. Sin duda, pese a la riqueza imaginativa desplegada en esta ingeniosa ficción, habría que emplear mucha de aquella en una atención más escrupulosa a los hechos y a la analogía general. Que el público sea engañado solo demuestra la gran ignorancia que suele imperar en los temas de carácter astronómico.

La distancia de la Tierra a la Luna es, en números redondos, de 400.000 kilómetros. Si queremos averiguar en qué grado acerca aparentemente una lente al satélite, tendremos que dividir la distancia por el aumento o, con mayor exactitud, por la potencia en que penetra en el espacio el cristal. Mr. Locke consigue que sus lentes tengan una potencia de aumento de 42.000 veces. Por tanto, si dividimos 400.000 (la distancia real de la Luna) por esa potencia, tendremos 8,3 kilómetros como distancia aparente. De ninguna manera podría verse desde tan lejos animal alguno, y mucho menos los minuciosos puntos detallados en dicho relato. Mr. Locke dice que sir John Herschel percibió flores (el Papaver rheas, etc.), e incluso descubre el color y la forma de los ojos de los pájaros. Momentos antes también él había observado que la lente no hace perceptibles objetos de menos de 45 centímetros de diámetro; pero, como ya he dicho, los cristales de muchísima potencia permiten ver incluso estos objetos. Puede hacerse observar de pasada que estas lentes prodigiosas se dice que han sido fabricadas en la cristalería de los señores Hartley & Grant, en Dumbarton; pero el establecimiento de dichos señores cesó en sus trabajos muchos años antes de la publicación de esta obra burlesca.

En la página 13 del folleto editado, hablando de un «fleco velludo» sobre los ojos de cierta especie de bisonte, el autor dice: «La aguda mente del doctor Herschel percibió inmediatamente que aquello era una invención providencial para proteger los ojos del animal de las grandes variaciones de luz y de oscuridad a que están sometidos de un modo periódico todos los habitantes de nuestro lado de la Luna». Mas esto puede considerarse como una observación «agudísima» del doctor. Los habitantes de la cara de la Luna que mira hacia nosotros no tienen, evidentemente, una oscuridad absoluta, así como ninguna de las grandes variaciones mencionadas. En ausencia del Sol, tienen una luz procedente de la Tierra igual a la de trece lunas llenas y despejadas.

La topografía, en todas partes, hasta cuando se halla de acuerdo con la carta lunar de Blunt, es completamente distinta de la de otros mapas lunares, e incluso está burdamente en desacuerdo consigo misma. Los puntos de la brújula también se hallan en una confusión inextricable; el autor parece ignorar que en un mapa lunar aquella no está de acuerdo con los puntos terrestres: el este aparece a la izquierda, etc.

Defraudado tal vez por los vagos títulos: Mare Nubium, Mare Tranquillitatis, Mare Fecunditatis, etc., dados a los lugares oscuros por los primitivos astrónomos, Mr. Locke ha entrado en detalles referentes a océanos y a otras grandes extensiones de agua en la Luna, siendo así que no hay realmente punto astronómico alguno que revele que existan tales superficies de agua. Examinando los cruces limítrofes de luz y oscuridad (en luna creciente es convexa), donde esos cruces limítrofes surcan cualquiera de los sitios oscuros, la línea divisoria se ve quebrada e irregular; pero si existiesen dichos sitios oscuros acuosos, seguirían existiendo aún.

La descripción de las alas del hombre-murciélago, en la página 21, es tan solo una copia literal del relato de Peter Wilkin acerca de las alas de sus isleños voladores. Este simple hecho, al menos, podría suscitar recelos, de fijarse en él.

En la página 23 se lee lo siguiente: «¡Qué prodigiosa influencia debe de haber ejercido nuestro globo, trece veces mayor, sobre este satélite, cuando era un embrión en el seno del tiempo, el sujeto pasivo de una afinidad química!». Esto es muy bello; pero podría objetarse que ningún astrónomo hubiera hecho una observación semejante, sobre todo en una publicación científica cualquiera, pues la Tierra no es solo trece veces, sino cuarenta y nueve mayor que la Luna. Una objeción parecida puede hacerse a la totalidad de las páginas finales, donde, a modo de introducción a ciertos descubrimientos en Saturno, el filósofo corresponsal entra en un minucioso relato, propio para colegiales, acerca de ese planeta... ¡Esto en el Edinburgh Journal of Science!

Pero hay, especialmente, un punto que revelaría que se trata de una ficción. Supongamos la posibilidad de ver animales en la superficie de la Luna. ¿Qué sería lo que, en ellos llamaría primero la atención de un observador que los contemplase desde la Tierra? En realidad, ni su forma, ni su tamaño, ni cualquier otra particularidad semejante, tanto como su notable posición. Los vería caminando con los pies hacia arriba y la cabeza hacia abajo, a la manera de las moscas en el techo. El verdadero observador lanzaría al instante una exclamación de sorpresa —aunque lo esperase en virtud de un conocimiento previo—, ante la singularidad de su posición. El observador ficticio no hubiera mencionado la cuestión; pero hablaría de haber visto los cuerpos enteros de tales seres, cuando ha quedado demostrado que no podía ver más que el diámetro de sus cabezas.

Por último, cabe observar también que el tamaño, y sobre todo las facultades de los hombres-murciélagos (por ejemplo, su destreza para volar en una atmósfera tan enrarecida, si es que realmente hay atmósfera en la Luna), así como muchas otras de las fantasías referentes a la vida vegetal y animal, están en desacuerdo de ordinario con todos los razonamientos analógicos sobre estos temas, y dicha analogía valdría con frecuencia de prueba concluyente. Es preciso acaso añadir que todas las sugerencias atribuidas a Brewster y a Herschel, al comienzo del artículo acerca de «una transfusión de luz artificial a través del objeto focal de la visión, etc.», pertenecen a ese género de obras metafóricas que merecen la justa denominación de galimatías.

Hay un límite auténtico y muy definido al descubrimiento óptico entre las estrellas, límite cuya naturaleza solo necesita ser expresada para ser comprendida. Si, en realidad, la fundición de grandes lentes fuera todo lo que se requiere, demostraría que el ingenio humano era igual a la tarea emprendida y tendríamos lentes en cualquier tamaño que deseásemos. Pero, desgraciadamente, en proporción al aumento de tamaño de las lentes y, por consiguiente, a la potencia de penetración en el espacio, se halla la disminución de luz del objeto por la difusión de sus rayos. Y para ese mal no hay remedio dentro de la habilidad humana, pues un objeto se ve tan solo por medio de esa luz que proviene de él mismo, ya sea directa o reflejada. Así, pues, la única luz «artificial» que pudo aprovechar Mr. Locke sería cualquier luz artificial que, pudiese arrojar no sobre «el objeto focal de la visión», sino sobre el objeto real visto, a saber: sobre la Luna. Cuando la luz procede de una estrella, se calcula fácilmente que llega tan difusa y débil como la luz natural procedente del conjunto de las estrellas en una noche clara y sin luna, siempre y cuando la estrella sea visible de cerca para cualquier fin práctico.

El telescopio del conde de Ross, construido recientemente en Inglaterra, tiene un speculum con una superficie de refracción de 4.071 pulgadas cuadradas; el telescopio de Herschel tiene uno de 1.811 solamente. El metal del conde de Ross tiene seis pies de diámetro, o sea, doce centímetros y medio de grueso en los bordes y doce centímetros en el centro. Su peso es de tres toneladas; la distancia focal es de 50 pies.

Últimamente he leído un libro singular y muy ingenioso, cuya portada dice así: L’Homme dans la lune, ou le Voyage chimerique fait au Monde de la Lune, nouuellement decouuert par Dominique Gonzales, Aduanturier Espagnol, autremèt dit le Courier volant. Mis en notre langue par J. B. D. A. Paris, chez François Piot, pres la Fontaine de Saint Benoits. Et chez J. Goignard, au premier pilier de la grand’salle du Palais, proche les Consultations. MDCXLVII5. Pág. 176.

El autor declara haber traducido su libro del inglés de un tal Mr. D’Avisson (¿Davidson?), aunque haya una terrible ambigüedad en el relato: J’en ai eu —dice— l’original de Monsieur D’Avisson, medecin des mieux versez qui soient aujourd’huy dans la cònoissance des Belles Lettres, et sur tout de la Philosophie Naturelle je lui ai cette obligation entre les autres, de m’auoir non seulement mis en main ce Livre en anglais, mais encore le Manuscrit du Sieur Thomas D’Anan, gentilhomme Eccossois, recommandable pour sa vertu, sur la version duquel j’advoue que j’ay tiré le plan de la mienne6.

Después de algunas aventuras inadecuadas, muy a la manera de Gil Blas, y que ocupan las treinta primeras páginas, el autor refiere que, cuando realizaba un viaje por mar, la tripulación lo abandonó, junto con un esclavo negro, en la isla de Santa Helena. A fin de aumentar las posibilidades de obtener alimentos, los dos se separaron y vivieron lo más apartados que les fue posible. Debido a esto amaestraron unas aves que les sirvieron de palomas mensajeras. Pronto las enseñaron a transportar paquetes de algún peso, peso que fue aumentando gradualmente. Al final se les ocurrió la idea de unir las fuerzas de un gran número de aquellas aves, con la intención de que transportaran al propio autor. Para este propósito idearon una máquina, de la que encontramos una minuciosa descripción, ilustrada con un aguafuerte. En este vemos al señor González con traje de encajes y una voluminosa peluca, montado a horcajadas sobre algo muy parecido a un palo de escoba y sostenido en el aire por una multitud de cisnes silvestres (ganzas), atados a la máquina por sus colas.

El suceso principal que detalla el señor González en su relato proviene de un hecho muy importante que el autor deja que lo ignore el lector hasta casi el final del libro. Los ganzas con quienes tiene tanta familiaridad no son, en realidad, habitantes de Santa Helena, sino de la Luna. Desde tiempo inmemorial, tienen la costumbre de emigrar de allí, cada año, a alguna parte de la Tierra. En estación adecuada, naturalmente, regresan a su hogar, y sucede que un día, al requerir el autor sus servicios para un breve viaje, es elevado de improviso, llegando en muy breve tiempo al satélite. Allí ve, entre otras cosas singulares, que las gentes se divierten con extraordinaria alegría, que no tienen leyes, que mueren sin dolor, que miden de tres a cuatro metros y medio de altura, que viven cinco mil años, que tienen un emperador llamado Irdonozur, y que pueden dar saltos hasta una altura de casi veinte metros, cuando, por estar libres de la influencia de la ley de gravedad, vuelan con la ayuda de abanicos.

No puedo menos de transcribir una muestra de la filosofía general del libro:

«Debo manifestarles ahora —dice el señor González— la naturaleza del lugar en que me hallo. Todas las nubes se encuentran por debajo de mis pies o, si me lo permiten, esparcidas entre la Tierra y yo. En cuanto a las estrellas, como no existe la noche donde estoy, siempre tienen el mismo aspecto, no brillante, como es lo habitual, sino pálido y muy parecidas a la Luna de la mañana. Pero se ven pocas desde allí, y esas, diez veces mayores (por lo que he podido juzgar) de lo que parecen a los habitantes de la Tierra. La Luna, que necesita dos días para ser llena, es de un tamaño enorme.

»No debo olvidar aquí que las estrellas se ven solo por el lado del globo que da a la Luna, y que a la proximidad con esta se debe el que parezcan tan grandes. He de manifestar también que, ya hubiera tiempo bueno o malo, siempre me hallé exactamente entre la Luna y la Tierra. Estoy convencido de esto por dos razones: porque mis aves vuelan siempre en línea recta, y porque cuantas veces se detenían a descansar éramos arrastrados insensiblemente alrededor del globo de la tierra. Pues yo acepto la opinión de Copérnico, quien sostiene que el tal globo siempre gira de este a oeste, no sobre los polos de la equinoccial, vulgarmente llamados los polos del mundo, sino sobre los del Zodíaco, cuestión esta sobre la que me propongo hablar extensamente en el futuro, cuando tenga tiempo libre para refrescar mi memoria en lo concerniente a la astrología que aprendí de joven en Salamanca, y que he olvidado después.»

A pesar de los errores subrayados, el libro no deja de reclamar cierta atención, por proporcionar una muestra ingenua de las nociones astronómicas corrientes en aquel tiempo. Una de estas pretende que «la fuerza de la gravitación» se extiende hasta corta distancia de la superficie de la Tierra, y por eso vemos a nuestro viajero «arrastrado insensiblemente alrededor del globo», etc.

Hay otros «viajes a la Luna», pero ninguno de tan alto mérito como el que acabamos de mencionar; pues el de Bergerac carece por completo de sentido. En el volumen tercero de la American Quarterly Review se inserta íntegra una detallada crítica en la que resulta difícil afirmar si el crítico expone más la estupidez del libro o su propia y suma ignorancia de la astronomía. He olvidado el título de la obra; pero los medios para realizar el viaje están concebidos de un modo más deplorable que las mismas ganzas de nuestro amigo el señor González. Le sucede al aventurero que, cavando un hoyo en la tierra, descubre un metal especial sobre el que la Luna ejerce una atracción poderosa, y, naturalmente, construye un cajón de ese metal que, al desprenderse de sus ataduras terrestres, vuela, transportándolo acto seguido al satélite. El Vuelo de Thomas O’Rourke es un jeu d’esprit no del todo desdeñable, que ha sido traducido al alemán. Thomas, el héroe, es, en realidad, el guardabosque de un parque irlandés, cuyas excentricidades dan origen a la historia. El «vuelo» se realiza a lomos de un águila, desde Hungrey Hill, unas sierras altísimas, al final de la bahía de Bantry Bay.

En todas estas brochures la intención es siempre satírica, pues el tema versa sobre la descripción de las costumbres lunares comparadas con las nuestras. En ninguna de ellas hay el menor asomo de verosimilitud para que el viaje resulte plausible. En todo caso, los autores parecen ser completamente ignorantes en astronomía. En Hans Pfaall es original el propósito en lo que se refiere al intento de dar verosimilitud al relato, mediante la aplicación de principios científicos —hasta donde la naturaleza caprichosa del tema lo permite— al viaje efectivo entre la Tierra y la Luna.

* Título original: The Unparalleled Adventure of One Hans Pfaall. Primera publicación: Southern Literary Messenger, junio, 1835 (se publica con el título: Hans Phaall: A Tale. Edición de referencia: The Works of the Late Edgar Allan Poe, 4 vols., J. S. Redfield, Nueva York, 1850-56.

1 Carne curada. (N. del T.)

2 La luz zodiacal es, probablemente, lo que los antiguos llamaban Trabes. Emicant Trabes quos docos vocant: «Meteoro ígneo en forma de viga, que surge de repente... al que llaman docus (meteoro ígneo)», Plinio, lib. II, pág. 26.

3 Después de la publicación de Hans Pfaall, he sabido que M. Green, el célebre astronauta del globo Nassau, y otros aeronautas posteriores, niegan los asertos de Humboldt, hablando, por el contrario, de un malestar siempre decreciente, de acuerdo precisamente con la teoría presentada aquí.

4 Hevellius escribe que algunas veces ha observado, en cielos muy despejados, donde hasta las estrellas de sexta y séptima magnitud brillaban visiblemente, que, suponiendo la misma altura de la Luna, igual alejamiento de la Tierra y con el mismo telescopio, la Luna y sus manchas no aparecían siempre con igual nitidez. Dadas estas circunstancias de observación, es evidente que la causa de semejante fenómeno no se halla en el aire, ni en el telescopio, ni en la Luna, ni en el ojo del observador, sino que debe buscarse en algo (¿una atmósfera?) que existe alrededor de la Luna.

Cassini ha observado a menudo que en el momento de quedar ocultos por la Luna, Saturno, Júpiter y las estrellas fijas cambiaban su forma circular por otra ovalada; y en ocultaciones análogas no encontró alteración alguna de forma. Por tanto, puede deducirse que algunas veces, pero no siempre, la Luna está circundada por una materia densa, en la cual se refractan los rayos de las estrellas.

5 «El Hombre en la Luna o el Viaje quimérico hecho al Mundo de la Luna, recientemente descubierto por Domingo González, aventurero español también llamado el Correo volante. Puesto en nuestra lengua por J. B. D. A. En París, en la casa de Francisco Piot, junto a la Fuente de San Benito. Y en casa de J. Goignard, en el primer pilar de la sala grande del Palacio, cerca de las Consultas» (N. del T.).

6 «He conseguido el original de M. D’Avisson, médico de los más versados que haya hoy en el conocimiento de las Bellas Letras y, sobre todo, de la Filoso fía Natural. Le soy deudor, entre otras cosas, no solo de haber puesto en mis manos este libro en inglés, sino también el manuscrito del señor Thomas D’Anan, gentilhombre escocés recomendable por su virtud, de cuya versión confieso que he sacado el plan de la mía» (N. del T.).