Escena I

La escena transcurre una noche oscura en una explanada ante el Palacio de la ciudad de Elsinore. Francisco está de guardia y se le acerca Bernardo.


Bernardo: ¿Quién anda ahí?

Francisco: No, respóndeme tú a mí. Detente y dime quién eres.

Bernardo: ¡Viva el Rey!

Francisco: ¿Eres tú, Bernardo?

Bernardo: El mismo.

Francisco: Tú siempre eres el que llega más puntual.

Bernardo: Ya han dado las doce, puedes ir a acostarte, Francisco.

Francisco: Te agradezco mucho el relevo; hace un frío que penetra en los huesos y me oprime el corazón.

Bernardo: ¿Has tenido una guardia tranquila?

Francisco: No ha pasado ni un ratón.

Bernardo: Muy bien y que tengas buenas noches. Si te encuentras con Horacio y Marcelo, mis compañeros de guardia, diles que vengan rápido.

Francisco: Me parece que los oigo venir. ¡Alto! ¿Quién se acerca?

Entran Horacio y Marcelo.

Horacio: Gente amiga.

Marcelo: Y súbditos del Rey de Dinamarca.

Francisco: Muy buenas noches.

Marcelo: Que te vaya bien, buen soldado. ¿Quién te relevó en la guardia?

Francisco: Bernardo ha quedado en mi lugar. Buenas noches. (Sale).

Marcelo: ¡Hola, Bernardo!

Bernardo: ¡Hola! Dime, ¿es Horacio el que viene contigo?

Horacio: Sólo una parte de él.

Bernardo: Bienvenido, Horacio, y tú también, Marcelo.

Marcelo: Y entonces, ¿ha vuelto a aparecer aquella cosa esta noche?

Bernardo: Yo no he visto nada.

Marcelo: Horacio cree que sólo es producto de nuestra fantasía, y dice que no se dejará engañar por el horrible fantasma que nosotros ya hemos visto en dos ocasiones. Por eso le he pedido que nos acompañe en la guardia de esta noche, de manera que si el espectro vuelve a aparecer, él pueda verlo con sus propios ojos y le hable si quiere.

Horacio: ¡¿Qué dices?! ¿Aparecer? No, no aparecerá.

Bernardo: Sentémonos un rato y deja que te contemos nuevamente aquella historia que te niegas a creer y que nosotros ya hemos presenciado dos noches seguidas.

Horacio: Esta bien, sentémonos y oigamos el relato de Bernardo.

Bernardo: Anoche, una vez que esa misma estrella que está al occidente del polo había recorrido su camino para llegar a iluminar la parte del cielo donde ahora resplandece, Marcelo y yo, en el mismo momento en que la campana daba la una...

Marcelo: ¡Shhh! ¡Silencio! ¡Mira, ahí viene otra vez!

Entra el fantasma.

Bernardo: Tiene la misma figura del difunto Rey.

Marcelo: Horacio, tú que eres un hombre de estudios, háblale.

Bernardo: Míralo, Horacio, ¿verdad que se parece mucho al Rey?

Horacio: Sí, es muy parecido. Me estremezco de miedo y asombro al verle.

Bernardo: Parece que quiere que le hablen.

Marcelo: Vamos, Horacio, háblale.

Horacio: ¿Quién eres, que a estas horas de la noche haces uso de la noble y guerrera presencia que algún día perteneció a la majestad del Rey que hace muy poco hemos sepultado? Habla, por el Dios del cielo.

Marcelo: Parece que se ha enojado.

Bernardo: Miren, se va sin contestarnos.

Horacio: ¡Eh! ¡Un momento! ¡Háblanos por favor! ¡Habla!

Marcelo: Ya se fue. No quiso respondernos.

Bernardo: Pues bien, Horacio, ¿qué piensas ahora? Tiemblas y estás pálido. Acaso todavía crees que esto no es más que una fantasía.

Horacio: Les juro por Dios que jamás lo habría creído si no lo hubiera comprobado con mis propios ojos de una manera cierta y sensible.

Marcelo: ¿No es totalmente parecido al Rey?

Horacio: Tal como tú te pareces a ti mismo. Y llevaba puesta la misma armadura con la que combatió contra el ambicioso Rey de Noruega, y de la misma manera frunció el ceño, cuando de un solo golpe hizo caer al hielo a los polacos, en aquella batalla tan violenta. Es muy extraña esta aparición.

Marcelo: Ya hace dos noches que se aparece ante nuestra guardia, de la misma forma y con la misma postura guerrera.

Horacio: Yo no sé muy bien lo que esto puede significar, pero presiento que pronostica algún extraño cambio en nuestra nación.

Marcelo: Bueno, sentémonos y explíquenme, cualquiera de ustedes que sepa la respuesta, ¿por qué los daneses mantienen todas las noches esta estricta y vigilante guardia? ¿Qué fin tienen esos cañones de bronce y esa provisión constante de armamentos de guerra extranjeros? ¿Por qué esta multitud de carpinteros navales, cuyo pesado trabajo no cesa ni los domingos? ¿Cuál es la razón para que la intensa labor junte el día del trabajador con la noche? ¿Quién de ustedes podrá informarme?

Horacio: Yo puedo contarte, al menos, los rumores que circulan. Nuestro último Rey –cuya imagen acaba de aparecérsenos– fue provocado a un combate por Fortinbrás de Noruega, quien actuaba motivado por el orgullo y la envidia.

En aquella batalla, nuestro valiente Rey Hamlet –conocido por su valor en gran parte del mundo– dio muerte a Fortinbrás, el cual a través de un contrato sellado y aprobado por la ley del fuero de armas, cedía al vencedor, en el caso de que él fuera derrotado, todos los países que se encontraban bajo su dominio.

Nuestro Rey se comprometió a un pacto equivalente, lo que habría aumentado la herencia de Fortinbrás, si hubiese vencido. A raíz de este contrato y en el cumplimiento del mismo, la herencia recayó en manos de Hamlet.

Ahora, el joven Fortinbrás, de carácter resuelto y falto de experiencia, ha reunido en las fronteras de Noruega un ejército de soldados violentos y salvajes, quienes sólo a cambio de comida buscan llevar a cabo una valerosa empresa y recuperar por la fuerza de las armas las tierras perdidas por su padre. Esto es, según comprendo, el principal motivo de las prevenciones, la causa de nuestra vigilancia y la verdadera razón de la agitación y urgencia en toda nuestra nación.

Bernardo: No creo que pueda haber otra razón más que esa. Tal vez por lo mismo se ha aparecido en nuestra guardia la asombrosa visión de nuestro Rey armado, pues él es el principal motivo de estas guerras.

Horacio: Esto es algo que perturba el entendimiento. En la época más gloriosa de Roma, poco antes de que cayera el poderoso Julio César, los sepulcros se vaciaron y los cadáveres amortajados vagaban gimiendo por las calles de la ciudad. Pasaron estrellas con colas de fuego, hubo lluvias de sangre y el sol se escondió, y el húmedo planeta, cuya influencia se encuentra bajo el mando de Neptuno, se eclipsó como si el fin del mundo hubiese llegado.

Ya hemos visto cómo funestos avisos anticipan acontecimientos terribles y calamidades en el futuro destino. Son los que el cielo y la tierra le han revelado a la gente de nuestro país. Pero, ¡silencio! ¡Miren! Ahí se aparece otra vez...

Aunque me muera de terror, lo enfrentaré. Fantasma, ¡detente! Si puedes hacer algún sonido u ocupar la voz, ¡háblame! Si existe algo que a ti pueda darte alivio, y a mí me honre, háblame. Si conoces de antemano algún destino que pudiera sufrir tu patria y que se pueda evitar, ¡vamos, habla! O si durante tu vida escondiste bajo tierra algunos tesoros mal ganados, por los cuales, según dicen, los espíritus vagan inquietos después de la muerte, ¡habla! (Canta el gallo) ¡Detente! ¡Habla! ¡Marcelo, no dejes que se vaya!

Marcelo: ¿Lo golpeo con mi lanza?

Horacio: Sí, hazlo si no se detiene.

Bernardo: ¡Aquí está!

Horacio: ¡Aquí!

Marcelo: Se fue. Lo hemos ofendido, pues él es un rey y nosotros hemos pretendido usar la violencia. Ahora es invulnerable como el aire y nuestros vanos golpes no le producen más que risa.

Bernardo: Estaba a punto de hablar cuando cantó el gallo.

Horacio: Y en ese momento se sobresaltó como alguien que ha cometido un horrible crimen. He oído que el gallo, que es el mensajero de la mañana, despierta con su agudo y sonoro canto al dios del día, y que ante este anuncio huyen a su morada todos los espíritus errantes, ya sean de la tierra, el mar, el aire o el fuego. Lo que acabamos de ver prueba la verdad de esta creencia.

Marcelo: Así es, se fue justo cuando cantó el gallo. Algunos dicen que cuando se celebra el nacimiento de nuestro Salvador, el pájaro de la mañana canta toda la noche, y que entonces ningún espíritu se atreve a vagar libremente; las noches son más saludables, ningún planeta sufre siniestras influencias, los maleficios no producen efecto y las brujas no tienen poder para encantar. ¡Así de sagrado es aquel tiempo!

Horacio: Yo también lo he oído y en parte lo creo. Pero miren cómo la mañana cubre el rocío de aquel monte en el oriente con su rosada túnica. Concluyamos con nuestra guardia y opino que le comuniquemos al joven Hamlet lo que hemos visto esta noche. Pues estoy seguro de que el espíritu que se ha mantenido mudo ante nosotros, hablará ante él. ¿Están de acuerdo en que le demos esta noticia y actuemos guiados no sólo por nuestra amistad, sino porque nos lo exige el deber?

Marcelo: Sí, estoy de acuerdo. Yo sé donde con seguridad lo podemos encontrar esta mañana.