EL HORROR OCULTO*
I
La sombra en la chimenea
El trueno estaba en el aire la noche en que fui a la abandonada mansión, en lo alto de Tempest Mountain, para descubrir el horror oculto. No me hallaba solo, ya que la temeridad no se mezclaba entonces con ese gusto por lo grotesco y lo terrible que me ha movido a emprender una serie de búsquedas de extraños horrores, tanto en la literatura como en la vida misma. Me acompañaban dos hombres leales y fuertes a los que había recurrido al llegar el momento; hombres que, merced a sus peculiares aficiones, me acompañaban desde hacía mucho tiempo en mis tenebrosas exploraciones.
Salimos discretamente del pueblo para evitar a los periodistas que aún quedaban por allí tras el espantoso pánico de un mes atrás: aquella reptante muerte de pesadilla. Más tarde, pensé, podrían ayudarme, pero en esos instantes no quería toparme con ellos. Quisiera Dios que les hubiera hecho partícipes de mi búsqueda, que no tuviera que cargar en solitario con este secreto; cargar en solitario con él por miedo a que el mundo pudiera declararme loco o enloquecer a su vez, dadas las demoniacas implicaciones del suceso. Ahora que voy a contarlo de todas formas, no sea que el darle vueltas y más vueltas en mi cabeza me convierta en un maniaco, quisiera no haberlo ocultado nunca. Porque yo, y solo yo, conozco qué clase de terror se escondía en esa montaña espectral y desolada.
Salvamos las millas de bosques primordiales y colinas a bordo de un pequeño automóvil, hasta que la selvática cuesta nos detuvo. El paraje tenía un aspecto aún más siniestro de lo habitual al contemplarlo de noche y sin el acostumbrado tropel de investigadores, por lo que con frecuencia sentíamos la tentación de encender las lámparas de acetileno, a pesar de la atención que pudieran despertar. El paisaje no resultaba agradable tras oscurecer, y creo que aunque hubiese ignorado el terror que acechaba allí, me hubiera percatado de su cualidad malsana. No había ni un animal... ellos saben cuándo la muerte ronda de cerca. Los viejos árboles, marcados por el rayo, resultaban monstruosamente grandes y retorcidos, y el resto de la vegetación violentamente espesa y enfermiza, al tiempo que curiosos montículos y elevaciones de la tierra herbosa y picoteada de fulgurita* me hacían pensar en serpientes y en cráneos de muertos, inflados hasta proporciones gigantescas.
El terror había estado oculto en Tempest Mountain desde hacía más de un siglo. Esto lo supe inmediatamente por lo que contaron los periódicos sobre la catástrofe que hizo fijar la atención del mundo en aquella zona. Ese lugar es una elevación remota y solitaria, en esa parte de la Catskill en la que la civilización de los holandeses penetró en su tiempo débil y transitoriamente, dejando solo unas pocas mansiones en ruinas y degeneradas poblaciones que habitan aldeas miserables en aisladas laderas. La gente normal apenas visitaba la zona hasta que se creó la policía estatal, y aun así todavía hoy es poco frecuente que las patrullas pasen por ahí. El horror, no obstante, resulta una vieja tradición entre los pueblos vecinos, ya que es un lugar común en la sencilla conversación de esos pobres mestizos que a veces abandonan sus valles para inter-cambiar sus canastas trenzadas a mano por esos artículos de primera necesidad que no pueden cazar, cultivar o fabricar ellos mismos.
El horror oculto habitaba en la rehuida y abandonada mansión Martense, que corona la alta, aunque de pendiente gradual, colina cuya propensión a atraer tormentas eléctricas le valió el nombre de Tempest Mountain. Durante un centenar de años, la antigua casa de piedra, rodeada de arboledas, ha sido el objeto de historias de una increíble rareza, monstruosamente odiosas; historias sobre una muerte reptante, colosal, muda, que sale al exterior en el tiempo de verano. Con gimoteante insistencia, los colonos relatan cuentos acerca de un demonio que captura durante la noche a los caminantes solitarios, arrebatándolos o dejándolos en un espantoso estado de devorado desmembramiento; en tanto que, en otras ocasiones, murmuraban acerca de rastros de sangre que llevaban a la lejana mansión. Algunos decían que los truenos sacaban de su cubil al horror oculto, mientras que otros afirmaban que el trueno era su voz.
Nadie aparte de los pueblerinos había creído esas historias deslavazadas y contradictorias, con sus incoherentes y extravagantes descripciones del demonio apenas entrevisto; aunque ningún granjero ni aldeano dudaba de que la mansión Martense estaba espantosamente habitada. La historia local no albergaba dudas, aunque aquellos investigadores que visitaron el edificio, luego de algún chisme especialmente realista por parte de los colonos, nunca pudieron dar con la más mínima presencia fantasmal. Las abuelas contaban extraños cuentos acerca del espectro Martense; cuentos tocantes a la propia familia Martense, a la extraña y hereditaria disparidad de sus ojos, su larga y antinatural historia, así como a la muerte que había atraído la maldición sobre ellos.
El terror que me condujo hasta aquel lugar resultó una confirmación portentosa y repentina de las leyendas más salvajes de los montañeses. Una noche de verano, después de una tormenta de truenos de violencia hasta entonces desconocida, la zona se despertó con una estampida de colonos que ninguna ilusión podría provocar. La patética muchedumbre de nativos gritaba y gimoteaba acerca del indescriptible horror que había caído sobre ellos, y nadie dudó de su palabra. No habían visto nada, pero oyeron tales aullidos en una de las aldeas que en el acto comprendieron que una muerte reptante se había presentado allí.
Al llegar la mañana, ciudadanos y policías estatales siguieron a los aterrorizados montañeses hasta el lugar en que decían que había sido visitado por la muerte. La muerte estaba allí, en efecto. El suelo bajo uno de los poblados de colonos se había hundido, quizá debido a la caída de un rayo, destruyendo varias de las hediondas casuchas; pero, además de este daño comprensible, había allí una devastación orgánica que convertía lo primero en insignificante. No quedaba con vida ninguno de los aproximadamente setenta y cinco nativos que habían vivido en ese lugar. La tierra removida estaba cubierta de sangre y despojos humanos que mostraban claramente los daños causados por dientes y garras demoniacas, aunque no se veía ningún rastro que partiera de toda aquella matanza. Todo el mundo convino en que algún temible animal podía ser el causante; nadie abrió la boca para resucitar el tópico de que tales muertes misteriosas eran simplemente los asesinatos sórdidos y habituales entre las comunidades decadentes. Tal acusación solo reapareció tras descubrirse que unas veinticinco personas, de entre la población estimada, no se encontraban entre los muertos, e incluso entonces resultó difícil de explicar el asesinato de cincuenta a manos de quienes no sumaban ni la mitad de ese número. Lo único que quedó probado fue que una noche de verano un rayo cayó de los cielos para dejar una población muerta, con cadáveres espantosamente mutilados, mordidos y lacerados.
El excitado vecindario inmediatamente conectó el horror con la endemoniada mansión Martense, a pesar de que los lugares estaban separados unas tres millas. Los policías se mostraron más escépticos; incluyeron la mansión en sus investigaciones de pasada y la descartaron completamente en cuanto la encontraron del todo deshabitada. La gente del condado y las aldeas, no obstante, peinaron el lugar con infinito cuidado, pusieron patas arriba la casa, sondaron charcas y arroyos, batieron los arbustos y registraron las arboledas. Pero todo fue en vano; la muerte que se había abatido sobre ellos no había dejado otro rastro que la propia destrucción.
Al segundo día de búsqueda aquel asunto fue ampliamente tratado por los periódicos, cuyos reporteros invadieron Tempest Mountain. Lo describieron con sumo detalle e incluyeron algunas entrevistas para ilustrar las historias de horror, tal y como las narraban las viejas del lugar. Yo seguí al principio todas aquellas noticias con desinterés, ya que era un experto en horrores; pero al cabo de una semana detecté una atmósfera que me conmovió de forma extraña, por lo que el 5 de agosto de 1921 me registré entre los reporteros que abarrotaban el hotel de Lefferts Corners, el pueblo más cercano a Tempest Mountain y cuartel oficioso de los buscadores. Pasadas tres semanas, la desbandada de periodistas me dio campo libre para comenzar una terrible exploración basada en las exhaustivas investigaciones y comprobaciones que entretanto había realizado.
De esta manera, esa noche de verano, mientras retumbaba el lejano trueno, abandoné un coche silencioso y eché a andar, junto a dos compañeros armados, a través del último tramo, cubierto de montículos, de Tempest Mountain, enfocando la luz de una lámpara sobre los espectrales muros grises que iban haciéndose visibles por entre los gigantescos robles de enfrente. En esa morbosa soledad nocturna, bajo la débil iluminación movediza, la gran construcción cuadrada ofrecía oscuros atisbos de terror que el día no permitía intuir; pero no titubeé, ya que había llegado con la firme resolución de probar una hipótesis. Tenía la idea de que el trueno llamaba al mortífero demonio, desde algún espantoso lugar secreto, y, fuera ese demonio entidad material o vaporosa pestilencia, estaba resuelto a verlo.
Con anterioridad, había registrado a fondo las ruinas, así que había trazado mis planes al detalle, eligiendo como puesto de vigilancia la vieja habitación de Jan Martense, cuyo asesinato tanta influencia tenía en las leyendas rurales. Por algún motivo, sentía que el cuarto de esa antigua víctima era el más apropiado para mis fines. La estancia, de unos seis metros cuadrados, contenía, al igual que las demás estancias, algunos restos de lo que en otro tiempo fueran muebles. Se hallaba en la segunda planta, en la esquina sudeste de la casa, y tenía una inmensa ventana orientada al este, así como otra angosta al sur, ambas desprovistas de cristales o contraventanas. En el lado contrario a la gran ventana había una enorme chimenea holandesa cuyos azulejos ornamentales representaban al hijo pródigo, y en el lado opuesto a la ventana estrecha se encontraba un gran lecho abierto en el muro.
Mientras los truenos, amortiguados por los árboles, se dejaban oír cada vez con más fuerza, puse en práctica los detalles de mi plan. Primero aseguré una al lado de otra, al borde de la gran ventana, tres escalas de gato que había traído conmigo. Sabía que alcanzaban a un lugar concreto de la pradera exterior, ya que previamente lo había comprobado. Luego, entre los tres arrastramos una gran cama de baldaquino, desde otro cuarto, disponiéndola de lado contra la ventana. Habiéndola cubierto con agujas de abeto, nos echamos en ella con las automáticas prestas, dos descansando mientras el tercero vigilaba. De dondequiera que el demonio pudiera venir, teníamos una escapatoria dispuesta. Si llegaba de la casa, contábamos con las escalas en la ventana; si venía del exterior, con la puerta y las escaleras. No creíamos, de acuerdo con nuestra experiencia, que en el peor de los casos fuera a perseguirnos durante largo rato.
Yo vigilaba desde la medianoche a la una en punto, y a pesar de la siniestra mansión, la ventana desnuda y los truenos y los rayos, cada vez más próximos, me sentí particularmente somnoliento. Me hallaba entre mis dos compañeros, estando George Bennett al lado de la ventana y William Tobey hacia la chimenea. Bennett se había dormido, sufriendo en apariencia el mismo anormal sopor que me afectaba a mí, así que encargué a Tobey la próxima guardia, a pesar de que él también cabeceaba. Resulta curioso cuán intensamente había estado yo observando la chimenea.
El trueno, cada vez más fuerte, debió influir en mis sueños, ya que en el corto lapso de tiempo que dormí sufrí apocalípticas visiones. En cierta ocasión me desperté en parte, ya que el que dormía al lado de la ventana había pasado, inquieto, un brazo sobre mi pecho. No me hallaba lo bastante despierto como para fijarme si Tobey cumplía con su misión de vigilancia, pero sentí una clara ansiedad al respecto. Nunca antes la presencia del mal me había oprimido de una forma tan insistente. Luego debí volver a dormirme, ya que mi mente emergió de un caos fantasmal cuando la noche se volvió horror con alaridos que estaban más allá de cualquier experiencia o fantasía previa.
En aquel griterío, la más íntima alma del miedo y la agonía humana arañaban loca y desesperadamente las puertas de ébano que conducen al olvido. Me desperté a una locura roja y a una burla diabólica, mientras esa angustia fóbica y traslúcida se retiraba y reverberaba hacia perspectivas inconcebibles, cada vez más lejanas. No había luz, pero reparé por el sitio vacío a mi izquierda, supe que Tobey se había ido, solo Dios sabe adónde. Sobre mi pecho aún descansaba el pesado brazo del durmiente que tenía a mi izquierda.
Entonces tuvo lugar el devastador relámpago que estremeció la montaña entera, iluminando las más oscuras oquedades de la vieja arboleda y reduciendo a astillas al patriarca de aquellos retorcidos árboles. El demoniaco estallido del rayo hizo despertar sobresaltado al durmiente, mientras el resplandor al otro lado de la ventana perfilaba con claridad su sombra sobre la chimenea, encima de aquel hogar que mis ojos nunca habían dejado. El que aún siga vivo y cuerdo es una maravilla que escapa a mi entendimiento. No puedo entenderlo, ya que la sombra sobre esa chimenea no era la de George Bennett ni la de ningún ser humano, sino la de una blasfema anormalidad surgida de los más ignotos cráteres del infierno; una abominación indescriptible e informe que ninguna mente podría comprender por completo y que ninguna pluma podría describir siquiera parcialmente. Un instante después yo me encontré solo en aquella mansión maldita, temblando y balbuceando. George Bennett y William Tobey se habían desvanecido sin dejar rastro alguno, ni siquiera de lucha. Y nunca más se supo nada de ellos.
II
Un caminante en la tormenta
Cuatro días después de esa espantosa experiencia en la mansión invadida por el bosque, yacía en mi habitación del hotel, en Lefferts Corners, presa de agotamiento nervioso. No recuerdo con exactitud cómo me las arreglé para volver al coche, arrancar y regresar al pueblo sin ser visto; pero no guardo ninguna impresión clara excepto la de los árboles como titanes de extraños brazos, el demoniaco susurro del trueno y las sombras carónticas entre los bajos montículos que salpicaban y veteaban la región.
Mientras temblaba y daba vueltas en mi cabeza a aquella sombra enloquecedora, supe que por fin me había topado con uno de los supremos horrores terrenos... uno de esos estigmas indescriptibles de vacíos exteriores cuyo débil y demoniaco rasguñar oímos a veces procedente del más lejano confín del universo, aunque nuestra limitada visión nos impide piadosamente contemplar. Apenas me atrevía a analizar o a identificar la sombra que había visto. Algo había yacido esa noche entre la ventana y yo, pero me estremecía cada vez que no podía reprimir la tentación de clasificarla. Si tan solo hubiera gruñido, aullado o reído entre dientes... aun eso hubiera mitigado el abismal espanto. Pero fue tan silencioso. Había reposado un pesado brazo, o pierna, en mi pecho —era sin duda orgánico, o lo había sido—. Jan Martense, cuya alcoba yo había invadido, estaba enterrado en el cementerio adyacente a la mansión... debía encontrar a Bennett y Tobey, si es que aún vivían... ¿Por qué los había arrebatado, dejándome a mí?... la somnolencia era tan fuerte y los sueños tan horribles...
En poco tiempo comprendí que debía contar mi historia a alguien o enloquecer. Ya había decidido que no abandonaría la búsqueda de aquel horror oculto, ya que en mi imprudente ignorancia creía que esa falta de certidumbre era peor que el conocer, no importa cuán terrible pudiera llegar a ser este conocimiento. Por tanto, elegí el mejor modo de llevarlo a cabo, a quiénes seleccionar para informar del asunto y cómo dar con el ser que había arrebatado a dos hombres y arrojado una sombra de pesadilla.
Mis principales conocidos en Lefferts Corners habían sido los amigables reporteros, algunos de los cuales aún seguían allí recopilando los coletazos finales de la tragedia. Entre ellos decidí buscar un compañero y, cuanto más lo pensaba, más me inclinaba hacia Arthur Munroe, un hombre moreno y delgado de unos treinta y cinco años, cuya educación, gusto, inteligencia y carácter parecían señalarle como alguien no sujeto a ideas y experiencias convencionales.
Una tarde a primeros de septiembre, Arthur Munroe oyó mi historia. Desde el comienzo lo encontré interesado y abierto, y al acabar analizó y discutió sobre el asunto con la mayor de las astucias y juicio. Su reflexión, por lo demás, fue eminentemente práctica, ya que aconsejó posponer las operaciones en la mansión Martense, hasta que pudiéramos hacernos con datos históricos y geográficos más pormenorizados. Por iniciativa suya, peinamos el condado en busca de información tocante a la terrible familia Martense y encontramos a un hombre que poseía un diario familiar maravillosamente detallado. También hablamos largo y tendido con aquellos de los mestizos montañeses que no habían huido presas de terror y confusión hacia colinas lejanas, y acordamos preceder nuestra tarea final —el examen a fondo y definitivo de la mansión, en vista de su historia detallada— con otro examen igual de definitivo sobre los lugares asociados a las diversas tragedias consignadas en las leyendas de los colonos.
Al principio, el resultado de tales estudios no fue demasiado revelador, aunque la catalogación de estos pareció mostrar una significativa línea fantasmal; a saber: que el número de horrores registrados era, con mucho, más numeroso en áreas comparativamente más próximas a la temida casa, o se encontraban conectadas con esta mediante lenguas de los monstruosamente frondosos bosques. Existían, es cierto, sus excepciones; de hecho, el horror que había estremecido al mundo tuvo lugar en un espacio desarbolado, distante de la mansión y de cualquier zona boscosa que pudiera conectarla.
Acerca de la naturaleza y aspecto del terror oculto, nada podía sacarse a los temerosos y necios habitantes de chabolas. Hablaban a la vez de algo que era como una serpiente y un gigante, un demonio del trueno y un murciélago, un buitre y un árbol ambulante. Sin embargo, nos creímos con razones para suponer que se trataba de un ser vivo, susceptible en alto grado a las tormentas eléctricas y, a pesar de que algunas historias le sugerían alado, pensábamos que su aversión a los espacios abiertos hacían más probable la teoría de que se tratase de un ser de locomoción terrestre.
Cuando conocimos mejor a los colonos, descubrimos que eran notablemente amistosos en algunos aspectos. No eran más que simples animales, descendiendo lentamente en la escala evolutiva por culpa de su desgraciada herencia y embrutecedor aislamiento. Temían a los forasteros, pero fueron acostumbrándose poco a poco a nosotros; finalmente nos ayudaron mucho cuando talamos toda la vegetación y destruimos todos los tabiques de la mansión en nuestra búsqueda del horror oculto. Cuando les pedimos ayuda para encontrar a Bennett y Tobey se mostraron verdaderamente afligidos, ya que deseaban ayudarnos, pero sabían que esas víctimas estaban tan perdidas como si se encontraran fuera de este mundo, al igual que sucedía con su propia gente desaparecida. Estábamos, desde luego, convencidos de que un gran número de los suyos habían sido muertos y arrebatados, así como de que los animales salvajes habían sido exterminados hacía tiempo, y aguardábamos con temor las tragedias que habrían de llegar.
A mediados de octubre nos vimos desorientados por la falta de progresos. Dado que las noches eran claras, no habían tenido lugar agresiones demoniacas, y lo exhaustivo de nuestras infructuosas búsquedas en la casa y en el territorio casi nos llevó a considerar al terror oculto como de naturaleza incor pórea. Te míamos que llegase la estación fría y que nuestras investigaciones se vieran interrumpidas, ya que todos convenían en que el demonio permanecía, por lo general, tranquilo durante el invierno. Así que había algo semejante a la prisa y a la desesperación en la forma que teníamos de cavar, a la luz de la última tarde, en la aldea visitada por el horror, una aldea ahora despoblada por el miedo de los colonos.
La desdichada aldea carecía de nombre, pero se había emplazado desde hacía mucho tiempo en una vaguada resguardada, aunque desprovista de árboles, entre dos elevaciones llamadas, respectivamente, Cone Mountain y Maple Hill. Se encontraba más cerca de Maple Hill que de Cone Mountain, y de hecho algunas de las rústicas moradas estaban excavadas en la ladera de esta primera eminencia. Geográficamente, se hallaba a unos tres kilómetros al noroeste de la falda de Tempest Mountain y a cuatro de la mansión rodeada de robles. La distancia que mediaba entre aldea y mansión, más de tres kilómetros, por el lado de la aldea, era terreno completamente despejado, totalmente llano a excepción de los montículos bajos y serpenteantes, no teniendo más vegetación que hierbas y malezas dispersas. Habida cuenta de tal topografía, llegamos finalmente a la conclusión de que el demonio había llegado por Cone Mountain, una prolongación sur, boscosa, que llegaba a escasa distancia de la estribación más occidental de Tempest Mountain. El movimiento de tierras lo achacamos sin duda a un corrimiento producido en Maple Hill, gracias a un árbol solitario y astillado, junto al que había caído el rayo que convocó al demonio.
Mientras Arthur Munroe y yo comprobábamos, por vigésima vez o más, minuciosamente, cada centímetro del pueblo condenado, nos vimos embargados por cierta desazón, así como por miedos nuevos e imprecisos. Resultaba de lo más extraño, aun cuando los sucesos extraños y espantosos parecían comunes, encontrar un lugar tan carente de pistas, habiendo tenido lugar sucesos tan estremecedores, y nos movíamos bajo el cielo plomizo y cada vez más oscuro con ese trágico afán sin meta que es producto de una mezcla entre la sensación de futilidad y la necesidad de acción. Atendíamos a todo con sumo cuidado; visitamos de nuevo cada morada, removimos otra vez cada ladera en busca de cuerpos, registramos nuevamente cada espinoso centímetro de ladera tratando de encontrar cuevas o madrigueras; pero todo en vano. Y no obstante, como he dicho, nuevos e imprecisos temores se cernían sobre nuestras cabezas, como si gigantescos grifos con alas de murciélago se agazapasen invisibles en la cima de las montañas y observasen con los ojos de un Abaddón que hubiese mirado en abismos transcósmicos.
Según avanzaba la tarde, iba haciéndose más y más difícil ver, y pudimos oír el rumor de una tormenta eléctrica formándose sobre Tempest Mountain. Naturalmente, tal sonido nos conmovió, aunque en menor grado que si hubiera sido de noche. En tal situación, esperábamos desesperadamente que la tormenta se mantuviese hasta bien entrada la noche, y con esa esperanza abandonamos nuestra desangelada búsqueda en la colina y nos dirigimos a la aldea habitada más cercana con la idea de formar un cuerpo de colonos que nos ayudase en la investigación. Tímidos como eran, unos pocos de los más jóvenes se sintieron lo bastante envalentonados por nuestro liderazgo como para prometernos su ayuda.
Apenas habíamos dado media vuelta, no obstante, cuando se comenzó a caer tal cortina de lluvia, cegadora y torrencial, que se nos hizo imperativo buscar refugio. La extrema oscuridad del cielo, casi nocturna, nos hacía dar fatigosos traspiés, pero merced a los frecuentes relámpagos, así como a nuestro pormenorizado conocimiento de la aldea, pronto pudimos llegar a la última y destartalada choza del grupo; una heterogénea construcción de troncos y tablas cuya puerta, que aún tenía, y ventana simple y angosta estaban orientados a Maple Hill. Trancando la puerta para aislarnos de la furia del viento y la lluvia, emplazamos en su sitio la tosca contraventana, que gracias a nuestras frecuentes inspecciones sabíamos dónde encontrar. Era desazonador sentarse allí, sobre destartalados cajones, en la negra oscuridad, pero pudimos fumar nuestras pipas y a veces encendíamos las linternas para echar un vistazo en torno. A cada instante podíamos ver los relámpagos a través de las hendiduras de las paredes; la tarde resultaba tan increíblemente oscura que cada rayo resultaba deslumbrante en extremo.
Aquella tormenta me recordó de forma estremecedora la espantosa noche que pasé en Tempest Mountain. Mi cabeza volvió sobre esa extraña pregunta que me había tenido en vilo desde que la pesadilla aconteció, y de nuevo especuló sobre por qué el demonio, llegando, desde la ventana o desde el interior, a los tres hombres que lo esperaban, había comenzado con los hombres situados en los extremos, dejando al del medio para el final, cuando un rayo titánico lo ahuyentó. ¿Por qué no había atrapado a las víctimas en su orden natural, conmigo en segundo lugar, desde cualquiera que fuese la dirección de su llegada? ¿Con qué clase de largos tentáculos los había atrapado? ¿O acaso sabía que yo era el jefe, y me reservaba un destino aún peor que el de mis compañeros?
En medio de tales reflexiones, como teatralmente preparado para hacerlas más intensas, cayó cerca un relámpago terrorífico, al que siguió el sonido de tierra deslizándose. A la vez, el viento ululante arreció hasta alcanzar un demoniaco crescendo de bramidos. Nos mostramos convencidos de que el árbol solitario de Maple Hill había sido alcanzado de nuevo, y Munroe se levantó en su garita, yendo hasta la ventana para comprobar el daño. Cuando abrió la contraventana, el viento y la lluvia entraron bramando mortíferamente, por lo que no pude escuchar qué decía, pero esperé mientras él miraba fuera y trataba de penetrar el pandemonio de la Naturaleza.
Gradualmente, la encalmada del viento y la mengua de la insólita oscuridad me indicaron que la tormenta estaba pasando. Y tenía el anhelo de que durara hasta la noche para ayudarnos en nuestra búsqueda, pero un furtivo rayo de sol que entró por el agujero de un nudo saltado de la madera, me despojó de cualquier esperanza en tal sentido. Indicando a Munroe que sería mejor dejar entrar la luz, aun cuando así nos llegasen rociones, desatranqué y abrí la rústica puerta. El terreno exterior era un singular amasijo de barro y charcos, con nuevas remociones causadas por el corrimiento de tierras, pero no encontré nada que justificase el obsesivo interés con que mi compañero observaba en silencio desde la ventana. Entonces, al sacudirle juguetonamente y hacerle girarse, sentí el estrangulador zarcillo de un canceroso horror cuyas raíces llegaban a ilimitados pasados e insondables abismos en la noche que acecha más allá del tiempo.
Porque Arthur Munroe estaba muerto. Y, en lo que quedaba de su lacerada cabeza, a la que habían arrancado los ojos, ya no había rostro alguno.
III
Qué significaba el resplandor rojo
En la tormentosa noche del 8 de noviembre de 1921, con una linterna que arrojaba tétricas sombras, me encontraba cavando en solitario, de forma estúpida, en la tumba de Jan Martense. Había comenzado a excavar por la tarde, ya que se estaba gestando una tormenta eléctrica, y ahora que estaba oscuro y se había desatado la tormenta sobre aquel follaje enloquecedoramente espeso, yo me sentía contento.
Creo que mi mente estaba parcialmente enloquecida por los sucesos que habían tenido lugar desde el 5 de agosto; la sombra demoniaca en la mansión, la tensión general y la decepción, así como lo que ocurrió en la aldea durante una tormenta de octubre. Tras de aquello, me vi obligado a abrir una tumba para alguien cuya muerte no lograba entender. Sabía que otros tampoco lo entenderían, así que les hice creer que Arthur Munroe se había extraviado. Lo buscaron sin encontrarlo. Los colonos podrían haberlo entendido, pero no me atreví a asustarlos aún más. Yo mismo me encontraba extrañamente endurecido. La terrible impresión sufrida en la mansión había hecho algo a mi cerebro, y solo podía pensar en la búsqueda de un horror que había llegado a alcanzar cataclísmicas dimensiones en mi imaginación; una búsqueda que el destino sufrido por Arthur Munroe me hizo jurar que llevaría a cabo en secreto y a solas.
El solar de mis excavaciones, por sí mismo, bastaría para enervar a un hombre común. Árboles primitivos y siniestros de un tamaño, edad y formas que causaban desazón, acechantes sobre mi cabeza como las columnas de algún infernal templo druídico; amortiguando los truenos, silenciando el arañar del viento, dejando pasar apenas la lluvia. Más allá de los dañados árboles del fondo, alumbradas por los tenues relámpagos que se filtraban por la espesura, se alzaban las piedras de la mansión abandonada, húmedas y cubiertas de hiedra, mientras que, algo más cerca, se encontraba el descuidado jardín holandés cuyos muros y lechos estaban manchados por una vegetación blanca, fungosa, fétida y lujuriante que no conocía la luz diurna. Y aún más cerca se encontraba el cementerio, donde deformes árboles alzaban ramas malsanas y sus raíces removían lápidas impías y absorbían el veneno que yacía debajo. A cada instante, entre el manto marrón de hojas que se pudrían y ulceraban en la antediluviana oscuridad del bosque, podía distinguirse el siniestro perfil de algunos de aquellos montículos bajos que tan característicos eran a esa región castigada por el rayo.
El estudio de la historia me había conducido hasta esa arcaica tumba. La historia, de hecho, era todo cuanto tenía después de que lo demás hubiera acabado en burla satánica. Ahora ya no creía que el horror oculto fuera un ser material, sino un fantasma de lobo que vagaba en los relámpagos de medianoche. Creía, a causa del volumen de tradición local que había exhumado en el curso de mis investigaciones junto a Arthur Munroe, que el fantasma era el de Jan Martense, muerto en 1762. Por esta razón es por lo que cavaba como idiotizado en esa tumba.
La mansión Martense fue edificada en 1670 por Gerrit Martense, un rico comerciante de Nueva Amsterdam al que disgustaba el nuevo régimen británico y que había construido esta magnífica morada en una cima remota y boscosa cuya inviolada soledad e insólito paisaje le resultaban placenteros. El único punto verdaderamente desagradable con el que se topó, era lo tocante a la abundancia de violentas tormentas eléctricas de verano. Cuando eligió la colina y construyó la mansión, mynheer Martense había creído que tales estallidos de la naturaleza eran fruto de alguna peculiaridad del año; pero, con el transcurso del tiempo, se percató de que el lugar era especialmente propenso a tales fenómenos. A la larga, habiendo descubierto que tales tormentas resultaban perjudiciales para su cabeza, habilitó un sótano en el que refugiarse de los más violentos pandemonios.
Menos es lo que se conoce de los descendientes de Gerrit Martense, ya que todos fueron educados en el odio a la cultura inglesa y aprendieron a eludir a aquellos colonos que la aceptaban. Su vida fue sumamente cerrada y la gente afirmaba que su aislamiento los había hecho lentos de habla y entendimiento. Al parecer, todos ellos estaban marcados por una curiosa disparidad hereditaria de ojos, siendo, generalmente, el uno azul y el otro castaño. Su vida social fue menguando progresivamente, hasta que al cabo comenzaron a casarse con la numerosa clase servil de sus propiedades. Muchos de entre la numerosa familia degeneraron, bajaron al valle y se mezclaron con la población mestiza que más tarde daría lugar a los patéticos colonos. El resto había permanecido sombríamente en su mansión ancestral, haciéndose más y más endogámicos y taciturnos, aunque desarrollando una sensibilidad especial a las frecuentes tormentas eléctricas.
Mucho de todo esto se supo gracias al joven Jan Martense que, empujado por algún tipo de inquietud, se unió al ejército de la colonia cuando las noticias sobre la Convención de Albany alcanzaron Tempest Mountain. Fue el primero de los descendientes de Gerrit que vio algo de mundo, y, cuando regresó en 1760 tras seis años de campaña, fue visto como un intruso por su padre, tíos y hermanos, a pesar de sus ojos disparos, típicos de los Martense. No pudo soportar por mucho tiempo las peculiaridades y prejuicios de los Martense, al tiempo de que las fuertes tormentas eléctricas de la montaña ya no lograban embriagarlo como antes. Al contrario, tales fenómenos deprimían, y a menudo escribió a un amigo de Albany acerca de sus planes para abandonar el techo paterno.
En la primavera de 1763 Jonathan Gifford, el amigo de Albany de Jan Martense, se sintió preocupado por el silencio de su corresponsal, sobre todo habida cuenta de la vida y las disputas de la mansión Martense. Resolvió visitar a Jan en persona, yendo a las montañas a caballo. Su diario da cuenta de que llegó a Tempest Mountain el 20 de septiembre, encontrando la mansión en un estado de gran decrepitud. Los hoscos Martense, de extraños ojos, cuyo turbio aspecto animalesco le causaron fuerte impresión, le dijeron mediante susurros guturales y entrecortados que Jan había muerto. Fue, insistieron, alcanzado por un rayo el otoño anterior, y ahora estaba enterrado bajo los hundidos y abandonados jardines. Enseñaron al visitante la tumba, desnuda y desprovista de marcas. Algo en las maneras de los Martense despertó en Gifford sentimientos de repulsión y sospecha, y una semana más tarde volvió con pico y pala para registrar el emplazamiento sepulcral. Encontró lo que esperaba —un cráneo cruelmente hundido, como si hubiera sufrido golpes salvajes—, por lo que regresó a Albany para entablar diligencias contra los Martense por el asesinato de su pariente.
No pudo reunirse evidencia legal, pero la historia se propaló con rapidez por toda la región y, desde ese instante, los Martense sufrieron el rechazo del mundo. Nadie se trató ya con ellos y sus lejanas posesiones se convirtieron en un lugar evitado y maldito. De alguna forma, consiguieron vivir por su cuenta, gracias a los productos de sus dominios, ya que luces ocasionales, columbradas desde colinas alejadas, daban fe de su continuada presencia. Esas luces fueron avistadas en fecha tan tardía como 1810, pero hacia el final eran sumamente infrecuentes.
Mientras tanto, iba tejiéndose en torno a la mansión y la montaña un cúmulo de leyendas diabólicas. El lugar fue doblemente rehuido y revestido con cada rumor y mito que la tradición pudo aportar. Nadie lo visitó hasta 1816, cuando los colonos avisaron de la ausencia continuada de luces. En esa época, un grupo emprendió investigaciones, descubriendo que la casa estaba abandonada y parcialmente derruida.
No se encontraron esqueletos, así que se especuló más sobre un abandono que sobre muerte. El clan parecía haberse marchado hacía años, y áticos improvisados mostraban cuán numerosos habían sido antes de su emigración. Su nivel cultural había caído muy bajo, tal como probaban el destartalado mobiliario y la por doquier desparramada vajilla de plata, cuyo uso debía haber sido abandonado mucho antes de que sus dueños partieran. Pero aunque los temidos Martense se habían ido, el temor a la casa maldita persistió, y se hizo más agudo según surgían entre los degenerados montañeses nuevas y extrañas historias. Y así quedó: abandonada, temida y ligada al fantasma vengativo de Jan Martense. Y aún seguía así la noche en que excavé en la tumba de Jan Martense.
He descrito mi prolongada excavación como idiotizada, y tal era, en efecto, tanto en objeto como en método. El ataúd de Jan Martense —que ahora solo contenía polvo y salitre— había aparecido enseguida, pero en mi furia por exhumar su fantasma yo ahondaba irracional y desmañadamente bajo donde había yacido. Dios sabe qué esperaba encontrar... tan solo sentía que estaba cavando en la tumba de un hombre cuyo fantasma salía a deambular por la noche.
Resulta imposible determinar a qué monstruosa profundidad había llegado cuando mi pico, y enseguida mis pies, atravesaron el suelo. El suceso, en tales circunstancias, fue tremendo; ya que la existencia aquí de un espacio subterráneo daba a mis locas teorías una terrible confirmación. La ligera caída había apagado la lámpara, pero encendí una linterna de bolsillo y contemplé el pequeño túnel horizontal que se abría indefinidamente en ambas direcciones. Era suficientemente ancho como para que un hombre se arrastrase por él y, aunque ninguna persona cuerda lo hubiera intentado, olvidé en ese momento cualquier posible peligro, la razón o la limpieza, en mi febril obsesión por desenterrar al horror oculto. Optando por la dirección de la casa, me lancé temerariamente a la estrecha madriguera, reptando ciega y rápidamente hacia delante, encendiendo, aunque solo a ratos, la lámpara que mantenía tendida delante de mí.
¿Qué lenguaje podría describir el espectáculo de un hombre perdido en la tierra infinitamente abismal, retorciéndose, resollando, pugnando locamente a través de hundidas circunvalaciones de inmemorial negrura, sin idea alguna de tiempo, seguridad, dirección u objetivo definido? Hay algo espantoso en todo eso, pero es lo que hice. Lo hice durante tanto tiempo que la vida se convirtió en un lejano recuerdo y me transformé en uno entre los topos y los gusanos de las profundidades nocturnas. De hecho, fue solo por accidente el que, tras un interminable reptar, encendiera con una sacudida mi olvidada lámpara eléctrica, haciéndola brillar fantasmalmente en el interior de aquella madriguera de fango comprimido que se alargaba y recurvaba delante de mí.
Estuve pugnando por avanzar así durante algún tiempo, por lo que la pila ya estaba en las últimas, cuando repentinamente el pasadizo comenzó a ascender con rapidez, variando mi forma de avanzar. Mientras levantaba la mirada, de golpe, vi relucir en la distancia dos demoniacos reflejos de mi lámpara moribunda; dos reflejos refulgiendo con un resplandor fatídico e inconfundible, despertando en mí recuerdos enloquecedoramente nebulosos. Me detuve en el acto, aunque sin pensar en retroceder. Los ojos se aproximaban, aunque del ser que era su dueño tan solo pude distinguir una garra. ¡Pero qué garra! Entonces, muy arriba, escuché un débil chasquear que pude reconocer. Era el salvaje trueno de las montañas, creciendo hasta una furia histérica... debía haber estado reptando durante mucho tiempo hacia arriba, así que la superficie tenía que estar ahora relativamente cerca. Y mientras el trueno, amortiguado, estallaba, aquellos ojos aún estaban clavados en mí con vacua ansiedad.
Gracias a Dios que no supe entonces qué era, pues de lo contrario hubiera muerto. Pero me vi salvado por el tremendo trueno que lo había convocado, ya que tras una espera espantosa restalló en el invisible cielo superior uno de esos frecuentes rayos cuyas señales yo había visto por todas partes, en forma de grietas de tierra removida y fulgurita de diversos tamaños. Con rabia ciclópea, llegó rasgando a través del suelo que cubría aquella espantosa mina, cegándome y ensordeciéndome, aunque sin llegar a hacerme perder por completo el sentido.
En el caos de tierra que se derrumbaba y deslizaba, arañé y trastabillé desesperadamente, hasta que la lluvia sobre mi cabeza me tranquilizó, permitiéndome ver que había salido a la superficie en sitio conocido; un lugar escarpado, desprovisto de árboles, en la ladera sudoeste de la montaña. El constante relampaguear iluminaba el terreno derrumbado y los restos de la curiosa elevación baja que se había extendido hacia el llano desde la ladera boscosa de más arriba, pero nada en aquel caos permitía intuir por dónde había emergido de la letal catacumba. Mi cerebro era un caos tan grande como el de la tierra y, mientras un resplandor rojo incendiaba el paisaje desde el sur, apenas pude ser consciente del horror por el que acababa de atravesar.
Pero cuando, dos días más tarde, los colonos me explicaron lo que significaba aquel resplandor rojo, sentí aún más horror que el sufrido ante la garra y los ojos en aquella mohosa madriguera; más horror debido a las estremecedoras implicaciones del hecho. Porque en una aldea a veinticinco kilómetros de distancia se había desatado una orgía de terror cuando cayó el rayo que me había sacado de debajo de tierra, y un ser sin nombre había saltado desde lo alto de un árbol a una choza de frágil techumbre. Había realizado una matanza, pero los colonos incendiaron frenéticamente la chabola antes de que pudiera escapar. Y todo esto había tenido lugar en el instante en que la tierra se derrumbaba sobre el ser de la garra y los ojos.
IV
El horror en los ojos
No puede haber nada normal en la cabeza de alguien que, sabiendo lo que sabía sobre los horrores de Tempest Mountain, busca en solitario al horror que se esconde allí. Que al menos dos de las encarnaciones del miedo hubieran sido destruidas, eran tan solo ligera garantía de seguridad física y mental en aquel Aqueronte de diabólica multiformidad; aún así, proseguí mis pesquisas con empeño aun mayor, dado que los sucesos y revelaciones resultaban todavía más monstruosos.
Cuando, dos días después de mi espantoso recorrido a través de la cripta que albergaba los ojos y la garra, supe que un ser había caído con intenciones malignas a veinticinco kilómetros de distancia, en el mismo instante en que los ojos me observaban, sufrí verdaderas convulsiones de terror. Pero tal terror estaba tan mezclado con asombro y llamativa extravagancia que casi se trataba de una sensación placentera. Hay veces en que, en medio de una pesadilla, cuando las potestades le arrebatan a uno sobre los tejados de extrañas ciudades muertas, llevándole hasta la burlona sima de Niss, resulta un alivio e incluso un placer el gritar de forma salvaje y lanzarse voluntariamente a través del odioso vórtice de maldición onírica a cualquier abismo sin fondo que pueda aguardarnos. Y así fue que el descubrimiento de que dos monstruos habían acechado en aquel lugar despertó al cabo en mí un loco deseo de sumergirme en la mismísima tierra de esa región maldita y, con las manos desnudas, exhumar la muerte que acechaba desde cada porción del suelo ponzoñoso.
Tan pronto como me fue posible, visité la tumba de Jan Martense y cavé en vano en el mismo lugar en que lo había hecho antes. Algún gran deslizamiento de tierra había ocultado hasta la última traza del pasadizo subterráneo, al tiempo que la lluvia había empujado tanta tierra a la excavación que me fue imposible precisar a cuanta profundidad había llegado aquel día. Asimismo, realicé un accidentado viaje a la distante aldea en la que habían quemado a la mortífera criatura y apenas me vi compensado en el esfuerzo. Entre las cenizas de la choza condenada, no encontré sino algunos huesos, pero ninguno parecía pertenecer al monstruo. Los colonos me contaron que el ser había causado una sola víctima, pero tal extremo me pareció inexacto, ya que junto al cráneo entero de un ser humano había otro fragmento óseo que seguramente había pertenecido en otro tiempo a una calavera humana. Aunque el rápido descenso del monstruo pudo ser visto, nadie fue capaz de precisar con certeza cómo era la criatura; aquellos que acertaron a entreverla la definían sencillamente como un demonio. Examinando los grandes árboles desde los que había estado acechando, no pude encontrar huella alguna. Traté de descubrir algún rastro en el bosque negro, pero esa vez ya no pude soportar la visión de aquellos troncos monstruosamente grandes, o la de aquellas inmensas raíces, como serpientes, que culebreaban de forma tan malévola antes de hundirse en la tierra.
Mi siguiente paso consistió en volver a examinar, con cuidado microscópico, la aldea abandonada donde la muerte se había ensañado, y en la que Arthur Munroe vio algo que no tuvo oportunidad de llegar a describir. Aunque mis previas e infructuosas búsquedas habían sido minuciosas en extremo, ahora tenía nuevas evidencias que probar, ya que mi horrible experiencia en el interior de la tumba me convenció de que al menos uno de los aspectos de la monstruosidad había sido una criatura subterránea. En esta ocasión, el 14 de noviembre, mis pesquisas se centraron sobre todo en las laderas de Cone Mountain y Maple Hill, desde donde se dominaba la desgraciada aldea, prestando especial atención al corrimiento de tierra de la convulsa zona situada en la segunda de las eminencias.
Una tarde de búsqueda no arrojó luz alguna sobre el asunto, y el crepúsculo hizo acto de presencia mientras me encontraba en Maple Hill observando la aldea y, más allá del valle, Tempest Mountain. Fue un ocaso esplendoroso y luego se alzó una luna casi llena, volcando una marea de plata sobre la llanura, la lejana ladera de la montaña y los curiosos montículos bajos que punteaban aquí y allá. Era una pacífica escena arcadiana, pero, sabiendo como sabía lo que ocultaba, la abominé. Abominé de la luna burlona, la llanura hipócrita, la ulcerada montaña, así como de aquellos siniestros montículos. Todo me parecía contaminado por una plaga espantosa, insuflado de vida por una nociva alianza con poderes ocultos y corruptos.
Entonces, mientras contemplaba absorto aquel panorama a la luz de la luna, mis ojos se vieron atraídos por alguna singularidad en la naturaleza y disposición de cierto elemento topográfico. Sin tener grandes conocimientos de geología, ya desde el principio me habían llamado la atención aquellos extraños montículos y elevaciones de la región. Había reparado en su curiosa distribución en torno a Tempest Mountain, aunque eran menos numerosos en la llanura que cerca de la cima misma, donde los prehistóricos glaciares, sin duda, habían encontrado menor oposición a sus embates y a sus fantásticos caprichos. En ese momento, a la luz de esa luna baja que creaba sombras largas y extrañas, me impactó tremendamente el descubrir que los diversos puntos y líneas del sistema de montículos mantuvieran una particular relación con la cima de Tempest Mountain. Tal cima era, sin duda, el centro del que las líneas o filas de puntos irradiaban de una forma indefinida e irregular, como si la insalubre mansión Martense hubiera extendido visibles tentáculos de terror. La idea de tales tentáculos me provocó un estremecimiento inexplicable y me detuve a analizar los motivos que tenía para considerar a aquellos montículos como un fenómeno glaciar.
Cuanto más reflexionaba, menos verosímil me parecía, y contra mi mente, abierta de golpe, comenzaron a batir grotescas y horribles analogías, basadas en aspectos de la superficie, así como en mi aventura bajo tierra. Antes de darme cuenta, me encontraba pronunciando palabras nerviosas y disgustadas para mí mismo: «¡Dios Mío!... toperas... todo el condenado sitio debe ser un panal... cómo... esa noche en la mansión... cogieron primero a Bennett y Tobey... a cada lado nuestro...». Luego comencé a cavar frenéticamente en el montículo que se encontraba más cerca de mí; cavando desesperadamente, estremecido, al tiempo que casi exultante; cavando y al cabo chillando en voz alta con inexplicable emoción, cuando llegué a un túnel o madriguera exactamente igual a aquella por la me había arrastrado esa otra noche demoniaca.
Después, recuerdo haber echado a correr, pico en mano; una carrera espantosa a través de prados iluminados por la luna y salpicados de montículos, cruzando enfermizos y escarpados abismos en laderas boscosas que parecían acecharme; saltando, gritando, jadeando, dirigiéndome siempre hacia la terrible mansión Martense. Recuerdo haber cavado irracionalmente por todo aquel sótano invadido de zarzas; cavar para desvelar el núcleo y centro de ese maligno universo de túmulos. Y entonces recuerdo cómo reí al topar con el pasadizo; el agujero en la base de la vieja chimenea, allí donde la maleza espesa crecía y creaba sombras extrañas a la luz de la solitaria vela que llevaba conmigo. Lo que aún hubiera en el interior de esa infernal colmena, al acecho y en espera de que el trueno le hiciera salir, yo no lo sabía. Dos de ellos habían sido ya muertos, y quizá lo fueran todos. Pero aún subsistía esa ardiente decisión de alcanzar el más íntimo secreto del miedo, que de nuevo volvía a parecerme definido, material y orgánico.
Mi dudosa indecisión, oscilando entre explorar a solas e inmediatamente el pasaje, con mi linterna de bolsillo, o tratar de reunir un grupo de colonos para la búsqueda, se vio interrumpida al cabo por un golpe de viento procedente del exterior que apagó la vela, dejándome en completa oscuridad. La luna ya no lucía a través de las grietas y aberturas, sobre mi cabeza, y con una sensación de tremenda alarma escuché el siniestro y significativo rumor de un trueno que se acercaba. Una confusión de ideas asociadas se apoderó de mi cerebro, forzándome a retroceder a tientas hasta el rincón más lejano del sótano. Mis ojos, no obstante, se volvieron hacia la horrible abertura en la base de la chimenea, y empecé a obtener atisbos de los desmenuzados ladrillos y de la malsana maleza cada vez que los fogonazos de los relámpagos penetraban débilmente a través de la espesura exterior, alumbrando las grietas del muro sobre mi cabeza. A cada segundo me veía consumido por una mezcla de miedo y curiosidad. ¿Qué era lo que podría despertar la tormenta... o quizá no había nada que pudiera despertar? Guiado por un fogonazo, me protegí tras un espeso montón de vegetación, confiando así en observar la abertura sin ser visto.
Si los cielos son misericordiosos, algún día borrarán de mi mente lo que presencié, permitiéndome vivir en paz mis últimos años. Ahora no puedo dormir por la noche y he de tomar opiáceos cada vez que resuena el trueno. Llegó abruptamente y sin previo aviso; un demonio que recordaba las ratas escabulléndose desde fosos remotos e inimaginables, un jadeo infernal, un gruñido ahogado, y, entonces, esa abertura bajo la chimenea eructó una multitudinaria y leprosa vida; una horrible marea negra de corrupción orgánica más devastadoramente odiosa que las más horribles imágenes de locura e insania. Hirviendo, bullendo, avanzando, borboteando como barro ofidio, se desbordaban a raudales desde ese agujero abierto, desparramándose como un contagio séptico, fluyendo desde el sótano hacia cualquier escapatoria posible; fluyendo para desparramarse a través de la medianoche del bosque maldito y esparcir a su paso miedo, locura y muerte.
Sabe Dios cuántos eran... debía haber millares. Verlos fluir a la luz de ese débil e intermitente relampagueo resultaba estremecedor. Cuando disminuyó su número lo suficiente como para entreverlos como organismos separados, pude constatar que eran enanescos y deformes demonios o monos peludos; monstruosas y diabólicas caricaturas de la especie primate. Guardaban un silencio espantoso; apenas hubo un chillido agudo cuando uno de los últimos rezagados se revolvió, con la habilidad que da la larga práctica, para alimentarse en la forma usual a costa de un compañero más débil. Otros acudieron sobre los restos y los devoraron con desaforada fruición. Entonces, a pesar del vértigo de espanto y disgusto, se impuso mi morbosa curiosidad y, mientras la última de las monstruosidades rezumaba de ese mundo inferior de desconocida pesadilla, empuñé la automática y disparé amparado por el trueno.
Vociferantes, resbaladizas, torrenciales sombras de locura roja y viscosa persiguiéndose entre sí a través de interminables y ensangrentados corredores de cielo púrpura y fulgurante... fantasmas informes y calidoscópicas mutaciones de una imagen sepulcral y recordada; bosques de robles monstruosamente atiborrados con raíces serpentinas culebreando y succionando indescriptibles jugos de una tierra que hormigueaba con millones de demonios caníbales; tentáculos como montículos surgiendo de nidos subterráneos de poliposa perversión... enloquecidos relámpagos sobre muros malignamente ebúrneos y arcadas demoniacas obstruidas por vegetación fungosa... Gracias al cielo por el instinto que me guió inconscientemente a lugar habitados por el hombre, hasta un pacífico pueblo que dormitaba bajo estrellas tranquilas y cielos claros.
En una semana me había recobrado lo bastante como para enviar a Albany en busca de una partida de hombres, con el fin de dinamitar la Mansión Martense y toda la cima de Tempest Mountain, cegar todas las madrigueras-montículos que pudiéramos descubrir y aniquilar ciertos árboles sobrealimentados cuya existencia misma constituía un insulto para la cordura. Pude dormir algo tras de hacer todo eso, pero nunca me llegará el verdadero reposo, pues recuerdo cuál es el innombrable secreto del horror oculto. Siempre estará a mi lado, ya que, ¿quién puede decir que el exterminio fue completo y qué fenómenos análogos no tienen lugar por todo el mundo? ¿Quién puede, sabiendo lo que yo sé, pensar en las desconocidas oquedades de la tierra sin sentir un estremecimiento de pesadilla ante las futuras posibilidades? No puede presenciar un pozo o la entrada de un subterráneo sin estremecerme... ¿Por qué no pueden los médicos darme algo que me haga dormir o que calme de verdad mi cerebro cuando truena?
Lo que vi al resplandor de mi linterna, tras disparar contra el indescriptible ser rezagado, era tan simple que perdí un minuto antes de entender y sumirme en el delirio. La criatura era nauseabunda; un sucio gorila blanquecino, con agudos colmillos amarillentos y pelambre enmarañada. Era el producto final de la degeneración de un mamífero; el espantoso resultado de reproducción endogámica, multiplicación y nutrición caníbal sobre y bajo el suelo; la encarnación de todo caos que gruñe y de todo el miedo burlón que acecha tras la vida. Me había mirado al morir, y en sus ojos estaba esa misma y extraña cualidad que marcaba a esos otros que me observaran fijamente bajo tierra, agitando en mí brumosos recuerdos. Un ojo era azul y el otro castaño. Eran los dispares ojos Martense de las viejas leyendas, y en una cataclísmica inundación de horror impronunciable supe lo que había sucedido con esa desaparecida familia; la terrible y enloquecida por los truenos estirpe de los Martense.

* Título original: The Lurking Fear (noviembre de 1922). Primera publicación: Home Brew, enero-abril de 1923. Se conserva un esbozo del autor.
* Fulgurita: Tubo vitrificado producido por el impacto del rayo contra el suelo. (N. del T.)